La cordura de vivir dentro del cine La vuelta de John Carpenter es siempre bienvenida. Hace mucho de su última película, aún cuando diera buena cuenta de su saber hacer en dos de los episodios televisivos de Masters of Horrors, la serie de Mick Garris, cuyo Cigarette Burns (2005) supo ser celebrado por Elvio Gandolfo como prólogo de su Libro de los géneros (Norma, 2007). Desde el cine, el último Carpenter brilló en Fantasmas de Marte (2001), mezcla vívida entre una low sci?fi y el mejor western. ¡Cómo no disfrutar de su cine si, justamente, es en este cruce de géneros, en su explotación y manipulación, donde radica uno de sus encantos! Y entre ellos, el más cultivado, el terror: recurrencia que desde Noche de brujas (1978) hubo de transitar por títulos maestros como Príncipe de las tinieblas (1987) y Vampiros (1998). Atrapada constituye otro de estos mismos aleteos nocturnos, a partir de un proyecto televisivo que, para mejor fortuna, decantara en el cine. El último film de Carpenter encuentra en un asilo mental para niñas bonitas una de sus excusas. Podrá decirse, y con razón, que argucia semejante es moneda corriente para tanto cine torpe. Y es cierto. Lo que ocurre es que aquí nada de torpeza sino, antes bien, mucha ironía. Si los lugares comunes del género, que nombres ilustres como Carpenter o Romero reformularan, han devenido simples astucias de efecto, aquí el realizador se aprovecha de ellas para, por un lado, atraer al espectador habitual y, por el otro, distraerlo de tanta tontería. Porque lo que está en juego es el cine. Así como la cordura de quienes lo habitan, sea tanto en el manicomio como en las plateas. Es así que el personaje de Atrapada nos arrojará al submundo interno de una locura carcelaria, dentro de un establecimiento de paredes frías. Tantas habitaciones como sean necesarias para el prisma femenino que allí habita. Además de un fantasma que parece reunir todos los miedos en un solo grito, mientras la custodia de esta razón alterada encarna en la estatua corpulenta de la enfermera (tan parecida, en este sentido, a la que vigilara a Jack Nicholson en Atrapado sin salida, de Milos Forman). Carpenter tensa los hilos y lleva al espectador al límite difuso entre el tratamiento médico y el proceder sádico. Destaca, de esta manera, la artesanía de un relato sin fisuras, donde los lugares comunes se explican, se potencian, con el resultado de un film tan sólido como lo sigue siendo el resto de su obra. Con John Carpenter el cine se respira. Así como una metafísica de ambigüedades, tan cara al cine de Alfred Hitchcock, pero bajo el mirar, aquí, de alguien apasionado por el western. Un duelo de cowboys que el gran realizador supiera recrear desde un pleito inmemorial sostenido entre ladrones y policías, vampiros y mercenarios, astronautas y alienígenas. El dictamen final no repara en certezas, sino que ratifica al conflicto, irreconciliable por naturaleza. Carpenter sitúa allí, en el límite raro de la frontera moral, a todos sus antihéroes, a todos sus espectadores.
Autitos y moraleja en todo el mundo No sucede lo mismo que con Toy Story (habrá que decir), donde permanecen la chispa o la sorpresa entre las distintas partes, en el marco de una (hasta ahora) trilogía espléndida, digna de lo mejor que se ha realizado desde un cine tan, últimamente, precario como el norteamericano. Pero... los autitos siguen siendo adorables. Más aún si la trama gira en torno a la intriga, y se cuelan entre ella elementos dignos de James Bond, algo del espíritu de Fantomas, y mucho del pop televisivo de Los Vengadores. Hay una carrera mundial de por medio, distribuida entre Francia, Japón, Italia, Inglaterra y donde más pueda ser posible hacer correr estos autitos, con combustible alternativo, en pro de la necesaria toma de conciencia de que el petróleo se va a terminar. Allí es donde aparece el espionaje, la trama de sabotaje, con la inevitable participación de las corporaciones, más malvadas que cualquier villano Bond. También, como corresponde al espíritu de Cars, idas y venidas entre la amistad de Rayo McQueen y Mate, estrella de las pistas y grúa desvencijada respectivamente. Carreras que ganar, carreras que perder, y el vínculo y alejamiento entre ambos como parámetro. Más el homenaje en clave animada a quien fuera la voz del enigmático automóvil del primer film: el gran Paul Newman. Mucha acción, quizá demasiada, con bastante vértigo y velocidad, son los rasgos de los que se reviste Cars 2. Pero aún cuando todo pareciera indicar un acento en las carreras y sus periplos, el film de los estudios Pixar toma otros derroteros para visitar los países, sus ciudades, sus costumbres, dando pie al brillo de los animadores para el movimiento de sus personajes así como al diseño de los fondos, de notoria belleza. Si Newman fue una de las voces predilectas en la entrega previa, aquí será Franco Nero quien asuma responsabilidad parecida, además de Michael Caine y John Turturro, entre muchos otros. Todo esto, claro está, si uno pudiese "milagrosamente" escuchar al film en su idioma de origen, rasgo cada vez más ausente de la cartelera comercial (¡y de muchos canales de televisión!). En síntesis, Cars 2 suma un capítulo más, sin mucho del brillo que supiera relucir, por el mero afán, pareciera, de devolver a los personajes a la pantalla. Pero los autitos todavía corren bien y, lo más importante, no gustan de arreglar las abolladuras que reciben. Es que el lifting mecánico no se lleva demasiado bien con el ánimo despiolado de Mate, así como tampoco los baños japoneses, allí donde un automóvil va a solucionar sus pérdidas, mientras tantos botoncitos con caritas felices y colores asemejan la necesidad del vehículo con una especie de tortura. Y por último, y porque se trata de Pixar, el héroe de la película no es quien se supone debiera. Tan así de bueno es este cine animado.
Gaucho emblemático y contradictorio El western gauchesco tiene en Aballay una de sus interacciones más claras. Hasta tal punto que, por momentos, hay que recordar que el film está protagonizado por gauchos y no por cowboys, en virtud de un montaje que, desde el inicio, evoca los encuadres abiertos, el paisaje árido, la diligencia, el galope terroso, y los matreros ocultos y a la espera del botín. El tiroteo consecuente es otro de estos lugares comunes y, eso sí, bienvenidos. Lo que comienza de manera vertiginosa cede paso elíptico al después de tantos años, con el niño de la víctima ya crecido y en busca de venganza. Su mirada fue el último recuerdo para Aballay (Pablo Cedrón), gaucho ahora perdido entre una penitencia asumida --nunca más bajar del caballo - y un mito que crece y lo santifica. En el medio, y de a poco, persecución y cuchillos, más una mujer de mirada triste y furiosa. Aún cuando son muchos y buenos los momentos en clave western - con una pandilla de forajidos de rasgos tan salvajes como los que supiera delinear Sam Peckinpah, con planos detalle y transpirados, a la manera de un Sergio Leone- , hay momentos donde el equilibrio con la gauchesca parece perderse, allí donde las resoluciones no terminan de satisfacer: la falta de raccord entre algunos planos en la mímica gestual, el cura gritón, el nudo falso de las cuerdas que sostienen a Aballay, el hablar porteño de poca convicción , el reconocimiento fácil de ciertos rostros (Gabriel Goity, Horacio Fontova). Más aún, el intercambio de miradas entre Aballay y el niño no parece encontrar el rencor inmediato, la gradación rítmica justa, que permita claridad al espectador y justifique la película completa; de hecho, el mismo intercambio será reiterado en otras oportunidades. Por otra parte, es la caracterización de Cedrón la que sobresale: parco, rostro ceñudo, aire moreiriano. De él se dice mucho, y es ese murmurar el que le permite la mejor composición. Por otro lado, la contraparte de Nazareno Casero en el papel de Julián resulta algo endeble. Ahora bien, Aballay pareciera reunir rasgos de tantas aristas como fuera posible: el pueblo indígena, el cura y sus penitencias, las pulperías, los gauchos, la santería pagana, la ciudad, el campo. Aballay como síntesis de todo ello, con su muerte a cuestas, necesaria para el logro del equilibrio general, para el surgir del mito. En este sentido, entonces, el gaucho Aballay como expresión política de sus tiempos, que no son otros más que éstos, los de hoy día, así como lo fuera el Juan Moreira (1973) de Favio para la primavera camporista.
Manual de instrucción para asesina No debiera ser parámetro equivalente a juicio fílmico, pero el bostezo que se escuchó en la sala durante la proyección de Hanna, promediando noventa minutos, daba cuenta cabal del parecer de este cronista respecto del film. Aburrimiento sí, indiferencia no. Es por ello que la utilización usual de la violencia, el glamour de los organismos de inteligencia, sus entrenamientos militares y torturas institucionalizadas, no por rasgos vistos una y otra vez dejan de molestar poderosamente la atención. Más aún cuando, con el precedente de Kick Ass (2010), pasan a tener en los niños a sus protagonistas y depositarios predilectos. La apenas adolescente Hanna es entrenada por su padre en medio del frío más gélido: cabaña, fuego, leña, caza de presas. El momento, sabe su padre (Eric Bana), está por llegar, allí cuando Hanna decida asumir la pulsión del detector que hará de ella motivo de persecución y desate una búsqueda asesina imparable sobre su persona, amén de evocar --tanta es la pobreza argumental en Hollywood- la partida del hogar, el vínculo roto con la figura paterna. (Nada diferente, si se lo piensa un poco, respecto de la historia de Nikita, el film de Luc Besson, pero aquí en versión infante). Allí, entonces (¿y por qué? ¿qué necesidad hay, querida Blanchett?), la dama desalmada y de la CIA (sí, Cate Blanchett) para dar con la niña fugitiva, con el padre de pasado misterioso. La develación de los motivos se emparentarán, eso sí, con tantas historietas leídas como películas malas, tal es --de nuevo- , la pobreza argumental de Hollywood. La violencia, se decía, aparece como rasgo mayor, a través de esta pequeña niña que parece salida de un video game bestial, capaz de disparar un arma de fuego así como de romper el cuello de su víctima sin la menor dilación. Lo mismo, se apuntaba, ocurría en Kick Ass. En beneficio de los films, puede decirse, aparece la ironía burlona de esta última, así como los planes secretos de los servicios de inteligencia (responsables verdaderos) en Hanna; pero, eso sí, la violencia no deja de plasmarse desde la fascinación, el montaje intrépido, o la música electrónica (cortesía, aquí, de The Chemical Brothers). Las alegorías que Hanna intenta suenan forzadas por evidentes, con el nombre Grimm como señuelo de las hadas, o el parque de atracciones como castillo encantado y casa de la bruja. Una gran boca de lobo guarda en sus fauces a la abuelita escondida. Así de obvia, así de pésimamente fácil, es la lectura que propone --otra vez- el cine de Hollywood por estos días. Y si de ser más elocuente se trata, las peleas son pésimas, de coreografías duras y mucho montaje. Es entonces cuando aparecen las ganas de recurrir al cine oriental y sus géneros revueltos y buenísimos, con la artesanía necesaria como para sentir cada patada como un delirio surreal. ¿Por qué no son éstas las películas que llegan a la cartelera comercial? (¡y que saquen a patadas a estos malos recuerdos de lo que fuera, alguna vez, un gran cine!)
Anverso y reverso de la equis Contar las "primeras" historias de personajes es artimaña sabida y repetida por las historietas. Es así que X Men: Primera Generación está basada, de hecho, en cómics de mismo título que han explotado, de mil maneras posibles, todos los resquicios respecto del denominado universo mutante del mundo Marvel. Para el caso cinematográfico, el ingenio principal detrás de la creíble plasmación de los X Men sigue siendo Bryan Singer, realizador de dos de los films previos, así como guionista de esta precuela, asentada de manera creíble respecto de la trilogía ya vista, y con el protagónico justo y simétrico entre el Profesor Charles Xavier (James McAvoy) y Erik Lehnsherr (Michael Fassbender), alias Magneto. Entre ambos se juegan el anverso y reverso de la X, a la manera de una moneda marcada, en cuya cara oscura figura la cruz gamada, suerte de X espejada. Allí el pasado y génesis de Erik, futuro líder de mutantes renegados, en quien descansa la ambigüedad justa como para caer en ese otro lado oscuro, aquel que repele y combate, como su antítesis, el Profesor Xavier. Entre medio, los denominados humanos, porque si bien Xavier y alumnos se consideren parte de la sociedad misma, habrán de hacerlo desde una idéntica clandestinidad. Pero para llegar a ello, la historia previa. El desarrollo argumental que discurre a lo largo de esta primera generación de X Men, con todo el encanto necesario como para no perder de vista el momento epocal: experimentos nucleares, colores saturados, guerra fría, Cuba, crisis de misiles, Kennedy, y los sesenta en ebullición plena. Más una Villa Gesell plagada de nazis y de montañas: manera tradicionalmente hollywoodense de entender a Argentina como ámbito exótico (disparate geográfico que de ninguna manera pone en duda el refugio real de los nazis en suelo argentino: historia e historieta coinciden). Pero lo mejor es que no hay primacía de efectos digitales, sino una buena historia que contar y que está bien narrada, aún cuando el espectador pueda no saber demasiado respecto del acervo de historietas enorme que han transitado los X Men, creados en 1963 por Stan Lee y Jack Kirby. Es así que lo que parece un ejercicio comercial más culmina por ser, tal vez, la mejor de las películas sobre los personajes, tan hábil como para sugerir entuertos argumentales posteriores sin desatender el nudo que plantea. De alguna manera podría entenderse a esta Primera generación como un ejercicio mayor respecto de aquella partida de ajedrez que el Profesor X y Magneto sostienen en la primera película. Como si fuese la piedra de toque de un ida y vuelta cíclico. Una disputa de caballeros, de amigos, de rivales. Con toda la fantasía necesaria como para creer que una niña libélula es capaz de existir y de volar y de hacer strip tease. Toda una mutante.
Trucos para asustar de modo clásico El primer momento del film predice: lo que parece un globo blanco se invierte en lámpara de una habitación donde un niño duerme bajo la luz cálida, el travelling de la cámara conduce al espacio contiguo, reverso del anterior, cuyo tono frío oculta una silueta lejana, finalmente develada como el rostro de una anciana cadavérica. La luz de vela acompaña el rictus. Luego, el título del film, con letras rojas y música de violines estridentes. Bien clásico. Y bien diferente de los anteriores films del mismo director: James Wan es el mismo responsable de El juego del miedo (2004) y de Sentencia de muerte (2007). Tal vez, la primera supo contar con ciertos recursos clase B, bien truculentos y gore, así como con la astucia necesaria como para volver tal propuesta una serie de éxito, donde la tortura es leitmotiv. La segunda de ellas, una buena oportunidad perdida, sobre todo cuando el miedo de clase media de su protagonista (Kevin Bacon) parecía volverse mueca crítica para, finalmente, ratificar el ojo por ojo. Un pena de film. Pero en La noche del demonio el tema es otro, y está muy bien. Algo de casa embrujada, maldición heredada, niño poseído, y cazafantasmas freaks. Todo ello en moderadas dosis, de acuerdo con la lógica de un argumento que, pretendidamente, se emparenta con la propuesta de mucho cine B, de evidente bajo presupuesto y mucho ingenio, con sonidos de cadenas y sombras ominosas. El devenir lo marca el niño al caer en un coma misterioso, mientras sus padres, con tantos líos propios, ya no saben cómo enfrentar el problema ni cómo soportarse mutuamente. Pero, en verdad, la historia cierta es otra, y lo que parece un coma devendrá revisión del pasado familiar y prueba marital. Mientras tanto, los fantasmas aparecen, asustan y divierten. Sin sobresaltos grandes, con pequeños momentos bien filmados, conducentes a un momento mayúsculo, aquél que supondrá un enfrentamiento final y con el malvado mayor. Porque habrá, como corresponde, un demonio. Apenas entrevisto, más sugerido que definido. Cuyo escondite es un acierto de garras que se afilan, vitrola de música oxidada, y juguetitos que bailan al compás. Más un más allá que se viste de casa vieja, maderas crujientes, mucha niebla, infinito negro, y almas en pena. Es decir, muy pocos recursos para un más que buen film de terror, a la vieja manera y por fuera de la prédica fascistoide que habitara en Sentencia de muerte. Como si se tratara de una hermana menor de Arrástrame al infierno, donde Sam Raimi revisitara su primer y mejor cine, de vínculos bizarros y medianoches de autocine, La noche del demonio (2009) anota un punto a su favor y permite entender a su realizador como artesano y amante del género, cuyos lugares comunes serán, hasta que se demuestre lo contrario, la manera mejor de ofrecer buenos miedos al espectador. Que se repita.
Un film que respira con naturalidad ¿Cuánto hace que una película --al menos desde lo que la cartelera comercial supone - no se detenía, por ejemplo, a respirar? A inhalar y exhalar, con el viento como caricia de árboles. Más balidos que resuenan y lamentan (y esto es, de veras, estrictamente así). Y una tos continua, de pastor de muchos años, quizá tantos como los que el pueblito calabrés tenga. El mismo realizador, Michelangelo Frammartino, ha pasado su niñez en un ámbito como el que registra, y esto es algo que se nota porque la cámara, como si de una habilidad simple se tratara, es capaz de desaparecer. El realizador sabe dónde filmar, cómo esperar, qué mostrar. Básicamente, el film se estructura desde planos fijos, imperceptiblemente inmóviles, con una profundidad de campo que llega hasta la nitidez de las nubes. En todo esto es donde puede elegir perderse, así como encontrarse, la mirada del espectador. Hay también una historia, una línea que atraviesa lo que se cuenta para volverse círculo y atender al mismo título: cuatro veces, cuatro estaciones, el ciclo como manera vital natural. Es así que la película avanza en su devenir y vuelve sobre sí, allí cuando el hacha y el fuego transforman al árbol, cuando la vida vuelve a la tierra, sea tanto en el horno de carbón como en el ataúd que guarda al pastor o, quizás, desde la olla que encierra a los caracoles. Se decía que el film respira, y esto es así, no hay manera de poder decirlo diferente. Como si la pantalla del cine ensanchara sus límites, dispersara sus cuatro lados, y provocara un redimensionamiento del lugar. El film respira, en algunos momentos también se detiene. Y vuelve a tomar aire desde otro personaje, desde otra instancia, todas ligadas entre sí: pastor, cabras, perro, árboles, ritos, carbón. Un polvito mágico podría ser la clave de tanto misterio hermoso, barrido y guardado desde la luz que destilan los vidrios de iglesia, ingerido por el pastor para la cura de su tos. Tierrita que sobrevuela y desciende y se mezcla con agua en los intestinos: hasta la mínima partícula se liga y comunica con lo demás, así como el lamento del cabrito o el ladrido del perro sabrán provocar tanto como cualquiera de las demás acciones. Se ha señalado respecto del film que el uso de la palabra cede ante lo que para decir tiene la naturaleza, el mundo animal, el caminar de la hormiga. Algo que, extraordinariamente, ocurre. Luego de la proyección prevalece la sensación de que han sido tres, o cuatro, las palabras dichas a lo largo de toda la película, tanta es su armonía. Tanta es su sensibilidad, tanta su presteza, que es capaz de lograr que, desde la comodidad de la butaca, el espectador conozca el sonido de la propia respiración.
La guerra de las corporaciones El título elegido es inevitable de referenciar, aún cuando al sello distribuidor ni se le haya ocurrido la semejanza. Poder que mata también era el título del que se complementaba Network (1976), el film paradigmático de Sidney Lumet sobre la avaricia y conductismo propiciados por la televisión. Allí, entonces, el medio televisivo como maestro titiritero de la sociedad norteamericana. Aquí, en el film de Doug Liman, las corporaciones y sus afinidades bélico-políticas con la administración Bush. Además, y como de costumbre, la presencia admirable del gran Sean Penn. Lo que significa que, amén de las intenciones que el film pueda tener, el protagónico de Penn seduce por definición, siendo como es una de las pocas voces -así como actor estupendo- que siempre se han manifestado de manera crítica respecto de la propia sociedad norteamericana. Los personajes interpretados por Naomi Watts y Penn están basados en la historia de vida de la pareja conformada por Valerie Plame y Joe Wilson, agente de la CIA y ex?embajador de EE.UU. respectivamente. Ante el descubrimiento por parte de ambos del absurdo que significa el argumento que asevera la tenencia de armas nucleares por parte de Saddam Hussein, será la misma CIA la encargada de repeler la amenaza que, fronteras adentro, contamina la prédica triunfalista. En función de este parámetro, el film de Liman (Identidad desconocida, Sr. y Sra. Smith) se estructura gradualmente, sea tanto respecto del progresivo descubrimiento paralelo por parte de Valerie y Joe, la manera desde la cual la situación repercute en ambos, y la consecuente transformación de sus vidas cotidianas desde el momento en el cual la misma CIA devela la identidad encubierta de Valerie, como respuesta a los escritos publicados por Wilson en The New York Times. En este sentido, es difícil no recordar parecidos temáticos entre Poder que mata y la paranoia admirable que films como El embajador del miedo (1962, John Frankenheimer), Advice & Consent (1962, Otto Preminger) o Fail-Safe (1964, Lumet) supieran construir y denunciar. Pero con la distancia necesaria como para provocar una guerra fría desde el mismo seno norteamericano (algo que la misma remake de El embajador del miedo, de Jonathan Demme, ya propusiera). Si bien hay momentos vinculados a elementos del cine bélico, Poder que mata se construye como un thriller, con momentos de interés mayor, allí cuando todo parece alcanzar la situación límite, con la pareja a punto de desbordar, la guerra por estallar, y una sociedad tan cegada como intolerante. De todos modos, los mismos discursos y vida desesperada que le tocará llevar adelante a la pareja permitirán que el espectador encuentre algún resguardo de sentido crítico, allí donde las voces silenciadas dicen lo que piensan pero, eso sí, por fuera de las pantallas de televisión.
Páginas de vida Toca, en un primer punto y desde el diálogo propuesto por Emilio Bellon, reconocer la edad. Treinta y siete años y contando. Con la lectura a cuestas como lugar de reconocimiento, como posibilidad de racconto de vida. Porque entre lo mucho que dice, sin declamar, sin explicar, Mis tardes con Margueritte, es que los libros son tan importantes porque, amén de ser escritos por personas, lo mejor de todo es que pueden ser leídos por muchas más. La relación primera obliga al recuerdo, a la compra de la madre del primer libro de su hijo, con el título en letras rojas y grandes, tapas amarillas, editado por Sigmar, con ilustraciones coloridas. Corazón fue ese libro. Y sigue allí, en su estante y como testigo del tiempo que pasa y de las otras páginas que fueron posibles recorrer después. Pero el libro infantil dejó rápidamente lugar al lector juvenil, ávido de tantas aventuras, desde otras tapas amarillas, con la sonrisa del Robin Hood de Pablo Pereyra y con la estampa del Tigre de la Malasia de Emilio Salgari. En este caso, como consecuencia afortunada de legado paterno, seguramente contento por el contagio hacia historias que podía revivir en la mirada nueva. Otro Emilio, tan aventurero como Salgari, tan soñador como Bradbury, pero con la sagacidad de detective recibido (y esto es cierto), vendría después a inundar los estantes de quien firma esta nota con más y más libros. Con tantas y todavía más películas. En el trazado de un recorrido que es de amistad y de papel y de celuloide. Cine y libros y cafés, en una aventura de continuará sostenido. Aún cuando pueda parecer caprichoso --seguramente lo sea- señalar lo que precede, nada de ello disiente respecto del film en cuestión. Es que Mis tardes con Margueritte provoca las ganas de verla de nuevo no bien termina. Porque no termina. Se trata de decir que no se la pierda a quien se estima. De contarla a los amigos. De invitarlos a compartirla. De recordar la historia de las páginas en la biblioteca, con sus dedicatorias, con el misterio del libro en su estante. Esos momentos donde el cine se parece, en serio, a la vida más cotidiana por extraordinaria. La entereza del pirata que secuestra a su dama porque es lo que debe hacerse, en una historia de amor que no es lo que usualmente se entiende como tal, una historia que es de aventuras porque ocurre en lo más inmediato, en la modificación de lo acostumbrado, en sus ecos resultantes e imprevistos. Decir también que Gérard Depardieu es uno de los actores más grandes del mundo, por corpulencia y por ternura. Por la candidez con la que se aferra a la palabra aprendida y por el amor con el que la comparte. Allí cuando descubre el uso de la metáfora como manera vital, como nexo con el mundo, como vínculo afectivo, sensual, humano. Todo eso, tanto más, gracias a Mis tardes con Margueritte. El cine, las palabras compartidas, miradas que son compañía.
Cine de terror de calidad y en retrospectiva Cuando nadie esperaba otra entrega más de la serie de films que mejor supo resucitar y actualizar los lugares comunes al género de terror, aquí va, de nuevo y con la actitud habitual, Scream 4. Situada a la par de la trilogía predecesora, diez años después y nuevamente bajo la dirección de Wes Craven (Pesadilla, La serpiente y el arco iris), la última entrega de Scream pone en su justo lugar a tantas remakes que dan y dan vueltas por las pantallas grandes. En este sentido, no es vana la pregunta que, otra vez, aterroriza desde el otro lado del teléfono: ¿cuál es tu película de terror favorita? Y las respuestas, parece ser, se circunscriben a títulos recientes y malos, todos nuevas versiones de un cine ya hecho y muchísimo mejor (con la mencionada Pesadilla como una de las víctimas recientes). Entonces, y de acuerdo con Sidney Prescott (Neve Campbell), la anti?heroína de Scream: "¡no te metas con la original!". Sirva ello tanto de referencia al estado actual de un cine penoso y norteamericano, como del slogan con el que el Scream 4 se propone: "nuevo terror, nuevas reglas". Porque ahora es el tiempo de las camaritas digitales, de los videos on?line y de las torturas en vivo y en directo, así como lo corroboran las denominadas "snuff?movies". En el medio de ello, y como eco de un tiempo no muy lejano, Sidney vuelve a la localidad de Woodsboro con el fin de presentar su libro y triunfo personal, cuyo título asegura "Fuera de la oscuridad". Pero la sombra, con cara de grito asustado blanco, reaparecerá y, entonces, habrá de verse si la propuesta Scream es capaz de mantener el mismo terror de siempre, con los gustos de un público que prefiere ahora divertirse con otras formas, otras torturas, que se asumen como tales desde la consonancia con los gustos bélicos de la época. Lo mejor del caso es que Scream se asumirá desde lo habitual; en otras palabras, la película dentro de la película. Es decir, la enumeración de los códigos y de las convenciones desde los cuales se ha realizado tanto cine para, una vez develados, reiterarlos. De modo tal que Scream 4 es lo mismo de siempre y, porque es lo mismo de siempre, es muy buena. De todas formas, y aún cuando vivifique su género cinematográfico y ponga en su justo lugar a tantos "juegos del miedo", la cuarta parte no deja de tener un desenlace amargo, donde el rol periodístico, afecto al sensacionalismo, se revela como parte de otro juego, más macabro, que escapa a la película al enhebrar historias que la exceden. Es en ese punto donde quedan, en verdad, varios puntos, que son suspensivos y coincidentes con un continuará que ya no sería quinta entrega, sino reverberación de un capítulo mayor. Scream ha jugado su papel como una serie de films cuya revisión ya genera melancolía, algo que también es guiño conciente desde la cita del nombre nuevo de Robert Rodríguez, heredero bendecido por el mismísimo Wes Craven.