Es difícil no sentir melancolía luego de ver El manicomio. ¿Recuerdan cuando, poco tiempo atrás, un grupo de jóvenes viajaba con el alma despreocupada por la ruta? Y si sentís sed es porque te acordás del sol que encendía el asfalto, climatizaba la atmósfera y ponía a hervir las hormonas de los personajes. En algún momento, inesperado por ellos y esperado por nosotros, una rueda pinchaba o el motor anunciaba con respiración asmática la falta de combustible. Ante este percance, los cuerpos perfectos bajaban del auto y caminaban –vestidos de gala con sus remeras y pantalones ajustados al cuerpo, el aroma amenazante del sexo y el terror– en un desfile de estereotipos tallados por la falta de ingenio y empanados y fritos por el desierto redneck. Estas películas al menos generaban el deseo prehistórico por la sangre y el fuego; también jugaban, tal vez sin proponérselo a sí mismo, con la expectativa por encontrar una sorpresa valiosa escondida en el derrumbe de clichés. Vimos muchos films así, apenas competentes; pero en estos al menos la cámara estaba ubicada con criterio. En El manicomio el movimiento hiperactivo general apenas nos hace sentir dentro de la historia; es una Alemania fría, distante y anémica como todos se pueden imaginar, imposible de sujetar, imposible de vivir. El director Michael David Pate falla en su intento por llevarnos a otro lugar, por calibrar nuestro oído al miedo gritado en otro idioma, por creer que el terror no tiene que importar la materia prima de otros sistemas cinematográficos. Como en la reciente Gonjiam: Hospital maldito, un grupo de youtubers deciden pasar una noche en un edificio abandonado solo para aumentar la cantidad de seguidores en sus redes sociales. Ahí están ellos: los dos jóvenes que suben a su canal de YouTube todo tipo de bromas (lamento no graficar el momento con un ejemplo local), una chica que insiste en la importancia del interior de las personas desde su mundo de porcelana y otra, más delicada y por donde pasará una porción de las decisiones narrativas del film, dedicada a ayudar a la gente que la sigue a enfrentar sus miedos. Si se lee con atención y paciencia el párrafo anterior parecería que estos personajes son atractivos y hasta algo complejos. Y lo serían si no fuese que en este found footage demasiado apresurado apenas se distinguen unos de otros. Como los fantasmas que deambulan en los hospitales abandonados del mundos, estos youtubers no se mueven por la gracia de la independencia y el desparpajo que los caracteriza, llevan sus cuerpos cargados de ectoplasma de un pasillo a otro. Actualizada únicamente por la excusa que lleva a los protagonistas a meterse en problemas, en El manicomio los cuerpos no son más que eso, cuerpos invernales cubiertos de ropa pero huecos de seducción. Es algo más que una cuestión de piel.
PERDIDOS EN LA TRADUCCIÓN La faceta inesperada de Liam Neeson como héroe de acción empezó con una búsqueda y una venganza. En efecto, Taken llevó el título local de Búsqueda implacable, mientras que en España la llamaron Venganza. No importa en qué continente estemos: en ambos hay una traducción fantasmal y un resumen escueto de las motivaciones del personaje principal. Una década después, a los distribuidores nacionales no se les ocurrió mejor idea que homenajear el germen ibérico y traducir el nuevo film de Neeson, Cold Pursuit, como Venganza. ¿No es un plagio demasiado vago e inapetente para una carrera rejuvenecida por persecuciones y disparos? Misterios del marketing que a veces atentan contra el film mismo. Nels Coxman, ciudadano del año en el pueblo (y centro de ski) Kehoe barre la nieve para que la gente pueda atravesar la gran masa blanca que produce el invierno. Y aunque reciba un trofeo cristalino por su servicio a la comunidad, el premio que lo enorgullece se encuentra reducido con felicidad a este trabajo solitario y solidario. Como el guardián que custodia la paz desde las alturas, Nels vive alejado de la civilización, ahí arriba en las montañas, junto a Grace, su esposa y Kyle, su hijo. Alguien ya habrá advertido (en forma de tuit o de meme) los peligros de tener un padre como Liam Neeson. Venganza se hace cargo enseguida del chiste y del remate. A los quince minutos, el cadáver de Kyle descansa en la morgue. La secuencia en la que Nels y Grace deben reconocer el cuerpo del hijo es brillante. El director noruego Hans Petter Molland (haciéndose cargo de la remake de su propia película En orden de desaparición) coloca la cámara en un contrapicado, a la altura del viente de los personajes; entre ellos y el espectador, hay un espacio vacío. De pronto, un sonido irritante quiebra el silencio del ambiente. Impulsada por un forense que, cansado de la rutina mortífera del trabajo, aprieta sin demasiadas ganas el pedal oxidado, la camilla asciende lenta y penosamente desde el abismo de la pantalla. El chirrido metálico y los segundos burocráticos hacen que el tiempo de la escena sea elástico e insoportable; el absurdo es el aliado natural de la realidad. Quien haya visto Manchester junto al mar (otro drama terrible sobre la pérdida y la culpa), recordará un instante similar en una ambulancia que derrumba la estructura del melodrama. En ambas secuencias, el humor inesperado e incómodo corroe el esmalte del cliché. Luego de enterarse que la mafia mató a Kyle, Nels toma las armas que están al alcance para ejercer el desquite: una escopeta que solo fue usada con fines deportivos, los puños endurecidos por el hielo y su barredora fiel. Coxman es un barrendero, no un exagente de la CIA, y por eso los primeros avances son torpes y de alguna manera irresponsables. Hay algo de comedia en todo esto, en especial en el modus operandi usado por el protagonista para deshacerse de los cuerpos de sus víctimas con la ayuda del hábitat helado donde vive. Es un mérito que la película pueda modificar la figura que Neeson construyó en los últimos años como figura de acción para desplazarla hacia un lugar ligeramente paródico. Molland es un realizador inquieto, que utiliza artilugios llamativos para que el film nunca parezca agotado por sus ambiciones o por un guion (a cargo de un tal Frank Baldwin) que dispersa el atractivo de la trama principal ¿Hay algo más que venganza en Venganza? Como se mencionaba en el primer párrafo, las traducciones erróneas pueden ser un problema. Víctima injusta, la película no cumple todo lo que el título local promete. Sí, hay otras venganzas en la historia, pero no las que en realidad nos importan. La aparición de una mafia de indios (o nativos americanos) interrumpe la vendetta de Nels, y con ella, la escalada de diversión. Si a esto le sumamos una policía entusiasta pero ahogada por el apoyo bucólico de sus colegas (no es casual la aparición de John Doman, el Rawls de The Wire como un oficial descreído del deber) y la nieve que tiñe de blanco la pantalla, el film parece un homenaje demasiado estudiado de la serie Fargo. Neeson es tan noble que, cuando desaparece por culpa de las vueltas de tuerca de la historia, el film fluye con menos gracia. Los personajes secundarios son muy buenos acompañantes (cada uno tiene un momento para lucirse), pero cuando les toca ser el motor del relato ninguno tiene la energía necesaria para despertar nuestro interés. Antes de que la nieve ocupe el centro del relato, una cita de Oscar Wilde aparece en la pantalla negra: “algunas personas causan felicidad donde van; otras cuando se van”. ¿Es una declaración romántica a la figura de Liam Neeson o solo existe porque había que juntar como sea a dos irlandeses opuestos y geniales en un mismo lugar? Alguien dijo: “las palabras son importantes”. La cita de Wilde es claramente un mejor homenaje que titular a una película con un sustantivo genérico que ni siquiera tuvo la gracia de ser endulzado por un adjetivo. A todo esto, ¿cómo la llamaron en España? La respuesta no te sorprenderá: Venganza bajo cero.
LO IMPOSIBLE Para demostrar la sobriedad de sus intenciones, Beautiful Boy: siempre serás mi hijo deposita todo el esfuerzo en no ser una película monocromática sobre el denominado “flagelo de la droga”. Y si bien el tema es conocido y a veces fue transitado sin desperfectos en el camino, las señales advierten un peligro prehistórico: los clichés del género se encuentran maliciosamentesueltos en busca de un film con el alma débil. Basada en los libros Beautiful Boy: A Father’s Journey Through His Son’s Addiction, de David Sheff y Tweak: Growing Up on Methamphetamines, de Nic Sheff, esta historia real se centra en los intentos de un padre por ayudar a su hijo a superar la adicción a la metanfetamina. ¿Pero qué es Beautiful Boy? ¿Es un ensayo tímido sobre la erosión de los “instantes Kodak” que las familias construyen en conjunto o solo se trata de un film afectado por los estupefacientes más rancios del melodrama? En una de las mejores escenas, la luz vespertina del sol atraviesa las ventanas de un dormitorio. Es el lugar donde Nic (Timothée Chalamet, el joven de Llámame por tu nombre) comenzará una nueva rehabilitación: la fe, a pesar de ocultarse bajo una sonrisa que finge optimismo, es árida y desnutrida. Steve Carell interpreta a David, el padre, quien solo desea saber cómo, cuándo y por qué pasó todo esto. La respuesta lo sacude: ¿Qué hay detrás de un “no lo sé” descorazonador? Nic grita con las cuerdas vocales y con los ojos. Chalamet, una promesa repentina del cine estadounidense, aprovecha los momentos como el goleador que descifra, en su radar, que una pelota cercana es la oportunidad fértil para lucirse. Su trabajo se columpia entre el deber de la personificación y el plan para resucitar la angustia eléctrica del James Dean de Rebelde sin causa. Carell también está afectado por la ansiedad y el pesar, pero el registro es diferente: David es una represa en peligro de ceder. Más allá de algunos aciertos nobles, los tropiezos dolorosos en Beautiful Boy son de forma y contenido. Por un lado, el director Felix Van Groeningen elige contar esta historia desde el punto de vista de los adultos que no entienden (a pesar de sus esfuerzos) la situación de su hijo: optan por actuar como sea ante el fracaso de la comprensión. El problema aparece de a ratos, en especial en los momentos que diagnostican el dolor adolescente con alguna canción de Nirvana y un poema de Bukowski. Las melodías deformadas del grunge y los versos no aptos para corazones vulnerables no originaron el enigma de Nic: cuando las razones no alcanzan, el mundo no es suficiente y los motivos para vivir se ahogaron en la incertidumbre, ¿en qué se puede creer? ¿Y si esa creencia es esperar sin metas el último aliento de vida? Los intentos de Nic por superar la adicción y los sacrificios de sus padres por ayudarlo son numerosos. Por impericia narrativa o por temor a presentar un relato reiterativo, Van Groeningen insiste durante una hora y media con flashbacks y flashforwards menos ingeniosos que frustrantes. Esto, que en el peor de los casos podría generar únicamente tedio, se traslada a la empatía que sentimos por los personajes. Los viajes temporales entorpecen el ritmo general, sí, pero también se transforman en una avalancha que derrumba cualquier crescendo emocional. Por momentos, Beautiful Boy se desliga de estas ataduras y respira. David vive en una casa construida a base de vidrio y madera, con un jardín enorme donde sus otros dos hijos (fruto del matrimonio con su nueva esposa Karen) corren y juegan felices bajo el mismo sol que, un tiempo atrás, iluminaba la habitación de Nic con indiferencia. En una de sus recuperaciones, el joven visita a la familia y se divierte con los hermanos en una escena bellísima, colorida pero no explosiva, que parece sacada de un film de Malick sin esa prepotencia por trascender. Cuando los lugares comunes se hacen presentes, la película es didáctica y elemental al tratar de razonar algo que nunca comprenderá del todo. Sin embargo, entre las ruinas de los conflictos que acarrea el film hay una secuencia que resume lo que Beautiful Boy debería haber sido si no hubiese estimulado sus acertijos con analgésicos tan vencidos. David le dice a Nic (cuando aun es un niño) que si tomara todas las palabras del diccionario no le alcanzarían para explicar cuánto lo ama. El peso del legado de los padres y la devolución de los hijos. ¿Cómo aprenden estos personajes nuevamente todas las palabras del diccionario para pedir ayuda?
IMITACION DE LA VIDA Si no fuese visto como un acto de locura, María le copiaría el look al Tío Cosa. Al menos, afortunadamente para ella, su pelo le puede tapar las orejas y una parte del rostro. En los dibujos animados, su parecido es Violeta Parr, la adolescente de Los Increíbles; en la realidad, es más complicado. En su círculo íntimo solo tiene una amiga, o algo así: en realidad, esa tal Lily la necesita para realzar su brillo interior blanco y rubio. Allá, lejos de los deportes y de cualquier tipo de excusa social, María observa a Lily y a su novio Sean, el integrante que faltaba en la postal inoxidable del rey y la reina del baile de graduación. En ese momento, el deseo de pertenecer, de ocupar el lugar se intensifica detrás de sus ojos verdes. Si eso es apenas el material inflamable, la chispa que enciende el fuego interno es otra cena incómoda con sus padres (un cirujano frívolo y déspota y una ama de casa manipulada por su esposo): aunque María se levante de la mesa y corra enojada tras las críticas de siempre, podríamos deducir que no es la primera vez que pasa esto. Una noche, la joven nota que su reflejo no está interesado en imitarla mientras se masturba con el objetivo de descargar la represión acumulada del día. Al principio asustada, luego tentada, María quiere saber qué pasa. Airam entra en la película y en su vida. Airam (una pena este anagrama zonzo) tiene la personalidad que su contraparte precisa para afrontar los problemas cotidianos. Cada charla es una confesión nueva que las acerca. De a poco, su alma gemela malvada comienza a manipularla. En su influencia, combinación entre la dulzura de la compañía y la perversidad por los planes ocultos, Airam parece remarcar las mismas huellas caminadas por el primer Chucky y su relación con el pequeño Andy. El momento es inevitable: para cambiar lugares, el contrato requiere que las manos estén apoyadas en el vidrio y que un beso selle la transferencia. Al igual que un capitulo de La dimensión desconocida para otra nueva generación, No mires no pierde segundos en explicar quién es la chica del espejo (hay que concederle a su director Assaf Bernstein la decisión de no ceder a las moralejas tan comunes en esa serie); es la historia de un pacto fáustico entre las dos caras de una misma persona. En vez de sucumbir ante un relato demasiado estudioso sobre los conflictos adolescentes, la película divierte al beber de fuentes diversas. Sí, su costado más académico diserta citas sobre “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde” pero, en sus minutos más felices y absurdos, No mires es una mezcla irresistible entre El vengador anónimo y cualquier capítulo de Gossip girl. También hay espacio para sutilezas inesperadas. Cuando Airam le recuerda los hechos terribles que sufrieron en su infancia por culpa de Lily, María no admite con soltura esa porción del pasado. En apenas unas líneas, el film indica que el mejor truco del ser humano es olvidar aquellos momentos crueles pero que aun carcomen, imperceptibles, nuestro espíritu. No mires es delicada al vincular la represión sexual en los adolescentes y adultos con la casa gélida que habitan, una puesta en escena que insinúa menos un hogar que un quirófano: Bernstein pretende dialogar la lucha dual de Pacto de amor con la tristeza material de los melodramas de Douglas Sirk. El film no decide qué hacer con lo construido al promediar el acto final y eso es una lástima: se agolpan hechos a las apuradas, como si el director se acordase de pronto que hay que terminar ya –pero ya– su obra. Si se dejan de lado los homenajes más obvios a su hada madrina Carrie (la fiesta en esta película es tan genérica y gratuita que es más una nota al pie hundida por la trivialidad que una parte importante de la historia), No mires es divertida al centrarse en el ajuste de cuentas de Airam: desenmascarar secretos de su padre, ayudar a su madre a liberar el peso del silencio y demostrarle a Lily quién es la reina del patinaje sobre hielo. Alguien tiene que hacer este trabajo orgásmicamente sucio.
NACIONES UNIDAS Menos que una película sobre el romance improbable entre una curadora de museo atrapada en una relación oxidada y un músico en decadencia artística y personal, Amor de vinilo es la demostración del vínculo saludable de Inglaterra con Estados Unidos. Los cancilleres de esta comedia romántica son tres protagonistas que, en apariencia, conforman un triángulo amoroso. Sin embargo, el director Jesse Peretz y los guionistas Evgenia Peretz, Jim Taylor y Tamara Jenkins (realizadora de la reciente Vida privada) enderezan el rumbo del film antes de caer en las garras siempre afiladas del género. Basada en la novela de Nick Hornby, Amor de vinilo esquiva también los vicios de la comedia de enredos. Los sentimientos no necesitan esconderse detrás de un mueble o dentro de un placard: el amor se sella con una mirada desde el otro lado de una calle y el dolor se comparte bajo los encantos de un cover respetuoso. Empecemos por el principio. Annie (Rose Byrne) lleva una relación de quince años con Duncan (Chris O’Dowd), un profesor universitario que dicta clases de cultura americana. Viven en Sandcliff, un pueblo costero inglés, en donde Annie trabaja en el museo que heredó de su padre. Rápidamente el film retrata la vida de ambos desde la perspectiva de esta mujer: ella cuenta –con cierto grado de imploración en la voz, como un grito de auxilio sofocado por el pesar– cómo abandonó sus estudios en Londres para arriesgarse a vivir con alguien más interesado en darle otra vez play a los discos de su ídolo Tucker Crowe que en cruzar los límites interprovinciales de Inglaterra. En una de las primeras escenas, Annie saluda con afecto enmascarado a los vecinos. Sus aspiraciones son otras y sus ojos sin demasiado interés frente al resto de los ciudadanos de Sandcliff son la prueba suficiente para saber que el deseo está en otro lado. Duncan, mientras tanto, acomoda la realidad alrededor del trabajo y de la página web que engloba a un grupo reducido de fanáticos de Crowe (interpretado con soltura por Ethan Hawke). ¿Pero quién es Crowe y por qué tan pocos hablan de él? Se trata de otro rockero de los años 80 que, luego de lanzar un gran disco, desapareció sin anunciar un motivo. El misterio es uno solo pero las teorías sobre su desaparición abundan. Sin embargo, muy equivocadas están las conjeturas grandilocuentes sobre su paradero: vive en un garaje detrás de la casa de su ex pareja con quien tiene un hijo. Enojada con Duncan, Annie escribe una reseña maliciosamente negativa sobre un disco de Crowe desconocido hasta ese momento. A través de la magia de Internet, la curadora de museo y el rockero con desenlace salingeriano se ponen en contacto. En lo que parece una versión trasatlántica de Tienes un email, Amor de vinilo ocupa una buena parte de su duración en esa correspondencia. Al principio, los mails son concisos y tímidos, la complicidad cordial solo se hace presente cuando se refieren a la música jubilada del ex ídolo. Con el correr del tiempo, estos se harán más extensos y la cantidad de caracteres no se verá limitada. Desde distintos rincones del mundo, comenzarán a hablar de deseos menguados, momentos de felicidad insustanciales y miedos que el valor aun no pudo vencer. Y como debe ser, gracias a la fortuna del destino, ambos se encontrarán en territorio inglés. Hace algunos años se estrenó Directo al corazón, una película sobre un músico en decadencia interpretado por Al Pacino que buscaba, como Tucker, encausar su vida por torrentes más serenos. Era un film sincero, hecho con los engranajes más pequeños pero siempre útiles de la comedia y las piezas más duras del drama. Amor de vinilo, con sus protagonistas lastimados, errantes y que dudan entre qué es lo mejor para los otros y qué quieren realmente para sí mismos, pertenece a ese grupo de películas sobre músicos que deben luchar contra una realidad desnutrida, un terreno donde John Carney (Once, ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? y Sing street: reviviendo los 80s) es el apóstol de esta década. En pleno homenaje con este realizador, ¿es Amor de vinilo una película sobre las relaciones amorosas, sobre la difícil responsabilidad de ser padre o sobre el vínculo patológico entre fanáticos e ídolos? Con reverencia a las herramientas más honradas de la narración clásica, en su segunda mitad la película habrá movido las piezas de su lugar de origen. Uno de los méritos de Peretz es avanzar su obra con un montaje y un ritmo decididos, envidiable en su seguridad interior. Amor de vinilo funciona mucho mejor en las escenas que describen la intimidad –y todo lo que eso conlleva– entre dos personajes que en las secuencias prefabricadas donde se depositan padres, hijos y ex parejas a reclamarle atención a un guion que tiene el interés puesto en lo que sucede con tres almas perdidas en un pequeño pueblo costero de Inglaterra. Esto no quiere decir que los personajes secundarios (satélites con el objetivo riguroso de no desviarse del curso de sus órbitas) sean apéndices sin valor vital: la hermana lesbiana de Annie y sus novias cambiantes, el hijo menor de Crowe y el intendente de Sandcliff exprimen el jugo del estereotipo en los momentos indicados. El placer de esta película se encuentra en la amabilidad de los rostros, en la solidaridad en tiempos donde el silencio y el desencuentro le ganan a la armonía de una canción noble. No hay héroes ni villanos en Amor de vinilo, y si esto parece lógico de decir es porque el material podría brindar múltiples alternativas para que los personajes sean caracterizados bajo las metafóricas pieles maniqueas que representan los lobos y los corderos. Peretz y sus guionistas arman un ejercito de protagonistas con sus méritos y sus fallas, en donde la música (y el arte en general) no es otra cosa que el refugio muy cómodo que mucha gente usa para no enfrentar las responsabilidades de una vida diariamente avinagrada. Se sabe que estadounidenses e ingleses pueden ser muy distintos entre sí y la decisión deliciosa de esta película se halla en no anular esta oposición, pero sí en conocer el momento de abandonar a tiempo un chiste que se podría estirar demasiado. La prolijidad británica debe chocar con la decadencia cool americana en medidas justas: ella envía sus mails enviciada por el vapor de un té earl grey mientras él responde desde la comodidad de un sillón sufrido por el paso y el peso del tiempo y los cuerpos que yacieron en él. En una de las mejores secuencias de Amor de vinilo, Crowe oficia de diplomático: se sienta frente a un teclado y canta una canción de The Kinks frente a un pequeño auditorio; aunque en realidad, detrás de las estrofas y las notas musicales, se trata nada más ni nada menos que un regalo que cruzó todo el océano para llegar a los oídos de Annie (y de Duncan, claro).
Publicada en la edición #284.
Esperando el futuro. Una película de transición. Así se lo puede catalogar a este film menos interesado por el presente que por un futuro próximo cargado de épica. Las sagas de Harry Potter y Crepúsculo también fraccionaron su última entrega en dos partes, pero Los Juegos del Hambre parece haber llegado demasiado tarde a esta competencia de estiramiento. Con una calma inusual en este tipo de obras, Sinsajo - Parte 1 se centra en las semanas previas a la revolución organizada por Katniss y el Distrito 13, liderado por la Presidenta Alma Coin (Julianne Moore). En realidad, el objetivo de este nuevo personaje es crear no tanto un soldado como sí un símbolo de lucha, una representante de la esperanza refugiada bajo una fortaleza de hormigón; para la joven, su deseo principal es buscar y encontrar a Peeta, secuestrado por el tirano Presidente Snow. Esta es la superficie y también toda la profundidad que alcanza el film. Apenas hay un intento suave por capturar la ironía en la elaboración de un héroe. En la mejor secuencia (y la más simpática hasta que el director Francis Lawrence nos recuerda que acá no debe haber espacio para la comedia), Katniss es forzada a actuar en una propaganda a favor de la revolución pero sus movimientos son dubitativos y su voz se vuelve irregular ante el artificio. Si de algo se complace esta saga es brindar temas “adultos” al público adolescente que colma los cines de todo el mundo. Sin embargo, no hay mayores elementos de novedad en esta temática que Sinsajo - Parte 1 repite con el mismo espíritu transgresor y comprometido, pero con el amateurismo de siempre. Esta película carece de oxígeno. Esto se debe, principalmente, a que los personajes pasan más tiempo enfrascados en un bunker sombrío que en el exterior. En alguna que otra escena, Katniss recorre dos distritos arrasados por las fuerzas de Snow, pero en el resultado final, el film no puede ni siquiera agujerear las paredes que lo encierran. El hermetismo deviene en cansancio visual: el director de fotografía, Jo Williems, trabaja con dos o tres colores apagados para los momentos dentro del cuartel y con un gris aguado en las pocas secuencias que ocurren afuera. Y cuando los protagonistas logran respirar aire fresco, el mundo que los rodea se nota artificial: los travellings aéreos y los planos generales generan menos asombro que un rechazo incómodo, y los efectos especiales son difusos, como si estuviesen aplastados con una capa de pulido mate. No hay atención al detalle en Sinsajo - Parte 1, solo una planificación general. Los diálogos se repiten en su esterilidad, las acciones se acumulan en su apatía y los personajes deambulan por ahí esperando la oportunidad para entrar en guerra con sus enemigos. El realizador y los productores están más concentrados en economizan la energía y el brillo para lo que vendrá más adelante mientras abandonan en la pantalla un film anémico, prescindible. Incluso actores como Julianne Moore, Woody Harrelson y Phillip Seymour Hoffmann (la película está dedicada a él) aparecen y desaparecen de las escenas sin dejar un brillo de recuerdo detrás suyo; los únicos instantes de luminosidad brotan cuando disfrazan de personalidad las líneas de diálogo inofensivas que tienen que decir. La actividad sísmica de las entregas anteriores es reemplazada acá por unos molestos tics nerviosos. Todo está claro desde el principio: para derrotar al poder, hay que salir y enfrentarlo. Katniss quiere -y seguramente podrá- vencer a los malos pero primero tenés que sentarte y esperar a que llegue el momento.
Movimientos bajo tierra. Como en El Exorcista, Así en la Tierra, como en el Infierno se inicia en el oriente y concluye en el occidente. En un muy buen comienzo, Scarlett, una arqueóloga inquieta y temeraria, se introduce en unas cuevas iraníes a punto de ser dinamitadas. El objetivo de su visita subterránea es, como siempre, académico: en pocas palabras se trata de registrar con su cámara algunas escrituras valiosas por última vez. Sin embargo, además de lo que esperaba hallar, la joven queda sorprendida ante una gigantesca figura que contiene tallada en su superficie las pistas para descubrir el paradero de, ni más ni menos, la piedra filosofal (aquella que transforma cualquier metal en oro y que otorga la vida eterna). Salvada del derrumbe y una vez en París, Scarlett recluta un pequeño equipo para descender por las profundidades de la ciudad y así encontrar este mito en forma de roca color bordó. Y si bien las aventuras comienzan recién después de la primera media hora, Así en la Tierra, como en el Infierno no imita los tropiezos de muchos otros found footage. A veces los treinta minutos iniciales (o un poco más) de este subgénero son tan pesados como un trámite en el centro cuando deberían ser una atractiva carta de presentación de los personajes. John Erick Dowdle, el director (y guionista junto con su hermano Drew Dowdle) hace bien en girar el film alrededor de su joven protagonista: es ella la que se anima primero, la que pelea por el resto, la que no hace caso a las leyendas subterráneas. Básicamente es una chica que te puede convencer de meterte en una cueva que no registró vida (al menos no humana) en quinientos años de oscuridad. Ante este entusiasmo magnético, es difícil no ver al resto como acompañantes de manual que solo ayudan a iluminar mejor las escenas con sus linternas. Al comienzo de las aventuras en el subsuelo, nada se escapa de la zona de seguridad: los protagonistas enseguida se pierden y lo arbitrario acecha en cada intento por inyectar algo de dramatismo. El film se beneficia cuando se arriesga en apartarse de lo que podríamos esperar de una historia encabezada por un grupo de jóvenes encerrados en una red de fosos desolados: por ejemplo, cuando Scarlett y la banda de exploradores escuchan el sonido de un teléfono de línea en uno de los tantos rincones de las catacumbas o en su encuentro con un piano cubierto de mugre pero apoyado de manera perfecta contra una de las paredes del laberinto. Sin embargo, al mismo tiempo, el problema principal de la película surge cuando Dowdle se embriaga de entusiasmo y apuesta en una escala mayor pero ciega. Ahí aparecen las líneas de diálogo explicativas en los momentos más desafortunados y algunas acciones absurdas que entorpecen el terror claustrofóbico. Es una lástima que el realizador desperdicie algunas figuras que son realmente aterradoras, como un ente con rostro pálido y deformado que se esconde bajo una capucha o un grupo de mujeres que parecen sacadas de The Wicker Man encargadas de hostigar al camarógrafo. Así y todo, esta remake invertida de Rec sobrevive a la torpeza que ataca a cada rato gracias al movimiento continuo de los personajes en busca de las luces de una París apagada y mostrada sin interés turístico. La irónica clave en Así en la Tierra, como en el Infierno se encuentra en una orden que Scarlett repite como si fuese una plegaria hacia un cielo que se encuentra cada vez más lejano: “hay que seguir bajando”.
La chica en el asiento de atrás. En una de las tantas secuencias placenteras de este film, un taxista temeroso por su vida observa por el espejo retrovisor a Lucy. Ella acaba de subirse a su auto, con una bata de hospital y el rostro salpicado con sangre. Hay demasiado miedo y respeto en su mirada, irregular y entrecortada ante cualquier respuesta visual de la protagonista. Sin embargo, ¿de qué otra manera se puede observar a una chica joven, sensual y con un arma que parece fabricada únicamente para ser acariciada por sus manos? La alocada trama de Lucy es conocida desde el momento en el que los críticos de todo el mundo se codearon con complicidad entre sí y escribieron entusiasmados sobre ella. Por si no sabés de qué se trata, más o menos la historia es así: una joven es usada de mula para transportar una poderosa e innovadora droga desde Taiwán. Antes de subirse al avión, Lucy es golpeada, lo que produce que el contenido se desparrame dentro de su cuerpo. En pocas palabras, estos pequeños cristales violetas le permiten usar la mayor capacidad de su cerebro, lo que le proporciona, entre otras cosas, controlar su propio organismo y el del resto de las personas. Si esto te parece demente y sin demasiada seriedad, tenés razón. El estilo de Besson es de todo menos magro: hay ralentís, colores, montajes pseudo intelectuales (en particular uno con animales, como lo hace Szifrón en Relatos Salvajes) y efectos especiales puestos más al servicio del entretenimiento que al de la historia. Sin embargo, en medio de este frenesí, Besson a veces encuentra la forma de detener la avalancha que el mismo ha generado para centrarse en algunos detalles. Si toda la película se centra alrededor de Johansson, ella lo sabe perfectamente: su belleza puede cambiar de ruda a delicada con la facilidad con la que uno enciende la luz del baño. En la primera escena, la vemos con el look de una adolescente aniñada pero consiente de sus pecados, rebelde pero ansiosa por recibir su castigo. Su manera de pararse frente al chanta de su pareja es de una joven que ha sido criada en una cuna de oro y que su lugar en el mundo no es tanto Taiwán como sí un shopping de Miami. La ropa es su mayor evidencia: un tapado de piel encima de un vestido blanco -que a su vez simula, tímidamente, la corteza de una cebra- manchado con un rojo en la parte superior de su pecho. Cuando Lucy esté más cerca de ser un prodigio de los estupefacientes que una fanática de los frappuccinos, solo usará una remera blanca y unos pantalones aptos para cualquier movimiento brusco. Por otra parte, ¿qué otra cosa necesita vestir una mujer con ganas de vengarse? Los momentos más divertidos de Lucy son aquellos en los que se muestra la capacidad cerebral que alcanza la protagonista con el correr de las horas. Parte de un mundano 10% (el que usamos todos, según la convincente voz de Morgan Freeman) para llegar a otros niveles. Ante cada incremento, la película se contorsiona de euforia, como si Besson le inyectase a su propia obra una dosis de la droga alojada en el cuerpo de Lucy. En este sentido, todo es menos un crecimiento de la capacidad de su protagonista que la cuenta regresiva al desquicio absoluto. El gran mérito del director acá es borrar los hilos de lo que sería el típico entretenimiento que no debe ser tomado demasiado en serio. En este sentido, Lucy se eleva por sobre otros films que se construyeron en el suelo del disparate (la buena-pero-tampoco-tanto Terror a Bordo, por ejemplo). Recordando la película, creo que en Lucy (¿la respuesta femenina al universo de Nick Ray?) hay poca acción pero no por ello la experiencia es menos disfrutable. Es un film que de alguna manera se encarga de que le prestemos atención a lo que sucede en la pantalla porque eso será único e irrepetible. ¿Cuántas veces vas a ver a Scarlett Johansson tan bella y universal? Besson te obliga a que, en vez de usar el espejo retrovisor, veas a Lucy de frente y con los ojos bien abiertos.
Estado de confusión. Las intenciones de Oculus con el espectador no son tan ambiciosas en lo cinematográfico como sí en lo sensorial. Su objetivo no es ser nuestra próxima película de terror favorita sino transformarse en nuestra droga predilecta; esa misma que altera los sentidos, que abre las puertas a pensamientos desconcertantes, que cuestiona la realidad y que contrasta dudas inquietantes sobre verdades totalitarias. A diferencia de algunos casos perdidos, Oculus evita que su estrella sobrenatural (un espejo antiguo y misterioso) le reste poder a los humanos. En muchas ocasiones, el objeto fantástico está primordialmente iluminado mientras el resto (historia, personajes, puesta en escena) lo observa impotente desde las sombras del olvido. Este es un film que nos roza con una agradable calidez a pesar de encontrarse dentro de ese frigorífico llamado cine de terror. Es obvio el cariño que Mike Flanagan tiene por los protagonistas, gente de trazos no muy complejos pero privilegiados por la honestidad de su creador. La cámara no es cómplice de los sustos; toma de la mano a los personajes y los acompaña a través de pasillos eternos, escaleras empinadas y habitaciones asfixiantes. ¿Qué hace tan especial a Oculus? Se podría decir, para empezar, que es una obra más interesada en el quiebre cotidiano que en los espejos que conectan nuestro mundo con el más allá. Kaylie pretende demostrarle a su hermano (que acaba de salir de un hospital psiquiátrico) que su padre no ha matado a su mujer por voluntad propia sino por una fuerza sobrenatural que se oculta detrás de un espejo. La película es elástica en los cambios temporales: viaja del presente al pasado y viceversa, construyendo puentes incluso en una misma escena. Los recuerdos son gaseosos y desconcertantes. En Oculus, la descomposición familiar comienza por lo físico, con uñas que se abren, bocas que expulsan litros de sangre, rostros que se deforman y demás atrocidades. Los personajes pagan con su cuerpo deudas que a veces no les corresponden. Pero, ¿no toda película de terror se trata de lo mismo? Sí, pero en Oculus el ardor de las heridas persiste en el tiempo y la sangre pesa demasiado. Es únicamente equiparable al dolor que sienten los niños cuando sus padres discuten a los gritos. Oculus prefiere no preguntar qué es verdad y qué es fantasía, directamente las cruza. Si un espectro termina siendo una persona entonces una manzana puede ser una lamparita de luz a punto de ser mordida. Todo se trata de la desconfianza, hasta el punto de hacernos dudar de la propia película, que gira y gira en vueltas de tuerca mínimas pero interminables. En una muy buena secuencia, Kaylie (la pelirroja Karen Gillan) arma un laboratorio con cámaras, sensores, y otros aparatos para demostrarle a su hermano que su teoría es cierta. Es una puesta del placer empírico, como los experimentos químicos que los niños hacen en su hora favorita de clases: es entusiasmo adulto, es diversión infantil. El film, como la protagonista, también quiere demostrar algo: los clichés que conocemos de memoria están ahí (los fantasmas, los objetos misteriosos, la ruptura entre padres e hijos, la tecnología en oposición a lo sobrenatural), pero lo que antes era familiar ahora tiene el aterrador rostro de lo desconocido.