Cada vez más el cine animado es aceptado por el público como una alternativa estética, en lugar de ser considerado un entretenimiento infantil. Es una tendencia saludable, que habla de la apertura mental respecto de las posibilidades del arte cinematográfico. El sentimiento es el mismo por parte de los cineastas: cada vez hay más animadores que se atreven a un paisaje más adulto, a expresar lo fantástico sin caer en lo pueril. Sylvain Chomet lo había hecho con “Las trillizas de Belleville”, un éxito mundial. “El ilusionista” es un lamentable paso hacia atrás, una muestra de que no todos comprenden el asunto. El film es la traslación al dibujo animado de un guión de Jacques Tati sobre un mago al que el mundo moderno (sí, es un film un poco conservador) deja sin trabajo, y que el gran cómico francés no pudo realizar. Lo que Chomet hace es dibujar al protagonista igual a Tati y verter todos los gags –muchos surrealistas y poéticos– al dibujo. El problema es evidente: esos gags tenían ironía y humor, porque se construyeron para ser interpretados en carne y hueso. En el dibujo animado, un cine donde sabemos que todo es falso y donde cualquier cosa es posible, lo que tenía que ser irónico se transforma en un apunte poético falto de humor. Justamente, la poesía de Tati en films como “Mi tío” o “Playtime” contenía lo ácido y lo ridículo, porque las personas (reales) se veían ridículas. Chomet logra un film técnicamente brillante, fotográficamente impactante y, al violar el legado de su maestro, emocionalmente nulo.
Quienes en 1982 asistimos al estreno de “Tron” y quedamos a medias fascinados y a medias aburridos por ese cuento de ciencia ficción que ocurría dentro de una computadora, esperábamos “Tron: el legado” con una mezcla de curiosidad y nostalgia. Lo peor que se puede decir de la película es que satisfacer la primera nos causa dudas respecto de por qué haber sentido la segunda. El nuevo film es una serie de viñetas filmadas sin apresuramiento, con mucho efecto sonoro –mucho más destacable es la sensación envolvente que logra el sonido que aquella que consigue el 3D–, la música tecno del dúo francés Daft Punk y, bueno, en realidad poco más. Un tal Sam Flynn, cuyo padre, un experto informático, ha desaparecido veinte años atrás, termina dentro de una computadora peleando contra un clon informático de aquel papá. Ambos, papá y clon, interpretados por Jeff Bridges (y no, el “rejuvenecimiento digital” de don Jeff cuando hace de joven no funciona: la técnica aún no llegó tan lejos).
Una pequeña y grata sorpresa. Film de suspenso real –donde el contexto social pasa en un segundo plano, más como un dato de la realidad que como una crítica– esta historia de una pareja mayor atacada (sin motivo aparente, o quizás sí) por un joven que los espía desde hace tiempo, pasa rápidamente de lo general –la vida, el dinero, los gestos burgueses, los descuidos– a lo universal: el comportamiento humano ante una amenaza que no comprende. Es difícil tomar partido por alguna de las partes en pugna en el film; de hecho, no es necesario. Sólo hay que tener en cuenta el cuidado que Cruz pone en la realización para que los momentos de máxima crueldad queden fuera de campo. Porque aquí no se trata del horror visceral por lo que se ve, sino del miedo por lo desconocido y lo caótico, por eso que no podemos ver realmente. Aunque sobrevuela un poco la sombra de Michael Haneke (especialmente el de “Caché” y “Funny Games”) hay algo totalmente personal y preciso en la película que le permite respondernos por qué existen los géneros. Quizás el juego con la cámara manual es poco preciso –y no nos referimos a si debe o no ser explicado, sino que a veces no sabemos si es la cámara del personaje o la del realizador la que toma las imágenes: un problema más de criterio y montaje, que de capacidad–, y quizás también sea innecesaria la alteración del eje temporal, toda vez que un desarrollo más clásico sería mucho más convincente. Abstracción, relato conciso y cine para la gran pantalla. No se puede pedir más.
Un supervillano vence al superhéroe. Situación terrible, porque en realidad un supervillano se define por el superhéroe (y no “viceversa”, porque el superhéroe puede tener que enmendar terremotos o incendios forestales o cosas totalmente aleatorias). Vencer al superhéroe, pues, para un supervillano es casi negarse a sí mismo. Es lo que sucede en “Megamente”. ¿Y qué hace Megamente, el genio criminal? Lo más lógico, crear otro héroe. ¿Y qué pasa en el film? Adivinó: el nuevo “héroe” se vuelve un villano y Megamente, por necesidad, un héroe. Este mismo año se estrenó un film sutil, bello en su diseño y preciso en su disparate, “Mi villano favorito”, que también colocaba a un supermalvado en el lugar de tener que hacer algo bueno. Y hace unos cuantos años se estrenó la definitiva comedia de superhéroes, la obra maestra “Los Increíbles”. Sin contar con otra obra maestra anterior, “El protegido”. No hay problemas en que las ideas no sean originales, porque desde “La Ilíada” es difícil encontrarlas. El problema es cuando el diseño se ve de modo tan transparente. Lo peor de “Megamente” no es su historia o su guión, sino su absoluta falta de imaginación. La animación parece utilizada sólo para que luzca un 3D que no está utilizado con sentido dramático, sino como una excusa para incrementar el vértigo de algunas secuencias. No es un film vergonzoso (el trabajo de voz en el original inglés les da a los personajes cierta calidez que el guión y el diseño les quitan), pero es mucho menos de lo que muestra la pantalla.
El año pasado, con el estreno de la mal distribuida “Planet Terror”, se vio el falso trailer de un film inexistente, “Machete”, con ese actor feo y adorable que se llama Dany Trejo y que entró al cine con el realizador Robert Rodríguez Parece que la cosa cuajó y Rodríguez filmó, de verdad, esta “Machete” que tiene el look de celuloide gastado de “Planet...” y de su film compañero, “A prueba de muerte”. La historia es sencilla: al policía mexicano Machete le matan a la mujer en la cara, lo dejan como muerto y, años más tarde, va por la revancha. Hay violencia, sexo y emociones desaforadas, como corresponde a lo que en apariencia es un homenaje al viejo cine clase B. El asunto parece una humorada sanguinolenta, con mucho ingenio. Y allí reside el problema: en que hay ingenio, pero no inteligencia. Rodríguez mezcla temas que se acercan a la denuncia social (el tráfico de gente a través de la frontera entre México y los Estados Unidos, por ejemplo, o la trata de personas) con un divertimento donde lo que cuenta es ese reflejo de “Uy, mirá, ¡ahí está Don Johnsonn!” o “Jé, el villano es el gordo de Steven Seagal”. Son dos ingredientes que no cuajan, como en una mala mayonesa. Hay cosas divertidas, algo de delirio, inventiva visual, ganas de contar un cuentito. Pero todo como “desde arriba”, como sobrando a los personajes. Aunque Dany Trejo le da un peso específico y una emoción a su criatura que superan muchas veces las limitaciones del director, para ir más allá de la superficie. Advertencia: “divertido” es, pero depende de qué le resulte a usted “divertido”. Si no ríe con un señor que usa el intestino de su víctima para descolgarse de un edificio, difícil que cuaje con este film.
A esta altura de los acontecimientos, lo más probable es que el film sólo interese a los ya convencidos. Es cierto que, a medida que pasan los años y se multiplican las ediciones en DVD (o los lectores de las novelas), para la última película (recordemos que a un sabio del marketing se le ocurrió partir esta aventura en dos) habrá una cantidad enorme. Pero a diferencia de los dos últimos films de la saga, donde todo tenía un aire de film “Clase B” hecho con lujo, velocidad y precisión, aquí volvieron las pretensiones y esa cosa llamada “oscuridad”, que no es más que engolamiento. Y estiramiento: si el último tomo de las novelas es más “largo” es porque suma elementos decorativos, derivativos y descriptivos. En el cine, todas cosas que se resuelven instantáneamente confiando en las imágenes, algo que aquí no pasa. La historia del enfrentamiento final entre Harry y Voldemort, la lucha entre los jóvenes aliados del chico de anteojos y los villanísimos asesinos del Señor Oscuro es, más allá del maquillaje y los vericuetos de la trama, elemental. Lo que no sería malo (“La Ilíada” es elemental en este sentido) si no fuera porque en lugar de asumir la diversión que ello implica, a alguien se le ocurrió inyectarle el virus de la (falsa) importancia. Así, la pregunta es para qué esperar seis meses para saber cómo el bueno acaba con el malo (no es sorpresa, después de once años de películas es lo menos que se puede esperar) cuando lo que se ve en este megaprólogo no es más que imágenes decorativas y subsidiarias de un libro. Cine, más bien poco.
Si conoce el –hoy clásico– programa de MTV llamado “Jackass”, ya sabe de qué se trata: unos cuantos muchachones que hacen cosas al mismo tiempo idiotas y peligrosas. Ahora, en 3D. No hay trucos, no hay red, no hay más que tipos riéndose de sí mismos por comportarse como soberanos imbéciles, con plena consciencia de la inutilidad de lo que hacen -aunque tambien, y es bueno decirlo ante la exagerada calificación de "prohibido para menores de 18 años", de un modo bastante infantil. Bueno, no, inutilidad no: saben que nada es más gracioso –póngase una mano en el corazón– que alguien que se cae aparatosamente en la calle, que alguien que se ensucia los pantalones en el baño, que alguien que se ve ridículo. Y no hay nada más movilizante que la risa. Lo que ellos hacen es casi un servicio público: deciden inmolarse para causar risas y lo logran, aunque también mezclada con la angustia del dolor (físico, no moral) que aparece en cada una de las secuencias, a cual más tremenda y –hay que decirlo porque así es– creativa. Lo que desmiente la idiotez declarada del término “jackass”.
Hay películas donde la desgracia de los protagonistas redunda en la felicidad de los espectadores. Solemos llamarlas “comedias”, donde se nos permite ver lo real desde otro lado. “Todo un parto” es, sí, una comedia donde dos personas que no están destinadas a conocerse deben atravesar kilómetros y kilómetros de los Estados Unidos, uno de ellos para llegar a tiempo al nacimiento de su hijo. Alcanzaría con decir que los protagonistas son ese yacimiento inacabable de talento humorístico llamado Robert Downey Jr, y que su extraño, excéntrico acompañante es Zach Galifianakis, el genial barbado de “¿Qué pasó ayer?”. Pero no es suficiente: para que este film lleno de momentos hilarantes y absurdos que se basan en la urgencia, la angustia y la tensión siempre peligrosa entre dos personas, nos haga reír: es absolutamente necesario que alguien ponga la cámara a la distancia justa. Eso es lo que hace el director Todd Phillips, quien ya lo había demostrado en “Starsky & Hutch” y en “¿Qué pasó ayer”?
¿Cuándo vale la pena ver una película de acción? Es sencillo: cuando nos preocupamos por sus personajes. Si no, es sólo un montón de ruido visual y auditivo, quizás un pasatiempo, pero no un film. “Red” es un film, por suerte: cuatro ex agentes superentrenados de la CIA, actualmente retirados, se convierten en blanco de la Agencia. Para sobrevivir, tienen que volver a unirse y, de paso, deshacer una tremenda conspiración. Bien, nada original, la vio mil veces. Pero nunca el equipo fue Bruce Willis, Morgan Freeman, John Malkovich y Helen Mirren, cuatro grandes actores y grandes comediantes que han hecho literalmente de todo. Además, cuatro imágenes que uno desea ver en pantalla.
Uno podría pensar que una película sobre Facebook sería aburrida. Después de todo, Facebook es en sí mismo una herramienta de comunicación. Pero no: el realizador David Fincher, especializado en personajes que aparecen fuera de su mundo y no logran comprender aquel en el que viven (desde los detectives y el asesino de Pecados Capitales, los obsesivos investigadores de esa joya que es Zodíaco o el inverso Benjamin Button) logra captar la esencia del surgimiento de la red: alguien que no puede comprender del todo la comunicación humana la reduce a su propio lenguaje –en este caso, la programación de computadoras–. Fincher tiene dos herramientas notables para que este cuento sobre el autismo y cómo salir (o no) de él se transforme en un relato que nunca deja de interesar: el guión de un especialista en lides judiciales y políticas, Aaron Sorkin (responsable del guión de la genial Cuestión de honor y de esa gran serie que fue The West Wing) y los actores Jesse Eisenberg (perfecto como Mark Zuckerberg, el fundador de la red, un tipo casi misterioso en su simpleza y ausencia de historia) y el secundario del gran Justin Timberlake. Aunque el diálogo es vibrante, casi una música llena de sentido (como las palabras en Facebook son en sí imágenes), Fincher utiliza un entramado clásico para crear ese clima de alienación que envuelve y refleja las emociones de los personajes. Hay pocos films que sintonizan de modo preciso con su propia época para trascenderla en algo eterno y universal como la soledad. Uno de esos films es La red social, título que se entiende como la trampa de un mundo virtual confortable que nos contiene, creado por y para el dinero.