Una de las razones para ver “El ocaso de un asesino” es la performance de George Clooney. Segundo largo del realizador de clips y fotógrafo Anton Corbijn, narra la historia –o el final de la historia– de un asesino profesional, quien tras un trabajo que no sale del todo bien, decide que aceptará un último encargo. El film deja de lado cualquier tipo de trama “de acción” para concentrarse en el personaje: lo que importa aquí no es el impacto de lo policial o de la trama de espionaje, sino –y esta es otra de las razones para acercarse al film– cómo personas lo más “humanas” que el arte puede producir, reaccionan ante circunstancias que parecen lugares comunes. El personaje de Clooney no desea retirarse por sentimentalismo, ni porque descubra que el mundo cotidiano –una mujer con la que establece una relación, un cura con quien conversa en su retiro de seguridad a la espera del trabajo postrero– le sean más cercanos que el uso de las armas. No: lo que vamos percibiendo es que el hombre se descubre, finalmente, un anacronismo. Volvamos al actor: su presencia elegante, como un resabio de esos fríos agentes de los films de la Guerra Fría, es una nota discordante en un paisaje que ya no tiene nada que ver con él. La vida, finalmente, está en otra parte y no, justamente, en quitarla por razones comerciales. En los diálogos, en la construcción plácida de los personajes, en las crueldades aleatorias que cruzan la trama, incluso en la acción dosificada de modo justo, reside el encanto de la historia.
Si usted quiere saber qué implica realmente la expresión “tour de force”, aquí está. Hay un solo actor, un solo decorado y está filmada en tiempo real. El protagonista (Ryan Reynolds) es un obrero estadounidense que trabaja en Irak. Hay un atentado y el pobre termina dentro de un ataúd, con un encendedor, un celular con poca batería y una hora y media de aire. Enterrado vivo en medio de la nada. Sí, es una película de suspenso, y el efecto de inmersión total del espectador en lo que no deja de ser una experiencia angustiante es de una enorme precisión. Pero es, también, una forma de crítica social –y política– efectiva: todo lo malo que le pasa al personaje tiene que ver con los vicios y las taras de lo que entendemos –quizás altamente equivocados– como “civilización”. No es menester entrar en los detalles de la trama: después de todo, se trata de verdadero cine, incluso si el personaje está condenado a la inmovilidad. Por supuesto que parece una paradoja, pero el movimiento no es solamente el de un automóvil a toda velocidad por una carretera, sino también el cambio sutil en un gesto, la extinción indefectible de una batería de celular, la llama que se apaga poco a poco. El cine es un arte sobre todo del tiempo, y es justamente la angustia sobre su paso la que articula un film que, sin ser una obra maestra, nos obliga a una experiencia al mismo tiempo difícil y apasionante. Mencionemos a Ryan Reynolds: hay que ser un muy buen actor para lograr que nos identifiquemos y nos angustiemos por un personaje en su situación. Puro cine.
Hay dos maneras de ver “Sin retorno”. La primera, como policial: en ese caso, hay elementos que cierran mal o resultan arbitrarios. La historia es la de un adolescente que atropella y mata a un joven; miente, dice que le habían robado el auto y, tras quebrarse, sus padres lo ayudan a encubrir el asunto. El culpado –por presión del anciano padre de la víctima, de los medios y de la Justicia, presionada a su vez por los medios– es un pobre tipo que pasó por ahí y, antes, había tenido un altercado con la víctima. En toda esta fase del film, el guión muestra elementos apresurados y torpes. Hay personajes que no cumplen función, incluso elementos (¿Cómo es que nadie roba el auto “escondido” en una villa? ¿Cuál es el problema con la pérdida de un celular, cuando se lo da de baja?) que muestran descuido por tramar el crimen, algo que –incluso si se pretende un film “testimonial”– es imprescindible. Esa es la segunda manera: como una película testimonial. En ese caso, si bien no se aparta en ciertos momentos del telefilm, la descripción es precisa y los actores –todos, pero en especial Ana Celentano y Leonardo Sbaraglia, ambos imágenes de la fiereza y la ambigüedad moral que surge por fuerza del destino– son personas reales, todo un milagro en el cine. Desde el momento en el que el falso culpable entra en la cárcel, la historia se vuelve al mismo tiempo angustiosa e inteligente. Quizás porque no importan tanto los detalles, o porque el preciso encuentro entre Sbaraglia y Celentano crea un estado de tensión, y de allí en más nuestro interés permanece, sólido, hasta el final.
Para Enrique Piñeyro el cine es cine, pero también es otra cosa: con sus películas, el cine recupera la posibilidad de ser, además, una herramienta al servicio de la Justicia. Sucedió con su única ficción, “Whisky Romeo Zulú”; con “Fuerza Aérea S.A”. y ahora sucede con este film. La trama narra la historia de Fernando Carrera, un hombre condenado deliberadamente por la corrupción policial a treinta años de cárcel, tras haber sido acribillado a balazos. El caso es grotesco; la manipulación de la ley y de los medios de comunicación, también. Pero resulta que el cine es, también, una manipulación y lo que hace Piñeyro es justo: con toda clase de mecanismos, con humor e ironía, con precisión explicativa, con un show personal que demuestra que es, además, un gran actor que sabe cómo capturar la mirada del espectador, el realizador desata la madeja corrupta y demuestra que se ha cometido una injusticia. Es decir: emplea el cine (puro cine, puro montaje para desmontar una evidencia falsa) para mostrar lo real. Si el film va mucho más allá del caso puntual, si puede trascender su época, es porque mantiene al espectador interesado y apasionado, porque lo ata a su relato y no lo suelta, como un buen thriller –que también lo es–. El cine, según Enrique Piñeyro, no deja de ser el gran entretenimiento y el gran arte que es: en lugar de restringirle esas funciones, le agrega el de una utilidad que va más allá de la mera coyuntura. Un ejercicio de inteligencia y pasión, tanto por el arte como por la justicia.