Ellos Cesc Gay elige para su película un relato coral en el que los personajes masculinos son el eje de atención: sus problemas en las relaciones con las mujeres, en la comunicación, en el trabajo. A partir de acá encara un film sobrio, pero también una gran comedia, con actores que saben cómo aportar el tono adecuado a cada escena, entre ellos los argentinos Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia. Dos amigos de hace mucho tiempo se encuentran casualmente y casi sin quererlo terminan riéndose de sus miserias. Un hombre divorciado lleva a su hijo a lo de la madre y, sin grandes preludios, decide declararle su amor a su ex. Estos son dos ejemplos de las seis breves historias de Una pistola en cada mano (2012). Todas ellas adoptan una estructura similar: dos personajes dialogando sobre cuestiones existenciales que los aquejan en el momento, si bien cada uno de estos diálogos contiene en sí un pequeño drama, casi todos ellos vinculados a la pareja, el humor es un elemento fundamental en la película y, principalmente, necesario. Desde el absurdo pasando por el ridículo o la sorpresa, todos los personajes vivirán un momento de autoconciencia que los dejará descolocados. El director elige un rango etario muy definido para sus protagonistas: los hombres que ya pasaron los cuarenta. Sabe que el material que tiene allí es inacabable y, si de trabajar con buenos actores se trata, doblemente rendidor. Por eso Cesc Gay no tiene apuro en contar: los pensamientos, silencios y gestos aquí no se resumen, muy por el contrario, son los que más aportan a estas escenas. La cámara entonces acompaña sutilmente, sin subrayar, sin ganar protagonismo, buscando simplemente la mejor manera de presentarnos a los personajes. Porque lo que importa aquí son las particulares miradas y conductas de estos hombres, a quienes la crisis de los cuarenta los toca muy de cerca aunque algunos de ellos decidan ignorarlo. El director catalán supo captar ciertas ideas arquetípicas sobre el sexo masculino y encontró una manera muy convincente de trasladarlas a la pantalla grande, y también un tanto crítica. Porque si bien la mujer no es la protagonista aquí, su función sí que lo es, pues es justamente la que abre esa brecha que deja a los hombres al descubierto y en evidencia. No es que la mujer sea un modelo a seguir pero sí parece dueña de una sabiduría extra que le permite comprender mejor la realidad y así cambiarla. Seguramente después de la segunda o tercera historia el espectador ya conoce la estructura general del film y esto puede resultar un poco repetitivo. Pero es claramente una elección del director que esto suceda y que la concentración se produzca en los diálogos y los personajes, pues sobre ellos es la película. Sabiendo esto la conexión con el film es inmediata y ampliamente disfrutable.
¿Hasta que la muerte nos separe? El matrimonio y el cine tienen una relación de larga data. Desde el drama a la comedia se pueden nombrar una importante lista de films que dedican sus historias a esta famosa institución. Matrimonio (2011) es una más de ellas y lo hace desde un tono mayormente intimista, tratando de penetrar en la profundidad de sus personajes, y mostrando ese péndulo que va de lo interior a lo exterior, como si de la búsqueda de una verdad se tratase. ¿Qué pasa después de veinte años de matrimonio? Esteban (Dario Grandinetti) y Molly (Cecilia Roth) parecen estar viviendo en el limbo en el que los deja dicha pregunta. Esteban es un creativo publicitario y Molly compositora musical, pero el bloqueo que padecen ambos en sus vidas cotidianas por la crisis de su relación acapara sus mundos. Esteban lo manifiesta a través de charlas con el psicólogo o con una inesperada borrachera. Por su parte, Molly, en un estado depresivo que no la deja salir de la cama, pide ayuda a su amiga médica para que le “diagnostique” sus ataques de pánico. El posible o imposible momento del (re)encuentro entre ellos dos es la gran incógnita que abre el film. Matrimonio habla mayormente de sentimientos: de duda, de culpa, de miedo, de amor. Pero también de la incomunicación que padece la pareja frente a la duda sobre su continuidad. Por eso Molly y Esteban casi no aparecen juntos en el film, y apenas pueden coincidir en un mismo plano. En este sentido, el director consigue que la manera de encarar el relato refleje gran parte de ese gran desencuentro que viven los personajes. Frecuentan los mismos lugares pero no se cruzan, se llaman por teléfono pero no se atienden y apenas consiguen cruzar una mirada. Una hija en el exterior pareciera ser lo que todavía los mantiene juntos, aunque nunca se termina aclarar que el deseo y el amor estén apagados por completo. La película de Carlos M. Jaureguialzo tiene puntos a favor: el planteo sobre la crisis de los matrimonios desplegados a través de la reflexión y la emoción promueven un clima sensible que claramente se necesita en una historia como esta, sin caer en un dramatismo excesivo que desentonaría con la totalidad. Fuera de este aire intimista la película tiene escenas que resultan un tanto forzadas cuando pretende seguir a los personajes en su modo errático de andar por la vida y relacionarse con otra gente. Hay episodios un poco inverosímiles y hasta diálogos que, si bien buscan alejarse del drama, no resultan del todo eficaces. La fortaleza del film reside en su determinación en el planteo. ¿Todavía existe el amor después de tantos años? ¿Es la separación una posibilidad? Estas preguntas, si bien no explicitadas, acosan a Molly y Esteban durante toda la película. Y ante la falta de respuestas a grandes preguntas, aparece la ficción.
Amor tras bambalinas Anna Karenina (2012) elige un relato clásico para romper el clasicismo desde la puesta audiovisual, combinando locaciones cinematográficas con un gran escenario teatral. La elección es sin duda un logro, pues el producto final es un film original, distinto, ágil y de gran exquisitez visual. Es el año 1874, Anna (Keira Knightley) es una joven aristócrata casada con Karenin (Jude Law), un oficial de alto rango del gobierno ruso, con quien también tiene un hijo. A pedido de su hermano Anna viaja de San Petersburgo a Moscú para convencer a su cuñada que no abandone a aquel a pesar de sus infidelidades. Allí conoce al Conde Vronsky (Aaron Johnson), un joven militar que se deslumbra con Anna, al igual que ella con él. Aunque todas las señales les indican la imposibilidad de consumar dicho amor, ambos eligen seguir sus sentimientos sin medir las consecuencias que el adulterio puede generar en la sociedad en la que viven. Si bien la adaptación de la novela de Leon Tolstoi se cuenta respetando la cronología de los hechos, el director apuesta a los códigos propios del teatro para proponer otras formas espacio- temporales. Al moverse la mayoría de la veces entre “escenografías teatrales”, los personajes son los que significan el espacio y el tiempo, y no tanto los cortes de planos. Es decir, hay un montaje interno dentro de la imagen: se superponen decorados que articulan diferentes espacios (el adentro y el afuera por ejemplo) que, en algunas oportunidades, también funcionan marcando los pases de tiempo. Siempre lo teatral está al servicio de lo cinematográfico, si bien ambos están conjugados de una manera muy armoniosa. Tanto los decorados, como el vestuario, el maquillaje o los peinados parecen replicar con gran fidelidad la época del film. Entre esta faceta más realista y aquella que parece montar una gran obra teatral más alejada de los cánones del realismo se produce una tensión que favorece al relato. Se dejan traslucir dos caras de una misma historia: una de ellas es la que debe ser y la otra la que es. Es en esa línea que se debaten los personajes de Anna Karenina, la artificialidad e hipocresía del mundo de la aristocracia rusa contra la fuerza de los sentimientos que deben quedar ocultos por temor al castigo social. La música es otra gran protagonista del film, si bien toda la banda sonora está al servicio de la musicalidad general que pretende componer la película. Todos los elementos, visuales y sonoros, contribuyen al drama principal, sin embargo, quizás a causa de un absoluto cuidado de estos, la emoción pareciera perder algo de protagonismo. La película se demora en escenas que aunque ayudan a dar color podrían perfectamente haberse eliminado y aquellas que contribuyen al clímax de la historia se cuentan de modo precipitado. Puede o no convencer esta propuesta del director Joe Wright pero apuesta a nuevas formas de contar cuando hoy en día las grandes producciones traducen mayor presupuesto en cantidad de efectos artificiales. Por eso algo novedoso y de calidad como este película es una manera de renovar el cine.
Tratar de estar mejor ¿Y si vivimos todos juntos? (¿Et si on vivait tous ensemble?, 2011) tiene una ventaja inicial: sus actores. Geraldine Chaplin, Guy Bedos, Jane Fonda, Claude Rich y Albert Pierre otorgan a sus personajes la dosis perfecta de longevidad y juventud que necesitan. Juntarlos es la magnífica idea de un film que elige un lugar muy cálido y convincente para hablar de la vejez y la amistad. Frente a las complejas situaciones personales que les toca vivir a causa de su edad, cinco amigos desde hace cuarenta años (dos matrimonios y un amigo en común) deciden ayudarse viviendo todos en una misma casa. A esta pequeña comunidad se sumará Dirk (Daniel Brühl), un estudiante de etnología cuya tesis gira en torno a la ancianidad en Europa, y que también oficiará de ayudante y confidente de todos ellos. Cada personaje de esta historia tiene su carácter particular, sus mañas, sus imperfecciones; pero también su buen humor, sus virtudes, su alegría de vivir. La propuesta de la vida en común parece impensada al comienzo del film, pues juntar cada particularidad resultaría doblemente perturbador para cada uno de ellos. A pesar de que al principio la idea no les resulta muy convincente todos parecieran desear esta oportunidad por razones diversas y personales. Así como sucedía en El exótico hotel Marigold (The Best Exotic Marigold Hotel, 2011), que también retrataba un grupo de gente mayor, estos cinco “viejos” tampoco lo son tanto. Es decir, no aparecen representados como seres ausentes de deseos. Si bien cada uno tiene los propios, la sexualidad es un tema que por momentos adquiere bastante centralidad, y eso abre nuevas posibilidades a la historia. No sólo que se permite entrar en el tema de la vida sexual de la tercera edad sino que así la película consigue matices cómicos y distendidos más que oportunos -por ejemplo, Claude (Claude Rich) intentando conseguir viagra para acostarse con una prostituta-. Incluso historias del pasado de cada uno de ellos generarán algunas confusiones en el presente. El paso del tiempo, la muerte, las enfermedades, la amistad, el amor, son algunos tópicos que desarrolla el film. Hay ciertos aspectos que se muestran de manera más cruda, como Jeanne (Jane Fonda) buscando su propio cajón fúnebre. Aunque esto resulte algo extraño, lo cierto es que el director elige contar lo trágico de la vejez desde un lugar muy humano y sincero e incluso con algo de humor. Como si de verdad se tratase de la tesis de un etnólogo. Lo que propone el film de Stéphane Robelin es una auténtica rebelión en una sociedad marcada por lazos confusos, y con escasos indicios de solidaridad. Reivindica formas comunitarias que hoy en día muchos parecieran tener olvidadas. “¿Por qué dejar a un amigo sólo en un geriátrico si podemos vivir con él?” se pregunta uno de los personajes. Y, aunque la película muchas veces consigue momentos un poco tristes y conmovedores, nunca cae en lugares comunes ni deja lugar a los golpes bajos. Porque esta historia habla de construir, de seguir generando lazos, amor, y momentos felices aunque el tiempo dicte sus límites.
Los caminos de la vida Villegas (2012), primer largometraje de Gonzalo Tobal , es una de esas películas donde las verdaderas acciones suceden dentro de los personajes. Las miradas, los silencios, los gestos y algunos diálogos son los que verdaderamente aportan a la trama. Más allá del lucimiento en la dirección de actores, la forma de filmar el entorno de los personajes también realza el encanto del film. Esteban (Esteban Lamothe) y Pipa (Esteban Bigliardi) son dos primos que deberán viajar desde Capital Federal a su ciudad natal, General Villegas, para el entierro de su abuelo. A pesar de estar distanciados, Esteban accede a llevar a Pipa en su auto. Pero durante el viaje se irá revelando una relación poco cordial entre ellos, donde las diferencias sociales, económicas e ideológicas parecen pesar por sobre el lazo familiar, y donde los recuerdos y el paso del tiempo hablan sin hablar. Hay una pretensión notoria en el film por aprovechar las capacidades del cine, en el sentido de explotar la posibilidad de este arte de abarcar paisajes, lugares, rutas, y crear así un entorno único para los personajes. El tono intimista del film, entonces, se perfila diferente, con nuevas imágenes que resignifican: esa ciudad a la que se dirigen implica algo más que un espacio, es el regreso al pasado y también es la incertidumbre del futuro. Por otro lado, el film tiene un planteo generacional que permite que la historia no tenga un único sentido. Cada primo parece mirarse en el espejo del otro, pero siendo ciegos de dicha situación, su rivalidad se expresa a través de torpes peleas masculinas que los dejan al descubierto. Por eso Villegas también es un film con cierta mirada filosófica, pues el director parece abrir preguntas sobre la incertidumbre del futuro, la felicidad, los valores; temas que adquieren un notorio peso en determinado momento de la vida. El film de Tobal logra momentos muy interesantes y con buenas imágenes, y, si bien ronda el clasicismo en la forma de abordar el relato, propone planos poco convencionales y miradas elocuentes y novedosas, creando el clima adecuado a cada escena.
Como si antes no hubiese nada El cuarto largometraje de Tomás Lipgot retoma algunas formas del anterior, Moacir (2011), pues nos introduce en la cotidianeidad de una persona de aquellas que vale la pena conocer. En El árbol de la muralla (2012) el director le otorga la palabra Jack Fuchs, uno de los pocos sobrevivientes del Holocausto que residen en Argentina. No hace falta explicar mucho más. Su documental es un acto de generosidad, de bien, de justicia, y no pretende mucho más que eso: presentarnos a un hombre que representa la Historia en vida. Escuchar a Fuchs, verlo caminar, mirar sus gestos, entender sus relatos, captar su humor, hacen increíble pensar que sea un hombre de 87 años. Lipgot lo sabe y lo aprovecha. Por eso su película consta de elementos simples: principalmente Fuchs contando su vida antes, durante y después del horror; algunas imágenes grabadas por este hombre cuando visitó Polonia hace unos años atrás, animaciones que recrean algunos momentos de su vida. También escuchamos testimonios de otra víctima y de gente que conoce a Jack: un psiquiatra, un amigo, la nieta, y así se diversifican las miradas. Como hizo en Moacir, este joven realizador supo encontrar la distancia perfecta para que el público se sienta cerca de su personaje. Sin invadirlo, dejándolo ser, escuchándolo hablar, escuchándolo callar, reír, dialogar. No hay solemnidad en el film, porque no es allí adónde se pretende llegar, lo que se encumbra aquí es la palabra, no los actos. La memoria, el dolor, el horror, la muerte aparecen representados a través de Fuchs y eso es lo que se respeta aquí. Si él recuerda de una manera particular su vida y los hechos pasados es desde ahí que el público tiene que conectarse. “El hombre es el enemigo más grande de sí mismo”, “no nos pudieron deshumanizar”, “no sé cómo pude sobrevivir”. Algunas de estas frases quedan resonando una vez culminado el film. Los relatos de este admirable hombre tienen que ver con la dignidad. Detrás de todo el film hay un halo filosófico desde dónde comprender. Ser sobreviviente del Holocausto claramente identifica a Fuchs y desandar en palabras y para una cámara una vida marcada por el sufrimiento puede ser desgarrador. Pero eso no le importa a él, sí le importa que la Historia no se repita, y la única manera de que eso pase es a través de su testimonio. La cámara, Lipgot y el público se convierten en testigos inmediatos según él. Y el cine, por lo tanto, es un protagonista más.
Ella El segundo documental de José Luis García, La chica del sur (2012), recupera como lo hizo en el 2006 con Cándido López (Cándido López: Los campos de batalla), a dos “personajes escondidos en la Historia” según palabras del propio director. En esta oportunidad se ocupa de una joven pacifista coreana que en el año 1989 cruzó la frontera desde Corea del Sur a Corea del Norte para comenzar una acción a favor de la reunificación del país. Como si de una fuerza poderosa se tratase, el director y también en parte protagonista del film, se fascina con la figura de esta mujer. Es así que una vez presentada como ícono de una protesta política a través de imágenes documentales grabadas en VHS por él mismo, García viaja a Corea veinte años después para poder conocerla personalmente y registrar ese encuentro. Es aquí que el film comienza a adquirir insospechados momentos, porque la relación con esta endiosada dama no resulta a la altura de las expectativas. De hecho, muchos de estos encuentros transcurren con tropiezos, con climas por momentos tensos, donde el rechazo y hasta el hartazgo de ella de ser (per) seguida por las cámaras determinan el rumbo de la “historia”. Una nota sobre este film apenas puede acercarse a él, porque el material que registra García no sólo nos permite conocer a un personaje ciertamente notable y mostrar un momento histórico particular desde la historia de esta mujer, La chica del sur también es un documental sobre su propia realización. El recurso de narrar el film en primera persona propone al espectador una cercanía que va in crescendo pero también nos ayuda a seguir de cerca su recorrido y articular significar las imágenes (si bien muchas hablan por sí solas). El documental de García tiene escenas casuales, impredecibles. El acontecer de su realización es lo que marca el camino a seguir desarticulando cualquier posible predicción. El resultado de esto es el de despertar emociones distintas en el espectador: por algunos momentos de empatía hacia el director, por otros de bronca hacia ella. Pero aunque se puede pensar en un montaje con intenciones dramáticas, está clarísimo que la manipulación aquí es escasa y que hay más transparencia que la que el director quizás hubiese deseado. O tal vez sea también esta otra forma de manipular, nunca se sabe. Documentales como este renuevan y cuestionan el género. Permiten al espectador preguntarse sobre los límites o los poderes que tiene una cámara, y hasta dónde se puede continuar filmando sin repercutir en la persona o bien en el objeto a documentar.
La vena cerrada de Estados Unidos Zero Dark Thirty - La noche más oscura (2012), nuevo film de Kathryn Bigelow, relata el operativo secreto llevado a cabo por la CIA para capturar a Osama Bin Laden, líder de la organización terrorista Al Qaeda. Por el tema que decide abordar y por sus cinco nominaciones a los premios Oscar es este uno de los films quizás más esperados y controvertidos del año. Es sabido que la captura de Bin Laden fue un acontecimiento histórico que atrapó la atención del mundo entero, pero quizás para los norteamericanos este film sea una manera de cerrar capítulos en su historia, aunque más no sea través de la “ficción”. Kathryn Bigelow – ganadora del Oscar como mejor directora por Vivir al Límite (The hurt Locker, 2008) - propone al espectador seguir muy de cerca la operación, cuasi detectivescamente, a través de Maya (Jessica Chastain), una agente de inteligencia que se involucra con el caso. En un comienzo es su profesión la que la vincula con dicha empresa, pero, de a poco, encontrar a Bin Laden se convierte en un tema casi personal. La película, basada en relatos de hechos verídicos, intenta acercar al público a la desesperante y angustiante situación de seguir pistas sin lograr resultados. Y pretende mostrar muy de cerca la estructura de poder política y económica vinculada a dicha operación. Los primeros audios del film son las voces de las víctimas del atentado a las Torres Gemelas, grabaciones de gente que está atrapada en el lugar. Estas voces duran apenas segundos, pero es claro que a partir de allí el 9/11 queda como referente obligado para seguir la película, y por decantación, el subtexto es: “alguien tiene que pagar por las víctimas de aquel día”. Esa es toda la información que basta para seguir la película, y también lo que la justificaría. Por decantación nuevamente aparece el segundo subtexto para el film: “no habrá mea culpa en las dos horas y media de duración”. No quiere decir esto que todo el film construya una mirada maniquea sobre el tema. Deja entrever que la estructura militar de Estados Unidos es mucho más importante que cualquier cosa y que culminar una operación multimillonaria sin resultados exitosos representaría una gran vergüenza. Pero esta línea es apenas sugerida, pues aquellas que podrían abrir preguntas sobre qué significado tuvo para el país semejante despliegue están más que censuradas. Zero Dark Thirty - La noche más oscura puede decirse que consigue una representación emocionante de los hechos. Más allá de si al espectador le interesa o no el tema, el film tiene recursos para lograr intriga y suspenso. Pero si bien la identificación con la protagonista se construye, a veces es posible perderse en diálogos un poco confusos, con nombres y detalles de la operación que entorpecen un poco la trama y la aletargan. Seguramente que las premisas que sostienen el film despierten muchas y variadas ideas. Y, aunque ideológicamente es discutible, hay una calidad y una pretensión de fidelidad al mundo militar que realzan el valor del film. Pero también es cierto que sus intenciones políticas, que en ningún momento pretende ocultar, terminan por limitar un film que está hecho a la medida de un país.
Atormentados por amor Hablar de los TOC o de la bipolaridad resultan hoy temas cotidianos, pareciera ser que las personas consiguen tranquilizarse sabiendo si pertenecen a un lado o a otro de esos mundos. Sin embargo, a veces los estigmas ocultan más de lo que realmente dicen. El lado luminoso de la vida (Silver Lining Playbook, 2012), film de David O. Russell, elige por momentos burlar muchas de las ideas preconcebidas sobre los trastornos psicológicos y decide abordar el tema con humor, sin perder seriedad y con una historia que luce a cada uno de los personajes, protagónicos y secundarios. Luego de permanecer ocho meses internado en una clínica psiquiátrica, Pat (Bradley Cooper) regresa a la casa de sus padres en Philadelfia. Negado a tomar su medicación y obsesionado con su esposa a quien no puede acercarse por orden judicial, su energía se abocará a recuperarla sea como sea. En su camino se cruza Tiffany (Jennifer Lawrence), una joven con algunos problemas psicológicos también, pero que lo puede ayudar a reconquistar a su mujer. Él trata de luchar contra sus fantasmas y ella contra los suyos, ese enfrentamiento pareciera ser en un comienzo lo que los compromete y acerca, pero de a poco ambos descubren que hay mucho más que eso por encontrar. La familia y amigos de Pat tienen roles significativos, a veces funcionan como ayudantes y otras como oponentes, pero su presencia en el film permite diversificar y ampliar la comedia que propone el director. El papel del padre de Pat, interpretado por Robert De Niro, sea quizás el que mayor peso dramático tenga finalmente. Fanático del equipo de fútbol americano Eagles de Philadelfia, apostador compulsivo y por sobre todo supersticioso, significa su mundo familiar y amistoso como posibles cábalas que iluminen o ensombrezcan a su equipo. Tal es así que al promediar el film la suerte se convertirá en otra protagonista más, incluso metaforizando gran parte de la historia. La empatía generada por los personajes centrales del film está vinculada a su inadaptación al mundo social y sus formas de entablar relación con el entorno para nada convencionales. Pero no se trata aquí de enderezar a nadie sino transformar lo destructivo en algo menos negativo. Y es por eso que la comedia romántica aparece para iluminar y cambiar. Lawrence y Cooper, de esta manera, acaparan unos cuantos primeros planos que claramente marcan un rumbo para la película. Ambos funcionan perfectamente en sus roles y desarrollan la perfecta tensión sexual que debe percibir el espectador. Con esta línea argumental, la película busca así conseguir una dosis de emoción que no estaría tan presente a lo largo de toda la película. Quizás por eso en algunas resoluciones pierde cierta “locura” que la distanciaba al comienzo de situaciones más demagógicas. Aún así, el director logra autenticidad en sus personajes, que son los que verdaderamente ayudan a que la comedia resulte finalmente tan efectiva.
Fuerza natural Ang Lee construye un relato ágil en el que intervienen la naturaleza, los dioses, el destino; pero a su vez desarrolla una increíble historia sobre el poder de la mente. Las tensiones entre la fe y la razón abrazan todo el argumento de Una aventura extraordinaria (Life of Pi, 2012), y así, el final es una clara invitación del director a comprometernos en uno de los dos lugares. Pi (Suraj Sharma), un hombre de origen indio de aproximadamente cuarenta años recibe en su casa de Canadá a un joven escritor. La historia de este hombre, según le contaron, era un relato valioso para convertirse en libro y también “le haría creer en Dios”. Pi decide relatarle al joven de qué manera siendo él apenas un adolescente pierde a su familia cuando el barco en el que viajaban de India a América se hunde, siendo él y Richard Parker, el temido tigre del zoológico que tenían sus padres, los únicos sobrevivientes. De esta manera, el film cuenta la odisea de Pi por sobrevivir y por intentar domar al felino, su compañero de naufragio en el bote salvavidas, en condiciones de suma adversidad. Si bien casi todo el film presenta las imágenes de Pi y Richard Parker en su intento por sobrevivir, Una aventura extraordinaria tiene un prólogo y un epílogo más que significativos e interesantes que le otorgan a las escenas del naufragio nuevos sentidos dramáticos que no se desprenden de aquellas. Es poco lo que aquí se puede contar al respecto, pero el tema de la religión y la educación envuelven la historia desde el comienzo y marcan al protagonista en su viaje. Otro elemento a ser destacado es el hecho de que la intriga principal del film está resuelta desde el comienzo, pues es claro que Pi, quien relata la historia, sobrevivió al naufragio. Esta decisión del director cambia el foco de tensión y el espectador entiende que su relación con Richard Parker y su comportamiento en el océano importan más que saber si el tigre se lo comerá o si una fuerte tormenta terminará con su vida. La película sin embargo no arriesga tensión dramática en esta decisión, pues observar de qué manera Pi supera cada obstáculo que se le presenta, ser testigos de su incertidumbre, sus miedos, su dolor ya es una forma de dramatismo que Ang Lee supo explotar al máximo e ingeniosamente. Las historias de supervivencia corren el riesgo de resultar repetitivas, por eso aquí lo que merece ser rescatado es la construcción narrativa del film, porque allí reside gran parte de su fortaleza. Claro que filmar la grandilocuencia de la naturaleza es aquí inevitable y, principalmente, para hacer valer el uso del 3D. Pero a pesar de algunas decisiones claramente comerciales, lo que queda claro es que Ang Lee tiene una infinita confianza en su cine, sabe que su mirada será transmitida al espectador; cree en el poder mágico de la ficción y por eso esta historia es posible, porque nos sumerge en lo imposible con una clara y real convicción.