Entre las grietas del tiempo ido En el cuento "La guadaña" Ray Bradbury daba cuenta acerca de cómo el personaje quedaba atrapado, enmarañado, desde el simple acto de segar trigo, en algo más, de claridad difusa, inevitable. Allí la consecuencia, el descubrimiento, lo que no podía ser más que de esa sola manera. Todo lo que hubo de suceder se revelaba como condición necesaria para un último golpe de guadaña inocente, el primero ahora de todos lo que por siempre habrían de sobrevenir. En Historias que sólo existen al ser recordadas se respira este mismo aire de lugar a ocupar, de situación que se desvanece, inasible, apenas perceptible. El ojo de la cámara fotográfica de la joven Rita (Lisa Fávero) podrá captar lo que ya casi nadie recuerda. La memoria se desvanece, se deshace, y la cámara de fotos se apresura a atrapar lo que apenas puede, metamorfoseando pálidos contornos y arrugas en grietas de paredes todavía más viejas. Esa fusión entre la avejentada Madalena (Sonia Guedes) y el blanco fantasma de la pared es esencia de la película. Uno se impregna en el otro, como si de -justamente- un proceso fotoquímico se tratase. El hacer fotográfico de Rita opera como develamiento y nexo entre estas generaciones apartadas en el tiempo, unidas en un mismo devenir, demarcado por el pan de la mañana, el café triturado, la misa repetida, la comida a horario. Acontecimientos reiterados pero, más aún, una miríada de detalles pequeños, todos necesarios para cumplimentar el ritual de siempre. La caja espectral fotográfica de Rita se asemeja, en este sentido, también y mucho a la del alter ego de Manoel de Oliveira en El extraño caso de Angélica (2010), con los suficientes ecos de Saramago que repiten sus estertores entre los habitantes pocos y muy viejos de este pueblito que se niega a la muerte. Ahora bien, lo que sucede en este intersticio de tumba mal cerrada, de grieta de lápida, es la película misma. Desde allí, entonces, su poesía. Un sabor dulce y de café amargo habrá de acompañar al espectador en este recorrido, familiarmente extraño. Casi surreal -y por eso tan cercana al espíritu de Manoel de Oliveira-, Historias que sólo existen... es capaz de alternar o, mejor, trocar ensueño por pesadilla, al procrear climas cercanos a lo siniestro, entre roperos de ropa recién planchada luego de décadas de arrugas, a la luz de velas parpadeantes, en el tacto de las dedos ante la masa húmeda del pan, en el aguardiente sólo para hombres, desde el silencio que se escucha, más la batería de un celular que no tardará en gastar su batería fuera de época.
Lugares comunes con moraleja para todo público Cuando el "rebelde" Stacee Jaxx (Tom Cruise) culmina el film con la canción del otro "rebelde" (Diego Boneta), todo encastra justo y donde debe: el estadio está lleno, las generaciones se reconcilian, la cruzada fundamentalista de la esposa del alcalde (Catherine Zeta?Jones) se revela en su intimidad cursi, y la periodista de la revista de rock (de una pauta publicitaria tan obscena que, por sí sola, basta como síntoma de toda la película) revela a través de su "periodismo" el amor faltante en la vida de Jaxx: mucho sexo pero pocos hijos: la panza embarazada, entonces, como conclusión feliz. Ay. Nada, pero nada de droga. Sí mucho alcohol. Corrección política de la más hedionda, pero también consecuente con la mediocridad del cine norteamericano actual. Sólo adicciones legales de visión permitida pero, claro, con la premeditada redención, encarnada en un Stacee Jaxx que logra lo que nunca pudo --o no quiso-? Axl Rose. O, por lo menos, esto es apenas algo de la mucha lacra que La era del rock expone, con el telón de fondo de Los Angeles en unos almibarados y tarados años '80. Ella, niña bella y campesina (Julianne Hough), llega a la gran ciudad con sus sueños de groupie para conocer, desde el vamos, el peligro, el amor, y el "rock & roll" que emblematiza The Bourbon Club, reducto que trastabilla entre sus finanzas con el (muy) bueno de Alec Baldwin como su mentor (único rasgo a resaltar, porque Baldwin está en su mejor momento y porque se lo disfruta aún en un engendro como éste). Desde aquí las vicisitudes, que encuentran en la figura del afamado pero decadente Stacee Jaxx el ida y vuelta entre la prosperidad y el término de una época: tanto desde el momento crítico que El club Bourbon vive como desde lo que supone la irrupción del pop -?circa New Kids on the Block-? a la vuelta de la esquina. Ahora bien, y como si se tratara de un verdadero ajuste de cuentas, La era del rock "descarga" algo así como su batería de música rockera contra el artificio de los chicos de coreografías idiotas, pero mientras lo hace provoca un pastiche musical que conjuga mucha de la buena --y mala-? música de años atrás en un ejercicio digno de Glee o High School Musical. Nunca el rock fue tan pop, o nunca el pop fue tan rock. De lo que se desprende un mamarracho de dimensiones considerables, moralistas, y funerarias del espíritu del rock. Tal vez, deba en verdad exponerse el acierto que el film pueda significar, en un clima de época en el que --quizás, siempre quizás-? el rock termine por caer también como su víctima. En este sentido, La era del rock es sentencia de muerte, regodeo de brillantina, victoria final sobre lo que el rock pudo haber sido porque, justamente, ya no lo es. Devenido ahora objeto de museo, La era del rock lo evoca desde los acordes vocales y educados de Tom Cruise. Doble ay.
Batman asciende pero sin categoría Cuando el momento cúlmine sucede, cuando el pueblo (¿una parte, todo, qué pueblo?) de Gótica parece definitivamente aliado tras el villano, de cara al enfrentamiento final con la policía, cuando todo indica que la balanza habrá de inclinarse de manera irreversible, ¡aparece Batman y descarga su artillería contra la gente! Ahora bien, se dirá que no es exactamente así, y que lo que Batman hace es disparar a un tanque (uno de los muchos que Bane le ha robado). Pero lo que sí es evidente es el pliego policial del murciélago, devenido agente del orden, guardián del status quo. En verdad, nada de ello llama la atención, hay dos películas previas ya preocupadas por apuntalar al personaje en esta dirección, desde una comprensión "filosófica" cuanto menos banal pero pretendidamente profunda, de resonancias yin/yang. Se dirá también que tal dualidad aparece desde los personajes, desde una mascarada compartida -Jim Gordon sabe que es mejor callar en beneficio del equilibrio-, pero lo que no podrá sostenerse es que tal planteo sea expresionista, turbador, melancólico, depresivo, poético. Nada hay más ajeno a este Batman que la noche de luna llena, los espectros de seres queridos, la queja existencial, la turbación psicológica. Viste su máscara cuando la seguridad lo requiere, carga con pecados ajenos como si de un murciélago santurrón se tratara, vive entre sombras porque lo que quiere -y logra- es salir a la luz. Nada de duelo entre los rincones oscuros del alma sino, antes bien, el esmero por lograr que la chica que le gusta sea su pareja para que deje de robar. Por si algo de todo esto no quedara suficientemente claro, el propio Batman habrá de explicar al espectador qué es lo que hace y para qué, con la valía de metáforas sosas ("cualquiera puede ser un héroe"), con el propósito de dejar un legado. En este sentido, el murciélago como símbolo al que recurrir cuando peligren otros vínculos, mayores, tales como la bandera o la canción patria del país. Hay una tergiversación ladina que este Batman expone, con las ideas diferentes -foráneas, revoltosas- como agentes del caos. La mujer gato sabrá darse cuenta de ello, y adquirir así una comprensión superadora de la mala o buena suerte de procedencia social: millonaria para Bruce Wayne, mísera para ella. La "tormenta" que su instinto felino dice inevitable habrá de develársele equívoca. Bane, allí, aparece entonces como estandarte al que disparar, con la suficiente sombra árabe detrás como para justificar el american way y cerrar, circularmente/bélicamente, la trilogía Batman del "visionario" Christopher Nolan.
Aventuras del dictador exótico Bienvenida sea la incorrección. No se trata de ninguna película que trascienda nada. Ni fronteras temporales ni relieve estético alguno. Pero es incorrecta. En este sentido, asimilable al desmadre que supusiera Borat (2006), con Kazakhstan como nación ofendida cuando, en todo caso, debiera haber sido la misma Estados Unidos quien se sintiera aludida. Tal como ocurre ahora en El dictador, nuevo peldaño de humor corrosivo de parte del británico Sacha Baron Cohen, quien pareciera comulgar entre su trayectoria de raigambre televisiva y las interpretaciones para otros realizadores como Tim Burton (Sweeney Todd), Martin Scorsese (La invención de Hugo Cabret), y Tom Hooper (Los miserables, de estreno previsto para este año). El dictador africano de Baron Cohen es una sumatoria de rasgos trillados, burlonamente reunidos, desde una corrosión que le sirve de pegamento. De nuevo, así como en Borat, no se trata ?solamente? de mirar con risa mal habida al extranjero, sino de disparar contra la pequeñez mental norteamericana. La caricatura del dictador Aladeen es confluencia de cómo Estados Unidos mira exóticamente a los líderes africanos/sudamericanos/árabes/etc. No importa confundirlos, son todos lo mismo, y basta para el caso la reflexión del agente de seguridad que John C. Reilly encarna, en uno de los varios cameos con los que el film se divierte. El asunto vendrá dado por una visita a la ONU, con el fin de mentir el potencial en armas de destrucción masiva de Aladeen. Una vez en suelo americano, comienza entonces el asunto "príncipe y mendigo", con el líder por fuera de su corona y el imberbe pastor como su reemplazo. Situación que, antes bien, habrá de emparentarse con la supuesta por El gran dictador (1940) de Charles Chaplin, referencia evidente que el film de Baron Cohen habrá de destilar en un discurso final donde la democracia ?a la que Chaplin hablara? será ahora trastocada ?¿o no?? desde una mirada lunática. Pero para ese momento cúlmine, grotesco, antes el ingreso de Aladeen al "modo de vida americano". Como un "refugiado", sin ropas ni alimentos, habrá de compartir trabajo con Zoey (Anna Faris), una enfervorizada militante de los derechos sociales y la vida natural. Si Aladeen significa un extremo burdo, sólo un contrapunto similar podía acompañarle. Es así que, desde un lado y otro, hombre y mujer habrán de lograr coincidir y disentir para, en última instancia, recuperar el trono usurpado o afeitar las axilas de ella. Hay muchos gags, desde una constitución prácticamente televisiva. Pero algunos son memorables, incorrectamente memorables. Sólo ver, o casi ver, cómo Zoey enseña a Aladeen a masturbarse ?con inclusión de imágenes de Forrest Gump? y a descubrir cómo su propia mano puede convertirse en vagina. En esos momentos de desmesura, inconexos, hay también algo de frescura y sí, por fin, mucho de incorrección cierta.
Hecho el hechizo, hecha la trampa Con una moraleja impropia de sus antecedentes, la película se plantea entre Miyazaki y Fantasía. Pero lo que logra no es más que un lugar residual, transido de magia Disney vieja, aquella que la propia Pixar supiera alguna vez reformular. El ocaso de Pixar o algo peor parece presagiar Valiente, título que, de hecho, poco dice -más aún, contradice- acerca de su heroína, niña princesa de ánimo iracundo, sin respeto al mandato familiar. Esto, claro, como premisa primera. Dado el desarrollo posterior y la conclusión de moraleja, lejos queda la provocación y muy abajo, justamente, la calidad -ya no- habitual de los films Pixar. Disney, imperio mediante, ha culminado por sumir la magia de las películas de la lamparita blanca, reducida ahora a la prédica del peligro de ser orgulloso, porque no vaya a ser que se termine por desnivelar el tablero sobre el cual las piezas de ajedrez mantienen su juego y equilibrio. Esta es la historia que la madre lega a la hija que "todavía" no entiende, y que luego será dicha por ésta, claro, a otros. Pero para llegar a ello, que no queda muy lejos del inicio mismo del film, primero la vitalidad de esta princesita pelirroja que se sabe arquera eficaz, que brinca demasiado, acomete pruebas peligrosas, y que detesta el sólo hecho de pensar que el futuro que le espera es ser como su madre. Aquí las desavenencias y el fragor de la bronca mayor cuando se le busque una parejita adecuada, conforme al equilibrio aludido, repartido entre los clanes de una vieja Escocia. Es así cómo Mérida buscará la ayuda de una bruja para el reverso de la situación, para que su madre y padre dejen de molestar, y para que pueda vivir su vida como diablos quiera. Qué bien y qué Pixar, de veras, la situación procurada. Pero una vez hecho el hechizo hecha la trampa. Lo que significa: simetría entre la bruja con Mérida y la película con el espectador. De esta manera lo visto pasa a ser excusa a partir de la cual enhebrar el buen mensaje, destinado a los niños y las niñas de todo el mundo. Horrible. La expresión justa, amalgamada, del vínculo fusión ya indistinto entre Disney/Pixar lo deja entrever la casucha misma de la bruja, de rostro y fisonomía tan parecidos a aquella que deambula por la bella El viaje de Chihiro (2001) de Hayao Miyazaki -fuente de respeto milenario para los factótums de Pixar-, capaz a su vez de esculpir histéricamente osos de madera así como de hechizar escobas para que hagan la limpieza. Entre Miyazaki y Fantasía dice así Valiente querer ubicarse. Quizás con un único hallazgo de diversión, comprendido en los trillizos pelirrojos, una puesta al día de aquellos sobrinitos alguna vez salvajes con los que el temperamental Pato Donald debía lidiar. Pero lo que Valiente logra no es más que un lugar residual, transido de magia Disney vieja, aquella que la propia Pixar supiera alguna vez reformular para ahora, aburrida y moralistamente, barrer de un plumazo.
Las voces que todavía susurran Habrá de ser inevitable el referir, aunque más no sea por cansancio, el "escándalo" que precede a Tierra de los padres, dada su no?inclusión en las ediciones del Festival de Cine de Mar del Plata y el Bafici. Sin ahondar más, y dado lo mucho que al respecto se ha escrito y/o dicho, sí destacar que, sea como sea, esto dice algo acerca de la película. Qué es lo que dice, no podrá señalarse de manera clara pero, seguramente, de entre tanto murmullo pueda vislumbrarse un apenas, un atisbo, alguna voz fantasma. Rumores o decires que, de hecho, sobrevuelan Tierra de los padres desde su puesta en escena, desde la quietud ?reveladamente mentirosa? que supone el cementerio de la Recoleta. Pero para ello, primero, el prólogo brutal, de imágenes documentales, de realismo, con la necesaria magia brusca que el cine tiene, como para actualizar episodios recientes, con sangre todavía caliente, con golpes recién soportados, con indignaciones candentes. Estruendo de himno nacional que callará ante el silencio, para luego escuchar la voz primera, de la niña. A partir de allí, ahora sí, la quietud que no es, la somnolencia, un cariz de duermevela. Es este estado semi?despierto, casi?muerto, todavía vivo, el que atravesará la hora y media restante del film de Nicolás Prividera, con tantas voces como próceres con tumbas de renombre. Un concierto polifónico que, dadas las aristas expuestas, olvidará de a poco la pluralidad de voces para develar odios profundos, mezclados con proyectos de gobierno, miradas partidarias, convencimientos ideológicos, más una democracia que no puede ni debe ?podrá pensarse? acallar estas voces de ciudad fantasma, de pueblo de muertos?vivos, de necrópolis que es alma cierta de un esqueleto de hormigón mayor. En este sentido, la película de Prividera interpela al espectador. El realizador ya lo hacía en M (2007), con la búsqueda en primera persona, de cara a la cámara, de la historia de su madre, Marta Sierra, desaparecida durante la última dictadura militar. Hay, por ello, una incomodidad adrede desde M y desde Tierra de los padres. Como si Prividera, obstinado, convencido, obligue a escuchar lo que los fantasmas dicen porque, sencillamente, es necesario que así sea. Espectadores que habrán de, en última instancia, pensarse como ciudadanos. Los planos son fijos, quietos, dejan al espectador depositar su mirada en una profundidad de campo plena, mientras la voz que lee revive al nombre de lápida, lo trae, a la vez que retrotrae a quien escucha y mira. Diálogo, así, que se entabla entre pasado y presente como único posible. Grandes estatuas, pequeños templos, toda una ciudad de muertos que tienen mucho que decir porque mucho han hecho. Fósiles de un ayer no lejano. Qué han hecho, qué más han dicho. Puntos suspensivos enormes, hiatos adrede, búsqueda que habrá de sobrellevarse desde tantos intereses como miradas de espectador Tierra de los padres provoque. Voces varias, insolentes algunas, odiosas otras, como un oasis pocas. Estas últimas entre las preferidas. Las que permiten recordar heridas, saber de sometimientos, para no perdonar lo que no se puede.
Aburridísimo y tonto Hombre Araña En procura de sistematizar al Hombre Araña dentro del cúmulo de films-personajes que la Marvel viene desarrollando con éxito, ahora entonces otro Hombre Araña que no es el que era aún cuando se trate del mismo de siempre. Más o menos así. Parece, entonces, que muy rápido trabaja la memoria residual y cinéfila norteamericana. Si el término "cinéfilo" es aquí utilizado sólo se justifica en relación al cineasta responsable de la trilogía previa (entre 2002 y 2007): Sam Raimi. Vale decir, si en Raimi persiste, y tan bien, el gesto hacia el cine B y el cómic de reminiscencias "offset" -lo que no es privativo de su Spiderman-, nada de esto hay en la nueva versión, realizada por un ignoto Marc Webb, cuyo único hallazgo debe ser la semántica de telaraña de su apellido. Nada de cinefilia y tampoco nada de cine. El nuevo Hombre Araña es un adolescente idiota (Andrew Garfield). Mira de reojo, no puede hablar correctamente, se mueve todo el tiempo, etc., a la vez que se supone es un niño de mente brillante y precoz. De hecho, los momentos donde Peter Parker es víctima del entorno -colegio, chicas, adultos- son, de veras, más idiotas. Lo que redobla tal bobería es el momento del contraste. Allí cuando, con los poderes obtenidos, Peter busque ridiculizar a quienes primero lo ridiculizaran. Todo esto a la manera de una serie televisiva destinada, en horario de merienda, a "teenagers". Tal la estima que hacia su propia adolescencia tiene el actual cine norteamericano, con la moraleja final obligada a cargo del siempre bueno tío Ben (aquí en la inútil interpretación de Martin Sheen, tan prescindible como la tía May de Sally Field. Sí, Sheen y Field. Han leído bien). El enemigo de turno es "El Lagarto", víctima de sus propias investigaciones y un brazo faltante (villano prometido, de hecho, por la saga de Raimi; motivo por el cual, el nuevo film no deja de oficiar como pseudosecuela). Hay un vínculo que une al Lagarto con el padre de Peter, así como con -el por ahora invisible- Norman Osborn (Duende Verde, némesis de Spiderman). El adolescente insoportable se inmiscuye en viejas anotaciones del padre, en investigaciones ajenas, le pica una araña radioactiva, y se zurce un traje a medida. Sale entonces a saltar por la ciudad, con efectos las más de las veces sin ingenio ni chispa, y con el habla afectada y propia del estereotipo adolescente más berreta. Eso sí, no hay Mary Jane, ahora hay Gwenn Stacy (Emma Stone), de una muerte legendaria dentro de los cómics tempranos de Stan Lee. Nada que amerite, en verdad y a excepción de sus piernas, las ganas de ver más. O nada que equivalga, claro, al primer beso "invertido", con máscara a medio quitar, entre el Spiderman cabeza abajo de Sam Raimi y la Mary Jane de Kirsten Dunst. Por último, y como no podía ser de otro modo, la reflexión y reversión adolescente "americana", donde los "niños malos" se arrepienten y dejan de golpear a los más débiles, inspirados ahora por la efigie del Hombre Araña. Otra estúpida película más. Y van...
El regreso del vampiro simpático Ha vuelto el gótico. Nada del otro mundo. Ninguna obra maestra. Pero sí a la altura de lo que se sabe es (y no ha sido) el cine de Tim Burton. Esto es: galería freak de almas en pena, atormentados seres de ultratumba, de muerte serena, miradas tristes, melancolía fúnebre. Allí, entonces, Edward Scissorhands, Ed Wood, Batman, El jinete sin cabeza, Sweeney Todd, Jack Skellington. Todos vestidos de una noche siempre negra, por fuera del ánimo torpe, tan ajeno a Burton, supuesto por Alicia y un aburrido País de Maravillas. Pero ahora, sí y por fin, Barnabas Collins. Otra vez a las fuentes. Con maldición y bruja de por medio. Mujer despechada que no perdona y hunde al objeto de su amor en siglos de confinamiento. Vuelto vampiro, Barnabas (Johnny Depp) despierta en plena década 1970, entre colores extraños a la herencia europea, en busca de la gran mansión donde residiera. Una gran M lo recibe y, si de Burton se trata, también entonces de Fritz Lang. "¡Mefistófeles!" dice el vampiro, ignorante de las hamburguesas que simboliza, así como ajeno al espíritu de sus cajitas felices. Ironía bienvenida. Que permite jugar de manera alterna referencias cruzadas con la época actual: "¿qué pensás del presidente?", "¿Y de la guerra?". Además de un cúmulo de hippies en trance de decadencia, menú por ello obligado para las fauces de este Nosferatu aggiornado. También los '70 porque es ésta la época de la serie televisiva de origen, realizada por Dan Curtis, artífice de aquella legendaria Trilogía del terror, con Karen Black siendo perseguida por un aborigen diminuto. El film de Burton decanta hacia la profusión del gag. Algunos más logrados. Otros menos. Pero con un encanto justo como para situarse dentro de su universo característico, donde otra vez la familia es lugar de desnivel, nido de víboras e hipocresía. En Beetlejuice se sentía un rasgo parecido. También porque habrá justicia poética. En este sentido, Barnabas es Drácula. Varios elementos dan cuenta de ello, y uno de manera muy especial, cariñosa. A descubrirlo. El amor está presente, así como su promesa eterna. También el sexo. Como quizás nunca antes Burton se lo permitiese. Y voluptuosamente. De todos modos, y por fin, la amalgama entre las sombras, el niño, la poesía: Pee-Wee, Edward Bloom, Charlie Bucket, y también Barnabas Collins. También su sobrino lejano. Y quizás la niña precoz, ya tan sinuosa. Sin olvidar por ello un pop por momentos de estruendo, tan clásico al plástico norteamericano como también consecuente con el contraste que significa ante la raigambre vampírica y su folklore. Allí también, y con gloria, momentos culmines de reminiscencias hammerianas y cormanianas: Usher, Poe, Vincent Price. Juntitos y dando cobijo a este vampiro simpático. Entre grietas de una gran mansión que comienza a tambalearse entre fuegos de agonía. A la espera, como de costumbre, del querido pantano.
Artes marciales al ritmo de música invisible Por esta película, por las hechas y las que vienen, es que Steven Soderbergh sigue como realizador irresistible, irritante, mejor, peor. Contagio fue soporífera. Erin Brokovich, de política correcta. Traffic, casi fascistoide. La trilogía La gran estafa, mero ejercicio de "estilo" (circa años '70 pero vacío, vacío). Un vaivén que, a veces, deja de lado la pura cáscara. Desde este criterio: Sexo, mentiras y video, el díptico sobre Che Guevara, la admirable Vengar la sangre, y el dúo compuesto por El desinformante y Confesiones de una prostituta de lujo, ambas muy buenas y muy raras para el "canon" -si es que hay algo así- hollywoodense. Si en aquélla el realizador daba pie protagónico a la actriz porno Sasha Grey, en La traición hace otro tanto con Gina Carano, experta en artes marciales y apenas protagonista secundaria en otra película. Carano es Mallory Kane, agente secreta, con funciones para el gobierno y privados, envuelta ahora en una trampa disfrazada de misión. Desde allí no más que decir, porque tampoco hay mucho por referir, a excepción -y aquí el sello soberberghiano- de la habilidad de montaje, con saltos temporales que desdibujan el "presente". Así como en la mayoría de su cine (menos Traffic, que por fascistoide es no casualmente la más lineal), hay una mezcla de piezas sueltas que de a poco cobran forma desde el espectador. Aquí desde maneras cinematográficas que remiten al presupuesto bajo, a una puesta en escena de tono realista, con cámaras móviles, peleas con golpes repentinos y sin montaje, que suceden durante el mismo plano donde se está tomando un café o cuando se ingresa en la habitación de hotel. Estas sorpresas son impacto al espectador y hacen creíble la sucesión de patadas y piñas, coreografiadas desde la posibilidad cierta que el arte marcial de la actriz expone. Verismo que se conjuga con un diseño sonoro diegético, sin intromisión musical, así como desde la ausencia de sangre que salpique. Casi como si de un baile se tratase, con una música invisible dada a partir de los golpes y el montaje. Pero todo este mirar, que el film provoca y tan bien, se escribe desde una historia tan mínima que, parece, termina también por recordarse como tal. La traición termina y no termina, y no se sabe muy bien si todo lo visto fue para filmar de una manera caprichosa y nada más. En este sentido, no deja de ser otro ejercicio de estilo. Con un eco pretendido como para resultar marginal, casi como las películas de artes marciales con las que más o menos se inscribe. Pero tal pretensión hace que, inevitablemente, se distinga de ellas tanto como Indiana Jones lo hacía de los serials de los '30 y '40. De todos modos, mejor este Soderbergh que otros films de prédica grandilocuente o mensajes de bienestar moral. No es poco, pero... a esperar entonces el estreno de Magic Mike y The Bitter Pill, la primera ya terminada, y la segunda casi a punto.
La angustia se mantiene impecable Alien ha instaurado una mitología de sostén propio. Con mayores o menores aciertos, lo que sigue y seguirá como lugar inamovible es el horror despierto por el engendro sin ojos pergeñado por H. R. Giger para el film de 1979. Películas e historietas posteriores, así como un merchandising de compañía, han provocado un lugar cultual alrededor del monstruo bio?mecánico y su película, cortesía de Ridley Scott, Dan O'Bannon, Moebius, Walter Hill, entre otros. La vuelta de Scott sobre su obra maestra (tan maestra como su Blade Runner, así como ambas tan cualitativamente lejanas de su cine posterior) no puede ser vista de manera superflua. Sea o no sea precuela, no importa. Lo cierto es que su clima, tipografía, grupo humano, puesta en escena, operan de modo simétrico al film aquél, con un crescendo agobiante de cara a la develación final -?o primera, tal la búsqueda divina de sus protagonistas-?. Es decir, Prometeo es pretendidamente otro film Alien. Y se suma a una estela de gritos vacíos que muestra aún su vigencia. Aquí la excusa estará en el viaje en el tiempo. Criogenizarse para llegar lejos en el espacio, al lugar último que dibujos y pinturas de civilizaciones antiguas indican. Rastrear una historia humana que es línea de tiempo, con el fin, quizás, de vencer su carácter unívoco. Alcanzar esa meta última para la respuesta a la pregunta primera. Un nido de recuerdos maquinales y antropomórficos da la bienvenida al contingente humano. Situación obligada, en este sentido, para la redecoración cinematográfica desde el prisma de pesadilla soñado por Giger. Entre la nave y este nido de cavernas habrá idas y vueltas, entradas y salidas que amenazan de manera progresiva. Nada más que decir sobre el argumento, pero sí sobre las caracterizaciones, acompañadas de la gelidez de Charlize Theron, la simpatía Peter O'Toole del androide de Michael Fassbender (cada vez más gran actor, tan cercano aquí al ánima Blade Runner), o las contradicciones entre fe y razón encarnadas por Noomi Rapace, arqueóloga del grupo. Los lugares comunes al mundo alien aparecerán otra vez, o por primera vez, dado el espíritu de precuela; es decir, la relación mujer/monstruo, madre/hijo, deseo/horror. Más un aire lovecraftiano que se respira y plasma de manera clara, tan afín al espíritu que guía a esta búsqueda de principios olvidados, colores imposibles y tentáculos sin océanos. No es ninguna obra maestra. También tiene sus tonterías habituales: argucias que justifican lo que sucederá, o hacer correr a los personajes para que la nave no se les caiga encima. Tal como se lee. Pero tiene la dignidad suficiente como para saber situarse dentro de un mismo esquema sígnico, respecto del cual la artesanía Giger ocupa su lugar central, inconmovible. Lugar nodal que hubo de provocarse, en última instancia, desde una película ya de culto. Hacia ella, todavía, habrá de volverse la vista. Tantas veces como sea necesario. Con una angustia que sigue impecable.