Adolescentes de problemas bonitos Ventajas de ser invisible o adolescente o casi adulto o casi niño o de vivir en una película norteamericana. La cual, a su vez, es traslación del libro best-seller del propio realizador, publicado unos diez años atrás. Entonces, retrato ahora cinematográfico de lo que la adolescencia es o pareciera ser desde el prisma supuesto por la american high-school. No en vano, habrá de recordarse, tantas películas de terror eligen allí uno de sus escenarios predilectos. A lo que cabe agregar la sentencia y desconfianza de Stephen King hacia todo aquél que diga haber disfrutado de su paso por el secundario. Y si no, a recordar Carrie. Epoca retraída, de turbaciones, etc., etc., con la figura de literato en ciernes que significa Charlie (Logan Lerman), en la compañía feliz de los dos hermanastros que personifican Ezra Miller y Emma Watson: ella de "pasado" a superar, él con su homosexualidad apenas encubierta. Charlie encuentra en ellos el reparo impensado, el despertar sexual, las primeras fiestas, la marihuana, David Bowie, y los compilados en cassettes. Más una escenificación de The Rocky Horror Picture Show como expresión justa de la edad acuciante y de la década en la que se imprime. De allí a ponderar que la película de Stephen Chbosky sea un retrato generacional... hay un hiato enorme, abismal, porque nada supone que lo allí expuesto sea trasladable a otras realidades. Así como tampoco se distingue una mirada que se arriesgue de manera profunda, que desmenuce lo que anida allí, por turbulento, para hacer de la adolescencia norteamericana un peaje insoportable (algo que sí, justamente, realizan King y/o De Palma con Carrie). Antes bien, Las ventajas de ser invisible trata de una historia singular, centrada en alguien disfuncional; es decir, el individuo que carece de tacto social porque hay algo que provoca su malestar. En Una nación bajo las armas, a Michael Moore le basta un paneo de cámara para decir mucho más. "La culpa es de él", dice el gesto del adolescente, la cámara sigue el dedo acusador y descubre al marginado, gordito y solo en la high school. Todo lo que cifran estos segundos de toma ininterrumpida arrojan estupor, mientras Las ventajas de ser invisible no hace más que pintar una acuarela de niños bonitos, ya crecidos como para seguir en sus roles de Percy Jackson (Logan Lerman) o de amiga de Harry Potter (Emma Watson), con tribulaciones de dinero asegurado y de medicina pre?paga. Está bien, no se trata de desmerecer ni de menospreciar el momento crítico que el bueno de Charlie reprime para, así, continuar su vida. Sino de juzgar una película en tanto película, de manera tal que una vez resuelto el dilema personal, todo habrá de cristalizar hacia una resolución formal, límpida, que dé por superado el peaje aludido. En otras palabras, problemas singulares, pero nunca sociales.
Una relectura completa del ex presidente Cuál es el personaje Néstor Kirchner que construye la película de Paula de Luque debiera ser, al menos, una de las premisas desde las cuales preguntarse. En este sentido, Kirchner aparece (re)armado desde piezas varias, todas confluyentes hacia una misma historia: de vida, de política, de película. No se trata de una situación "rara"; es decir, mandatarios llevados a la gran pantalla hay y habrán muchos (sin ir tan lejos, pensar en Lula, el hijo del Brasil), lo que en todo caso sitúa a este film de una manera especial es su coyuntura, su concepción en tanto engranaje del juego político: tendiente a reforzar filas, pero también desde un cariz prospectivo. Aspecto que se distingue en la dedicatoria final ?"A las nuevas generaciones"? y en la participación, como eje vincular, de Máximo Kirchner. Un recorrido equitativo puede descubrirse en la elección de un mismo encuadre para los testimonios, sea para los nombres de relieve así como para quienes, en tanto representantes de muchos rostros anónimos, dan agradecimiento a la tarea del ex?presidente. Todo ello atravesado, pausadamente, desde un viaje de ruta solitaria, entre flores que amanecen, en un avanzar que retiene recuerdos pero que no se detiene. El rumbo será la flor abierta o todavía por abrirse; aquí, otra vez, las nuevas generaciones, junto a un porvenir que se entreteje con las imágenes de archivo de un Kirchner militante, en compañía de Cristina Fernández. Muchas situaciones podrán rastrearse en la película de Paula de Luque. No tanto en calidad de documento histórico, sino como celebración de la realizadora de la actual tarea de gobierno. Su película, por ello, puede decirse "militante" o, quizás mejor, "partidaria". Ahora bien, se trata de cine. Y en tanto cine, no es demasiado lo que aporta. Es decir, no hay un montaje pensado de manera provocadora o transgresora. Sino, antes bien, de forma calculada y efectista. Hay una predominancia de "bustos parlantes", que explican de manera sencilla lo que sucede y, con lo que no dicen (o en función del complemento de imágenes que la realizadora aporta), dan cuenta de lo que pasaría. Este potencial viene dado por la participación del "otro" político, necesario también al drama y su acción. Aparecerán, entonces, personajes que provocarán fastidios: Cobos, Moyano, Lanata; cuyas "intervenciones" serán tan precisas como para "despertar" reacciones ("traidor" fue la palabra que este cronista más veces escuchó en la sala). Destacar, también, la responsabilidad de la realizadora al omitir ?ella, y ya no Kirchner, quien de hecho se disculpó? la mención al juicio a las juntas militares del gobierno de Alfonsín, durante el discurso presidencial en la ESMA. Todo un mapa, en suma, que sintetiza la acción de gobierno, legitima su procedencia, augura su porvenir. Cuenta, también, con la sinceridad de su realizadora, quien no se esconde en segundas lecturas, y que asume un compromiso partidario.
Algo mundana y además existencial El cine de Carlos Sorín se encuentra cada vez más depurado, casi sencillo, mentirosamente simple. Supo arribar a ello en La ventana, con un candor, un minimalismo, que conmueven. La capacidad cinematográfica de provocar afecto pareciera ser virtud en Sorín, y quizás allí radique uno de los lugares más característicos en su cine. Días de pesca es, otra bienvenida vez, expresión misma. Apenas algunos personajes, o algunos varios de ellos con el eje preciso que es Alejandro Awada. Casi nada se sabe sobre él o, mejor dicho, lo preciso y requerido para que la película sea. ¿Para qué más? Basta con los diálogos fortuitos, los gestos equívocos, la puesta en escena, para que el espectador pueda hilvanar sucesos y completar, intuitivamente, lo que aparece como no-dicho. Reunidas estas piezas, decir entonces sobre la recuperación que del alcoholismo lleva adelante el protagonista, su viaje al sur, la pesca de tiburón como hobby elegido, pero también y sobre todo el reencuentro con una hija hace años nunca más vista. La historia es, parece, pequeña, pero lo que importa es cómo se la cuenta, de qué manera adentra al espectador para, una vez allí, vivenciar con los personajes. También porque, dada la filmografía de Sorín, ver una película suya es estar otra vez en ámbito conocido, dentro de una poética donde los personajes conviven con modos amables, gestos solidarios, dolores y compañía de silencios. Todo esto está en Días de pesca, pero también porque es el rostro magnífico de Awada el que puede conjugar lo que sucede, para sintetizarlo y decirlo desde sonrisas tristes, miradas casi viejas, caminar dubitativo. Tan grande es su caracterización. En este sentido, Awada es el lugar donde confluye todo lo que sucede, personaje que atrae a otros a la vez que construye, por eso, un mundo mayor, más vasto, insospechado. En este sentido, tanto importan la radio local, el sparring y su boxeadora, los turistas colombianos. Todos son valiosos. Todos importan en el cine de Sorín. (Aún quienes prefieren no abrir la puerta, desentenderse, jamás vivir una aventura. Podría decirse que son "ellos" quienes hacen posible el cine de los demás, es decir, la vida.) Porque hay mucho "universo" y él, mientras tanto, hubo de vivir, pareciera, en un mundito tan pequeñito. Pero no importa, porque está el mar, allí y a la espera para todo viajero, para todo sentimental. ¿Calmará el mar a la pena? No se sabe y no importa saberlo. Basta con haber estado sumergido en el lamento para preguntar por la posibilidad. Y Días de pesca tiene la virtud de saber cómo construir este interrogante, tan cercano, tan mundano, tan existencial. Desde momentos precisos, tales como la espera en la fiesta brasileña, el "olvido" del regalo para el nieto, la "discusión" entre padre e hija por el cigarrillo y el resultado del electrocardiograma, entre otros.
Plan de venganza y silencio moral El derrotero del film de Santiago Amigorena (también responsable de Algunos días en Septiembre, con Juliette Binoche y John Turturro) comienza de manera vertiginosa, como un sobresalto, con todo a punto de estallar o ya estallado. En Toronto y con ella en bancarrota moral (Marie?Josée Crozie), mujer policía sin familia, que ha quedado turbada para siempre en el entramado de un complejo rompecabezas circular, puro vértigo armado con los juguetes y muñequitos del hijo muerto. Toda una imagen. A partir de allí, el devenir argumental y hacia el sur, con Argentina y La Boca como punto a alcanzar. A la manera de una vengadora anónima o no tanto, que con su pistola calzada en el cinto persigue el paradero del responsable. El gatillo que mató será también punta de ovillo que desmadeje toda una historia detrás, en una red que vincula justicia con venganza o al revés para, otra vez, cobrar venganza. Cómo se llega a la Argentina es algo que se intuye antes que se explica, porque así como se arriba a la Boca, se irá después a La Quiaca y al límite mismo con Bolivia. Viajes elípticos, apenas esbozados, pero con la cámara en cada uno de estos lugares como testigo de la tierra, del aire, de los paseantes fortuitos, aunque sin una ilación precisa, que permita percibir el recorrido emocional de la protagonista, plena de palabras ausentes, de silencios morales. Hay mucho de atractivo en todo esto, pero sin una claridad que deje al espectador sentirse allí dentro, en el calor del norte, en el medio de la balacera, en el dolor sin nombre. Algunos momentos de suspenso temporal, donde lo que sucede queda alterado por el ambiente de calor, por la tierra que sopla el viento, se resuelven drásticamente, con escenas de violencia rápida. Puede ser, con seguridad, una antítesis pretendida, pero que no significa demasiada carnadura para el relato, más atento a las formas que construye que a las sensibilidades que debieran acompañarlas. En este sentido, no hay demasiado verosímil desde los personajes secundarios, encargados de permitir el entramado dramático para que se consiga el momento deseado: el encuentro final entre asesino y policía. Es así que habrá quien ayude, a último momento, a esta antiheroína por motivos que no se conocen muy bien, quizás por una cuestión de empatía (pero que, otra vez, al espectador no le llega). Alcanzado el momento cúlmine, lo que surge es el planteo moral del film. En este sentido, Otros silencios es digna, al devolver un prisma desolador, sin resolución feliz posible. Hay elementos de cine negro, hay momentos de road?movie, hay situaciones de extrañeza visual, pero desde una mezcla tal que, quizás por una indeterminación pretendida, no termina por solidificar una película completa, que provoque algo de apego emocional.
La máquina del tiempo de Wes Anderson La última película del director de Los excéntricos Tenembaums es una invitación al mundo de la niñez, teñido con una pizca de adolescencia. Dos niños de diez años que eligen dejar sus hogares para encontrarse entre ellos, lejos de los demás. El colega, amigo, Emilio Bellon supo decir que Un reino bajo la luna es un "reencuentro con los rompecabezas olvidados en un desván de recuerdos". Porque, presume quien escribe, hay siempre una pieza faltante que, por fundacional, viene al rescate cada vez que se la llama y -a la manera del "rosebud" wellesiano- articula, desarticula, rearticula, toda vida; esto es, la infancia. La última película de Wes Anderson (Los excéntricos Tenembaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling) es una invitación al mundo de la niñez, teñido con una pizca apenas de adolescencia. El marco está dado por una isla, plena década de los años '60, entre dos niños de diez años que eligen dejar sus hogares (familia en un caso, la comunidad boy-scout en el otro) para encontrarse entre ellos y lejos de los demás, en una aventura de compañía, de deseo, de vida. Anderson conoce un derrotero en su obra que le ha vuelto más y más sensible, si bien no por ello de una estética menos distante. Es decir, la poética de su cine lo vuelve alguien casi inasible, imprevisible, con un sentido del humor -que es una concepción de mundo- que desajusta al espectador más avezado. Si bien esto ya no es algo que necesariamente sorprenda, no deja de ser una experiencia peculiar volver a asistir a su mundo de acciones contenidas, réplicas raras, reacciones absurdas. La acción "contenida" viene dada por la precisión de la puesta en escena: nada librado al azar, cada gesto, decorado, color y angulación, enuncian un control obsesivo por la forma. Esta forma es, desde cada plano, una especie de ladrillo desde el que se construye la película. Tan perfeccionista ha devenido, que la elección del stop-motion para El fantástico Sr. Zorro ha hecho de ella una de sus mejores películas, muy cercana a la delineación que rodea a Un reino bajo la luna. Es decir, en su nueva película, Anderson evidencia un manejo tan pleno de todos los elementos en juego que, no casualmente, hace de ella la prolongación misma del mundo de maquetas y muñequitos del film previo. Ahora bien, si es distante su estética no por ello resultará -paradójicamente- menos "cercana". Porque el mundo personal, justo, contorneado milimétricamente, de Un reino bajo la luna se asemeja a un arcón escondido, con los juguetes que uno prefiere dentro. Y puestos a jugar, cada niño es dueño de su mundo y hace de él lo que quiere y como quiere. Así de "infantilmente profesional" es el cine de Wes Anderson. Una vez arrojados los espectadores a su caja de juegos, las reglas habrán de aceptarse porque, si no, no se puede participar. Y no participar es, de veras, una pena. Porque hay miradas, dolor, amor, sensaciones, descubrimiento, color, madera, agua, Hank Williams, adultos niños, niños adultos, todos/ todas piezas del puzzle Anderson. Cada plano, por eso, como el ladrillito para armar, como el encastre justo para la figura completa. Y lo que se completa en Un reino bajo la luna es finalmente inicial porque, por un lado, coincide cíclicamente con los minutos primeros, y porque también es punto de partida para lo que habrá de sobrevenir en estos niños de mirada profunda, que han puesto a prueba las lecciones adultas al reiterar (y resignificar) sus costumbres, al enfrentar y desafiar por amor, lealtad, y desobediencia. También porque Anderson sitúa su cámara a la altura de sus protagonistas. Es una cámara de "adulto niño". Cercano, por reminiscencia, a Truffaut, pero en verdad bastante alejado de él. Mientras el realizador francés descansaba en el hacer espontáneo de los niños (Antoine Doinel en Los 400 golpes o las situaciones bellísimas de La piel dura), en Un reino bajo la luna los niños son el resultado de un cuento troquelado, cincelados como figuritas de cartón coloreado. No por ello protagonistas menos personales. La comparación se hace desde el sólo efecto relacional, en desmedro de ninguno, para la admiración de ambos. Podrán descubrirse paralelos, juegos de espejos, entre lo que sucede entre los niños y lo que pasa a los adultos. Pero desde una mirada que va y viene, porque si bien hay adultos tontos y torpes (padres y superiores), también los hay sensibles, afectivos, creíbles. Y también porque ningún niño es "bueno" o "malo", y porque todas esas categorías habrán de ser inculcadas desde el mundo adulto. En última instancia, y también, porque Wes Anderson se sabe adulto, se recuerda cuando niño, y enhebra todo ello en una película deliciosa. Tan refrescante para la memoria como lo era para el viejito protagonista de un cuento de Ray Bradbury encerrarse en su altillo de recuerdos, convencido como estaba de que era una máquina del tiempo. ¿Hay alguien a quien no le guste viajar en el tiempo?
La fascinación llamada Hollywood El denominado "montaje americano" consiste en un despliegue de líneas narrativas que, a medida que el film avanza, saben cómo abrirse lo suficiente hasta, cerca del desenlace, converger. Se parte de un Todo y se vuelve a este Todo. En otras palabras, un recorrido cíclico que desordena y reordena. Se alcanza el final para volver a comenzar, para filmar más películas donde contar -ruedo mítico- las mismas historias. Por eso, los finales felices no son tanto una sonrisa almibarada como sí una ratificación ideológica. Hay un statu quo que sostener. Argo, en este sentido, es tan clásica como cualquier película clásica. Pero desde un mirar conservador que, por ello, la acerca y la aleja del mejor cine de Hollywood. La referencia estriba en el vínculo epocal: el viejo logo de la Warner -circa '70- así como la cita a Network, poder que mata (1976), de Sidney Lumet. Si es Lumet, entonces es también Fail-Safe (1964), John Frankenheimer (El embajador del miedo, Seconds), Otto Preminger (Advise & Consent), y Todos los hombres del presidente de Alan Pakula: conspiraciones, persecuciones, infiltrados, paranoia, corrupción. Ben Affleck, director/actor, es consciente -rasgo que se celebra- de su cine dentro del cine. Argo plantea un inicio y desarrollo formalmente estupendos: rescatar a los seis diplomáticos varados en Teherán, luego de la toma de la embajada, a partir de una falsa película entre la CIA y Hollywood. La historia es cierta y documentada. Y es un disfrute ver el juego de máscaras, las idas y vueltas, entre las oficinas de la CIA y los despachos de Hollywood. Todo ello desde el cariz crítico que Argo desde el vamos dice exponer: es la política norteamericana misma la encargada de provocar el conflicto en Irán. Entre decir y hacer debe haber sostén. Cuando Argo comienza a dejar detrás los momentos pequeños, que hacen mejor a la historia mayor, es porque inicia la acción y sus ritmos acelerados: ¿llegarán a tiempo al avión? ¿podrán escapar de Irán? Preguntas con respuestas. Sí y sí. No es eso lo que importa sino, de nuevo, su montaje: alternado entre tantas posibilidades como la película permita, desde un teléfono que no se atiende hasta iraníes repentinamente avispados. Nada de veraz hay en esto, casi tampoco de verosímil. Argo comienza como promesa pero culmina de modo banal, con todas las piezas encastradas, devueltas a su lugar/hogar: Papá Affleck en casa, con esposa, hijo, y bandera flameando. La CIA, a fin de cuentas, hace lo que hace porque debe. Algo de este reordenamiento feliz/final ya estaba en su película anterior, Atracción peligrosa. La mejor de Affleck sigue siendo Desapareció una noche. Argo es, en conclusión, políticamente correcta, también lamentablemente inverosímil.
Cómo filmar las palabras que nacen Una película, por lo general, presupone cierta manera relacional con el espectador -contenida en el desarrollo argumental, caracterizaciones, puesta en escena, montaje, música, etc.-. Es decir, hay una suma de convenciones, de códigos, que se comparten y que prejuzgan al momento de sentarse a ver cine. Todo esto ha sido consolidado así como dinamitado, una y tantas veces más. Los salvajes cuenta una historia y no cuenta una historia. O, antes bien, deconstruye el parecer del espectador a la vez que, parece, lo ratifica. El inicio mismo, casi prólogo, es evidencia de esto. Los chicos huyen, balacera mediante, del correccional en el medio de la sierra. Huida violenta, de montaje con vértigo. Con un plano que contiene, a manera de saldo, al que dispara con su víctima, uno a cada lado del cuadro, pequeños y de cuerpo entero, con el cálculo justo como para considerar el trayecto de la bala a lo largo de todo lo ancho del cuadro hasta la caída mortal. Acción, entonces. Hay cine donde hay acción. Pandilla huidiza, bribona, adolescente. ¿Qué más habrá de ocurrir? En medio de la naturaleza, en camino hacia ningún lado, encuentros fortuitos mediante (y uno de ellos el que más y mejor dice, con Ricardo Soulé ermitaño), los compañeros en el escape se miran, se dicen, se besan, se pelean. Pero todo esto, de a poco y tan sensiblemente, se desgaja. Lo de la sensibilidad sólo es posible porque se trata de una mirada poética. Como si de dejar que las imágenes puedan respirar se tratase. Es verdad, las imágenes de Los salvajes respiran, se humedecen, se consumen. Un cine de contacto natural, cierto, metafísico. Para este último rasgo, primero habrá de desgajarse, se decía. Sacar tantas capas como sean posibles de lo que el prólogo-secuencia prometía. Sólo así lograr después un abismarse que, si el espectador quiere, también habrá de ocurrir en él. Entonces, si la progresión argumental indicaría un camino habitual, la película de Alejandro Fadel lo desarma. Le va quitando lo que lo haría funcionar en tal sentido. La banda fugitiva se convertirá en ánimas solitarias. Porque sólo será posible quedar sin palabras allí cuando cada uno se enfrente consigo mismo. El diálogo a ocurrir será íntimo, para cada uno, de maneras distintas. En comunión, como se refería, con los elementos naturales. Deshacer, por eso, una huída que -increíble hombre menguante de por medio- habrá de acallarse para dejar que el fuego ritual surja en medio de la noche. Una vez allí, al fin, el silencio. Y el cine, se sabe, es el único medio que puede filmarlo. Filmar el silencio. Un grado cero desde el cual, ahora sí, volver a contar la historia. Esto es, la palabra.
Entre los originales y duplicados Se han practicado vínculos bienvenidos entre este film -noruego y alemán- y El affaire de Thomas Crown (1968), lo que da cuenta, a su vez, del pasado inevitable que significa el buen cine de géneros norteamericano. Cacería implacable es el -desafortunado- título elegido para Hodejegerne o, tal la traducción inglesa, Headhunters: "cazadores de cabezas". Entonces: mixtura entre pinturas robadas y persecuciones mortales. Y qué buen disfrute. Lo que significa, por un lado, que los géneros cinematográficos reverdecen en otras cinematografías mientras que, por el otro, desfallecen en la norteamericana (ya hay proyecto de remake con protagónico de Mark Wahlberg). Nada del otro mundo este film noruego pero, eso sí, con el suficiente pulso como para probar cómo anda la adrenalina del espectador. Y todo esto, también y qué importante, sin subestimarlo, mientras lo adentra en un juego de piezas desarmables y rearmables; esto es: el rompecabezas que un buen film policial debe tener como estructura. Desde esta instancia primera, tan justa y necesaria como para sentarse a disfrutar, los partícipes del juego -porque, tal como dice Roger, "para ganar hay que jugar"-. Roger es petiso, más aún al lado de su esposa, bien alta, exitosa, ligada al mundo del arte, muy bella. Hay que suplir esa diferencia con una casa a su altura, con una vida de buen pasar. Roger elige buenos candidatos para roles administrativos, gerenciales. Tal su trabajo. Ve pasar mucho dinero y elige compensar la diferencia al robar pinturas caras. Entrevista candidatos posibles, en este sentido, desde ambos rubros: lo gerencial y lo artístico. Ladrón de guante blanco, en suma, que encontrará una némesis justa. Nuevo candidato y, a la par, corporaciones poderosas. Armas, estrategia militar, pactos, dinero, mucho más que lo que apenas solía ocurrir. Y muertes. Ahora, sí, Roger está en problemas. ¿Quién es quién? ¿Original o copia? ¿Vivo o muerto? La persecución comienza y la película, apenas, se toma descanso. Mientras, de a poco, la madeja se enreda más. A destacar la tarea de Aksel Hennie en su papel de ladrón, tan parecido por momentos a Christopher Walken desde ciertos momentos de suspensión, cargados de tics apenas, casi impertinentes. Petiso artero que tendrá frente a sí a Nikolaj Coster-Waldau, a quien la audiencia televisiva sabrá reconocer desde los rasgos de uno de los personajes fundamentales del clan Lannister, en la serie Game of Thrones. Entre ambos idas y venidas, momentos de humor (negro), y olor bien podrido (esto es en serio). Ahora bien, y no porque el desenlace resuelva, habrá de pensarse que todo encaje armónicamente. Sino que, cuidado, todos esconden algo asesino o, por lo menos, siniestro. Aún cuando, decisión alcanzada, sean los hijos el fruto tan deseado. ¿Tan deseado?
Un laberinto de espejos para decir su nombre Hay que sostener un film desde el punto de vista de un niño. No significa que no se lo haya hecho antes y, dado el caso, ejemplos sobran. Los muy buenos no son tantos. En este sentido, destacar y relevar el cine de François Truffaut, con El pequeño salvaje o, más aún, con La piel dura. Situarse, entonces, a la altura de la mirada niña, que la cámara esté allí y desde allí. Evitar, para eso, la angulación en picado porque los niños, justamente, miran desde abajo y los adultos, claro, desde arriba. Para esto, por ejemplo, que el adulto se haga bajito. Que sitúe su mirar a la altura del niño. Como el tío Beto (Ernesto Alterio), tan atento a esa mirada que, por quedar debajo del punto de vista adulto, a veces se descuida. Una vez allí, lograda la horizontalidad, establecer entonces el diálogo. Es cuando ocurren los momentos más íntimos, de mayor afecto, cuando este tío (gran tío, qué bueno tener un tío como Beto) sabe cómo explicar y empatar al maní con chocolate con las minas. "¿Minas?", dice Ernesto, descubierto en su cariño de escuela. Sí, minas. Bienvenido al mundo adulto. Ahora bien, esto como elemento de color -si es que tal apreciación es permisible-. Entre otros que permiten a la historia contarse. Amenamente, cálidamente, afectivamente. Alrededor, en tanto, es otro el asunto, como si fuese un marco contenedor que, se sabe, habrá de ahogar este reparo de luz. Un mundo mayor para este submundo de niñez. Folletería, puertas trampa, municiones por maníes, armas por juguetes, nombres falsos, gobierno de facto. El contexto inmediato es el de la contraofensiva montonera, con los padres de Ernesto como brazo activo, al servicio de la patria, vivando consignas tales como "Perón o muerte". Amigos caídos, tragos de vino para el recuerdo, lágrimas contenidas, y una misión que cumplir. Aún cuando -¿necesariamente?- devenga en alienación. Todo esto, tal como se apuntara, siempre desde el punto de vista del niño, testigo que mira, escucha, hilvana, no comprende, sí comprende, y se enamora. Casi como si fuese el país a través del espejo ("¿Quién sabe Alicia este país...?"), para una vez allí celebrar entonces la fiesta del no cumpleaños: cualquier otro día menos el que debe ser, acorde entonces con el nombre de fantasía que esconda al Juan de verdad, elección de madre peronista y también predestinación paradójica: Juan es bíblico, Juan es Perón, pero Juan es -antes que todo eso y cualquiera otra cosa- el nombre del niño. Pero, para poder decirse, y por esto pensarse a sí mismo, Ernesto habrá de transitar un laberinto que, dada la misma puesta en escena, será vidriado, será espejado. Imágenes idénticas, repartidas, multiplicadas, hasta alcanzar la unidad última, justa, necesaria. Allí cuando Ernesto pueda, por fin, decir su nombre propio. Luego, claro, la historia será otra. Qué importante, por eso, poder decirse. Allí cuando la palabra se asume como propia, como conciencia de sí. Como protagonista de lo que devendrá. Tan importante, por ello, es la mirada -adulta, ahora sí- que propone Benjamín Avila en Infancia clandestina.
Policías y drogas a medio camino El cine de Oliver Stone es, puede decirse, muestrario de una presunta carrera vaivén, dada entre proyectos más comerciales y otros más "personales". Siempre y cuando tal distinción, claro, sea pensable. En tal sentido, sus films más autorales serían los mejores. Pero esto no es así. Tampoco a la inversa. Porque la obra de Stone es más o menos siempre la misma, tanto en lo que refiere a Wall Street como a Comandante, a Salvador como Al sur de la frontera. Más o menos buenas. Más menos que más. Es que sus películas son, cuando se lo proponen, obvias, redundantes, aleccionadoras. A veces, la cuestión camina mejor. Sea quizá por cierta ironía involuntaria o merced al clima de época; tal es el caso de Asesinos por naturaleza o U Turn. A medio camino puede situarse Salvajes. Algo -?positivo-? tendrá que ver la colaboración justa que en el guión significa Don Winslow, autor de la novela de origen. La literatura de Winslow oscila entre la ironía brutal, la pornografía, el crimen, la traición, la delación, la deshumanización, y el tráfico de drogas. Diálogos sardónicos, comportamientos animales, pueblan sus relatos. Algo de esto hay en Salvajes. Quizá no lo suficiente. Aunque con un espíritu más o menos consecuente con la literatura winslowiana. Por ejemplo: ¿por qué quiere un cartel mexicano quedarse con la tajada que significa el pequeño trío de traficantes californiano? Porque es lo mismo que hace el Wallmart con sus competidores, explica el agente de la DEA, corrupto, interpretado por John Travolta. También: ¿de dónde viene la droga? ¿México? No... de Afganistán. Ninguna marihuana mejor que la de Afganistán. El marine, así, acumula semillas mientras mata por la patria. Las siembran con su amigo/amante en Estados Unidos. Y burlan con cinismo suficiente la moralina á la Traffic. Dos amigos y una amiga. Uno, violento y soldado; otro, espiritual, dado a la beneficencia; ella, vínculo sexual que, por éso, será víctima de secuestro para el chantaje del cartel mexicano. ¿Lo mejor? Benicio Del Toro. Mexicano bruto, abigotado, insensible, asesino. En él la caricatura es precisa. Pero el desdibujo comienza por la gran jefa (Salma Hayek). Más la música de Chespirito como contrapunto a la violencia. Hay algo allí que no termina de funcionar. Que acerca a Salvajes al clima que tuviera Asesinos por naturaleza pero sin la consistencia suficiente. Como si de un mamarracho se tratase, en donde los apuntes críticos no terminan de cuajar con una puesta en escena que, por no animarse a ser de una política incorrecta plena, se vuelve imprecisa. A medio camino. Pero lo suficientemente lejos de la perorata discursiva. No es poco.