La rama animada de Dreamworks viene asomándose durante los últimos años y en materia de tecnología le juega limpio a la poderosa Pixar. Aún sin poder llegarle a los talones en lo que a historia y narrativa se refiere -pongo de ejemplo a las demoledoras Toy Story-, el estudio apunta a ofrecer un producto interesante y entretenido, lleno de color y con una pincelada de moralejas como para no perder el paso. Es por eso que The Croods no va a pasar a la historia por ser un film profundo, pero la suma de sus partes hará que al menos conforme un espectáculo digno de ver en la pantalla grande. Como ya lo hiciera la longeva saga Ice Age, el escenario prehistórico les sirve a los guionistas y directores Kirk DeMicco (Racing Stripes, Space Chimps) y Chris Sanders (Lilo & Stitch, How to Train Your Dragon) para jugar con un territorio desconocido y crear un mundo en vías de evolución lleno de vida exuberante y de coloridos matices lujuriosos, con tantos focos de atención que uno se pierde tratando de seguir todos. Lo más llamativo es la creación de vistosas criaturas, raras mutaciones que aparecen minuto a minuto en pantalla, hacen su gracia y siguen camino. Como ejemplo se puede tomar a Brazo, o Belt en su idioma original, ese perezoso multiuso que tiene augurada una carrera como personaje enternecedor como el Gato con Botas de Shrek o el mismísimo Scrat de La Era de Hielo. Dentro de este marco donde la tecnología lo es todo y no decepciona -como siempre, las películas animadas tienen el mejor uso de 3D del mercado, tanto en el aporte de profundidad como en la posición estratégica de objetos que salen de la pantalla-, la trama gira en torno a la familia Crood, quienes en base a la reticente negativa del jefe del clan, Grug, a explorar el exterior, han sobrevivido cuando otras familias similares han perecido por no atenerse a las reglas más básicas de supervivencia. Por supuesto, no puede faltar el espíritu libre en la familia, papel que recae sobre la joven Eep, ansiosa de comerse al mundo por su propia cuenta. Es ella quien desencadenará el road trip de la familia cuando todo lo que conocen comience a avanzar y las opciones sean claras: moverse acorde a las circunstancias o caer presos de la antigüedad. Tópicos clásicos como la oposición de lo viejo y lo nuevo, la impronta territorial del macho Alfa, la unión familiar y el miedo a lo desconocido hacen acto de aparición en el argumento, con resultados convencionales pero sinceros. The Croods no esconde su simpleza sino que la realza con un conjunto de personajes adorables que aportan pequeñas pizcas de humor aquí y allá, creando una atmósfera agradable. Desafortunadamente, en el camino se perdieron las voces de Nicolas Cage, la calidez de Emma Stone o el jugueteo en el tono de Ryan Reynolds, pero el doblaje al castellano neutro no afecta para nada el resultado final, sino que acerca más a los pequeños espectadores. La película es excitante, explosiva y adorable; tiene un ritmo apabullante y, cuando quiere, puede jugar la carta emotiva de manera correcta y sin volverse oscura, o tan sólo lo suficiente como para preocuparnos más por los personajes. Y, lo más importante, apunta a un camino de secuelas si tiene éxito, el cual le deseamos porque es una reunión familiar que podríamos ver, al menos, varias veces más.
La decadencia del horror se pudo notar durante el 2012, cuando una ola de estrenos no lograron colmar las expectativas de muchos fanáticos. Lo mismo se puede decir ahora respecto al frente de comedias que busca hacer su dinero a partir de parodiar al género. Si el terror ya está hilando fino, ¿qué le queda entonces a este subgénero que basa sus bromas y burlas en esas fallidas e insatisfactorias películas? En A Haunted House -titulada ¿Y donde está el fantasma? en nuestro país- la pregunta que se impone es: ¿Y dónde están las risas? En su momento, las sucesivas entregas de la saga Scary Movie funcionaban porque su humor desvergonzado apuntaba directamente a un sector demográfico específico. Esta nueva propuesta los pone en la mira una vez más, pero en el camino pierde las mismas reglas que antes funcionaban mediante el tedioso síndrome de la repetición. En lo que es una clara sátira a la popular serie Paranormal Activity, una pareja afroamericana se muda a la casa de sus sueños sólo para descubrir que una entidad los persigue. Lo que ocurre a partir de ese momento es una seguidilla de chistes racistas, homofóbicos y escatológicos que A) Pasaron de moda hace tiempo B) Resultan extremadamente ofensivos hasta para la comedia y C) la extensión de dichos gags, que una y otra vez vuelven sobre la misma acción, agota. Lo que resulta divertido, aunque sea por un microsegundo, y logra sacar alguna sonrisa ocasional se convierte en tedio de cara al loop constante de una misma escena por más de un minuto, en lo que parecen momentos eternos. Innegable es que Marlon Wayans es el rey de las expresiones faciales hoy por hoy y con sus caras logra arrancar alguna risa, pero como guionista de esta "ópera prima" de Michael Tiddes -si se la puede llamar de esta manera- se nota su fijación por la estupidez humana y no lo deja bien parado al director, cuya película quedará para siempre en su currículum cual ofensor sexual queda registrado en el sistema penal. Incluso deja en evidencia que las ideas se le acaban cuando repite escenas casi calcadas de su paso por las Scary Movie, como por ejemplo la violación de la entidad/fantasma. Por demás, el resto del elenco bien necesitaba el dinero para pagar deudas, porque no se explica que comediantes como David Koechner, Nick Swardson o Cedric the Entertainer se presten para este producto, porque si bien son habitúes de comedias mediocres, acá tocan un nuevo fondo. Salvar las papas del fuego -o al menos intentarlo- es tarea de la protagonista femenina, interpretada con soltura por Essence Atkins, que no recurre a plagiar a la eterna Brenda de Regina Hall y al menos con su interpretación le aporta algo de frescura a un producto que ya pasó de su fecha de vencimiento. Que películas como A Haunted House sigan produciéndose no es un misterio. Lo cierto es que si se hacen con $2.5 millones y recaudan en taquilla lo que costaron y lo multiplican, es evidente que tienen público. Por una vez habría que decirle "NO" a un subgénero que merece morir. Si se le sigue dando el brazo a torcer, seguirán apareciendo cual plaga.
Elena comienza y termina con el mismo plano sostenido delante de una ventana y detrás de unas ramas: entre uno y otro han pasado unas cuantas cosas, nada espectacular, pero sí hemos atravesado la vida de una madre que, guiada por el instinto de supervivencia, se ve abocada a tomar una serie de decisiones. Abundante en profundas reflexiones morales, así como pesimista sobre las inquietudes y el futuro de sus personajes, la película enfrenta, sin parar, conceptos antagónicos como riqueza y pobreza, calidez y frialdad, acción y pasividad. Elena es un retrato crudo de personajes que tienen mucho que esconder, un viaje entre clases desde la Rusia pudiente a la marginal, el mismo trayecto que realiza la protagonista en tren para visitar a sus familiares. Es difícil adivinar si la intención del director Andrey Zvyagintsev realmente fue la de crear una historia de vida plenamente rusa o una metáfora cultural más profunda y abarcativa. Él expone la inflexibilidad de quienes tienen dinero y el contraste que se genera para con los más desfavorecidos, a la vez que nos describe de una forma despiadada un escalafón social sin recursos, al borde del olvido, el desahucio y la falta de cultura, o lo que es lo mismo, sin asideros morales ni materiales, sin perspectivas de futuro ni verdaderas posibilidades de ascender a nivel social. Desde el vamos, la primera persona que se ve en pantalla no encaja en ese escenario. El dormitorio, el aspecto y la actitud de Elena (una poderosa Nadezhda Markina) son más propios de una empleada del hogar que de una esposa. Cuando acude a despertar a Vladimir y le prepara el desayuno, las piezas empiezan a caer en su lugar. No se explica nada, el espectador debe obtener la información sobre los protagonistas y los conflictos mientras transcurre la acción. Y durante el proceso, cada uno interpretará los hechos desde su punto de vista. Puede que la puesta en escena asuste al público acostumbrado a la velocidad y la sobredosis de información del cine más comercial, pero es absolutamente coherente con la narración y fundamental para crear la ilusión, para dar vida a los personajes y mantener al espectador pendiente de cada plano, de cada gesto y cada frase. Aunque Elena tiene lugar en Rusia, lo esencial es el descarnado y certero retrato de las relaciones humanas y familiares y de cómo el dinero lo cambia todo. De igual modo, el cineasta plantea interesantes cuestiones sobre la educación, el entorno, la crisis económica, la moralidad, la culpa e incluso el futuro del ser humano. Un drama humano polémico que se presta a la reflexión una vez terminado.
Un dúo de policías patrulla por las calles de Los Ángeles. Su día a día transcurre entre arrestos a delincuentes de poca monta, persecuciones al más puro estilo americano y tiroteos de los que milagrosamente salen ilesos. Son héroes y, sin embargo, los agentes Taylor y Zavala no se ven más que cumpliendo su misión con honradez, como auténticos hermanos dispuestos a todo por el otro, con una amistad a prueba de bombas y con el deseo de una vida familiar feliz. Su actividad es frenética y también peligrosa, sobre todo desde el momento en que un cártel mexicano les jura venganza. End of Watch se las arregla para ofrecer suficiente brío en sus secciones violentas y empatía hacia su pareja central como para constituir un más que absorbente espectáculo a caballo entre el thriller adrenalínico y un documental realista acoplado de una forma más que interesante. Lo que la hace tan destacable es el recurso del metraje encontrado, lo cual representa una novedad en el género, sumado a la ya reconocible impronta de David Ayer, un autor que vuelve a utilizar bastantes de las señas de identidad estilísticas y temáticas ya mostradas en anteriores trabajos tras la cámara como Harsh Times y Street Kings, o en su celebradísimo guión de Training Day. Aparte de la buena ambientación conseguida por el montaje y fotografía, las interpretaciones de Jake Gyllenhaal y Michael Peña resultan convincentes y con personalidad —sus policías están bien construidos desde el guión del propio realizador—, cargadas de fuerza y autenticidad, con buena química y complicidad. Muestran dureza y firmeza de convicciones en su cometido patrullando las calles, y también fragilidad y sentimiento humano con los suyos. Frente a la brutalidad de un ambiente sórdido y violento, el director rescata un espíritu de nobleza y amistad, de generosidad y sensibilidad, el que existe entre estos dos hermanos de placa que hablan de códigos policiales con la misma confianza y facilidad que de sus mujeres, que exaltan el ideal corporativo, honesto y solidario del cuerpo —algo nada habitual en el cine— para hacer frente a esos cárteles de explotación y crimen. Los caminos por lo que transita End of Watch son los habituales, y más allá de mostrar lo duros que son los barrios marginales del sur de la ciudad californiana, el más loable mensaje crítico que propone es que cualquiera puede hacerse con una placa y una pistola a ambos lados de la ley. Sus motivaciones varían, evidentemente, pero así está la cosa. Creíble y astutamente equilibrada en su mezcla de investigación algo tosca, acción naturalista y alivios cómicos eficaces, logra aportar interés a un género que a estas alturas necesita frescura.
El estreno tardío de ¿Y si vivimos todos juntos? (Et si on vivait tous ensemble?) en la cartelera porteña me remite inmediatamente a otro del año pasado que tocaba un tema similar: sexagenarios dándole una chance más a la vida, todos juntos, como en The Best Exotic Marigold Hotel. Los cinco ancianos rebeldes de esta propuesta coral, liderados en el elenco por una impresionante Jane Fonda -extraño es verla hablar en francés, la lengua del amor- y Geraldine Chaplin, deciden no ser relegados por el sistema y vivir juntos en una suerte de comuna donde sus achaques, miedos y deseos (y su inusual sentido del humor) les harán más fuertes ante lo que se halla fuera de su casa y más allá de su última estación en la vida. Un film claramente destinado a un espectador crecido y no a las nuevas generaciones, que podrán quedarse pasmadas, sin comprender del todo su tono revolucionario. Esto le sucede a ese boquiabierto Daniel Brühl, un intérprete competente que en este caso se lo nota abrumado por las circunstancias y por actores de peso en una historia en donde actúa más como disparador y nexo que otra cosa. Fonda y compañía -Chaplin y los franceses Guy Bedos, Claude Rich y Pierre Richard- apuestan con soltura por un retrato atípico de su sector demográfico. En la ausencia de complejos físicos reside la mayor conquista de una película que comparte con las típicas comedias yanquis universitarias su esquema de humor desacatado y su previsibilidad encaminada hacia un siempre emotivo final. ¿Y si vivimos todos juntos? transcurre entre catas de vinos, comidas y cenas varias como puntales de reunión. Aparentemente sin pelos en la lengua y abordando una clase media-alta que debe hallar nuevas formas de reinventar sus posesiones y bienes familiares, el director Stéphane Robelin aprovecha el trasfondo vital de su reparto y es ahí donde la comedia sube de nivel. Acá es donde se ve a una Fonda hablando de los años de revueltas y del tópico como regla general que significa el envejecimiento, mientras que el resto del equipo parece asimismo reflexionar irónicamente sobre sus carreras y su propia vejez. Una vez que el elenco de veteranos se hace con las riendas de la situación, el personaje joven -el punto de vista de Brühl- queda de más, ya que la frescura ya fue aportada -y reinventada- por estos gigantes que se rehúsan a no dejar de exprimir hasta la última gota de vida que les queda en sus cuerpos.
Si nos dejamos llevar por el póster de Las Edades del Amor entonces podemos imaginar que estamos frente a una historia romántica protagonizada por la pareja tan inverosímil como extravagante que componen un grande como Robert De Niro y la despampanante Monica Bellucci. Dicho afiche no es más que una trampa, ya que el film es la tercera entrega de la trilogía romántica Manuale d'amore pergreñada por el italiano Giovanni Veronesi y la historia de De Niro y Bellucci es un mosaico más en la narrativa tripartita que ofrece este film, en donde el romance bordea la mera caricatura y poco y nada ofrece en materia de sorpresas. Las tres historias, enlazadas por un Cupido taxista devenido en narrador –y por pequeños cameos de los personajes en los demás relatos–, apenas ofrecen sorpresas a nivel argumental, ya que en casi todo momento el espectador mínimamente avispado va un paso delante de lo que va a suceder. Así, el miedo al compromiso del primer protagonista no ofrece dudas sobre a dónde le conducirá finalmente, dando pie a una historia cursi e insípida. Tampoco resulta fresca la segunda parte aunque, pese a todo, Carlo Verdone estiliza su papel de presentador televisivo en pleno modo relax y resulta medianamente estimulante. El tercer capítulo es el que asume un punto más dramático, abandonando la comedia y otorgando sus roles principales a unos De Niro y Bellucci extraños pero atractivos, aunque la historia tampoco sea especialmente recordable y la diferencia de edad entre ambos actores pese. Claramente él disfrutó de filmar la película y su talento fue puesto en modo automático, con el sólo objetivo de disfrutar del sol de Italia y el suntuoso cheque correspondiente. Hay determinados momentos en que las distintas tramas ganan algo de envión –ya sea por algún acierto en el guión o por la fuerza de sus intérpretes–, pero en líneas generales los clichés amorosos menos trabajados terminan por imponerse en Las Edades del Amor y resultan pesados, empalagando a quienes no vayan predispuestos a empatizar con ese tipo de sentimentalismo. A fuerza de ir sumando minutos inertes, la cinta se acaba haciendo larga y alcanza dos horas de metraje excesivamente innecesario. No aporta nada al género y sólo satisfará a los seguidores menos exigentes de esta clase de producciones.
Cada nueva película de Steven Soderbergh es como uno de esos bailes exóticos rematados con desnudos que los strippers en Magic Mike ofrecen en sus actuaciones: una coreografía amalgamada donde sinceridad y mentira, artificiosidad y espontaneidad, arrancan un aplauso cómplice cada noche. El film resulta un producto bastante entretenido, pero se queda corto tal vez por las expectativas que siempre despierta uno de los cineastas más polifacéticos e irreductibles del cine moderno. La historia firmada por Reid Carolin arranca con un tono cómico y jovial, beneficiado por la naturalidad técnica del realizador, tan fresco en su planteamiento visual y narrativo que en ocasiones incluso coquetea con el formato casi documental. Pero a medida que el conflicto avanza y los entretelones del negocio se abren paso, el conjunto cambia de tono y se convierte en ese cuento melodramático de superación que tantas veces hemos visto, volviéndose un tanto pesado en su previsibilidad. Aunque la historia se concentra primero en el novato The Kid (El Chico), aderezada con varios vestigios de conflicto entre algunos secundarios -cuyo elenco incluye cuerpos bronceados y muy trabajados como los de Matthew Bomer, Joe Manganiello y Adam Rodriguez- el guión elige enfocarse en Mike y su relación amorosa con la hermana de su protegido -una desangelada Cody Horn, a la que todavía le falta pasta de actriz- y, de rebote, darle una plataforma a Dallas (McConaughey) para lucirse en su escenario de vieja gloria a la que los quince minutos se le han acabado. Con todo, Magic Mike luce bien en pantalla, tanto en su espectro visual como en su elemento humano, con un Channing Tatum totalmente entregado en su recreación de lo que más o menos fue su propia figura, un Alex Pettyfer simpático que tiene uno de los papeles más interesantes de su intermitente carrera, y un colosal Matthew McConaughey, que ofrece la mejor versión de sí mismo al conseguir unir en el personaje de Dallas todo su talento interpretativo y su evidente amor por el esplendor físico y la demostración pública del mismo. Magic Mike funciona mejor de lo que uno esperaría de una película de strippers. Se aleja de la comedia fácil pero tampoco se acerca al drama aleccionador, sino que balancea su historia y sus personajes dándoles algo de dimensionalidad, a la vez que muestra los cuerpos de las estrellas nacientes del medio sin problema alguno, causando suspiros en la platea femenina y no necesariamente enojos en la masculina, que también fue razón de su éxito y de que exista una secuela en los planes.
Todo empieza con unos remolinos dibujados sobre la estela de un acorazado de la Segunda Guerra Mundial. Espirales que advierten al espectador de que está a punto de embarcarse en una aventura sinuosa e imprevisible, al borde de lo onírico. Y es que The Master serpentea como un sueño febril: una pesadilla habitada por dos bestias primitivas que aspiran a explicarse mutuamente. A un lado Joaquin Phoenix, encorvado y alcoholizado, al otro Philip Seymour Hoffman, el titiritero que aspira sanar -embaucar- a una América sedienta de nuevas esperanzas. The Master ha sido desde su estreno un tema controversial, ya que todos asumen que el film de Paul Thomas Anderson no es más que una crítica apenas encubierta hacia la Cientología. No hay dudas de las similitudeds entre La Causa de Lancaster Dodd y los días tempranos del movimiento de L. Ron Hubbard, pero la realidad no podría estar más alejada de eso. Lo que sea que signifique esta religión, ya sea algo malo o bueno, eso queda a criterio del espectador, ya que Anderson en cambio elige concentrarse en la relación entre su creador y el borracho Freddie Quell, para que todo lo demás quede en territorio secundario. El de Phoenix es un triste sujeto que vive mayormente haciendo unas pócimas etílicas terriblemente venenosas, perdiendo un trabajo tras otro. Es un hombre con absolutamente nada de control por sobre sus emociones o acciones, un papel que le viene como anillo al dedo a un actor candoroso que nunca baja la guardia y mantiene ese semblante entre duro y tonto, incluso con esa mueca visible de forma constante. Esta imprevisibilidad hace que el personaje de Hoffman intente tomarlo como su protegido, generando un contraste único y bien vistoso: el uno es atolondrado e impulsivo, como un nene que necesita ser castigado constantemente, mientras que el otro, a diferencia de quedar bajo una sombra siniestra, es un señor con todas las letras, carismático y con una lengua afilada y un porte acorde. El resto del elenco gira en torno a la fuerza gravitatoria generada por estos dos brutales actores, siendo la gran destacada una Amy Adams que sorprende por una acidez que se opone al resto de sus papeles, normalmente cálidos e infantiles. P.T. Anderson entrega un drama familiar de hombres empeñados en reinventarse a sí mismos, y por el camino descubre nuevos horizontes de ambición, libertad y complejidad. Así, The Master -un film clásico y moderno al mismo tiempo- se entrega a una suerte de vagabundeo narrativo por los recodos más oscuros de la mente humana. Un gran relato americano que, a golpe de un intimismo concentrado sobre primeros planos, se alza como una obra tan hipnótica como hermética.
Una bala se aproxima a Ricky en cámara lenta. Cómo ha llegado el muchacho hasta esa peliaguda situación es lo que centra la atención de Carne de neón, segundo film de Paco Cabezas, que adapta su corto homónimo de 2005 con suerte mezclada y elige nuevamente posarse a medio camino entre la tierra patria y un escenario argento bastante notable. La especie de comedia negra y barriobajera que presentaba en su corto se traslada al largo con puntos a favor y en contra, pero su peor error es cambiar de registro a medio camino, lo que hace que el conjunto se desestabilice por completo. El acierto de la película es que, a pesar de partir de un ejercicio fílmico heredero de Tarantino y sus allegados (Boyle, Ritchie o Rodriguez), la mirada de Cabezas al universo sórdido y peripatético de sus personajes es netamente brusco. Más allá de las escenas de violencia, tratadas con su apropiada estética y un sadismo convincente, la verdad es que, como ocurriera también en el corto original, estamos ante un ejemplo de puro y duro realismo noir tragicómico español. Matones, prostitutas, yonkis, policías corruptos, traficantes de carne y sangre, un cóctel de elementos recurrentes en cierta ramificación del thriller urbano moderno, mezcolanza presidida por la sensación de que ni el que apunta va a salir vivo de este periplo. Como es habitual en un corto hecho largometraje, el guión de Cabezas pierde gas progresivamente luego de un comienzo lleno de humor negro para virar hacia un drama social brutal que comienza a aleccionar al espectador, cuando al principio prometió un viaje sin historias con moraleja. Afortunadamente, la capacidad del cineasta para exprimir lo mejor de su abultado reparto eleva la percepción de la trama, encabezado por la joven estrella ibérica Mario Casas, que por momentos es más que una cara bonita y brinda un par de sorpresas, cuando su elenco secundario no lo opaca con las participaciones nacionales de Luciano Cáceres y el gran Darío Grandinetti, o por la parte española con la fabulosa Ángela Molina como la confusa madre del protagonista, o Infantita, la travesti roba-escenas de Dámaso Conde. Aunque su estreno era una cosa impensable en nuestras carteleras -su lanzamiento comercial en España data de Enero del 2011- Carne de neón hace un arribo tardío en las salas, promete una comedia sucia e irreverente y se queda con las ganas de salir de ese mismo molde que se creó para sí misma engañando con su trama sentimental y su desenlace algo moroso.
Aunque tiene una premisa interesante -una pareja que no puede concebir entierra literalmente sus esperanzas de un hijo perfecto en su jardín para encontrarlo en el patio al otro día- The Odd Life of Timothy Green demuestra claramente que el azúcar made in Disney puede provocar terribles casos de empalagamiento con historias demasiado almibaradas que no terminan funcionando, incluso para la platea adicta a estas fábulas románticas irremediables directas para ver una tarde de sábado. Por mucho que quise que esta película familiar me agradase, simplemente no pudo lograrlo. Su falta de autenticidad, o al menos un mínimo sentido de la credibilidad dentro del realismo mágico, hacen que la propuesta se note demasiado simple, aún para los más pequeños. La participación del joven CJ Thomas, aunque agradable, no tiene un buen desarrollo que profundice su fantástica aparición, y siquiera la conexión entre sus nuevos padres es creíble. Timothy Green es otra producción más que se jacta de contar que hay veces que los hijos son más sagaces que los padres, incluso exceptuando que el susodicho aparezca por arte de magia en sus vidas. Hay temáticas que siempre suelen ser interesantes de ver en pantalla, pero ninguna de ellas está llevada con honestidad: temas como la muerte, la falta de confianza, los padres que nunca apoyan a sus hijos y hasta la exclusión por parte de los pares son ilustrados con bromas casuales en lugar de considerarse como puntos fuertes del argumento. El guión del director Peter Hedges -que es increíble que viendo la calidad de ésta película haya escrito genialidades como ¿What's Eating Gilbert Grape? y About a Boy-, basado en la historia de Ahmet Zappa, no pierde en tiempo presentando a los amorosos y simplones padres que representan sin mucho aspavientos ni inspiración Jennifer Garner y Joel Edgerton. Tampoco a los villanos de turno en una familia que no los apoya bajo ninguna circunstancia. Se sucede con clichés que siempre funcionan pero que en esta ocasión no hay intento alguno de disfrazarlos para que el espectador no note la diferencia. Timothy Green es una película confusa, tanto por su misma creación que por cómo fue desarrollada (con Disney involucrado en el medio, uno tendría un concepto mejor). No es una propuesta para chicos, tampoco para adultos. ¿Para padres, quizás? Esa incertidumbre la vuelve otro olvidable producto edulcorado.