Precipitada y sin matices Si en el film reseñado arriba se hablaba de intimismo, de una angustia que tiñe la sonrisa, en el caso de 50 primaveras podría hablarse de otro tanto. Lo que no puede decirse es que exista una coincidencia formal, antes bien, todo lo contrario. Mientras el film de Claire Denis es contraído, sujeto al sismo en el que se encuentra su personaje, la película de Blandine Lenoir apela a lo extrovertido, a la prédica causa‑efecto para asistir al derrotero de su protagonista. Seguramente, el atractivo principal de este film radique en su protagonista, la también directora y guionista Agnès Jaoui, aquí en el papel de Aurore: separada, al borde de la menopausia, con dos hijas (casi) adultas, y a punto de ser abuela. Jaoui compone su personaje desde una alteración que crece, en donde el filo de la menopausia le arroja a cambios de humor repentinos y calores insoportables. El cúmulo de aspectos sería suficiente, pero para ahondar más, no faltará la línea de diálogo que explicite el asunto: Aurore le teme a la vejez, la soledad y la pobreza. Con cierto regusto cómico, las líneas de acción se repartirán como un abanico algo descontrolado. La mirada propuesta es algo extraña, puesto que si bien denuncia una sujeción patriarcal, culmina por ratificar a sus protagonistas en los roles de madres e hijas. En el film, de hecho, se escuchará decir que una mujer es feliz cuando es madre, pero no en el matrimonio. En todo caso, 50 primaveras cumple en su propósito de aportar una historia medianamente entretenida, con la Jaoui haciendo demasiado evidente su caracterización, si bien con cierto candor que le es inherente. El acento estará puesto, a lo largo del film, en detalles que terminarán por cuadrar de manera final así como feliz. Un desenlace bastante predecible, por cierto. Vale destacar, eso sí, la mirada de lumbre y expectativas con la cual la película elige su despedida, allí anida lo más interesante.
Con el cine contenido en su rostro La actriz francesa ratifica aquí lo incandescente de su presencia en pantalla. El film de Claire Denis indaga en la vida de una mujer varada en un mundo de afectos desencontrados, entre angustia y sonrisas. Si se permite la expresión ‑a la manera del viejo Hollywood‑, hay actrices que son, todavía, "bigger than life". Están en la pantalla y proyectan vida a su alrededor. Un ensueño se apodera de todo, lo vuelven veraz. Desde ya, ese sueño puede ser bello, también retorcido. De acuerdo con el caso en cuestión, podría pensarse en Cate Blanchett (Blue Jasmine), Isabelle Huppert (Elle), Maggie Cheung (In the Mood for Love); ahora bien, entre tantas, siempre, el esplendor de Juliette Binoche. Bleu, Copie conforme, Elles, films donde la actriz francesa imprime su rostro y gestos para que el drama sea. En estos casos, realizadores como Krzysztof Kieslowski, Abbas Kiarostami, Malgoska Szumowska, han encontrado en ella el lugar que permite lo demás. Es una actriz insustituible, y ya lo expresaron así Christine Angot y Claire Denis, al declarar en entrevistas que fue durante la redacción del guión de Un bello sol interior que sólo pudieron pensar en ella, porque ella era la película. Efectivamente, asistir al derrotero de Isabelle es hacerlo de la mano compartida entre la Binoche y Claire Denis, actriz y directora en armonía, capaces de provocar una síntesis que contenga la angustia y deje asomar ciertos matices. Isabelle está separada, tiene una hija, es artista plástica; es todo esto pero, en verdad, la película es otra cosa. Es ella asomada a una pregunta que queda sin respuesta, mientras procura el encuentro del afecto. El rostro de la Binoche es necesario, sus gestos procuran un montaje en sí mismos. Ella sola contiene el proceder del cine. En este sentido, nada puede desorientar más que su relación inicial, a partir de la figura del banquero egocéntrico, imbécil, sumido en su comprensión adinerada del mundo. Es él, sólo él, y lo demás a partir de él; el maltrato tocará, de modo inevitable, también a ella. ¿Por qué? ¿Por qué no?, en todo caso. De esta manera, Un bello sol interior se sumerge en ‑y con‑ Isabelle, con el acto sexual sucediendo, los desprecios subsiguientes, pero también los destellos, las caricias. La atracción inexplicable no debe, justamente, explicarse. Sea con el banquero, sea con el bailarín imprevisto o con el actor alcohólico. Al fin y al cabo, toda atracción sucede de manera inesperada. De ella hacia los demás, pero también desde los demás hacia ella. Es por esto que, aun cuando ella quede herida, serán también otros quienes conozcan un mismo dolor. Los datos sobre la vida de Isabelle se han referido, pero lo cierto es que aparecen de a poco. Como si fuesen aspectos sesgados, mientras ella prosigue presa o prendada de una angustia que se acentúa. De tal manera, el film de Denis construye un relato que sucede desde una suerte de meseta, a partir de una progresión lineal que podría parecer monótona ‑como si estuviese suspendida de un instante‑ pero sin embargo llena de estruendos (internos y externos). Por eso, el rostro de la Binoche es necesario, ella sola contiene el proceder que el cine mismo expone; vale decir, los gestos de la actriz procuran un montaje en sí mismos. Mientras la sonrisa de Isabelle se dibuja, su mirada desmiente; la Binoche puede hacer confluir sentires diversos. Todo sucede simultáneamente en ella, capaz de conjugar sensaciones para comunicarlas de modo ambiguo, complejo, sin palabras. Hay un momento que es suficiente para dar cuenta del lugar de quiebre en el que se encuentra esta mujer. Sucede cuando sale corriendo tras el auto de su ex, en donde está su hija. La ventanilla está cerrada. La mano saluda al tocar el vidrio. La coincidencia de elementos ‑cercanía/lejanía‑ traduce lo difícil del momento. Como no se trata de una película abocada al retrato de "conflictos familiares y sus mejores resoluciones", Un bello sol interior solo necesita de esta instancia para sugerir algo más hondo. Esa profundidad descansa en su protagonista, porque la película es ella y no hace falta hablar de nada más. Es por eso que el diálogo final, que Isabelle comparte con Gérard Depardieu, se convierte en un aleph que irradia sobre lo sucedido y lo que habrá de pasar. Depardieu parece un analista que paulatinamente se devela como oráculo. Conversa desde la intuición y la Binoche sonríe y lagrimea para el goce dolorido de la cámara. Los intérpretes parecieran estar supeditados a una situación dramática que están resolviendo en el momento, sin líneas de diálogo previstas. Seguramente sea así. Como si se tratara de un paréntesis en su vida, Un bello sol interior retrata a Isabelle durante una travesía en la que está sumergida, durante la cual conoce momentos buenos y peores, pero todavía con más por suceder. Ese después ya no hace falta conocer. Queda sesgado, apenas sugerido, así como afectado por el sentir de quien mira mientras comparte la mirada de esa gran directora, de sensibilidad distintiva, que es Claire Denis.
¿Quién es el diseñador de recuerdos? La película del canadiense dialoga con la original y establece una aproximación personal, desde una crisis de otro siglo. Al fin, la espera terminó, y ahí están, en pantalla grande, los ecos de la película enigma que es Blade Runner, esa gema de caras múltiples (cinco cortes de montaje) que fuera un fracaso y se volviera de culto, capaz de provocar un quiebre (¿anímico?, ¿metafísico?) en el alma de su director, Ridley Scott, y en la historia misma del cine. A partir de ella, la ciencia ficción no sería la misma, sino noir y hundida en una pregunta que rebota todavía desde el libro de origen: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, obra del clarividente Philip K. Dick. Los tiempos se han vuelto digitales, y el fantasma de esa secuela de la que mucho se hablaba y no se concretaba dio y dio vueltas para ahora cobrar forma y profundizar el enunciado de esos replicantes rebeldes, con ganas de vivir más para sentir gotas de lluvia y de lágrimas. Ya no sólo duplicar al ser humano, en tanto doppelgänger, sino volverle ahora inasible, de función táctil simulada, a partir de ese oxímoron que es la realidad virtual o el espectáculo mismo en el que se ha convertido lo que todavía se dice "película". De todos modos, aún perviven esos retazos de antaño, que significan el rostro mismo de Harrison Ford y su Rick Deckard, en quien el tiempo realmente ha ocurrido. El actor/el personaje manifiestan el testimonio mismo de aquella película inicial, situados ahora treinta años en el futuro (o en este presente), en armonía con el rostro dual que encarna el cada vez mejor Ryan Gosling, cuya máscara gestual, de simetría imperfecta y estrabismo leve, se revela como armazón adecuado, de combustión interna. K (Gosling) es el Blade Runner que "pasa a retiro" a quienes, sin embargo, tanto se le parecen. Es él el nudo de un film que puede ser visto como secuela pero también -y todavía mejor- como relectura. Desde la mirada y puesta en escena de otro realizador de calibre, como lo significa Denis Villeneuve, Blade Runner 2049 bucea en el mundo caído de su predecesora pero en consonancia con un hacer personal; de este modo, el film se sitúa a la par de Sicario, Enemy, Prisoners, Arrival. En todas ellas, también en Blade Runner, Villeneuve parte al mundo como cáscara de nuez e indaga en los fantasmas que le cohabitan. De hecho, puede señalarse a Villeneuve como uno de los realizadores más afines a una poética noir, de dualidad asumida. Sus personajes viven un desasosiego que hacen estallar de manera visual. Habrá que pensar en este sentido la escenografía de esta nueva Blade Runner, en donde si bien no faltan los guiños iconográficos lo que se ve es diferente, sumido ahora en un vacío que contrasta con el gentío amuchado y ruidoso del film original. Al respecto, la música símil Vangelis -obra de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch- es y no es lo que evoca. Vale decir, la película de Villeneuve atraviesa una crisis que ya es de otro siglo (ese mismo siglo que supo vaticinar la original), en donde un apagón digital -no puede no pensarse en El día que paralizaron la Tierra- ha varado a la humanidad en una amnesia reciente. El "papel", se escucha decir como alerta desoída, sobrevive mejor. En ese límite que predice una preocupación actual -los libros, de hecho, son reliquias que un Deckard otoñal acuna- se inscribe esta Blade Runner. Y a partir de un androide sentimental (o viceversa), quien cree que recuerda mientras evoca las lágrimas de lluvia que Rutger Hauer llorara en la piel sintética de su Roy Batty. ¿Quién es, por eso, el "constructor de recuerdos"? ¿De dónde provienen y cómo aparecen esas imágenes de otros tiempos? Lo sensorial tendrá que asistir como sostén a los personajes, allí habrá que depositar la confianza si lo que se presenta parece engañoso. ¿Cuál es tu nombre?, pregunta Deckard a K. K se adentra en la duda, y responde con un nombre que abre, a su vez, una espiral en donde lo digital, la réplica y lo humano, dialogan y confluyen. Lo que finalmente resuena es una preocupación esencial, que vuelve a pronunciar una misma pregunta: ¿sueñan los androides? Villeneuve, afortunadamente, ahonda en esa angustia.
La lucidez del cine en estado febril Hundido en la espera, atado a la burocracia que ha ayudado a consolidar, Don Diego de Zama implora por la carta que le lleve de vuelta a España. Son los tiempos del Virreinato del Río de la Plata, época que el film articula con detalles, matices, contenidos en el vestuario, los decires, las pelucas, los indígenas. Es suficiente con lo que denotativamente se informa. Además, se trata de la novela de Antonio Di Benedetto, que el espectador podría haber leído, pero esto es, antes bien, cine. Y cine se dice, también, Lucrecia Martel. A partir de la composición magistral de Daniel Giménez Cacho, el Corregidor Zama gradualmente cae. Se abisma, se extraña. La película está en él. El espectador tendrá que convivir con una sinergia de sonidos conocidos pero raros, delicadamente diseñados para abrumar como un ensueño, a la manera de una fiebre que te toca y mantiene en un letargo de almíbar. Dulce, pegajosa, tendiente a la pesadilla. La película de Martel construye esta bruma a partir de momentos distinguibles, pero raramente pasibles de ser fácilmente ubicados en el tiempo. Es decir, hay elipsis, se entienden y son claras, pero no así respecto del tiempo cabalmente transcurrido. Cuando Zama arriba a esta instancia, por fin alcanza la frontera difusa, el estado febril perfecto. Lo hace desde una cadencia rítmica que resulta monocorde pero plena de pequeños explosivos. Cuando éstos detonan ‑como los alucinantes indígenas rojos, escondidos a plena vista, que saltan impiadosos‑, lo hacen hacia dentro, a la manera de un sonido apagado. Implosiones, en verdad. Hay que tener maestría para nadar en este pantano de brillos verdes y dorados. Todo se ve límpido, siempre y cuando sea a cielo abierto. Si se trata de los interiores, los planos encierran y sofocan, los colores son apagados, y las pelucas blancas no encastran del todo. La comezón o la transpiración amenazan con desbalancear una armonía importada, instalada en suelo ajeno. Aun cuando los indígenas deban abanicar y atender los mandatos proferidos, sus miradas disparan dardos, sus cuerpos dicen de otras maneras. Siempre hay algo que no termina de cerrar, y es éste un aspecto sustancial, porque lo que en Zama se construye es una sensación de agobio, de decadencia decidida a prosperar. Para ello, la instalación del temor es necesaria, inevitable. En la película adquiere el nombre de Vicuña Porto, el bandido que es azote de la corona, pero a quien nadie ha visto. Ya desde el inicio, el Corregidor dice ver bandidos donde tal vez no los hubiere. La voz de un niño ‑acompañante inicial, también final‑, de igual modo, será diegética o no diegética, aun cuando no haya corte de montaje en el plano de ese mismo niño, de boca que articula palabras pero también cerrada mientras éstas se escuchan. Zama atraviesa un camino de lucidez sinuosa, que le lleva por un derrotero de cine admirable, que puede y debe ser emparentado con el de otros grandes personajes y directores. Entre ellos, vale pensar en el Aguirre de la dupla Klaus Kinski/Werner Herzog -alucinado, sumido en su búsqueda incandescente‑, y en el Ethan Edwards de John Wayne en Más corazón que odio, de John Ford, a partir de la asunción casi inconsciente de los rasgos ajenos/indígenas que Zama presumiblemente detesta. No en vano será tildado de "traidor" desde una y otra parte. Zama quedará perdido en ese limbo intermedio, cuya corriente de duermevela le acunará. El verde de la naturaleza le devorará de forma hermosa, con el dolor inscripto en el cuerpo, en tanto pequeño génesis o síntesis de un drama histórico que arroja sus reverberaciones. Mismas sensaciones pueden señalarse respecto del clásico de Ford. En otras palabras, Zama es ejemplar. Por un lado, por cuestionar la misma convención que significa "recrear una época" (¿qué es, en verdad, "recrear una época"?); por otro, por sumergirse en un sentir afectado, y provocar un malestar cuya alienación excede marcas temporales. Al hacerlo, logra delinear un estado de ánimo,algo que sólo puede quien sabe cómo pulsar las teclas correspondientes. De manera acorde con sus anteriores films ‑La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza‑ Zama inscribe un capítulo aún más profundo dentro de una filmografía magistral.
Lo indecible tiene cara de payaso La película indaga en los miedos infantiles mientras retrata una sociedad hipócrita, marcada por la violencia que se disimula. Pennywise sobresale en un relato donde el mayor miedo de cada uno de los niños es convertirse en adulto. Son varias capas de sentido las que se superponen y hacen de It una película nodal en el mundo Stephen King. Sea por sumar un capítulo sustancial a una filmografía ecléctica ‑en donde sobresalen De Palma, Romero, Kubrick, Darabont‑, con algunos films memorables -Cementerio de animales, Maleficio, Los ojos del gato‑ y otros deleznables, pero sobre todo por colocarse como un hito, capaz de actualizar un disfrute que parecía perimido o de caldo efectista, si es que se piensa en el cine mainstream. Evidentemente, el realizador Andy Muschietti filma It a partir de lo que ha vivenciado entre tantas películas de terror vistas durante su niñez y adolescencia. Son los años '80 y allí están las alusiones al cine de la época, entre carteles y marquesinas, pero con el faro puesto -de modo explícito‑ en Cuenta conmigo, el estupendo film de Rob Reiner, seguramente una de las mejores versiones de la obra de King. Como en aquel título -y tantos otros de esos mismos años, con un grupo de niños como protagonista‑, la It de Muschietti recrea un mismo sentimiento de amistad, aventura, miedos. Aspectos que los niños adoptan como un lazo, con el desafío puesto en el enfrentamiento al mundo adulto. La tragedia o el desprecio habrán de marcar sus vidas, un rasgo que la literatura de King ha trabajado de manera intensa. Como variaciones de ese cuento de King en donde papá se transforma en algo monstruoso luego de beber latas de cerveza, en It podrá verse esto y más. El film logra actualizar un disfrute que parecía perimido o de caldo efectista, si es que se piensa en el cine mainstream. Vale decir, It retrata una sociedad en donde la violencia se tapa o disimula mientras se la ejerce. Los adultos, si aparecen, es para observar, vigilar, retar y, de paso, propagar en sus hijos un mismo hacer violento. La policía interviene pocas veces, y cuando lo hace es porque debe reprimir y degradar a los más jóvenes, aunque se trate de sus propios hijos. Madres, padres... los adultos no son personas confiables. Vale decir: tras los gestos preocupados de una madre que sólo mira televisión, se esconde una sujeción para toda la vida; la bibliotecaria que debiera incentivar la lectura sin embargo alecciona al pequeño: debieras estar afuera -le recomienda‑, jugando; o tal como enseña el padre a su hijo, durante el carneo de ovejas: matas o te matan. Dado el panorama, los niños tendrán que adaptarse y sobrevivir, o lo que es lo mismo, crecer. Como rasgo esencial, aparece el miedo. El payaso Pennywise, justamente, encarna "eso". Desde el orden figurativo, la película de Muschietti ha logrado reinventar la imagen del Pennywise televisivo que delineara el actor Tim Curry en 1990 (ese fin de época donde se sitúa la nueva It). Es decir, el payaso Pennywise finalmente se inscribe -y es esta película su rúbrica‑ en la galería de los nuevos monstruos clásicos, a partir de la interacción benéfica que suponen los distintos registros: cine, cómic, literatura. Tal como le sucediera al monstruo literario de Frankenstein a partir de la caracterización de Boris Karloff, el Pennywise que ahora interpreta Bill Skarsgard redunda una misma combustión. Por otra parte, es cierto que el film de Muschietti encuentra filiación con otros ejemplos de misma voluntad, como Super 8 o Stranger Things, pero su concepción apunta al díptico. Puesto que el segundo capítulo transcurrirá en el tiempo presente, habrá que completar la película allí, ya que será con ese film como el realizador -se espera‑ conciba una recreación más acerada, desde el presente, con los niños ahora convertidos en el mayor de sus miedos: ser adultos. Como rasgo mayor, hay que destacar la propuesta formal de It. Por ejemplo, es en Beverly, el personaje femenino, en donde el film encuentra un vaivén simétrico. En este sentido, si bien la desaparición del hermanito de Bill es la que guía el devenir de los hechos (a través de un grupo de niños prioritariamente masculino), es la irrupción femenina la que organiza el relato: la menstruación, el baño explotado, el primer beso. Cada una de estas instancias estará atravesada por la sangre: sugerida o desbordante. El beso aludido, por su parte, dejará su mancha roja sobre el rostro del niño, para que la infancia concluya con la promesa del reencuentro. Todo un desenlace.
Con la tristeza a punto de explotar Premiada en Venecia, la película indaga en la vida de un adolescente temperamental, a la par de su relación con un padre taciturno. Se trata de una ópera prima, y tiene el pulso de un saber asimilado, virtuoso. En otras palabras, asombra el vigor de la puesta en escena que propone la realizadora Natalia Garagiola en Temporada de caza. Con el eje puesto en Nahuel, un adolescente díscolo (interpretado por el debutante Lautaro Bettoni), el film de Garagiola traza el recorrido que va de la pérdida al encuentro, de lo externo a lo interno, del dolor a su asimilación. Es un film de pasajes, o mejor: de variaciones emocionales que adhieren la tristeza en la piel, con una furia que se despliega y repliega, con los espacios visuales en sintonía anímica con el personaje. El inicio de Temporada de caza articula una tensión creciente, entre rugbiers adolescentes que juegan y/o pegan. De manera contigua, un grupo femenino practica hockey. El ir y venir entre ambas instancias prefigura un malestar que amenaza con explotar. Como si el film fuese consciente de que un segundo más significaría algo todavía peor, la golpiza entre los chicos se detiene. Allí cuando el espectador tema algo definitivo, la espiral se toma un respiro, para luego continuar su avance de vértigo. La espiral en la que cae Nahuel se dispara con la muerte de su madre y el consecuente abandono de Buenos Aires y su padre adoptivo, con el destino puesto en San Martín de los Andes. Allí le espera otro grupo familiar, el de su padre, junto a la sutura que supone una distancia de años. Ese padre ‑que él niega‑ de mirada taciturna, encuentra en el rostro de Germán Palacios un modelado parco y preciso: adusto, con una gorra que le calza como sombrero de cowboy. Por su parte, Nahuel es una bomba ya explotada, todo lo que toca lo revienta. La caracterización de Bettoni es adecuada, ya que se trata de otro personaje sin sonrisas, con la ira a flor de piel, siempre capaz de tocar un límite de peligro. Hay algo similar, de hecho, en el grupo de amigos con el que entrará en contacto: las bajas temperaturas parecieran justificar la ingesta acelerada de alcohol, las letras del hip‑hop improvisan de manera brusca, la provocación es moneda corriente. Nahuel se siente a gusto, parece, con esos gestos, indaga en ellos de manera casi descontrolada. La película traza un parentesco de carácter que conocerá levemente otros momentos, más íntimos. Tal vez no haya asidero alguno en este mundo níveo, en donde el padre se erige de manera distante: el primer contacto entre ellos tendrá que ser necesariamente violento. Sutilmente, la película traza así un parentesco de carácter que conocerá levemente otros momentos, más íntimos. Pero el lugar desde el cual ésto se suscite será, otra vez y paradigmáticamente, la violencia. Una violencia entendida como un despliegue orgánico y reglamentado, sujeto a la portación de armas y la caza de ciervos. Si Palacios asume, se decía, una efigie de cowboy, la construcción espacial de Temporada de caza se orienta progresivamente en esa dirección, con planos que acentúan la similitud formal con el western, hasta alcanzar momentos clásicos: la camaradería, el whisky, los caballos, las armas, las historias alrededor del fuego. Una vez allí, Nahuel comienza a sentir distinto. Es el momento en donde la acción se despuebla de mujeres. El western, idiosincráticamente, es un género masculino; pero a no olvidar: la mirada del film es (admirablemente) femenina. Entre otros aciertos, lo notable de Temporada de caza está en que la sensibilidad que despierta no se dirige a resolver las aristas abiertas, sino a comprenderlas y, si cabe, profundizarlas. Al hacerlo, el derrotero "western" deja de lado la masculinidad estereotipada para alcanzar una comprensión más honda, pasible de suceder cuando Nahuel sea capaz de entender ambos mundos ‑Buenos Aires/la nieve, la madre/el padre, padre adoptivo/biológico‑ y busque en sí mismo una definición personal. Pero eso es algo que en el personaje recién comienza o se atisba, y que no amerita "happy ends" o torpezas similares. Así, el film de Garagiola es capaz de tomar una distancia prudente, sin golpes de efecto ni sensiblerías. Muy western, y sin embargo, tan diferente.
Un afecto de gestos pequeños Un anarquista, en viaje con otros tres personajes, dispara este film. La fricción social y ciertos desafíos los esperan. Hay un dejo emotivo que No te olvides de mí construye de manera paulatina, y que finalmente se siente. Es una sensación que se delinea de a poco, entre los silencios y las miradas. Cuando los diálogos dicen, lo hacen de manera sesgada, siempre guardando puntos suspensivos: a partir de un guión evidentemente premeditado y sin embargo transgredido. Es casi raro, los diálogos se actúan pero no se nota, parecen "bressonianamente" dichos. Un equilibrio formal que resulta admirable. Todo esto, a partir del periplo de viaje que emprende un anarquista (Leonardo Sbaraglia) en los años '30, luego de salir de la cárcel, en busca de ese gallo de riña, el Rey, que dice suyo. En el camino se cruza con dos hermanos (Cumelen Sanz y Santiago Saranite), que buscan a su padre. El camión con gallinas de Mateo oficia entonces de reducto a compartir, entre las historias de estos personajes que apenas evidencian lo que les pasa, y eso es más que suficiente. La llanura pampeana ofrece un escenario de aire, de tierra, y ‑en palabras justas de Mateo‑ con "olor a bosta". Las vacas desfilan ante la vista de los hermanos, el cerco que las contiene también. El gesto ceñudo de Cumelen Sanz aporta, en este sentido, una cerrazón de la que su hermanito habla, pero poco entiende. Tanto como lo suponen los gestos amigables y perspicaces de Sbaraglia. En el trío comienza entonces a tejerse algo que tal vez transgreda lo que cargan, entre gallinas sin gallo y huevos para vender. Ese gallo, Mac Guffin al fin y al cabo, se llama Rey. Curioso sobrenombre elegido por un anarquista. Semántica que a su vez rebota con la supuesta por la iglesia de la que sale su alguna vez novia, también anarquista. La superposición de detalles provoca matices que contradicen, que señalan no sólo de cara a personajes con facetas cambiantes, sino a una sociedad que se transforma desde la asimilación y limado de asperezas. La anarquista ahora es una madre que prefiere hablar del "destino". Mateo, en cambio, rumbea hacia otros lados. Pero, visto el horizonte, todo parecería más o menos cerrado. El antiguo amigo de andanzas de Mateo, así como su gallo de riña fuerte, ahora son algo diferente. Hay que ver la película para descubrir estas mutaciones. Progresivamente, Mateo parece asemejarse más y más a un caballero de armadura oxidada, solitario, que deambulará siempre y cuando su camioncito aguante, sin saber muy bien hacia dónde. Lo que en el camino aparece ‑como se decía, de a poco‑ es el vínculo naciente entre estos tres personajes desarraigados y sonámbulos, cuyas miradas alteradas recuerdan al cine italiano de posguerra: a través de ellos, el mundo circundante pasa a ser algo más, misterioso, atractivo. No sólo eso, hay una sensación de felicidad casi perdida que la película de Fernanda Ramondo logra comunicar. Se encuentra, así, espiritualmente cercana a Luna de papel, de Peter Bogdanovich: la década es la misma que la del film norteamericano, las desgracias también, tanto como el afecto naciente entre los personajes. Puesto que el film no se dedica a subrayar lo que se propone, sino que permite que sea la asociación figurativa y los vacíos premeditados los que prevalezcan, la consecuencia es la construcción de un espacio que excede a la época ‑brillantemente resuelta, desde planos cerrados y travellings en donde el cielo barre junto al verde del campo‑. De esto modo, las cercanías no dichas son más fuertes.Por eso, cuando la distancia entre los personajes crezca, cuando la lejanía surja como el "destino", será cuando más cercanos sientaa los personajes el espectador. Al respecto, la resolución que promueve la película es ejemplar. Apenas se sugiere, pero es muy posible que el vestido ‑que es regalo de Mateo‑ que Aurelia utiliza como almohada tenga que ver más con un desenlace en forma de sueño que con otra cosa. Eso sí, el sueño en tanto mirada que desnivela lo habitual, así como esos "pequeños" decires de Mateo, en los cuales se manifiesta desentendido del trabajo, seducido por el andar, y desafiante a la autoridad. Si el camioncito se para, habrá que pedir ayuda. Y seguir. De eso se trata.
El nuevo mamotreto de Luc Besson El director de "El quinto elemento" vuelve al espacio y el mundo de la historieta, con corrección política y grandilocuencia. No hay manera posible de que el cine de Luc Besson devuelva interés. Ya está, ya fue. Será por razones diversas, por su megalomanía, por el reconocimiento alguna vez obtenido, por la pérdida de cierta sensibilidad. Tal vez nunca la tuvo, tal vez sí. Lo cierto es que su cine ya no despierta nada. En este sentido, si Valerian y la ciudad de los mil planetas llama la atención, lo es gracias a su historieta de origen, genial, una de las citas obligadas dentro del esplendor de lo que se entiende como escuela franco‑belga. El guionista Pierre Christin junto al dibujante Jean‑Claude Mézières construyeron una space opera que duró décadas, iniciada en 1967, al compás de los cambios de época pero situada en un espacio sideral fantástico, entre planetas coloridos y razas extravagantes. Una obra maestra. La "devoción" de Besson por la bande dessinée ya había tenido, al menos, dos capítulos previos. Uno de ellos en El quinto elemento, en donde Mézières trabajó a la par de Moebius en el apartado visual (los extras de este film son absolutamente imperdibles). Otro fue Les aventures extraordinaires d'Adèle Blanc‑Sec, a partir de la obra de Jacques Tardi. En ella sucedía algo que, al fin y al cabo, también pasa con Valerian: el encanto y candor de la obra de origen se pierde, queda entre las páginas alguna vez leídas, relegadas por el afán de retratar lo que el cine antes no podía. Igualmente, ahí está el ejemplo mismo que es La guerra de las galaxias, nacida de manera inconfesada a la luz de esta historieta francesa, con muñecos todavía verosímiles. El Valerian de Besson, si bien no renuncia a los animatronics, tiene una participación explícita del CGI, lo pone en un primer plano, y hace pasear la (falsa) cámara desde un vértigo que le era ajeno a la historieta. En el camino queda enrevesada y atrapada la historia misma, que es casi anecdótica, políticamente correcta, y alejada del espíritu inconformista de los cuadritos. Besson recurre a golpes de efecto y nada de empatía con los personajes. Crea un espacio sideral hueco, de poca aventura. En este sentido, vale recordar que Laureline -la compañera de aventuras y sentimental de Valerian‑ estaba a la par de otras heroínas de la bande dessinée como Barbarella, Valentina y Paulette: decididas, protagónicas, sexuales. En el caso del film, la tarea de la actriz y modelo Cara Delevingne reúne algunos de estos rasgos, que luego olvida en beneficio de la pareja formal. Es lo mismo que persigue el Valerian de Dane DeHaan: basta de correrías o amoríos dispersos. Desde esta sola premisa, quien queda malherida es la aventura. Por eso, la película prefiere el diseño de los planetas y sus habitantes, haciendo gala de la realidad virtual dentro de la misma virtualidad desde la que se conciben hoy las películas: lo logra a través de un mercado al que se accede vía anteojos, con guardianes que vigilan a los consumidores; todos felices, pero todos zombies. Un comentario social que, al menos, le permite al film un poco de altura. Ahora bien, no deja de ser un asunto cínico. Ya que ese megamarket 3D podría significarlo cualquiera de los complejos de cine/shopping actuales. El film en cuestión, de hecho, es parte constitutiva de ellos. Será por esta conciencia digital, de nuevo siglo y neo‑liberal que la película asume, que el prólogo elegido se dedique a distanciarse de lo que alguna vez fue. En principio, se asemeja mucho al recurso ya empleado por el nefasto Zack Snyder con Watchmen -allí a través de Bob Dylan, acá con David Bowie‑, pero lo que importa es que la escucha de Space Oddity recuerda, indefectiblemente, una época pretérita; de esta manera, el Valerian de origen queda pegado allí, como una pieza de museo que el cine se preocupa por actualizar, a la manera de un héroe siglo XXI, con cara de maniquí y novia modelo -los dos, siempre en pose‑, atentos con las causas ecológicas, los inmigrantes ilegales, y con las miras puestas en un mundo mejor. O lo que eso signifique.
Encuentros con el diablo El film retrata la praxis política como un inevitable nido de víboras. Entre el simulacro y la verdad, el límite es difuso. Con su tercera película, el realizador Santiago Mitre corrobora que, si el mundo no es cínico, al menos sí su mirada. Con El estudiante, el cineasta nacido en Buenos Aires delineaba un mundo de pasillos universitarios (de educación pública) y prácticas facinerosas. Mejor saber cómo desenvolverse en un ámbito semejante antes que agarrar un libro: lección que hábilmente aprendía Roque (Esteban Lamothe). Luego, en La patota, los resquicios de la ley apuntaban a sus contradicciones, dedicadas a situar en un contexto de moral maleable al personaje de Paulina (Dolores Fonzi), víctima de una violación. El mundo (humano), parece decir el cine de Mitre, es esencialmente mezquino, hipócrita. Nadie persigue fines éticos, y más vale darse cuenta. En este sentido, un capítulo más escribe el director con La cordillera, a partir de la figura del presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín), durante una cumbre de mandatarios latinoamericanos en Chile. Y lo hace junto a una hija de psiquis inestable (Dolores Fonzi), a quien mejor custodiar, tener cerca, tal el pedido presidencial. Es a partir de este cruce cómo se construye el guión, alternando entre las tareas del ejecutivo ‑protocolos, discusiones a puerta cerrada, la imagen pública, tretas y tomas de decisión‑ y Marina, una hija a punto de explotar. En verdad, hay un ardid que el film utiliza como McGuffin: el ex‑esposo de Marina amenaza con descubrir lo que sería un escándalo. De allí la necesidad de tener a la hija en el contingente, pero sin saber de modo claro qué es lo que sucedió, cuál sería el escándalo, ni cómo ha sido la relación entre ella y su marido así como con su padre. Se ha señalado el cariz sobrenatural que La cordillera adopta. Es cierto, y lo hace de manera sutil, a partir de una práctica de hipnosis que recuerda a la del señor Valdemar: una vez dentro del relato sonámbulo de Marina, las fronteras entre lo cierto y la fantasía serán relativas. De tal modo, el film de Mitre se abisma en esta alteración y pone en duda la veracidad de los dichos, vertidos sobre hechos indudables: hubo un fuego, literal, que contrasta en su calor con la nieve cordillerana; la imagen de un caballo servirá de vínculo sígnico entre estos dos elementos. El relato comienza, así, a extrañarse, pero sin abandonar la anécdota principal: la cumbre continúa en su debate, entre tomas de postura que amenazan el privilegio de unos en beneficio de otros. Sin hacerlo nunca de modo explícito, La cordillera igualmente logra tocar capítulos de raigambre ineludible. No puede no pensarse en el Mercosur, así como en la endiablada relación de Latinoamérica con Estados Unidos. Ahora bien, en el primer caso, y de acuerdo con el devenir del relato, se sentencia una futilidad organizada: sea cual sea el resultado de la votación (un acuerdo regional de cara a la explotación petrolera), el ganador será siempre el mismo. Allí, entonces, la maldad. Que apela a una caricatura adrede, de titiritero entre sombras (rol a cargo de Christian Slater): Estados Unidos es el diablo imperialista, el zorro de los sueños de infancia que acosaba a Blanco. Como si fuese un pacto secreto, que este presidente trae consigo, ese zorro parece dictaminar el derrotero del mandatario. Si Marina habla de modo ¿incoherente? durante la hipnosis, otro tanto sucede en el relato onírico que Blanco hace a la periodista española (Elena Anaya). Durante esta conversación, el mal y el bien surgen como conceptos. Es por esto que el rostro herido de Marina recuerda al de Linda Blair en El exorcista. Si bien este proceder sitúa al film en un límite difuso, no por ello deja de accionar de manera evidente sobre lo que retrata, como la banalización de cierta terminología política (el "imperialismo" ha quedado en desuso, si se lo invoca es por rédito político) mientras cubre con un mismo manto de hipocresía a todos los personajes. Al hacerlo, La cordillera pone entre comillas cualquier logro y a cualquier grupo o dirigencia política. No lo hace desde una mirada "maquiavélica" ‑filosófica‑ sino a partir de una relativización general que devieneen caricatura o fantasía. Al hacerlo, logra también percudir la herramientavital que es la misma política; como si todo se tratase, al fin y al cabo, de una alucinación.
La sensibilidad en plena forma El director de El puerto, vuelve a tocar la temática de la inmigración y de manera artesanal. La solidaridad oficia como acto de resistencia en esta película minimalista. Así como sucede con el cine de Ken Loach o el de los hermanos Dardenne, del finlandés Aki Kaurismäki puede decirse que su poética es la del marginal. Nunca por impostura o cosa parecida, sino por una puesta en escena que se piensa desde el lugar del desplazado, a partir de un repertorio de formas cinematográficas que en su caso son ya marca de agua. Hay un sello de autor, estético y ético, en Aki Kaurismäki. A estas alturas, se trata de un cineasta depurado, que logra un minimalismo capaz de provocar un sentimiento algo paradójico. Es decir, las actuaciones están sujetas a planos quietos, el encuadre se sitúa como un marco contenedor que es pieza de encastre con otros. Los intérpretes se mueven o gesticulan desde esta premisa, con acciones controladas, las palabras aparecen rara vez. Casi como si todo rasgo emocional estuviese contenido. Sin embargo, el roce afectivo que el montaje despierta es imposible de eludir. El director propone un espacio fílmico democrático, en tanto acto de desafío ético a una sociedad discriminadora. La huella del maestro Robert Bresson es evidente. Kaurismäki es uno de sus herederos, a la par de una gracia personal que le vuelve un artesano del gag silente, al que trabaja a partir de momentos de gracia que parecen suspendidos en una letanía, como guiños cómplices, sugeridos apenas. La música -que oscila entre el rock, el blues, la calle‑ articula el relato como matiz sin tiempo: hay trazas de Elvis que los Leningrad Cowboys recuerdan, resuman. Desde esta mirada, El otro lado de la esperanza hace pie en la temática de la inmigración, así como lo hiciera el director con la anterior El puerto. El resultado es el de una anécdota bellamente contada. El film se decide por una vertiente doble, que divide la narración de manera paralela entre Khaled (Sherwan Haji), el inmigrante sirio que emerge en el encuadre como si se tratara de un muerto vivo, y Wikström (Sakari Kuosmanen), alguien decidido a vender su producción de camisas para invertir en un restaurant. A la manera de una unidad dicotómica, el espacio negro del barco de cargas de donde emerge Khaled surge como contrapunto del blanco de las camisas. Las dos historias habrán de atravesar, simétricamente, mismas dificultades. Si en un caso se trata de enfrentar diálogos y pesquisas policiales, en el otro tendrá que ver con el juego ilegal y el negocio inmobiliario. Entre una y otra instancia, es la imagen de un mismo grupo social la que se perfila. "Me enamoré de Finlandia", dice Khaled, "pero quiero irme". Lo que le moviliza y retiene es el paradero de su hermana, el último familiar que -sabe él, desde su interior‑ todavía vive. El relato de Khaled sobre la tragedia de su historia, bombardeos mediante, a una funcionaria imperturbable, será móvil para la ratificación de la frialdad institucional y el despertar sensible -en gestos grandiosamente pequeños, inesperados‑ de quienes se saben perseguidos. Así, como en todo el cine de Kaurismäki, es la solidaridad la que viene en rescate de los marginados. En tanto, la concreción del restaurant es la del grupo humano y laboral que debe, por un lado, enfrentar las avivadas económicas del dueño anterior, y por el otro, procurar mejoras al negocio. De este modo, lo gastronómico será también un escenario desde el cual alegorizar la participación cultural diversa, tanto como lo supone el perrito abandonado que descansa en un rincón de la cocina. Cuando sea el momento de la rutinaria inspección policial y Wikström esconda al refugiado con el perrito, Kaurismäki jugará la secuencia a la manera de los cartoons, pero sin ritmo trepidante, con la atención puesta en los recursos mínimos y la transición entre planos. Basta como corolario del film, el plano detalle sobre la guitarra y su riff. Una transición sonora brusca entre el silencio de la escena previa y la rítmica musical. El plano comienza a retraerse desde el travelling, y descubre al músico frente a la fachada de un bar, tocando por dinero. Detrás suyo, en el bar, el rostro de Khaled con sus angustias. Una imagen donde conviven otras, que el espectador debe necesariamente completar -a partir de la suposición espacial que el fuera de campo provoca‑, para la asunción de un espacio fílmico democrático, en tanto acto de desafío ético a una sociedad -¿sólo la finlandesa?‑ que alberga neonazis, empresarios mercenarios y políticos restrictivos.