Robar un banco pero sin malentendidos De haber optado por las ironías, la película de Ariel Winograd hubiese logrado una mirada despiadada sobre el famoso robo a Banco Río de 2006, pero no. El tema es bien nodal, polémico. Y es la película misma la que –indirectamente– se lo propone. Vale decir: ir contra el sistema. Atentar contra el lugar emblemático de la organización económica. El banco. Al menos, a priori. El robo a los bancos es materia prima de la historia del cine. Si el cine es (¿era?) el arte popular por excelencia, ¿cómo no desafiar y birlar a los poderosos y sus herramientas sociales? De manera sostenida, necesaria, hay toda una serie fílmica que lejos está de culminar sobre tales proezas o actos delictivos, según se prefiera. Sin ir más lejos, o a propósito de la génesis misma del cine, el western sirve a esta expresión dilemática. El banco es el blanco elegido como dispositivo simbólico que atracar, por nudo que ideologiza las contradicciones. Se lo asaltará tantas veces sea necesario, bajo la forma de diversos géneros cinematográficos. Es en esta estela en donde se inscribe El robo del siglo, de Ariel Winograd (Cara de queso, Mi primera boda, Mamá se fue de viaje). Desde un verosímil que pretende local, en consonancia con la historia verídica que recrea: el robo a la sucursal de Acassuso de Banco Río, en 2006. Pero hay algo que no cierra del todo. Al menos desde lo que significa el término “verosímil”. Si el efecto de verdad, que esta palabra conlleva, tiene que ver con hacer creíble lo que se narra, El robo del siglo está más cerca de ciertas producciones for-export que de una idiosincrasia próxima. En este sentido, las canchereadas de Guillermo Francella no explican la localía sino, antes bien, obedecen a un color local de raíz televisiva. Es un gancho cómplice, que la película juega consciente (así como la redundancia en la relación conflictiva con su hija, interpretada por la propia hija del actor, Johanna Francella), mientras parece más acorde con mucho policial mainstream argentino y reciente, sin personería, apegado a fórmulas predigeridas por consumibles en otras geografías. No se trata de desmerecer el trabajo del realizador Ariel Winograd, cuya película cuenta con un reparto de relieve. Pero si hay un rasgo distinguible en su obra, es la prosecución de la comedia. Cuando ésta aparece, El robo del siglo deja entrever lo que evidentemente podría haber ofrecido: una mirada bufona, desenfadada, que tomara al hecho para desentrañarlo desde cuanta ironía fuese posible. Sin embargo, lo que el film deja percibir son sólo pliegues, inmediatamente ocluidos. La desfachatez, en suma, nunca sobresale. De este modo, El robo del siglo queda sujeta a la explicación de cómo se conforma el grupo ladrón, cuáles son las peripecias que cada uno guarda para sí, quién es el cerebro que las organiza, y cómo se desarrolla el plan. En este rol, aparece –y desde la mejor caracterización- Diego Peretti. Sus constantes porros, su ardid artista, su saber logístico, lo vuelven alguien confiado en las intuiciones. Si Winograd se hubiese dejado llevar de igual manera, seguramente habría podido llegar a un puerto menos previsible y más cercano al espíritu de Mario Monicelli y Los desconocidos de siempre. Estas limitaciones -¿(auto)impuestas?- dejan sentirse en el retrato social que emerge, dedicado a delinear una Argentina de tarjeta postal, en donde las contradicciones que anidan –y que el robo a un banco debiera desocultar- quedan debidamente silenciadas o apenas rozadas (más aún con la crisis de 2001 apenas sucedida, en donde los bancos cumplieron un rol repudiable). Cuando el film se anima a algún diálogo irónico, lo hace de manera cínica. En este sentido, que Peretti amenace al policía con llamar a la Secretaría de Derechos Humanos luego de la requisa de la que es víctima, no puede menos que sonar raro. ¿Por qué estas palabras en boca de alguien “artista” y “ladrón”? A ver, hay dos cuestiones. Desde las aseveraciones que el film profiere, hay otra que deja en claro su tesitura, no casualmente siempre desde el decir de Peretti, en quien la película repara como personaje central: robar un banco es un “acto inmoral”, dice. Y también que Brecht fue quien dijo que peor que robarlo es fundarlo. Entre ambos decires, un “equilibrio”, una simetría vacía sobre la que el personaje despliega su actuar y a partir del cual el film se estructura. Tal equilibrio es consecuencia de una corrección premeditada antes que de una mirada atrevida. Si las notas de comedia de Winograd apenas surgen, es porque nada hay de hiriente en el film. Basta con ver el retrato que de la Policía Bonaerense, del Grupo Halcón, ¡y del propio banco!, se llevan adelante, apenas con algún rasgo de caricatura. Siempre con el cuidado de refrendarlos como entidades abocadas a su deber. “Estamos en democracia”, le espeta Peretti a uno de los policías, así como los yanquis hacen cuando esgrimen su “vivimos en un país libre”. La alusión de estas frases y diálogos no son inocentes. Y no caen bien porque –aquí la segunda cuestión– El robo del siglo es parte del cine que la derecha cimenta entre sus producciones de alto presupuesto y el éxito más o menos asegurado. Que este film será muy visto, casi no caben dudas. El star system vernáculo, las risas garantidas (hay réplicas a las que el público se adelanta, así como sucedía con El cuento de las comadrejas, de Campanella), el concepto de un cine digerible por todos y para todos, lo confirman. En otras palabras, se trata de una película fácilmente asimilable, sin aristas, dedicada a dejar de lado –paradójicamente– el potencial de su mismo director. De esta manera juega también el plano musical, afectado por las melodías de los años 70, particularmente las de Lalo Schiffrin, más algunas notas que evocan al western spaguetti. Tales cuestiones nada tienen de “tarantinianas”, son evocaciones epidérmicas, que intentan situar al film en el camino que otras producciones tallaran (pero aquellas, sin tantos miramientos de mercadotecnia). El robo del siglo no sólo es la película del robo a un banco, sino también la que recrea la captura de todos y cada uno de ellos. Otra vez el “equilibrio”, que no es puesta en escena, sino requerimiento que evita lo que podría ser mal visto o mal entendido (“el banco compensó a sus clientes”, se aclara en el desenlace; además de hacer explícita la preocupación que por ellos manifiesta un gerente). Se trata de una simetría vacía, que pretende neutralidad, que dictamina sobre la “alta suciedad” –vía canción de Calamaro–, mientras deja un sabor insípido al eludir lo que de veras anida tras el robo a un banco. Habrá que volver a Brecht.
El amigo imaginario nazi y gritón Con desparpajo y mirada crítica, la película del neozelandés retrata el triángulo entre un niño nazi, una niña judía y un amigo imaginario muy parecido a Hitler. Con el hándicap alto, gracias a Casa Vampiro –ese mockumentary lóbrego que proliferó del boca en boca y colmillo a colmillo, entre el cine y las pantallas pequeñas- y Thor: Ragnarok –de lo mejor de la casa Marvel, realmente a la altura de las comedietas bufonas de Stan Lee y Jack Kirby–, el neozelandés Taika Waititi se pone ahora el uniforme de Hitler, azuza como amigo imaginario los días y penas de un pequeño de diez años en plena decadencia nazi, mientras una niña judía permanece escondida entre las paredes de su casa. ¿Qué hacer? ¿Cómo conciliar los mandatos gritones del Hitler que se le aparece rutinariamente con la realidad que significa esta niña escondida? Basada en la celebrada novela Caging Skies, de la norteamericana Christine Leunens, Jojo Rabbit se le anima a la farsa disparatada con la Alemania nazi como escenario. Y lo hace desde una temprana inclusión de imágenes de filiación cinematográfica. Sobre los títulos, fragmentos de El triunfo de la voluntad, el relevante documental de Leni Riefenstahl, cineasta del régimen nacionalsocialista, convergen con una dinámica musical suscitada por música de Los Beatles. De este modo, la lisergia se asume y sirve rápido. La operación estética no es novedosa y cada vez es más usual. Es decir, la mixtura de referencias epocales diversas confluyen en el cine como un cóctel molotov, y la deriva resultante se vuelve confusa. Pero el contraste funciona, y lo que parece una locura paulatinamente se asume desde un lugar más introspectivo, frío, herido. Ni qué decir que todo ello tendrá que ser narrado desde el rostro angelical de este niño que parecía reunir condiciones físicas arias, hasta que una bomba le explota encima. Parece un cuadro de Picasso, dirán de él, hasta descubrirlo ante cámara. “Jojo Rabbit” lo bautizarán los propios amigos de armas, quienes se burlan de este pequeño ante la presumible cobardía de un padre desertor, y la alusión con el animalito al que no se anima a partirle el pescuezo. Todo ello dentro de las actividades programadas por uno de los tantos campamentos dedicados a las juventudes nazis; en este caso, a los niños. Campamentos que el documental de Riefenstahl ya refería con grandeza y admiración. De acuerdo con el vínculo cinéfilo, no sólo este film es el que Waititi utiliza como alusión polémica, sino también el que es uno de los clásicos títulos de la producción fílmica de por entonces: Hitlerjunge Quex, realizado por el nazi Hans Steinhoff en 1933, en donde el joven protagonista encontraba en la juventud hitleriana el horizonte anhelado y la razón de ser. Un diálogo de cine que permite pensar también Jojo Rabbit como una variación de Education for Death, un corto de la factoría Disney que explicaba, en 1943, cómo los más pequeños eran introducidos en las bondades pérfidas del régimen, aun contra el deseo de padres y madres. En Jojo Rabbit, así como en ese cortometraje, los jerarcas y oficiales a cargo no son más que un manojo de imbéciles. Peligrosos, machistas y adictos a la violencia. El racismo les es inherente. Y el pequeño Jojo (Roman Griffin Davis) que no quiere ser nada más ni menos que uno de ellos. Allí sobresale el Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), imposibilitado de seguir en las filas, le falta un ojo, a cargo ahora de introducir en este régimen decadente a los más jóvenes. Rockwell, se nota, se lo pasa en grande. Y todavía más con los breves gestos que denotan la simpatía sexual por uno de sus subalternos. Como paradoja, el clima pútrido del film se respira entre cielos azules, verdes de bosque y arquitectura preciosa. Casi de cuento de hadas. Entre medio, cuelgan algunos cadáveres como advertencia. Y los techos de las moradas poseen ventanas que parecen ojos vigías, a partir del lúcido observar que despliega la cámara. Es un entorno amenazante, en donde las calles se han vaciado, y quienes las transitan procuran una normalidad hipócrita. Jojo, por su parte, encuentra en Hitler al rock-star que su edad le reclama. Su pieza está llena de imaginería nazi. Su madre (Scarlett Johansson) es su lugar de cariño pero también el mural contra el que golpea. Mientras el niño cuelga cartelería nazi y profundiza su odio hacia los judíos, la madre lo contradice con gestos diferentes, viajes en bicicleta, promesas de amores venideros. La contradicción final aparecerá en la niña escondida tras las paredes. Una judía en suelo propio. Los temores más horribles, finalmente en la cara. Entre las maneras de sobrellevar lo que parece terrible, surge una oportunidad. Escribir un libro sobre los judíos. Demoníacos, con poderes paranormales, capaces de asumir formas raras, débiles a los brillos de metales preciosos. El mal olor les acompaña. Jojo lleva adelante sus pesquisas, mientras entabla un vínculo con esta niña, apenas mayor, de una edad semejante a la hermana que ya no está. Elsa (Thomasin McKenzie) asume de a poco otro lugar. La situación es previsible, pero ¿cuál podría ser el derrotero, cómo salir de la incertidumbre de muerte que promete el contexto? Mientras Elsa promueve otras miradas y atenciones en Jojo, la figura de Hitler es la que inversamente se desespera y desmorona. La caracterización que lleva adelante el propio Taika Waititi lo sitúa en un lugar de diálogo con otros, dedicados a mismo oficio, desde Charlie Chaplin a Peter Sellers. Seguramente, no llegue a arañar el genio de aquellos, pero de lo que se trata es de urdir un poco más en la gracia patética de ese hombrecito con bigote cuadradito y gestos histéricos. Es cierto que la banalidad podría ser rozada, pero Jojo Rabbit es una película que juega estos gestos en procura de una caracterización mayor, nada ingenua, que culmine por hacer entrever al niño que todo aquello en lo que creía no era más que un mundo criminal. En este sentido, la secuencia del bombardeo, en donde las casitas de cuento de hadas comienzan a reventar, entre cuerpos desmembrados y niños soldados, será el momento de la revelación. Sólo la asunción de la farsa como llave estética permite que la película avance, porque no hay manera de plasmar cómo el horror podría metabolizarse desde la mirada de un niño. Un horizonte negro, en todo caso (allí está Alemania, año cero, el ejemplo maestro). Así como el amanecer de bombas que Elsa y Jojo miran desde la ventana. Por todo esto, la secuencia final elige un motivo que podría resultar pueril, pero no es así. No sólo guarda el gesto un vínculo argumental con lo que la madre de Jojo decía y prefería cuando elegía bailar, sino también una apelación poética que permita catalizar lo que ya no se sabe cómo proseguir.
La obsesión por coleccionar cráneos Dedicado a los caciques Juan Calfucurá, Cipriano Catriel, Mariano Rosas y Vicente Pincén, el documental articula testimonios y apela a la responsabilidad del Estado ante sus víctimas. Dividido en segmentos, cada uno dedicado respectivamente a las figuras de los caciques Juan Calfucurá, Cipriano Catriel, Mariano Rosas y Vicente Pincén, 4 Lonkos construye un relato que puede ser visto desde la elección de cuatro vidas y personas fundamentales, en tanto contracaras del relato histórico hegemónico. Los caciques retratados ofician como efigies a invocar, fantasmas que hablarán por sus descendientes y a través de la tarea ejemplar de investigadores y especialistas en el tema. 4 Lonkos es el segundo documental de Sebastián Díaz, y así como su anterior trabajo -La muralla criolla (2017)-, aquí también se preocupa por dar protagonismo a los pueblos originarios. Los Lonkos (caciques) retratados implican necesariamente otros nombres, como los de Estanislao Zeballos, Perito Moreno, Julio Argentino Roca. Y la entidad que oficia como ámbito disparador al relato es el Museo de La Plata, contenedor de osamentas de indios asesinados, muchas provenientes de fosas profanadas. Es éste el caso de Calfucurá, Mariano Rosas y Cipriano Catriel. Pincén, en cambio, evitó esta tragedia, y fue una serie fotográfica la que el Estado eligió para dar testimonio de su captura. Cada historia es atractiva y es terrible. Y grita la urgencia de revertir tanto discurso ideológico, consecuente con un proyecto de país que no es otro que el simbolizado por la masacre denominada Conquista del Desierto. En este sentido, la inclusión de Osvaldo Bayer durante el inicio marca una seña distintiva. Todavía hay monumentos, calles e instituciones que guardan nombres de espanto, respecto de la historia de cada uno. El Perito Moreno oficia como caso ejemplar. Bayer, desde ya, no tiene empacho en referirlo desde su contundencia. Al hacerlo, la película lo asume y de alguna manera sienta también un homenaje a Bayer, ya que se trata de uno de sus últimos testimonios en vida. De igual modo lo hace con el antropólogo Carlos Martínez Sarasola (fallecido en 2018). En este sentido, en 4 Lonkos puede constatarse una miríada de testimonios, tendientes a hilvanar un recorrido a partir de cuatro historias cuya dramática bien podría ser atendida, asumida, desde otras venas narrativas, como lo supone la historieta y ese sueño de relato coral, tendiente a socializar, que tuviera el guionista desaparecido Héctor Germán Oesterheld. La mención al autor de El eternauta no es gratuita porque hay algo de su sensibilidad que en esta película hace pie, además de vincular la práctica de aquel terror de Estado, perpetrado contra los pueblos originarios, con lo sucedido durante la última dictadura cívico-militar: es uno de los descendientes de Pincén, su bisnieto Lorenzo, quien señala a su bisabuelo como uno de los primeros desaparecidos; y que esto es algo, dice, que le hace recordar lo que otra persona supo decir: “No están vivos, no están muertos, están desaparecidos”, en alusión al dictador Jorge Rafael Videla. La suma de testimonios involucra, de esta manera, un entramado plural, en donde los investigadores dan voz a los libros que toman de sus propias bibliotecas. De este modo, Lucio Mansilla o Estanislao Zeballos hablan, desde un procedimiento similar al que empleara la notable Tierra de los padres (2011), de Nicolás Prividera. En el caso de aquel film, el escenario lo proveía el cementerio de la Recoleta, aquí –sea de modo virtual o presencial– el equivalente lo supone el Museo de La Plata. Allí descansa una colección de cráneos indígenas que fuera una obsesión puntual por parte de los altos mandos. La Conquista del Desierto, en este sentido, obedeció a la consecución de la eliminación taxativa de todo cuerpo o vestigio indígena, tal como se asevera en el film. La profanación de tumbas, por eso, quedaba justificada. Ahora bien, es a partir de esta práctica como se interrumpe lo que no debiera. A la manera de un cuento fantástico. Lo dicho no apela a un artilugio retórico, sino a la simbólica constitutiva de un pueblo. Sarasola cuenta que “Calfucurá estaba acompañado en sus combates por un espíritu guardián, y yo no descarto que ese espíritu haya estado presente a su lado, en el momento de la profanación. Creo que estas cosas tienen un precio, esas fuerzas después actúan. Yo creo que eso es así, porque el mundo indígena así lo considera, y yo también”. Para cada una de estas profanaciones y vejaciones, la película de Díaz apela a la animación, a través de la tarea de Carlos Escudero y Juan Carlos Camardella. Estos momentos permiten un respiro, pero también una truculencia mayor: el registro cambia y la síntesis que suscita el arte animado dota, justamente, de un aura fantástica al hecho aberrante. De igual manera puede pensarse el efecto que desprenden las fotografías sobrevivientes de Pincén, en donde a él y familiares se los ve con la mirada caída, oscura, “es el fin del mundo”, dice uno de sus descendientes al hablar de estas imágenes. Mirar ese registro es extraordinario, porque es violento y se parece a un fusilamiento –Pincén creía que la fotografía le quitaba el alma–, junto al cariño que profesa en el abrazo a los suyos, a quienes ya nada tienen. ¿Cuántas veces más contar estas historias? Todas las veces que sean necesarias. Es más, podría señalarse que nunca serán demasiadas. Que mejor será decirlas, repetirlas, para recordarlas. Es gracias a esta persistencia, que la restitución de los restos de integrantes de los pueblos originarios surgiera como una manera ética fundamental, que todavía hay que pelear ante el modo unívoco de pensar que a veces ofrecen ciertas instituciones, o determinada endogamia intelectual y de derecha. Cráneos, huesos de personas ultrajadas, violentadas, que ofician como decorado museístico, mientras la poca familia sobreviviente reclama por ellos. El camino de la restitución comenzó, y 4 Lonkos lo destaca con el caso de Cipriano Catriel. Recibidos los restos por su pueblo, los ritos cobran vida, y cánticos y palabras evocan como letanía aquellos fantasmas doloridos, capaces de aparecer en cualquier momento, y de tener tanta entidad como la que supone ese cráneo duro, de cuencas vacías, que la cámara observa.
Potente como sólo el cine clásico Basada en la vida del guardia que alertó sobre una bomba en los Juegos Olímpicos de Atlanta, la película de Eastwood reflexiona sobre una sociedad carcomida desde adentro. De una manera ya recurrente –como pocos pueden–, Clint Eastwood asesta otro golpe de cine; y en esta oportunidad, a la altura de un film de Frank Capra. De todos modos, entre tantos maestros como los que le preceden y es deudor –Capra, Ford, Hawks, Fuller–, hay que decir que Eastwood comparte desde hace bastante ese mismo sitial. Lo que falta por ver es quiénes estarán dispuestos a proseguir una senda tan sólida, coherente y polémica. La referencia al cine de Capra viene a cuento porque El caso de Richard Jewell bien podría ser emparentado con alguno de los personajes del director de Caballero sin espada: crédulo, confiado, solidario, atento. Así como en aquel cine, aquí también la paradoja escondida, porque lo que rodea al Jewell eastwoodiano o al Mr. Smith capriano, no es otra cosa más que un nido de víboras. Justamente por esto, y porque se es parte de un tejido social, más vale atender a la ética. Éste es el lugar desde el cual el cine de Clint Eastwood prosigue de manera firme, elocuente en sus títulos más recientes –Francotirador, Sully, 15:17 Tren a París, La mula-, protagonizados por héroes incómodos o ejemplares. En todos ellos, contradicciones que se asumen para finalmente trascender hacia una solución superadora. De no ser por estos (anti)héroes, el todo se desharía. Un todo –la sociedad norteamericana- que parece estar en un estado de quiebre permanente. Tal vez a punto de sucumbir y sin (querer) darse cuenta. Que Eastwood acentúe esta necedad, dice mucho sobre su mirada de mundo: se trata de un autor de 89 años, alguien que siempre hizo primar la resolución por sobre la burocracia o el parloteo de hojarasca. Un rasgo polémico que atraviesa toda su obra. Así, el Richard Jewell que compone Paul Walter Hauser es la expresión más urgente del personaje prototípico que el mismo Eastwood encarnara en El jinete pálido. Ya no se trata de un cowboy fantasma, sino de la historia real del guardia de seguridad que durante los juegos olímpicos de Atlanta 1996, descubre una bomba y evita lo que podría haber sido una catástrofe mayor. Acto seguido, el FBI lo señala como sospechoso. Varias instancias convergen en el hecho. Entre todas ellas, y de manera sustancial, sobresalen dos: el rol del abogado defensor (Sam Rockwell) y el de la periodista que interpreta Olivia Wilde. Así como el abogado Watson Bryant se constituye en amigo y consejero de un risueño Jewell, que vive con su mamá (la extraordinaria Kathy Bates), confía en la policía, y acumula armas en sus roperos –para cazar ciervos y porque es Georgia, dice-; Kathy Scruggs es la periodista arribista que no duda en intimar sexualmente con tal de conseguir información. Lo hará con Tom Shaw, el agente del FBI (de nombre inventado) que interpreta Jon Hamm. Al respecto, no vale la pena el escándalo sobre el accionar sexual que inventa (o no) la película. Por un lado, se trata de un vínculo que los dos personajes sostienen de un modo histérico y desde hace mucho, tal como se entrevé, y por otra parte o a propósito de ello, lo sustancial es la alegoría carnal, impúdica, entre los dos poderes más importantes de la sociedad: el gobierno y el periodismo. Esto es así señalado, y de un modo literal, durante uno de los parlamentos de Bryant, cuando precede en su palabra al descargo público de la madre de Jewell. Vale decir, entre el FBI y la prensa existe una connivencia histórica. Peor aún, a la manera de una relación rota, no faltará el momento en donde él le diga a ella que ya no la necesita. Por todo esto, como alabardero que sabe esperar su momento, Bryant perfila sus palabras de manera precisa y las reúne de modo irreprochable. Cuando sostenga su diatriba con la periodista, lo que hace –acción metonímica, al fin y al cabo- es proferir el desdén que siente por tanta ética malvendida, pendiente de la notoriedad e irresponsable. En suma, de lo que se trata es del juego del poder, y de qué sucede cuando se dispone de una porción del mismo. Allí está el desafío temprano que el film expone. Basta con llegar a ser policía para estar a un paso de ser un imbécil, le dice Bryant a Jewell. En la película no faltarán imbéciles; de hecho, así denomina Bryant a quienes detentan las placas del FBI: individuos que descuidan el sustrato social que comparten, al cual ponen en riesgo. Y esto es algo que el cine de Eastwood viene señalando de manera angustiante. Al respecto, basta ver el comportamiento que del grupo social el film muestra: bailes de coreografía autómata, desprecio por la normativa compartida, burla sobre el más débil o “distinto”. Justamente, Jewell es obeso, un blanco para una mofa que excede edades determinadas o de “bullying”. El “¡USA, USA!” que la muchedumbre corea parece un despropósito. En todo caso, se trata de una sociedad que espera la oportunidad del desprecio y el escarnio, con la televisión y el periodismo venal como herramientas de apoyo. “Mamá, quieren que escriba un libro”, dice impresionado Jewell a las pocas horas de haber sucedido el atentado. Pero nada es lo que parece. A esos libros –se le explica a Jewell y a tantos espectadores distraídos, que leen cosas similares– los escriben otros. Sólo es cuestión de decir si se está de acuerdo con lo escrito, y ganar dólares. Siempre y cuando se siga siendo el héroe que se dice. Por eso, más vale estar atentos. Así como lo señala la frase que Bryant guarda en su despacho y que la cámara de Eastwood no disimula: “Le tengo más miedo al gobierno que al terrorismo”. Puesto que el terrorismo es la figura que asola la organicidad del grupo social, El caso de Richard Jewell debe tomarse de manera irónica, con los propios encargados de sostener a la sociedad siendo consecuentes con su disolución. En este sentido, hay una secuencia ejemplar. La madre de Jewell se encierra en su habitación y llora. Mientras Bryant aguarda en el living, el hijo golpea a la puerta. Ella se resiste. Sale, y entre lágrimas dice que tiene miedo. De golpe, todo el mundo se viene encima. No hay de dónde sostenerse. Es uno de los momentos más hermosos y terribles de todo el cine de Clint Eastwood. Como corolario, vale destacar el plano medio de Jewell, disparando al público con su arma de video-juego durante una de las primeras secuencias. Un evidente acto reflejo del famoso plano de Asalto y robo al tren, de Edwin Porter, con un bandido en misma acción. Porter es uno de los padres del cine. Eastwood viene de esta progenie.
El cine contra las cámaras vigilantes En su película más reciente, el realizador filtra alusiones al cine negro y el western, con una mirada crítica que pone en duda a vigilantes y vigilados. Para disfrutar de La Gomera más vale saber silbar como pájaro. Y si no se sabe, a aprender. Así le sucede a Cristi (Vlad Ivanov). Con él, el espectador ingresa al mundo particular que propone el rumano Corneliu Porumboiu, cuyo film más reciente formara parte de la competencia internacional en Cannes. Uno de los autores de renombre del cine contemporáneo, responsable de títulos como Bucarest 12:08; Policía, adjetivo; El tesoro; Porumboiu recurre en La Gomera al cine clásico y sus géneros, y apela a ellos como estandartes de una seguridad narrativa que el realizador, desde ya, exhibe. Pero desde una propuesta disruptiva. Porque, ¿qué es lo que entre gestos adustos y silbidos alfabéticos traman sus protagonistas? ¿Por dónde van los derroteros de este film raro y sincopado? En La Gomera, Cristi es un policía que trama amistades en el mundo criminal, mientras persigue la resolución de un caso con un pie puesto en Rumania y el otro en La Gomera, una pequeña isla de las Canarias. Hay dinero de por medio, hay armas y hay mujeres. Y todo ello, de manera simétrica entre policías y criminales. Así, no sólo estará Cristi situado como bisagra entre uno y otro mundo, sino que también él mismo será un misterio per se. El rostro inescrutable que permite la caracterización de Vlad Ivanov no deja elucubrar hacia dónde dirige su accionar. Hábilmente, Porumboiu llevará la película hacia una espiral de semejanzas, que terminarán por poner en duda la diferencia ética en el accionar de los personajes. En todo caso, y si hay una ética, ¿dónde quedó? En este sentido, no faltarán alusiones al comunismo y la política actual a partir de diálogos sesgados. La Gomera construye una mirada crítica sobre un tejido social corrupto y vigilado: las cámaras espías sobreabundan, todos las detentan y aceptan. De este modo, la cámara de cine, por esencia, es denuncia misma de esas otras cámaras que vigilan. En una hay poesía, en la otra no. Si se ha sobrevivido a espacios de encierro, y el cine de Porumboiu parece decir esto, aferrarse al cine es hacerlo a esa poesía. De esta manera, y para llevar adelante su propósito estético, La Gomera se vuelve deudora consciente del mejor cine clásico, apela a su estructura y tópicos al tiempo que los enrarece. La isla La Gomera es la que permite el desdoblamiento geográfico con Rumania, habilita la dualidad idiomática, y la instancia intermedia que es el Silbo Gomero, un ardid criminal para pasar desapercibidos ante la policía. De un lado y otro, persecuciones, delaciones, chantajes y seducciones. Y silbidos. Para llevar adelante su propósito estético, La Gomera se vuelve deudora consciente del mejor cine clásico, apela a su estructura y tópicos al tiempo que los enrarece. La treta de los silbidos no deja de ser bizarra, basta ver la puesta en juego de este medio de comunicación en el comportamiento de los personajes: silbidos a la distancia, con los edificios como paisaje. Pero en verdad, el film no es demasiado extraño. Antes bien, ¿qué sería un film extraño? Si hay algo extraño en La Gomera, por no usual, es su elección formal, algo también discutible, vista la cinematografía del director. Así, Porumboiu apela a elipsis y actuaciones afectadas. Las elipsis ciegan al relato mientras le permiten avanzar o retroceder temporalmente (la espiral, como se decía), porque dejan en secreto las intenciones verdaderas de los personajes. Por otro lado, la afección en las caracterizaciones lo acercan a caminos transitados, si se quiere, por el cine de Aki Kaurismaki. En rasgos generales, podría practicarse también una semejanza con el cine de Christian Petzold, y particularmente con Transit, en donde el realizador alemán reformula el cine de ciencia ficción desde los parámetros de la Europa más actual y racista. Por su parte, La Gomera apela en su fundamento al cine noir. También al western. De hecho, entre cine negro y western hay concomitancias: el (anti)héroe solo, los indios o criminales, la ciudad y la pradera; caras intercambiables que en sus mejores ejemplos escapan al planteo maniqueo. Es por eso que en una escena memorable, La Gomera se sitúa en una sala de cine (escondite predilecto del cine noir) mientras se proyecta Más corazón que odio, de John Ford. A partir de allí, la relación entre Cristi y el Ethan Edwards de John Wayne será inevitable, ya que así como le ocurre a Wayne en su desgarro entre indios y colonos, otro tanto le sucederá al policía rumano. Puesto que el desdoblamiento apela de manera esencial al cine negro, la referencia western oficia de modo connatural (y mucho más que el guiño que asimila los silbidos indios de esa escena con los aprendidos por el propio Cristi). No es casual, entonces, que la femme fatal que compone (la también modelo) Catrinel Marlon responda al nombre de Gilda, la mujer equívoca que interpretara Rita Hayworth en la magistral película de ese nombre. Tales alusiones son muestras evidentes de un cine que ha sido. Justamente, Más corazón que odio se exhibe en una cinemateca. De este modo, es el mismo encuadre del film de Porumboiu el que oficia como memoria cinéfila, así como cuando incluya en su puesta en escena la referencia a la ducha de Psicosis –otra película que trabaja la dualidad-, pero aquí desde planos réplicas, integrados a la narrativa. Esta relación alcanza su punto mayor en la correlación sonora y final entre la película que Cristi observa por televisión y lo que realmente sucede. Los disparos de la película televisada y los de la película que es La Gomera se confunden. Con este procedimiento, en esta fusión, Porumboiu hace de su film un artefacto consciente, atento con su historia fílmica y capaz de pensar un después cinematográfico, un más allá. Aquí las claves de por qué se trata de un gran realizador. Como dato mayor, habrá que pensar en esos viejos decorados de estudio abandonado que la película elige como lugar en donde se fragua la resolución. Unos decorados de pueblo fantasma –de nuevo el western-, sin embargo devueltos a la vida cinematográfica gracias a La Gomera. La operación es melancólica y superadora. La película misma encarna en lo que ha sido y le devuelve una sobrevida, tal vez fugaz. La imagen resultante abre una respiración cinematográfica vivificante y lúcida. Alcanzado el desenlace, hay una justicia poética que tiene que ver con lograr huir de los ámbitos de encierro: el policial, la cárcel, el hospital. Lo que espera, tal vez, sea una alucinación. Tan febril y hermosa como lo es el cine mismo.
El cuidado amoroso y contar historias En su segundo largometraje como director, Casey Affleck revisita una tierra desolada, de violencia machista, a partir del cariño entre un padre y su hija. En la línea de películas apocalípticas y recientes como Un lugar en silencio o Bird Box: A ciegas, y una sensibilidad cercana a la notable (y maldita) La carretera –novela de Cormac McCarthy mediante–, el segundo largometraje del director Casey Affleck le sitúa de manera todavía mayor en una trayectoria que ya le reconoce como uno de los intérpretes relevantes de su generación. A partir de un guión también de su autoría –lo que hace de Affleck un realizador integral, y más vale tenerlo presente–, La luz del fin del mundo indaga en las postrimerías de una sociedad caída, cuyo fondo ya es la ciénaga donde apenas se chapotea. En este lodo vestido de blanco –en donde el frío se hará sentir con una nieve espesa– deambulan un padre y su hija (Casey Affleck y Anna Pniowsky). Resulta que un virus atacó y diezmó a la población femenina. De este modo, la niña inmune crece al cuidado de un padre que le disfraza la identidad cuando algún curioso merodea entre los bosques vacíos. A partir de un guión también de su autoría –lo que hace de Affleck un realizador integral, y más vale tenerlo presente–, La luz del fin del mundo indaga en las postrimerías de una sociedad caída, cuyo fondo ya es la ciénaga donde apenas se chapotea. En este lodo vestido de blanco –en donde el frío se hará sentir con una nieve espesa– deambulan un padre y su hija (Casey Affleck y Anna Pniowsky). Resulta que un virus atacó y diezmó a la población femenina. De este modo, la niña inmune crece al cuidado de un padre que le disfraza la identidad cuando algún curioso merodea entre los bosques vacíos. Así como en Bird Box y Un lugar en silencio el modelo familiar clásico aparece diezmado y la mujer es quien surge como lugar desde el cual repensarlo. Sobre los restos de lo que era, sumidos en una violencia naturalizada, lo que alumbra es una sensibilidad diferente. No es casual, por eso, que la iconografía de éste y otros films remita a la barbarie zombie o las infecciones letales. La tierra se ha vuelto un páramo, la calidez sólo existe en los recuerdos. Si hay algo luego de todo esto, tendrá que ver con volver a contar historias, pero desde un punto de partida distinto, que asuma lo sucedido y lo transgreda. El plano último, justamente, elige problematizar lo sucedido desde varios ángulos, sea por la alusión maternal trastocada –la hija como madre pero sin serlo-, pero también por el cuidado que se asume hacia el mundo que toca. Un mundo que no es el mejor. Pero sin esa toma de consciencia, sin esas historias que intentan pensar lo que les rodea, no habría pregunta alguna sobre qué es la moral, qué es la ética, tal como surge de la curiosidad de la niña. Dos aspectos que la película tematiza y disimula como diálogos casuales, mientras los pone en acto a lo largo de su argumento. Sea por un virus maléfico o no, lo cierto es que el padre ha quedado solo. El hombre solo. “No podré”, llora él desde el recuerdo; “Sólo tenla cerca de ti”, le dice su mujer exánime (Elizabeth Moss). Allí está el secreto mayor, el más profundo, cuyas consecuencias la película habrá de esbozar una vez arribe a su desenlace y a la manera de puntos suspensivos, en la mirada de una niña que ha crecido rápido, pero con la confianza de quien ya sabe tomar decisiones.
Entre el pasado y las máscaras Pensada como un juego de apariencias, de simetría progresiva, la película de Bill Condon indaga las heridas de un pasado que es, siempre, presente. Ingresar al verosímil que supone El buen mentiroso es un disfrute per se. Así como lo proponía Un ladrón con estilo, donde Robert Redford gana toda simpatía como ladrón de bancos. Invariablemente, algo similar sucede si al estafador añoso prometido lo asumen los rasgos de Ian McKellen. Ni qué decir si la combustión actoral ocurre junto a Hellen Mirren. ¿Cómo resistirse? En este sentido, el film que dirige Bill Condon apela a una fórmula narrativa de vínculo genérico con el thriller o el espionaje. En verdad, las variaciones podrían ser también otras; entre ellas, las películas de estafadores y/o de “edad avanzada”. Cada uno puede hacer su lista favorita. En todo caso, El buen mentiroso propone un diálogo que es consciente de estas filiaciones. Así, el espectador se sabe en territorio conocido, puede acceder desde lo que ya ha visto, y permitir que el film se desarme y rearme cuando así lo disponga. Lo dicho es sustancial. Porque allí cuando la película se deshaga y rehaga, el procedimiento no será formalmente novedoso, está claro, pero las consecuencias semánticas estarán a tono con las discusiones sociales del presente; algo que el cine, desde ya, asume siempre: aquí está la virtud mayor de El buen mentiroso. En tal sentido y desde luego, no se revelará el devenir argumental al cual se aludió, sino sólo señalar que Roy (McKellen) es un habilidoso chanta que se queda con ganancias millonarias, mientras los incautos caen a su alrededor. Es en este derrotero habitual –se trata de alguien que, parece, se ha ganado la vida de esta manera– en donde aparece la figura de Betty (Mirren). Allí el conflicto y sus ambigüedades, entre las mentiras inevitables y el vínculo que surge. Y claro, no estará demás reiterar lo que ya se sabe o presume: entre actriz y actor la película encuentra el encanto mayor. De nuevo: ¿por qué resistirse? Ahora bien, vale comentar un sostén mayor, que hace de la película una pieza de encastre en la obra de un director no demasiado brillante pero no por ello menos atendible. Junto a Ian McKellen, el neoyorkino Bill Condon ya había colaborado en otras ocasiones: Mr. Holmes y la espléndida Dioses y monstruos, sendas variaciones otoñales del detective de Baker Street y del director cinematográfico James Whale. Pero también, claro, revisiones melancólicas del whodunit y el terror frankensteiniano (Whale dirigió Frankenstein y La novia de Frankenstein). Es en la estela que dibuja este diálogo con el cine sucedido, donde puede y debe imbricarse El buen mentiroso. En su caso, la revisión de la película alude también a citas que integra y reorienta. Ya en una de sus primeras secuencias, Betty y Roy van al cine a ver Bastardos sin gloria: “Ojo -dice él- los jóvenes se creen cualquier cosa”, en relación al asesinato falsario y vía metralleta de Hitler; pero ella disiente. La inclusión del film de Tarantino obedece a cuestiones que El buen mentiroso guarda de manera ulterior. Además, las réplicas entre Betty y Roy son también señales cifradas, porque ojo, el cine es la verdad/mentira puesta en escena, todo depende de cómo se diga lo dicho, y de cómo se muestre lo visto. Así como el film de Tarantino tiene su eje y conflicto en la Alemania nazi, en El buen mentiroso no tardarán en surgir revisiones temporales que la resitúen en aquella guerra, mientras el nieto de Betty profundiza sus estudios sobre Albert Speer y se vuelve un escollo para los planes de Roy. Éste, en tanto, algo parece que sabe sobre aquellos años tortuosos. Entonces, ¿qué hacer con el pasado? ¿Dejarlo tranquilo? Lo hecho, hecho está, dice él. Pero del pasado se puede aprender, agrega ella. Así como el film de Tarantino, hay dos referencias sustanciales más que destacar. Una de ellas se vincula con la extraordinaria Trágica sospecha, de Robert Wise –y no se dirá por qué, sino sólo recordar que aquella película de Hollywood es de 1951, tan cercana al final de la guerra pero tan candente en su planteo-; la otra con una historieta de culto, también de los ’50 y precursora del cómic de autor: en Master Race, los guionistas Bill Gaines y Al Feldstein, junto a los lápices del asombroso Bernie Krigstein, narraban cómo un sobreviviente del Holocausto reencontraba a su torturador en un subte de Estados Unidos. El buen mentiroso guarda una secuencia puntual en un ámbito igual, que reverbera de forma intensa con la propuesta de aquella historieta maestra. En cuanto a lo narrativo, tal vez de modo inevitable, la película de Condon tendrá que jugar con las cartas desde las cuales se propone. Vale decir, la instauración del verosímil habrá de vérselas con la reorientación del argumento. Para ello, los resortes dramáticos y sus recursos quizás se resientan un poco, pero nada hay de reprochable en ello. Seguramente haya algo, bastante, de exageración en relación a lo plausible; pero la película no deja de ser un juego de caras dobles tan cambiante como los ya propuestos (magistralmente) por David Mamet en Casa de juegos, y David Fincher en Al filo de la muerte. Además, en El buen mentiroso hay una mirada que actualiza hechos aberrantes, porque al pasado, como ya lo dice Betty, hay que revisarlo para aprender. Es por eso, justamente, que nada hay de perdón hacia ciertos hechos. Y es por eso que no habrá cantidad de años suficientes que hagan evanescer tales responsabilidades. Así como ese secreto que sobre su desenlace guardaba la película El plan perfecto, de Spike Lee: a la vista de todos, apenas disfrazado, y más vale descubrirlo. Hay que descubrirlo porque de ello depende todo lo demás. Una cuestión esencial que la película asume desde un juego de engranajes que responden a un enigma. La diversión narrativa que tales juegos prometen está, y resulta atractiva. Y lo es todavía más cuando lo que asoma es algo que dice de manera intensa, mayor y subversiva.
Cuando el cine tiene una mano maestra Un relato mesurado hace de la última del director de Buenos Muchachos un retrato profundo e irresistible sobre un sicario de rostro duro y preguntas internas. Cuando El irlandés concluye, es un sentimiento de abatimiento. La película se deshoja, se vacía mientras sucede. El camino para llegar allí requiere de un ejercicio de la memoria, de un esfuerzo por reconstruir las piezas que hacen a la historia. Un relato que reaviva otras voces, habitantes de la calma fantasma que enhebra la voz de Frank Sheeran (Robert De Niro), alguna vez sicario y amigo de Jimmy Hoffa. Para llegar allí habrá que acercarse. El travelling va en su busca, lo encuentra a Sheeran apacible, en una casa geriátrica. El recurso es clásico, remite a Hitchcock -en su involucramiento del espectador- y sobre todo al Billy Wilder de Pacto de sangre: así como Fred MacMurray en aquel film, aquí Sheeran: no es una confesión, tampoco un arrepentimiento, sólo una historia que contar. Desde luego, la acción encierra mucho más. Habrá que atravesar las 3 horas y media del film para llegar al abatimiento al que se aludía. Para notar la brisa amarga de una vida que se estira cuando todo lo anterior ya pasó, tan rápido. Y lograr uno de los momentos más bellos en todo el cine de Martin Scorsese. La sensibilidad se percibe. La vida vivida, lo mucho que contar, entre pecados y dudas. Son éstas las que persisten, pero ya nada se puede hacer. Sólo contar, narrar. Esperar. En este sentido, El irlandés es un film cuasi testamentario. Realizado desde una necesidad que se siente inmanente. De manera nada casual reúne a los viejos amigos –De Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel-, junto a un Al Pacino que extraña no haya trabajado más con Scorsese. Una vieja guardia que asume el amor por el cine, desde el cine. Scorsese está en la piel de este Sheeran/De Niro, quien virtud digital mediante, podrá rememorar años mozos. Estirar su piel y hacer de cuenta que el cine es la máquina del tiempo. Pero también un documento inevitable sobre lo que ha sido, lo que ya no es. Un dolor al que asomarse, a partir de la alegría sucedida. La relación es ambivalente y necesariamente así. De este modo, El irlandés significa una síntesis entre el cine que el propio Scorsese ha hecho –con muchos de estos buenos muchachos en sus filas- y el que ahora hace: taciturno, como un zorro viejo, meditabundo, tan cercano y cada vez más (allí está Silencio para corroborarlo) a Roberto Rossellini. Sheeran es un sicario, también padre de familia. Su rostro pétreo hace difícil saber qué dilucida. Quien se lo reclama es el mismo Jimmy Hoffa durante una de sus tantas peroratas, que Pacino encarna desde un histrionismo consciente, capaz de articular lo malsano y humorístico. Hoffa y Sheeran son un dueto tan fuerte como el que éste compone con Russell (en la piel de un Pesci felizmente devuelto al cine, con años encima y una presencia en pantalla que sólo debía revivir Scorsese). Si Sheeran es la cara que no se inmuta, de gestos adustos, proclive a la matanza que se requiera –como la que sus mismos superiores le endilgan durante la guerra (de paso, otra incursión despiadada de Scorsese en cuanto al proceder de los aliados, así como lo refiriera en La isla siniestra)-, un paralelo frío, espejado, se dibuja en el rostro de una de sus hijas. La niña lo ve hacer lo que él sabe, supuestamente para protegerla. Y esto es así porque no puede ser de otro modo. Es el lenguaje, son los códigos, que este matón –veterano de guerra y chofer de camiones- conoce. La desazón, la mirada dura, está en la niña tanto como en él. Habrá que tenerlo presente durante toda la película. De esta manera, el rostro de De Niro se vuelve –vía make up digital y real- temporalmente maleable, pero siempre ligado desde la contención que el actor profesa: años más, años menos, Sheeran continuará imperturbable. Mientras, a su alrededor se entreteje todo un mundo, en el cual él sabrá oficiar –de modo consciente o involuntario- como uno de sus personajes centrales. Él en el medio de la mafia, los negociados y la corrupción política, los abogados sin escrúpulos, la lealtad y la traición. En suma, la delineación de un submundo que no es nada ajeno a la superficie diurna sino, antes bien, sustrato constituyente. Este planteo ya estaba en otros films de Scorsese, pero aquí tiene una sentencia: la organización social norteamericana es esencialmente corrupta. Asumida esta verdad, el dinero mafioso irá en partes iguales –según sean los intereses- para Nixon o los Kennedy. Entre otros motivos, vale destacar uno: hay que quitar a Fidel Castro de la isla para volver con los casinos a Cuba. (¿Cuántos otros títulos del cine más reciente se permiten una crítica tan desenfadada?). En este sentido, la trama social responde a una jerarquía que se acepta pero no se nombra de modo directo. Un status quo al cual rendir cuentas. Así, un diálogo entre Hoffa y Sheeran se asemeja a un ida y vuelta de palabras en clave que rememoran –en un ardid cinéfilo sin par- las viejas réplicas entre Abbott y Costello, mientras las alusiones disparan dardos que rodean el asesinato de JFK, algo que Hoffa sabrá cómo celebrar. En suma, Sheeran es alguien que la misma sociedad ha delineado como tal, obediente con las órdenes superiores, consciente del dinero que requiere el cuidado familiar, respetuoso de las normas convenidas. La celebración de su persona, de su capacidad para pintar paredes de rojo -tal el prólogo godardiano del film, también su corolario- no tardará en ocurrir, entre agasajos y discursos. Todo un mundo en las manos. Pero al final, poco. Es más, se acerca la Navidad. Pero los días ya son todos iguales. Y Scorsese que hasta quita la música a la banda sonora. La película se vuelve casi muda. Permite que se sienta el respirar de las voces. Los diálogos con el sacerdote, la enfermera, los agentes de la ley. Ya no queda más nadie. Sólo un resquicio a través de la puerta, por medio del cual sostener un vínculo, aunque más no sea ritual, con lo que paulatinamente se evanesce.
Jazz y serie negra como antídotos A partir de la novela de Jonathan Lethem, el actor y director retrató de una sociedad de rostros adinerados y corruptos. Con el acento puesto en el cine noir, Huérfanos de Brooklyn exhibe, a pesar de ciertas estridencias, virtuosismo. Segundo film de Edward Norton como director, también guionista –a partir de la novela homónima de Jonathan Lethem–, los años ’50 asoman aquí como una bisagra iconográfica que todavía guarda apego por la década precedente mientras atisba el devenir. Y lo que viene, justamente, no puede ser más oscuro. En este sentido, la película de Norton manifiesta una mirada crítica, a tono con el desencanto del género cinematográfico en el que se inscribe. Es ello lo que la vuelve atendible, como reiteración consciente de los tópicos cultivados por una de las más fecundas vertientes del cine norteamericano. Así, el cine negro continúa como un espejo que tiñe y deforma las promesas del bienestar citadino y americano. No casualmente, el argumento se localiza en una década conservadora, cuando el macartismo exhibió de manera horrible sus garras. Por otra parte, hay que decir que Huérfanos de Brooklyn tiene un cuidado formal por la reconstrucción que hace de ésta un aspecto que distrae. Es una película de gran presupuesto, que subraya los elementos estéticos –decorados, iluminación, vestuario– por medio de los cuales aquel gran cine de los años ’40 y ’50 sobresalió. Lo que sucede es que el cine negro tuvo cuna de privilegio en el cine B, un cine de bajo presupuesto cuya lógica ya no existe. Así, el film de Norton dialoga de un modo ambivalente con lo que se propone. El cometido, de todos modos, cumple. A partir del asesinato de su jefe y amigo (Bruce Willis), Lionel (Norton) asume la investigación como una deuda moral. Integrante de un equipo de detectives sin demasiadas ganas, Lionel hace su camino a partir de unas pocas pistas. Las pesquisas le llevarán a desentrañar un complejo entramado de poderes que nacen y terminan en la misma ciudad de Nueva York. De este modo, Huérfanos de Brooklyn hace de la ciudad el personaje central, contenedor de las alianzas y traiciones que suscita para su respiración. Un oxígeno que se vale de estertores. Para ello, la connivencia oportuna entre capitalistas “visionarios” y políticos de piel cambiante. En todo caso, la corrupción surge como manera habitual al momento de convocar alianzas, liar los asuntos, y controlar el mercado inmobiliario. En este caldo de cultivo se mueve Lionel. Y lo hace a pesar de su síndrome de Tourette, al cual puede más o menos controlar con chicles y marihuana. A la manera de “El otro yo del Dr. Merengue” de Divito, cuando Lionel observa o escucha algo que le llama la atención, no puede evitar juegos de palabras o contestaciones, mientras disimula en vano. En este sentido, el desafío que Norton imprime a su personaje tiene, por momentos, pasos de comedia y rasgos dolorosos. Como sea, Lionel deberá confrontar consigo mismo cuando se adentra en un pozo que huele cada vez peor. Y lo que anida, claro, es el foso de víboras. ¿Qué es el poder?, le pregunta Randolph (Alec Baldwin), el mentor de las reformas edilicias más importantes de la ciudad. Es la posibilidad de hacer lo que se quiera sin temer las consecuencias. Más aún, es la certeza de saberse por encima de todo y de todos. Desde esa altura, decidir. No importa si el cometido implica dejar sin hogares a barrios enteros y a quienes allí habitan: aquellos cuyas voces se desarticulan mientras quienes dicen representarlos traman acuerdos a sus espaldas. Además, los medios de comunicación están dominados por esta lógica. Todos en manos de uno solo. La política, entonces, como simulacro de sí misma. De cierto modo, podría pensarse que Huérfanos de Brooklyn es un film de mirada caída, sumido en una desilusión social que no avizora posibilidades. Pero lo cierto es también lo opuesto. Hay que atender a la delineación de las organizaciones sociales. Al acento que el film permite a las asambleas y la toma de consciencia grupal. Aquí, vale la mención de la elección musical para la película, de cómo el jazz entreteje algunos de los mejores momentos y da ritmo a los tics incontenibles de Lionel. La música de los negros aparece como la tecla vital de la sociedad (ya lo dijo Clint Eastwood, Estados Unidos aportó dos grandes artes al mundo: el western y el jazz). Entonces, es allí, en la raíz del asunto donde habrá que entrar en trance y cambiar el mundo. Al respecto, hay una alusión clara a Charlie Parker. Y Parker, por supuesto, hizo mucho más por el mundo que tantos Ceos y empresarios iluminados. Aun cuando huelgue decirlo, no se trata de un film preocupado por un período histórico pretérito –algo nada desdeñable y siempre necesario–, sino por el presente más inmediato. De este modo, la caracterización del empresario que es vértice de la pirámide, cuya base esconde manipulaciones, miseria y crímenes, no puede ser más urgente. Sobresale, sí, un ánimo cansino. Porque una vez descubiertas las cartas del asunto, no necesariamente se enderezarán los rumbos. Habrá que estar, más vale, siempre atentos. Ahora bien, ese hálito de pesadumbre le corresponde por esencia al género negro y a su angustia de tinte metafísico. Es este género el que ha dado voz a los marginales y los perseguidos. Entre ellos, el curioso private eye de Norton (y de Jonathan Lethem). Al menos, el film le permite un respiro, una caricia de tranquilidad y una sonrisa de horizonte. Las últimas piezas encastran y Lionel descansa: aun cuando el consabido sumidero de decisores con rostros lavados continúe. Es por esto que el final tendrá que ser pensado no sólo como un cuasi “happy end”, sino también como el afecto compartido entre quienes se saben marginados
Cuando el terror invoca lo pagano El film ofrece un viaje alucinado, que se disfraza de festividad y rituales extraños, tendientes a revelar lo que anida y está podrido. La secuencia inicial de Midsommar deja las piezas dispuestas sobre el tablero. Lo hace de manera puntillosa, como lo significa la transición entre las escenas. En primera instancia, del exterior al interior, a través de planos fríos, níveos, de la naturaleza invernal al calor del hogar. La ciudad semeja -sin serlo- una maqueta, y de este modo el director Ari Aster guiña hacia su film anterior, notable: El legado del diablo (Hereditary). Una vez en la intimidad de Dani (Florence Pugh), sus llamados telefónicos vierten hacia problemas con la hermana, sus padres, y su pareja. Los diálogos abren el espacio visual. Así como alertan sobre el devenir inmediato y el posterior. En cuanto a lo próximo, será cuestión de seguir el recorrido visual que dirigen los travellings hacia lo macabro, como situación final que sutura los diálogos oídos y sesgados, con un rojo infierno como corolario de un hogar nada risueño. Lo que habrá de suceder después ha sido -apenas- sugerido. Para eso, habrá que atravesar una ventana. El film de Aster se disfraza de códigos adolescentes, aquellos que suelen revestir a propuestas similares dentro del cine de terror. La ventana marca el desenlace de la secuencia y el "comienzo" de la película (los títulos así lo señalan). Cuando el travelling se deje subsumir en ella, lo hará como encuadre réplica, así como Hitchcock en La ventana indiscreta. La ventana, entonces, como imagen duplicada, como reiteración precedida de otras instancias. En lo anecdótico, vale referir que la hermana de Dani es bipolar. En lo formal, mejor aún detenerse en la construcción simétrica de los planos. Uno de ellos es formidable: la sitúa a Dani en una frontera intermedia, borrosa, entre dos franjas verticales que no dejan adivinar el espacio visual. Luego, su desplazamiento y la variación focal permiten dar cuenta de que se trata de un espejo (otra vez la dualidad), y dan nitidez al fármaco que ella elige. El medicamento está en uno de los extremos del cuadro: todo contenido allí, dentro del mismo plano. Alterado el equilibrio (¿mental?) de Dani, podría peligrar la simetría general. Ésta es la razón de lo que sigue. Así, Midsommar inicia con una falta. Una ausencia. Una vez sufrida, de lo que se trata es de recuperarla, de suplirla. Hábilmente, el film de Aster se disfraza de códigos adolescentes, aquellos que suelen revestir a propuestas similares dentro del cine de terror. De este modo, el novio de Dani, Christian (Jack Reynor), está a punto de viajar a Suecia con sus amigos y compañeros de estudio. Se trata de una festividad legendaria, en una comuna de vida alejada. Desde luego, las promesas de efusión sexual rondan los sueños del grupo. Pero Dani, la espina, irá con ellos. Un paraíso de techos en sospechoso declive. El verde de la naturaleza contrasta en el blanco de los atuendos. Así las cosas, podría decirse que Midsommar apela a recursos ya vistos pero nada desdeñables: alejados del entorno familiar, situados en suelo y costumbres extrañas, el grupo habrá de vérselas con los otros, o también consigo mismos. La comuna sueca les recibe con drogas y sonrisas, mucho sol y nada de tecnología. Un paraíso de techos en sospechoso declive. El verde de la naturaleza contrasta en el blanco de los atuendos. Hay silencios compartidos que descifrar. Inscripciones rúnicas y relatos en paredes y telares. Un equilibrio simétrico entre hombres/mujeres, naturaleza/civilización. Y un templo triangular prohibido. De modo irónico, Christian y amigos son estudiantes de Antropología. Uno de ellos, al menos, tiene previsto que este viaje sea su doctorado. Pero también, como un detalle que cobrará un vuelco cada vez mayor, es Christian quien contiene en su nombre una clara filiación cultural y religiosa. Él, el hombre de nombre suficiente, tendrá que ver cómo lo que le ronda comienza a delimitarle, a circundarle, a embriagarle. Una fuerza que crece y es imparable, de sintonía eminentemente femenina, revelará paulatinamente un goce siniestro. En medio de todo ello, hay que recordar que está Dani. Y tener presente que si hay algo que ella requiere es resolver lo que le ha sucedido. Mejor dicho: lo que le sucede. Sus dudas sobre si Christian es o no el hombre indicado se cruzan con alucinaciones y los fantasmas de sus seres queridos. Si el film se atiene al fármaco del inicio (esa droga legal), habrá que tener en cuenta el devenir, porque el extrañamiento es pronunciado y lo que parece una película de comunidad secreta y diabólica podría ser también algo más. Así como Christian, Dani es atraída por tradiciones que no sospechaba propias. Ritos, encantamientos, bailes, que su cuerpo y mente aceptan no sin resistencia. La plenitud está cerca. LEER MÁS Bahía Blanca | Página12 Para llegar allí, Midsommar se sitúa en un umbral, y lo hace en virtud de una fiesta sueca real, con la cual se recibe el verano en ese país. La fusión entre verismo y alteración, entre la imbricación legendaria y su sublimación, aparece de forma alucinada. Pero es en Dani donde la película hace pie, en quien se sitúa y enrarece. Así como en El legado del diablo, en Midsommar hay un concepto social y familiar que es puesto en jaque, agrietado y reventado. En todo caso, la comuna perversa no es otra cosa más que la imagen que el film le devuelve al conglomerado de casitas inicial, adocenadas. El verano sueco vendría a ser el sol hermoso que descubre la podredumbre. Así, Dani es quien está en cortocircuito, pronta a estallar. Sus maneras amables y lágrimas incontenibles, amenazan con algo mayor. Midsommar es la plasmación de una tragedia social que se esconde de sí misma, convencida de la validez de sus costumbres, tendiente a descifrar lo que le resulta extraño como anómalo, endogámica como es y, desde ya, perversa. La festividad sueca es su réplica espejada, la situación simétrica con la que el film erige tempranamente su puesta en escena. Asp