Entre la familia y sus fantasmas El motivo primero, que lleva a querer ver un film de trailer tan obvio como Detrás de las paredes, es su realizador: Jim Sheridan, responsable de títulos como Mi pie izquierdo (1989), En el nombre del padre (1993), y Hermanos (2009). Respecto del trailer, decir que sintetiza --de manera explícita-? el nudo argumental: el inquilino y su familia viven en una casa donde, dicen los demás, él está solo; es decir, no hay familia, solo ilusión de ella. La curiosidad, entonces, en relación a qué es lo que más tiene para contar el film. Sea porque se trata, evidentemente, de un relato de género, vinculado con el terror; o porque quien mira a través de esta lente es un realizador de ojo crítico y de buen pulso narrador. Algo de todo esto hay, pero lo cierto es que no alcanza de modo suficiente. Es decir, la construcción de Detrás de las paredes atiende a fórmulas que se conocen por haber sido vistas en tantas películas: casa poseída, alertas y silencios cómplices, familia en peligro, maldición descubierta, vuelta de tuerca final. Quizá, y por no caer en la mera convención, el avance del film ya delata la que sería su "revelación", rasgo que, por sí solo, no debiera ser sostén de ninguna película. Puesto que el espectador ya sabe, o intuye rápidamente, el devenir de la historia, lo que más importa será lo que pase entre sus personajes, qué es lo que se cifra en ellos. Allí, entonces, Daniel Craig como el atribulado padre de una familia fantasma, esquizofrénico y querido por dos mujeres diferentes (Rachel Weisz/Naomi Watts). En él se empeña el silencio que todo un pueblo guarda. Sobre él, de esta manera, el peso de una carga que es murmullo y condena, así como desdén. Es por eso que el título mejor para la película será el original (Dream House), es decir, el de una casa que, alguna vez, supo guardar sueños felices, vueltos ahora pesadillas recurrentes. Los fantasmas parecen estar dentro de la cabeza como también por fuera, en la búsqueda de una solución para quien se quiere y se extraña, sea desde el más aquí, sea desde el más allá. Sin olvidar que se trata de una película de terror, Detrás de las paredes sale indemne del conflicto que presenta, pero sin el aura suficiente de mirada personal que, merced a su realizador, el espectador podría suponer. No deja de ser, en parte, una radiografía despiadada sobre vínculos sociales y familiares, pero desde un prisma bastante alejado del que otras películas de Sheridan, como Tierra de sueños (2002), supieran proponer. De todos modos, el carril por el cual transita la historia funciona bien. Dentro de la casa, las puertas esconden siempre otras, a la vez que dibujan la suficiente cantidad de grietas como para que las paredes, al fin, se derrumben. Salir de allí a tiempo será el desenlace. Más la restitución final del orden alterado. En suma, y por ello, nada que sorprenda demasiado.
Para derribar los muros y fobias No es posible no referir al cortometraje que Gustavo Taretto realizara en 2005 y con mismo título, que le sirviera de estímulo a la realización de su primer largo. Entre aquella fecha y la presente hay rasgos que han cambiado, momentos políticos distintos, aún cuando fobias iguales. Desde este lugar último, Medianeras, el largometraje, encuentra su mejor sostén, a partir de la no?relación (dadas las historias paralelas) entre Martín (Javier Drolas) y Mariana (Pilar López de Ayala). Las medianeras, en tal sentido, entre ellos. Rozándose sin verse, tratando de hacer y de resistir desde tanta ciudad viciada, Martín y Mariana casi no se encuentran. A la manera de buscando a Wally, pero sin remera con rayas que ver. Aspectos que ya estaban presentes en el corto original, a la vez que constituían un relato justo y condensado, sin ramificaciones inoportunas. Pero acá se trata de un largometraje, y es por eso que entrarán y saldrán muchos otros personajes, algunos con el aval de la interpretación de rostros conocidos (suerte de guiño que no lleva más que a la sorpresa del espectador). Mariana y Martín van y vienen, y una voz en off, que parece estar por fuera y por dentro de la cabeza de los protagonistas, guía un relato que, por momentos, se empantana y no termina por encontrar su solución de página. Voz en off que, a veces, moraliza al decir, mientras sentencia, por ejemplo, que el mensaje de texto vía celular ha reducido lamentablemente el uso del idioma. Alegato que, en verdad, parece un juzgamiento de cara al espectador, más que una veracidad cuanto menos dudable. Lo cierto es que el tema de Medianeras es atractivo, pero allí cuando no se habla para declamar ni explicar. También algo del encanto que el cortometraje supo tener queda fuera de época, con referencias a aquél 2001 tan nefasto. Allí aparecía el encuentro azaroso -quizás no- entre dos personas como manera de resolver, por qué no, el mundo. Acá también, aunque se demora mucho en su resolución, con situaciones que ya no resultan tan espontáneas como sí lo eran en su ejemplo previo. Sí queda clara la manera impersonal desde la que tantas personas se miran y cruzan entre sí, alelados entre medianeras de tanto cemento absurdo: estéticamente mixturadas, sin nociones previas, inundadas de prédicas publicitarias. Allí y entre tanta maraña habrán de abrirse pequeños recuadros de oxígeno. Cuando las señales por fin encuentren correlato, desaparecerán todas y cualquiera de las medianeras posibles. Ese es el momento desde donde el film de Taretto mejor se disfruta.
Tan rápido que nadie lo percibe Basada en la historia de vida del ladrón y maratonista Johann Kastenberger -así como en el libro escrito por Martin Prinz- Sin escape encontró una recepción de relieve por parte del público y la crítica internacionales, amén de haber conocido su primer contacto con el público argentino en el Bafici 2010. El film de Benjamin Heisenberg recrea, desde la Viena actual, el ir y venir esquizofrénico de Johann (Andreas Lust): un rumbo de carrera constante y velocidad creciente entre la prisión y el huir, entre el amor y la soledad, entre la vida y la muerte. A días de salir de su celda es cuando el film inicia. Una ventana desde la cual llueve anuncia el devenir de Johann, signado por el saberse solo, sin ayuda, así como -él dice- durante los seis últimos años. Qué es lo que lo ha llevado allí será algo que se intuya y sepa sin demasiados datos. Qué es lo que esconde la mirada cómplice de Erika (Franziska Weisz), se descubrirá de a poco, así como algunas referencias a un pasado -hace tantos años atrás- compartido. Pero Johann no la esperaba al salir, he allí también el problema. De modo tal que su conducta observada, junto con sus maratones ganadas y robos perpetrados, habrán de intentar conciliarse a su vez con el afecto de Erika. Uno de los momentos más perfectos que tiene el film es cuando desde uno de sus travellings observa a Johann correr entre la gente, desde un plano abierto, general. La velocidad del personaje y la de la cámara -que sigue a Johann por detrás- son la misma. Lo que permite la impresión de que quienes se mueven, a sus costados, sean los demás. Como si la velocidad de Johann fuese tan rápida que ya nadie le percibiera. Es éste, justamente, uno de los rasgos salientes de Sin escape. Cuando Johann roba y corre por la ciudad con su máscara puesta -de una goma sin gestos- pocos parecen alterarse, todo continúa como de costumbre. Los automóviles se roban pero se sabe que serán rescatados. El dinero, en última instancia, es retirado de las arcas de bancos o lugares similares. Así como poca es la diferencia que separa estas huidas rápidas de las carreras de maratón, donde allí el público sí habrá de participar, desde el aliento a un corredor que bate récords y es tapa de revistas. Lo que se cuela entre estas aristas será la verdad que implica la casi nula reincorporación laboral y social para ex-convictos. Lo dice el mismo agente de policía. Mientras tanto Johann corre, se enamora, roba. Habrá una muerte. En una carrera sin frenos. Hasta una última meta que intente reparar, desde un mismo lugar, tantas facetas aparentemente escindidas. Quizás sólo sea esa voz de compañía final la que se resuelva como pieza faltante, voz que dice amar y que, al hacerlo, pueda reemplazar la soledad que Johann decía ser parte suya.
Siempre algo puede salir muy mal Las premisas no pueden ser mejores. Mujer sola, recientemente separada y en casa nueva, indecisa y temerosa, más una presencia ominosa que, parece, la acecha desde las sombras. El propietario puede que sea una buena posibilidad para su anhelo de compañía. Pero su abuelo, eso sí, es el emblema mismo del susto: el gran Christopher Lee. Todo ello con el corolario que es, a su vez, sello de inicio así como lustre para el terror británico: Hammer Films. Otra vez al ruedo y para dar sustos de los buenos. Algún elemento más para atender, y que no es cualquiera. Hilary Swank corre, se desnuda, se baña y hace "cosas" íntimas. Su cuerpo aparece y desaparece desde gestos esquivos, pero con una sensualidad que coincide -desde aquellos tiempos inmemoriales- con el gesto abrupto y sexual de tantos y tantos escotes mordidos por los colmillos del Drácula de Lee. Muy bien. Pero la realidad se impone. Un flashback extenso, estúpidamente explicativo, pondrá rápidamente las piezas en su lugar, no vaya a ser que el espectador pueda no "entender" lo que se expone y se dice. Por las dudas, se atan todos los cabos sueltos de manera redundante, para situar cada pieza en su lugar y saber quién es el bueno, el malo, y todo eso. Christopher Lee, en tanto, no ha quedado más que como decorado de torta barata. Es cierto que las películas Hammer tampoco tenían -salvo excepciones- presupuestos elevados. Pero lo que primaba era la astucia, la manera inteligente de renovar a los personajes y de redimensionarlos, aquí el hallazgo, desde la fase mítica. Allí entonces Frankenstein y Drácula -Peter Cushing y Lee-, estandartes que sumarán filas con Hombres Lobos y Momias, amén del padrinazgo que supone el insigne Doctor Quatermass. Pero no serán más que recuerdos cinéfilos lo que evoque el sello Hammer. Invasión a la intimidad, luego del flashback mencionado, cae en una pendiente cada vez peor, que nada tiene que ver con el espíritu hammeriano ni con el cine de más o menos buen terror. El personaje de la Swank será preso de una paranoia que, no bien sepa por dónde entenderla, habrá de desperdigar el interés todo del film. Es en este sentido que la película termina cuando no ha pasado ni media hora. Tan mala es. Pero lo peor es que continúa, mientras se mata y revive al monstruo de turno tantas veces como sea necesario. Ante tal pobre exposición cinematográfica, bien haría Christopher Lee en calzarse las lentes de contacto sanguíneas y, cegado como se sabe quedaba, dar unos cuantas mordidas para alejar a tanto cine de pacotilla. Todo sea en recuerdo e idolatría de los maestros que supo tener aquel sello, emblematizados en los nombres de -elije el cronista- Freddie Francis y el incomparable Terence Fisher. Reverencias.
Mundo político visto en clave universitaria Habrán de ser muchos los lugares desde los cuales abordar la ópera prima de Santiago Mitre (guionista de Leonera y de Carancho, de Pablo Trapero), pero primero mejor detenerse, por regocijo de espectador, en su puesta en escena, en sus planos cerrados, opresivos, de dislocación espacial. Es decir, El estudiante transcurre en la UBA o en lo que se intuye como un espacio público, universitario, politizado, y laberíntico. Más importa saber que es la tercera vez de Roque (Esteban Lamothe) en Buenos Aires. Que viene de Ameghino. Más tantos otros datos que la voz en off ofrecerá como ilación necesaria, desde un fuera de campo de reminiscencia literaria. Mejor estos datos sueltos, justos, que un saber convencional, que poco agregaría mientras mucho se lo escucha en tanto otro cine. Roque ingresa al microcosmos que componen docentes, aulas y estudiantes. Entra y sale de los diálogos de clase, entre las paredes atestadas de carteles y consignas, con la mirada puesta en otra parte, en consecuencias previstas, como piezas de un ajedrez en el que él, por lo pronto, inicia como peón, después como alfil, y quizás mucho más. Como si encontrara, por fin, un lugar donde --él sabe- puede y sabe manejarse. Hay una mujer -varias más también- que será lugar de encuentro afectivo, de decisión personal. Es docente y participa de manera activa en los procesos eleccionarios de la Universidad. A través de ella, Roque conocerá otros peldaños, que le llevarán hacia un "arriba" o hacia un "abajo". En fin, todo es relativo, dependerá de las consecuencias aludidas, de los acuerdos pautados, de los diálogos elípticos. Es por eso que todo lo que suceda habrá de ser comprendido y aprendido como parte del denominado juego de la política. Y sólo cuando asuma tal lección, será entonces que el estudiante pueda graduarse hacia rumbos sólo sospechados. Es en ese punto donde la película de Mitre se distingue como conflicto, como momento fusible entre dos generaciones, entre dos miradas. Es por eso también que, puede señalarse, El estudiante transcurre de veras en ese hiato, en ese momento suspendido al que finalmente el espectador es arrojado. En ese posible reordenamiento de piezas o de cambio de fisonomía. Poco importa saber más, sino mucho mejor sentirlo. Momento esencial, se diría, dentro del film todo. A destacar, por fin, los gestos de un guión seguro de sí. Tal como lo señala el propio Roque al cebar mate, durante ese momento suspendido, pero con pleno dominio de la situación. Los galardones, respuestas bienvenidas, vienen acompañando El estudiante desde rubros tales como Premio Especial del Jurado, Premio ADF Mejor Fotografía, Premio FEISAL (BAFICI), y Premio Especial del Jurado (Festival de Locarno).
Una venganza melancólica y poética Pocas imágenes tan siniestras como la de un payaso. O, en otras palabras, ¿qué se esconde tras el maquillaje blanco y la sonrisa roja y exagerada? Sergio (Antonio de la Torre), dueño del circo, dice ser payaso para no tener que asesinar. Por su parte, el Payaso Triste (Carlos Areces) esconde su dolor desde una lágrima negra, enorme. Su padre, el Payaso Tonto, hubo de morir en las fauces de la guerra civil. Su legado opera en él como rescate de la memoria paterna, pero también como forma melancólica de venganza, tan poética como maldita. Pero los niños ya no ríen. Al menos no con el Payaso Triste. El tampoco. El escenario es el de un circo en la España de 1973. Las huellas de la guerra civil están, todavía duelen, amén de una mujer rubia, hermosa, que sabrá cómo templar los ánimos tristes del payaso para despertar su deseo. Quizá sea allí, entre sus curvas y el aliento caliente, donde pueda encontrar otro lugar, distinto del gris y ocre que tiñen de inmundicia a tanta historia reciente. Pero Natalia (Carolina Bang) es también mujer de Sergio, de quien gusta recibir golpes. Sexo, violencia, risas, muertes. Un triángulo y un duelo, así como aquél que consumara las vidas del Gran Wyoming y Santiago Segura en Muertos de risa (1999). La televisión allí pero también aquí. Es decir, Balada triste de trompeta puede pensarse como reformulación en clave destripada del payaso televisivo alla Gaby, Fofó o Miliki, con algo de gratitud así como de recelo hacia su recuerdo. (Fofito integra, de hecho, el reparto circense). Ahora bien, lo increíble de Alex de la Iglesia es que se adentra en la situación límite, fronteriza, que marca este recuerdo de niñez. En este sentido, es un film que revisita una niñez adulta, que muy bien supo acerca de lo que se vivía, que muy bien pudo superar tanta resaca posterior gracias a sonrisas payasas, aullidos de Paul Naschy, y sustos de Chicho Ibáñez Serrador. La niñez como umbral hacia la vida adulta, como manera de ver y entender, nada ingenua, nada inocente. Un payaso psicópata, vestido de oro eclesiástico y balas de metralla, será su corolario. Alusión aquí, nada mejor, en clave cinéfila: "¿Quién puede matar a un niño?". Al fin y como se esperaba, el desmadre. A de la Iglesia ya no se le puede parar, y quizás sea esto lo que de veras ocurre tras la pantalla de sus films. Tanto es el desborde que la cruz se vuelve gigantesca -guiño delirante por hitchcockiano-, los tiroteos infernales, el hombre bala vuela, todos gritan, aúllan, se queman y desfiguran la cara, mientras desde el cine Raphael canta su balada triste con cara de payaso. Lo mejor es que el film nada proclama. Sólo expone dolor y un grito que no calla. El último plano, la última mirada, seguirá triste y plena de bronca. Es que hay algo que es mucho, y que a este payaso le han quitado para siempre. Bienvenida la rabia con la que se muerde, por ello, a la mano generalísima, misma zarpa que Salvador Dalí supiera reverenciar.
Susurros de una oscuridad que mata Guillermo del Toro. Allí el nombre a destacar. Porque el momento de esplendor que alguna vez el cine de géneros pudo tener todavía fulgura en realizadores como él. El espinazo del diablo, Hellboy, Cronos, El laberinto del fauno. Más cantidad de películas producidas y escritas. No le temas a la oscuridad es una de estas últimas. Y algo más. Por un lado, la remake que implica respecto de la serie televisiva de mismo título, de 1973, y que ha iniciado una estela de nuevos films entre los que se cuenta Dark Shadows, por Tim Burton. Por otro lado, la escritura codo a codo con un casi olvidado Matthew Robbins. Quien fuera responsable de pocos pero inolvidables films como Corvette Summer (1978) y Milagro en la calle 8 (1987), además de haber cumplido participaciones en Cuentos asombrosos (1985) y en el guión de títulos como The Sugarland Express (1974) y Encuentros cercanos del Tercer Tipo (1977), ambos de Steven Spielberg. Entonces, nada puede salir mal. Todo bien y mejor. Lo que significa: prólogo de horror más bendición maldita para quien habite el caserón olvidado de No le temas a la oscuridad. Allí la familia nueva, con la pequeña Sally (Bailee Madison) obligada a vivir con su madre postiza (Katie Holmes). La oscuridad de la niña como refugio personal, con un padre (Guy Pearce) abocado a sueños de arquitecto grandioso. Luego, el nexo afín del abismo y desconsuelo de la niña con lo que anida en la casa, en sus sombras más profundas, que de a poco irán desocultándose para invadir la tranquilidad de quienes viven en la luz. Sin saltos bruscos, sin efectismos que rompan el buen clima de un film de terror. Así es como se narra No le temas a la oscuridad. Porque de eso se trata. De terror. En el mejor sentido de la palabra. Atravesado por los ojos de la niñez, de alguien que vive en el miedo y que puede, por eso, creer en los susurros que la oscuridad dice. Pequeños monstruitos de un no?lugar que acaramelan con voz rancia las noches de Sally. Un laberinto de una sola línea que irá adentrando en sí y cada vez más a quien lo dibuje y pueda entender. La maldición de Blackwood, el antiguo morador, es en verdad excusa para una historia que precede desde tiempos inmemoriales, y que dadas sus raigambres lovecraftianas oficia como la costumbre indica en el cine de del Toro. Ecos de ultratumba para el apenas episodio que el mismo film implica. Porque hay algo que precede y que excede. Mejor sellar y tratar de olvidar. En otras palabras, algo más hay en los cuentos que se cuentan. En el secreto que guarda el diente encontrado por azar aparente. En la moneda de troquel gastado y valor olvidado. Algo de lo que sabrá aprender, tal vez, el padre de la niña, afecto a un dinero invertido que mañana, así como la moneda vieja, será también papel sin sentido.
Guerra de los rayos verdes contra el revólver Basada en un cómic por lo menos mediocre de 2006 de la compañía Platinum (empresa dedicada a la creación multimedia de personajes de ficción), llega Cowboys & Aliens y, si de ese solo rasgo se tratase, habrá que decir que el film está bien y que supera con creces a su origen. Dejado a un lado el cómic pésimo, la película dirigida por Jon Favreau (Ironman), con producción de Steven Spielberg, recrea de buena manera un relato integrado, increíblemente, por invasores alienígenas, sedientos de oro, en el mismísimo Far West. El punto bisagra, entre aliens y cowboys, lo darán la amnesia de Lonergan (Daniel Craig) así como su brazalete extraño. Su búsqueda de respuestas será el hilo que lleve al espectador hacia el interior del pueblo ganadero y de la invasión alienígena. Nada más delirante que cruzar un tiroteo entre cowboys de saloon con la irrupción de naves del espacio. Rayos luminosos contra balas de Colt. Con momentos que remiten, alternadamente, a la más pura sobrecodificación del western o de la ciencia ficción cinematográficos: miradas torvas, tiempos "muertos", estallidos de disparos, fuera de campo, efectos digitales, explosiones, monstruos, traiciones, y amistades. Lonergan se descubre de a poco y con ello aparecen fantasmas del pasado, crímenes y robos, con rencores todavía vivos, más una alianza del cowboy con el ganadero próspero (Harrison Ford) y los apaches. Todos contra el enemigo, como la prédica costumbrista norteamericana obliga. No deja de ser digna de atención, por ello, la manera desde la cual el cine norteamericano ideologiza, con el western como uno de sus lugares de privilegio. Es en este sentido que Cowboys & Aliens tiene un lugar merecido. Es reaccionaria y está bien contada. Destaca la composición de Daniel Craig, meditabundo y de rostro pétreo, como esculpido. Son esos pequeños momentos donde se alternan su mirar tranquilo y la resolución rápida los que más se disfrutan. A la manera de un cowboy clásico y, delirio mediante, hi?tech. También cuando hacen su aparición demorada los indios; a saber, verdaderos "aliens" para la mirada del blanco. En fin, mejor será cabalgar hacia el horizonte lejano, rasgo arquetípico al que Lonergan sabrá también ser fiel, si bien lejos de la melancolía que enseñaran ?desde "aliens" internos? los buenos de Shane o del Marshal Will Kane.
Aquel cine de los `80 con los zombies y los amigos En consonancia conciente con el cine de su niñez, con el disfrute que le provocaran aquellos films de los '80, con niños casi adolescentes, misterios por resolver, fantasías reales (o al revés), seres de otros mundos y amigos para siempre, es que J.J. Abrams realiza Super 8. Si Steven Spielberg fuera nombre relevante dentro de aquella década ?donde el realizador/productor actualizara, justamente, sus tardes y tardes de matinée?, poco relevo es el que hoy queda, con un Spielberg abocado a films más "serios", pretenciosos, o plenos de robots estúpidos. De todos modos, y qué bien, su asociación con Abrams destila en Super 8. ¿Y qué es lo que viene a ofrecer Abrams? Más de lo mismo, de lo que tanto le gustara y que bien sabe cómo volver a narrar. Con el éxito de la admirable serie televisiva Lost y la puesta al día del mito Star Trek en la gran pantalla, como algunas de sus credenciales. Abrams, él sí, es relevo del espíritu del cine de aventuras, de historias que son historietas, llenas de ganas de pasarlo bien. Ese es un rasgo que en Super 8 se nota, que aparece desde su mismo desarrollo, con sus escenas elípticas y aumentadas en suspense, con sus niños?protagonistas ?nuevos Little Rascals?, decididos a resolver el misterio del extraterrestre porque de lo que se trata, en última instancia, es de filmar una película, una película en "súper 8". Hay algo de nostalgia evidente, porque el film ocurre en 1979 y porque, dado el cine actual, sus ganas de pasarla bien parecen no poder circunscribirse a los tiempos que corren, donde si bien cunden camaritas de todo tipo es poco el ingenio que las secunda. Con las ficciones de Abrams lo que reaparece es el espíritu de vivir el cine como entretenimiento, como diversión feliz, con una misión que cumplir junto con un héroe que tiene tantos años como cualquier niño con ganas de fantasías. Super 8 tiene efectos digitales, pero sin el protagonismo con el que en tantas películas suelen obnubilar a la historia, porque es ésta la que aquí sobresale. Y aún cuando para su resolución aparezcan ciertos momentos débiles, poco verosímiles, poco importa. Porque la película se disfruta. Si de lo que se trata en Super 8 es de filmar una película, su desenlace tendrá que ver con esto antes que con cualquier otra situación. Además, el objetivo es filmar una película de zombies, con homenajes a Romero, a Carpenter, con 12 años, en oposición al mandato paterno, y como manera eficaz de exorcisar ?halloweenianamente o, también, bradburyanamente? a la misma muerte. La que se llevara a mamá y, parece, se puede llevar a cualquiera. Anda dando vueltas por allí, por ahí, nada mejor entonces que filmarla, que reírse. Nada mejor, en suma, que mirar una película.
Volvió el héroe de barras y estrellas El último será el primero. Porque de la extensa lista de cómics Marvel llevados a la pantalla Capitán América es el último pero, a su vez, el primero de todos. El inminente film será Los Vengadores donde, con todos los héroes reunidos (Thor, Iron Man, Nick Fury), Capitán América será el líder de nuevo porque ?-circa años '40?- ha sido el primero de ellos. Es curioso el devenir del personaje del cómic ?-creado por Joe Simon y Jack Kirby en 1941-?, cuya aparición es contextual a Pearl Harbour, la compra de bonos de guerra, la prédica triunfalista, y el american dream. Finalizado el conflicto bélico, a los norteamericanos pocas ganas les quedaban de leer superhéroes, con hijos/novios/esposos mutilados, muertos o desequilibrados. La inserción social no fue lo que se auguraba (muestra emblema del cine será Los mejores años de nuestra vida, de 1946, luego sospechada por el macarthysmo) y la revista del Capitán América, como casi todas, desaparecerá de los kioskos. El resurgir será en los '60, de la mano de Stan Lee y, nuevamente, del gran Jack Kirby. El film oscila entre el patrioterismo prototípico y una mirada sutilmente irónica. Ésta oficia en los espectáculos benéficos, sus colores parlanchines, las barras y las estrellas, desde un musical que es el hallazgo particular y bizarro de la película. Allí Steve Rogers (Chris Evans) -?endeble muchacho vuelto superhéroe vía supersuero?- vestirá el traje de azul estridente, con el escudo triangular, tal como en las primeras historietas de los '40. La portada más famosa ?-donde Hitler es trompeado-? es vista y leída en el film, casi se diría, como mirada torcida, como historieta igualmente estridente. Una vez resuelta la inserción de Rogers y su rango militar, aparecerá el costado bélico, con las proezas del Capitán, la aparición de personajes emblema dentro del mundo Marvel, más la Némesis justa que encarna en Cráneo Rojo (Hugo Weaving), líder de Hydra, organización tan malvada como para transgredir ?vía color rojo? al mismo Hitler. En el medio del lío ?-como si no fuese suficiente la Segunda Guerra-? se debate el porqué de la existencia de Hydra, los delirios divinos de Cráneo Rojo, la amistad con Bucky Barnes (Sebastian Stan), y el corazón blando del Capitán. Sobre los créditos finales, el Tío Sam lidera un disfrute de publicidades de época, apenas animadas, suficientemente elocuentes como para recordar la propaganda patriota norteamericana, mirarla desde la distancia, y preguntarse cuál es el rol que Capitán América cumple ahora. Siempre presto al llamado. Correcto, esbelto, moralista, físicamente enorme. La aparición de Capitán América en los cómics fue señalada por el estudioso Javier Coma como equivalente al fascismo que decía combatir. La película juega con ello y lo desvirtúa, pero sólo en parte. Al fin y al cabo, se trata de una franquicia (marca Marvel, marca Disney). Un buen negocio.