La mujer que se creía amada Premiada en festivales, la película ofrece una mirada desencantada, entre registros diversos como la acción y el melodrama Con premios internacionales y nominación a la Palma de Oro en Cannes, Esa mujer reincide en el periplo de reconocimiento crítico de su director, el chino Jia Zhangke. Lo cierto también es que disfrutar de una película suya en la cartelera comercial es una noticia en sí misma, habida cuenta de la supremacía cada vez peor de las mismas películas de siempre. LEER MÁS "La viuda": un relato de suspenso convencional | De Neil Jordan, con Isabelle Huppert LEER MÁS La amenaza de los océanos, entre la contaminación y el descongelamiento | El aumento del nivel del mar pone en peligro a 280 millones de personas en el mundo Protagonizada por su actriz fetiche (y esposa) Zhao Thao, Esa mujer -nombre para la distribución local cuanto menos curioso- indaga en la vida contrariada de Qiao, compañera de quien detenta una posición de respeto en el jianghu, una organización que se asemeja a un submundo de reglas propias, en donde la hermandad prevalece. Desde allí, los nexos con la sociedad no faltan, y es de ese modo cómo se cuelan acuerdos comerciales, períodos en la cárcel, y estafas diversas. Un escenario que Qiao comienza a disfrutar mientras observa cómo Bin (Liao Fan) asciende y obtiene muestras de un respeto mayor. Es curioso también cómo el film retrata el devenir de Qiao de un modo escindido, a partir de la lejanía cada vez mayor respecto de otros ejemplos cercanos, familiares, pero irremediablemente pretéritos. Ése es el lugar que le cabe al padre, un minero hundido en el alcohol mientras irradia proclamas revolucionarias a las cuales ya nadie presta atención. Sin dinero, caído en la desgracia, el padre de Qiao es un espejo que devuelve una imagen lacerante, que seguramente dice de modo hondo sobre el momento mismo que cunde en China. El padre de Qiao es un espejo que devuelve una imagen lacerante, que seguramente dice de modo hondo sobre el momento mismo que cunde en China. Entre su padre y Bin, Qiao encuentra el único desliz que parece posible. El reconocimiento está allí, a su alcance, en esta comunidad "paralela", mientras fuma un habano que la vuelve una suerte de Tony Montana femenina. Indecisa entre la dirección que hacer tomar al automóvil que la conduce, ebria de caprichos, da indicaciones imprecisas y contradictorias, todo pareciera responder a sus deseos. Lo que acontecerá allí, justamente, será el momento clave, el nudo que elige su situación espacial. Porque el lugar en donde acontecerá el momento traumático, cuando Bin veá tambalear su corona de "hermano mayor", oficiará como una instancia de correlación reincidente con el devenir. Es decir, ese mismo ámbito callejero será revisitado en reiteradas ocasiones. En el primer momento, a partir del esplendor/caída de la pareja enamorada (¿enamorada?); en el segundo, con Qiao en un transporte absolutamente distinto, sola y tras cumplir una pena carcelaria; en el tercero, con la promesa de una segunda oportunidad, una vuelta al ruedo para quienes supieron conocer épocas mejores. Lo extraordinario es cómo el film juega tales instancias desde la asunción de códigos estéticos diferentes, que ligan la película al drama social, al film de acción -con injerencia mafiosa o pandillera-, el cine carcelario, y finalmente el melodrama. En ese vaivén de posibilidades es cómo se escribe también el estilo del director, Jia Zhangke. Dispone para ello de la notable actriz que es Zhao Thao; así, por momentos ella puede resultar una especie de Anna Karina y él casi un Godard de ribetes sesentistas, entre bailes y clichés que remedan la fascinación por cierto cine de acción. Más aún, el resultado violento es virulento. Luego, la película troca en algo más (y nunca en algo diferente). Ese "algo más" significa de modo cualitativo, porque oficia a la manera de un estado de ánimo alterado, cuyos cambios se condicen con las elecciones formales: de los colores saturados a los fríos, del espíritu festivo y truhán a la mirada desencantada, de la posibilidad de un avistamiento extraterrestre a la soledad. Así de diversa es la película y así de lúcido es su director, capaz de enhebrar comentarios sociales e históricos entre los pliegues del relato, tal como lo hacen los grandes directores. De este modo, cuando Qiao se pregunte si enamorarse otra vez -mientras observa un espectáculo musical desafinado, en consonancia convencional con su espíritu-, el conocimiento de alguien casual, en un pasaje de tren, agrega otras posibilidades. Pero nada está claro, porque pareciera que no hay quien diga lo suyo desde el enmascaramiento. En los diálogos que surgen, eso sí, se cuelan deslices fugaces, que dicen sobre la situación laboral y los emprendimientos del gobierno. Son decires sin énfasis, que conviven con el drama, como tantos comentarios "casuales" lo hacen desde la vida cotidiana. Ahora bien, si la farsa es lo que prevalece entre la mayoría de quienes pueblan el film, nada cuesta relacionar tal aspecto con las políticas gubernamentales. El jianghu, un submundo de reglas propias. Pero sería injusto señalar a Qiao de manera falsaria, porque lo que ella habrá de atravesar, justamente, es la situación dolorosa de saberse tal vez no amada. Desde ya, nada le impide generar equívocos de palabras, robar y sobrevivir. Hasta su accionar, las más de las veces, es sólo egoísta. Si se dirige a la defensa de la mujer golpeada por hombres, es porque hay alguna ventaja que obtener o alguna cuestión personal que zanjar. Ello no invalida su reacción ante la turba masculina, como tampoco el retrato de la inacción de quienes observan de manera pasiva. Qiao, en todo caso, sale a escena con otras fuerzas, para saber si aquello en lo que confió -o aquél en quién confió- fue verdadero. LEER MÁS Arnaldo Antunes: "En Brasil hay un ataque a la cultura" | El paulista se presenta en Buenos Aires El éxito y el fracaso andan dando vueltas entre los diálogos de los personajes. Quien lo sabe para sí es Bin. Bien arriba, bien abajo. El respetado y el humillado. Y Qiao que lo sostiene para el desafío de una nueva prueba. Mientras tanto, no se anima a amarle. Al menos, es lo que parece. Porque hay que estar atento a lo que los cuerpos dicen mientras las palabras se pronuncian. De maneras contradictorias es como se mueven los personajes, más aún cuando quien desafíe a Bin lo haga con el propósito de humillar para que así quien alguna vez lideró se decida a retornar. Lo que en todo caso quedará a Qiao es un sabor amargo, que la cámara de Jia Zhangke decide registrar desde la distancia. Y de modo bien terrible, porque la última imagen de la película es la de una cámara de seguridad. Imagen que es observada por la cámara misma del director. Imagen de vigilancia que es -siempre- carcelaria, nada volátil ni poética. Es allí, finalmente, en donde queda Qiao. Presa de sí misma.
Juguetes bravos eran los de antes, Chucky Sin mucha convicción, el film actualiza de modo pobre, sin aristas molestas y con corrección política, al más famoso de los muñecos psicópatas: Chucky. Era cuestión de esperar para una nueva versión de Chucky, pasadas ya por un mismo tamiz las demás sagas ochenteras del terror: Noche de brujas, Pesadilla, Martes 13, entre otras. Si en el caso pionero, y ejemplar, la cuestión del muñeco con vida se resolvía por medio de la transmigración; aquí podría decirse que más allá del ardid elegido, no hay alma que quepa. Entonces, cuando la película no tiene alma, sólo queda cáscara. O lo que es lo mismo, una película como ésta. LEER MÁS Un gasoducto roto | Más problemas en Villa La Angostura LEER MÁS Puerto Rico: furgón de cola de la nación más poderosa del mundo | Trump le da la espalda al estado libre asociado de EE.UU. El film original es de 1988, cuenta con seis secuelas y es curioso que la última de ellas -Cult of Chucky- sea de 2017. De todas maneras, borrón y cuenta nueva. O dos universos paralelos, porque el papá de la criatura, Don Mancini -principal guionista de la saga, director de varias de las entregas- fue relegado del reboot. Aun así, se sabe, hay cuestiones latentes con las cuales habrá de verse esta nueva versión del clásico del género de terror, y seguramente Mancini esté riendo entre sombras. Entre ellas, las que supo cimentar el primero de los capítulos, dirigido por Tom Holland, responsable también de ese título de culto que es La hora del espanto (Fright Night) y de aquella pequeña buena película que continúa siendo Thinner, sobre novela de Stephen King. En la Child's Play original, el título honra la propuesta, con protagónico de un niño de 6 años (Alex Vincent) que se encuentra aquejado por la falta de un padre, una madre sobreocupada, la amistad propuesta por la televisión, y el merchandising que ésta ofrece: un niño juguete con el cual hablar. (Tonterías semejantes son las que todavía suceden, y cierta televisión es la que continúa en ese sendero.) Así las cosas, el muñeco en cuestión habrá de albergar la venganza de un asesino cuya alma éste se encarga de transmigrar durante la primera secuencia del film. Mejor todavía, el psicópata en cuestión es Brad Dourif, y es en medio de una juguetería en donde practica el rito que le permite sobrevivir a la balacera. El cielo se pone oscuro, hay nubarrones y relámpagos, con suficientes toques frankensteinianos. A partir de allí, las travesuras y -ojo- los muchos toques incorrectos, como lo supone el encierro del propio niño en un psiquiátrico. Cosas así ya no se ven. En este sentido, la carga supuesta por el Chucky de origen aquí no es más que una mera sombra que mejor será olvidar. La crisis de soledad se traduce ahora a un casi adolescente, sin papá y con mamá ocupada por el trabajo y con un novio detestable. A su vez, el muñeco maldito tiene otra génesis, y aquí estriba tal vez lo único más o menos destacable: es el maltrato empresarial el que lo produce. De todos modos, la venganza del empleado pareciera estar desorientada, porque al alterar el ADN electrónico, evidentemente no mide demasiado ninguna consecuencia. Pareciera que es este muñeco amistoso lo único que saca, mínimamente, a Andy de su letargo de teléfono celular. Este "defecto de fábrica" aparece como lugar desde el cual justificar la llegada del "nuevo hermanito": a punto de ser desechado, allí la oportunidad de la mamá sin un peso, empleada a su vez en ese mismo lugar en donde se venden estos amiguitos de plástico al por mayor. Una vez llegado al hogar, lo que a Andy (Gabriel Bateman) le supone primero una pérdida de tiempo, terminará por significar de otra manera. Los ojos rojizos del muñeco aprenden rápido y saben cómo adoptar la mímica para el cepillado de dientes o el uso del cuchillo de cocina. Pareciera que es este muñeco amistoso lo único que saca, mínimamente, a Andy de su letargo de celular. Y sí, desde ya, "Andy" no deja de ser nombre que guiña hacia el de ese otro niño protagonista y dueño de juguetes en Toy Story. Y vale agregar: si el gran Brad Dourif era la voz del Chucky original, aquí lo es Mark Hamill (desde ya, a hacerse de paciencia si lo que se quiere es oírle a él, adocenados como están los cines ahora con funciones en idioma castellano: sólo Showcase ofrece una única función en inglés). LEER MÁS El adiós a un referente del arte cinético | Carlos Cruz-Diez Andy labrará un grupo de amigos, trabará cierta amistad con el policía del edificio, y habrá de resolver los entuertos que sus deseos en voz alta provocan. Como si se tratara de un ángel vengador, el nuevo Chucky no hace más que cumplir con lo que el niño profiere. Así, hace lo que los otros consideran "divertido" (mientras miran The Texas Chainsaw Massacre II, homenaje a Tobe Hooper y una de sus mejores películas) o "necesario". Todo sea por cuidar de Andy. Cuando éste se da cuenta, ya es demasiado tarde. En este sentido, por supuesto que la figura del padrastro es la de la amenaza, tal como lo estipulan los cuentos de hadas, pero la caracterización que de éste el film esconde es ciertamente poco feliz, ya que lo moraliza y castiga. Eso sí, la manera desde la cual lo hace resulta ser el mejor de los gags truculentos de la película que dirige el noruego Lars Klevberg. Lo que queda, en síntesis, es una película bastante chiquita, de estimable bajo presupuesto -esto es algo que se agradece-, pero sin el encantamiento que guardaba la anterior. No hay alma. Es un Chucky descarnado, que además elige bautizarse así sin demasiada convicción. Aquel otro muñeco resultaba extrañamente adorable. Vestido igual que el pequeñito que lo cuidaba, a quien le dictaba órdenes al oído. El oído de Andy, justamente, no escucha muy bien. Seguramente, un guiño desde el cual establecer distancia con el film precedente. Pero no alcanza. La sombrita que proyecta el Chucky original es larga, y mete mucho más miedo (con la artesanía admirable de Kevin Yagher) que las muecas poco inspiradas del nuevo film. Eso sí, el nuevo Chucky goza también de la artesanía del animatronic, y esto es algo que, entre tanto cine de pura raigambre digital, se agradece también. Pero poco más.
Vidocq espera una mejor suerte La película naufraga en la recreación del personaje y la validación del mito, mientras insiste en parecerse al cine que no es ni debería ser. Podría escribirse un libro sobre las producciones cinematográficas francesas, dedicadas con esmero a parecer lo que no son. Por allí aparecerían títulos como Los ríos de color púrpura, Taxi, y gran parte de la filmografía de Luc Besson (no casualmente, guionista en Taxi y la abominable Búsqueda implacable, más respectivas secuelas), con El quinto elemento a la cabeza y la espantosa Familia peligrosa. En todo caso, de lo que se trata es de un cine cuyas virtudes -en caso de que existan- quedan supeditadas a una puesta en escena que dialoga con otros títulos de éxito y misma coyuntura. Vale decir, Hollywood. Es en esta línea donde se inscribe El emperador de París, vuelta al ruedo del personaje François Vidocq. LEER MÁS De una vigencia absoluta | Acerca del film La haine, de Mathieu Kassovitz LEER MÁS De una vigencia absoluta | Acerca del film La haine, de Mathieu Kassovitz En verdad, es extraño que Vidocq, ladrón devenido policía, impulsor de la Sûreté Nationale, impregnado de Revolución Francesa, no haya tenido un recorrido cinematográfico mayor. Una lejana producción de 1939, dirigida por Jacques Daroy; una aproximación norteamericana con la firma del gran Douglas Sirk: A Scandal in Paris; y una lamentable versión de tinte fantástico que dirige Pitof, con Gerard Depardieu. Ahora bien, lo que El emperador de París vendría a subsanar, no sucede. Lamentablemente. Porque las cartas parecieran estar a favor: recupero de la vena histórica (a diferencia del film de Pitof), presupuesto suficiente, y un protagonista a la altura, como lo significa Vincent Cassel. Dirige Jean-François Richet, de quien podrá recordarse Masacre en la cárcel 13, remake del film magistral de John Carpenter. Se recordará también que ese film estuvo y está lejos de la mirada admirable -y autoral- del director norteamericano. Allí, tal vez, una clave para lo que sigue. Dada la filiación voluntaria o involuntaria que las películas señalan, es inevitable establecer un trazado. Ese recorrido tiene en la figura de Vidocq un punto de cruce de sumo interés. Porque más allá de las películas en donde se lo toma como protagonista, es sabida la influencia que su historia de vida -cuyas Memorias publicara el Centro Editor de América Latina- suscitara en la narrativa policial. Así que no hay manera de desvincularle de muchas de las grandes creaciones de la pluma universal. Allí, justamente, C. Auguste Dupin. Y Sherlock Holmes. Entonces, si Holmes deriva de alguien como Vidocq, ¿por qué el personaje francés busca legitimidad de modo inverso? La película no tiene atmósfera propia, y divaga en un montaje preocupado por alternar cuantos ángulos de cámara pueda. Esta inversión de roles obedece al cine. Aun cuando Holmes sea el personaje más versionado en la historia fílmica, la encarnación última le ubica -por estos días amnésicos- de modo privilegiado. Así es como el Holmes de Guy Ritchie y Robert Downey, Jr. encuentra relieve. Virtudes aparte -para el caso, este Holmes no es mediocre, como lo es casi la totalidad del cine de Ritchie-, la incidencia del nuevo Holmes descansa en cierta combustión superheroica, que se traduce en la premeditada elección del actor. Hubo secuela y continúa en devaneos una inevitable tercera parte. Entonces, allí es donde va a recalar este Vidocq remozado. Y es una pena, porque en lugar de ver un film con aires propios, éste se empecina en emparentarse con el Holmes en cuestión. Mejor hubiese sido dejar a la película respirar por sí misma. Más aún cuando es Cassel quien interpreta, cuyo rostro amalgama seducción y repulsa, a medio camino entre el mundo ladrón del cual emerge y el lazo policial que luego adopta. No en vano, se le gritará en reiterados momentos el mote de "soplón". ¿Dónde elige pararse Vidocq? ¿Es consecuente con sus decisiones o el entorno le lleva a actuar de manera inevitable? Si un film como éste sólo fuese pensable desde el guión argumental, podría decirse que es un atractivo folletín, con Vidocq siendo apresado por policías y ladrones, huyendo de unos y de otros, más las autoridades francesas sobrevolándole, viendo qué hacer con él, cómo aprovechar sus virtudes. La Francia de Napoleón, el hacinamiento carcelario, la pulcritud puertas de palacio adentro, el clima maloliente de los bajos fondos, y una historia de amor fortuito entre los brazos de una prostituta. Vidocq huye y el destino le reclama. Para ver cómo sobrellevar el asunto y obtener su libertad, Vidocq acepta el juego y termina aún más prisionero. LEER MÁS Con Trump vuelve el desfile militar | Por primera vez en casi tres décadas Si todo esto está en la película, y lo cierto es que es así, ¿por qué no se trata de un buen film? Porque no hay empatía con lo que se narra, no hay adhesión moral hacia lo que se cuenta. El retrato de todo lo que se muestra es acorde a un ornamento preocupado por la recreación digital, espectacular, sin momentos sensibles, como si la pérdida de un ser querido (y esto es algo que el film trabaja) fuese una mera reproducción de imágenes estipuladas, de convención asumida pero carentes de apego y afecto. Así, no hay emoción posible. ¿Cómo asumir el riesgo y pliego moral de Vidocq si es la película la que no lo hace? Salto literario mediante, puede pensarse de modo similar en la infame versión reciente de Fahrenheit 451, cortesía de HBO: lo peor que podía pasarle a Ray Bradbury es ser versionado por alguien que no ame los libros (y que no ame el cine). Algo así también sucede con este Vidocq. Más atento al vínculo con títulos recientes, de atmósfera similar al Holmes de Ritchie, sin asumir los riesgos planteados, El emperador de París no tiene atmósfera propia, y divaga en un montaje preocupado por alternar cuantos ángulos de cámara pueda. De modo inútil, porque nada hay allí que lo justifique. Es con ese ruido cómo la historia convive. Y no puede. Peor aún: la elección de la ucraniana Olga Kurylenko, chica Bond y actriz en Hollywood, no hace más que empantanar el asunto. ¿Tan difícil es dejar que una historia semejante, de capacidad mítica autosuficiente, cobrara vuelo propio? Evidentemente, sí. Lo que prima en un cine como éste, es un falso espectáculo: sea por no asumir lo que dice, sea por querer parecerse al cine que no es. Vidocq espera mejor suerte.
La voz de una luna moribunda El film del director italiano retrata de modo algo irónico al cine de su país, durante la decadencia próxima de los 90. Hay un apuro que no da respiro en la película más reciente de Paolo Virzi. ¿Hace falta que Notti magiche sea pretendidamente veloz? Como si el tiempo le apremiara, pareciera que Virzi trata de hacer caber todo y más durante dos horas. LEER MÁS De una vigencia absoluta | Acerca del film La haine, de Mathieu Kassovitz LEER MÁS De una vigencia absoluta | Acerca del film La haine, de Mathieu Kassovitz A partir de este ánimo, las "noches mágicas" del director italiano aluden de modo irónico. Ya la primera escena lo corrobora. El contexto es la Italia de los años '90, con el Mundial en sus instancias finales. Es en ese contexto en donde sucede la muerte de un tal vez prestigioso productor cinematográfico. La conjunción entre las partes es cuanto menos ingeniosa: gente reunida al aire libre, en torno al televisor durante los penales definitorios entre Italia y Argentina, y un automóvil que cae de un puente al Tíber. A partir de allí, un comienzo inequívoco, que intenta -¿en vano?- sostener su premisa: el vínculo dilemático entre cine y televisión. (A la RAI se la mencionará, de hecho, en reiteradas ocasiones.) El gol y los penales parece que pueden más que la espectacularidad de un auto que cae (algo digno del cine). ¿Qué se elige mirar? ¿La pequeña o la grande pantalla? La reacción de los espectadores televisivos es cuanto menos ambigua. Así, el mundial oficia también como marco histórico para el misterio que guarda el cadáver. Se trata de un productor de la más o menos vieja guardia, alguna vez codeado con el cine de autor, pero las más de las veces proclive a series fílmicas eminentemente comerciales. Lo encarna Giancarlo Giannini, y basta con que el actor sea él, por ser alguien capaz de cifrar lo que el cine italiano alguna vez fue. Sobre este cuerpo, presumiblemente ahogado, se cierne la investigación. Las pesquisas apuntan a tres jóvenes guionistas. El racconto los situará un mes atrás, a partir de un concurso que les convoca a Roma. Uno de ellos, Luciano (Giovanni Toscano), semeja a un Gassman desbocado. Pero sin gracia. Tantas ganas de hacer tanto, que a Luciano no le alcanzan los gestos para tocar y agarrar todo lo que le rodea. Dada su hiperkinesia, ¿dónde y cómo guarda la paciencia necesaria para escribir y pensar el cine? Desde ya, está claro que se trata de un grotesco. La tarea fílmica aparece en entredicho, mirada con sorna autoconsciente. Lo corrobora el extremo que también significa Antonino (Mauro Lamantia), otro de estos amigos, proclive a intelectualizar y alcanzar las cotas más profundas. Tan sumido está en este pensar, que se hace difícil pensarle de modo pragmático, conforme a la profesión que persigue. A su vez, Eugenia (Irene Vetere), la tercera en cuestión, es el vértice inseguro, temerosa de los hombres, llena de pastillas y de higiene aristócrata y familiar. Seguramente, pueda pensarse a los tres como instancias que derivan de una misma figura vincular, la del guionista, cinematográficamente esencial. De este modo, son ellos, juntos, quienes habrán de compartir sus miradas para la reconstrucción de esta muerte en la que de algún modo han participado. Escritores, al fin y al cabo, tendrán que narrar y explicar lo que relatan. Con o sin coartadas. Desde el artificio que la palabra permite, o dado el caso, a través de la concatenación de secuencias y diálogos. Lo que sucede es que el atiborramiento de elementos es tal, que el cometido de presumible cinefilia del film de Virzi queda sepultado por un abultamiento que apenas se detiene. Todo ello, a partir del resorte que significa el cheque-premio de Antonio, botín ansiado por este productor, para una vuelta a la pantalla que le posibilite, por ejemplo, recuperarse de un reciente embargo económico. Las idas y vueltas, a partir de ese proyecto que podría ser una película o una serie televisiva, quizás con dirección de Federico Fellini, ameniza con métodos de trabajo de aquella -y de esta- industria, con guionistas en negro, una producción adocenada, la farfulla de la farándula, y nombres y afiches que hablan de películas más o menos ciertas. LEER MÁS Cartelera De este modo, surgen alusiones directas e indirectas. Entre ellas, Ornella Muti sobresale en su divertimento, consciente de sí misma. Hay otros nombres señalados, desde la honra o algo así, como Ettore Scola, Marcello Mastroianni -quien entre sombras llora la ruptura con la Deneuve- o el mencionado Fellini, durante el rodaje de La voz de la luna, último film del maestro. Evidentemente, la elección de esa película es nodal, epítome de todo un capítulo que se cierra para el alguna vez colosal cine italiano. Y también otra alusión, evidente, que subraya su chiste de modo innecesario, sobre cierto maestro de la "incomunicación" que decide, de pronto, hablar y salir de un letargo tal vez autoimpuesto. Pero todo esto no son más que notas de color, aunque lo cierto es que tampoco alcanzan un brillo que esté a la altura de lo que proponen. Es decir, si lo que está de por medio es la mirada y dilema de un cine alguna vez genial, con momentos insustituibles como el neorrealismo o la commedia all'italiana, la película de Virzi se debate en su propia imposibilidad. Es decir, no toca fibra sensible alguna, y queda en un estado epidérmico, sin alcanzar sensibilidad con lo que retrata. Por otra parte, la decadencia que se avizora (¿solamente?) en este cine, es la que inevitablemente sobrevendrá en lo social. Son los noventa, y la etapa de Berlusconi está por llegar. Si de lo que se trata es de alcanzar un ánimo caído semejante, incurable en su hastío, mejor pensar en el cine de Paolo Sorrentino. Porque aun cuando Notti magiche diga ambientarse en la década infame de los '90, lo cierto también es que se sitúa en estos tiempos, cuya médula no alcanza siquiera a rozar, como película del presente que invariablemente es. Tal vez su designio sea el de navegar de manera inconforme consigo misma. Demasiado explicativa, sin poética (o de poética forzada). Y desangelada.
Muchas preguntas que concluyen en otras La ópera prima de la también actriz y guionista, traduce una historia personal en forma de pesquisas reflexivas mientras indaga en el cine. En algún momento -decisivo, conforme al derrotero de la película- se dice que "la muerte organiza". Se lo pronuncia en función de un camino guiado por imágenes quietas y en movimiento, a veces copartícipes. Por un lado, fotografías; por el otro y a la vez, el cine. Las imágenes detenidas permiten los recuerdos, las derivas de las palabras; sea porque se las mira con detenimiento, también porque las mismas imágenes son proyectadas sobre los cuerpos de quienes cuentan. Cuerpos impregnados de imágenes, de recuerdos, de cavilaciones. En esos momentos, no importa precisar si se trata de un confesionario o de alguna licencia dramática -categorías, todas, sin relieve-, sino mejor de una alteración misma en el tempo narrador, en la relación causa-efecto habitual, en el bendito raccord. LEER MÁS Impugnan una boleta por llevar la imagen de un feto | Es del partido antiderechos que postula al condenado ginecólogo Rodríguez Lastra LEER MÁS Otras voces, otros ámbitos Pero de nuevo a la frase: "la muerte organiza". Si la muerte es la situación que detiene y por eso permite pensar y ordenar lo que ha sido; el montaje -de misma manera- es la situación dilemática y esencial al cine. En otras palabras, si el cine es capaz -y lo es- de capturar las imágenes vivas, que suceden todas y a la vez, el montaje es la toma de decisión, no sólo respecto de cuál imagen entre todas, sino también de la manera a través de la cual organizarlas y lograr ese artefacto de nombre final que es la película. El montaje, entonces, como la muerte: organiza. Así, el cine da forma, y de manera meditada, a lo vivido. Esa frase, esa "muerte que organiza", ofrece el lugar idóneo desde el cual pensar De nuevo otra vez, porque la elección de la realizadora, guionista y actriz, Romina Paula, se orienta hacia sí misma, hacia ella, a la vida propia, en la necesidad del cine como medio que permita el registro y también, se presume, su meditación. El film está atravesado por una dualidad asumida. Es registro documental y artificio volcado al juego fílmico en sí. En la piel de sí misma o de alguien que tiene un mismo nombre, Romina llega con su hijo a Buenos Aires, a la casa de su madre. La estancia se prolongará. Parece una visita, pero también algo más. La relación con Javier (Esteban Bigliardi) no está en su mejor momento, y este descanso -con él lejos, en las sierras de Córdoba- oficia de manera más o menos balsámica. En verdad, no se trata de cura alguna, sino de volver sobre los pasos ya dados, un imposible asumido, que se atisba respecto de lo que ha sucedido hace tan poco tiempo, ahora inalcanzable. Allí está la prueba misma de la maternidad, experiencia que altera, para siempre. Ahora bien, como si se tratara de intentar el recupero de algo de ese pasado reciente, Romina será impulsada por la propia madre a salir, a despejarse un poco, porque total ella puede cuidar del pequeño Ramón. Así, Paula se (re)encuentra consigo o con el tiempo, con la capacidad de decidir sobre él -lo que es decir, sobre ella-, o con una ilusión de algo que se le parece. No es casual, por ello mismo, que sea un cumpleaños el motivo de la salida nocturna, como un túnel temporal que remeda algo del ayer pero en la constancia tácita de que entre el baile y los tragos, la asunción de este dilema se percibe. Entre otras cuestiones, hay algo que anuda todavía más el desencuentro de Romina, o que funciona de manera cuanto menos sintomática: entre el alemán materno y el castellano, convive su decir, también el de Ramón. Y es extraordinario cómo la cámara captura estos momentos en su plenitud, porque el niño no actúa, sino que hace y dice y comprende sin injerencia declamatoria o dramática: responde en castellano cuando se le habla en alemán. El niño es el mejor actor posible, y esto es algo que su madre, la directora, evidentemente sabe y acciona: sea como resorte vivo para la película, pero también como registro mismo sobre esa niñez que pronto dejará de ser. El cine permite este doble juego. O mejor: el cine es la puesta en juego de este dilema, porque captura el momento para revivirlo en el después. Catalina Bartolome Romina Paula se orienta a la vida propia De tal manera, De nuevo otra vez está en todo momento atravesada por una dualidad asumida. Es registro documental de una vida personal y familiar -con imágenes de archivo que se incorporan y analizan y despiertan preguntas- y artificio destinado al juego fílmico en sí, con una historia que encuentra su razón de ser en el relato que se articula, que despierta situaciones que el guión prevé. En este sentido, habrá que pensar el (des)vínculo de Romina con Mariana (Mariana Chaud), esa amiga profunda a la que se ve de vez en cuando, con quien tanto se comparte, pero en quien asoma cierto reclamo o desazón cuando es su propia hermana la que avanza sobre Romina y logra una respuesta de afecto. Son estos matices los que agregan todavía más, porque dicen de modo sesgado y articulan de manera compleja. LEER MÁS Cartelera De tal modo habrá que pensar las resoluciones: ausentes, siempre quedan abiertas o sugeridas, sin conclusión necesaria en la imagen. Así, De nuevo otra vez permite que prevalezcan los puntos suspensivos, hacia un reencuentro de pareja que no persigue fidelidad institucional alguna -la institución, de hecho, es algo cuestionado en extenso, desde la construcción y constitución familiar misma, el interrogarse sobre el rol materno, y el desmantelamiento de la heteronorma-, sino antes bien la renovación misma de la pregunta que guía a la película. Una pregunta que es femenina y se interroga consigo misma, que reconoce como supuestos lo que parecían verdades, mientras renueva su mirada porque es esto, justamente (y de cine se trata), lo que importa. Al hacerlo, Romina Paula seguramente vuelca cuestiones personales -¿quién no?-, pero no pretende respuestas. Lo que acontece es el ensayo de un sentir que se toca con la angustia, a la manera de una brújula sin norte pero no por ello desorientada. En todo caso, es una desorientación pretendida, que pone en vaivén certezas preconcebidas. Y lo hace desde la organización misma y racional que el montaje, operación estética e intelectual, permite. En síntesis, el nombre mismo de la película cobra un nuevo significado, circular, cíclico. Una armonía que permite, a la vez, estructura al relato, para que éste lleve a que las preguntas iniciales concluyan, como se debe, en otras.
Personajes sensibles y desajustados Premiada en la Berlinale y en el Bafici, la película del director cordobés apuesta por lo fantástico como modo de confrontar al mundo Antes que contar -y redundar en- la historia que toda película ya se encarga de contar, mejor detenerse en otros aspectos, porque para saber qué es lo que pasa en una película es por lo que se va, entre otras cuestiones, a ver la película. Y puesto que Breve historia del planeta verde esconde una sorpresa, mejor que sea el espectador quien se encargue de descubrirla. LEER MÁS El PO le responde a Altamira | La crisis que desató la fractura en el Partido Obrero LEER MÁS Jaguares: "No queremos dejar pasar esta oportunidad" | El wing Matías Orlando de cara a la final del Super Rugby ante Crusaders Por eso, es mejor que sea la curiosidad la que descanse en el misterio que anida en esta historia pequeña, situada en un planeta cercano. Una película íntima en la que subyace un momento en donde lo que acontece adquiere otros ropajes. Es decir, una película que dice ser un género mientras lo desdice, por dejarse tamizar de una hibridez consciente. En este sentido, las categorías genéricas desde las cuales ubicar al film de Santiago Loza aparecen tal vez contradictorias. Sólo tal vez, porque la confianza en lo que se hace, en lo que se muestra y lo que se narra, dicen todo el tiempo sobre el desenlace o punto de arribo deseado. En última instancia, hay una puesta en escena. Y eso, ni más ni menos, dice de manera suficiente sobre un director de cine. Abocado a una experiencia artística que le reparte entre el teatro, la literatura y el cine, el cordobés Santiago Loza encuentra en esta película un lugar de riesgo, está claro, pero con la sensibilidad suficiente como para saber que el film no habrá de derrapar. Ahora bien, y de manera sintética, Breve historia del planeta verde es la odisea de tres amigos dispuestos a llegar (a volver) a la casa de una abuela. La abuela falleció, y hacia allí, a ese lugar situado en una infancia pretérita y cercana, entre las paredes de una casa que guarda olores viejos, entre el barrio y los lugares de antaño, habrán de codearse los protagonistas. Santiago Loza encuentra en esta película un lugar de riesgo que fue urdido con la sensibilidad suficiente para no derrapar. Lo que no se ha dicho es que Tania, la nieta que acude al llamado de este más allá (¿porque qué otra cosa es esa etapa ligada a la infancia?) es transexual. Lo que también debe ser dicho es que Romina Escobar, la actriz, es magnífica. Su naturalidad ante la cámara es el gran hallazgo de Santiago Loza. Así, Tania viaja, camina, sufre y ríe, acompañada de Daniela (Paula Grinszpan) y Pedro (Luis Soda). Tres disconformes, tres desajustados que sin embargo comparten una sintonía plena, a tono con lo que enfrentan. Esto es, los años de un pretérito al que volver. Un tiempo casi ido al que se debe (re)visitar. Es por eso que hay que acompañar a Tania. Y no dejarla sola. Ese pueblito, ese lugarcito, de casa de muñecas y comidas de abuela, comparte una emanación dulzona con cierto regusto amargo. Sobre todo ante un afuera seguramente amenazante, desde el marco contenedor (y tan hipócrita) que ciertas ciudades pequeñas o pueblos grandes brindan. De modo tal que volver allí será una prueba límite, para todos pero sobre todo para ella, para Tania. Durante el camino y la estadía, las miradas los cruzan, las mediasonrisas les apuntan. Además, no bien llegar, ya el trío se impone otra meta. Para saber cuál es, habrá que ver la película. Santiago Loza hace teatro, literatura y cine. Entre otros rasgos, hay un gran momento en el film de Loza, y se corresponde con la escena que comparten Tania y una amiga de la abuela, interpretada por la inmensa Elvira Onetto. Es un diálogo magnífico, que delata la artesanía de Loza en la relación que descubre entre actrices de generaciones diferentes, en busca de una comunión que no borre sus diferencias de registro. Lo que la Onetto logra en este diálogo es apasionante, porque mientras la palabra dice, son sus gestos los que comunican algo más. De este modo, la simpatía del decir guarda matices contradictorios. Lo que se escucha no se condice con lo que se ve. Y esto es algo que el film logra de manera elegante, al permitir que sean las propias intérpretes las que se luzcan -desde estos gestos mínimos- ante la cámara. Así, el pasado de esta vida que Tania ahora es adquiere rasgos de un pasado seguramente afectuoso, pero nada fácil. Hubo dolor. Y cierto pase de facturas aparece desde la voz de esta amiga otoñal, que parece risueña. La gran Elvira Onetto. Descubierto lo que aquí no se dirá, el trío parte hacia la aventura, para cumplir una misión de índole esencial, que los anuda respecto de su historia. De esta manera, los viejos vínculos aparecen, junto a los desprecios, algunos rencores, ciertas disculpas y camaraderías. Hay que llegar al lugar que el mapa asegura, como si fuera una búsqueda del tesoro, así como cualquiera de las aventuras de tanto cine de matinée. Ese cine seguramente visto en el cine o la televisión del mismo pueblo, durante aquella infancia. LEER MÁS El día que Palermo erró tres penales en un partido | A 20 años de aquel duelo de Copa América de la Selección de Bielsa contra Colombia A lo largo de la travesía, lo que progresivamente se extraña es el paisaje, o mejor dicho, lo notable es cómo Loza y su director de Fotografía, Eduardo Crespo, son capaces de enrarecer lo cotidiano, como si el entorno estuviera a la par del sentir íntimo de estos personajes marginales y sensibles, en un mundo frío al que agregan calidez. De esta manera, estos paisajes raros se codean con otras marcas estéticas de un género (casi) fantástico. En este sentido, el film dialoga con el cine mismo, se vuelve lúdico, mientras narra una aventura que no por eso sería menos trágica. Llegados al punto último, deseado, inevitable, quizás Breve historia del planeta verde lo que haya hecho no fuera más que una suerte de trompe-l'œil, un engaño visual tendiente a disfrazar lo brutalmente realista. Ante ese realismo duro, extremo, la respuesta estética que significa esta película adquiere su razón de ser. Al practicar su operación fantástica, el film no sólo logra un cometido poético, sino que denuncia una iniquidad que estuvo todo el tiempo presente, anunciándose. La manera de confrontarla es a través de la poesía, a partir de imágenes capaces de subvertir lo simplemente denotativo, para convertir a la película misma en un artefacto incómodo (para algunos, para algunas). En otras palabras, Breve historia del planeta verde toca una fibra íntima, no exenta de dolor. Un dolor vuelto belleza. A pesar de todo.
El doloroso regreso de Sinan al hogar Nominada a la Palma de Oro en Cannes, el film del director turco ofrece un viaje alucinado que confronta contradicciones y supuestos, en un clima poético. Volver a casa después del viaje, luego de estudiar, ya graduado. Una vuelta que se anuncia melancólica, teñida pronto de matices amargos. Es decir, las imágenes son bellas, los planos abiertos y extraordinarios. El aire se siente. Los sonidos son confortables. Pero hay una sensación que percude de manera silenciosa, de la que será difícil sustraerse. Volver a casa es hacerlo al lugar conocido. Sin embargo, la habitación propia fue alterada. Hay que volver a ordenar los libros. Y los libros son el tema, el desarrollo, el corolario de la película. Uno de ellos será multiplicado. Embalados, pesarán toneladas. El fin es que sean leídos. Mejor aún: que sea leído. Entre el plural y el singular, la diferencia se revelará sustancial. Para ello, el cometido secreto, íntimo, que este film admirable guarda. Película que es, a su vez, ese libro, con el cual comparte título: El árbol de peras silvestre. En él está lo que habría escrito Sinan (Dogu Demirkol). Es él quien regresa a su pueblo. Y es él quien podría ser el autor de las palabras de esas páginas. El libro es la promesa que Sinan traza respecto de sí, su horizonte de escritor novel, que vuelve a su pueblo con la confianza puesta en publicarlo. El film del turco Nuri Bilge Ceylan apuesta por una imagen poética que altera lo visto, lo reconocido, gracias a una sensibilidad matizada. En el día a día, entre el hastío y lo cotidiano, Sinan se revuelve. Todo continúa muy parecido. Él, el escritor, el graduado, tal vez sea maestro de escuela como su padre. Sinan discute con todos, dialoga y confronta. Le espera un examen de admisión. Algo a lo que no responde con demasiada gana. Mientras, salen a su encuentro cruces más o menos fortuitos. Entre ellos, un diálogo telefónico con el amigo policía. Entre chistes y sonrisas cómplices, las golpizas y la violencia del amigo aparecen entre las anécdotas favoritas. Ese amigo no deja de ser un espejo posible. Si no se es maestro, tal vez policía. El espejo replica de varias maneras, entre tantas imágenes como rostros circundan. De esta manera surgen también la figura y la voz de una mujer, entre las hojas del otoño. La conversación delata una amistad de años atrás, que choca con la inminencia de lo que habrá de ser: el casamiento, tal vez forzado, con alguien adinerado. Luego, uno de los besos más bellos que ha filmado el último cine. Con un rastro de sangre que el labio de Sinan guarda como herida. No será la única. Algún golpe en el rostro sobrevendrá. Pero entre las justas, la que sobresale es la verbal. El árbol de peras silvestre contiene secuencias de diálogo permanentes, que ponen a prueba las aseveraciones de Sinan ante cada interlocutor: amigos, imanes, funcionarios, literato, madre y padre. En una de las secuencias próximas al desenlace -que combina, notablemente, la desazón ante la propia historia familiar con una dedicatoria sentida hacia la madre-, es la madre quien dirá al hijo algo que bien valdrá de alerta al espectador: "No me fío de ti, te cuidas de tener la última palabra". Las tres horas de duración son la extensión que la película requiere para imbuir al espectador del trance en el que está sumido su protagonista. Esta "última palabra" tiene que ver, a los fines narrativos, con el lugar desde el cual el relato se erige. En todo momento Sinan es quien guía al film, a través de él se observa y se mira. Sinan, el escritor, conversa todo el tiempo sobre lo que el pueblo -dice él- es, acerca del libro que ha escrito, enuncia afirmaciones que discuten con quien se le opone. Y esa sumatoria de escenas o momentos con las que él explica el contenido de su libro, no dejan de asimilarse a la sucesión secuencial misma de la película. Quizás por esto haya momentos en donde la linealidad falla, con destellos fugaces que el montaje guarda, a través de falsos raccords casi imperceptibles. Así, el diálogo entre Sinan y el escritor consagrado (¿otra de sus posibilidades de vida?) contiene una digresión entre las imágenes, que contradice la continuidad de lo visto. Se trata de un momento de lluvia, entrevisto desde el interior de la librería. Un momento que es precedido por un acercamiento de cámara, hacia el rostro de ese escritor con el que Sinan discute (esa otra cara posible de sí mismo). El recurso semeja al de Otto Preminger en Laura. Entonces, y como en aquel film maestro, ¿en qué territorio se para la película? ¿Cuán cierto es lo que sus imágenes dicen? No es el único caso, hay otros más evidentes. Que luego ponen en duda lo asumido: como la procedencia de un librito rojo, su venta u olvido; así como la anécdota sobre una infancia lejana, cuando Sinan fuera bebé, descansando entre hormigas que le cubrían el cuerpo. A la vez, hormigas que nada impide pensar desde la figuración buñueliana-daliniana, merced a la deriva sígnica que el montaje implica. Por todo esto, no estaría demás rever el móvil que aparentemente explica los desaires de Sinan, acunados por el malestar que le significa la imagen de un padre atenazado por deudas de juego. Pero esto es lo que la superficie dicta. La imagen nunca corrobora algo semejante. A partir de allí -de esta confianza depositada en alguien a quien el film mismo dicta como no confiable- la película prosigue su andadura. Entre imágenes que hechizan. Y un perro que podría ser varios. Cada uno de ellos, variaciones de un mismo interrogante. El perro es visto, se pierde, corre, se lo persigue, se asusta. Y reaparece. Si se deja al ánimo naufragar entre las asociaciones nada impedirá, por un lado, atender a la anécdota primera, la de la vuelta al hogar de este joven escritor; por otra parte, el despliegue de posibilidades es ilimitado. El film del turco Nuri Bilge Ceylan (quien ha obtenido en su trayectoria variados reconocimientos internacionales, nominado innumerables veces y ganador de la Palma de Oro) apuesta por una imagen poética que altera lo visto, lo reconocido. Lo afecta gracias a una sensibilidad matizada, que se distribuye de manera amable, elegante, a lo largo del tiempo. De este modo, las tres horas de duración son la extensión que la película requiere para imbuir al espectador del trance en el que está sumido su protagonista. Aquí, por eso, lo que debe ser atendido. Si Sinan es, como se decía, el lugar ambiguo (porque no es confiable) desde el cual el film se sostiene, habrá que atender a la secuencia final, la única en donde la mirada ya no será la suya, y en donde el raccord (la continuidad) se revela esencialmente falso. De este modo, el cine cobra un vuelo de asunción poética. Algo que la película anuncia desde su comienzo e intensifica de modo gradual, hasta arribar a un desenlace capaz de arrojar tanto una mirada invernal como la asunción de un destino (esa palabra con la cual Sinan se debate tanto) que se revela metafísico. Lo extraordinario es cómo, cualquiera sea la resolución que se elija, ninguna de ellas contradice a la otra.
El rock vuelto una metáfora correcta Presentada en Cannes el año pasado, el film es un musical prolijo que no asume el pleito que erige: el rock y el cine podrían cambiar el mundo El rock en la Unión Soviética, con el escenario y fecha puestos en Leningrado circa años '80. Fascinación aparte por la década, tan atravesada por la narrativa actual, el ámbito sonoro y geográfico suscita, cuanto menos, curiosidad. La cual puede traducirse tranquilamente en avidez, si a ello se suman los nombres de Dylan, Bowie, Sex Pistols, Reed, con canciones que resuenan y agregan colores a un mundo en blanco y negro. LEER MÁS Cristina Kirchner quiere declarar en el juicio por la obra pública en Santa Cruz | La expresidenta fue también hoy a Comodoro Py LEER MÁS Cartelera De este modo, Leto invoca un momento histórico que es también elección genérica consciente, con relación afín al cine musical. Entre canciones propias y versiones de temas célebres, la película de Kirill Serebrennikov -partícipe de la Palma de Oro en Cannes el año pasado- hace bascular su música así como el triángulo amoroso que le sirve de argumento. De esta manera, el encuentro y desencuentro afectivo se traduce en el pleito entre el idioma de cuna y el inglés, contenido en la lírica de los músicos admirados. Cuando estas canciones se escuchen, será el momento de dejar a la película volar de manera consciente, para que el gris cotidiano estalle en rayaduras, animaciones, ecos avant-garde. El resultado no está lejos de ser el de un remedo del video-clip, pero también instancia precisa, que es marca de género para todo espectador familiarizado con el cine musical. Desde lo argumental, como se decía, el film de Serebrennikov plantea un triángulo con vértice en la pareja de un rocker (apenas) "consagrado" y un cantor urbano en la búsqueda de un sonido propio. Los comportamientos, vigilados por la institución, y una elección de vida familiar, hacen que Natasha (Irina Starshenbaum) no pueda conciliar su deseo. Aun cuando con Mayk (Roma Zver) no guarden secretos entre sí, la posibilidad de un affaire pone en tensión el vínculo y las decisiones. Leto invoca un momento histórico que es también elección genérica consciente, con relación afín al cine musical. No se trata de un film que acentúe tales cuestiones o se detenga allí, sino que las esboza como sostén de un relato al que adosa un contexto sonoro, en el cual el rock comienza a ser perseguido en vinilos que descubren a sus escuchas un mundo de asombro. Una sorpresa que quedará manifiestamente controlada desde la secuencia primera, en cuyo recital la euforia del público debe someterse al cuerpo quieto, sentado, sin carteles y sólo aplausos. Es en esta transición de mundo donde se asienta Leto ("Verano", como un momento de esplendor que la película subraya y luego añora). Es allí en donde convive el rock autóctono de Mayk (confesamente atravesado por los músicos descubiertos pero también conscientemente intimidado) junto a las baladas y canciones más concretas ("infantiles", le dirán) de Viktor (Teo Yu). Entre los dos, el diálogo musical y la amistad fungen como resortes del drama y del cambio de época. Entre los dos, también, el amor sonámbulo de Natasha. Como si fuese el flirteo que despierta en uno y otro las pulsiones musicales necesarias. De todos modos, Leto no termina por conformar ni mucho menos. Si la virtud está puesta en la elección temática o musical, desde ya que ésta no puede ser suficiente. En tal caso, no hay más que una evidente manifestación del rock como música subversiva. Lo dicho no es menor. Lo que pasa es que para realmente plasmar algo semejante, es la película quien debe serlo. En ese sentido, Leto sólo puede codearse y pensarse desde el lugar que le corresponde, y éste no es otro más que el cine mismo. En tal caso, habría que pensar cuál es la relación subversiva -con la música como engranaje de esencia- que este film guarda con otros, como Tommy o Easy Rider. Y lo cierto es que hay poco o nada que le vincule. En otras palabras, Leto está más cerca de experiencias "musicales" como Casi famosos, de Cameron Crowe, y otras -casi abominables- como A través del universo, de Julie Taymor, con música beatle reversionada y anudada como argumento. De esta manera, no hay asunción problemática, mientras que sí una anécdota prudentemente relatada y retratada, con la corrección política del caso. De este modo, poco podrá objetarse a un mundo social gris, en donde los jóvenes buscan su lugar y chocan con la música. Por eso, no faltará la escena que ponga en palabras lo que generacionalmente ya está claro, con la policía vuelta gendarme de un orden vetusto al que resguarda con palazos. El momento, a bordo de un tren, es excusa para la implosión impostada de la canción "Psycho Killer". El punk surge y lo hace de una manera tan premeditada como, por eso mismo, anti-punk. LEER MÁS Murió el humorista Tuqui | Famoso por su paso por la Rock & Pop En efecto, Leto es toda impostura. Sus secuencias "musicales" tienden a ser subrayadas como golpes de efecto, tendientes a una lógica causal que hace que nunca decaiga la explicación de lo que se muestra, sin ninguna diáspora imprevista. Allí cuando el film encuentre ciertos despliegues que lo "contradigan" -alteración del verosímil, colores, intervenciones sobre la propia imagen- será la película misma la que se encargue de aclarar que lo que ve no es "cierto". Para ello, hasta se vale de un personaje que transita la acción como un ángel perezoso, que sabe lo que pasa, lo altera y se arrepiente. Un recurso que toma por asalto la paciencia misma; vale decir: ¿hay necesidad de aclarar lo que es evidente? Así, Leto es retórica y redundante. ¿Qué lugar, entonces, al rock? El mismo que al cine. No basta con incluir canciones de Bowie o Byrne, antes bien, debiera ser la asunción de ese dilema sonoro el que brote del dilema mismo que el cine guarda como potencia, listo para desestabilizar cualquier previsión. Aquí, justamente, se acentúan convenciones que hacen de la película una apuesta trillada, musicalmente trivial. Y por las dudas, no vale esgrimir cuestiones tales como "basada o inspirada en hechos reales" o similares (Leto está basada en las memorias de "Natasha": Natalya Naumenko), como lema y escudo del que se rodea tanto cine que no tiene mucho, tal vez nada, para decir.
Con Los salvajes (2012), el guionista y director Alejandro Fadel logró lo que a otros tal vez les lleve una ingente cantidad de películas: quitarse de encima todo, desaprenderlo, encontrar el lugar íntimo donde radique la pregunta. ¿Qué es el cine? El comienzo de aquel film conducía por carriles de convención -tan valiosos- las suposiciones del espectador, para luego arrojarlo dentro, en sí mismo, hacia lo profundo de las imágenes, a través de un deshojar tendiente al grado cero. Pocas películas lograron algo así. Entre ellas, la magistral El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold (dirección) y Richard Matheson (guión). De esta manera, la incógnita sobre qué película después, en dónde encontraría el realizador mendocino la prosecución de semejante búsqueda, era la mejor de las expectativas. Porque tras deshacerse de todo, todo se abre de nuevo. En este sentido, el cine de Fadel tiene un sesgo tarkovskiano que le contacta con lo íntimo, con lo que anida en lo natural y en el paisaje construido por la tierra, la vegetación, el viento y la humedad. Si en Los salvajes la apelación al género narrativo resultaba un mascarón de proa a abandonar, en Muere, monstruo, muere es la nostalgia por los géneros dejados atrás lo que se respira. El título, de hecho, es la evocación de un cine prototípico, en donde los nombres de realizadores como Roger Corman y Mario Bava delinearon un contexto de tonalidades saturadas, entre amenazas de un espacio profundo y horrores que desdibujan las muecas de Boris Karloff y Vincent Price. El tono rojo chillón de la sangre de los estudios británicos Hammer debe sumarse a este festín. Es ese sentimiento nostálgico -situado de modo fronterizo entre los años '60 y '70- el que se articula con los paisajes que aporta la cordillera de los Andes. Fadel seguro conoce esos lugares desde pequeño. Así como las películas que esta película evoca. La conjunción entre ambas instancias podría ser catalogada, entonces, como un sentir melancólico. Melancolía por lo que se ama, por lo que se perdió o el tiempo se llevó, si bien todavía dentro de uno. Muere, monstruo, muere apela a la historia de un triángulo amoroso. Entre ellos dos, está Francisca (Tania Casciani), bisagra y vértice. Los tres son también las tres M que dibujan los picos de las montañas. Una imagen que evoca el Twin Peaks de David Lynch. Allí seguramente se esconde algo. Para llegar a ese develamiento, hay que investigar. Por eso, las muertes. Terribles, con reminiscencias de ataques bestiales. Algo primario ronda, mutila y se alimenta. Es un hálito, algo tal vez respirable. Así como el aire enrarecido del que se alimenta la paranoia en la película Los usurpadores de cuerpos. El culpable parece ser David (Esteban Bigliardi), cuya desconexión con el entorno se revela cada vez mayor. Balbuceos, palabras sueltas, un decir quizás imposible por haber visto o percibido lo que no puede articularse. La distancia con la persona amada, por eso, se acentúa. David será contenido en un psiquiátrico (como Sam Neill en En la boca del miedo, de John Carpenter). Por otro lado, Cruz (Víctor López), el policía amante de Francisca, persigue sus pesquisas: las cabezas cercenadas, un diente horrible, el líquido viscoso y verde. El cine de Fadel contacta con lo íntimo. Si en Los salvajes el film se deshacía hasta quedar silente -como el primer cine-, en Muere, monstruo, muere el punto de partida, precisamente, es ése: David no puede hablar, lo intenta pero fracasa. Regurgita sonidos y se retuerce de dolor. Un llamado desesperado para que la vida sea como alguna vez lo supo ser. Un imposible. A la vez, Cruz -nombre que es símbolo letal, como bien lo sabe Drácula toda vez que enfrenta a Van Helsing- persiste en un camino de inmersión. Entre uno y otro se traza una simetría inversa. Cruz va en busca de lo que David ya sabe, y David procura recuperar algo de lo que alguna vez fue. Entre los dos, Francisca, tironeada y también dolida. Es de esta manera cómo habrá que pensar esa carta que el desenlace ofrece, porque actualiza una presencia ausente. Vale decir, todo lo que hubo de suceder para que esas palabras de un amor hondo, profundo, indecible, encontraran un cauce. Se trata de la declaración de un sentir metafísico, en contacto con una naturaleza hermosa y terrible. Una vez conseguido el amor, también la consciencia de su imposibilidad. Si el amor no dura para siempre, entonces el dogma que lo asimila a Dios no tiene sentido. ¿Qué es Dios? Nombres religiosos no faltan en el film, tampoco biblias ni templos. Ahora bien, lo que sobresale es el paisaje en su vastedad e inmensidad. Perderse en él puede que sea el mayor de los desafíos. Es en esta espesura -que no guarda ningún cariz "paisajístico"- en donde la película interna a sus personajes. Lo visto es peligrosamente atractivo, combina colores saturados de bengalas con la bruma y el agua que espeja. Es todo tan cierto y abismal como también reminiscente de aquellas hermosas películas dedicadas a Poe y dirigidas por Roger Corman. Habrá que subrayar, por eso, el hacer fotográfico relevante de Julián Apezteguía y Manuel Rebella (El otro hermano, El Ángel), tan atentos con esta reminiscencia epocal como con la sensibilidad diferencial del film. De modo evidente, Muere, monstruo, muere apela desde su título a la muerte, lo que es decir, a la vida. Un ciclo que es el del propio David. Desprovisto de la palabra, la tiene que reencontrar. Tamaña empresa le significará enfrentar al Goliath que el monstruo sería. ¿Existe tal monstruo? Si es así, ¿dónde? Tras la aventura -de inmersión, de pérdida y reencuentro- Cruz guardará como recuerdo un dolor incurable, sea por el miembro faltante (huella de una lucha revulsiva) como lo que simula dentro de las sagradas escrituras, donde esconde el diente horrible. Su baile solitario frente al espejo refuerza la réplica, la dualidad, el doppelgänger: "Te irás, me iré; así será", canta la voz de Sergio Denis. La canción es de aquellos años, los mismos de ese cine de angustias que el technicolor sublimaba.
Con el ánimo a punto de estallar Premiada en Sundance y Bafici, la ópera prima de la uruguaya centra su atención en una adolescente taciturna y su entorno lleno de hipocresía. Una chica corre, alguien la sigue. Escapa, le gritan. No es nada desesperado sino desconcertante. Si esta chica, Rosina, corre de espaldas, habrá que tenerlo presente cuando el film concluya, con ella ahora de frente. Algo cambiará, a pesar de todo. Es decir, aun cuando las preguntas que la rodean y persiguen persistan, seguramente ella ya no sea más la misma. Adolescente, taciturna, sin rasgos faciales que delaten al menos algo de lo que siente, Rosina es creación dual entre la directora, Lucía Garibaldi, y Romina Bentancur, la joven actriz que la encarna. Una simbiosis entre ambas. Una carnada difícil de digerir, que se sabe áspera, con razones suficientes para mirar desconfiada cuanto le rodea. En este sentido, Los tiburones es un título manifiestamente ambiguo, también irónico. En algún momento, Rosina mira el mar y de él asoma lo que pareciera ser uno de estos peces. Pero uno. ¿Por qué, entonces, el plural? Desde ya, el tiburón es analogía suficiente para pensar en el peligro que circunda. Pero no sólo en el mar. Así, no tardarán en aparecer restos revueltos que evidencian -dicen- el ataque de algún escualo. Alrededor del mejunje gelatinoso, se nuclean las voces y los rostros de quienes enseguida se manifiestan de armas tomar. Hay que atacar al asunto de raíz. Para cuidar de la integridad, seguridad y demás cuestiones al uso, tan rápidamente esgrimidas por mentes semejantes. Rosina, de este modo, transita entre lo que cree haber visto y lo que ve. Entre lo que supone y lo que sabe. Adolescente, al fin y al cabo, es acusada por el padre con cierta parquedad: "¡La reventaste!", le dice en alusión a la hermana, quien tuvo que recibir cuidados médicos. Y le repite: "¡La reventaste!". ¿Qué pasó? No está demasiado claro pero no importa. Lo que quedan, en todo caso, son las huellas, las heridas, las cicatrices posibles. La película nunca se ocupa de remarcar o subrayar, sino de apelar a que las imágenes se yuxtapongan y se asocien. De este modo, la hermana de Rosina luce un parche que le tapa un ojo, un gesto estético que a la vez prepara a la madre, también atenta con la falta de dinero que persigue a la familia ("¡No le digan a nadie!", advierte a la familia). Su solución parece ser justa: la puesta en marcha de cremas y maquillajes que permitan el ingreso económico y palien, en parte, a ese ojo malherido. Vale destacar que nada de todo esto aparece manifiesto en la película sino, antes bien, surge desde la relación entre las imágenes, un atributo presente a lo largo de toda la película de Garibaldi, quien nunca se preocupa por remarcar o subrayar, sino, mejor, por apelar a las virtudes básicas y mejores: que las imágenes se yuxtapongan, que las asociaciones primen. Es de esta manera cómo la salivación de Rosina en el baño, mientras limpia con hilo sus dientes, no puede evitar su vínculo con la escena precedente, en la mesa familiar, en donde se cuela la menstruación como tema de conversación. El rojo, de hecho, surca a este balneario uruguayo, pero como color tapado, mentido, disfrazado. Es el rojo de la ira organizada entre los vecinos vigilantes, los de palabra suspicaz. Es la menstruación misma, como tema del que mejor no hablar ahora, que estamos comiendo. Es la herida de la que ha manado sangre, ahora disimulada. Es la promesa de alguna dentellada, que el mar oculta. Aunque no sólo el mar. Para atraerla, desde ya, hace falta la sangre misma. La galardonada Lucía Garibaldi. La atracción, justamente, es algo que preocupa a Rosina. Lo conocerá a Joselo, uno de los trabajadores de su padre, con quien busca cercanía. Algo entre los dos sucede, pero de modo bastante agrio, como si fuesen caricias frías. Será por ella, será por él. No hay necesidad de precisar demasiado. La mirada de Rosina indaga y encuentra la imagen de otra chica, tal vez se trate de quien le ha ganado la partida. A la vez, escucha diálogos sobre sexo, entre las amigas de la hermana golpeada, mientras fuman y confiesan sus gustos y placeres. Ella, incólume, bien brava, entre el deseo que le late intenso y la desaparición de una perrita embarazada a la que Joselo tanto quiere. Al respecto, ella toma una decisión, bastante retorcida o no. Intentar comprenderla no guarda demasiado interés, mejor descansar en lo creíble del asunto, en cómo la adolescente cuida de esa perra mientras chantajea de un modo anónimo y perverso al chico. Hay que recordar que el devenir de Rosina describe un arco que inicia y concluye, a la manera de un anverso y reverso. Como se decía, sobre le desenlace algo habrá cambiado. Y aun cuando su decisión última, la que la lleva a agarrar la carne cruda y sangrienta con las manos, no constituya más que un gesto tal vez explosivo, lo cierto es que allí se cifra una postura que lo excede y por eso la sitúa, a ella, de una manera distinta. Ya no se trata de alguien que escapa. Finalmente, destacar la construcción musical de la película, con irrupciones que así como acompañan la información que consignan los credits, también interrumpen y fragmentan el relato de una manera acorde al mundo algo descolocado, desajustado, de quien intenta el equilibrio propio. Una película de mirada desenfadada, que se deja llevar por la furia y sensibilidad de su personaje. Logra, así, una afección sincera, que evidentemente ha tenido su peso suficiente a la hora de las premiaciones, nada menores. Los tiburones, ópera prima de su directora, le ha significado el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Sundance; Premio Mejor Actriz, Mejor Guión y Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara; Premio Mejor Película en el Festival de Cine de América Latina de Toulouse; y Premio Especial del Jurado en la última edición de Bafici.