La novelita calientapavas Filmada a desgano, con poses publicitarias y puro lugar común, el segundo film de la saga de Crepúsculo sigue abogando por la virginidad. Hace mucho tiempo, el sexo en las telenovelas era aludido y elidido porque, bueno, no se podía. La gente “lo hacía” pero fuera de cámara. Las historias eran todas variaciones de Romeo y Julieta con final feliz (siempre suelen serlo). Luna nueva es eso mismo salvo por algunos detalles nada pequeños. En primer lugar, su falta absoluta de creatividad a la hora de usar una pantalla gigantesca. En segundo, que el sexo es una maldición terrible que puede matar a la chica (nunca al caballero). En tercero, en las telenovelas había personajes que parecían seres humanos. Diseñada para que el público teen femenino vea histéricamente músculos masculinos y miradas lánguidas alla cantante flaquito de grupo pop (entre esos dos modelos se debate la dizque heroína), el film cuenta que el vampiro vegetariano (salivador precoz que al cuarto beso frena porque, bueno, se puede comer –literalmente– a su amada) tiene que rajarse con su familia de vampis buenos y finge que no ama a la chica. La chica se queda varios meses encerrada esperando noticias de este imitador prostético de Lord Byron. Finalmente, se refugia en el cariño de su amiguito de infancia, hoy más musculado que Rubén Peucelle en sus buenas épocas y con una mirada que recuerda de algún modo la de Carlitos Tevez. El pibe le da un poco de aire a la señorita pero también la abandona porque, claro, es un hombre lobo. ¡Pobre Bella Swan, encima el otro festejante que tiene padece de la torpeza de una momia! En fin: mientras la pobre chica sufre por haberse ido a vivir a esta camuflada colonia transilvana, enamorándose de monstruos sin querer queriendo –su virginidad protegida, claro, gracias a esta afortunada desgracia–, aparece una vieja vampira que la quiere hacer boloñesa por haberle reventado el novio. Los lobos (de aspecto no más feroz que el de Lassie) la protegen en ese lugar frío del estado de Washington. Bella anda de bosque en bosque, bajo la lluvia, incluso se tira al mar desde un acantilado y ni una angina. Claro: con la temperatura corporal que lleva encima, tentada por el vampi lánguido y el lobo musculoso, como para sentir el frío. En fin: al final el verdadero amor reaparece, el lobito se queda con la sangre en el ojo y se abre la puerta para el capítulo que viene. Todo esto sería pasable si por lo menos una secuencia no pareciera propaganda de champú o de perfume para hombres. Si la tensión sexual no se concentrara en el gesto del labio trémulo. Si las secuencias de acción fueran por lo menos comprensibles. Si hubiera algo de cine, de humanidad, de mínima reflexión aunque sea cínica –pedir ironía implicaría una inteligencia que los realizadores no imaginan en el espectador– acerca de esta sarta de lugares comunes carente de suspenso o misterio. Que por otro lado continúa esparciendo su discurso a favor de la abstinencia sexual: algo que no sería malo –las ideas son libres– si aquí la excitación que se le produce en cada plano a la protagonista no transformara la película en la exhibición de una perversión enorme. Un film tranquilizador, reaccionario y calientapavas que desmerece a los vampiros, a los hombres lobo y al querido –y extrañado– Alberto Migré. Peor que la anterior y sin visos de que la próxima tenga alguna mejoría.
Sensibilidad, belleza y precisión técnica Situar a esta película cerca de otros films, por su tema, forma y género de la realizadora, no sólo es un ejercicio de pereza, sino también una manera de invalidar una obra que, incluso si no es brillante, tiene un sabor y una forma que contrastan con honestidad dentro del actual cine argentino. El primer film de Julia Solomonoff parecía demasiado “a reglamento”, demasiado correcto como para transmitir emoción verdadera. Aquí la corrección fílmica se transmuta en seguridad técnica y la realizadora se dedica a sus personajes, a entenderlos y seguirlos más allá de las determinaciones del guión. Solomonoff maneja muy bien el hecho de generar una sorpresa anticlimática, pudorosa respecto de sus criaturas: descubrimos qué tiene el chico de extraordinario y qué consecuencias acarrea eso para la relación con una nena a punto de ser preadolescente. La realizadora ha cuidado con absoluta precisión, nuevamente, los elementos técnicos. Pero no por eso deja de pensar en sus criaturas. Hay un crecimiento sostenido de los personajes y una transparencia que invitan al espectador a compartir el viaje. Es cierto, hay también algún elemento metafórico quizás fuera de lugar y, también, en algunas secuencias, se impone la vieja tiranía del guión. Pero, en conjunto, transmite una sensibilidad –y una belleza enorme en sus protagonistas– que no está impostada, sino que surge de una investigación personal que pretende, sobre todo, comunicar un mundo.
La nieve como vacío de ideas El permanente paisaje blanco de este nuevo film del director de Swordfish resulta ser una suerte de involuntaria metáfora. El gran misterio de esta película se resume en una frase conocidísima del folclore estadounidense: ¿Qué hace una chica linda como vos en un lugar como este? Pelearse con una película por lo absurdo de su premisa (Kate Beckinsale es una U.S. Marshal en la Antártida investigando el primer asesinato –brutal– llevado a cabo en ese continente, a poco de dejar su cargo y partir, con la fría e imposible noche de seis meses a la vuelta de la esquina, con un clima feroz y el criminal suelto y cebado) llevaría a invalidar dos tercios del cine. Así que no es el caso. Impugnar el film requiere otras herramientas y motivos. Desgraciadamente, los hay. Comencemos: Dominic Sena no es un director que sepa trabajar con los actores, sino que es un estilista visual, lo que en este caso resulta más bien peluquero de las imágenes. Su mérito aquí consiste en que nos guste mirar a Kate Beckinsale. Bien, de acuerdo: el cine también es eso. Pero no puede ser sólo eso: en este caso, deberíamos querer mirar a Carrie, el personaje de la actriz, y no a la actriz. Esa diferencia equivale a la falta de verdadera construcción dramática y de suspenso. Que se concentra en los posibles efectos sin trazar el camino para que sean, efectivamente, efectivos (valga el juego de palabras). Así, el tremendo asesinato y las peligrosas condiciones geográficas y temporales son nada ante la ausencia de verdaderos sucedáneos de lo humano que las sufran. Sena demostró en su mejor película, Swordfish, que no tiene prejuicios ni límites, y que si deja actuar y hasta sobreactuar a sus actores puede conseguir obras desparejas, sí, pero cuyos buenos fragmentos se elevan operísticamente sobre el adocenado estreno actual. Allí estaba el ambiguo villano de un Travolta desatado, una desenfadada Halle Berry en topless, la desesperación constante de un Jackman que siempre parece tener garras. Era alocado y poco cohesivo, pero con momentos de bravura. Un acierto al azar, podríamos decir. Aquí podría tener todo eso en una situación igualmente extrema (también tuvo situaciones extremas para gozar en Kalifornia y 60 segundos), pero la corrección técnica y el desgano lo vencen. El paisaje blanco es metáfora del vacío de ideas; la irrupción de la actriz un indicio de la belleza terrible que podría haber sido.
Optimismo a reglamento En 1997, las dos películas argentinas que competían en Mar del Plata eran Plaza de Almas y Pizza, birra, faso. Ganó la primera, de Fernando Díaz; tenía como núcleo el amor entre un artista callejero (de esos que hacen pintura con aerosoles) y una actriz. Era, también, un film moralista y manipulador, mucho menos “filmado” que escrito. Pasaron 12 años y La extranjera, nuevo largo de Díaz, es una mejora apreciable respecto de Plaza..., aunque no del todo un film satisfactorio. La historia gira alrededor de una mujer (María Laura Cali) que se traslada de España –donde vive– a un pueblito puntano para cerrar definitivamente una propiedad derruida. Pero, náufraga de dos continentes, decide quedarse y reconstruir el lugar. Tiene enemigos, que la tratan como alguien de afuera (el almacenero de pueblo interpretado por Roly Serrano); tiene quizás un amor (Arnaldo André, cada vez más cómodo como actor cinematográfico). Cuando el film se concentra en las pequeñas reacciones de la protagonista y permite que un plano tenga la duración justa, funciona bien. Pero hay problemas: la construcción del villano de la película es demasiado estereotipada; las acciones terminan siendo previsibles; hay un regodeo enorme en paisajes y lentitudes. No estaría mal si no fuera porque Díaz tiene, sobre todo, un guión que quiere cumplir más que seguir, una estructura donde lo importante no es cómo juegan en él los personajes sino llevarlos de un lugar al otro. Así, cuando las cosas comienzan a enderezarse para la protagonista, hay un accidente que, aunque “avisado” al principio del film, resulta sorprendente y falso, obligado por el apuro de que la película se resuelva rápidamente. De allí en adelante, el trabajo de crear relaciones creíbles entre los personajes de evapora en una resolución efectista más que efectiva, de apuro, que, además, incurre en el pecado de crearles a algunos personajes virtudes que en realidad no tienen, una fe en la simpleza del campo. Díaz muestra aquí amor por las imágenes, pero no tanto por el cine, eso que trasciende el plano, el guión y el actor, y les da sentido.
Entre la tragedia y la falsa esperanza Hay que comenzar a separar las aguas cuando se habla de “cine independiente americano”. En realidad, la “independencia” hoy es mucho más económica (en el sentido de que son films a los que los grandes estudios sólo apuestan, si lo hacen, después de realizados y pasados por algún evento del tipo Sundance) que formal. Así, esta película sin estrellas, sincera y bien filmada, debería no ser considerada respecto de sus condiciones de producción sino de la pertenencia a una tradición, en este caso el melodrama familiar. La historia es la de tres hermanos, hijos de un padre abusivo que un buen día, tras pasar por la cárcel, encontró a Jesús y se volvió un tipo normal con una familia (otra) normal. El hombre muere; comienza entonces el ajuste de cuentas con el pasado de estos tres hermanos; un ajuste de cuentas que lleva a la violencia. Sin embargo, no hay regodeo: la barbarie implícita en el paisaje que muestra, metafóricamente, a estos personajes como náufragos. Sin embargo, el sino trágico que campea sobre la historia no es definitivo y en eso radica –paradójicamente– tanto el atractivo como la debilidad del film. Lo primero, porque se mantiene la tensión de la esperanza, a pesar de lo terrible. Lo segundo, porque esa “esperanza” aparece como una necesidad extracinematográfica, como si nadie quisiera que el espectador salga del cine totalmente amargado sino con una enseñanza. La sinceridad sobre los personajes y la empatía que hacia ellos muestra el realizador hacen que este defecto no se note demasiado, que sea apenas un zumbido en el recuerdo que motiva la insatisfacción.
El crucigrama se escribe con sangre Una de las mejores publicaciones argentinas de los 80 fue Humor & Juegos, donde, por ejemplo, creaba crucigramas y acertijos Mario Levrero. Los adolescentes de entonces nos divertíamos bastante con esos juegos de ingenio que apelaban a la inteligencia más que a la memoria o el cálculo. También en esos años se producían en el cine muchos films slasher, esos donde un asesino loco/psicótico reventaba sangrientamente a cualquier jovenzuelo de la era Reagan que se atreviera a desnudar un escote. Y, por último, también en esos años había telenovelones llenos de glamour brillante como Dallas y Dinastía, donde las pasiones más bajas y los pecados más terribles se escondían detrás de la apariencia del éxito económico. La serie El juego del miedo –y esta sexta parte aún más– combina estas tres cosas: un melodrama de gente con culpa manipulada por un psicópata asesino que usa juegos de ingenio sangrientos para vigilar y castigar (o castigar y vigilar el castigo, que para el caso es lo mismo). El único atractivo de estas películas llenas de efectos digitales y maquillajes granguiñolescos está en saber: a) Cuál es la solución de cada acertijo; b) Quién lo resuelve y quién no; c) Quién revienta y cómo; d) Quién es realmente el malo de la película y qué hizo de malo esa gente (después de todo, se trata en el fondo de una justificación, si no defensa, de la justicia por mano o serrucho propio) para estar ahí. Y el problema es que ya sabemos que van a pasar estas cosas y que el impacto shockeante de gritos de dolor y chorros de sangre, al saturar, pierde su efectividad. Film sobre todo feo y bastante reaccionario, su peor pecado no es su inmoralidad digital sino que convoca –con éxito– el aburrimiento, algo de lo que Humor & Juegos, los slasher, Dinastía y Dallas sabían salvarnos.
La belleza según los muñequitos de Jack El regreso a la pantalla grande de esta obra maestra de la animación trae, como novedad, que pueda verse “en relieve” con anteojitos. El film que se volvió en icono universal aparece, aún, como insuperado en su género. El extraño mundo de Jack se ha convertido, quince años después de su estreno, en un verdadero fenómeno de culto. Casi nadie ignora quiénes son Jack, Sally o Zero; las canciones compuestas por Danny Elfman han influido en millones de personas que repiten varios de sus estribillos; muchas de sus imágenes forman –por enorme derecho– nuestra iconografía cotidiana. Todo merecido: El extraño... es una de las grandes obras contemporáneas; un film al mismo tiempo dulce y amargo; una aventura onírica y una metáfora política; la pura belleza en forma de muñequitos. Si bien es cierto que el film es hijo de la imaginación de Tim Burton, es también fruto de la precisión animada de Henry Sellick (ver, para más pruebas, Coraline). Cuando ya los presupuestos de films animados rondaban los treinta millones de dólares, con infinita paciencia y casi sin computadoras éste costó 18. No fue un megaéxito; como El ciudadano, El mago de Oz, Vértigo o Fantasía (todas películas que tienen puntos de contacto estilísticos o temáticos con El extraño...), creció en la memoria colectiva con los años. Su reestreno en 3D es para festejar, sin dudas, y para tener la oportunidad (nocturna, compleja) de volver a disfrutarla en pantalla grande. Aunque casi todo el mundo conoce la historia, aquí vamos: las fiestas del año se generan en diferentes “tierras”, a las que se llega atravesando cortezas de ciertos árboles, túneles a la manera del de Alicia. El rey de Halloween, Jack, perfecto asustador, alegre y bondadoso líder de su pueblo de vampiros, momias, frankensteins y monstruos varios (“no somos malos, sólo hacemos nuestro trabajo”) tiene una inquietud en el corazón, está aburrido y, por accidente, descubre la tierra de Navidad. Decide, pues, ahorrarle el trabajo a Santa Claus y hacer una Navidad él mismo. Pero no comprende bien qué significa y, finalmente, todo termina –casi– en desastre. Como muchos films de Burton, pues, se trata de una historia navideña (esas que implican siempre la aparición milagrosa de la alegría y la esperanza, como lo fue también esa obra maestra de Batman vuelve). Como siempre, además, los monstruos son los más humanos (esos militares que bombardean sin preguntar el trineo-ataúd del atribulado Jack) y el amor tierno de la pareja humana, el refugio y la redención (Sally, con la voz de esa gran actriz llamada Catherine O’Hara, alguna vez la madre de Mi pobre angelito). La música de esta comedia musical es, además, un homenaje constante a Kurt Weill, de quien Elfman –también la voz “cantante” de Jack; cuando habla es Chris Sarandon– toma tonalidades, instrumentos, orquestaciones y climas (que cuajan perfecto con la melancólica Halloweentown). En 3D, la película gana esa sensación de juguete –adecuada al tema y a la forma– que provee la animación con marionetas (una técnica difícil y bella, producto del amor por la artesanía y el juego) sin que se incorporen artificios a la obra original. Eso sí: siendo una película mucho más vista en video y en televisión que en cine, quienes la conozcan o la hayan disfrutado de chicos en vetustos VHS o novísimos DVD encontrarán otra sensación, otra película, un verdadero espectáculo que justifica plenamente que aún nos encontremos en una sala oscura para sentir emociones. Esto es Halloween, no hay dudas.