AVENTURAS DE FLIPPER Buena parte de su público arriesgará con la comparación a Piratas del Caribe, la otra adaptación cinematográfica del juego de parque temático apropiado por Disney. Otra, simplemente, evaluará la cantidad de nombres involucrados en el guion y desarrollo de la historia y, probablemente justificándose por la cantidad de veces que fue postergada -incluso mucho antes de comenzar la pandemia-, dirá que Jungle Cruise no es más que un producto manoseado por una corporación maligna que no sabía cómo sacárselo de encima. Hay una tercera posición -mi favorita- y es la de quienes se la pasaron estas últimas semanas depositando buenas expectativas al film protagonizado por Emily Blunt y Dwayne ‘La Roca’ Johnson, solo por los últimos posters publicitarios auspiciados por marcas como Dolby Cinema, Real-D o Imax. Diría que esos posters disponen de ilustraciones dignas para aplicar en unas de las más bellísimas invenciones de la década de 1990: los flippers de películas, con Williams y Data East como los sellos cabecera. Y resulta que el nuevo largometraje dirigido por Jaume Collet-Serra (La casa de cera, The Shallows) opera como una aventura de flipper. No tiene niveles primarios que toman años en ser descubiertos, con los primeros veinte minutos supo anticipar el devenir del relato y la precisión del suspenso dramático corre por la cuenta de la audiencia que decida prestarle la atención necesaria a este inicio. No es que Collet-Serra haya reinventado la rueda con los dispositivos recurridos, pero lo hace con un talento envidiable. En la primera escena tenemos una voz en off relatando las circunstancias históricas vinculadas a la gran búsqueda de esta aventura que es “El árbol de la vida”. Un recurso sobradamente conocido, paradójicamente poco cuestionado cuando lo utiliza Peter Jackson en El señor de los anillos: La comunidad del anillo. Sin embargo, Jungle Cruise no se demora en incorporarlo diegéticamente y nos traslada a la Londres de mediados de la Primera Guerra Mundial, en una secuencia que nos presenta a la doctora Lily Houghton (Blunt) con reminiscencia a uno de los gags más celebrados de Indiana Jones y la última cruzada. De ahí se corta a otra secuencia, en el Amazonas, donde el capitán Frank ‘Skipper’ Wolff (La Roca) abusa de sus conocimientos para estafar a los turistas de la región, sin privarse de fastidiarlos con chistes y rimas contados con ciertos aires de seriedad. Concluidas estas dos secuencias largas, se exhibe el título de la película. Repetimos, no es la primera vez que pasa en el cine. De hecho, uno de los ejemplos más recientes es el de The Empty Man. Sí es poco frecuente. Los títulos suelen esperarse a los pocos minutos de una obra, antecediendo al primer plano del relato o justo antes del corte a créditos. Es llamativo que en esta ocasión aparezca después de dos largas introducciones a los personajes que -ya sabemos por los posters- conformarán una alianza. Diremos que guarda algunas relaciones con el simbolismo de la nave y, así como Francis Ford Coppola modificó en el guion de Apocalypse Now durante el rodaje, hicieron todo lo posible para evitar un clímax repleto de las pirotecnias de siempre. No sin eximirse de las imágenes computarizadas. Y, sí, siempre habrá algún listillo que señale el “exceso” del CGI, porque al parecer las únicas quejas homologables en los tiempos que corren son exclusivamente técnicas. Sobre los personajes secundarios no especificaremos nada, hay sorpresas dignas de descubrir en el transcurso del film y que, al compararlas con el todo del relato, ayudan a engrandecer ciertos gestos aparentemente mínimos. No obstante, los antagonistas. Hay tres pilares de ellos. Cada uno tiene su momento para ayudar a que el dispositivo poético de este crucero de la jungla se luzca. Aun así, con solo un visionado, nos deja el sabor de que hay una interacción bastante desperdiciada y casi nula entre los tres. No hablamos de poca pantalla compartida -como sí lo hizo Spielberg con los tres rivales de Indiana Jones en Los cazadores del arca perdida-, más bien hay una clara colisión de intereses entre ellos que podría haberse gestionado, también, a la distancia, pero sus caminos –salvo una excepción- divergen de manera poco favorable. Vale mencionar la labor de James Newton Howard en la música. Quizás no con la fuerza completa, pero vuelve a las bases de otras de sus colaboraciones con Disney, como Dinosaurio, Atlantis: El imperio perdido y El planeta del tesoro. A fin de cuentas, Jungle Cruise cuenta con maniobras de guion muy dignas de estudiar. Cómo dialogan esos primeros veinte minutos con el resto del metraje. Cómo conviven aquellas con los temas que se abordan: ya sea el de una mujer que no se viste como “debería” y que tiene que responder a los intereses de una institución científico-gubernamental que es displicente con ella; o el de un hombre con una condición que podría ser favorable para las tropas de la Triple Entente, pero se la pasa juntando chirolas navegando por el Amazonas. Como mínimo, estamos ante una película con acciones organizadas simétricamente; ¿Cómo se corresponde esto con el -posible- estilo de un director que además orquestó el combate de Blake Lively contra un tiburón blanco? Esos son deberes para la casa que podríamos entablar pronto.
SERVIDOR-VERSO O: APRENDER A DEJAR DE PREOCUPARSE POR LA CANCELACIÓN Y AMAR LA NEUTRALIDAD En la década anterior hubo una inquietud que atravesó a las generaciones nacidas en los 80s y 90s por igual. Y esta es: Pensar si los buenos recuerdos que tenemos de Space Jam vienen acompañados de una película buena o simplemente de una nostálgica. Hoy parecería que eso importa poco o nada. El espacio que ocupa la aventura de Michael Jordan jugando al básquet con los Looney Tunes en la memoria de sus públicos juveniles de aquellos tiempos comprende una suerte de entelequia particular por caso. En el mío, está mi cumpleaños de cuatro años, cuando mi tío me regaló el VHS editado por AVH con caja transparente. Un presente que impuso su ahijada (mi hermana) y al que hemos repasado hasta el hartazgo. Como resultado, todavía en la actualidad nos sabemos todos los diálogos del doblaje en español latino, a pesar de haber perdido todo souvenir del momento: como el casete mencionado y todos los muñecos que venían con los comestibles de una famosa empresa argentina productora de fiambres. Por el lado del conciente colectivo, cada tanto emerge lo anecdótico de la ficha técnica, que el director de fotografía de esta película es el mismo que el de Taxi Driver y Toro salvaje. Con respecto a su -primera- secuela, Looney Tunes – De nuevo en acción solo contaba con un cameo de Jordan (recuperado por banco de imágenes) para establecer algo de continuidad con su antecesora. De ella a veces se destaca que el director es Joe Dante, quien fue anticipado como un inminente director de estos personajes al tener una escena con Chuck Jones en su currículum, con Gremlins. Yo, personalmente, recuerdo que me la perdí en cines y que alquilé su DVD en el Blockbuster de Wilde apenas había salido, en marzo de 2004. Tengo que admitir que siempre me gustó y la sigo admirando más que a la otra. Es una película que anticipó el cariño masivo por las celebridades ex interpretantes de James Bond que no fueran Sean Connery y Roger Moore, algo que se terminaría de consolidar a fines de 2006, con la llegada de “La colección definitiva” de 007 en DVD. Su tema central, el de explorar el rol de los personajes secundarios -en esta ocasión el del Pato Lucas y el de Brendan Fraser encarnando al doble de riesgo de Brendan Fraser-, que son desplazados por el favoritismo de las audiencias, está abordado a la perfección de principio a fin y determinar si es una buena película, o no, me interesa poco. Es también la que me impuso en el radar a Timothy Dalton como Bond, quien paulatinamente se convertiría en mi encarnación preferida del espía británico y sus películas no harían más que subir de rango en mi insulso -pero revisado cada año- ranking bondiano. Entonces llega esta -segunda- secuela, meses antes del 25° aniversario de la primera y se enfrenta, por lo menos, a dos murallas. Una prematura, la siempre ridícula pregunta de si “¿es necesaria…?” porque ya sabemos que el concepto de secuela no se define por necesidad, salvo que nuestros ingresos dependan de las billeteras de las compañías productoras, distribuidoras y/o exhibidoras. La segunda muralla, la que me intriga de verdad, es el poco tiempo que ocupan Bugs Bunny y sus colegas en la vida de los niños en la actualidad. Buena parte de las ya aludidas generaciones nacidas en los 80s y 90s ha conocido a estos personajes por cable. En ese entonces, la Warner Brothers posicionaba a estos relatos en varios lugares de la grilla de programación, por lo que veíamos al conejo y al pato tanto a la mañana como a la noche a lo largo de todas las semanas. Esto ha dejado de ser así desde hace décadas. Claro que los personajes todavía siguen siendo reconocidos por todas las edades, pero las infancias de hoy no cuentan con el mismo nivel de acompañamiento que las de antes, salvo que tengan padres y madres que conserven alguna colección tangible o digital que las compartan con sus descendientes. Volviendo a la -ahora autoproclamada- secuela de Space Jam. Nadie duda que esta va a hacer lo mismo que hizo con Michael Jordan, pero con LeBron James, quienes se interpretaron a ellos mismos, con una diferencia notable. Jordan fue representado durante su primer retiro del deporte en el que se destacó. Sin embargo, la crisis que combate el Rey LeBron no es profesional, sino familiar. La película -no tan pronto- lo pondrá en el camino de Bugs Bunny, quien simétricamente padece de un trance simétrico. En el medio hay un villano que sacude a la vida de ambos, un algoritmo de Warner (encarnado por Don Cheadle) de un proyecto que fue descartado por sus ejecutivos, el Servidor-verso Warner 3000, para escanear celebridades e incorporar sus avatares en producciones apropiadas por la compañía. Lógicamente, con el problema que impone esta Inteligencia Artificial, de nombre Al-G Rhythm, vendrá la solución personal que tanto anhelará el dúo protagónico. Criticar el modo en el que nos revelan los planes del antagonista sería un despropósito, ya que esto se ha manejado de la misma manera en la primera película y en la de Joe Dante. Space Jam: Una nueva era dispone de un mensaje muy resaltado sobre la importancia de la familia, uno que también lo ha sido en los últimos dos estrenos de carteleras globales y no escapará del comentario del listillo de turno que lo destaque en sus redes sociales como si hubiera encontrado la lectura estética del Hollywood actual que definirá un futuro tedioso en el cine. Tampoco nos interesa ahondar en esto. LeBron encaja perfectamente con los personajes animados. Está muy bien sostenido en el estilo de la película su reconocimiento hacia ellos. A diferencia de Jordan, LeBron sí se convierte en un dibujo cuando le llega la hora de conocer a sus compañeros en el Mundo Tunes. La supuesta controversia en redes sociales de que a los personajes tradicionales los convierten en animación 3D es una tontería. En el propio relato esto es un conflicto, los personajes no quieren ser “actualizados”. Aunque simétricas, hay mucha divergencia en el modo que las vicisitudes de LeBron y Bugs son presentadas, continuadas y resueltas. La presentación es el plato más fuerte, con un montaje de reclutamiento extraordinario en el que visitan a los otros Looney Tunes en distintas películas de Warner Bros y New Line Cinema. Las diferentes maneras en las que convencen a cada integrante son muy ingeniosas –en particular la protagonizada por Lola Bunny- y, por supuesto, no se repara en gastos a la hora de explotar los derechos que tienen de las obras aludidas. Posiblemente este sea el momento más celebrado de la película, este y el chiste en el entretiempo del partido. Sobre la continuidad, siempre estamos al tanto de los riesgos del basquetbolista, pero parecería que Bugs Bunny carece de conflictos una vez que se reencuentra con sus amigos y no termina de sentirse el peso de todas las amenazas que le siguen a la historia, descartando el momento en el que es transformado a 3D, donde se lo ve brevemente molesto. En cuanto al partido del título, hay situaciones repetidas del film de 1996. Esto no es necesariamente un problema y en algún punto era inevitable (incluso le pasó a Terminator 2: El juicio final). Sí es un problema que en la primera se siente el peso y la necesidad de resolver el conflicto, cuando Jordan asume por primera vez su condición de caricatura y marca el último tanto, mientras que en esta termina pasando lo opuesto. No entraremos en detalles, diremos que hay un cambio de roles -repetimos- muy bien sostenido a lo largo de la película, pero que es desestimado al final. Algo parecido a lo que siempre se le cuestionó a X-Men 3: La batalla final y sus decisiones no tan definitivas. Haciendo un balance, los arcos narrativos de LeBron James y Bugs Bunny son resueltos desproporcionadamente. LeBron tiene el carisma, sus modos de afrontar sus conflictos son entrañables, pero los de su copiloto terminan reduciéndose a decorados, con deslices gratuitos de drama y neutralizando casi todo valor trágico. Cerraremos con el elefante de la habitación, que es la tan discutida cancelación de Pepe Le Pew. Tratar de justificarla por los motivos de la empresa sería torpe y en la película es tratada con un compromiso nulo. El primer punto de giro surge con un comentario de la siempre carismática Sarah Silverman, que interpreta a la ejecutiva que “cancela” a Al-G Rhythm porque a LeBron no le interesó su propuesta. Con dicha propuesta se comprenden las escenas más divertidas de esta secuela, cuyo resultado puede sintetizarse así: un personaje de carne y hueso resuelve sus problemas, rodeado de dibujos animados que nos divierten en sobremanera, aunque aisladamente, en una película que se queda a medio camino de hacerse cargo de la recuperación de los valores del pasado para redimir al presente. ¿Tendrá esta Space Jam alguna trascendencia segmentada para recuperar en el futuro o solo vino para ser graciosa un rato e irse? Si lo tiene, puede aparecer del lado de LeBron James. Por el lado técnico-animado y su estilo, no hay nada que Steven Spielberg no haya hecho mejor en Ready Player One.
AJUSTE DE CUENTAS EN UN MUSEO ROJO No es menor destacar que –incluso al ser una evidente precuela, porque el destino de la protagonista es bien conocido- todos los tráilers, especialmente los dos primeros, han sabido maniobrar una puesta de información un tanto ambigua. Por mencionar un caso, el solo especificar el año en el que transcurren los eventos centrales del film podría ser considerado un spoiler y esto es algo que no solo se mantuvo en secreto hasta ahora, sino que se le es declarado manifiestamente a fieles amantes de estas sagas, aunque para quienes no estén al tanto de sus continuidades esto carecerá de relevancia. Black Widow no es una película “de superhéroes”, más bien se suscribe al género –o subgénero, o transparencia- de thriller de espionaje. Claro que no es la primera del Universo Cinemático de Marvel (UCM) en hacerlo y cuenta con un presupuesto que se eleva de los doscientos millones de dólares, cifra que comúnmente se la justifica con destrozos y explosiones de proporciones descomunales. Ante aquello, esta película sabe postular y reconocer su inserción en el mainstream pasados sus primeros veinte minutos de duración, con una escena en la que Natasha Romanoff (en la piel de Scarlett Johansson) recita de memoria los diálogos de un film que está mirando: Moonraker. Es importante recordar, a esta altura del UCM, el plan maligno que atraviesa a la undécima entrega de 007 en cines. Hugo Drax (interpretado por Michael Lonsdale) compone un gas neurotóxico derivado de orquídeas-amapolas de la jungla amazónica con la finalidad de equilibrar la naturaleza humana, matando a quien haya que matar y preservando una raza incorrupta de hombres y mujeres con especímenes físicos perfectos. Por supuesto, esta meta es saboteada por el James Bond de Roger Moore, pero fíjense en las simetrías que hay entre el villano bondiano, el Thanos de Avengers – Infinity War y el hecho de que Romanoff reconozca esta trama al pie de la letra en la comodidad de su dormitorio. En los últimos años esta cualidad se le atribuyó a personajes como Star Lord (mencionando a Footloose) y Peter Parker (con El Imperio contraataca y Aliens – El regreso), pero no terminaban de ser otra cosa más que simpáticas referencias cinéfilas citadas para justificar soluciones de guion imitadoras de aquellas. En Black Widow lo bondiano está siempre latente y no necesariamente para la comodidad de los públicos del espía británico. Olvídense de la secuencia de Busan en Black Panther, en la que se exhibió una versión de James Bond afroamericano y futurista, acá las citas son constantes, no del todo evidentes para el público casual y no solo en “homenaje” al agente secreto creado por Ian Fleming. Sí, el final de la primera secuencia cuenta con un despegue de avioneta bastante inverosímil y resulta imposible no pensar en la escena pre-créditos de GoldenEye, con todas las diferencias del caso. La persecución del tanque en Budapest es un tanto simétrica a la de Pierce Brosnan en San Petersburgo, el deslizamiento por la escalera mecánica de una estación subterránea es brevemente reminiscente a Skyfall, pero todo esto es al servicio de una trama apropiada por mujeres, en la que se reconoce el pasado del género cinematográfico, tomando impulso desde él y de manera ingeniosa. ¿En qué consiste esta trama? Bueno, no diremos muchos o, mejor, no detallaremos mucho. Sin embargo, en todos los tráilers hay una promesa de algo que se viene esperando desde una entrega anterior. En Avengers – Age of Ultron nos dejaban en claro que Natasha fue formada, junto con muchas mujeres, por una institución que perfeccionó sus habilidades de asesina y la esterilizó como al resto de sus integrantes. Esta institución es denominada en los tráilers y el film como la “Habitación Roja”, o “Red Room”. Privándose de hacer el chiste cinéfilo inevitable de referenciar al “Redrum” de El Resplandor, la directora Cate Shortland cumple con lo prometido en la segunda Avengers y convierte a esta habitación en un museo análogo a la petrificación de la mujer y sus destrezas, como también a la trata de personas. Esto sin ser, ni alegorizar específicamente en ese tema. Hablando de museificaciones rojas y el secuestro de adolescentes, este film se relaciona al UCM de manera similar a lo que hace el episodio titulado Museo Rojo con la serie Los expedientes secretos X. Bien saben los seguidores de la serie de los ovnis que hay episodios que se vinculan con el argumento principal de conspiraciones gubernamentales y otros que son autónomos, etiquetados como “Monstruo de la semana”. De manera extremadamente lábil a los primeros se los catalogan como “character driven” (conducidos por los personajes) y a los segundos como “story driven” (conducidos por la historia), cuando en general cada relato tiende a ser un híbrido de ambos, mientras que Museo Rojo fue el primero en ser las dos cosas deliberadamente. Esta película llega –y hubiera llegado también, de haberse estrenado en su fecha original pre-pandémica- en un momento en el que los eventos de su universo compartido están agotados y como nunca. Hay muchas historias y personajes por explotar, perfecto, pero todo lo que tenía por auto cumplirse ya fue elaborado en Avengers – Endgame. De ahí la firmeza de Black Widow por sostenerse y explorarse en un género tan específico. Con todos los elementos que en esta obra se supieron poner en práctica con sutileza, le cuestionaremos un detalle técnico que atenta contra su puesta en escena: su modo de aplicar el flashback. Este es un recurso al que la saga Bond casi siempre le huye como la peste porque es un cocodrilo difícil de domar, sobre todo para argumentos enredados con espías. Alguien que se atrevió a emplearlo y lo hizo a la perfección fue Brian De Palma en Misión: Imposible. Basta con recordar el genio del autor en la escena que Ethan Hunt se reencuentra con Jim Phelps. Phelps le relata unos acontecimientos a Hunt, pero este se imagina todas las acciones opuestas porque sabe que su mentor es un traidor y a lo largo del film hemos descubierto indicios junto al personaje para poner en duda la fidelidad de su colega. A este estreno dirigido por Shortland no le cuestionaremos menudencias superficiales como el uso del CGI en las secuencias explosivas, pero sí que su manera funcional de aplicar el flashback en el tercer acto atenta contra su pacto tácito para y con la confianza de sus públicos. ¿Será Black Widow una de las entregas más amadas por fans del UCM? Si no se saben apreciar esos gestos como los que hemos mencionado, lo dudamos mucho. Es posible que se la tome por una película comprometida en el mal sentido, como la cuota necesaria de una corporación por nunca haberle dado una superproducción propia a su gran emblema femenino y encima después de haber matado al personaje. Y hasta podría ser entendida como un mero menjunje de referencias cinéfilas para entendidos inverosimilistas. Por nuestra parte diremos que estamos ante un relato que, si está comprometido con algo, es con lo histórico del género que aborda. Todo lo demás, sobre todo su justificación de pertenecer a un conjunto de sagas compartidas, es secundario.
CARGAR AL MENSAJE Tercera película dirigida por Taylor Sheridan, pero la segunda en la que también cubre su cargo como guionista. Con lo cual, casi automáticamente, Aquellos que desean mi muerte se catapulta como una potencial adquisición dentro del así considerado neo western americano de la década pasada, encabezado por obras como las del realizador en cuestión y S. Craig Zahler. Decíamos “así considerado” porque mayormente se habla de esta variante como si nunca hubieran existido películas como Arma mortal o la Asalto al precinto 13 de John Carpenter. De hecho, en este relato, como lo hizo Carpenter en el de 1976, Sheridan recurre al estilo y a la poética de Howard Hawks y no se demora en presentarnos a todos los personajes mucho antes de establecer los vínculos que hay entre ellos. A punto tal que mata a toda sorpresa posible en beneficio del suspenso: nos permite saber qué rol juega cada ser y lo que nos falta es saber cuándo y cómo van a converger los caminos entre cada uno de ellos. Contamos, así, con un hilo conductor a partir de la protagonista principal. Hannah Faber (Angelina Jolie) es una bombero paracaidista (o smokejumper) instalada como centinela en una torre de vigilancia, localizada en el medio de un bosque anónimo de Nuevo México. Solía salvar vidas arrojándose desde el cielo, hasta que por un error de cálculo tres jóvenes murieron durante un operativo liderado por ella. Atravesada por esta tragedia, Faber se priva de emplear sus recursos con finalidades ligadas a su formación, limitándose a realizar unos lúdicos saltos horizontales en paracaídas desde una camioneta en marcha, girando en el aire sobre su propio eje. Si se quiere sintetizar el argumento de la historia y compararlo al de un film de los últimos años, es como el de 1917. Un personaje traslada un mensaje desde un punto A hacia un punto B. En el medio -entre agua, fuego, madera y tiroteos- el mensaje transita por todo el recorrido y llega a su destino. Hay diferencias técnicas muy evidentes con el film de Sam Mendes (como la ausencia de un abundante plano secuencia) y otras de un orden más bien tácito (el hecho de que todos los protagonistas contemplan un descenso al infierno a lo largo del relato, ya sean forasteros o locales). Sheridan tampoco se abstiene de despojar a su figura heroica del uso efectivo de armas de fuego, como lo hiciera Brian De Palma en la ocasión que dirigió una Misión: Imposible. Ni de acercarla hacia el llamado al heroísmo con cierta reluctancia, causándole heridas simétricas a las que John McTiernan aplicó en el John McClane de aquella primera entrega en la que, al igual que Faber, nos lo presentan viniendo desde el cielo. Otra diferencia con la bélica de Mendes es que nos niegan la transmisión del mensaje una vez que se llega al punto B. En 1917, el personaje reposa sobre el tronco de un árbol porque ya transmitió el mensaje que le habían ordenado transmitir. Taylor Sheridan, en colaboración con Michael Koryta (autor de la novela referente), corta a los créditos finales antes de que los personajes sobrevivientes divulguen el mensaje con los noticieros destinatarios. Tranquila y libremente podemos tomar a este gesto como una burla a la supuestamente obligatoria necesidad moral de reflejar un mensaje en una película. Sin embargo, esto dista de ser un chiste vacío, ya que lo que más le vemos hacer a Faber –en diversos actos de supervivencia- es algo inherente al nombre de su oficio: ya sea en su sentido literal o criollo de nuestra región, ella cuenta con la destreza de saltearse el humo (recordemos, smoke–jumper). Nos reservamos el análisis de los rasgos del resto de los personajes. Ya había pasado con Viento salvaje y la aún vigente Yellowstone, en las que tenemos a un elenco con estrellas en papeles esperables, pero con leves curvas que les brindan un nuevo sabor sin alejarlos de lo conocido. Tal vez esta sea una definición más cercana a un casting perfecto, que la de hablar de rostros multifacéticos. Estamos ante todo lo que se puede esperar de una película de Taylor Sheridan, quien acaba de superar la prueba de fuego de compartir su crédito como guionista con otros dos colegas. Algo en lo que no terminó de triunfar en su anterior estreno de este año, pero sí en este y con la compañía de la mayoría del equipo técnico que lo siguió en la realización de su ópera prima simbólica.
CUESTA ABAJO Con esta cuarta entrega del MonsterVerse de Legendary Entertainment llega la tan prometida colisión de titanes. Si es el fin de una etapa, o el de una muy breve era, está por verse. Todo depende de esa resolución financiera que son los resultados taquilleros, fundamentalmente de los que provienen de Estados Unidos, los cuales serán muy determinantes para estos primeros días de exhibición con la modalidad simultánea de cine/streaming. Godzilla vs. Kong es tanto una secuela cronológica a Kong – La Isla Calavera, como a Godzilla (2014) y Godzilla II – El Rey de los Monstruos. Esto, suponemos, lo sabe casi todo el mundo. De los trabajos de Peter Jackson y Roland Emmerich -entre otros- no se rememora nada, salvo por algún integrante compartido del elenco, apellidos repetidos y/o efemérides internas. Cada película de este -“monstruoso”- universo compartido cuenta con un director diferente. Para esta ocasión, tenemos detrás de cámaras a Adam Wingard, responsable de la muy elogiada The Guest y de la tan despreciada adaptación de Death Note, por citar dos recepciones extremadamente opuestas aunque no le hemos dedicado tiempo a la segunda, cosa que películas como la que comentaremos a continuación nos tienta a hacerlo de una vez por todas. Le pese a quien le pese, tanto el gorila como la iguana atómica son propensos a generar daños colaterales en cualquier escenario de batalla. La búsqueda por el bien común es una consecuencia antes que una causa y esto se da por partida doble. Quien llore por las ”nuevas” -y “novedosas”- pérdidas humanas provocadas por Godzilla, se olvida del tsunami que lo acompañó en su llegada a Hawái. Lo de Kong sí está más cerca de ser una novedad, pero en la Isla Calavera solo derribaba a los helicópteros que bombardeaban su hogar y a humanos con sed de venganza hacia su figura, nunca lo habíamos visto –en este universo de la década anterior- ante la incomodidad de enfrentarse a edificios ocupados como obstáculos mortales. Es frecuente la lectura de que una película como esta sirve para apagar el cerebro y que el estilo de Wingard brilla por su ausencia; Que es un trabajo por encargo, un entretenimiento escapista sin ningún valor digno de análisis, solo “bichos que se matan a trompadas”; que la palabrería y el bagaje de los humanos sobran; y que los motivos de los villanos -presentados inicialmente como benefactores, pero con un móvil subyacente y, por supuesto, benigno- son dignos de una telenovela (habría que ver qué piensan de esto si lo comparamos con el engaño de Gavin Elster). Y, para ser sinceros, hay algo de cierto en todos estos lloriqueos apresurados que parecen tener el principio unidireccional de separar lo comercial/pochoclero de algo merecedor de ser alabado artísticamente. Es fácil jugar a encontrar el tesoro de la referencia. Es decir, se recurre deliberadamente al salto de John McClane desde la terraza del Nakatomi Plaza y al reacomodamiento del hombro dislocado de Martin Riggs –reconocido como marca registrada de Arma mortal 2 al final de los créditos-, pero hablar de las semejanzas poéticas entre Kong, McClane y Riggs es algo de lo que se rehúye constantemente. Sucede también con películas que instantáneamente son catalogadas como obras de un culto elevado. Pensemos en The Lighthouse de Robert Eggers. Muy aplaudida por su “rareza”, por inentendible o por la libertad que ofrece a la hora de entenderse como una alusión a distintas obras de otras formas de arte. Poco se habla de que su último plano sea casi un calco de la imagen del Prometeo encadenado que es devorado por un águila. Poco se habla sobre si es una imitación servil del referente aludido, o una relectura pertinentemente cifrada, por el simple hecho de ser “artísticamente competente”, por decirlo de alguna manera. ¿Qué sucede con los arquetipos de Godzilla vs. Kong? Con todos sus bemoles, de si se trata de dos tipos de heroísmo o anti-heroísmo, el referido tradicional está siempre latente. Y sí, Kong tiene más tiempo en pantalla, porque el punto de vista del relato juega con la posibilidad de que Godzilla sea el antagonista absoluto, esto se vio en todos los tráilers. Además de la Agencia Secreta de Monarch, la fábula recurre a un concepto mencionado en las dos entregas anteriores: el de la “Tierra Hueca”. Si un personaje nos explica algo relacionado al tema, lo más probable es que el público se ría incontables veces antes de tomárselo en serio. ¿Falla este aspecto en su ejecución? A veces, sobre todo en lo que se es propiamente dicho. Con el Dr. Nathan Lind (Alexander Skarsgård), quien nos invita a una tormenta de bostezos cada vez que habla de su área de conocimientos, mientras que, paralelamente, Maddie Russell (Millie Bobbie Brown) se convierte en la máxima militante de la sobreexplicación científica sostenida con la muletilla de “o sea que lo que están haciendo los malos es…”. No es que los temas sean aburridos, sino que el dispositivo de Lind, de explicar su teoría y después ver la práctica, y el de Maddie, de ver las acciones con claridad para después expresarlo en palabras, nos sumergen en un ciclo de reiteraciones con poca gracia que se padecen en la primera mitad, sin que estos dos personajes pierdan del todo su encanto, hay que decirlo. Quien se mantiene en una lucidez permanente es Jia (Kaylee Hottle), la niña que se comunica con Kong por lenguaje de señas. Expresión de entendimiento mutuo que se nos revela en un muy logrado empleo de la lluvia como elemento catártico, consolidando a los dos personajes en el núcleo emocional del relato. Retomando lo referido a esta “Tierra Hueca”, su puesta en escena es un logro absoluto. No faltarán las quejas por el uso de CGI, pero hay muchos aspectos líricos favorables. De arranque, que el viaje lo haga solo uno de los monstruos, y no los dos, incita a un dialogo abierto con la poesía griega, en particular, La Odisea. A esta tierra se ingresa horizontalmente, a pedido -y con la compañía- de una común unión –humana- con la tarea de recuperar un dispositivo que ayudaría a restablecer el orden en su mundo. De ella, en cambio, se sale verticalmente, con la incitación de un adversario transitorio, Godzilla. Podemos hablar, así, de un rito de pasaje en clave de katábasis, con la realización de una prueba como descenso emocional y metafísico, un descensus ad inferos. A base de una discutible tendencia al psicoanálisis, Joseph Campbell lo ha estudiado en relación a la figura del héroe. Sin embargo, nos convoca más el análisis de la letra de Alfredo Le Pera en “Cuesta abajo”, adjuntado en La traducción de la melancolía… Un posible renacer, una vuelta al origen, donde Kong bebe la sangre de sus rivales, entiende que las palmas de sus antecesores también sangran y reconquista la herramienta que -si la historia no es simbólicamente cerrada- será empleada como un arma y no con los motivos deseados. De esta manera, se funda una nueva sociedad cuando este dispositivo es arrojado al suelo. Esto no solo remite al último gesto del capitán Willard en Apocalypse Now, también lo hace con sus otras reutilizaciones míticas, históricas, literarias y –por qué no- autoconcientes. Ya lo han dicho muchas personas: hay un vencedor. Si vieron la película anterior, la más apaleada por la multitud pro-consensos y –supuestamente- anti contenidista, ya saben qué se puede esperar después de que termina la pelea del título. El desenlace está sostenido por toda una solución de continuidad que respeta el mecanismo de sus antecesoras y hasta trasciende los casos donde solo había meras referencias cinéfilas –Kong – La Isla Calavera, en la que su protagonista se llama Conrad y hasta un póster oficial de IMAX replica al de la película de Coppola-. Tiene sus tropiezos con una verborrea científica explicativa, pero Godzilla vs. Kong cumple con lo espectacular y deja, al cruzar, las huellas de un pasado que pueden usarse de trampolín en posibles secuelas o en futuras teorías sobre estas películas de universos compartidos que tanto nos invadían en el mundo que conocíamos. Porque, siendo una buena excepción a la regla, se dio el lujo de eliminar cabos sueltos, tanto en la película como durante sus créditos finales.
DESEO RITUALIZADO La noche mágica se comporta como una potencial comedia vacía en sus primeros minutos, pero no es hasta ocurridos algunos puntos de giro que la película logra consolidar su verdadero propósito. A nadie le pasará desapercibida su capacidad de demoler apariencias iniciales y sus cambios de tono, ni su afán por la sorpresa y situaciones excesivamente incómodas. El disparador de la historia podemos sintetizarlo así: durante una Nochebuena, un hombre armado (Diego Peretti) se infiltra en la propiedad de una familia de clase alta. En su intención de hurtar cronométricamente los objetos de valor de la casa, toma de rehenes al matrimonio residente (Natalia Oreiro y Esteban Bigliardi) y al amante de la mujer (Pablo Rago), hasta que de pronto conoce a la pequeña Alicia (Isabela Palópoli), quien asume que el invasor es Papá Noel –ya que su aspecto general ofrece ciertas similitudes con la figura convocada- y el colado a la fiesta parecería abandonar su posición de ladrón una vez que recibe la lista de deseos de la niña. Todo eso está exhibido en el tráiler estrenado varios meses atrás. Este primer largometraje dirigido por Gastón Portal fue rodado en el último tercio de 2019, postergado por la tesitura mundial que nos atraviesa desde el año pasado y convertido en el primer estreno nacional que se proyecta en cines desde la más reciente reapertura de salas en el país. No ver el mencionado tráiler es una buena recomendación porque contiene situaciones que podrían catalogarse como spoilers, aunque, dado el proceder de la película, las mismas terminarán desorientando y en beneficio de la obra. Destacado aquello, por el momento nos reservamos los comentarios relacionados a las participaciones de Laura López Moyano y Hernán Jiménez, puesto que en los roles de sus personajes se ciñe buena parte de las claves con las que se maneja La noche mágica y ameritaría a un análisis más extendido en concomitancia con otra película argentina: Claudia. Si algo tienen en común las dos, preliminarmente, es la reducción geográfica en la que ambas se expresan. Una lo hace en una finca alquilada para festejar una boda, mientras que el estreno en cuestión dispone del lugar en el cual el casamiento ya ha sido festejado. Estos dos escenarios comparten la cualidad de que –voluntaria o involuntariamente- no pueden ser abandonados por los protagonistas, inclusive cuando tienen todas las posibilidades para retirarse con total impunidad. Nicola (como se llama el personaje encarnado por Peretti), bien lejos de optar por darle a su supuesto San Nicolás un valor que no le corresponde, se asume como un ángel exterminador en esta víspera navideña. Esto no lo decimos para referenciar al film de Luis Buñuel, con el que este y el de Sebastián De Caro coinciden en el trance, supuestamente tan absurdo como inverosímil, de que las personas estarían dispuestas a morir de la forma más ridícula. Se supone que el accionar de Nicola y las consecuencias en la familia no se pueden explicar ni científica, ni racional, ni sentimentalmente, cuando lo primero que hace es oponerse a la petrificación del arte coleccionado del hogar (uno de los ejemplos lo tenemos en las “instalaciones” del hombre de la casa) y exponer el valor agregado de la caja fuerte en su condición sagrada. Estos son los dos elementos que se ritualizan mediante la puesta en escena, con un falso Papá Noel que le ofrece dos oportunidades de confesión al triángulo amoroso y una tercera encubierta con un agasajo lisérgico. La noche mágica ha sido clasificada para un público mayor de 16 años. Tal vez por sus escenas de desnudez (siempre a contraluces o fuera de foco), tal vez porque pone a la niñez navideña en un territorio que haría temblar a Shane Black, incluso con todas las quejas moralistas que recibió El depredador por la escena en la que Jacob Tremblay es parcialmente responsable de la muerte de su vecino drogadicto, pero si hay un lugar en el que no se planta es en el de condicionar las creencias y valoraciones personales, independientemente de la edad de sus públicos. Eso hubiera sido algo muy cómodo para una película de Papá Noel.
HABÍA UNA VEZ EN ALABAMA A principios del mes corriente, con el lanzamiento de pósters y trailers de este film, no faltaron las quejas más cómodas que acostumbramos a encontrar en nuestros tiempos. Todas apuntando a lo innecesario de las remakes y a la imposibilidad de estar a la altura del trabajo de Anjelica Houston; en muchos casos, olvidando que la dirigida por Nicolas Roeg ya era una adaptación de la novela homónima de Roald Dahl. Más lamentable aún es el ninguneo con el que acostumbran recibir a las obras de Robert Zemeckis de las últimas décadas. “Abusa del CGI” es el ripio favorito del mismo público ofendido que no se atreve a refregarle el uso de imágenes generadas por computadoras a sus amadas aventuras del Marvel Cinematic Multi/Universe, o al Demogorgon de Stranger Things, cuando en esta versión de la Roald Dahl’s The Witches Zemeckis despliega un calibre de angulación, altura y continuidad de planos tan excepcional como ausente en las mencionadas franquicias. No caeremos en la babosada de solo admirar capturas fijas de esta película, como si el análisis cinematográfico se redujera en alabanzas al preciosismo visual. Es más, admitiremos que las serpientes, los ratones y el gato negro suelen empalagar cuando sus respectivos tiempos en pantalla son prolongados. No obstante, insistimos, lo computarizado está reservado a las figuras de los planos y no -siempre y cómodamente- a los fondos. En este aspecto se destaca la supervisión de efectos visuales a cargo de Kevin Baille, quien congenia puestas en escena con el director de Volver al futuro desde Los fantasmas de Scrooge. A diferencia de la transposición cinematográfica de hace treinta años, Reino Unido da un paso atrás. Esta es una coproducción entre Estados Unidos y México, con la colaboración de directores consagrados como Guillermo Del Toro y Alfonso Cuarón en el rol de productores. Del Toro había sido el primer interesado en esta nueva adaptación con un film rodado completamente con la técnica del Stop Motion, un concepto evidentemente descartado al correr las décadas. Meses después del triunfo de La forma del agua en los Oscars, el realizador mexicano y Robert Zemeckis empezaron a redactar el guion de la película en cuestión. Más tarde, al confirmarse que el niño protagonista sería un afroamericano en Alabama en vez de un estadounidense en Noruega, Kenya Barris se ocupó de dar las últimas pinceladas a la composición de los personajes principales. La película se filmó a mediados de 2019 y lo único que le arrebató la pandemia fue su posible circulación en la pantalla grande. Lejos de la última película de Shaft, el sentimentalismo de Roma y la comicidad gratuita, The Witches aborda la tragedia con madurez y vestigios de humor propios de su director. En la Alabama de 1968, los nombres del joven Bruno (Jahzir Kadeem) y su abuela (Octavia Spencer) son casi una ambigüedad a lo largo del relato. Están destinados a representar un heroísmo anónimo. Algo que se termina de declarar apenas la mujer percibe el acecho de las brujas y le asegura a su nieto que ellas prefieren a victimas jóvenes de bajos recursos. Por eso decide esconderlo entre niños de su edad en un Hotel concurrido por familias adineradas; esto no tanto a la manera de La carta robada de Poe, sino más bien a la reinterpretación que le comparte Garganta Profunda a Fox Mulder en la primera temporada de Los expedientes secretos x: la destreza de esconder una mentira entre dos verdades. Robert Zemeckis le lanza coqueteos a adaptaciones más recientes de los textos de Dahl. Los chocolates, que Anne Hathaway (siempre entrañable, pero qué difícil pararse en los tacones de la Houston sin perder en toda comparación posible) emplea como carnada, son casi idénticos a los Wonka de Tim Burton, y las transformaciones de humanos a ratones se asemejan a los saltos flatulentos que se vieron en El buen amigo gigante de Steven Spielberg. Hay ganas de componer una continuidad, con aires de universos compartidos declarados muy sutilmente. Como todo buen autor de cine, Zemeckis maniobra también con gestos reconocibles de sus trabajos previos. La escena en la que Bruno comprueba, desde abajo de un escenario, que las brujas no tienen dedos en los pies, como su abuela le había advertido, ¿no es una reutilización poética de cuando Nancy Allen, escondida en el hotel de I Wanna Hold Your Hand, reconoce a la banda de Liverpool con solo ver sus pies? Con las sogas mal aplicadas horizontalmente, pero con grandes resultados al posicionarlas verticalmente, ¿No se advierte un uso desplazado en relación al Philippe Petit de En la cuerda floja? ¿Y qué podemos interpretar de los relámpagos, las descargas eléctricas y los relojes en conexión con la trilogía de los viajes en el tiempo? Está bien, son breves. También sucede que su reiteración sobreexpuesta podría atentar contra la gracia. Sin embargo, hay una serie de simetrías con los movimientos hechos por el trío de ratones en su conjunto que apelan, de nuevo, muy sutilmente a operar en la dirección opuesta de las agujas de un reloj. Como cuando dos ratones salvan a uno de una caída mortal y para esto lo balancean con un efecto de péndulo de izquierda a derecha en contraposición al desplazamiento de las ya mencionadas agujas. ¿No alude esto a una puesta en escena muy meticulosa que nos sugiere la presencia de una muy otra lectura al compararla con la de Roeg?; ¿No hizo algo parecido Quentin Tarantino el año pasado las dos veces que dos grupos de protagonistas visitaron restaurantes mexicanos? Hagan este ejercicio, vuelvan a la escena del principio, después de la reunión con Marvin Schwarzs, cuando Rick Dalton y Cliff Booth abandonan el estacionamiento; vayan también a la escena, más al final, cuando Sharon Tate va con sus amigos a disfrutar de una aparente última escena; noten la fijación de Tarantino con presentar en el plano las flechas de los pavimentos de los establecimientos: los dos autos que nombramos las pasan por arriba en dirección opuesta. ¿No es esta una muy bella manera, poco recurrida, de anticipar lecturas personales a la hora de abordar materiales sobradamente conocidos, sin tomar distancia absoluta de los elementos tratados?…. ¿No? Entonces aléjense para siempre de Robert Zemeckis y contribuyan a los debates de si Charlie Kaufman lo odia o solo bromeaba con él. Todo esto y mucho más auspiciado por la red del ave azul.
CORTARSE SOLO Ganadora a Mejor Película en el rubro Banda Sonora Original del 34° Festival Internacional de Mar del Plata, Satori Sur se estrenó en la plataforma Cine.Ar durante una semana cercana a las fechas previstas para su exhibición en las salas nacionales. Con un historial de numerosas asistencias en distintas producciones, Federico Rotstein se expresa como director solitario por primera vez en su carrera. Para este debut, explora las manifestaciones culturales y laborales de Miguel Grinberg, ícono y pionero en el registro genealógico de ese movimiento –contemporáneo suyo- que conocemos por rock nacional. Grinberg también fue uno de los principales divulgadores en la traducción de poemas norteamericanos de autores pertenecientes a la Generación Beat, de la cual surgieron personalidades como Irwin Allen Ginsberg y William S. Burroughs, cuyos textos fueron descartados por medios de gran tirada -entre las décadas de 1950 y 1960- a causa de la puesta en jaque que expresaban en sus contenidos con respecto a los valores más firmes de la cultura norteamericana. En este aspecto, al igual que en el musical y filosófico, Rotstein no pierde el hilo conductor de su protagonista: su progresiva búsqueda por formas de expresión que no ofusquen constantemente la visión universal de sus intereses, aun cuando esta implique la necesidad de alguien que se “cortó solo” en relación a sus colegas, algo de lo que ha sido acusado en más de una oportunidad. Sus vínculos con el cine son casi soslayados a lo largo del documental, pero perfectamente aludidos con presentaciones fotográficas y su amistad con el cineasta lituano Jonas Mekas, forjada en sus visitas a Estados Unidos. Un momento muy lúcido está en las escenas de Mekas, con una comunicación a distancia filmada en simultáneo desde la habitación de Grinberg. A modo de broma, diremos que es un claro ejemplo de que Argentina tiene intenciones de filmar con más de una unidad por rodaje, además lo logra considerablemente. Cerca del final de Red social, David Fincher tiene la delicadeza de no saltarse el eje de la acción en los cortes realizados durante la última conversación por celular entre Jesse Eisenberg y Justin Timberlake, incluso haciendo que los actores se muevan reiteradas veces. Esto por lo general no se tiene en cuenta para este tipo de escenas, porque el hecho de no compartir el mismo espacio exime a los realizadores de cometer un error sintáctico tan temido como el salto de eje. A la charla de Mekas y Grinberg no le importa cometerlo, de hecho, lo hace. ¿Es esto un problema? Ya dijimos que no. Es más, resulta una exquisitez que en la sintaxis cinematográfica haya un desencuentro de miradas, ya que en la conversación hay un desencuentro absoluto entre los interlocutores. ¿Tuvieron en cuenta esto Rotstein y compañía al elaborar la composición de planos? No importa en lo absoluto, ya está trazado en la sucesión de acciones y a favor de la obra. Sí le señalaremos un tropiezo discursivo y narrativo a la película de Federico Rotstein y se da precisamente en los espacios que le acabamos de elogiar. En un instante, Jonas Mekas nos advierte no solo del desperfecto tecnológico que padecieron con Grinberg en aquella situación, sino también de la lectura simbólica que rodea a toda la película, más allá de las fallas de conexión electrónica. Es una muy bonita reflexión por parte de Mekas y su incorporación en el montaje es tentadora, pero atasca a una puesta en escena -muy bien balanceada entre datos duros y sugerencias- que sabe con claridad que un documental no se reduce a la transmisión informativa de los temas a tratar. Satori Sur –titulado así por el segundo nombre que le dio Miguel Grinberg a un libro de cuentos que nunca escribió- es un relato dinámico por su edición, sus locaciones, su musicalización y las interacciones del protagonista con sus compañeros de vida, sin reducirlas a meras entrevistas. Nuestra discrepancia señalada, si bien importante para nosotros, no atenta estruendosamente con la continuidad de un narrador que, esperamos, pueda reanudar una responsabilidad similar al de este film que tuvimos el reciente placer de conocer.
Le venía escapando a los estrenos nacionales en este espacio porque es una picardía tener que verlas en nuestros hogares. Nos ahorraremos los viáticos, contamos con la posibilidad de revisitarlas a gusto y el contexto histórico se presta para el caso, pero no deja de sentirse un aire de abandono, aunque bien sabemos que esto no es una consecuencia virtual. Los espacios de exhibición no se distinguieron por su cordialidad respecto a las películas de este peso. Terminado este comentario: el primer largometraje de Francisco Bendomir. Si algo merece ‘Una chica invisible’ a la hora de ser comentada es más secretismo, dada la combinación de recursos con las que Bendomir y sus colegas presentan en el transcurso de la duración del film. Varios de estos ya han sido especificados en otras redacciones, no lo señalamos como un pecado mortal, ni tampoco nos repetiremos para la ocasión. Daremos por aludidas las apreciaciones de Fer Casals, la película no se corre de sus personajes solitarios, ni de sus falsos vínculos. Esto también viene acompañado de personajes y actuaciones que están a la altura de lo propuesto, y la dirección no se pierde como factor menor, todo lo opuesto; sabe lo que quiere captar, cuándo hacerlo y hasta se burla de sí mismo con comentarios editoriales. Para ilustrar, cada vez que las conversaciones entre protagonistas se vuelven incómodas, Bendomir aplica primeros planos frontales -al mejor estilo de Jonathan Demme en ‘El silencio de los inocentes’-, pero eventualmente una de sus protagonistas dirá que un “primer plano no da” ni para humillar a sus rivales. Su mayor triunfo, en la diégesis y el progreso narrativo, es el uso del fuera de campo, aquello que no vemos y necesariamente afecta en lo que sí. En más de una ocasión está aplicado en clave de suspenso disfrazado de sorpresa barata. O dicho de otra forma, nos presenta nuevos personajes, nuevos -otra vez- vínculos y nuevos -diremos- mundos como si no guardaran relación alguna con el relato representado. Lamentablemente, de esto deriva nuestra única reserva con esta ópera prima. Hay dos momentos en los que el mismo recurso se opaca de rebote, adelantándonos el devenir de la historia sin ponerlo en escena. La primera vez lo vemos en una discusión de pareja mientras la televisión de la habitación transmite un documental: el diálogo de la protagonista (Andrea Carballo) merece el aplauso de la tribuna ya que, aunque lacerante, funciona como un perfecto susurro poético, inmediatamente sobre explicitado por un subtexto poco elegante (la voz narradora de la tv); esto se repite en una reunión escolar, lo que vemos y escuchamos en la oficina de la directora del instituto ofrece un humor ganado, pero lo que escuchamos se vuelve reiterativo con lo anterior y el afuera obstaculiza a la progresión de planos de lo que resta por transcurrir. Quizás lo señalado arriba suene un poco rebuscado y hasta cifrado de más. Sobre lo segundo, ya dijimos que el film requiere de ciertas reservas para quienes no lo vieron. Citaremos un ejemplo reconocido y a la vez sencillo del cine. La gracia de una sentencia tan reiterada constantemente en la trilogía de ‘El Padrino’, como “no es nada personal, solo son negocios”, es que los personajes se la creen verbalmente, pero los espectadores pueden deducir por las acciones que la saga demuestra lo contrario. En las dos escenas mencionadas, el film en cuestión se toma en serio lo literal y la acción sin abrirle espacio a las bellas contradicciones que rodean a sus protagonistas, haciendo un uso desviado de su ya señalado mérito, el fuera de campo, un elemento fundamental para una obra que lidia con lo “invisible”. Afortunadamente, pese a que acabamos de insistir en nuestra discrepancia, esto no es lo que predomina en ‘Una chica invisible’. En una clave que todavía algunos sectores pseudo pulcros le achacan a las últimas películas de Shane Black, la juventud interviene en la vida adulta, aspectos tan naturalizados -como la paternidad y la obsesión hacia otra persona- son puestos en jaque y todos anhelan su propia forma de investigación privada y la fantasía de pasar desapercibidamente para darle sentido a sus miserables cotidianidades. Bendomir sobresale en cada aspecto visual y más todavía en lo que desconocemos circunstancialmente, eso que, ya dijimos, nos será presentado con una destreza superior y posiblemente se vuelva estilo si su filmografía florece. Esperamos que vuelva a los rodajes pronto.
El director Peter Segal vuelve a los espías. Su último acercamiento al subgénero había sido en 2008 con la versión del Superagente 86 protagonizado por Steve Carell. Esta vez trae de regreso a Dave Bautista, quien anteriormente había encarnado a Mr. Hinx, el oponente físico de Daniel Craig en ‘SPECTRE’, solo que ahora en el equipo de los buenos y como personaje principal. JJ Cena (Bautista) es un talentoso agente de campo de la CIA que pronto será degradado a casos de vigilancia, debido a los daños colaterales causados en sus últimas misiones. Una vez enviado a Chicago para vigilar a la esposa y a la hija del hermano de un despiadado traficante de dispositivos explosivos y nucleares, Cena será descubierto por la pequeña, Sophie (Chloe Coleman), quien lo amenazará con revelar su tarea de mirón a su madre a menos que cumpla con los favores que ella va a pedirle. La dupla protagónica es, ante todo, simpática y divertida. Es digna de más de una carcajada por parte de la tribuna. No obstante, las situaciones siempre disponen de personajes que se dedican a citar referencias culturales verbalmente, al punto de que no paran de nombrárselas al público para ganarse su confianza en actos desesperados. En la primera escena, situada en Chernobyl, en plena transacción con los antagonistas rusos, se usan (y se aclara que son) diálogos de ‘Un lugar llamado Nothing Hill’ y se señala un parecido con Mickey Rourke en ‘Iron Man 2’. Más adelante, Bautista se esconde y se queda inmóvil entre los peluches de la habitación de la niña, cual E.T. frente a la madre de Elliot. Se compara su estilo de baile con el de Shrek y, en una pelea a puño cerrado, cerca de un avión que pierde combustible y está a punto de estallar, su compañera indica que le recuerda a algo, “solo nos faltan los nazis”, como clara alusión a ‘Los Cazadores del Arca Perdida’. Hay un rejunte de citas estruendosas que se vuelven notas al pie. Un film de espías que se convierte parodia de espías. La contracara de esto podría identificarse en ‘La Pistola Desnuda’, la cual se disfraza de cine negro, pero tiene claro que su finalidad es la de ser una comedia hecha y derecha. Algo que sus secuelas olvidarían paulatinamente, sobre todo la tercera entrega, que no paraba de calcar escenas de las películas más recientes, simplemente para burlarse de ellas, sin crecer en su esencia en plan de sátira. ‘Grandes Espías’ recurre a un arquetipo nuclear que la saga de ‘Misión Imposible’ retomó de las novelas de John Le Carré, uno que las ‘007’ mantienen en suspenso desde hace tiempo y parecería que dejará de hacerlo en su próxima película, ya que en su tráiler cinematográfico vemos personajes usando trajes anti radiaciones (si, como los del Doc Emmett Brown). De este recurso se ocupa a medias, se preocupa más por encajar en su contemporaneidad con el socorro de circunstancias conocidas que no vienen al caso. Fuera de esto, es graciosa a medias.