Buen regreso, pero sin gloria El nuevo film de Francis Ford Coppola no carece de virtudes visuales y narrativas, pero está lejos de las mejores obras del autor de El padrino. Sería malo para la salud del cine saludar este film de Francis Ford Coppola como una obra maestra de un maestro indiscutible. No lo es; tampoco Coppola es un maestro indiscutible aunque esa segunda afirmación, afortunadamente, es discutible. Después de todo, pasó más de una década desde que el autor de El padrino y Apocalypse Now realizara El poder de la justicia, un film enorme y humilde al mismo tiempo que la crítica no supo –o no quiso, siempre en busca del último autor perdido– ver. Las debilidades de Juventud sin juventud darán pasto, seguramente, a quienes prefieren que no haya maestros. Es lo de menos: las virtudes de Juventud sin juventud son suficientes para colocar el film a un lado (a un lado mejor) de lo que solemos ver cada semana en la cartelera de estrenos. La historia procede de una nouvelle de Mircea Eliade, el gran investigador rumano de las religiones. Fantasía autobiográfica, gira alrededor de un viejo lingüista que, a punto de suicidarse, es golpeado por un rayo que lo rejuvenece sin quitarle su experiencia ni sus conocimientos. Perseguido por los nazis, huye a Suiza, donde encuentra a una joven que recuerda su amor de juventud. Ella también es golpeada por un rayo y comienza a envejecer. Hay muchos elementos que cruzan el film: la política, el amor, el origen de las lenguas, lo espiritual y el contraste entre lo mundano y lo trascendente. Sin embargo, el gran tema del film es el tiempo y qué relación establecemos con él. “Tiempo” en toda acepción: edad, transcurrir objetivo, época. En ese sentido es un film de Coppola, dado que la relación del hombre con el tiempo es central en su cine (ver La ley de la calle, Peggy Sue su pasado la espera y Jack, todas películas que refieren a ésta). Esa relación es la que nos interesa en un film cuya belleza visual, por lo demás, es funcional a la necesidad de atraer al espectador a zonas más arduas, a pensar el sentido de lo fantástico como vehículo de conocimiento. Pero Coppola aquí comete un gran error, uno que hace de esta película un bellísimo fracaso. Como Martin Scorsese con La última tentación de Cristo, Coppola ve este film como la ilustración casi escolar de sus obsesiones. Algo así como el manual de instrucciones para el manejo del universo coppoliano. Y es allí donde la literalidad conspira contra la solidez del film. Como un mago que muestra sus trucos, como un catálogo de invenciones pasadas, Juventud... es demasiado sencilla en su filosofía y demasiado ardua en su exposición, un desequilibrio que sólo el enorme talento narrativo del realizador puede salvar para que, aún así, el film se mantenga interesante y sano. Podríamos pensar que Coppola, aquí, expone su mundo anterior para intentar un regreso a la juventud y a construir –como el héroe de Tucker al final de esa obra maestra, pensando en dejar los autos por heladeras económicas– nuevas maravillas. Juventud..., con todo y sus fallas, es un bello preludio, aunque el film dice, claramente, que no se puede volver en el tiempo.
Mamá lo sabe todo Es rara Cartas para Jenny. Rara no porque lo que narre sea algo fuera de lo común, sino porque parece de otra época y otro arte diferente del cine. De hecho, tanto su trama como su forma remiten más a la telenovela (a una telenovela desfasada en el tiempo, a una telenovela a lo sumo de los años 80) que a un film de estos días. El espectador puede sospechar si la saturación de elementos dramáticos no responde a alguna clase de autoconciencia, incluso a alguna leve, reposada ironía. Pero no hay indicios de que tal cosa suceda. Así, la saturación de desgracias termina pareciendo tan arbitraria como el gag alocado en un film paródico del montón: apenas una fórmula que no se encarna en los personajes. A Jenny, la protagonista, le pasa más o menos de todo. Queda huérfana de madre, pero en realidad no del todo: la señora, previsora como buena idische mame, ha dejado a la protagonista una carta para cada momento clave de la vida. Algunos se le amontonan: queda embarazada antes de casarse y el novio la abandona, por ejemplo. Y no es lo peor que le pasa, pero mamá lo sabe todo. Esos momentos, esas cartas, son lecciones de vida que rompen constantemente con el film. Como si la protagonista fuera uno de esos muñecos que se utilizan para la simulación de accidentes, el film acumula sobre ella cosas malas para que aprendamos (los espectadores, guiados por un epistolario que parece más bien un libro de autoayuda) cómo salir de tal o cual atolladero. Por supuesto que Jenny lo logra a su manera. Musiak no es un mal director: en su primer film, Fotos del alma (1995), había mostrado una sensibilidad y, sobre todo, un uso concreto de la distancia para mostrar una situación dramática que emocionaba sin necesidad de cargar las tintas. O bien ya no confía en el espectador, o bien aquello fue un espejismo: Cartas... es todo lo contrario; a tal punto la acumulación de tristezas es evidente que obliga a pensar que hay algo más, aunque no sea –desgraciadamente– así. Una apuesta a la saturación que termina causando, por eso mismo, indiferencia.
Lo que se fue con el capital El film del chino Wang Chao usa una historia de amor para mostrar el paso del comunismo al capitalismo en la China contemporánea. Ri ri ye ye es una buena película: el manual de corrección cinematográfica al uso actual así lo marca. No tiene errores, no tiene palabras o escenas de más –de hecho, se habla poco y se actúa (en el sentido de moverse) mucho– y tiene un componente político importante. Su director es Wang Chao, uno de los relizadores jóvenes de la China actual –o era joven en aquel 2004 de origen de este film– y la película, a través de una historia personal donde la culpa es el motor principal, nos permite comprender qué ha pasado en el gigante asiático en los últimos años. China es –o debería ser– el gran tema de los politólogos: un país que pasó del férreo dominio maoísta a seguir llamándose comunista, cuando lo que maneja las relaciones entre personas son las reglas del mercado. Eso sí, con censura estatal, aunque no tanto ya con culto a la personalidad. Con baches oscuros (¿alguien dijo Tiananmen?) y proyectos faraónicos (la represa de las Tres Gargantas). Un país donde la tradición rural convive con ciudades hipermodernas que nacen en la nada, con todos los gestos de la modernidad tecnológica y un solo partido político. Es importante mencionar todos estos datos porque el film alude a ellos de manera implícita y explícita: se nota en Wang la necesidad de eludir la censura a través de símbolos y metáforas. Carece de la sutileza y el estilo del mucho más talentoso Zhang Ke Jia –uno de los mejores directores de la actualidad– pero no de fuerza y convicciones. La historia es casi un melodrama: un hombre trabaja en una mina y es amante de la joven esposa del dueño del establecimiento. Hay un accidente, el dueño muere, y el otro, atacado por la culpa, no puede sostener su relación amorosa y deposita el deseo en el trabajo a destajo en una mina que, por lo demás, ya no tiene mayor sentido. Todo está narrado con sutileza, con planos laterales, con momentos de ausencias y presencias significativas. Es, ante todo, un film de fantasmas donde el muerto ocupa el lugar de un partido y una ideología que quizá nunca estuvieron allí. Wang utiliza esa metáfora sin descuidar el drama de sus criaturas, y allí radica el mayor acierto del film: en que su aplicabilidad política no conspira contra la ficción que nos comunica. Potente y poética, Ri ri ye ye es mucho más que una tersa superficie.
Jugar y divertirse con monstruos Cuando una película de animación tiene libertad y juego, existe la posibilidad de que la pasemos bien. Igor es de esa clase: aunque tiene un presupuesto generoso y voces famosas (en inglés, no en las copias que veremos en nuestro país), lo que importa aquí es la cantidad de inventos visuales y cómicos que, en una historia que carece de puerilidades, nos regalan un mundo. La historia gira alrededor del personaje que da título a la película, ni más ni menos un ayudante de científico loco que no tiene en realidad vocación para la perversión y quiere crear cosas propias, en un mundo donde lo que prima es el interés económico y la competencia desaforada. Todo el universo de Igor es el de las películas de terror, pero transformadas merced a un diseño muy creativo en cuentos de hadas: después de todo, son lo mismo. Lo que cuenta en esta película de enorme inteligencia es que el rigor narrativo no conspira en ningún momento contra la capacidad de invención. En efecto: los realizadores parecen haber jugado con todos los elementos que podían e incluso con algunos más. Hay tanto (buen) humor en las imágenes que amenazan con distraernos de la trama. Que –y aquí es donde aparece el gran mérito- nunca pierde su rumbo ni su peso. En ese punto todo se combina: qué mejor para contar la historia de unos inventores locos y desaforados que los inventos locos y desaforados generados por los realizadores, consiguiendo el paradójico efecto de un mundo libre y al mismo tiempo riguroso, donde hasta el más pequeño de los gags tiene su peso narrativo. Y hay a patadas: cada personaje, cada aspecto del ambiente juega un rol humorístico y hace que el universo creado para el film parezca mucho más grande que lo que se ve en la pantalla. Por supuesto, como suele pasar en esta clase de films, hay algunas enseñanzas y moralejas que no se alejan de la corrección política. Sin embargo, es lo que menos importa porque, por un lado, no está subrayado (no es un film “para chicos que aprenden en el cine”) y, por otro, porque el placer de mirar y el goce de la comedia son suficientes como para que cualquier ripio deje de tener importancia. Un film riguroso y divertido: es decir, una excepción a la regla.
En el estado del malestar El sueco Tomas Alfredson reinventa y a la vez se mantiene fiel a la raíz del mito vampírico en una de las grandes películas del año. Las criaturas de ficción, especialmente las fantásticas –que son las más bellas–, tienen siempre un atractivo doble: aquello extraordinario o imposible y aquello que es metáfora de lo humano. Pongamos por caso los vampiros: por un lado, nos atrae su sensualidad, sus poderes sobrehumanos y su inmortalidad. Pero también, y de allí el lazo que establecen con nosotros, eso de adueñarse de la vida de otros para seguir viviendo. Negar cualquiera de estas dos caras de la moneda imaginaria –como hace la paupérrima saga Crepúsculo– es negar el mito. Es válido reinstalarlo en otros contextos y espacios; es válido combinar otras posibilidades. Es válido incluso cambiarle el tono a un film “de vampiros”, sacarlos de lo terrorífico a lo épico/trágico (Drácula, de Francis Ford Coppola), a la acción lisa y llana (Vampiros, de John Carpenter) o a la comedia (La danza de los vampiros, de Roman Polanski), siempre y cuando no se niegue su naturaleza. Criatura de la noche llega a ser una de las películas del año justamente por jugar a la combinatoria, cambiarle el ambiente al asunto y seguir fiel a la raíz del mito. Aquí hay dos personajes: un chico de doce años abusado por otros muchachos; una adolescente aparentemente utilizada por un viejo lumpen. La chica es un vampiro y su compañero, un viejo profesor acusado de pedofilia que la provee de sangre y que está enamorado de ella –o al menos– la desea. Entre estos personajes se va tejiendo una trama que combina una descripción social precisa con lo fantástico. En realidad, hace lo que da fuerza a toda obra fantástica: jugar a que ocurre en un universo reconocible y cotidiano para que el miedo se haga carne en el espectador. Lo logra con creces partiendo de asumir la adolescencia o el final de la infancia como una zona de la vida donde la crueldad se sufre y se ejerce, donde los sentimientos de amor, amistad y odio tienen una pureza y una fuerza inusitadas. El paisaje melancólico y plomizo de Suecia juega como contrapunto e ilustración del paisaje interior de estos personajes desesperados, viviendo en una pecera enorme que funciona como extensión teratológica del estado de bienestar. El espectador puede preguntarse cómo en ese país, siempre erigido como un ejemplo de organización y eficiencia pública, unos chicos pueden abusar cruelmente de otro, un hombre viejo puede enamorarse de una niña, un chico puede sentir todo el agobio de la vida cuando la adolescencia recién despunta. Como mucho del cine sueco reciente (ver por ejemplo Descubriendo el amor, de Lukas Moodysson), aparecen las pasiones escondidas o reprimidas, el aburrimiento y lo extraordinario como único vehículo para escapar ya no del horror –el horror de este mundo es que carece de horror– sino del aburrimiento. En la secuencia final, uno de los mejores inventos del cine en años, donde todo se resuelve en una pileta de natación en plena noche, el realizador Tomas Alfredson parece tomar conciencia de todos los símbolos que se cruzan en el film y transformarlos en purísima acción cinematográfica, en espanto, en sentimientos estallando sanguínea y sangrientamente, en belleza. Allí se condensa la verdadera historia de vampiros: aquella donde la vida se toma por la violencia o se cede por amor. Ambas cosas suceden y, en un epílogo de enorme sutileza (una característica que la película mantiene de la primera a la última escena), revierte de golpe el edulcorado celibato de mamotretos como el mencionado Crepúsculo: amar para siempre y vivir para siempre son goce y dolor al mismo tiempo. Lo mismo que ser un adolescente eterno.
La Humanidad revelada El director de grandes bodoques como Día de la Independencia y Godzilla logró narrar una historia con coherencia. Y efectos deslumbrantes, claro. La teoría de autor impide predecir las bondades de 2012: hasta aquí, la única seña personal del alemán de nacimiento, estadounidense de corazón, Roland Emmerich era su imposibilidad de narrar durante más de 40 minutos con cierta coherencia y tensión un cuento cualquiera. El otro rasgo de autor era ser muy patriótico respecto de su país de elección. 2012 no escapa a este americanismo, por supuesto, lo que es lógico porque los Estados Unidos son un país de inmigrantes: este film afirma por metáfora (con sus Mayflowers metálicos hacia el final) que la utopía americana está vigente sí y sólo sí se baraja y se da de nuevo. Para disfrutar el film, superior a la mayoría de los “tanques” de 2009, hay que preguntarse qué universo plantea, y si creemos, durante las casi tres horas de película, en lo que sucede en la pantalla. La respuesta a la primera pregunta implica la de la segunda: el mundo que aparece en pantalla, precisamente retratado, es el nuestro cotidiano, con sus tensiones, sus problemas y sus dilemas morales, económicos y sociales. Por lo tanto creemos todo lo que pasa en pantalla. Que es poco –basta describir el film como “se acaba el mundo”– y mucho –como en todo film catástrofe, está bordado de fábulas: el hombre común que se convierte en héroe; la familia unida en la adversidad; el científico que batalla contra intereses inhumanos; el viejo líder que sabe que su tiempo y su mundo pasaron; el paranoico que finalmente tiene razón y varias más–. Por supuesto, el atractivo principal del film como espectáculo es ver cómo se destruyen ciudades y países enteros. En esos momentos aparecen el humor de historieta y, sobre todo, el surrealismo puro: las fuerzas de la naturaleza juntan el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de operaciones, o a un portaaviones y la cabeza del presidente de los Estados Unidos en el parque de la Casa Blanca. La lectura política del mundo es compleja. El G-8 (sólo el G-8) descubre que en 2012 se termina todo; planean salvar a 400 mil personas elegidas “científicamente” para la nueva sociedad. De hecho, rescatan también animales y obras de arte. La pregunta es cómo eligen a la gente cuando los millonarios de siempre compran el lugar. El villano del film le dice al científico negro y de buena conciencia lo siguiente: “¿Te parece injusto que hayamos vendido lugares? ¿Sabés que con ese dinero financiamos el proyecto? Si te parece terrible que dejemos morir a los obreros, por qué no le das tu lugar a uno de ellos”. Por supuesto que el científico decide salvarse y el espectador, cuando el hombre da un discurso sobre la solidaridad, no olvida la agachada. Pero, después de todo: ¡el mundo se acaba y la Naturaleza no respeta a ricos, pobres, gobiernos, religiones o virtudes morales! ¿Qué haría uno por salvarse? Cualquier cosa, abyecta o heroica, y el film lo muestra de modo muy preciso. Por eso es necesaria la destrucción masiva que nos retrotrae a lo primario, a las razones más simples, a la lucha por sobrevivir. Incluso al humor como soporte de lo terrible. Emmerich, por primera vez en su carrera, justifica el tamaño de su film manteniendo el interés de modo constante. Salimos felices de la sala por el espectáculo, hipnotizados por el final feliz con demasiado olor a Obama. Y más tarde, quedamos intrigados por los problemas que plantea. Problemas que quedan en suspenso y que pocos films (ni la prepotente Transformers; ni la masturbatoria Luna nueva –ambas, además, carentes de tensión, suspenso y empatía) se animan a plantear en el mainstream de gran presupuesto. La gran virtud –y sorpresa– de este espectáculo enorme es que su vibración continúa en la memoria.
El Chino de Pompeya El cine –cualquier cine, cualquier género– rebosa de fórmulas. Lo que hace que funcionen y uno no las sienta como tales es algo bastante difuso llamado “verdad”, ni más ni menos el valor que permite al espectador creer religiosamente lo que sucede en la pantalla. Y es algo que no es propio del documental: en la reacción de Sigourney Weaver cuando ve por primera vez al monstruo en Alien hay tanta verdad como en el rostro de la anciana protagonista de La secretaria de Hitler; incluso más. Las virtudes y los defectos de El último aplauso, film de Germán Kral que no elude el disfrute, tienen que ver con esa verdad. El film narra la historia de tres cantantes que solían presentarse en el mítico bar El Chino, de Pompeya, ya una vez motivo de un documental. Al cierre del lugar, los tres personajes abandonan casi el canto; al final de la película, vuelven en busca más de un renacimiento que de una revancha. No se trata de artistas consagrados, de nombres famosos, sino de personas que se transforman en verdaderas estrellas al subir al escenario. El tema de la película, por lo tanto, es la inefable relación que establecemos con el arte. Pero el film de Kral rodea este tema de manera diletante: ni profundiza en él ni lo olvida del todo. Como si el realizador, enamorado de sus criaturas, hubiera permitido que éstas tomaran las riendas del film. Es cierto que eso lo lleva a algunos tiernos hallazgos, pero también –y esto es un enorme problema– a cierta falta de rigor que desluce el resultado final. Lo mismo con algunas ficcionalizaciones que, claramente, conspiran contra esa verdad que da fuerza a las buenas películas. De todos modos, hay un acierto, también: el intento permanente de ver a los cantantes no desde el lugar de lo extraño o pintoresco sino al mismo nivel, asumiendo que lo extraordinario vive –lógicamente– en lo cotidiano. El cierre tiene la misma carga de emotividad que el final feliz de un blockbuster, algo que, digámoslo de una vez, es más una virtud que una carga.
Un milagro americano En un fin de semana donde un film artificial reduce lo humano a la caricatura y donde otro opta por el diseño para hablar de algo remotamente cercano, Goodbye Solo es un oasis. Tercer film del estadounidense Ramin Bahrani, narra la relación entre un taxista inmigrante y un hombre adusto que lo contrata para un viaje con final incierto. Se puede pensar que aquí hay una historia de alguien a punto de abandonarlo todo y alguien que desea ayudarlo, y que todo se reducirá, en última instancia, al típico cuento de redención que forma parte del folclore cinematográfico estadounidense. Pero no: la película es una sorpresa mayúscula por varias razones. La primera –fundamental- consiste en que el realizador, con una transparencia clásica, transforma a los personajes en seres no sólo creíbles sino –sobre todo- verdaderos. Son complejos, no porque escondan algún misterio sino porque, como cada persona que encontramos en nuestra vida, tienen un pasado y una mochila que cargan, más o menos pesada, sobre sus espaldas. Y que cualquier relación humana implica comprender ese peso para decidir si uno quiere compartirlo o no. Los dos personajes tienen bagajes diferentes detrás: Solo, el taxista, es un inmigrante senegalés; tiene una mujer mexicana y una hijastra a la que adora. William fue guardaespaldas de Elvis y parece encaminarse al final de su vida. Los actores son esos mismos personajes “con otro nombre”, una pirueta que recuerda –no es lo único- el mejor cine de Kiarostami, aunque de raíces bien americanas. Porque en última instancia –y de aquí la vibración universal del film- es una parábola del sueño americano, de esa utopía que los mercaderes terminaron usurpando. Aquí Bahrani bucea en la necesidad individual y colectiva de que tal utopía exista. Y lo hace sin teorías, sin diálogos rimbombantes, sin “lecciones de vida” conminativas y subrayadas: lo hace presentándonos a dos o tres personas a quienes queremos seguir mirando, sobre quienes nos hacemos preguntas. A quienes, por fin, consideramos semejantes. En el cine de hoy, casi un milagro.
Sátira sobre aliens yanquis Quizá sin proponérselo, este film de animación digital creado en España imprime a las reglas del cartoon una mirada extraña. Planet 51 es una empresa curiosa, cuya mayor virtud parece más producto del azar que de la necesidad. Antes de llegar a ella -y justificar nuestro puntaje- es necesario saber de qué se trata. En principio, es un film de dibujos animados generados por computadoras. En realidad, salvo la sensación realista que provee la manipulación matemática de volúmenes y perspectivas (y excluyendo la poética Pixar) estas películas no distan mucho del cartoon clásico. Sólo en cuanto a duración (el verdadero cartoon no dura más de seis minutos) y la frecuente imposibilidad de darle consistencia al mundo y mantener el humor, esto se nota más. Siguiendo esta línea, el cartoon clásico americano (cuyo santo patrón es Bugs Bunny y su máximo creador, Chuck Jones) siempre ha sido una versión satírica y exagerada de las taras de nuestro mundo y el comentario mordaz respecto de cómo el cine lo retrataba. El presente film sigue a pies juntillas esta premisa aunque -se sospecha- por imitación. Escrito por un estadounidense y “hablado” por personal anglosajón, Planet 51 es una película española -aunque haya dinero británico y distribuidora norteamericana- que no se diferencia en nada (absolutamente en nada) de un film estadounidense. Salvo que su perspectiva es extraña. La historia es la de un planeta igual a una pequeña ciudad de Estados Unidos donde todo parece anclado en la década de los 50, salvo que hay algunos elementos raros (los alien de Alien ocupan el lugar de los perros -y orinan ácido-, los coches son antigravedad). Excepto estos detalles cosméticos, estamos en los Estados Unidos de la era Eisenhower, con sus películas de monstruos y todo. A este mundo llega, perdido, un astronauta de la Tierra (y de los Estados Unidos) que es perseguido, como invasor, por militares idiotas. Un adolescente lo ayuda a escapar: el chiste, pues, radica en la inversión de colocar a un norteamericano como invasor y alienígena. Algo que se disuelve bastante en el hecho de que el mundo “extraño”, se dijo, no tiene diferencias con los Estados Unidos. Y plantea cómo la mirada de los Estados Unidos respecto del resto del mundo (un mundo tan globalizado que las costumbres se parecen en todas partes, de allí que no resulte tan ajeno el Planet 51 ni a los españoles que lo diseñaron ni a los argentinos que lo vemos) se basa en la imposibilidad de aceptar posibilidades de vida -de modos de vida- diferentes del propio. Y eso es porque las propias reglas de este mundo dejan lugar para la sátira, para el chiste sobre la cultura popular y para el estereotipo. Por la manera de plantear las relaciones entre los personajes, por la saturación a veces anacrónica de elementos “americanos” en ese mundo (un joven cuasi hippie en un mundo pre sesentas, por ejemplo) y en la necesidad de apuntar a reír de los lugares comunes de un género (la ciencia ficción americana en sus lugares comunes más triviales), los realizadores adoptan una especie de distancia más “europea” que americana. Como si de Buenos Aires sólo vieran el Obelisco y gente bailando el tango en cada bar, para entendernos. Y eso genera no sólo la efectividad del humor y la aventura, sino también el hecho de que esos personajes se parezcan a nosotros: espectadores lejanos de un planeta dominante que apenas sí considera que existimos. Dijimos: una virtud grande, al fin, aunque sólo por accidente.
Viaje a través de los cuerpos La idea de Loza es interesante: retratar cuerpos. Lo que busca mediante los diferentes dispositivos que el film pone en escena (planos fijos, planos secuencia con cámara en mano, secuencias casi oníricas, fragmentación de los cuerpos) es, justamente, que la relación de los cuerpos humanos narre la historia, algo que extiende la idea de sus films anteriores, Extraño y Cuatro mujeres descalzas. La actitud es loable y la idea, interesante; desgraciadamente, el experimento queda a mitad de camino. En primer lugar, Loza opta por contar una historia que posee secretos (por qué un personaje decide viajar, por qué lleva consigo a una mujer a la que no desea y que es estéril, etcétera). Pero una cosa son los secretos –o elementos en realidad elididos, que se decide no hacer explícitos y que, en el fondo, carecen de importancia– y otra muy diferente es el misterio. El misterio que esconden estas criaturas, en la medida en que van transformándose en herramientas para que el realizador disponga de sus ideas –disolviendo así su cualidad humana–, se esfuma. Las imágenes entonces se cargan de simbolismos y lecturas que exceden el film. El juego con los cuerpos parece acercarse a la iconografía religiosa católica, también en lo que ésta tiene de dolorosa y superficial. Pero la presencia de un ojo que manipula las imágenes, que las dispone en planos pictóricos y las muestra con cierta simetría (hombre y mujer desnudos, separados, en un colchón, con poca luz; hombre y bebé, desnudos, juntos, en un colchón, más iluminados) evita cualquier tipo de empatía con estas criaturas, como si sólo se nos permitiera observarlas y reflexionar sobre lo que significan y no acercarnos a ellas como semejantes, como iguales a quienes comprender. En ese sentido –y paradójicamente–, lo que no deja de ser un film sobre la esterilidad se vuelve estéril. Un ejercicio fallido, aunque con algunas imágenes fascinantes.