Comencemos por lo más sencillo: Ricardo Darín es un gran actor y hace visible, incluso atractivo, hasta su rol menos interesante. Nunca se le podrá echar la culpa de la falta de calidad de una película. En el caso de este melodrama, toda la responsabilidad cae sobre los hombros de Fernando Trueba, su realizador. Trueba es un buen director y un gran cinéfilo: más allá de haber ganado un Oscar (con “Belle Époque” en 1993), se ha destacado en el gusto por el clasicismo y la ironía en cualquier género. También por dedicarle documentales a la música que le gusta (como en “El milagro de Candeal”). Por eso “El baile de la Victoria” es un film atípico del realizador. Adaptación de una novela de Antonio Skármeta, es la historia de un ladrón de poca monta, un veterano artista en el robo de cajas fuertes, y una joven danzarina. Lo que podría ser ligero, preciso, ingenioso, se vuelve pesado, a veces alegórico; peor que todo: solemne. La trama tiene el peso de lo novelístico en el peor sentido, ese de incorporar bifurcaciones y subtramas para decir algo sobre el mundo, en lugar de bordarlo con la mirada en filigrana. Se nota una calidad profesional buscada en la forma de la imagen y el despliegue técnico, pero la manía de explicitar todo, la necesidad de que cada cosa “signifique algo” y, especialmente, la falta de alegría (no sólo en los personajes, sino en el tono, especialmente notable en el uso de la música) vuelven tedioso un espectáculo que, dados los antecedentes del realizador, uno adivina fallido por exceso de ambición o, quizás, error de cálculo.
Quien crea que aquí estamos ante un film nostálgico de las duchas de testosterona de los años de Ronald Reagan, se equivoca. Quien crea que se trata de un autohomenaje emotivo, también. Los indestructibles, film de-con-por Sylverster Stallone, es la historia de un grupo de mercenarios que tratan de cumplir una misión un poco más humanitaria que sus habituales incursiones por dinero. El elenco es lo más parecido a un álbum de figuritas, pero la forma del film –especialmente sus escenas de pelea cuerpo a cuerpo y la sangre digital que salpica la última media hora– nos recuerdan que los ochenta ya pasaron hace rato, y que a Stallone hoy alguien puede vencerlo en un mano a mano (esforzado, claro). En medio de todo esto, el verdadero sostén actoral y físico de la película es el gran Jason Statham, un héroe de acción de estos tiempos, que mantiene la virilidad y la adustez propia de este tipo de personajes sin dejar de ejercer su propio estilo. Es, además, uno de los personajes con corazón más claro, que no necesita declamar nada para que uno sepa que ahí hay un ser humano. Cuidado: también Stallone, especialmente en sus debilidades, en el juego de sonreír con ese rostro demasiado tomado por el bótox, en la alegría de hacer lo que le gusta. La trama de país bananero latinoamericano (con tipos que hablan el castellano bastante mal) o el “malo de la CIA que se pasó de bando”, o algún destello romántico son casi lo de menos. Lo que sí importa es que esto es cine. Imperfecto, quizá primitivo, pero honesto como una buena piña dada de frente.
Quizás si su rostro tuviera algo de humano, las peripecias que suele vivir más que sufrir Angelina Jolie –con la honrosa excepción del melodrama “El sustituto”– nos interesarían un poco más. Mientras tanto, su vida privada de adopciones y cruzadas humanitarias la muestran mucho más cercana al homo sapiens que sus films de acción. Dirigida como ganapán por Phillip Noyce (a veces, incluso, buen director, no aquí) “Salt” es la historia de una hiperagente de la CIA escultural y superheroica, acusada de haber traicionado a “la agencia”, que es más o menos lo mismo que traicionar a su país. Y ahí va Angelina, sorteando peligros sin cuento, imponiendo el aura de indestructibilidad que su rostro de mármol inflige en cualquier trama. Lo peor del asunto es que Noyce tiene en la historia un tema (¿qué es real?, ¿qué no?, ¿quiénes somos?) absolutamente cinematográfico. Pero no se da cuenta. Simplemente agita a Jolie para que disfrutemos de su cuerpo en todo ángulo, por lo que casi es un film cubista. Resulta extraordinario cómo la certeza de sus movimientos y la mirada siempre indudable del realizador vuelve difícil que sintamos alguna empatía. Lo que, desgraciadamente, anula el efecto de suspenso que debería generar la trama. Simplemente vemos las evoluciones a veces gimnásticas de una actriz transformada en deportista de alta gama, sin que alguna emoción –siquiera ocasional– se nos contagie, aunque nos confundan el diseño de sonido y el montaje. Salto en alto y en largo, quizás, pero no cine.