Una película demasiado calculada En su ópera prima, nominada al Oscar, la realizadora inglesa traza un plan vengador en la piel de una mujer solitaria, con la violación como hecho aberrante. En primera instancia, hay algo que va mal con el título elegido. “Hermosa venganza” desdice lo que el original supone y con ironía. Promising Young Woman, “Joven prometedora”, señala sobre el personaje y su derrotero adverso, así como en relación a la mujer silenciada, aquella de quien nadie habla; mientras que “Hermosa venganza” reduce y encasilla en su “belleza” a la actriz protagonista y su plan vengador. Un cometido que, antes que hermoso, la protagonista vive de manera dolida. LEER MÁS Las nuevas medidas del gobierno, una por una | Restricción en la circulación nocturna LEER MÁS Filman la primera película argentina sobre infancia trans | DERECHOS Con guión de la propia realizadora, Emerald Fennell –actriz de numerosas producciones televisivas–, Promising Young Woman/Hermosa venganza retrata la cruzada feminista y personal de la amiga de una víctima de violación. El hecho sucedió hace unos años, y de esa amiga apenas si se habla. Pareciera ser que sólo habita en la piel y el empecinamiento de Cassandra (Carey Mulligan), a quien la primera secuencia muestra desvalida: sola, borracha, en un bar del cual algún “caballero” la salvará, para llevarla a su cama y aprovechar la situación. Allí cuando todo indica lo que parece, el film se quiebra y Cassandra exhibe la respuesta menos pensada. Cassandra se enamora y pone en suspenso su plan vengador. El inicio es explosivo, pero también encierra de una sola vez las posibilidades de la puesta en escena. Lo que sigue será más de lo mismo. Y se sabe que poco ayuda a una película la valoración de su argumento cuando las formas desde las cuales lo sustenta son previsibles y muy, pero muy, calculadas. El plan de venganza de Cassandra involucra a todos los hombres; y ella misma se sitúa como carnada que atrae, pesca y ridiculiza. Mientras, vive con sus padres y se encuentra detenida en una especie de limbo temporal, con el futuro profesional en abismo –prometía ser la mejor de su clase en Medicina–, trabajando en un café, y con una fijación que si bien justificada, la mantiene en destrato con los demás. Hasta que conoce a Ryan (Bo Burnham), o mejor decir: lo recuerda. Él irrumpe por casualidad en la cafetería y la reconoce. Con la relación que inicia, Cassandra pone en suspenso su plan vengador, a partir de un enamoramiento que bien pondría en tela de juicio la máxima de considerar a todo hombre un ser aborrecible. Pero la caza igualmente continúa, aun cuando las contradicciones accionen en ella. Acá hay algo que vale destacar, y tiene que ver con la secuencia musical-romántica que los dos comparten en una farmacia, mientras cantan una canción de Paris Hilton. Un montaje paralelo se sucede mientras bailan, de una manera evidentemente ridícula por emparentada con la cursilería del peor cine romántico. Es una elección hábil porque sabe cómo capturar una ingenuidad mentirosa, habida cuenta de lo que sucederá más adelante (para saber eso, desde ya, a mirar la película). Por otra parte, este “aniñamiento” estético, de colores saturados, y ropa y decorados similares a la historieta Archie, encuentra un parentesco que cala hondo en cierta cosmogonía norteamericana, la de los barrios de suburbio y los pueblitos pulcros. Un escenario visto hasta el cansancio y todavía en infinidad de propuestas. En esta elección formal, la película se condice con lo que se espera de ella: un micromundo casi de plástico, en donde los personajes funcionan como estereotipos. De esta manera, Hermosa venganza lleva adelante su tour de force sin demasiadas sorpresas más que las relativas a cómo un escenario reconocible, presente por lo demás en el ideario de Disney Channel, es caldo de cultivo y nido de víboras. Nada hay de novedoso en esto, pero sí en cuanto a la elección del tema, con la denuncia del patriarcado por parte de la protagonista. LEER MÁS Nomadland Sus víctimas no resultarán necesariamente heridas (o casi: allí el momento límite con el abogado que interpreta Alfred Molina), pero sí desde un descubrimiento personal que prefieren disimular. Cassandra atacará a todos por igual, y para hacerlo se valdrá de un encanto calculado. En verdad, toda la película es un calculado juego de piezas que encastran. Por eso mismo, su narrativa no ofrece sorpresas, así como lejos estará de serlo la vuelta de tuerca que ofrece la secuencia final, en donde ella lleve adelante su plan maestro. Por las dudas y para constatar que el sistema, si se quiere, funciona, la policía responderá solícita para castigar a los culpables. Hermosa venganza resulta una película de propósitos ostensibles antes que lúcida de cine, y la acompaña el ruido de las cinco nominaciones al Oscar (Película, Guión, Dirección, Actriz, Montaje). En su afán por gritar lo que le pasa, la película bien podría estar cercana a otras de características y estelas similares, como Lady Bird y Call Me by Your Name. Como corolario, el nombre de Emerald Fennell ya suena fuerte como guionista de la versión al cine de Zatanna, heroína y maga de las historietas. El parecido de Hermosa venganza con el mundo de Archie se confirma.
Tras los pasos del hombre bestia La película recrea la vida de Marcelo Sajen, el violador que tuvo en vilo a Córdoba entre 1985 y 2004, a partir de un protagónico notable de Daniel Aráoz. El segundo largometraje del cordobés Moroco Colman, La noche más larga, vuelve a proponer una narrativa compleja, de registros múltiples, en donde diferentes capas de sentido componen la integridad de la obra. Así lo hizo en Fin de semana (2016), aquella historia donde las dos protagonistas escondían y retaceaban su vínculo: ¿madre e hija?, ¿hermanas?; nunca se aclara. La meticulosidad de la puesta en escena, de obsesión por el detalle y por la cohesión entre los elementos en juego, obliga a recordar que el realizador es también arquitecto. LEER MÁS Filman la primera película argentina sobre infancia trans | DERECHOS LEER MÁS Nomadland No se trata de un detalle menor. En La noche más larga se hace perceptible la construcción de la ciudad. Es una ciudad de cine, lóbrega, conocida y vuelta extraña. En sus entrañas nocturnas sitúa a su personaje central: Marcelo Sajen, el violador de un centenar de mujeres que mantuvo en vilo a Córdoba entre 1985 y 2004. Propuestos el contexto y su personaje, puede comenzar la historia. Pero no lo hace de la forma supuesta. Ir del plano general al particular no obedece, aquí, a las directivas de la narrativa clásica, sino a un diálogo con estas formas, que rápidamente quiebra en múltiples capas. De este modo, Sajen sale a cazar su víctima, y ellas salen a pasear y vivir sus noches. Cualquiera de ellas es también las otras. No importa señalar cuál es la víctima primera, sino yuxtaponer las secuencias en una sola, hacer convivir los hechos aberrantes en una misma situación. Como si el ataque fuese uno y todos, en tanto proceder acostumbrado en la vida de este padre de familia y ciudadano. De manera loable, el realizador se apropia estéticamente de este raíd y evita desarrollos biográficos y psicologistas, tan usuales, tan insoportables. Privilegia, en cambio, lo intolerable. Porque, ¿cómo filmar una violación? Afiche de La noche más larga. La noche más larga muestra violaciones de una manera cruenta, porque ¿cuál otra podría o debería ser la manera? En esta operación estética, y acá lo importante, nunca se altera el hecho. Es más, se especifican detalles, sea desde la palabra –la que pone en juego el policía mientras toma declaración a la víctima, en una variante simbólica no menos violenta sobre la mujer–, sea desde la imagen. La película se atreve a graficar lo terrible. Para ello, necesita de la complicidad de sus intérpretes, de la entrega de sus cuerpos. Por un lado, la tarea de Daniel Aráoz es decisiva, porque ofrece su talento a la delineación de un ser humano monstruoso, y no es éste un juego de palabras, acá hay varias cuestiones. Aráoz destaca, por lo general, por la simpatía que sus personajes profesan, hay algo en él que le vuelve querible, pero que supo redirigir hacia un costado siniestro en El hombre de al lado, de Cohn y Duprat. En La noche más larga, el actor se permite otro registro y compone un grotesco. Modela su cuerpo desde el caminar y la postura, esconde una mirada siempre alerta, es tosco de movimientos, de un afecto bruto. Una caracterización que hay que leer desde la referencia al terror, al parque/al bosque como escenario donde se esconde el lobo. Por momentos, La noche más larga es una película de terror, que delinea el camino cruzado entre el asesino y su presa, en un montaje paralelo de suspense que arribará al momento último, el de la muerte, el de la violación. De esta manera, la película parece cercana hasta al cine gore, dado su cariz explícito al momento de registrar el espanto. Pero a diferencia de ese cine, en donde lo visceral y sanguinolento es parte de un disfrute asumido –si bien no menos moral–, aquí prima lo insoportable. Cuando se produzca la violación, la película no la tolera, y por eso mismo la filma. Es lo que debe hacer. En esta entrega del cuerpo que Aráoz ejemplifica, hay un correlato mayor por parte de las actrices. En ellas la situación es aún más extrovertida, al desnudarse y recrear lo que de ninguna manera debiera ocurrir. Sus cuerpos son capturados por la cámara y agigantados en pantalla. La exposición es brutal, como brutal es el cine en su potencia y afán por mostrar lo que otros esconden. LEER MÁS Clima en Buenos Aires: el pronóstico del tiempo para este jueves 15 de abril | Una jornada agradable En este desocultar, la película de Colman cumple su cometido en la lectura crítica que hace del hecho en su manipulación mediática y política. ¿Cómo pudo una sola persona sostener un mismo proceder durante tantos años? De no existir una constelación social acorde, un hecho aberrante como éste no sucedería. De esta manera, la cacería que despierta de su letargo a las fuerzas policiales –de far-west delirante– se vuelve una especie de variante pobre de la sufrida por Peter Lorre en M, el vampiro negro, la obra maestra de Fritz Lang. Es decir, Colman no tiene necesidad de recrear lo que ya es disparatado, y apela a las imágenes de archivo, al registro televisivo. Deja de lado la propuesta primera y la cruza con la inmediatez de la caja chica y los discursos del entonces gobernador José Manuel de la Sota. Inevitablemente, pero de manera pretendida, el cuidado formal sobre la imagen deviene ahora un crudo de televisión, de palabras políticas calculadas, en una ruptura de verosímil que es evidente puesta en escena de su director, en donde pareciera advertir sobre la confianza cotidiana que se le deposita a ciertas imágenes. Al develar el entramado cínico en donde Sajen se inscribe, La noche más larga deja ver progresivamente su elección por la voz silenciada de las víctimas. A partir de ellas sucede la captura del violador, por ellas se pone en jaque un gobierno y por ellas se altera la agenda periodística. Una voz mancomunada que cobra fuerza y logra su cometido. Una vez llegado a este punto, la conclusión de La noche más larga cobra urgencia de voz política y recurre a imágenes documentales y de marea verde, que funcionan como un subrayado que quizás la película no necesite. Como sea, las imágenes encuentran en ellas la voz que las guía.
El fuego y las mujeres que bailan En su nueva película, el director de Eva no duerme recrea el Tratado de Brujería Vasca del juez Pierre de Lancre, en una reconstrucción histórica de dolores actuales. Galardonada en los recientes premios Goya y de manera múltiple (Música, Dirección Artística, Vestuario, Maquillaje, Efectos Especiales) Akelarre puede ahora verse a través de Cine.ar y Netflix. La película de Pablo Agüero (Salamandra, Eva no duerme) toma por referencia el Tratado de Brujería Vasca escrito por el juez Pierre de Rosteguy de Lancre, y recrea su momento histórico, cuando en 1609 el juez recorriera el País Vasco entre interrogatorios y hogueras, donde quemó a decenas de mujeres -según él- brujas; de allí el denominado “sabbat de las brujas”, también conocido como “aquelarre”. Aquí el desafío notable que enfrenta la película de Agüero, decidida a reconstruir ese momento, a partir de una dirección artística cuyos decorados integran la acción en el siglo XVII. Es todo un logro. Y se lo destaca en primer orden en virtud de una puesta en escena que, si bien de contexto histórico, actualiza lo que representa. Esta operación es casi un riesgo, y Agüero sabe cómo salir airoso. Antes bien, Akelarre centra su atención en la historia de un grupo de mujeres, cuyos maridos están en el mar, descubiertas en algún baile o cosa parecida, de brujería sospechosa. La presencia del juez Pierre de Lancre (Alex Brendemühl) y su consejero (Daniel Fanego) alertan a la región y ponen en guardia a las mujeres. La acusación y la pantomima de los interrogatorios están en puerta. Lo que inicia como un temor o habladuría, inmediatamente cobra la forma del encierro, el hostigamiento y la tortura. Hombres de atuendo formal, con cruces y libros, atacan y humillan a mujeres desvalidas. Encarceladas, obligadas a bajar su mirar, el grupo busca el modo de contrarrestar lo que sucede. La llegada de sus hombres no será a tiempo, sólo son ellas, no tienen a nadie más con quien confrontar a los que se legitiman con señales de cruz. El cura del lugar (Asier Oruesagasti) intenta ayudar a quienes sabe libres de culpa pero la obediencia debida le gana la partida. Una a una serán interpeladas y domeñadas; pero entre ellas destaca Ana (Amaia Aberasturi), cuyo decir y mirada ponen en jaque a Pierre de Lancre. Su belleza inocultable, de curvas y placeres latentes, sitúa al juez en un debate interno que le hace trastabillar. El calor del deseo obnubila las decisiones del magistrado, todo dependerá de cómo enfrente la tentación con la que el diablo, parece, le confunde. En esta atracción, en este juego dilemático, Akelarre encuentra su mayor tensión, entre una mujer consciente de su hechicería sexual y un hombre reprimido y represor. La situación guarda ciertos ecos con Inquisición (1977) de Paul Naschy, donde el famoso licántropo del cine español interpretaba a un castigador eclesiástico que veía tambalear de igual modo su faena. En ambos casos, los hombres viven lo que les sucede como una pesadilla, una alucinación afiebrada, de la que no pueden o no quieren despertar. Lo que resulta por demás importante en el film de Agüero es la decisión de dejar que sus personajes hablen y se muestren de maneras tal vez “desenvueltas”, en función del momento histórico de la acción. Es un gesto de relieve, porque sitúa aquel hecho en tiempo presente, entre mujeres que saben lo que les sucede –entonces y todavía, entre femicidios que no cesan-, conscientes del disparate que las obliga a ser víctimas. Así, planean estratagemas y demoras en el veredicto, a través de notas de interés respecto del supuesto “sabbat brujeril” sobre el cual tan empecinado se muestra el juez. Las ganas de saber sobre este aquelarre se toca con la necesidad de verlo. En este sentido, Pierre de Lancre es el voyeur modelo, el que busca las maneras –conscientes e inconscientes- que le permitan poner en escena lo que sólo su febril imaginación puede. Presa del deseo, se deja llevar por las sugerencias de Ana hacia la concreción de un festín orgiástico, en donde ellas bailarán al son de un retumbar tribal. El fuego, la comida en abundancia, los cuerpos desnudos, el espíritu demoníaco en éxtasis. Es destacable cómo el film de Agüero apela a los momentos clásicos del cine de brujas, cuya genealogía conoce tantos títulos célebres, pero desde una toma de consciencia que, sin renunciar a los tópicos, le permite articular un nuevo sentido. Por eso la necesidad de situar a mujeres, vale decir, “contemporáneas”. Nunca mejor hecho. Lo también importante, por las dudas, es que el hecho histórico no se encuentra alterado, sino denunciado. Que las actrices tengan líneas de diálogo tal vez “desajustadas” respecto de ese siglo, no hace sino evidente lo imposible del retrato cabal de aquellas épocas y cómo el cine, sobre todo, estipuló rasgos genéricos que bien pueden (y deben) revisarse. Por esto mismo, Akelarre es también una suerte de intervención sobre aquellos episodios de espanto, a los cuales pone en evidencia y poetiza. La poética vendrá de la mano de la resolución, conforme a un juego de matices con los que el film preanuncia algo más, entre gestos y algunos diálogos. Es decir, lo hace desde el tópico mismo del cine de terror, pero sin aseverar lo que (no) muestra. El desenlace, en este sentido, cobra un perfil apenas fantástico, que busca en la mirada de quienes miran (personajes y espectadores) la explicación última, ante tanta muerte. Y esta muerte, no es otra que la de las mujeres.
El cine entre los silencios y deseos La cima del mundo y Nosotros nunca moriremos ofrecen dos miradas de valía, en donde la cámara captura momentos íntimos, de alegrías y angustias. Junto a los estrenos de la semana destaca, desde ya, la apertura de las salas. Todo indica que las películas convivirán entre la pantalla grande y el streaming. Como ejemplo preciso, de las películas que aquí se reseñan, Nosotros nunca moriremos se encuentra disponible en Flow y será el título con el que el Cine América de Santa Fe retome sus actividades el jueves próximo. Por su parte, La cima del mundo forma parte de los contenidos de la sala virtual de Puente de Cine. La convivencia entre opciones diferentes llegó para quedarse. (Pequeña nota al pie de una gran noticia: Tenet de Christopher Nolan, está entre los títulos que ofrecen las salas de Rosario). LEER MÁS Godzilla vs Kong LEER MÁS Cornelia frente al espejo En La cima del mundo, la directora cordobesa Jazmín Carballo ensaya una película que cruza límites entre ficción y documental. En todo caso, estas categorías se vuelven inútiles, poco sentido tiene precisar en cuál de ellas el film tiene asidero. En su segundo largometraje, luego de Los besos (2015), Carballo acompaña la vida de Anastasia Amarante, en sus días y dudas, a lo largo de dos años. Pero también desde una puesta en escena que organiza el relato, en torno al deseo de Anastasia de dedicar su vida a la música. Si se intenta precisar el tiempo transcurrido, los dos años de rodaje no se condicen con el transcurso de La cima del mundo, que parece suspendida en la sucesión de algunas semanas o pocos meses. Lo que hace de la película un ejercicio notable entre su registro y la recreación de los hechos. Ahora bien, en la operación estética de Carballo prevalece la verdad. Hay que ver el film y notar cómo, aun cuando la elección del encuadre recorte y el montaje altere el registro, los gestos y palabras de Anastasia son sinceros. Es ella hablando sobre sí misma, con sus miedos y deseos. No se trata de parlamentos ni nada parecido, sino de una exposición gestual y corporal ante una cámara que sabe cómo retratar lo que se le ofrece. Lo hace a través de planos cortos, casi cerrados. En busca de una intimidad, se diría, pudorosa. Una cámara tábano que no molesta. En esta compañía –de la que seguramente exista mucho registro que ha quedado afuera- el vínculo entre Anastasia y su madre se revela central. La figura de la mamá se erige a partir de matices: el diálogo, el reto, el cuidado, la comida, las preocupaciones, los consejos, el canto; porque así como su hija, ella canta. Lo hace en su casa, mientras Anastasia quiere los escenarios. Entre las dos se articula una relación de cariño y agobio. La película captura esta esencia, que a veces destila algún gesto casi imperceptiblemente hacia la cámara y recuerda que ésta está allí, en medio de una situación privada. En algunos casos, la cámara permite cierta perturbación, como sucede con la secuencia del desfile de modas, con Anastasia dando un show; es de los mejores momentos de la película, por el carácter algo extraño que concita: el canto de ella, realmente ante el público, y el desfile de chicas semidesnudas comandadas por una troupe masculina. La cima del mundo ofrece también la certeza de saber que en Anastasia y su historia había/hay algo que movilizó internamente a la directora, y la llevó a perseguirlo. Lo que aparece no sólo es la persona de Anastasia, sino una serie de preguntas que la exceden, que son universales y laten de maneras diferentes en cada espectador y espectadora. De manera coincidente, en Nosotros nunca moriremos la mirada documental forma parte de la propuesta. Su director, Eduardo Crespo, viene de realizar Crespo (La continuidad de la memoria) (2016), en donde el fallecimiento del padre del director acciona al film, situado en el pueblo natal del director entrerriano. También en esta localidad transcurre Nosotros nunca moriremos, película que acompaña a una madre (Romina Escobar) en la pérdida de un hijo. Gran tarea de Romina Escobar en Nosotros nunca moriremos. LEER MÁS Cierra el cine General Paz, del barrio de Belgrano | Está en riesgo también el Arte Multiplex Belgrano La figura ausente del hijo comienza a enhebrar el relato desde situaciones vividas, compartidas con personas amigas o conocidas. A la manera de un collage de sensaciones repartidas, Nosotros nunca moriremos delinea a quien, aun cuando ya no esté, se hace presente: desde el relato de los demás y porque es la película misma la que lo revive. No hace falta aclarar cuándo se produce un flashback, el film de Crespo no tiene necesidad de marcaciones semejantes. Antes bien, deja que los detalles de quien ha partido sobrevivan en la piel y palabras de quienes lo conocieron. El hermano menor vela por el recuerdo y acompaña a su madre, a veces sumida en sus silencios. Es una película de silencios. Aun cuando se hable y el sonido de los diálogos surja, lo que acontece es un misterio, bello y trágico, tan cierto como doloroso. Hay un detalle precioso entre los muchos que el film de Crespo –habitual colaborador de Santiago Loza- ofrece: un ejemplar mordido de El guardián entre el centeno. Ese libro, esa mordida, guardan historias. Por un lado, la de ese adolescente con quien tantos lectores y lectoras se sintieron cercanos; por el otro, la de salvar la vida de su dueño durante una de sus convulsiones. Un libro salvavidas, al que aferrarse con los dientes. Mención aparte para Romina Escobar, cuya tarea sentida comunica sus silencios, en los el tiempo se altera. ¿Por qué murió su hijo? Algo más se sabrá, hay que descubrirlo, y dejarse acompañar por el cariño de algunas palabras, pero también por la frialdad de otras. Ella escucha, contempla. En algún momento, deberá llorar. Una gran actriz.
Cuando el cine es una cáscara vacía Las peripecias verbales de un dúo de facinerosos, que bien podrían ser guionistas de cine, es el único rasgo de interés en una película vacía. Con el cine de Guy Ritchie se sufre. Es imposiblemente insoportable. Desde el primero de sus títulos (Juegos, trampas y dos armas humeantes, 1998) al más reciente. Ni qué decir cuando le adosan críticas con adornos tarantinianos o cosas parecidas, como si se tratara de un autor contemporáneo, un fenómeno, o no se sabe muy bien qué. Todo hay que decirlo, sus dos variaciones sobre Sherlock Holmes con Robert Downey Jr., no están nada mal. Tal vez debido a la injerencia del productor Joel Silver. Como si en esas dos películas hubiese sido maniatado y obligado a respetar la narración. De su cine más reciente, puede decirse que El agente de C.I.P.O.L. le calzó como guante con su guerra fría actualizada, impostada aun en sus momentos mejores –porque algo de sintonía (fría, eso sí) hay que reconocer a la dupla compuesta por Armie Hammer y Henry Cavill–. En El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada se encargó de destrozar uno de los mitos más hermosos que existen o existían. Nada que decir de la abominable Aladdin. Lo que sobresale en Ritchie es –tomado este término con mucha ligereza– un “estilo”. Un estilo dedicado a nadar en la epidermis del recurso técnico. Puesto que los tiempos cinematográficos pueden demorarse y estirar, Ritchie los despliega en extenso con diálogos aparentemente ingeniosos, que horadan un hueco sin fondo. Nada hay para extraer. Lo mismo en la planificación minuciosa de los planos, cuyas acciones dan cuenta de una coreografía vacía. La acción puede ser un parpadeo veloz, también lenta y estilizada. O reiterada de estas dos y más maneras. Y porque sí. De todos modos, hay que reconocer que algo de rima cinematográfica hay en Los caballeros. A ver, apenas. A grandes rasgos, la película se dedica a los pormenores en la vida de Mickey (Matthew McConaughey), un traficante de marihuana que encontró la manera perfecta de erigir su imperio, a la vista y escondido de todo Londres. Le ayudan aristócratas decadentes, quienes ofrendan sus castillos como fachada, a cambio de sostener sus privilegios de clase. Mickey sabe cómo. Pero hay intereses encontrados y en competencia. Si uno da la espalda, el otro le asesta un tiro. Así comienza, de hecho, la película. En verdad, la historia es otra. Y tiene que ver con la relación que entabla el chantajista Fletcher (Hugh Grant) con Ray (Charlie Hunnam), uno de los secuaces de Mickey. Es el diálogo entre ellos, su duelo verbal, el que dispara los resortes de la historia. A la manera de dos guionistas hundidos en su trabajo. De hecho, Fletcher se presenta así, con un guión cinematográfico en la mano, y pide luz, cámara y acción, a la vieja usanza. El proyector aparece en el diálogo, como un acto consciente por parte de la película. De este modo –y en virtud del desenlace y su última secuencia–, bien vale ver Los caballeros como las vicisitudes jugadas entre dos escritores de cine, mientras enhebran una historia a la que buscan tantas vueltas de tuerca como pueden, poniendo a prueba el verosímil, en busca del final mejor. Cuando Fletcher anuncie la aparición del proyector pretérito –que ya nada tiene que ver con el que guarda cualquiera de las salas donde se exhibe esta película–, estipula un juego cruzado, que hace de Los caballeros una propuesta lúdica. Lo que entre ellos se narre bien podría ser sólo un efecto visual dado por las apariencias, por la realidad cada vez más consistente que establecen sus ocurrencias, desafiados como se encuentran por el entuerto narrativo propuesto. Todo bien con esto. Pero lo que anida es poco y nada. Otra vez, el escarbar desde tanto efectismo visual y verbal como se pueda, para arribar a no demasiado, si es que algo efectivamente asoma. En Los caballeros no faltan las alusiones cinéfilas, si bien pobres. Una de ellas es autorreferencial, con gente de cine y la inclusión del póster de El agente de C.I.P.O.L. Otra, caprichosa, remite a La conversación, la obra maestra de Francis Ford Coppola que Guy Ritchie no se toma demasiado en serio. Es más, la banaliza. ¿Por qué? En directores como Ritchie el cine es un mero acto reflejo, un tren de atracciones epidérmicas. Habida cuenta de la insistente relación que entre él y Quentin Tarantino se plantea, habrá que señalar que a diferencia del inglés, en Tarantino hay una asunción cinematográfica nada gratuita. Tarantino ama el cine. Ritchie, en cambio, es una acumulación de presuntos estilemas. Adorna el encuadre y las actuaciones como gestos vacíos. Es entendible que desprecie La conversación y se vanaglorie a sí mismo: la película de Coppola es ejemplo suficiente del cine que Ritchie no es. Si al realizador inglés todo parece importarle lo mismo, en este sentido habrá que leer también su retrato de las diferencias de clase, de la cuales su cine evidencia poco afecto. Puesto que la caricatura asoma como rasgo predominante, también lo será con quienes habitan los costados sociales más empobrecidos. Entre ellos, hay un “entrenador” (Colin Farrell) que cuida en su gimnasio de los menos favorecidos, mientras presuntamente les enseña destrezas físicas o algo así. Pero un grupo de ellos parece haber entendido todo mal, y asalta una de las dependencias de Mickey. Lo hacen con cámaras online y pasos de hip-hop. Bien se podría pensar en ello como un arrebato narcisista, pero también como una reacción social al más poderoso. Sin embargo, la película lo toma como evidencia graciosa de sí misma: sobre los créditos del final va a reiterar ese mismo video, además de poner en su lugar a los jóvenes díscolos. En síntesis, hay un par de momentos en donde el ingenio puede ser puesto a prueba sobre cómo los hechos finalmente son. Pero sólo eso. Mediante un desfile de personajes que compiten entre sí, como variaciones de una misma galería. El cine, la pantalla, les oficia de vidriera. Sólo eso.
Solidez narrativa y ética discutible Si bien se mueve entre los tópicos del cine de géneros y la denuncia del machismo, este hombre invisible deja un sabor raro cuando todo vuelve a la luz. Alguna vez el escritor británico Alan Moore señaló a Griffin, el “hombre invisible” de H. G. Wells, como el personaje más desagradable de toda la literatura. Así lo plasmó en su serie de cómics La Liga de los Caballeros Extraordinarios. Ególatra y misógino, el Griffin de Moore viola reiteradamente a las señoritas de un colegio, ante la creencia impávida de las monjas, convencidas de que los embarazos son consecuencia de algún espíritu santo. En lo que al cine respecta, éste puso una rápida piedra basal, ejemplar, con la versión de la Universal y James Whale, de 1933. La estela arrojó secuelas y variaciones, junto a dos títulos notables, de dos maestros: Memorias de un hombre invisible de John Carpenter, y Paul Verhoeven con El hombre sin sombra (Hollow Man). La actual versión de Leigh Whannell, El hombre invisible, agrega un eslabón más y no menor. Hay sustos a la vieja usanza y desconfía de los efectismos y efectos visuales (que los tiene). Crea climas y fuerza el verosímil. Mejor aún, deja a Griffin en un segundo plano, por fuera de cuadro, y elige el punto de vista de la víctima. Con ella hay que escapar. Con Cecilia. Y encontrar la manera de hacer visible lo que sus palabras no pueden explicar. De este modo, la puesta en escena se asegura el desafío. Porque Griffin está de vuelta, con mismo nombre, así como en la novela de Wells. De modo astuto, el film de Whannell deposita el protagónico en la gran Elisabeth Moss, quien lleva adelante su personaje desde un primer momento ya desesperado. Cecilia despierta en medio de la noche y lo primero que hace es quitarse de encima y con cuidado el brazo de su pareja. Acto seguido y sin ruidos, sigue el camino trazado, para escapar de la guarida alejada en donde vive prisionera. Lo hace a la manera de una prófuga cuando salta el tapial y la sirena ulula; mientras, un coche la espera, así como en las huidas perpetradas en tantos films carcelarios. Precisamente, una de las virtudes de El hombre invisible radica en jugar con los tópicos cultivados por el cine de géneros. Los asume, reitera clichés y funcionan. Así, le basta establecer una elipsis –de intertítulo, bien clásica– para resituar a Cecilia en la casa de un amigo (policía y novio de su hermana), y entender que vive otra vez encerrada pero por sus miedos, aterrada como está de ser encontrada por su marido. La promesa misma de la película, la del hombre invisible, resuelve lo que el público espera y lo anuda desde una problemática en la que Cecilia es síntesis: mujer golpeada y abusada, verá menguar el apoyo y la creencia de quienes le rodean. De modo previsible, la película profundizará en su tesitura a través de las apariciones fantasma de este acosador, en cuya invisibilidad nadie cree más que ella. La ambigüedad entre invisibilidad y espectro –que tiene su razón también– hace que la película de Whannell juegue con el registro del terror, a la manera de una casa encantada, habitada por una presencia malvada. La locura de la mujer aparece como posibilidad. Y es por esto que no faltará la situación que permita a El hombre invisible recurrir a ese tipo de films también, con psiquiátricos como escenario. En este sentido, si se tiene en cuenta la morada donde Griffin vive y de la cual Cecilia escapa, nada cuesta pensarla como émulo del castillo alejado de tanto científico loco, aquí de raigambre visual cercana a la que habitara Boris Karloff en El gato negro (1934), la obra maestra de Edgar Ulmer. Todo un logro, hay que decirlo. Tiene su explicación entre películas que pueden gustar más o menos, pero que hacen de Leigh Whannell un realizador atento con el género que cultiva: es uno de los guionistas de El juego del miedo e Insidious, junto a James Wan en dirección; éste es su tercer largometraje como director. Y es un disfrute, porque lo que emerge –como se apuntó al inicio– es la atención en el relato y la creación de climas, conjugados con el terror de una mujer ante el marido que la amenaza. En otro orden, el ardid paracientífico de la invisibilidad es utilizado de manera congruente con los nuevos tiempos tecnológicos. Este Griffin es un científico que sabe todo lo que hay que saber sobre óptica y mucho más. Su morada solitaria asevera experimentos secretos. Para lograrlos, se vale de la herramienta visual por todos utilizada, presente en tantas cámaras como teléfonos o sistemas de vigilancia se quieran. No casualmente, Cecilia tapará en un momento la cámara de su notebook. No querer ser espiada por este psicópata también guarda eco con la vigilancia invisible, cotidiana, que se ejerce sobre la ciudadanía. Es porque te interesa la información rigurosa, porque valorás tener otra mirada más allá del bombardeo cotidiano de la gran mayoría de los medios. Página/12 tiene un compromiso de más de 30 años con ella y cuenta con vos para renovarlo cada día. Defendé la otra mirada. Defendé tu voz.
El abuso sexual detrás de las noticias Las denuncias de acoso sexual al magnate de Fox, Roger Ailes, permiten a El escándalo delinear un entramado en donde información, política y negocios, conviven con el machismo de sus artífices. No puede dejar de verse El escándalo –título local cuanto menos infantiloide y poco inspirado para Bombshell- como otra de las variaciones (impiadosas) a través de las cuales el cine mira a la televisión. Desde luego, no se trata de licuar asperezas propias, el acoso sexual y el destrato hacia la mujer ocurre por partes iguales en la rama del espectáculo que se elija, cine incluido. A fin de cuentas, se trata de un comportamiento social que debe cambiar. Todo esto porque El escándalo retrata los hechos alrededor de las acusaciones que terminaron con el alejamiento de Roger Ailes de su trono fundador en Fox News. No es un dato menor, no es un hecho cualquiera. Y es sintomático que el cine lo versione de manera inmediata. Lo sucedido en Fox tuvo lugar durante 2016. Un año después, Ailes fallece. Que una película surja como acto reflejo es notorio. Desde ya, hay ejemplos similares y a montones. Pero de lo que aquí se trata es de acoso sexual en Fox, un episodio todavía reciente en una empresa gigante, cuyos nombres protagonistas están en su mayoría activos y entre ellos, el que más, es el de Donald Trump. A primera vista, El escándalo parece un atropello de imágenes, con un montaje frenético que crispa los nervios. La claridad del relato tarda. No es una elección formal gratuita o vanidosa, sino a tono con el medio que se retrata y la crisis informativa que protagoniza. Es decir, las imágenes bullen de manera veloz en El escándalo. Y esto es así porque es ése el mundo en el que se sumerge, el de las noticias según Fox, según la televisión, y de acuerdo con el ánimo nervioso que ésta protagoniza en estos días ante el avasallamiento de las redes. De este modo, el film de Jay Roach –a quien vale recordar como director de La familia de mi novia, Locos por los votos y Trumbo- no vacila al momento de intervenir la imagen, a través de la superposición de cuantos tweets requiera. Un amontonamiento que apela a loguitos de comprensión rápida, junto a emojis o semejantes. Este “ruido” tiene un fin, tiene responsables, y desde luego destinatarios, acá delineados desde las sombras, como la gran urbe en la que se destila toda una parafernalia pseudo informativa, con la atención puesta en sus apetitos. Es así como Roger Ailes desempeña su tarea: conductoras de faldas cortas y escritorios transparentes como decisiones más importantes que la noticia misma. Un recurso que es apenas un eslabón junto a otros, que llevan a su despacho como lugar sagrado, en donde el magnate de la información entrevista a las mujeres de su pantalla. La caracterización que de Ailes lleva adelante John Lithgow es extraordinaria, porque logra asumir el maquillaje que lo hunde en el sobrepeso, y compone la figura de un tipo irascible y querible. Figura cuanto menos sospechosamente cercana a la de tantos productores cinematográficos. Así, El escándalo no sólo es crítica con la televisión, sino también con la industria del cine: es imposible no leer entre líneas un retrato de Harvey Weinstein. Pero no sólo a Lithgow transforma el maquillaje, también a Charlize Theron y a Nicole Kidman; la primera como Megyn Kelly, quien fuera blanco de la parafernalia machista de Trump en un debate televisivo y sucesivos tweets misóginos; la segunda como Gretchen Carlson, la periodista que denuncia formalmente a Ailes y enciende la alarma de Fox. Entre ellas existe una convivencia de celos y es notable cómo se delinea, porque aun cuando casi nunca se crucen, está claro que entre ambas no existe una buena relación. También porque éste es el ardid favorito de Ailes, construir a sus estrellas a partir del incentivo de odios cruzados. Una telaraña fantasma que se pondrá a funcionar en cuanto sea conocida la acción legal de Carlson. Al respecto, hay un plano que es de síntesis. Tiene que ver con la reunión fortuita entre ellas en el ascensor, indiferentes, pero junto a Kayla, la periodista en ascenso que interpreta Margot Robbie, y que curiosamente el film asume como un personaje ficticio. Es ella, justamente, quien protagonizará el momento más incómodo ante Ailes, cuando éste la someta a una entrevista privada. Entre las tres se distingue una sucesión de edades así como de hechos sufridos y silenciados. Cada una en un peldaño profesional distinto, con preocupaciones personales diferentes, pero aunadas en el ascensor y en el mismo encuadre. El escándalo, como se dijo, es también una mirada impiadosa sobre la televisión. Es ella la que construye y apoya candidatos. Fox y Trump. Lo que importan son los negocios. Hollywood lo es también, pero su atención sigue puesta en el cine; esto es, la imagen meditada. Mientras exista esta posibilidad, habrá reflexión porque habrá imágenes pensadas. Todo depende, se entiende, de que exista el cine. La televisión bombardea, y nunca ingenua, busca hoy amparo en las redes sociales tras el habitual “lo que al público le gusta”. El escándalo mira este entramado de miedo, en donde el machismo oficia de manera institucionalizada, con un monstruo de la información como su agente, y el cometido puesto en la figura de un empresario como presidente de la nación. A la vez, deja un sabor algo amargo. Porque si bien Roger Ailes será separado de sus funciones y la Fox indemnizará millonariamente a muchas de sus trabajadoras, es Rupert Murdoch (Malcolm McDowell) quien vuelve a tomar las riendas del asunto. Los viejos dinosaurios saben cómo sacar a relucir sus dientes, así que más vale andarse con cuidado.
Barrotes de prisión y sueños afiebrados La ópera prima de Sebastián Muñoz delinea un melodrama carcelario que interviene simbólicamente en la sociedad de su país. Además de reconocimientos en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana y el Festival de San Sebastián, El Príncipe fue elegida Mejor película de temática LGBT en el Festival de Venecia. Ópera prima de su director, Sebastián Muñoz Costa del Río, El Príncipe lleva a la pantalla la novela del chileno Mario Cruz, y sitúa su drama carcelario en el Chile de los ’70, con Salvador Allende próximo a ser presidente. Si se atiende al comienzo y cierre del film, franqueado entre el desborde pasional que lleva a la cárcel al protagonista y el discurso radial de Allende, presto a llevar adelante su proyecto de gobierno, el paréntesis supuesto oficia de manera contenida y desesperada. Porque El Príncipe es una lectura en clave sobre aquel momento, ese umbral que abre los años ’70, pero también puede decirse que es expresión de estos días, con esa misma sociedad sublevada y ocupando las calles. Lecturas que dan vueltas tras ver el film de Sebastián Muñoz, encerrado entre paredes de poca luz y roídas, agua fría y disputas de poder. A este nido llega Jaime (Juan Carlos Maldonado). El relato lo introduce de modo fragmentado. Lo que está claro es que hubo una muerte. Quién y por qué se sabrá después. No casualmente, el ingreso al penal se produce en compañía del bolero “Ansiedad”, en una espléndida versión interpretada por Gabriel Cañas. El exceso que su letra implica, presumiblemente oída durante el crimen cometido –leitmotiv que acompañará el drama-, tendrá consonancia con otros hechos y músicas que el film depara. Entre ellas, el tango “Pasional”, que el recluso Che Pibe (Gastón Pauls) interpreta entre guitarras y amores masculinos. Porque El Príncipe es una historia de amor, con un protagonista así bautizado desde el despecho, por parte de quien será desalojado de la cama del Potro (un estupendo Alfredo Castro), ahora ocupada por este “principiante”. En esta celda abarrotada, de cama cucheta y hombres emparejados, habrá de encontrar cómo sobrevivir Jaime. El título que le otorgan predice algo. Porque una vez allí, bajo el ala del Potro, un aura distinta comenzará a brillarle. Como si de a poco entendiera cómo son los mecanismos que allí dentro funcionan y qué hacer para no ser sólo un engranaje más. Jaime se deja llevar por la situación, encuentra de a poco su lugar, y comienza a hacerlo validar. En el camino habrá instancias decisivas: buscar un corte de pelo determinado, una chaqueta anhelada, una guitarra. El referente es Sandro, el gitano de la película de Emilio Vieyra. Esa alusión al cine no es la única, permite pensar otras, entre ellas el diálogo inevitable con Manuel Puig y El beso de la mujer araña: el cine, la música, posibilidades de un sueño que permita sortear el encierro, con el afecto como llave humana. Es por esto que vale tener presente que ese sueño podría también ser el de una patria socialista: amor y política se requieren. Pero esto es ulterior, tal vez inmanente, ya que la película nunca lo declama; lo que elige y le corresponde es acompañar a su personaje en este calvario. Un camino tortuoso pero tal vez luminoso. Una paradoja de correlato con la otra vida que Jaime llevara antes de ingresar allí: surgida entre relatos y/o recuerdos, nunca está muy claro dónde sucede lo que se ve, podrían ser ambas situaciones. Entre estas evocaciones, la figura del gitano surge próxima, respirable, causal de esta fascinación carcelaria. Es la imagen del exceso, lo que está más allá, el ardor imposible que consume a quien se acerca. Jaime, el príncipe, quiere tocar esa llama. Por eso, el crimen. El gitano amado, el cantante, su sonrisa, el personaje de las revistas. Distintas caras de un mismo objeto de adoración. Y por eso el bolero, la ansiedad para siempre, la pulsión tanguera, y el momento de baile entre presos luego de asistir a la proyección cinematográfica: una situación romántica condenada a desesperarse (es el momento más bello del film, aquí sí cercano a la imaginería de Puig). Porque Jaime seguirá preso de ese sueño gitano, más fuerte que la cárcel misma (de acá no quiero salir, dirá), porque corresponde a otro orden, a un después alucinado; y también porque el Potro se sabe en desventaja ante ese gitano, ese fantasma, parecido a Sandro. Un cruce de desenfrenos que aun cuando se dispensen afecto, no habrá unión carnal que pueda inmovilizar la promesa de un más allá que ciega. Esa demasía es a la que el film se atreve. Por esto la clausura cíclica. Así como en El Padrino, de Coppola. Entre Padrino y Príncipe, hay simetría. Hay una reiteración de situaciones, con el príncipe vuelto rey. Un Shakespeare de realeza cercana, como el Julio César que representan los presidiarios que los hermanos Taviani filman en César debe morir. Arribado este punto, lo que sigue es la consumación en el fuego, dejarse abrasar en este dolor que gusta. Es lo que le pasa al Potro, es su tragedia. Y lo hace a la manera maleva, contra el argentino que supone ser el Che Pibe. “Morir en su ley”, como dicen, también título de una de las películas del gran Manuel Romero, director que de síntesis sensible entre cine y tango. El Príncipe se ofrece, de este modo, como un melodrama homosexual. Aunque no sería suficiente adjetivar así a la película. Porque se trata, antes bien, de un melodrama. Entre personas encerradas y necesitadas de relación y vínculos, de afecto. Circundadas por guardias y vigilantes de moral marchita. Esos que pocos años después pisotearán el sueño de una sociedad igualitaria y diversa, para hacer extensivo un mismo estado de sitio carcelario. Pero está la llama que todo lo quema. Ante ese alumbrar prometido, alucinado, no hay cárcel posible.
Peripecias en un tren fantasma La película despliega un virtuosismo que empalaga, mientras deja de lado el horror de la guerra y tiene buenas intenciones. Hubiese sido suficiente con el plano secuencia inicial. El que introduce y contiene de manera deslumbrante –por virtuoso– la propuesta fílmica. En este sentido, del encuadre que detalla la naturaleza al plano más abierto, el de la siesta y su despertar. Del sueño al aire libre a la pesadilla que espera, al ahogo. A partir de la orden recibida, el descanso se interrumpe y comienza el descenso por el laberinto de trincheras. En un último recinto, sumido de oscuridad –contrapunto lumínico del inicio-, esperan las autoridades (¿infernales?) y la misión. El plano secuencia atiende al tiempo en decurso, la invitación al realismo está hecha. Desde el momento en el que los soldados acaten la orden –llevar un mensaje que suspenda el ataque inglés a las tropas alemanas, ante la trampa que éstas han urdido–, el tiempo comenzará a correr diferente. Como una bomba de tiempo. El tic tac o MacGuffin que hará más frenético lo que sigue. Allí, en ese momento, podría haber concluido el plano secuencia. Pero no. Sigue. Y sigue. A grandes rasgos, y como una de sus virtudes, bajar al infierno es la invitación de 1917, película favorita de los Oscar, con 10 nominaciones y contando premios: Globo de Oro, AFI, entre otros. El realizador británico Sam Mendes evoca aquí historias de su abuelo, veterano de la Primera Guerra, y las hilvana en esta especie de toma única, en donde los cortes del montaje se disimulan, así como lo hiciera Alfred Hitchcock en Festín diabólico. De todos modos, la proximidad habrá que pensarla con los planos secuencia que Stanley Kubrick ensayara en La patrulla infernal, con el propósito puesto en acompañar el avance mortal de un pelotón junto al coronel Dax (Kirk Douglas), o de hundir al espectador en el camino trazado por las trincheras. En todo caso, lo que molesta es que Mendes lleva el procedimiento al hartazgo, mientras acompaña el devenir de estos dos soldados (George MacKay y Dean-Charles Chapman), cuyas órdenes recibidas –vale destacar– encierran el cinismo de los altos mandos: el hermano de uno de ellos está entre quienes serían fatalmente emboscados de no llegar el mensaje a tiempo. Habrá que ver, por eso, cómo se desenvuelve el vínculo entre los dos compañeros de armas, dada la implicación personal que acciona en uno, y atender a cómo mira la cámara, a cuál de los dos progresivamente elige, porque es en ese recurso en donde la película preanuncia lo que sobrevendrá. También lo hace con un relato humorístico y cruel (es la guerra, vale recordar), en donde intervienen una oreja y una rata. La inclusión no es decorativa. Detalles que dan cuenta de la virtud narradora de Sam Mendes. En otras palabras, se trata del director de Belleza americana y Soldado anónimo, esta última cercana también al universo de Kubrick en Nacido para matar. Responsable, al menos, de una de las mejores películas de toda la serie James Bond: Skyfall. Su mirada crítica es un rasgo que las películas asumen. Aun cuando estén cada vez más afectadas, fascinadas, por las posibilidades técnicas. 1917 sería el súmmum. ¿Hace falta tanta pericia cuidada y digital? Puede que sí. Pero en el camino –con una cámara que simula rasgos de documental– algo se escapa. En este sentido, una cosa es el plano secuencia con el que abre Spectre (también de Bond), en donde el tono de la propuesta permite el disfrute mayúsculo; otra es cuando esa posibilidad es el soporte desde el cual indagar en los horrores de la guerra. Así, es tanta la prolijidad técnica –admirable, por cierto– que en algún momento se torna empalagosa, reiterativa. El horror deviene calculado. Y desaparece. Desde lo narrativo, la misión a cumplir tendrá algunos momentos de clausura momentánea. Pequeños descansos que permitan recobrar fuerzas, y volver al ruedo. Cada uno de ellos marcado por la aparición de algún oficial con rasgos de actores famosos, a la manera de guiños cómplices. (Algo similar sucede con Dunkirk, de Christopher Nolan, y la participación políticamente correcta de Kenneth Branagh; así y todo, Dunkirk ofrece un cine más relevante por orquestal, con sus hilos narrativos y vueltas temporales). En 1917 las paradas funcionan como estaciones de un vía crucis infernal. La alusión religiosa no es banal, habrá un momento de milagro vuelto canción, tras el fuego destructor y un baño purificador. Pero para llegar allí, al sol del día, antes el infierno. La secuencia de la ciudad caída entre demonios tiene ecos surreales, de un Dalí nocturno: las sombras se alargan, los escombros se estremecen en gritos y vómitos, los fantasmas disparan balas, y los colores rememoran el cine de Mario Bava. Es alucinante. Desde ya que habrá que reconocer el mérito de ese maestro de la luz que el film ofrece, habitual en Mendes y los hermanos Coen: Roger Deakins. Pero aun cuando instancias similares permitan una experiencia más o menos inmersiva –cercana al Día D de ese otro film con el que también se dialoga: Rescatando al soldado Ryan-, la peripecia de pesadilla a veces se parece a la de un tren fantasma. El problema está en que no se trata de una película de terror, sino de horror. Y éste, si es que está presente, se disipa pronto, a pesar de sus promesas: aquí, por eso, el plano secuencia inicial, estupendo, que baja al foso del infierno para adquirir el pasaje a la muerte, a lo indecible. La película está allí, en esos minutos del comienzo. Lo que sigue son variaciones, de peripecias técnicas distintas, con situaciones que pelean entre sí por distinguir cuál de todas fue la más compleja de sortear o realizar. 1917 es una película atendible y en la vena de su realizador, pero sumamente preocupada por un desafío técnico que amenaza con desligarse de la afección primera, la que dice tener, la del dolor de esos relatos legados por un abuelo que tuvo el valor de ponerlos en palabras. La transición a las imágenes es de una moral correcta, que cuestiona el proceder militar, fraterniza entre extraños –siempre ingleses, nunca alemanes, delineados como traicioneros-, y deposita algún parlamento dedicado a bucear en el sinsentido de la experiencia bélica, imbécil y asesina. Pero falta el horror, el horror.
El equilibrio y los malos olores La película más reciente del director surcoreano, ganadora en Cannes y favorita en los Oscar, ofrece un fresco de división social en armonía hipócrita. Si se ha visto algunos de los films de Bong Joon-Ho (The Host, Madre, Okja), se sabe que a lo previsible no le espera buen puerto. En su cine el sendero dramático puede que adquiera un cariz más o menos reconocible, pero mejor atender a las hendijas, porque es por allí donde la película hará florecer otras y raras flores. La obra del realizador surcoreano ya tiene una fisonomía ganada y celebrada. Parasite, entre otros méritos habidos y por haber (seis nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor Película), obtuvo la Palma de Oro en el último Festival de Cannes. De parábola urgente, Parasite apela a la crisis social como escenario cotidiano. Escenario que si bien hace foco en la sociedad de Corea del Sur, son demasiadas las coincidencias como para no vincularlas con violencias cotidianas de por aquí cerca. El film de Bong Joon-Ho hace pie en una familia cuya morada linda entre la superficie y el abajo. Un especie de casa que hunde sus pies bajo tierra, desde la cual la familia que habita atisba la superficie. La supervivencia requiere de maniobras hábiles, que permitan hacerse con dinero rápido así como de una señal gratuita de wi-fi. Los bichos y las fumigaciones, en tanto, adornan los días. El primer movimiento de cámara de la película ya es elocuente. Desciende, mientras mira por esa ventanita que linda con la superficie. De este modo, Bong Joon-Ho deposita la mirada del espectador en consonancia con la de la familia protagonista, mientras lo lleva al descenso al que invita. Desde ya, el (precario) equilibrio entre la línea que divide el arriba y el abajo ha sido trabajado siempre por el cine, con Metrópolis como una de sus películas emblema. Una composición gráfica que es también división social simétrica. Quienes se saben abajo, y quienes se saben arriba. Una suerte de naturalismo asumido que lleva a propios y ajenos a protegerse entre sí. En este sentido, hay un egoísmo asumido, que la película pone en cuestión mientras desarrolla los avatares que llevan a esta familia “parásita” a ocupar, paulatinamente, la casa de otra, adinerada y luminosa. Como piezas de encastre, cada uno de los correspondientes integrantes de los grupos familiares, entrará en relación recíproca: hijos con hijas, maridos con esposas. El lazo vincular estará dado por la mentira: hacerse pasar por profesor de lo que no se es, o chofer de experiencia consumada. Mientras estos espacios son ganados, otras personas serán desplazadas. Llegado el momento celebratorio, en donde pareciera que la casa está a merced de estos habitantes fraguados, la preocupación por qué será de la suerte de aquellos, de los trabajadores anteriores, hace eco. Pero dura poco. Mejor preocuparse por uno mismo, por nosotros, tal como lo exige la hija adolescente. Pero ese llamado de atención es el que dispara a la película hacia otro camino. Al menos desde la propuesta estética, porque lo que se narra sigue siendo lo mismo. Es decir, si por medio de una serie de piezas de dominó, que caen con ritmo regular, Parasite ofrece una divertida situación de sustitución de identidades, en donde los que menos tienen se ceban en los que más, los puntos suspensivos de la pregunta por quienes antes estaban –los ahora desempleados, vueltos figuras “fantasmas”– suscita un cambio de rumbo. Lo que parecía una cosa, ahora es otra. La comedia troca en thriller. Y no faltará demasiado para que éste devenga en terror. Esta variación genérica es santo y seña del director, capaz de alternar o conjugar diferentes tópicos dentro de la misma propuesta. Como capas simultáneas que cobran mayor espesor según el deseo narrador. Hasta llegar a momentos grotescos pero nunca librados al azar. De este modo, hay señales que avisan sobre lo que sucederá: el trauma del niño en su cumpleaños, las heridas sin explicación en el rostro de la empleada despedida, el vagabundo borracho que orina la casa. Detalles que abren para luego cerrar, exacerbados y despiadadamente. La película cobra, así, estructura, mientras abreva de los géneros narrativos y deposita su ardid en una piedra simbólica –regalo o maldición–, proveedora de fortuna material, según se dice. El resultado final es brutal, porque Parasite arremete con furia y artesanía dolorosa. Algunas imágenes son terribles. Tanto como la falta de solidaridad entre pares. De todos modos, algún resabio de algo similar sucede. Hay que esperar el momento para leerlo entre líneas, y sin perder el horror en la mirada. Así como tampoco el sentido del olfato. Porque el olor tiene un protagónico importante. Olor que es consecuente con la deriva sinuosa pero abismal que Parasite propone. Hasta llegar, literalmente, a las aguas servidas. Contrapunto de distancia con aquella otra que viene del cielo. Todo lo que cae se percude. Tanto el agua como las personas. Llegado el momento del desenlace, cuando la furia amanse, las cosas deberán volver al carril habitual; quienes detentan el lugar social alto harán lo que mejor saben: celebrar y decidir por sobre la suerte y vida de los otros. Lo “parasitario” obtiene, así, doble sentido. En todo caso, es una sociedad que se carcome, mientras persiste en las comodidades de unos y las humillaciones de otros. Rasgos de un comportamiento que transgrede las clases sociales. En este sentido, vale reparar en el ofrecimiento del trabajo primero, el que abre a la película en su totalidad: no hay partícipes ingenuos en este juego de armonía mentida. Por último, otro plano y movimiento de cámara similar al del comienzo se reitera. Es cierto que da cierre simbólico al film, aunque tal vez de un modo innecesario, porque subraya lo que ya quedaba claro: una fantasía en donde los desposeídos se hacen con lo que no tienen. Lo terrible es cómo esta fantasía no hace más que reiterar los mismos comportamientos de esa clase de la que no se es parte. Algo así como una fascinación por quienes más tienen. Ser como ellos. De allí, también, hacer lo que ellos dicen.