La historia del robot redimido Con el acento en la esencia pionera, el nuevo Terminator combina acción y consciencia social, con un canto de alarma. Secuela de Terminator 2: El Juicio Final (1991), y con la venia del propio James Cameron en guión y producción, Terminator: Destino oculto retoma una línea argumental más acorde con la del film emblema, con Cameron como factótum en esplendor. A estas alturas, la película primera, de 1984, es un clásico. Lo es por reunir aspectos que la sitúan de manera casi mítica, capaz de releer ciencia ficción y cristianismo de modo sintético, en la forma de un bucle temporal que se asume como la historia inmanente a todas las historias. En este sentido, aquel film fue consecuente con la grandeza que Hollywood todavía guardaba en sus resquicios: desde el bajo presupuesto, en consonancia con la tradición de los géneros narrativos marginales, sencillo en la anécdota. Terminator fundó una mitología actualizada, de raigambre religiosa reconocible. La secuela fue un paso más allá, profundizó en su reflexión, fue una apuesta tecnológica mayor. El terminator se volvió más sofisticado, y con él las ramificaciones temporales. Es en esa posibilidad múltiple donde viene a inscribirse la nueva entrega, ahora con dirección de Tim Miller (Deadpool). Lo hace con acuse de recibo del cine de estos días, no casualmente su director está emparentado con las películas de superhéroes. Ahora, el terminator en cuestión es doblemente peligroso, todavía más imbatible que aquél interpretado por Robert Patrick. Viene también del futuro y la historia sigue siendo la misma. Sólo algunas cosas han cambiado. Es decir, si de lo que se trata es de volver a contar (o continuar) lo que Terminator había sido, se debía volver a las fuentes. De este modo, el santo y seña del reboot es posible. La operación no es novedosa. La que aparece como paradigma es la llevada a cabo por J. J. Abrams en Star Wars (y Star Trek). De lo que se trata es de volver a contar lo mismo, pero de modo espejado. Así, se cambian los lugares, se reserva alguna sorpresa disruptiva, y se acomodan las piezas a los nuevos tiempos. En la transición, lo que invariablemente aparece es la atención a un John Connor (líder de la resistencia futura contra las máquinas) maleable. Si Connor había sido la promesa, el sueño, para que la historia sea y se cumpla, ahora se trata de trastocarlo y buscarle sustituto. Vista la situación disruptiva, Terminator debe volver a comenzar. Es decir, sin líder, sin hijo, sin ángel anunciador (o de profecía fallida), hay que buscar una actualización al mito. Por eso -y porque se trata, claro, de mover el filón de los '80 y traer a la vida a sus rostros de fama-, la combustión desesperada que la película promueve, con sus personajes que tratan de entender de qué manera podrán entonces volver a encontrar un sentido a sus vidas. Si todo lo que se había presagiado, vivido y sufrido, es ahora pasto del olvido, habrá que salir a encontrar explicaciones. En suma, volver a construir el mito. Así, esta Terminator ofrece, si se quiere, un canto de alarma simbólico. Es un canto de alarma porque el mundo está al borde del colapso y parece no darse cuenta. Apenas a kilómetros de distancia, o frontera mediante, hay quienes viven de manera armoniosa a diferencia de otros, hacinados. La raigambre simbólica quizás esté quebrada. Sin referencia sígnica, sin sueños compartidos, es el tejido social el que está al borde de sí mismo. Tal vez también el cine. Allí por eso, la vuelta de los (viejos) héroes. Y heroínas. Los rostros famosos son dos y están a la altura: Arnold Schwarzenegger y, fundamentalmente, Linda Hamilton. Es imperioso que la Hamilton vuelva. Sin ella, no habría posibilidad alguna, por más reboot terminator que se quiera. En ella, en Sarah Connor, se inscribe la posibilidad del renacimiento. Desde luego, el film llegará a Sarah y al Terminator más famoso de modo lateral, a través de otros personajes. Éstos, nuevos y sin experiencia, podrán venir del futuro o del presente, pero todos con una misma necesidad: articular lo que ha sido con lo que habrá de ser. De este modo, Terminator: Destino oculto remoza lo ya hecho y le inscribe otra pátina: México es el territorio elegido. ¿O la tierra prometida? Porque lo que sucede al cruzar la frontera no promete demasiado en ningún sentido, sea para el lado estadounidense o para el mexicano. Una escisión que el film remarca y al hacerlo alude de modo político a los tiempos que corren. Más aún cuando la heroína elegida sea "mexicana" (si bien su actriz, Natalia Reyes, es colombiana; pastiche habitual de Hollywood). A la vez, el protagónico femenino que ésta y Sarah Connor exhiben se acentúa con la notable Mackenzie Davis, cuyo rol como nuevo ángel de la guarda contiene matices. Un ángel, eso sí, "mejorado", con nuevas capacidades de combate. La nueva Terminator es una película, si no feminista (no lo es), por lo menos atenta con el lugar social de la mujer. Linda Hamilton, la madre de todas. Si hay ángel bueno, entonces también otro, y malo. La némesis mecánica que interpreta Gabriel Luna completa las réplicas que circundan la propuesta (y confronta a mujeres contra un robot seductor y misógino; además de lograr una "toma de consciencia" en el terminator de Schwarzenegger). De este modo, el film guarda una simetría compositiva que explica el vínculo con las películas precedentes (sólo las dos primeras, las demás nada tienen que ver con el asunto) y avanza hacia otro y nuevo tiempo. Esa nueva era que avizora es, desde ya, también cinematográfica. En esta manera actual de pensar el cine que Hollywood exhibe -y en la cual ha cobrado bríos renovados Cameron, también impulsor de la reciente, y notable, Battle Angel: La última guerrera- se inscribe Terminator. De manera consciente. Sin el talante artesanal de su director de origen, una película más confiada en las piruetas digitales que explotan las secuencias de acción, pero con el acento puesto en la esencia que destilaran aquellos films. Habrá que ver cómo sigue.
Verde fosforescente y metralletas en el aire Un viaje al interior de una foresta profunda, enquistada en un nudo íntimo, hace de la película colombiana un alegato poético y furibundo. No hay manera, ¿cómo escapar al influjo de Apocalypse Now? En verdad, ¿por qué evitarlo? No es que Monos, el film de Alejandro Landes, busque un parecido pretendido ni nada semejante. Tal vez, en todo caso, se trate de un hálito que corroe benéficamente al cine todo. No en vano el film de Coppola es una de las obras maestras de todos los tiempos. Ahora bien, todo esto porque tras ver Monos no hay manera de desligar ciertos aires de pesadilla hermosa, de vidas trastocadas de modo horrible, entre verdes fosforescentes y un aire puro que el sonido de las metralletas hiere; así como sucedía durante aquel film insigne y maldito. Puede pensarse también en cómo Landes adhiere esa misma textura corrosiva a su cámara, con la atención puesta en niños y niñas que desfilan militarmente durante su preparación profesional, dentro de la foresta, escondidos pero a la vista de quienes los cuidan y aglutinan para cumplir tareas de fines no confesados. ¿Dónde ocurre efectivamente todo esto? No hace falta explicitarlo, el mundo que retrata Monos está cerquita, sea en el tiempo próximo como en las latitudes de confines nada lejanos. Niños y niñas hundidos en la miseria militar, desprovistos de albedrío y libertad, ahogados en una cofradía de gestos y sobrenombres -Rambo, Lady, Pitufo, Lobo, Perro, Boom Boom, Patagrande, Sueca-, sometidos a una jerarquía que les niega un pasado de vida o sentimientos. ¿Quiénes son estos niños, convivientes en una parábola reminiscente de El señor de las moscas? Entre los premios que Monos está obteniendo -vale recordar que tuvo su primera proyección en Rosario durante la última edición del Festival de Cine Latinoamericano-, figura el muy reciente del Festival Internacional de San Sebastián, donde ganó el "20 Sebastiane"; allí, según el jurado, Monos ataca la dualidad y mirada binaria, y "ofrece una historia que se ubica en ambos lados de todas las cosas, pero a la vez en ninguna parte. Los filmes del bien o mal, de gay o hetero, la separación entre hombre y mujer, víctima y victimario, son binomios que nos alejan de los verdaderos debates y disputas sobre violencia, sexualidad o injusticia social. En ese grupo la única brújula moral es Rambo, un personaje queer". Niños y niñas hundidos en la miseria militar, sin albedrío ni libertad, sometidos a una jerarquía que les niega pasado y sentimientos Efectivamente, Rambo es interpretado por Sofía Buenaventura. Los planos que la retratan -de pelo bien corto, nombre masculino, facciones femeninas- indagan en la alteridad que ella/él supone. Que su sobrenombre diga sobre el cine mismo es una afrenta estética en sí, que nada casualmente coincide por estos días con otro film dedicado al veterano de guerra de Stallone. Entonces, Monos es un film bélico. Pero quizás no. Así como sucede con Apocalypse Now. Es mucho más. Capaz de resituar lo que se tenía preconcebido en otros términos. Ahora bien, lo hace a la manera clásica, con una doctora norteamericana apresada por estos pequeños militares. Obligada a participar de videos que, se presume, darían cuenta de su paradero, la doctora Watson (Julianne Nicholson) convive de una manera cuasi amigable; de nuevo, las categorías habituales se trastocan, la doctora asume características médicas o maternales o amorosas. Pero tampoco está claro de dónde procede esta detención. Así como sucede con la misma organización a la que se corresponde este grupito, liderado por el Mensajero, un adulto de estatura corta y físico pulido: el papel lo desempeña Wilson Salazar, ex guerrillero de las FARC, con lo cual, la película agrega capas sobre capas. Es el Mensajero quien les encomienda, a su vez, el cuidado de una vaca. En esa vaca, dadora de leche, símbolo pagano/religioso, se cifra el devenir fortuito, la revelación y la revuelta. Desgracia u oportunidad; en todo caso, lo que primero ocurre por casualidad luego lo será por decisión. A partir de allí, con la vaca vuelta rito, entre el fuego de las brasas y el sabor de su carne, Monos se abre como un pequeño infierno. Pero también se retrae, mientras toma un contacto cada vez mayor con los elementos naturales. Y lo hace de una manera casi parecida a la de Los salvajes, la ópera prima del argentino Alejandro Fadel. Monos se abre como un pequeño infierno. Pero también se retrae, mientras toma contacto cada vez mayor con los elementos naturales A diferencia de Fadel -que empequeñece a sus personajes hasta disolverlos en una matriz originaria-, Landes los despliega hacia una deriva de la que habrán de ir deshojándose, hasta quedar en alguno de ellos el lugar de relieve. Allí, justamente, habrá que pensar al personaje de Rambo, capaz de mirar de otras maneras, y de pensar un mundo diferente. Al respecto, es sintomático el desenlace. Porque si bien Rambo es en quien el film hace asidero -y de maneras elípticas, sin explicar demasiado con quiénes se encuentra en su derrotero o en su huida, o cuáles son sus intenciones profundas-, lo también cierto es que el rescate final tendrá corolario en un helicóptero tan militar como la idiosincrasia de quienes con él/ella convivían. Así, del cielo baja ese salvador de colores aceituna, un protector que merece tantas sospechas como alertas. Monos es una experiencia visual arrebatadora, hipnótica, que sobrevuela espacios bellos para luego hincharlos de gritos afiebrados, de origen tribal y designios militares. A la vez, es también el retrato de un grupo de niñas y niños jugando a la guerra, descubriéndose entre besos, golpes y borracheras, mientras intentan ser lo que sus adultos les enseñan. Igualmente, hay una fisura, un lugar a partir del cual pensar otras posibilidades, aun cuando el peso mayor y adulto parezca determinante. Allí, por eso, Rambo. Su sensibilidad presagia algo mejor, distinto. En ese espacio abierto -apenas insinuado- se detiene la película de Alejandro Landes.
Ascenso y caída del gran payaso Con una entrega descarnada de Joaquin Phoenix, el tradicional enemigo de Batman se erige como una película lúcida y crítica. Si no se oxigena, el cuerpo se muere. Podría pensarse en Guasón de esta manera, como un acto reflejo, en la forma de una película que devuelve brío a un cine (de)caído. No se trata de números, taquillas y similares, sino de un cine consecuente con su propia historia. En otras palabras, el (alguna vez) gran cine norteamericano. Dentro del todavía nuevo "cine de superhéroes", Guasón es una anomalía. Una alteración consciente. Algo así ocurrió también con Logan, tal vez una de las mejores películas del último cine estadounidense. Con Logan, Guasón comparte cinefilia. Ahora bien, no se trata de alusiones y guiños: lo que una y otra película hacen es buscar reparo en una genealogía que les haga respirar. En Logan, se trata de la nodal Shane, el desconocido (1953); en Guasón, de El rey de la comedia (1982), de Martin Scorsese, en donde un comediante amateur (Robert De Niro) persigue el reconocimiento tras los pasos de la televisión. Este respirar produce el efecto benéfico de repensar el cine, sea en relación a lo hecho como en virtud de su porvenir. Lo curioso es cómo Logan y Guasón se sitúan en una temporalidad difusa. En el primer caso, el cine mismo parece extinto (Logan vive en un futuro cercano, en donde las salas de cine son un recuerdo); Guasón, por su parte, se ambienta en una iconografía lindante con los '70. De este modo, la duda misma se instala: ¿cuál es el lugar, hoy, del cine? ¿El cine de superhéroes? Guasón es un ejemplo problemático. Está más cerca de Milos Forman que de Marvel o DC. Más allá, o a propósito de esto, la película de Todd Phillips (¿Qué pasó ayer?, Starsky y Hutch, Todo un parto) actualiza una problemática nunca más urgente: la decadencia de una sociedad cada vez más contaminada, habitada por ratas, de pobreza que desborda y maltrato cotidiano. Un orden podrido sobre el que se erigen los millonarios de siempre. Al respecto, hace mucho -¿cuándo fue la última vez?- que el cine no se pronunciaba con tanta fuerza. Guasón desnuda la decadencia de una sociedad cada vez más contaminada, habitada por ratas, de pobreza que desborda y maltrato cotidiano. Y lo hace desde la apelación a sí mismo: mientras una función de gala para empresarios y adinerados proyecta la película Tiempos modernos, una manifestación indignada ruge puertas afuera. Inadvertido, el Guasón de Joaquin Phoenix se mete en la sala, y la cámara de Phillips vuelve metonímica su figura a la par de la de Chaplin. Como si se viniera a reclamar lo propio. Es decir, ¿cuándo fue que el cine, arte popular por excelencia, se volvió divertimento de la clase alta? (De paso, ¿de qué se ríen los ricos?, ¿de la pantomima chaplinesca?, ¿de los pobres?). Es sintomático que los desclasados sean quienes amenacen con reventar la seguridad de los acomodados, el bienestar de quienes usurparon lo que les corresponde. El Guasón, entonces, como un paladín surgido de esa misma proyección fantasmática. Un justiciero demente. Un fantasma desheredado. Sólo él, no los ricos, sabe del arte de Chaplin. (Y habrá que estar atento a que lo mismo podría decirse de la historieta -a fin de cuentas, el Guasón surge de allí mismo-, otro proyecto integral y social, hoy absorbido por los sectores acomodados, con sus lectores de origen marginados.) De manera consecuente, también hace tiempo que el cine no ataca de modo tan visceral a la televisión. Justamente, es éste el divertimento estipulado, del cual todos abrevan en Guasón. Desde ya, la referencia que el film sugiere es la de Network, poder que mata (1976), de Sidney Lumet, y lo hace de manera imbricada con el film de Scorsese, con De Niro de algún modo reinterpretando el rol original de Jerry Lewis. La televisión, entonces, como herramienta-gendarme del (des)orden social, garante de los sectores acomodados, vehículo a través del cual victimizar y ridiculizar a quienes convenga. Televidentes sumidos en la oscuridad de sus habitaciones solitarias, mientras las salas de cine son ahora disfrutadas por la élite económica. De veras, hacía bastante que el cine no se pronunciaba así, a la altura del televisor arrojado desde la ventana por Pink, en Pink Floyd: The Wall. Como se trata, entonces, de una película consciente de sí misma, en diálogo con el cine que le precede, Guasón posee una sensibilidad profunda y dolorida. El personaje de Phoenix asume la risotada contradictoria, un llanto traducido en lágrimas reídas, con un modelado corporal del que afloran huesos encrespados, en la línea de los freaks de Tod Browning. Su risa es la mueca metafísica del Gwynplaine de Conrad Veidt (en El hombre que ríe) y del Tito de Lon Chaney (en Ríe, payaso, ríe), pero en sintonía con el Travis Bickle de De Niro (en Taxi Driver) porque, a no olvidar, se trata del psicópata más demente del universo de Batman. Por último, sí vale cuestionar algunas decisiones narrativas, de evidente concesión. Una de ellas es el breve flashback que "aclara" lo que la psicosis dicta, entre Arthur (Guasón) y su "novia", algo innecesario. Así como el parlamento televisivo del propio Guasón, dedicado a evidenciar lo que las imágenes hacen mejor, acerca del desprecio de los ricos y una psicosis que dista mucho de ser un problema personal sino, antes bien, social. Es cierto, eso sí, que dicha alocución invierte la lógica televisiva: lo inteligente pasa a estar en boca del marginado. Como corolario, la locura asumida -como una carga que el personaje decide para sí- y la asunción de unos pasos de comedia. Una gracia desatada, que se comunica con la pantomima chaplinesca. El gag funciona, se lo ha visto en innumerables películas, con el ladrón perseguido. El rastro que deja detrás, eso sí, es sangriento.
Detrás del crimen perfecto Con premios en el Buenos Aires Rojo Sangre, la película celebra el policial clásico y reflexiona sobre sus mecanismos. Con la atención puesta ahora en el policial, el realizador Daniel de la Vega logra un peldaño más en una filmografía que ha privilegiado al terror (La sombra de Jennifer, Hermanos de Sangre, Necrofobia, Ataúd Blanco). En todo caso, habrá que señalar que entre uno y otro género las puntas se tocan y muchas veces confunden. Allí, por eso, la figura señera de Edgar Allan Poe, a quien Punto Muerto rescata como efigie. Lo hace desde la recreación consciente de algunos de los elementos más clásicos de la narrativa detectivesca; el resultado es puro disfrute, y aquí lo mejor: logra un equilibrio entre las referencias que evoca y la historia que construye. De tal modo, Punto Muerto es propuesta detectivesca dual y orgánica; en otras palabras, y como desafío al espectador: adivine cuáles son los guiños que guardan los nombres y situaciones que el film esgrime (aquí se van a deschabar algunos), y a la vez, dilucide el misterio que ronda entre las paredes y los crímenes de un hotel. LEER MÁS El mismo color para recibir al otro Fernández | Acto en Salta LEER MÁS Alberto Fernández: "Nos dejan tierra arrasada" | Acto en Salta Punto Muerto podría suceder en una especie de limbo situado entre los años '40 y '50, en una reformulación que tiene al mismo cine como lugar de referencia. Allí, en ese hotel de cine, es donde convive la literatura y en todo caso desde donde ésta deba ser pensada. De esta manera, es sintomático que el ámbito en cuestión sean unas jornadas de literatura policial, cuyos atildados asistentes sean convocados por una suerte de Victoria Ocampo, anfitriona que interpreta Natalia Lobo. Pero para llegar allí, a ese hotel, primero hay que tomar un tren. Vale recordar que es en tren cómo llegó el cine a la gran pantalla, cortesía de los hermanos Lumière. Y, se sabe, es en los trenes donde las damas desaparecen y los pactos siniestros suceden. En tren, también, se encontraba aquella pareja en luna de miel, con Bela Lugosi y su sombra de angustia como compañía imprevista. Para arribar a un castillo modernista y usheriano, presidido por Boris Karloff. La película es El gato negro (1934), de Edgar Ulmer. De las mejores que hayan tenido a Poe como fuente de inspiración. Es ese hálito de cordura descompuesta el que ronda durante la travesía que el realizador Daniel de la Vega propone en Punto Muerto. El protagonista es el escritor Luis Peñafiel (Osmar Núñez), cuyas andanzas del detective ciego Boris Domenech en la colección El Séptimo Círculo le han labrado la simpatía de los lectores. Peñafiel (entre tanta referencia cruzada, vale recordar que es el seudónimo que utilizara el ilustre Chicho Ibáñez Serrador) es, por qué no, el "escritor de los pobres", el cultor empecinado en el policial perfecto, aquel que es tan leído y seguido así como cuestionado por una "prosa vacía". Su condición proletaria la delata el contraste que provocan su vestuario y comportamientos. Sobre todo con quien se revela como contrapunto, el ladino Edgar Dupuis (Luciano Cáceres), crítico literario a quien no le tiembla el pulso al momento de escribir para lacerar: la "prosa vacía" es una de sus sentencias. Entre ellos, destaca también el joven escritor Lupus (Rodrigo Guirao Díaz), cuyas pesquisas literarias tiene a Peñafiel como una de sus plumas admiradas. ¿El crimen perfecto? Ése es el que tempranamente señalara Poe, en un cuarto cerrado. Tal vez con un orangután por protagonista. O en manos de un fantasma de guantes asesinos como seña. De la Vega se divierte en grande al escenificar las variantes, tanto desde la fantasía a la que aluden los relatos que el film mismo promueve, así como desde los que contiene la investigación que procura dar con el verdadero asesino. Porque la sangre comienza a correr, y nadie sabe por dónde entró ni salió el asesino en cuestión. El hotel se transforma en guarida criminal, y los sospechosos principales tal vez sean quienes tantas ficciones similares supieron promover. En otras palabras: de creadores y escritores, a personajes de sí mismos, atrapados en una telaraña que amenaza con volverles víctimas de sus propias fechorías imaginarias. Eso sí, Peñafiel y Lupus indagan fascinados, porque lo que está de por medio es la quimera, el sueño mayor, la posibilidad de finalmente dar con el desenlace perfecto. En este sentido, el manuscrito que Peñafiel guarda bajo el título "Punto Muerto" podría ser la consecución final de todo ello, el libro mejor escrito nunca, la llave secreta que salde la discusión de una buena vez y para siempre. Pero lo que sucede alrededor amenaza con ser todavía mejor, más perfecto. ¿Dónde mirar, en quiénes confiar? ¿Será "Punto Muerto" la novela tal vez mejor escrita sobre el dilema? (Digresión inevitable: existe en el cine argentino una muy atendible versión de El misterio del cuarto amarillo, dirigida por Julio Saraceni en 1947, con Rouletabille reconvertido en periodista e interpretado por Santiago Gómez Cou). LEER MÁS Mundial de rugby: Japón metió un batacazo ante Irlanda | Los anfitriones de la Copa del Mundo se impusieron 19 a 12 De algún modo, vale señalar, Punto Muerto es a su vez un film que rememora la tradición en la que se inscribe mientras señala un fulgor pretérito. Es decir, su puesta en escena recupera referencias estéticas idas, como pretexto fascinado. A la manera de una estrella fugaz. Es un recurso válido, que sabe que se consume a sí mismo, que no puede durar demasiado. Algo parecido sucede con el giallo (Sonno Profondo, Francesca) que cultivan Luciano y Nicolás Onetti (nada casualmente, Nicolás Onetti es productor asociado de Punto Muerto), pero en Punto Muerto la situación se percibe distinta: el giallo es italiano, mientras que el cine policial argentino posee (o tuvo) un repertorio de formas distinguibles, reminiscentes de un período que coincide con la época que se recrea. Vale decir, Punto Muerto guarda consigo un ápice melancólico, que surge del cariño puesto en la mímesis que evoca. Ahora bien, la mímesis dada en los clichés descubre una autonomía que hace del film un artefacto válido por sí mismo. Si hay una añoranza, ésta es involuntaria y apuesta por el desenfado, porque apunta a jugar con ella desde las posibilidades que abren los nuevos tiempos tecnológicos, capaces de despertar a aquel gigante que el cine argentino alguna vez fue. Por otra parte, y de manera fundamental, Punto Muerto se preocupa en indagar al género policial, lo hace cinéfilamente y dialécticamente: arribado el desenlace, la trampa estuvo siempre a la vista. No hubo engaño, sino cine.
El peligroso cuidado del mandato familiar Presentada en el Festival de Cine Latinoamericano Rosario, la película es una experiencia alucinada y dolida que cruza tradiciones originarias y economía delictiva. Ingresar al mundo de Pájaros de verano imbrica varias capas, simultáneas. Una cosmovisión extraña pero cercana. Es el norte colombiano, son los años '60, la protagonista es la comunidad wayyu, hay un rito, música, baile, la posibilidad de un casamiento, el desafío de conseguir una dote significativa. Todo esto, contenido en el canto y la pena de quien ha visto lo que ha sido, cuando el esplendor ocurría, antes de la caída, a partir de una génesis maldita. El narrador, en su lamento, hace vibrar el aire. La narración oral es el nexo con el tiempo, es la posibilidad de rememorar y entender, a través de la ilación entre cinco "cantos" que van de los años '60 a los '80. Ascenso, cima, declive. En este arco, lo que se dibuja es la instauración de una actividad económica relevante, ilícita, corrupta. Con el fin de llegar a cumplir con la dote exigida, se concretarán dos cosas: el matrimonio y el narcotráfico. Tales instancias, se nota, van de la mano. También como resortes que estructuran el relato. Se trata del vínculo finalmente consumado entre Rapayet (José Acosta) y Zaida (Natalia Reyes), porque la dote finalmente aparece y con ella la inmersión en el mundo del narcotráfico. A la par, lo que se consolida, o se persigue, es la familia. El cuidado al grupo familiar por sobre todo lo demás. Tal como sucedía en Breaking Bad, y en tantos otros ejemplos. Con la salvedad de que aquí es entre miembros de una comunidad originaria. En este provocador cruce de semánticas se construye Pájaros de verano: entre las que el cine aporta desde su historia, munido de gángsters y tintes noir; y la relativa al registro de vida de una comunidad histórica, que además ha participado activamente en la elaboración del film. De este modo, la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra combina, confunde, documental y ficción, verismo y recreación. Pone en un límite difuso la propuesta y logra su potencia. Desde luego, esto no es algo raro en la filmografía de Ciro Guerra, responsable de la extraordinaria El abrazo de la serpiente, cuyo blanco y negro proponía un viaje amazónico que teñía de alucinaciones a imágenes reales. En Pájaros de verano hay ecos similares, ahora con el color como paleta hipnótica, de valores estridentes entre vientos terrosos que se pierden en horizontes lejanos, con suelo quebradizo. Un espacio geográfico que desdice referencias espaciales precisas, que se extraña mientras se adentra en su historia, al avanzar las décadas, ya inmersos en el narcotráfico como modo de proseguir y de proteger lo único que importa: la familia. En principio, habrá que prestar a atención a que Rapayet ha sido criado por alijunas, ya que trae consigo comportamientos y saberes que nos son de los wayyu. Rapayet, si se quiere, es personaje de cinefilia mestiza, surgido de algún rescoldo de Más corazón que odio, de John Ford. Vive entre dos mundos, se debate consigo, ha traído la manzana podrida al paraíso. Y son varios los que la muerden a gusto. Entre ellos, la misma madre de la prometida, aquella que sabe leer entre sueños pero quien sin embargo -o quizás por resultar presa de sus propios deseos o palabras- termina por invocar la desgracia. El porvenir se ofrece tentador, las posibilidades económicas aparecen, y con ellas la construcción de un palacio de cuento de hadas, ubicado sobre ese mismo suelo terroso y agrietado donde moraban sólo viviendas endebles. Lo que emerge en Pájaros de verano es un retrato de dolor, afectado ante el devenir similar de tantos pueblos. Un destino latinoamericano. El blanco y las terminaciones sinuosas ofrecen ahora un oasis salido de alguna fantasía. Como si fuese una fisura imaginaria, un palacio breve, emergido de alguna de las mil y una noches. Hasta animales conviven allí. El paraíso perdido pareciera haberse recuperado. Ilusiones y sueños. Pero las muertes aparecen, y los pactos traen consecuencias. Y allí, finalmente, la verdad o el gusano de la manzana. LEER MÁS Piñera suspende dos cumbres en Chile por las protestas | ¿Se juega la final de la Copa Libertadores en Santiago? De esta manera, a partir de matices cuasi surrealistas, Pájaros de verano despliega una hendidura pronunciada. Que finalmente será foso donde todos se carcoman, el infierno tan temido. El comercio de drogas ha hecho lo suyo. En otras palabras, el capitalismo es el que ha hecho pie sobre su fondo de ciénaga. Por eso, la piedra de toque la brindan los norteamericanos, con sus perspicacias y slogans en estampitas. Hacia ellos se dirige la posibilidad de contraer ese trato que permita la dote, la seguridad familiar, la gracia de la buenaventura. "Di no al comunismo", comunican entre sonrisas. Será un brindis por el capitalismo, entonces, el que cierre el primer trato, en donde la algarabía se dibuja en la forma de un futuro refulgente. De las ganancias del café, a las de la marihuana. Reinvertir para obtener millones. Con la complicidad policial como barrera levantada. Una vez abierto, el camino se hace todavía más atractivo. Hacia allí, aun cuando los sueños adviertan, se orienta el film. La guerra, claro, su corolario. Una vez sucedida la película, con retazos todavía humeantes y laceraciones autoinfligidas, lo que se erige es un penar que canta, que dice sobre lo que sucedió. Un lamento que subsiste, como el mismo viento, mientras todo parece volver al mismo sitio de siempre. Así, lo que emerge es un retrato de dolor, afectado ante el devenir similar de tantos pueblos originarios. Un destino latinoamericano, tal vez. En todo caso, no hay didactismo alguno en el film, sino puesta en juego de un drama que dialoga con el cine mismo -ascenso y caída de gángsters- mientras retrata costumbres y rostros de un pueblo que subsiste entre el atropello sufrido, los errores propios, y la dignidad histórica.
Gris ceniza y colores de carnaval Durante el carnaval de Humahuaca, una pareja enfrenta una huida pero también un ánimo caído en estado larvario, a partir de un registro que imbrica ficción y documental. El cine de Claudio Perrin tiene una fisonomía ganada, a partir de años de trabajo y persistencia. Director de Bronce y Umbral –cada película con reconocimientos labrados en festivales diversos–, es relevante señalar que el año que termina contuvo sus dos títulos más recientes: El Cuento y El Desentierro. Un logro que no fue buscado adrede, sino consecuente con los tiempos internos a toda película. La coincidencia es feliz, porque constituye un díptico imprevisto. Además, en las dos películas el director agrega al trabajo habitual de su actriz y pareja, Claudia Schujman, el de su hijo Zahir. En este sentido, vale distinguir el paso del tiempo que el crecimiento del niño expone, algo sustancial a la materia fílmica, y algo a la vez afectivo para el propio realizador. De este modo, entre El Cuento y El Desentierro, Zahir ya aparece como personaje y persona recurrentes, tanto como Schujman, su madre. El cine de Perrin, en este sentido, es un ámbito familiar donde dar cuenta de la vivencia propia, cercana, y atenta con lo que alrededor se respira. Gran parte de El Desentierro fue filmada durante el carnaval de Humahuaca, hace dos años. Así como lo harán sus personajes, director y equipo labraron kilómetros a la manera de una road-movie. La referencia de época durante el rodaje es crucial, porque los tiempos políticos y económicos recientes, con el neoliberalismo en su esplendor, son un contrapunto perfecto para el colorido musical jujeño que persigue la cámara. El carnaval, con toda su carga histórica y pagana, oficia casi como un antídoto inmanente, proveniente de tradiciones profundas y siempre molestas a las políticas de derecha. Allí descansa, justamente, la propuesta estética y política de El Desentierro. Es en esa necesidad de diversión social –rasgo que, se sabe, estuvo apagado de manera palpable–, donde aparece la película. Una intuición que si bien Perrin acarrea a partir de un guión escrito hace casi veinte años, no es casual haya podido concretar recién ahora, en estos tiempos funestos. Seguramente, con ello tendrán que ver también las caracterizaciones de Claudia Schujman y Roberto Chanampa, la pareja que huye junto a su hijo sin un rumbo premeditado. Desde luego, hay un hecho que lo desencadena, pero aquí no se lo revelará. Desde lo argumental, los dos se encuentran hundidos en un hacer cotidiano que los obliga; uno es pintor, la otra, prostituta. Entre ellos hay una comunicación de gestos breves y cansados. El inicio de El Desentierro ya es brutal, con el cuerpo de Schujman expuesto de manera descarnada, tal vez por un golpe, no se sabe. Lo terrible del caso es que se trata de un momento matutino. Recién comienza el día, y a esa herida habrá que cargarla. Por su parte, la mirada de Chanampa está caída, esculpida en un tiempo que no le ha sido grato. Sus palabras se arrastran como gruñidos. Quien surge como una lucecita de color es Zahir, el hijo, aun cuando no se trate de una luminosidad que les contagie, antes bien, pareciera molestar o apelar a una obligación que atender. Es más, Zahir tiene su voz callada, esboza palabras y juega aburrido. Lo que no se dice, lo que no se muestra, es lo que de veras sucede entre ellos; y el espectador apenas tiene acceso a sus secretos. Por eso, la huida. Salirse de todo esto. Todo viaje generalmente ocurre con el fin puesto en narrar, en contar las historias vividas. Pero aquí no hay una cohesión semejante. De lo que se trata es de tomar un camino que les lleve lo más lejos posible, aun cuando con ellos viajen también los problemas irresueltos. De esta manera, llegar a Humahuaca y sus colores no podría oficiar de forma más paradójica. Es en esta contradicción en donde El Desentierro encuentra su puesta en escena, en la discordia que promueve el gris ceniza del trío protagónico con la explosión pagana, de color saturado, del carnaval. La alegría que la cámara captura es real, la gente que surca los encuadres deja una estela festiva. En este acontecer verídico se zambulle la película con su desazón, con el gris anímico perfilado desde las caracterizaciones. La mixtura entre la ficción y el documental sucede. Y para ello es que se prepara toda la primera parte del film, a partir de un relato claramente pautado en secuencias y escenas, hasta llegar a la ruta de lo imprevisto. Aun cuando el desarrollo argumental ya tenga una estructura prefijada, es ahora donde surge la posibilidad de que el diablo y sus bailes aparezcan desde el capricho. Por eso, no importará precisar en qué orden fue organizado realmente el rodaje –en verdad, primero se rodó en Jujuy, luego en Rosario–, puesto que desde la deriva dramática, es la mirada del espectador la que finalmente importa. Cuando los personajes deambulen entre ritos y músicas reales, aparecidos para la cámara (im)paciente, es el rostro de Schujman el que contrae una alegría a la que no se atreve, entre la remembranza posible de algo pasado y feliz y la desazón presente. El entorno se extraña –ya es algo extraño, de hecho– y sus personajes miran sin saber dónde ir, dónde están. Los adornos de carnaval que la actriz deja ver en su cuerpo la vuelven partícipe de ritos que desconoce, ante los cuales demuestra sin embargo afecto. Su cara adopta máscaras tribales, hay algo primario que allí late. También hay un hijo. Es madre, ¿por qué, para qué? Igualmente, ser padre, ¿por qué, para qué? En preguntas que resuenan como un eco molesto, que las imágenes y sus relaciones promueven, está el quid del asunto. Las relaciones entre los personajes se saben, pero sus móviles no. Hay algo más. Así, como punto medio surge otro personaje, que oficia como una medianía entre el gris ceniza de una ciudad ya lejana y el colorido jujeño adoptado. Lo interpreta Rodolfo Pacheco, quien realmente lleva en Jujuy una vida de características parecidas. En él está el equilibrio que el drama requiere. A partir de su incidencia, habrá una resolución. Pero los puntos suspensivos serán determinantes. ¿Hacia dónde camina la madre? Más aún, ¿hacia dónde lo hace el hijo? Si en la reunión final es como se satisface la impaciencia de cierto cine, algo todavía presente en muchas producciones, aquí será su falta, la ausencia de una sutura, lo que prevalezca. La cámara permite, entonces, que los personajes se alejen. Las preguntas, de todas maneras, permanecen.
El amor, como una síntesis fabulesca Tras la cámara, el actor Louis Garrel ofrece una solvencia recompensada con la tarea del insigne guionista Jean Claude Carrière. Entre la juventud de Louis Garrel y la sabiduría de Jean-Claude Carrière seguramente haya oficiado algo similar a lo sucedido entre Agnès Varda y (el fotógrafo) JR en la película Visages Villages. En todo caso, tales comparaciones no hacen sino decir sobre el vínculo íntimo, por fuera de la tangente temporal, que el arte promueve. Se sabe que Carrière es un maestro, de esos cuya palabra sabe. Su tarea como guionista, legendario, involucra películas con Luis Buñuel, Jean-Luc Godard y Philippe Garrel, entre otros. LEER MÁS Jean-Noël Pancrazi: "Se puede imaginar y decir la verdad también" | El escritor argelino se presenta en el Filba LEER MÁS Festival de San Sebastián: Brasil se llevó el premio mayor | La Concha de Oro fue para el film "Pacificado", sobre una favela carioca Justamente, es con el hijo de este último con quien acomete nueva empresa, y en una línea similar a la de esa triada de películas recientes de Garrel padre: La jalousie (con el propio Louis Garrel en protagónico) (2013), A la sombra de las mujeres (2015) y Amantes por un día (2017); las tres en blanco y negro, las dos últimas con la participación de Carrière. De modo tal que Amante fiel bien podría responder a premisas surgidas de aquellos y otros tantos films: una historia breve, concisa, capaz de encerrar en sus matices mucho más que lo visto; vale decir, en Amante fiel, la fórmula "menos es más" funciona de maravilla. De esta manera, es en la acción sesgada, sugerida, contenida en acciones y réplicas como espejos, cómo la película de Louis Garrel transcurre. Apenas con algo más de 70 minutos. Los justos y precisos como para abrir la película de varias maneras, a partir de las miradas de tres personajes cuyas voces se buscan, se dicen, intentan explicarse, mientras estructuran el relato. Amante fiel narra el desencuentro entre Abel (Garrel) y Marianne (Laetitia Casta), noviazgo perfecto hasta que ella dice estar embarazada, pero de otro. La voz en off de Abel es la que narra primero. Voz que tendrá cruces oportunos con la de Marianne, pero también con la de Ève (Lily- Rose Depp; hija de ese otro grande que es Johnny Depp). A saber: Ève es la hermana de Paul, aquél por quien Abel fuera abandonado. Aquí, algunas consideraciones. En primer término, las tres voces organizan el relato pero nunca muestran procedencia espacial. No se sabe desde dónde hablan. ¿Están juntos? En todo caso, lo que aportan es la seguridad de que lo que se está viendo ha sido vivido; en suma: voces confidentes, que se enhebran desde lo que cada uno de ellos entiende, sufre, ama. En segundo lugar, Abel ha sido abandonado por Paul, uno de sus mejores amigos. Paul permanece en un constante fuera de cuadro, sólo es nombrado, sugerido, amado, recordado, llorado. Es un cuarto personaje, desde ya. La maestría con la cual se lo introduce y hace permanecer en el relato es el secreto de un guión admirable, pero también el de un realizador cuya segunda película (la anterior es Los dos amigos, en donde Garrel interpretara a un personaje de nombre Abel, tal vez el mismo de Amante fiel) da muestra de una puesta en escena consciente, que sabe exactamente lo que quiere y cómo conseguirlo. En este sentido, bien podría decirse que las lecciones de Carrière son aquí asumidas y elaboradas desde una sensibilidad personal, en combustión creadora con el gran guionista. Como si de una síntesis fabulesca se tratase, Amante fiel ofrece vínculos espejados, abandonos reiterados, con el deseo despierto o tal vez apagado. En última instancia, se trata de un juego. El placer lúdico de hacer una película. De dar vida a personajes enfrascados en situaciones halagüeñas y complejas. Hay un momento que lo evidencia: como no puede ser de otra manera, sucede cuando se va al cine. Allí, mientras los personajes miran El extraño crimen de Martha Ivers, la película se desdobla y los diálogos hibridan. La operación es perfecta, cruza los discursos, además de imbricar el argumento de sospecha de aquél film clásico con lo que aquí se narra. Que la sospecha esté presente a partir de las elucubraciones del niño -ese hijo ¿deseado?, ¿de qué manera?, ¿por quién?- incentiva de otras maneras. Es él quien intenta ordenar también lo que ocurre a su alrededor, en ese mundo adulto con el cual debe relacionarse y acomodarse. A la vez, el deseo de tener a su madre para sí solo no deja de ser tan válido como el sentimiento que moviliza a Abel respecto de Marianne, o a Ève acerca de Abel. Una voz diferente que no sea "el mal menor" | Entrevista con el candidato a diputado nacional del FIT Lo genial es cómo todo esto -que bien podría ser parte de algún argumento de Woody Allen-, con pequeñas notas casi humorísticas, que intentan serlo de modo prudente y elegante, encuentra un cauce común, compartido, de convergencia reveladora. No casualmente, es el niño quien llevará a todos hacia ese lugar de encuentro, final y de desenlace. Tal vez, sea ése el ámbito desde el cual cada una de estas voces indaga mientras rememora. El lugar final, entonces, como situación presente. Por otra parte, lo que ocurre en este escena tal vez revela al niño como el protagonista verdadero de este relato coral. Porque se trata de un niño arrojado y sumido en la pregunta más profunda que todo ser humano pueda alguna vez suscitar. Esa pregunta está contenida -para eso es que hay que ver el film- en la imagen última. Allí, ante el misterio, la mano que pide ser tomada y querida. El niño pide ayuda, hay temor ante el desamparo. La disposición de todos y cada uno de los personajes en el encuadre organiza finalmente lo que aparecía disgregado. Desorden que ha posibilitado, justamente, que la historia fuese narrada. En un entrevero de voces que confluye en una misma angustia, en una misma necesidad de ser queridos.
Un homenaje de amor al cine y su historia El film recrea un Hollywood casi posible aunque lejano, entre alusiones cinéfilas e incorrección política, con la premisa puesta en un doblez poético. Si acá no está la obra maestra de Quentin Tarantino, entonces lo que viene será aún mejor. Melancólico y furibundo, el Tarantino de Había una vez… en Hollywood elige la fórmula del cuento de hadas, en alusión a Sergio Leone pero por sobre todo como reconstrucción de un (no)lugar anhelado, derruido, tal vez ya irreparablemente sucedido. s- de una manera de hacer y de sentir el cine. Así las cosas, y adentrados en ese mundo personal, Tarantino manifiesta una celebración del cine desde el cine, y lo hace con el talante puesto en la incorrección política. Y esto es algo que habrá que recordar y subrayar como rasgo inherente a su filmografía. Incorrección que no confunde lo que está claro: Hollywood es tierra de rufianes, arribistas, narcisistas. Aspectos fácilmente asociables a la pareja réplica que componen Rick Dalton y Cliff Booth (Leonardo DiCaprio y Brad Pitt) durante el Hollywood circa 1969. Booth es el doble de acción de Dalton. Dalton es un actor de popularidad en declive. La televisión le cobija ahora, entre capítulos donde su villanía se reitera. Pero el trabajo y la popularidad ya no son lo que eran. Booth, en ese sentido, le va a la zaga; y con un pasado que incluye un episodio truculento no del todo resuelto. En síntesis, dos truhanes de la peor calaña. Simpáticos y despreciables. A través de ellos, el film se pasea a lo ancho y largo de un Hollywood que se delinea conforme a una multitud de referencias pop, cinéfilas, televisivas, publicitarias y radiales. Los largos viajes en automóvil de Booth para llegar a su casa permiten que éstas surjan de manera diegética: cada vez que el auto enciende, la radio también. Spots y canciones rememoran y yuxtaponen con cartelería citadina y una configuración fotográfica que vira de acuerdo con las secuencias que el film elige como instancias intracinéfilas. El film se pasea a lo ancho y largo de una industria que se delinea con referencias pop, cinéfilas, televisivas, publicitarias y radiales. Cada uno de estos momentos tendrán que ver con los lloriqueos de Dalton o las faenas de Booth, pero también con el episodio western que se filma o con la visita a una alejada granja hippie; a su vez, el sol del día y el calor suave nocturno dialogan con la cajita televisiva en blanco/negro y la gran pantalla de una sala oscura. En síntesis, la dirección fotográfica juega este juego de ajedrez lumínico en función de las referencias que el director encastra, a las que milagrosamente les da continuidad. De esta manera, habrá que prestar atención a cómo tales secuencias permiten al film alterar su matriz genérica (¿existe?, ¿cuál sería: una buddy movie?) y volverse por minutos un western o un thriller a punto de ser slasher. Lo que emerge, entonces, es un sueño (alguna vez) llamado Hollywood, ese lugar localizable pero de fronteras difusas, y en una época donde todo, absolutamente todo, podía llegar a ser. No casualmente Había una vez… hace pie en la bisagra que significa el cambio de década, con el cine norteamericano con una profusión de obras maestras, cuando una nueva generación lo tomó por asalto e hizo posible pensar ese cine desde el rótulo de la autoría. El sueño no duró tanto, pero duró. Al ahondar en ese momento, el film de Tarantino actualiza un reclamo que es urgente, en vistas a un cine -el norteamericano- nunca tan adocenado o adoctrinado. Un llamado a las armas (cinematográficas y personales) que tiene por estos días eco nostálgico en la nada casual revisión que del cine de los '70 hace Guasón, de Todd Phillips. Por otro lado, Tarantino localiza el drama en la recreación repartida entre personajes reales e imaginarios. La fusión es plena. Así, cuando Booth pelea con Bruce Lee, la bandeja está servida para el disfrute. A no confundir, no se trata de un capricho o regodeo cinéfilo, sino de una decisión acorde con la puesta en escena. La irrupción de Lee, Steve McQueen, Sharon Tate y otros, oficia en función del planteo estético, presente en la dupla que protagonizan Dalton/Booth. Así, el desdoblamiento o la confusión premeditada es el lugar desde el cual el film se construye y diluye. Las primeras imágenes lo dejan claro, al mixturar la imagen televisiva en la cinematográfica. Dada esta premisa, todo lo que sigue tendrá que ver con ello. Hay que tenerlo presente. De este modo, la inclusión de Sharon Tate (Margot Robbie) es también la de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), y con éste la aseveración icónica de que el gran cine ocurría allí, en ese Hollywood perimido, con El bebé de Rosemary ya filmada. Tate, a su vez, es la bisagra que alude al clan Manson, y no es raro que la película haya sido referida una y otra vez como una recreación de los hechos de este psicópata: un comportamiento social -y mediático- que desdice la propuesta del film. Por eso, la resolución viene a ajustar cuentas, y lo hace poéticamente. Al respecto, y Polanski mediante, habrá que prestar atención especial al flirteo que el film prolonga -con una escena crucial- entre Booth y la joven hippie Pussycat (Margaret Qualley). Y por último, si en el cine de Tarantino hay preferencia por ciertas secuencias en donde la dilación del tiempo es inversamente proporcional a la rapidez resolutiva -una manera cinematográfica que el director reelabora del cine de Sergio Leone-, Había una vez… en Hollywood puede pensarse como una gran secuencia de 160 minutos, en donde el tiempo se estira y perdura en una suerte de meseta, de acuerdo con las artimañas del director, quien está a gusto con lo que hace. En verdad, sucede mucho y de todo durante este estiramiento de la acción. Y es tanta la información que se reúne durante la "espera" que bien se justifica la espera por el nuevo corte del film, con más metraje. El cine, todavía, se sabe querido.
La solidaridad es el mayor gesto político La reciente película del director de Caro diario y Palombella rossa, documenta el rol de la Embajada italiana durante el golpe de Pinochet. Internacionalista. Podría ensayarse esta palabra tras ver Santiago, Italia, el más reciente trabajo del realizador Nanni Moretti: una de las miradas más lúcidas del cine. Y si de cine se trata, entonces también vale recordar que es este medio el que fuera tempranamente señalado por la vanguardia soviética como manera ideal para la consecución de una comunión sin fronteras. Por encima del analfabetismo, el cine. LEER MÁS Cerró la textil Coteminas | Santiago del Estero LEER MÁS Conte avanza hacia un nuevo gobierno en Italia | Tras el pacto entre el Movimiento Cinco Estrellas y el Partido Democrático No se trata de señalar la película de Moretti como deudora de aquella estética -no es éste un trabajo orientado según preceptos de Vertov o Eisenstein- sino, antes bien, de tener presente que el cine es un lugar de encuentro político, capaz de despertar la mirada. Un encuentro que liga las historias de los otros con las de uno. En ese camino de explicación propia, de inquietud personal, se interna Moretti; en otras palabras, un camino internacional, tras los pasos de aquellos chilenos hoy italianos, que escaparan de la dictadura de Pinochet gracias a la Embajada de Italia. Santiago, Italia es una película memoria, que retrata la tarea de quienes eligieron ayudar y de las personas perseguidas, en medio del golpe homicida sucedido el 11 de septiembre de 1973. Para llegar allí, el director se interna en el recuerdo de aquellos gloriosos días de democracia socialista, cuando Salvador Allende era elegido y sus medidas sacudían el panorama social. Euforia que los entrevistados rememoran. Al respecto, puede practicarse lo siguiente: si se prescindiera de lo que las palabras dicen, es notable cómo los rasgos de las mismas personas comunican de modos suficientes. Cuando se trata de traer a la memoria la celebración de la militancia y de la fiesta en las calles, a diferencia de cuando se trata de permitir que sean los momentos dolorosos los que prevalezcan. Hay un mapa, en este sentido, que se escribe entre los ademanes, los silencios, las palabras que no alcanzan. Quizás sea éste uno de los motivos que justifican la elección formal que prevalece en Santiago, Italia: las entrevistas responden al plano medio clásico, al repaso seleccionado entre las muchas horas de diálogo que la cámara debió registrar; con el realizador por fuera de cuadro, orientando las respuestas y la mirada de quienes hablan. Así, lo que surge también es un relato polifónico, entre todas y todos, protagonistas de una historia compartida, de lazos comunes. Por sí solo, esto basta para señalar la entraña socialista compartida. Es decir, Moretti adhiere a la postura de quienes entrevista. La cámara se sitúa a su altura, los escucha para decir con ellos, en una puesta en escena que bien podría señalarse como políticamente horizontal, sin ángulos de cámara que disientan. Las voces comulgan y junto a ellas sus rostros. Una amalgama que mestiza también al italiano con el castellano, en variaciones sonoras que son captadas tanto como las reacciones que esconden el comportamiento de los cuerpos. Una hibridez que hace germinar fraternidad: toda una declaración política. Ahora bien, hay un momento en donde esta adhesión estética y moral se quiebra, una ruptura que obliga a hacer presente al entrevistador, al director. Aspecto ya referido en varias notas -porque es una marca indeleble, que no admite fisura ni ambigüedad-, Moretti aparece en cámara junto a un militar convicto, quien se dice inocente mientras defiende la teoría de los dos demonios. Es más, aduce haber aceptado participar en la película porque entendía que el punto de vista sería imparcial. Ése es el momento en donde el cineasta se hace presente y (le) aclara: "yo no soy imparcial". la amalgama mestiza al italiano con el castellano, en una hibridez que hace germinar fraternidad, y configura toda una declaración política. Esta vehemencia hace que el film se vuelva aún más potente. Y también: es elocuente que el militar hable desde la cárcel, el lugar que Moretti evidentemente dedica a los golpistas asesinos. Entre ellos, hay otro que habla con gratuidad y comodidad doméstica, desde su hogar, mientras justifica el accionar pinochetista ante el peligro de lo que habría sido "un gobierno totalitario". Un barbarismo que la película puntualiza: es en esos momentos en donde la voz de Moretti se crispa. LEER MÁS Alberto Fernández: "El Gobierno debe estar contando los días" | El candidato de Todos recibió a la Mesa de Enlace A la vez, cuando los testimonios refieren a las detenciones y torturas, lo que sucede es el horror: de modo angustiante, porque toca a quien dice y al espectador de modo íntimo, desde el misterio de no poder encontrar palabras justas ni imágenes suficientes. Un horror al que no le faltan matices y anécdotas, hasta momentos de cierto humor: los aplausos y vítores de mucha ciudadanía mientras el Palacio de la Moneda era bombardeado; el convencimiento del cineasta Miguel Littin de que Allende fue asesinado; las lágrimas con las que un exiliado recuerda a Monseñor Raúl Silva Henríquez: "yo soy ateo", aclara, "pero cuando una persona merece respeto, hay que dárselo"; o las sonrisas de quien ayudara con el tejido de un abrigo para el bebé de su torturadora. Que Moretti elija -entre músicos y periodistas, por ejemplo- entrevistar a cineastas como Littin y Patricio Guzmán dice también sobre el lugar que el cine mismo ha ocupado y ocupa en estos tiempos. Tiempos que, elige subrayar el film, se empañan de un individualismo consumista tenaz, que propicia y avala la derecha. (Así las cosas, ¿dónde está parado hoy el cine?). En este sentido, Santiago, Italia enhebra un canto de gratitud a la solidaridad, actitud política al fin y al cabo. Y la grafica en la tarea de la Embajada de Italia, responsable de refugiar y salvar la vida de 250 personas, cada una de las cuales encontró una manera personal con la que sortear ese muro que las separaba de la seguridad diplomática. Un muro (de dos metros) que saltar, historias que contar. Por encima de este muro, por ejemplo, una abuela lanzó a su nieta. Los asesinos, por su parte, lanzaron el cadáver de una mujer: un hecho que la complicidad mediática dibujó como quiso, en consonancia con los dictámenes de los poderosos. Santiago, Italia registra voces que recuerdan y hace eco con el presente, sea italiano o chileno. Un presente justamente compartido.
Entre la mansedumbre y lo bestial sin chances Galardonada con el David di Donatello y también en Cannes, la última del director de Gomorra se hunde en el fango tras una dignidad que parece perdida. Pareciera que luego de la periferia en la que habita Marcello ya no hay más. Un límite. Los edificios arrumbados, con vigas a la vista como si fuesen el esqueleto de un cuerpo roído. El mar circunda. Hay juegos infantiles olvidados, un trencito con óxido. La niñez parece ausente. Llueve y el camino se enlodaza. Las fachadas de los pocos comercios son demodé. El bar ofrece su nombre escrito en un neón desprolijo. La trattoria parece quedada en el tiempo, como un resabio de spaguettis en grupo, en tanto costumbre adherida al cuerpo social. Hay una casa que se dedica a la compra de oro. A su lado, una peluquería canina. "Dogman", se llama. Es de Marcello. LEER MÁS Wos por partida doble | Presentará su disco debut con dos fechas en Groove LEER MÁS Quiénes tocan este fin de semana | Recitales del jueves 29 al domingo 1o Marcello es pequeñito. El actor Marcello Fonte lo interpreta ensimismado, contraído, con la mirada escurridiza, buenazo pero nada ingenuo. Vive separado de su mujer, tiene una hija pequeña que a veces le visita. Con su ex no hay siquiera intercambio de palabras. A la hija la cuida, la lleva a bucear, le planifica viajes. Para ella pareciera que Marcello pensara un mundo diferente, precisamente más allá de su peluquería canina, que parece de otra época, como si el tiempo se la hubiese tragado y sostenido en una miseria latente. Allí conviven los perros de dueños que vienen de otros lugares, quizás de ese más allá que la periferia impide. La distancia entre la decrepitud en la que se sobrevive y el fulgor de otra vida posible, aparece de modo hiriente en el concurso de caniches, en donde Marcello hace su mejor esfuerzo y obtiene con su peinado canino un segundo puesto. Un reconocimiento que no deja de situarlo donde debe ser: por debajo y después de alguien más. Por eso, para llegar a esa otra realidad, el robo está al alcance. Alhajas de mansiones o casas adineradas, que luego son malvendidas. De todas maneras, Marcello queda atenazado por estas jugarretas que el destino le juega, porque él no quiere robar, aun cuando se haga un tanto el distraído. Porque si bien lo obligan a participar de alguna fechoría, no pierde la oportunidad de reclamar lo que le corresponde; así, lo que se dibuja es un equilibrio social malherido, en donde Marcello pareciera ser el más débil, contraído como lo es su físico y bajo de estatura. Ahora bien, Marcello reparte cocaína. Simone (Edoardo Pesce), gigante y granítico, una mole de carne con ojos, es uno de sus clientes. Simone es un bruto sin escrúpulos. Y en el barrio quieren dar una solución final al problema. Cuando los representantes de ese entramado que es el barrio se reúnan entre spaguettis a pensar soluciones, lo que emerge es algo bien raro, en donde el pensar más letal puede decirse desde una complicidad compartida. Una serpiente que espera paciente. Los personajes están alienados, viven y sobreviven en el juego injusto que les toca. Se sienten presos sin saberlo, buscan modos de sobresalir. Por su parte, Marcello baña y peina con esmero al perro más simpático así como al más temible. En algún momento, el mismo barrio que a él lo mira de modo amable o por lo menos cómplice, comenzará a darle la espalda, a segregarle y despreciarle. Habrá que tomar medidas. Porque, a recordar, más allá de esa periferia no hay más. Un fin del mundo. Un último lugar donde estar, entre el concreto rajado y el barro. En este sentido, hay un planteo de fondo que hace de Dogman una película cercana al despertar tribal de Dustin Hoffman en Los perros de paja: caídos los últimos estamentos civilizados, habrá que dejar que aflore lo que queda. El residuo último. La solución desesperada. Marcello parece endeble. Pero también el film de Matteo Garrone hace de él un individuo acorde a lo que el filósofo Thomas Hobbes señalaba, acerca de la perspicacia humana para amoldarse al contexto. Lo irónico estriba en que, con ley o sin ella, para Dogman el hombre es lobo del hombre. Este acento en el costado natural, originario, bestial, hace de Dogman una película cinematográficamente consciente, porque se sabe consecuente con su inocencia perdida. Al respecto, hay un plano suficiente. Ocurre cuando Marcello y Simone buscan al dealer. Éste trabaja con muñecos de feria, viejos, vaya a saberse para qué los guarda entre sus trastos de taller. Una melancolía que convive como residuo. Cuando se desate la golpiza de Simone, el bruto, el rostro estrellado contra uno de estos muñecos dejará rastros de sangre. El plano permanece quieto sobre esa figura de otra época, que gotea rojo. Sorpresa: son los rasgos de Oliver Hardy. Por detrás, se perfila la figura de Stan Laurel. El Gordo y el Flaco. Reminiscencias de lo que el cine alguna vez fue, en contraste chirriante con esta imagen cruel. LEER MÁS Una calle Corrientes antipatriarcal | De Petróleo a las series de Netflix, la nueva cultura reconstruye la idea de masculinidad Si se tiene en cuenta que el próximo film de Garrone es Pinocchio (con Roberto Benigni), lo aludido cobra una connotación mayor, seguramente desencantada sobre el devenir del cine, mientras abre suposiciones acerca de cómo el realizador retratará la vida del muñeco de madera: ¿estará la salvación en la mirada infantil? Lo cierto también es que este desencanto ya es elemento consustancial a la poética de Garrone, habida cuenta de títulos como Gomorra y Reality, repartidos entre la organización mafiosa y la supra-realidad televisiva. Sus personajes están alienados, viven y sobreviven conforme al juego injusto que les toca. Lo que no quiere decir que accionen de una manera que altere tales normativas. En todo caso, se sienten presos sin saberlo, buscan modos de sobresalir, y reinciden en el círculo vicioso que les mantiene anestesiados. La violencia, lamentablemente, surge como moneda de cambio. Como garante de la misma escisión social en la que ellos ocupan los peldaños más bajos. Marcello, personaje patético, con principios que nadie respeta, algo heroico y criminal, surge finalmente como una radiografía inclemente, cuyos puntos suspensivos no prometen resolución feliz posible. Víctima y victimario, Marcello es síntesis de un sentir desesperado, sobre el cine y sobre la vida.