La construcción de la memoria Una de las muchas ilustraciones de las que se compone el imperdible MetaMaus, de Art Spiegelman (sobre su historieta maestra, la única capaz -según Serge Daney- de hacer lo que ninguna película logró: retratar el horror), se titula "El pasado se cierne sobre el futuro". Una litografía donde padre e hijo ratones -convención gráfica para emular los judíos- juegan en el living, con un muñeco de Mickey Mouse, trencito, televisor, mientras un gatito descansa sobre el sillón y unas sombras enormes de ratones ahorcados son proyectadas sobre la pared de fondo. La transición generacional, histórica, es admirable. El pasado en las espaldas. Y el porvenir entre trencito y gatito (guiño gráfico a la convención animal que toca a los alemanes en Maus, amén de lo que significa el tren). En el medio, un padre que cuida a la hija e hilvana una historia porque, necesariamente, lega. Dolor compartido y, de nuevo, Maus como obra extraordinaria al respecto. La cita viene a cuento porque, casualmente, el libro referido es reciente y coincide con el estreno en Rosario de El árbol de la muralla. Entre sus páginas y la película de Tomás Lipgot se enhebra un sentimiento afín, de sensibilidad compartida. Si para Spiegelman el móvil serán las memorias de Vladek, su padre; para Lipgot el vínculo estará en Jack Fuchs, otro padre: ambos, sobrevivientes de Auschwitz. También porque en esa imagen que media -entre las sombras de muerte y la hija- hay una responsabilidad que se cifra en el acto de contar. Decir para cuidar a quien viene después, como testigo de una memoria que habrá de volver a decirse. Podrían destacarse momentos donde, justamente, el decir de Fuchs más impacta. Ninguno como su "ahora puedo morir", luego de sobrevivir a Auschwitz. Ahora puedo morir porque ahora tengo una vida donde, porque de eso se trata, morir. Hay una condición humana recuperada. Y si bien todo esto es consecuencia del pensamiento y predisposición de palabra de Jack Fuchs -vida plena, de 88 años- también lo es desde la organización audiovisual de Lipgot, lo que es decir, desde la puesta en escena de la película. En este sentido, Fuchs es inevitablemente personaje de Lipgot, y Lipgot sabe muy bien quién es Fuchs porque la sensibilidad permanece, se respeta, se escucha. Hay diálogos, hay momentos cotidianos, hay situaciones de humor, hay animaciones: allí donde lo referido no puede ser mostrado porque ¿cuál sería la imagen, cuál la palabra, que puedan apresar el horror? (Curiosamente, la elección del dibujo devuelve esta nota a la historieta que Maus es. También con dosis de humor, también con la complejidad suficiente como para dejar de lado los lugares comunes y la corrección política.) El árbol de la muralla es una construcción sobre la memoria. Lo ha señalado el director a este diario. Y se comprueba porque basta con ser lo que la película pide: espectador. Mirar y escuchar. Luego decir sobre lo visto y oído. Así siempre.
Flechas, dinero, silla de ruedas "Érase una vez..." dice la pantalla, pero el cuento de hadas ya no es lo que era. Aún cuando la imagen devuelva un primer trazo infantil, idílico, de familia. Rápidamente el viraje. Y la acción desplazada al arenero de plaza, con una mujer -otra madre- en vínculo telefónico, con órdenes precisas, para dejar el paquete con dinero, y formalizar el trato con la misteriosa Rosario. Rosario mata hombres que maltratan mujeres. Algo que no se sabrá formalmente hasta dejar que la película avance. Porque, nada mejor, dejar que el personaje se construya de a poco, en interacción con lo que ocurre, desde la participación del espectador. Lo mismo, en este sentido, ante la pluralidad femenina de Rosario; a saber: Florencia Raggi, Brenda Gandini, María Dupláa, Liz Solari. Cuatro intérpretes para un mismo personaje, pero no para un mismo rol. Cada una, en este sentido, desde un aparecer puntual, que antes que sugerir un fácil "trastorno de identidad" es espejo deforme con el cual interactúan los demás. Así, Rosario será una u otra en función de quién la mire. El abanico de la situación se despliega, argumentalmente, desde María (Ana Celentano), mujer de dinero y en silla de ruedas, que paga la fianza de Rosario para cumplir a través de ella su cometido: matar de a poco a su ex?marido (Rafael Ferro). Rosario se inmiscuye, a partir de allí, en la vida de Rodrigo, de su nueva esposa (Juana Viale), en su amor por los caballos, y el secreto de un Torino bañado de tierra. Como siempre, nada es lo que parece y nada mejor que dejar que el juego de espejos refracte de maneras imprevistas. El delineado del mundo femenino que Mala propone es duro, inasible, fluctuante; cercano casi al que solía proponer Daniel Tinayre, con la cita que parece significar la María de Ana Celentano respecto de Tita Merello en Deshonra (1952). Son mujeres calcinadas de dolor, imparables, con ánimo sanguinario, pasión sexual perversa. Pero, como melodrama histérico, de cadencia noir, en Mala nadie es tan cristalino, nada es tan fácil de suponer, y ninguna familia o sus partes integrantes significan promesa de bienaventuranza. Todo ángel está, por eso, siempre a punto de caer.
Sobre la persistencia de un recuerdo Hay obsesiones o aguijones que persisten. Es lo que deja entrever José Luis García al desempolvar imágenes en Vhs de un fortuito viaje a Corea del Norte en 1989. La casualidad quiso que él estuviese allí, sin ser periodista ni militante, en el estertor que significara uno de los últimos festejos megalómanos del comunismo; y para ser testigo de la presencia impactante de Im Su-kyong, la joven estudiante surcoreana que desafiara la tan temida frontera, al decidir cruzarla a pie para volver a su hogar. El hecho fue noticia internacional, y los videos -refiere el realizador- le acompañaron a pesar de divorcio, mudanzas, y viajes por varios países. De esta manera, La chica del sur es película sobre la activista coreana, pero también historia particular de García. Para recordarla a ella tiene el director que recordarse primero. La textura del Vhs ya tiene impronta ganada en cuanto a paso del tiempo, y éste es rasgo semántico que García aprovecha. Su voz en off es otro dato, fundamental, puesto que señala desde el ahora. El montaje permite, así, una puesta en escena que contextualiza, presenta personajes, abre incógnitas, y se resuelve narrativamente. Lo que equivale a distinguir un ejercicio de cine admirable. Hay capacidad para la síntesis (la exposición conflictiva de Corea, el papel que hubo de jugar Im Su-kyong) y para la puesta en juego de una complejidad necesaria, con interrogantes hacia el espectador. Porque bien podría pensarse en ¿qué es lo que lleva a un realizador argentino a interesarse por un personaje coreano? Quizás la película anida en esta pregunta, además de todo lo que concierne a la mujer en cuestión, personaje fascinante. Décadas después, investigación virtual mediante, García logra contactar a Im Su-kyong y establece agenda para una entrevista personal. El derrotero en Corea del Sur es toda una película dentro de la película. Con la incógnita que supone el paso del tiempo en la estudiante que supo ser bautizada como "la flor de la reunificación". Primero, a destacar, la sorpresa que en ella provoca el conocimiento sobre su persona; segundo, la develación -nunca completa, allí lo mejor- que de ella se provoca: inasible, seductora, odiosa, amable, iracunda. Todo un desconcierto. Junto a los testimonios recopilados apenas entre transeúntes, que parecen esquivar sus propias ideas sobre la otrora "flor", por temor -parece- a despertar fantasmas viejos. Lo que surge es un sabor a desazón, a oportunidad histórica perdida, a resabio agridulce, con el tiempo como anestesia bienvenida. En algún momento, entre las frases que el montaje permite escuchar, es García quien dice de sí ser un director "absolutamente independiente". Algo similar se deduce de la conflictiva Im Su-kyong.
Una artesanal caza del terrorista Aún cuando se hayan suscitado discusiones alrededor de las torturas contenidas en La noche más oscura, lo cierto también es que su retrato de la violencia escandaliza en un nivel más profundo. Tal vez remitido a la institucionalización que de su uso el film hace, donde el resultado obtenido -la resolución dramática- será consecuencia de un hacer necesario, más o menos violento, según corresponda. La noche más oscura no sólo es la puesta en escena de la caza de Osama bin Laden, sino un segundo capítulo para la prédica de progresismo tibio de la oscarizada Kathryn Bigelow. Con Vivir al límite (2008), el retrato de un desactivador de bombas en Irak se disfrazaba de preocupación para glorificar la necesidad del héroe: psicópata o no, héroe al fin. Ahora, los cowboys son más y nunca mejor retratados que durante el operativo final para dar con el jefe terrorista, para el cual los 120 primeros minutos nos preparan. Héroes de uniforme, multi armados, que son también correlato del torturador astuto, que sabe vestir de traje, con chistes intelectuales (Jason Clark): capaz de (casi) ahogar al prisionero, patearlo, trompearlo, sangrarlo, jugar con monitos, y entender el significado del término "tautología". Señalar que el desarrollo del film responde a un ordenamiento secuencial preciso, precedido de subtítulos, con una construcción de personajes desde puntos suspensivos, con incorporación de grabaciones reales, de gradación dramática pausada, hasta una concreción última con dosis bélicas, de terror, casi ciencia ficción, no significa para este cronista estar en presencia de un gran film. Antes bien, y sin deshacer el nexo entre forma e ideología, La noche más oscura es un canto guerrero, de armonía norteamericana, con notas de "corrección política", ladrado hacia los cuatro vientos. Habrá lugar para el repaso histórico y la necesidad de la acción, desde Bush a Obama: el primero desde alguna mención irónica a las armas nucleares fantasmas, el segundo desde la atención a su discurso de la no?tortura. En el medio, sujeta a los vaivenes políticos, la CIA y el comportamiento ejemplar de Maya (Jessica Chastain), eje del relato, responsable del descubrimiento y ajusticiamiento de bin Laden. Pero la mirada "crítica" hacia el funcionamiento de la CIA no significa su invalidación, sino una observación de burocracia inmanente. En donde puede que se requiera de medios difíciles, de muertes, abordados desde un fuera de campo impreciso: Guantánamo existe desde su pronunciación casual, así como ninguna bala "equivocada" será disparada por los soldados. El film de Bigelow aplasta a otros, los ignora: desde Fahrenheit 9/11 de Michael Moore, hasta Samarra (Redacted) de Brian De Palma, pasando por la sensibilidad justa de Vuelo 93, de Paul Greengrass. Cumple, de esta manera, un derrotero ya alertado intelectualmente, ahora con un ejemplo histórico: la muerte de un enemigo del Imperio presentada desde, primero, el rostro del presidente de Estados Unidos; segundo, desde el diseño de un film digital simulado; tercero, desde una película con nominaciones al Oscar.
Sangre muy roja y bien spaghetti En un registro capaz de emular el western italiano y la mirada crítica sobre Estados Unidos y los negros en el siglo XIX, el director despliega un cine de cinefilia, con diálogos prolongados y acción rojísima. ¿Quién puede acordarse del italiano Sergio Corbucci sino Tarantino? En verdad, la pregunta tiene respuesta y alternativa: el cineasta Alex Cox (Repo Man, Sid & Nancy) ha dedicado al spaghetti western una oda literaria imperdible: 10.000 formas de morir (Fan Ediciones, 2011), donde detiene la mirada en Django (1966) y explica su "cruel nivel de violencia surrealista", así como "el simbolismo religioso del héroe con las manos heridas situando el enfrentamiento final en un cementerio". Fue el gran protagónico para Franco Nero, descubierto en esta película, a la par de su antológica imagen de ataúd con metralleta. Un montón de problemas con la censura inglesa, molesta por el tono anticlerical, acompañaron el film de Corbucci junto a una difusa circulación por Estados Unidos, merced -parece- al retrato del Ku Klux Klan. Entonces, ¿cómo no generar también un clima convulso con Django sin cadenas? Logrado esto -y siendo Django uno de los personajes más veces revisitados por el cine- hay una tecla justa que Tarantino pulsa. Que comunica con una esencia, digamos, "corbucciana" en consonancia con las maneras cinematográficas del propio director. Porque el Django de Tarantino tiene lazo de continuidad con Bastardos sin gloria (2009) y su despiole histórico, que tanto ha alterado a muchos: si en aquélla se acribillaba a Hitler, aquí se ajusticia a los esclavistas. Mixtura delirante que, atención, nunca traiciona al cine. ¿Por qué? En Bastardos sin gloria no hay una sola referencia cinematográfica -dicha, mostrada, o aludida desde la narrativa- que no sea cierta, que no respete el momento histórico y que no exprese, por ello, el parecer de Tarantino: el cine nazi de Leni Riefenstahl, el colaboracionismo de Emil Jannings, la admiración por Henri-Georges Clouzot. En Django sin cadenas no sólo se asiste a la puesta al día -melancólica, postmoderna- del spaghetti western ("Amo la manera de contar de estas películas", refirió el director) sino su asunción como manera de entender el mundo o, lo que es lo mismo, el cine. Es decir, no se trata solamente de "copiar" recursos, resoluciones, vistas en tantas películas que Tarantino disfruta, sino de asumir lo que significan, de entramar un discurso. En este sentido, observar el proto?Ku Klux Klan que en su Django el cineasta delinea es también espejar la construcción del encuadre desde David Griffith y El nacimiento de una nación (1915), película fundacional para el cine así como celebradora de la primacía blanca. Con la diferencia de que en Django sin cadenas el KKK no será heroico sino, palabra del film, "cobarde", sumiso a sus esposas, ridiculizado. Por las dudas, hay que recordar que la nueva película de Tarantino propone un Django negro (Jamie Foxx), esclavo liberto con una venganza que cumplir (nudo del cine de Corbucci). Su compañero de andanzas es el doctor King Schultz (Christoph Waltz), falso dentista en quien se esconde un caza recompensas taimado, que encuentra en el esclavo la posibilidad de identificar a varios forajidos. A partir de allí, el acuerdo para la ayuda con Django, el rescate de su esposa, los ajustes de cuentas. En medio de ello, el cruce al que obliga la figura de Calvin Candie, un adicto a los mandingos (referencia obligada, aquí, hacia la película Mandingo, 1975, de Richard Fleischer) que Leonardo DiCaprio interpreta con finura grosera, de dientes manchados de tabaco. En él se cifran, así como en el notable Christophe Waltz, muchos de los diálogos casi interminables del film. Que han encontrado en el cine de Tarantino una suspensión temporal rara, demasiada, que anuncia un efecto estallido que duración corta. Cuando la explosión aparece, los cuerpos revientan como bolsas de tomate, con sonidos semejantes. Tan delirantes como el soplido sonoro que acompaña cada zoom de la cámara, tan frecuentes en aquellos westerns. La película es violenta, pero desde la referencia hacia un verosímil de sangre imposible, cowboys interminables, balaceras dementes; en cuanto al segundo término, podrá argüirse con razón que una película no es "B" ni "spaghetti" si lo que hace es emular aquellas formas, consecuentes con un contexto irrepetible. Pero, a esta altura, en Tarantino hay una obra dentro de la cual su Django sin cadenas es un eslabón más, acorde con una época distinta, y en la cual cada vez más brilla, capaz como es de abordar -desde el rejunte, la mixtura, la cinefilia- el cine noir, el surf, las artes marciales, el blacksplotation, la guerra, el western. Su violencia es, ahora sí -antes quizás ambigua- nada ingenua, encarnada en la figura de un héroe oscuro, que sabe muy bien "cómo son los norteamericanos". La música, que pasa por Luis Bacalov (Django), Franco Micalizzi (Trinity) y, por supuesto, Ennio Morricone, incluye una composición original de este último, notable músico. En suma, un disfrute que contagia porque quien ha disfrutado con cada encuadre, transición entre toma y toma, y salpicaduras de sangre, ha sido el propio director.
El reencuentro con la aventura de otros tiempos El relato paralelo inicial marca indicios, provoca incertidumbre, expectativas, de cara al encuentro entre quien sale de la cárcel (Al Pacino) y quien va a recibirle (Christopher Walken). Dos ¿amigos? que se confunden en un abrazo raro, forzado, o como dirán ellos mismos, "extraño". Qué es lo que esconden, cuál el pasado que los vincula, qué les ha separado, será motivo para proseguir con la atención predispuesta. Porque el sólo hecho de reparar en estos gestos pequeños, de dos intérpretes como Walken (que interpreta a Doc) y Pacino (como Val), ya es buena manera de recibir al espectador. Hay un encargo de por medio ?-que aquí no se revelará?-, bisagra entre la obediencia a la orden impartida y el recuerdo de los buenos viejos tiempos. Han pasado veintiocho años de estadía en la cárcel. Muchas cosas han sucedido paredes afuera para el viejo de Val. Pero el recibimiento en el sofá/cama del apartamento de paredes grises de Doc, amontonado y sin más vida que unos cuadros de amanecer, no marca demasiada ruptura. Uno estuvo entre rejas, pero el otro sin más que la rutina del día a día. Y hay un tercero: Hirsch (Alan Arkin) es quien descansa sonámbulo en un sueño eterno de geriátrico, con respirador adosado. Cuando ve llegar a sus antiguos camaradas, sabe que vienen a rescatarle para que, ahora sí, la aventura reinicie. En este sentido, no sólo se celebra el disfrute de a poquito mayor con el que los personajes se sumergen en lo que siempre han hecho -?bandidos de armas tomar, con códigos internalizados-?, sino también con la forma que la película tiene de inyectar al espectador adrenalina justa: tanto desde el viagra consumido impulsivamente como desde el acelerar veloz del auto robado. Pero, eso sí, sin golpes de efecto que hagan olvidar que lo que se está viendo es, justamente, una historia de tres amigos, por lo menos, melancólicos. En esta travesía habrá lugar, entonces, para un juego de engaño suficiente al espectador. Hay una hora señalada, y es en virtud del avanzar del reloj cómo el argumento deviene. En una noche/día que, mientras sea el primero de los casos, podrá durar tanto como se quiera, pero que invariablemente se trastoca cuando el sol aparece. Tanto como para explicar qué es lo que hace una empleada de bar sin haber conciliado sueño. Como así también para devolver la atención a los cuadros con color de amanecer que Doc gusta de pintar. Persecuciones, entierros, balas, aire western, amores perdidos, chicas alegres, para el reencuentro feliz de estos bandoleros que gustan de repetir sus frases muletilla, conscientes de que el tiempo puede haber pasado pero sin haberse llevado las ganas de vivirlo como se quiso.
De extraordinario más bien poco En algún momento más o menos inmediato, las que aparecen son las ganas de que -de una buena vez- comience la aventura. Es decir, ¿para cuándo el momento donde niño y tigre comparten un bote en alta mar? Porque para ello, primero, toda una moralina religiosa con la que condimentar. También en el desenlace. ¿Entonces? Entonces lo acostumbrado. Una historia extraordinaria se asemeja a un cuento bíblico para niños y niñas. Con un héroe indio que, luego de caminar en la búsqueda de tantas religiones como sea posible, habrá de sobrevivir a una experiencia que le permita precisar que todas estas religiones son, justamente, posibles por necesarias. Y él las practicará a todas. En otras palabras, corrección política y de a montones. Es decir, once nominaciones para el próximo premio Oscar. En el medio de tanta palabrería, la travesía. Plasmada desde un 3D de asombro, plena de situaciones terribles como bellas. Hay momentos muy azules. Otros verdes. También nocturnos. Con el Pacífico como gran escenario, ilimitado, feroz, capaz de engullir una embarcación completa, así como de guardar en su seno la magnificencia de una ballena, la dentellada de tiburones, la coreografía de delfines, un aluvión de peces voladores. Todo esto como consecuencia del naufragio del viaje donde el joven Pi junto a su familia abandonan India para una nueva vida, con todos los animales del viejo zoo del padre abordo. De toda la tripulación, sólo Pi y el tigre sobreviven. La embarcación es pequeña y el hambre es mutua. Cada uno buscará marcar su territorio, a la vez que encontrar maneras de sobrevivir. Para culminar en un final "sorpresa" donde todo termina bien porque hay una familia construida.
Recorrido previsible y sin fisuras Hay veces en las que el mero hecho de citar un nombre provoca ganas de cine. Es decir, un film sobre Bob Marley no puede resultar indiferente a quienes gusten del músico. De manera tal que la expectativa viene sola, está dada de antemano. Y si lo que se promete es documentar su vida, aparecen también la posibilidad de exhumar material de archivo, de ver testimonios de primera mano, de asistir a un retrato siglo XXI acerca de alguien que ayudara a definir, justamente, el siglo precedente. Todo esto está en Marley, título rápidamente elegido para la película del escocés Kevin Macdonald (El último rey de Escocia), pero lo que no está o quedó por el camino son las ganas de cine. Por eso, y en síntesis, Marley es de una previsibilidad mayúscula. Algo que se intuye desde su mismo inicio porque, en tanto comienzo, elige el principio de la historia a narrar. De allí en más, un devenir cronológico inevitable, que pareciera dar razón a la manera con la que André Bazin supiera definir a la muerte: la victoria del tiempo. Si la muerte es la victoria del tiempo, el cine es su transgresión. En la también reciente George Harrison: Living in the Material World, que Martin Scorsese realizara para la televisión, se asiste a un rompecabezas temporal que desarma, rearma, hace confluir, mientras permite al espectador completar con sus saberes o también intuir. Nada de esto en Marley sino, antes bien, una explicación de manual para seguir carrera y vida del gran músico jamaiquino. (Sin olvidar que el propio Scorsese, a partir de diferencias de contrato, se bajó de este proyecto) Para ello, un desfile de bustos parlantes comparece con sus datos y experiencias de manera ordenada ante la cámara. Y cuando aparecen cuestiones más urticantes -caso Peter Tosh, las desavenencias y diferencias de criterio comercial, también espiritual- sólo se las menciona como datos al pie, sin necesidad de profundizar. Como pastillas de color que no quitan progresión musical a unos Wailers que rápidamente encuentran reformulaciones desde el sostén intocable de Marley. Y la música, que llena la pantalla y hace de este viaje algo con ganas de ser revivido. Hay grabaciones primerizas, otras matutinas (momento en el que a Marley le gustaba componer), siempre al compás de la marihuana primera, capaz de relajar lo suficiente como para hacer música. Claro que a la película bien le habría venido un poco más de este humo particular.
Sobre los pobres éxitos de taquilla El Hobbit promete alcanzar o superar el éxito de El Señor de los Anillos. Demasiado dinero, muchos espectadores, y un mismo cine cada vez más lejano. En la misma dirección que las secuelas, precuelas y remakes de todo tipo a las que hoy recurre la industria. ¿Por qué otra trilogía sobre El Señor de los Anillos? O también, con otros ejemplos: Dustin Hoffman elije producir una serie propia (Luck, ya cancelada) ante la pobreza cinematográfica, el zapping del domingo deja entrever al actor Peter Coyote (notable en Perversa luna de hiel, de Polanski) como partenaire en una secuela execrable de Dr. Dolittle y sus animales parlantes, Tim Robbins acusa al cine norteamericano de adolescente y falto de propuestas, el realizador australiano John Hillcoat no puede creer que el Batman de Nolan sea la maravilla que la crítica pretende (y rememora, para ello, la propia historia magnífica del cine de EE.UU.) a la par de sus complicaciones para realizar Los ilegales (pendiente de estreno en Rosario), las series televisivas hace bastante que han ganado la partida desde una articulación y reformulación inagotable de los géneros (antes) cinematográficos... Lo último es curioso. El teórico Angel Faretta señala que la televisión fue creada para enfrentar al cine. Hoy podría decirse que el cine ha perdido la batalla y que la televisión, para ganarla, hubo de deglutir lo mejor de Hollywood. De todas maneras, sea buena o mala, la televisión es siempre televisión, nunca cine. Al cine se lo ve en el cine, sin pausas, rebobinados, espacios publicitarios, ni teléfonos hogareños (aún cuando muchos prefieran entorpecer el disfrute al contestar su celular). ¿Qué es lo que hoy en el cine se ve? En términos de propuestas de Hollywood, poco, nada, o más de lo mismo. Vale decir, películas pensadas para, justamente, personas que gustan de atender su teléfono celular. (A propósito, se habla de cifra histórica en la cantidad de espectadores rosarinos; pero lo que no se dice es cuánto dinero hay que pagar por una entrada. Es decir, ¿quiénes son los que hoy pueden ir al cine? Respuesta: los que gustan de ir con sus telefonitos celulares. Ellos son la cifra histórica). Todo esto como corolario, o reacción apenas, de lo que significa este Señor de los Anillos remozado. Otra trilogía más. ¿Qué necesidad? ¿Monetaria? Pero Hollywood siempre fue comercial, de manera tal que no sería explicación suficiente. ¿Incapacidad cinéfila/cinematográfica? Tal vez, si es que se puntualiza en la figura que ha hecho a Hollywood posible: el productor. Según Godard, los productores siempre fueron rufianes, pero sabían de cine. Hoy, devenidos empresarios, sólo persiguen números. Además, la incapacidad fílmica no sería tal si se vuelve sobre el talento admirable que despliegan series televisivas como Boardwalk Empire, The Walking Dead, Mad Men, Fringe, entre otras. Pero, se decía, esto es televisión, aún cuando varias de estas series estén hábilmente atravesadas por gente de cine. Lo que equivale a señalar que el cine ha sido y seguirá siendo matriz para el despliegue audiovisual actual y potencial. De lo que aquí se habla, eso sí, es de Hollywood. O también: de la muerte de Hollywood. Porque Hollywood y su cine han sido. Ya no más, sino sólo estertores que rubrican su muerte. Cuando aparece algún film digno de atención -Drive, de Winding Refn; Los ilegales, de Hillcoat- lo es por rememorar aquello que Hollywood fue y, justamente, ya no es. Si antes era tiempo de héroes y antihéroes, ahora lo es de superhéroes. No habrá de quedar historieta ni poder mágico que filmar y explotar. Aunque no desde la mixtura de lenguajes o la reflexión de un medio sobre otro, sino desde la apabullante pantalla 3D, los efectos digitales, las explosiones sonoras, el entretenimiento interminable y, las más de las veces, desde una lectura reaccionaria y repudiable. Nada de lo dicho es novedoso, demasiado fue filosóficamente alertado así como ahora corroborado. ¿Pero qué tiene que ver esto con El Hobbit? Todo. Es decir, Peter Jackson fue, alguna vez, un gran director de cine. De películas modestas, independientes, irreverentes, y también desagradables. El gusto por el gore, por la violencia y la diversión, terminaron por llevarle a un primer idilio de gran producción contenido en dos películas: una muy buena, Muertos de miedo; la otra excelente, Criaturas celestiales. Hasta que llegó la posibilidad de filmar a Tolkien y allí cambió todo. Oscars, montajes distintos para la exhibición comercial y el dvd, niño mimado de la industria, etc. King Kong no tuvo la misma repercusión y Desde mi cielo fue, por lo menos, pudorosa en grado extremo, a la vez que constataba un cine personal ya irrecuperable. Que Jackson deba filmar otra vez a Tolkien conduce al inicio de esta nota. ¿Qué necesidad? ¿Monetaria? ¿Incapacidad fílmica? ¿Otra vez tres películas de tres horas? ¿Concebidas desde un librito para niños legible en apenas media tarde? En todo caso, basta con situar esta nueva trilogía dentro de lo que cinematográficamente Hollywood hoy es (porque, como se señaló, ya no es): una nueva trilogía de La guerra de las galaxias en camino, secuelas para todas las películas con superhéroes, vampiros eunucos y seriados (Amanecer, Crepúsculo...), remakes de películas no?norteamericanas de éxito probado, catarata de películas de animación digital, y una adoración por la tecnología y sus avances que ya es defunción para el viejo celuloide. Este último aspecto supo ser referido por Martin Scorsese en su recorrido centenario sobre el cine norteamericano: A Personal Journey Throug American Movies (1995). Allí el gran realizador auguraba un camino de desarrollo fílmico/tecnológico imprevisto, con la referencia puesta en el cine de Kubrick. Pero la fórmula se ha dado vuelta y es hoy la tecnología la que dicta sentencia. El cine ha sido supeditado, y por eso también fulminado. Nada de apocalipsis en esto, sino sólo una lectura inmediata, con excepciones varias, pero con la certeza de que La invención de Hugo Cabret no deja de ser testimonio melancólico de lo que Hollywood ya no es. Seguramente se seguirán haciendo películas muy buenas pero nunca más -¿quizás sí?- desde Hollywood porque Hollywood, simplemente, ha dejado de ser. El ser es esencia y es ella la que cambió. Como un corazón que sabe cómo latir al compás del vaivén económico, "Hollywood" hoy privilegia a ese espectador que gusta de atender su teléfono celular. El mismo que se jacta de un récord histórico.
Un caleidoscopio llamado La Habana Las ciudades en el cine son y se construyen. Son lo que dicen ser pero también como resultado de un montaje. ¿Cómo es esta Habana? Es inasible, es de raíces negras, de música y cine, es política, pobre, pagana y cristiana. Es un laberinto. Lo que atrae a este cronista, para no recaer en la disparidad usual de propuestas similares -esto es: films corales con un eje que, si bien demarcado, dispara de maneras imprevistas, sin nexo claro entre las distintas unidades, a la manera de un caleidoscopio que puede resultar feliz o descolorido- es la manera de mirar. Es decir, qué sucede cuando esta mirada viene dada desde lugares varios, imprevistos. La plasmación de ciudades cinematográficas es un itinerario que atrapa, que hace perder al espectador por sus calles, que abre ventanas al mundo pero también a la sensibilidad fílmica. En otras palabras: las ciudades en el cine son y se construyen. Son lo que dicen ser pero también como resultado de un montaje, con sus planos cinematográficos dispuestos a la manera de ladrillos de rompecabezas, con edificios, calles y casas, más el ir y venir citadino. Entonces, ¿cómo filmar una ciudad sin, a la vez, construirla? Es más, la mejor película sobre París nunca tocó suelo francés, la filmó Vincente Minnelli en la MGM: Un americano en París (1951). Hay una imbricación confundible, bienvenida. Más todavía si las miradas arquitectónico-fílmicas que participan son variadas, de latitudes distintas. Porque, aquí otro ejemplo, una de las mejores películas sobre/con Buenos Aires -Happy Together (1997)- la hizo un chino: Wong Kar Wai. En cuanto a La Habana y sus siete días con siete realizadores distintos, el caleidoscopio resultante conoce un derrotero que, felizmente, escapa a la tarjeta postal, a las imágenes previsibles. Cada cortometraje un día, pero también un mundo en sí mismo, que dispara hacia poéticas particulares que culminan por enhebrar una Habana imprevista. ¿Y cómo es esta Habana? Es inasible, es de raíces negras, es de música y de cine, es política, es pobre, es pagana y es cristiana, es un laberinto. Hollywood ingresa desde la mención que Benicio del Toro hace en su trabajo, desde el rostro adolescente, de estrella en ascenso, de Josh Hutcherson. La noche cubana lo espera, con sus puros enormes, el sexo latente, o la mezcla entre huevos rotos por un celular con senos perfectos. Una imagen casi absurda, pero que conjuga mucho. Porque lleva a la asociación con otras imágenes más, provistas por los demás cortometrajes. Celular que esconde prostitución, huevos fundamentales para la torta enorme, con el tiempo justo para su elaboración y entrega, que ofrece el trabajo de Juan Carlos Tabío, único cubano de la partida. El grupo familiar que Tabío ofrece transita la exasperación de la falta de huevos para la torta (porque es trabajo, porque es responsabilidad de palabra), pero también la solidaridad vecina, desde un entramado donde participan la falta de energía eléctrica para el merengue, el alcohol disimulado para que la esposa no lo note, la hija, la hijastra, el padre veterano de guerra (ese "error", dice su mujer), la balsa hacia el mar. Balsa donde la hijastra concluye luego de pelear consigo, con él, con el otro él, por su destino de vida. Aquí es donde tiene ocasión justa el trabajo de Julio Medem: dos hombres y ella en el medio, afín al espíritu de simetría cíclica que caracteriza los trabajos del español. Entre la oportunidad del viaje al exterior, con su voz cantora y seductora, y el vínculo con su pareja, de vida sólo cubana. Pero, cuidado, hay otra historia de repercusión casi idéntica en éste. Porque en Medem -tal como el propio apellido denota- lo que es va y viene para, justamente, ser. El agua de mar tendrá también un rol sacramental en el trabajo de Laurent Cantet (Recursos humanos, Entre los muros), circundado por la visión de virgen que dice que un altar habrá de ser levantado en el departamento de la mujer. Ella está obsesionada y comienza a dar directivas generales, particulares, como maestra mayor de obras, en busca del amarillo preciso o de las resoluciones más rápidas: ¿No hay agua? ¡Será agua de mar! Aquí la bendición final, aún cuando ello signifique goteras ininterrumpidas a la vecina del piso de abajo. Pero para esta bendición última, que es conclusión del film, habrá primero de trazarse un laberinto desde donde derivar o en el que tranquilamente desesperar. El primero de los casos viene dado por el trajinar del mismísimo Emir Kusturica, quien interpreta a sí mismo para la cámara de Pablo Trapero. Primero desde un plano secuencia que imbrica espacios distintos, y hace convivir a la noche con el día. Tal el desvarío del director/actor, cuya misión -en verdad, de quienes le rodean- es la de llegar a la entrega del premio a su trayectoria con la mayor compostura. Pero hay llamados telefónicos que dicen desde el idioma que se desconoce. ¿Tendrán que ver con la borrachera de Kusturica? ¿O es ésta su manera "desenfrenada" de ser? El laberinto tranquilo, parsimonioso pero desesperado, es el que descansa en las imágenes del palestino Elias Suleiman. Sus imágenes son de composición precisa, simétricas, reiteradas. Con la mirada del propio Suleiman como protagonista rígido, observador o víctima de un encierro con puertas abiertas. Y por último, si bien eje pendular del trabajo, situado en el medio del largometraje, una ceremonia de magia negra o reaccionaria, provista de todos los temores malsanos que irradian tradiciones que todavía albergan tantos resquicios del planeta, pero aquí con La Habana como escenario. Las imágenes de Gaspar Noé parecen dialogar con Yo caminé con un zombie de Jacques Tourneur, mientras se busca exorcisar el espíritu maligno que obliga al deseo por el mismo sexo, encarnado en una joven tan hermosa como su pareja elegida. Hay misterio, hay miedo, hay estupidez, hay mirada de adulto que juzga, hay una sociedad que se plasma y, justamente, una película desde la cual la misma sociedad se mira. Sea ésta cubana o de cualquier otra parte del mundo.