Perdidas en la traducción El gran director coreano, a quien el Bafici acaba de dedicarle una retrospectiva, convoca a la famosa actriz francesa para una luminosa comedia de enredos que juega con las diferencias culturales y los caprichos de la naturaleza humana. Aunque En otro país es la primera de sus catorce películas que se estrena comercialmente en Argentina, no puede decirse que el gran director coreano Hong Sang-soo sea precisamente un desconocido para el público local. Y mucho menos después de la retrospectiva completa y el libro que le dedicó el Bafici en su última edición, el mes pasado. Lejos de los espectaculares melodramas o policiales (o la extraordinaria mezcla de ambos) que suelen practicar con maestría la mayoría de sus coterráneos, Hong en cambio ha ido construyendo un cuerpo de obra muy diferente y singular, absolutamente intransferible, hecho de pequeñas películas de bajo presupuesto que se asemejan unas a otras como, a su manera, se parecían entre sí los “Cuentos morales” o las “Comedias y proverbios” de Eric Rohmer. De hecho, la nouvelle vague en general y Rohmer en particular –su estética, pero también su economía– son una influencia evidente en el cine de Hong. Tanto que ya filmó una película en París (Noche y día, 2008) y ahora llega esta luminosa comedia de enredos filmada en Corea, pero protagonizada por uno de los mayores iconos del cine francés, Isabelle Huppert. En un registro que no le es habitual (siempre tan grave, ella) y en el que aquí se luce con una rara gracia, Huppert se suma sin problemas al nuevo film de Hong, que es como muchos de sus anteriores: un tema y sus variaciones, desarrolladas casi al infinito, como si se tratara de las Variaciones Goldberg, de Bach, pero con las herramientas de las que dispone el cine contemporáneo. De hecho, Huppert no compone uno, sino tres personajes, aunque todos se llamen Anne y en todos sea, por supuesto, una extranjera completamente perdida en una pequeña ciudad coreana de provincia, envuelta en una serie predeterminada de equívocos y malentendidos. Estos son producto no sólo del desconocimiento del idioma y las obvias diferencias culturales, sino también de la naturaleza humana: la curiosidad, el deseo, la inestabilidad emocional. Ahora bien, como suele suceder en el cine de Hong, no todo lo que se ve es real, aunque lo parezca. A la manera de un juego de cajas chinas, las tres Anne del film y sus correspondientes capítulos corresponden a unos borradores de guión que una muchacha coreana, luego de una discusión familiar, escribe “para calmar los nervios”. De ahí que cada uno de esos tres cuentos que finalmente se materializan en la pantalla tengan un aire tan artificial como provisorio, como si fueran bosquejos que tienen su gracia en tanto se los acepte como tales. La primera Anne es una directora de cine (recuerda a Claire Denis, una amiga personal de Hong) que llega a esa pequeña localidad costera para asistir a un festival de cine. Y allí se encuentra con un colega coreano con el que alguna vez flirteó en la Berlinale, pero que ahora está acompañado de su esposa, embarazada... y sumamente celosa. Saltarán algunas chispas entre ellos, pero no más que eso. La segunda Anne parece el otro lado del espejo de la primera: es una esposa adúltera que espera en ese mismo hotel de provincia la llegada de su amante, un famoso cineasta coreano, que teme ser reconocido in fraganti a raíz de su autoproclamada popularidad. Y la tercera Anne es una esposa despechada, que acaba de ser abandonada por su marido y se recluye (como las anteriores) en ese mismo pueblo costero, en esta caso acompañada de una amiga coreana que le presenta a un monje budista, a quien le plantea las preguntas más inverosímiles. En los tres episodios, Anne se va cruzando de una u otra manera con los mismos personajes, entre ellos el peculiar guardavidas de la playa de Mahong, una suerte de Buster Keaton coreano, tan bien dispuesto a conversar con la extranjera como destinado a no entenderse en absoluto con ella. Y en los tres relatos Anne recorre los mismos paisajes, entre ellos una encrucijada de caminos que viene a ser un poco como el nudo conceptual del film, el lugar donde la protagonista debe elegir qué rumbo tomar, como si Hong Sang-soo hubiera dejado al libre albedrío de su personaje la dirección de la película toda.
Con la música a otra parte Una vieja mansión victoriana, convertida en lujosa residencia geriátrica, es el escenario donde se reúnen viejas glorias del mundo de la música y del varieté londinenses para dirimir sus celos, amores y vanidades. Maggie Smith encabeza un elenco de lujo. “Envejecer no es para cobardes”, dijo alguna vez Bette Davis, con una sabia mueca de desdén detrás del humo de su perenne cigarrillo. Y aquella famosa frase, ciertamente sin el mismo filo, reaparece ahora en labios de uno de los personajes de Rigoletto en apuros, una comedia tan amable como sensiblera, que marca el debut como director de Dustin Hoffman, después de haber estado 45 años frente a las cámaras. Nuevo aporte a un subgénero –el de las comedias geriátricas– que parece está rindiendo bien en la boletería y que tuvo entre sus últimos exponentes a El exótico Hotel Marigold y la francesa ¿Y si vivimos todos juntos?, este Rigoletto en apuros apela un poco a la misma fórmula de sus predecesoras: la de reunir a un nutrido grupo de veteranos –con todos sus caprichos, manías y achaques– para ofrecer eso que a comienzos del siglo pasado se denominaba “una lección de vida”. El guión, del experimentado dramaturgo británico Ronald Harwood (autor de El vestidor y de los libretos de Oliver Twist y El pianista, para Roman Polanski), está basado en su propia obra teatral y no hace nada por esconder ese origen. A una mansión victoriana, convertida en lujosa residencia geriátrica para músicos y cantantes retirados, llega una legendaria “prima donna” del mundo de la ópera (Maggie Smith, que también se hospedaba en el Hotel Marigold), provocando una serie de desarreglos en esa casa en la que parecía reinar cierta armonía. Sucede que, fiel a su estilo, esta vieja diva decide recluirse en su cuarto y no compartir con el resto de sus compañeros ni las comidas ni las actividades recreativas. Pero lo que sus antiguos compañeros de escenario interpretan como una última manifestación de superioridad y orgullo esconde sin embargo otros motivos. Por un lado, la señora sufre de una depresión galopante, en la medida en que nunca llegó a aceptar las limitaciones que le impuso su edad, no sólo a su voz sino también a su cuerpo. Y por otro, arrastra un terrible mal de amores: su ex marido (el gran Tom Courtenay, que protagonizaba El vestidor, basada en otra pieza de Harwood) también está hospedado allí. Y ella tiene con él una deuda asociada con viejas pasiones y traiciones, que ahora finalmente parece decidida a saldar. Entre celos, vanidades y problemas de memoria y de próstata, Rigoletto en apuros se irá acercando a su clima, que culminará, previsiblemente, con una función en la que cada uno dará lo mejor de sí, como en los buenos viejos tiempos. El elenco –que incluye no sólo a otros grandes actores británicos, como Michael Gambon, sino también a auténticas leyendas del mundo de la música y el varieté londinenses– es obviamente lo más disfrutable de la película de Hoffman, que describe ese mundo con menos humor que condescendencia.
Amor y melancolía Rodado en esa textura del recuerdo que aporta la vieja película en 35mm, el corazón de Tabú es una emotiva evocación, que casi prescinde de diálogos pero no de bellas imágenes y palabras. Como en Aquel querido mes de agosto, su film inmediatamente anterior, estrenado en la Argentina después de haber ganado el premio a la mejor película en el Bafici 2009, lo primero que impresiona de Tabú es su libertad. El nuevo film del gran director portugués Miguel Gomes está filmado íntegramente en blanco y negro, casi no tiene diálogos y su título remite de manera inequívoca al célebre clásico de 1931 del alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Pero nada más lejos de la intención del director portugués que un mero homenaje o una reconstrucción del estilo del cine mudo. En todo caso, en un film esencialmente fantasmático como es este nuevo Tabú, el espíritu del film de Murnau –su espectro, se diría– está aquí de forma muy poderosa. El tema, claro, es el mismo: el amor prohibido, exaltado por una naturaleza exuberante, pero condenado por el destino. Sin embargo, el orden y el contexto son completamente otros, nuevos, distintos. Después de un prólogo extraño y misterioso, rodado en Africa, que funciona a la manera de la obertura en una ópera, insinuando las líneas que luego desarrollará la película, la primera parte del Tabú de Gomes –también hay otro Tabú brasileño, como se descubrió en la retrospectiva que el Bafici le acaba de consagrar a Julio Bressane– comienza en Lisboa hoy en día. En esa ciudad triste como sus fados, la cincuentona Pilar (Teresa Madruga, una de las actrices más reconocidas del cine portugués, recordada como la compañera de Bruno Ganz en Dans la ville blanche, de Alain Tanner) vive sola y dedica su tiempo a ayudar a los demás, particularmente a una vecina octogenaria, Aurora (¿Sunrise? ¿Otra alusión a Murnau?). A veces, Pilar tiene que ir a rescatar a Aurora al Casino de Estoril, cuando ésta se queda sin plata o sin su medicación. Este primer segmento se titula “Paraíso perdido”, porque en su grisor remite al tramo principal del film, un “Paraíso” que surgirá de recuerdos que ni siquiera son de Aurora, sino del hombre al que esa anciana alguna vez amó y que será el encargado de narrar esa pasión maldita. Rodado en esa textura del recuerdo que aporta la vieja película en 35mm (hoy en vías de extinción), el corazón del film es una larga, emotiva evocación, que prescinde de diálogos pero no de palabras. Hay tanta belleza y melancolía en la voz en off de ese hombre como en las imágenes de Gomes y su fotógrafo Rui Poças, que registran la vida alegre y despreocupada de un grupo de lisboetas de la alta sociedad al pie de un imaginario monte Tabú, en plena decadencia del colonialismo portugués en Africa. Que ese amor sincero pero condenado entre Aurora –una mujer por entonces no sólo casada sino también embarazada– y un seductor y bon vivant moldeado a imagen y semejanza de Errol Flynn esté narrado con verdad y esplendor no le impide a Gomes la posibilidad de matizar la tragedia con delicadas ráfagas de humor, que refieren a un mundo pretérito. Es que Tabú es una película sobre todo lo que se extingue: una anciana que muere, una sociedad en declinación y una época que sólo existe en la memoria de aquellos que la vivieron. Y es por eso que la película de Miguel Gomes se conecta, de manera subliminal, con un cine extinto, como es el gran cine clásico. Nada más vivo, sin embargo, que su bella Tabú. Y la necesaria comparación con El artista –la sobrevalorada película francesa de Michel Hazanavicious, ganadora del Oscar 2012– no hace sino confirmarlo, porque la relación de ambas con el cine mudo no podría ser más antagónica. Mientras El artista exhuma la retórica del cine silente como si el sonoro nunca hubiera existido, en un gesto tan mimético como reaccionario, Tabú por el contrario asume esa distancia, se hace cargo de esos 85 años que han transcurrido desde la aparición del sonido y que modificaron de raíz la manera de hacer y concebir el cine. En Tabú no hay homenaje alguno, no es un monumento muerto o cristalizado en el tiempo. En todo caso, a la manera del espíritu lusitano, el film de Gomes destila saudade, hay un dolor por la pérdida, por lo que ha sido y ya no es ni podrá ser. No parece casual que su film invierta el orden de los capítulos de la obra maestra de Murnau: el Tabú de Gomes deja en claro que hoy un paraíso no se puede pensar sino desde su pérdida. Y en ese recorrido inverso, como si pulsara el botón rewind de la memoria colectiva, no deja de provocar la reflexión sobre el colonialismo, sobre la construcción y decadencia del imaginario occidental.
El discreto encanto de la burguesía Director de teatro, actor y autor de tres cortometrajes, Louis-Do de Lencquesaing parece haber utilizado no sólo su abundante experiencia artística para su primer largometraje como realizador. Atravesado por un sentido de lo romántico y de lo novelesco heredado de Mia Hansen-Love, Olivier Assayas e incluso de Arnaud Desplechin, cineastas todos de primer nivel con quienes trabajó como actor, Tu amor, mi perdición intenta hacer un cine un poco en esa huella, pero más leve, más superficial, como si este francés de apellido versallesco finalmente no pudiera sino poner el acento en su propia imagen como galán romántico y melancólico. Paul (Louis-Do de Lencquesaing) es un escritor como se tiene la impresión de haber visto tantos en el cine francés: talentoso, algo desencantado de la vida y del arte y separado sin apuro, siempre listo como predador sexual. Vive con su hija adolescente (Alice de Lencquesaing, obviamente la hija del director), con quien mantiene una excelente relación. Y no deja de sentir la sombra, el peso de su madre (Marthe Keller), tan invasiva como dispersa, pero justamente preocupada por la salud del padre de Paul, cada vez más deteriorada. Una visita a la gran casona familiar, donde Paul pasó su infancia, da cuenta de su origen: cuna de oro, formación clásica, herencia en puerta. En la descripción de esa familia se percibe la influencia del cine de Desplechin, retrato de la gran burguesía francesa a la que Reyes y reina y El primer día del resto de nuestras vidas miraban con cierto vitriolo (nunca demasiado ácido) y que aquí directamente ha perdido sus cualidades corrosivas. Es que la ópera prima de Louis-Do de Lencquesaing pasa por otro lado: se trata de una historia de amor, la que Paul encuentra en la bella Ada (la italiana Valentina Cervi), una empleada de la editorial en la que él publica sus novelas y a quien no tarda en llevarse a la cama. Habrá más que una noche juntos para ambos, que ven cómo sus vidas, hasta ese momento rutinarias, se ven sacudidas con sentimientos que creían tener adormecidos. Allí empiezan para ambos también ciertas complicaciones familiares (la hija de Paul es la niñera de la hija de Ada), que van dándole a Tu amor, mi perdición cierto aire de comedia, que si no fuera por su carácter quintaesencialmente francés, se diría influida por una neurosis urbana a la manera de Woody Allen. Prolija y profesional en todos sus rubros, la película de Louis-Do de Lencquesaing es un poco como los personajes que retrata: amable, burguesa, complaciente, insustancial. Sólo la gran Marthe Keller es capaz de darle algo de verdadera energía al film con su composición de esa mujer que se sabe viuda antes de serlo y que se toma la vida y la muerte como si fuera una copa de champán.
Se olvidaron de mencionar al autor Desde Blade Runner, el cine de Hollywood de ciencia ficción no ha hecho más que adaptar, oficial u oficiosamente, a Philip K. Dick. O de saquearlo sin siquiera una mención en los créditos, como es el caso de esta aventura futurista y ultradigitalizada. Dado que el género es tan proclive a las especulaciones y los interrogantes, bien vale la pregunta: ¿qué sería del cine de Hollywood de ciencia-ficción si no hubiera existido Philip K. Dick? Quizás un paisaje tan yermo y desolado como el de la Luna, una suerte de inmenso horror vacui, considerando la influencia abrumadora que el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? ejerció sobre todo el cine de ficción-científica posterior a Blader Runner (1984), estrenada paradójicamente unos meses después de la muerte de Dick. Allí se impuso la noción de “replicantes”, esos androides que duplicaban a los seres humanos y aspiraban a sentimientos y recuerdos como los de cualquier hombre o mujer. Y desde entonces Hollywood, en sus más diversas variantes, desde las adaptaciones oficiales (El vengador del futuro, Minority Report, A Scanner Darkly) hasta las versiones oficiosas (The Truman Show, Abre los ojos), pasando por las que se inspiran en su universo ficcional (eXisTenZ, Inteligencia artificial), no ha hecho sino “replicar” a Dick, abrevar en él. O, lisa y llanamente, saquearlo sin siquiera una mención en los créditos. Este último es el caso de Oblivion: el tiempo del olvido, protagonizada por nuestro reciente, fugaz visitante, Tom Cruise. Según los títulos de la película, la fuente de Oblivion sería el comic-book homónimo del propio director, Joseph Kosinki. Pero el concepto remite a Blade Runner y Total Recall, desde un futuro distópico hasta un personaje que –obsesionado por unos recuerdos que no sabe de dónde provienen– se pregunta por su identidad y la de los que tiene a su lado. ¿Qué es lo humano? ¿Qué es lo real? ¿Dónde está el mundo y cuál es su simulacro? fueron siempre preguntas centrales en la obra de Philip K. Dick, que ahora Oblivion vampiriza una vez más, como para darle una pátina de importancia y reflexión filosófica a una película concebida básicamente como vehículo de lucimiento para Cruise en plan de héroe interestelar. Si en El vengador del futuro, el holandés Paul Verhoeven partía de una estética trash (empezando por su protagonista, Arnold Schwarzenegger) y de un formato de film de acción para ir “contrabandeando”, como le gusta decir a Martin Scorsese, los inquietantes interrogantes de Dick, en Oblivion el neoyorquino Kosinski sigue el camino inverso: de entrada, imbuye a su película de un aire de significación y trascendencia para ir, poco a poco, mostrando la hilacha y revelar finalmente que le importan más los gadgets, las naves espaciales y las explosiones digitales que la pregunta por la cosa. Desde su primer sueño –en obvio blanco y negro– se entiende que Jack Harper (Cruise), ese eficaz mecánico del futuro encargado de reparar unas naves robots que custodian lo que ha quedado del planeta Tierra después de una guerra nuclear contra un enemigo exterior, tiene una historia detrás de sí que no es la que le han hecho creer. Y que su impoluta compañera actual (Andrea Riseborough), esa con quien despierta mecánicamente cada mañana y que lo auxilia en su tarea, quizá no sea quien se supone que es. Y que el amor de Jack está en otra parte, en esos sueños en los que aparece recurrentemente una cara bonita (Olga Kurylenko). Allí abajo, en esa querida Tierra que Jack se resiste a abandonar, a pesar de las órdenes que le llegan desde una suerte de Big Brother estacionado en la estratosfera, los “carroñeros”, en apariencia sus enemigos, serán los encargados de mostrarle que hay otro mundo posible, distinto y mejor que el que él cree conocer. Como ya lo había manifestado en Tron: Legacy (2010), su primer largometraje, continuación del famoso film maldito de la Disney Co., el director Kosinski tiene predilección por las superficies cristalinas, pulidas y brillantes, como si estuviera filmando un publicitario de algún producto de limpieza. Y si no desentona en los momentos de acción, tan eficaces e impersonales como los de cualquier otra producción actual de Hollywood, se vuelve fatalmente cursi en las escenas románticas, que no son pocas.
Unas pastillas algo difíciles de tragar En lo que significa su despedida de la pantalla grande, el realizador estadounidense arranca con buen pulso, pero va perdiéndolo con la aparición de subtramas y personajes que diluyen la trama... y hasta pueden valerle acusaciones de misoginia. Hace tiempo –por lo menos desde su díptico sobre el Che Guevara, cinco años atrás– que Steven Soderbergh viene amenazando con su retiro del cine. Pero parece que ahora la cosa va en serio. Según dice, es cada vez más difícil en Hollywood conseguir financiación para llevar a cabo un proyecto. Y si lo dice él, que ha dirigido casi treinta películas en veinte años de trabajo, entre ellas algunas particularmente exitosas en boletería como Erin Brockovich (2000) o la saga de La gran estafa (2001-2007), adornadas con estrellas de la magnitud de Julia Roberts y su amigo (y muchas veces coproductor) George Clooney, algo de cierto debe haber. Antes de dedicarse al teatro y la pintura de caballete, a Soderbergh todavía le falta estrenar –muy probablemente en Cannes– su telefilm Behind the Candelabra, con Michael Douglas como el escandaloso Liberace y Matt Damon como su amante. Pero es una pena que por ahora la despedida sea con estos Efectos colaterales, una película menor en una filmografía que –hay que reconocerlo– no se caracteriza por contar con demasiados títulos mayores. Hombre de fidelidades reconocidas (empezando por casa: él suele ser su propio editor y director de fotografía, algo inusual en Hollywood), Soderbergh volvió a colaborar aquí con Scott Z. Burns, el guionista con quien ya había trabajado antes en El informante (2009) y Contagio (2011). Pero si aquellas películas se caracterizaban por su economía narrativa y capacidad de síntesis, no es precisamente el caso de Side Effects, que empieza como un buen thriller y termina complicándose innecesariamente y rizando demasiado el rizo. El punto de partida es alentador, con la clásica escena de un crimen, no por típica menos promisoria: las profusas huellas de sangre en la moquete de un modesto departamento de Manhattan. A la manera del viejo film noir de los años ’40, que tan bien –y de forma tan onírica– manejaba los flashbacks, el relato se retrotrae a unos meses atrás, cuando Emily Taylor (Rooney Mara, aquí sin tatuajes) se pinta los labios con un rojo profundo equivalente al que acaba de verse en el piso de su casa. Es que va a buscar a su marido, Martin (Channing Tatum), a la cárcel. Pero su libertad condicional no parece hacerla precisamente feliz. Por el contrario, cae en una depresión de la que ya tenía antecedentes. Es ahí cuando entra en escena el doctor Jonathan Banks (Jude Law), un ambicioso psiquiatra que, no conforme con su agotador trabajo en el hospital, también atiende en su consulta privada y se gana unos dólares extra como asesor farmacéutico. Todo para pagar un lujoso loft en el Soho y el oneroso colegio privado de su hijo. Ya se sabe: Nueva York es una ciudad muy cara. Pertenecer tiene sus privilegios, pero también requiere sus sacrificios. Después de tratar a Emily con una batería de drogas que no hacen sino empeorarla, Banks decide probar con ella un nuevo medicamento del laboratorio para el que casualmente trabaja y que promete ser una nueva panacea universal: Ablixa. La omnipresente publicidad de Ablixa por todo Manhattan no sólo aporta una sensación pesadillesca, como si toda la ciudad viviera drogada. También da una idea de los poderosísimos intereses económicos que están en juego en la medicina contemporánea. Cuando parece que el guión de Burns va a trabajar en esa dirección, vinculando violencia familiar con ambición corporativa y capitalismo salvaje, de pronto se desvía y empieza a complicarse con otros rumbos y personajes. Del pasado de Emily aparece la misteriosa doctora Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones), que parece guardar más de un secreto (¿Victoria’s Secret? ¿De allí viene el nombre de su personaje?), vinculado no tanto con la historia clínica de su paciente como con sus elecciones sexuales. Las vueltas de tuerca se suceden sin solución de continuidad, los villanos pueden pasar a ser víctimas y las víctimas villanos, con la posibilidad sin embargo de que no todo sea necesariamente así, porque tanto Burns como Soderbergh juegan con cartas marcadas y le hacen más de una trampa al espectador. Más directa, menos ambiciosa, La traición (2012), uno de los últimos Soderbergh, protagonizado por la experta en artes marciales Gina Carano, probaba que cuando el director decidía divertirse era capaz de sacar agua de las piedras. Y, de paso, que podía hacer una película feminista con un material dirigido a priori al público masculino. Mientras que uno de los efectos colaterales de Side Effects es que no va a faltar quien acuse –con toda justicia– a su película de despedida de misoginia en primer grado.
Una familia como reflejo de la sociedad En un pueblo con una tradición de profunda espiritualidad y en una sociedad que vivió durante 80 años bajo el marxismo, Elena muestra que hoy en Rusia el único dios es el dinero y que las clases sociales están más distanciadas que nunca. El tercer largometraje del ruso Andrei Zvyaguintsev, después de El regreso (León de Oro en la Mostra de Venecia 2003) y El destierro (premio de interpretación en el Festival de Cannes 2007), comienza con un plano fijo y sostenido, el balcón de un lujoso departamento apenas cubierto por las ramas yermas e invernales de un árbol, una imagen casi abstracta que parece hablar de un mundo inmutable. En principio, ese mundo es el de Elena, la mujer que le da su título al film y que vive allí para servir a su marido. No parece que nada pudiera cambiar en esa casa y, sin embargo, algo cambiará, quizá para que todo siga igual. Esa paradoja es el núcleo del film de Zvyaguintsev, que va narrando todo ese proceso de una manera tan morosa como detallista, como si cada gesto cotidiano revelara la materia de la que está hecho su cine. Por la mañana temprano, antes de que sus habitantes despierten, la cámara del director va recorriendo –casi como un intruso– ese departamento lujoso en su funcionalidad, donde el dinero parece expresarse a través de las despojadas líneas de diseño de los muebles y enseres domésticos. En ese marco, Elena (estupenda Nadezhda Markina) casi parece desentonar: es una señora ya entrada en años y en carnes, que no bien se levanta de la cama se alinea como si intentara mimetizarse con el ambiente. Nunca lo logra del todo, sin embargo, porque aunque es la mujer del dueño de casa se comporta como la mucama de su marido. O la enfermera. Es que así conoció diez años atrás a Vladimir, un hombre de negocios al que alguna vez atendió cuando ella trabajaba en una clínica donde él estuvo internado. Esa información el film la va desplegando con cuentagotas y sólo a partir de referencias. No hay flashbacks ni relatos: la de Zvyaguintsev es una película en puro tiempo presente. Pero la relación actual de ambos implica que nada cambió con aquella boda. El es quien tiene el dinero en la casa y ella está allí para atenderlo. Ni siquiera duermen juntos. Un nuevo episodio de salud de Vladimir, sin embargo, decidirá a Elena a tomar una determinación drástica, que no conviene adelantar, pero que expresa el nihilismo esencial del film. Premiada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes 2011, Elena es una película que trabaja simultáneamente en varios niveles, que funcionan como círculos concéntricos de poder. La explotación que practica Vladimir con Elena no es muy distinta a la que a su vez ejerce el hijo de Elena (de un matrimonio anterior) con su propia esposa. La diferencia, en todo caso, es de clase. Unos tienen plata, otros no; unos viven en un gran departamento de la ciudad y otros en un triste monoblock de las afueras, pero todo siempre gira alrededor del dinero. En un pueblo como el ruso, con una tradición de una profunda espiritualidad, y en una sociedad que vivió durante 80 años bajo el marxismo, Elena muestra que hoy, sin embargo, el único dios es el dinero y que las clases sociales están más distanciadas que nunca. Esa potencialidad polisémica que tiene la película, capaz de sugerir relaciones de poder y de clase de toda una sociedad a partir de una sola familia, se ve resentida, sin embargo, por el tratamiento que impone el director Andrei Zvyaguintsev. En su ópera prima El regreso, estrenada una década atrás en la Argentina, ya era evidente la atención que el realizador prestaba a las formas, que parecían imponerse a su tema antes que trabajar a partir de él. Aquí, en Elena, esa característica se exacerba, al punto de que no sería difícil calificar al film de formalista, como si detrás de cada travelling –y no son pocos, a cual más calculado– se pudiera ver al director y a todo su equipo moviendo la cámara. La música henchida de importancia de Philip Glass no hace sino aumentar este efecto.
Un viejo resentimiento, todavía latente Hay algo perverso en la manera en la que el film dirigido por el desconocido Sacha Gervasi se ensaña con su protagonista, pintándolo no como el genio que fue, sino más bien como a un niño caprichoso envuelto en ropas de hombre. No deja de ser una paradoja que una película en la que Alfred Hitchcock se queja constantemente de la falta de reconocimiento y valoración que sufre por parte de Hollywood vuelva a tratarlo con el mismo paternalismo y la misma desconsideración de la que Hitch se lamentaba con amargura. Hay algo perverso en la manera en la que el film dirigido por el desconocido Sacha Gervasi se ensaña con su protagonista, pintándolo no como el genio que fue, sino más bien como a un niño caprichoso envuelto en ropas de hombre, siempre dispuesto a un pataleo o un berrinche. Es como si el resentimiento que el gran director sufría de buena parte de la comunidad a la que él había contribuido a engrandecer –tanto artística como económicamente– todavía se hiciera sentir hasta hoy. Basado en el libro Alfred Hitchcock and the Making of ‘Psycho’ (1990), de Stephen Rebello, el Hitchcock de Gervasi y su guionista John L. McLaughlin sigue la línea directriz que en 1983 trazó el más documentado de sus biógrafos, Donald Spoto, cuando publicó La cara oculta del genio. Alfred Hitchcock. Allí Spoto, entre muchas otras infidencias, no sólo estableció la importancia decisiva que tuvo en la vida y obra de Hitch su mujer, Alma Reville, eterna compañera del realizador desde sus comienzos como asistente de dirección hasta su muerte, en 1980. El libro de Spoto también echó a rodar la teoría de la fijación sexual de Hitchcock con sus actrices rubias, particularmente durante el último período de su carrera, desde Grace Kelly hasta Tippi Hedren, pasando por Kim Novak y Janet Leigh. La película de Gervasi no hace nada por desmentir esa obsesión, sino más bien la alimenta, pero elige concentrarse en su relación con Alma durante la preparación y el rodaje de Psicosis (1960), uno de sus films más importantes y también más controvertidos. El problema central de Hitchcock no está en ese punto de partida, tan válido como cualquier otro. Justamente a partir de Spoto se sabe del nivel de influencia que tenía Alma en la obra de Hitch: ella era su primera y última consultora y, aunque su nombre no siempre figuraba acreditado, nada de la obra de su marido le era ajeno. Pero en su afán de hacer de Hitchcock un woman’s picture, una película reivindicatoria del rol de las mujeres en general y de esa en particular, el film se olvida de jugar con la opacidad esencial de Alma, con el misterio de su figura en las sombras. Interpretada con su autoridad habitual por Helen Mirren (actriz de carácter fuerte, si las hay), Alma no sólo le disputa protagonismo al hombre de quien la película toma su título. También inclina el relato hacia una zona tan poco interesante como inconducente, con una subtrama en la que Alma, harta de los caprichos y excentricidades de Hitch, consiente los coqueteos de un amigo guionista (Danny Huston) y acepta colaborar con él en un libreto, para desatar así los celos de ese hombre que sólo parece tener ojos para los senos de la protagonista femenina de Psycho, Janet Leigh (Scarlett Johansson, poco parecida a su original, pero de una gran presencia). No por nada, es Alma quien le aconseja a Hitchcock que la mate antes de los primeros 30 minutos de película. Como ese ejemplo, todo lo que tiene que ver con los detalles más famosos de Psicosis –empezando por la célebre y brutal escena de la ducha– encuentra en Hitchcock una explicación psicológica puntual, con causas y efectos específicos, como si se tratara de una suerte de Pyscho for dummies, algo imposible para una película tan compleja, polisémica, perturbadora. Es tal el reduccionismo a ultranza que practica la película de Gervasi –que por otra parte no pudo contar, por razones de derechos, ni con un segundo de metraje del original– que allí donde no encuentra un dato concreto del cual asirse, lo inventa, haciendo dialogar a Hitchcock, como si estuviera loco, con el fantasma de Ed Gein, el asesino real sobre el cual se basó Robert Bloch para escribir la novela que inspiró la película. Entre tanta torpeza, resulta absurdo ensañarse con Anthony Hopkins. Lo suyo es apenas el esforzado trabajo de mímesis de un actor prisionero no tanto de su maquillaje, sino más bien de las limitaciones de un guión que hace de su personaje un pelele y de una dirección que prefiere verlo como un muñeco ridículo antes que como al talento que fue. Y siempre será.
Un réquiem oscuro e invernal Haneke filma el sufrimiento: nada más que eso, pero tampoco nada menos. La presencia de Trintignant y Emmanuelle Riva le da a Amour una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el director aborda con su rigor habitual. Obra decididamente oscura, invernal, suerte de réquiem sobre un matrimonio de profesores de música que debe enfrentar la realidad de la enfermedad y la muerte cercana, Amour es quizás –a pesar de su tremenda exigencia emocional– el film más llano, más accesible de Michael Haneke. Que esa pareja, a su vez, esté interpretada por dos auténticas leyendas del cine francés, como Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, le da al film una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el gran director de La cinta blanca aborda con su rigor habitual, sin conceder nada al sentimentalismo o la nostalgia. Después de los títulos iniciales –secos, sobre fondo negro, sin música ni sonido alguno–, el silencio se rompe de pronto brutalmente, con un estruendo. Los bomberos entran por la fuerza a un departamento de París, que parece vacío, pero en el que esa acción no puede sino significar un final trágico. A partir de ese momento, el film de Haneke recupera poco a poco los últimos meses de ese hombre y esa mujer en quienes se adivina –detrás de cada pequeño gesto, detrás de cada rutina cotidiana– toda una vida de amor y de profunda comprensión. Un concierto de uno de sus antiguos alumnos en el Théâtre des Champs-Elysées, la vuelta a casa en el ómnibus, una copa después de la cena, la lectura de un libro que uno recomienda al otro, todo da cuenta de una rara armonía, que no necesita de demasiadas palabras, como si con unas sonrisas apenas les fuera suficiente para entenderse. Esa misma noche, sin embargo, mientras Georges ya duerme, la cámara muestra a Anna despierta, como ausente. A la mañana, durante el desayuno, será peor: por unos minutos, Anna pierde la conciencia de sí misma. Y una sabia elipsis narrativa evita información innecesaria: para cuando ambos regresen a ese departamento cargado de memorias, se sabrá que Anna sufrió un accidente cerebrovascular y que vuelve a casa en silla de ruedas, con parte de su cuerpo paralizado. Y ese amor que se profesan será puesto a prueba más que nunca en sus vidas. Film de cámara en un sentido estricto, Amour prácticamente no sale de ese único escenario y tiene casi como únicos personajes a esta pareja que ha sabido preservar no solamente su afecto, sino también su intimidad, al punto que hasta el par de visitas apenas que les hace su hija (Isabelle Huppert, en su nueva incursión en el cine de Haneke después de La pianista, aquí casi como una aparición especial) parece una intrusión. Anna le ha hecho prometer a Georges que no la volvería a hospitalizar y Georges, con sus propios males a cuestas, logra ir ocupándose de todo, convirtiendo al dormitorio en el santuario en el que guardará los últimos días de Anna. Tal como ha declarado el propio director, Haneke nunca escribe o filma una película para probar algo. A pesar del espesor de su obra, que puede hacer pensar lo contrario, el de Haneke no es un cine de tesis sino, por el contrario, abierto a múltiples interpretaciones, como lo demuestran tanto Caché como La cinta blanca, donde era imposible hacer una lectura unívoca de sus respectivos relatos. Pero con la excepción de una escena tan prosaica como misteriosa y elusiva (cuando Georges persigue en la soledad de su departamento a una paloma que se le ha metido por una ventana), Amour es un film muy simple y transparente en su formulación. Haneke filma el sufrimiento: nada más que eso, pero tampoco nada menos. Para ello, en términos dramáticos, elige concentrarse –refugiarse, se diría– en el departamento de la pareja, del que la película (salvo al comienzo) casi no sale, como para evitar cualquier atisbo de distracción. Lo importante, lo esencial es lo que sucede allí dentro, no lo que pueda provenir de afuera, que es percibido como una agresión (como esa siniestra enfermera de la que Georges no puede sino deshacerse con furia). De hecho, el departamento –un poco como el de Grupo de familia, de Luchino Visconti– es casi un personaje en sí mismo, con sus paredes cubiertas de cuadros, libros y partituras, con ese piano mudo que ya nadie toca, como si toda esa cultura fuera la de la vieja Europa que se apaga. A esos ecos –en donde Amour viene a entroncarse conscientemente en una tradición de cine europeo capaz de reflexionar sobre sí misma– se suma también la extraordinaria pareja de actores que consiguió Haneke. Como los grandes intérpretes que son, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan magníficamente a sus personajes. La mirada cada vez más tenue, más ida de Anna y la fragilidad física de Georges (inversamente proporcional a su indignación ante lo inevitable de la degradación física de su mujer y la suya propia) no podrían haber encontrado personificaciones mejores. Al mismo tiempo, la propia leyenda de Trintignant y de Riva le agrega otra capa de sentido al film, porque tanto él como ella forman parte de esa cultura que se desvanece y a la que han contribuido con films notables, incorporados a la memoria colectiva de varias generaciones de espectadores. Ellos son, a la vez, los personajes de Amour y los actores que con su propia, inminente desaparición física dejarán un vacío en la historia del cine. Film valiente, pero nunca cruel, a la manera de algunas de las películas anteriores del director (Nanni Moretti alguna vez declaró haberse sentido “violado” con Funny Games), Amour se asoma al abismo de la vejez y la muerte con los ojos bien abiertos.
La historia oficial La realizadora de Vivir al límite (la primera mujer en ganar el Oscar de Hollywood al mejor director) vuelve a instalar la vieja discusión sobre cine e ideología, con su relato de la caza de Osama bin Laden por parte de una agente de la CIA. Como sucedió unos años atrás con Vivir al límite (2008), su película inmediatamente anterior, sobre un oficial del ejército de ocupación estadounidense en Bagdad, especialista en desactivar bombas, el nuevo film de la directora Kathryn Bigelow vuelve a instalar la vieja discusión sobre cine e ideología. Y lo hace precisamente porque Bigelow no es una directora cualquiera sino una cineasta de primer orden, heredera de la mejor tradición narrativa del cine clásico norteamericano (que siempre tuvo su ideología) y en quien no cuesta advertir las huellas de autores tan personales y fundantes como Howard Hawks y Samuel Fuller, por citar las más evidentes. Ya desde su primer largo conocido en Argentina, Cuando cae la oscuridad (1987), se supo que Bigelow se entroncaba como pocos en esta tradición, a la que después siguió adscribiendo en Punto límite (1991) y, en menor medida, en Días extraños (1995). Los memoriosos recordarán, sin embargo, que en Testigo fatal (Blue Steel, 1989) Bigelow había despertado sentimientos encontrados, no sólo al hacer de una mujer policía (Jaime Lee Curtis) su peculiar heroína sino también al exhibir sus armas –sobre todo en la inquietante secuencia de títulos– como algo más que fetiches eróticos. En La noche más oscura, Bigelow –considerada una directora de films de acción, con personajes esencialmente masculinos y debilidad por soldados y descastados– vuelve a tener como protagonista absoluta a una mujer joven al servicio del orden (del orden estadounidense): una agente de la CIA llamada Maya y asignada al grupo de tareas que en Pakistán tiene como misión localizar el paradero de Osama bin Laden, luego del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas. Y a su manera, Maya –interpretada por Jessica Chastain, la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida– también es un soldado, por más que se vista de riguroso traje sastre (su uniforme, en todo caso). Tal como la describe la película –candidata a cinco premios Oscar de la Academia de Hollywood, entre ellos al mejor film– Maya obedece órdenes y no se le ocurre cuestionarlas, por más que quizá personalmente no las apruebe. Llega directamente de su cuartel general en Langley, Virginia, a un centro de detención ilegal no identificado en Pakistán, donde sus colegas hombres están torturando a un prisionero, y presencia esa larga sesión de tormentos (y otras posteriores) con cierto desagrado, pero dando tácitamente por sentado que es necesaria. Al fin y al cabo, el espectador de la película acaba de asistir a un prólogo, con la pantalla pudorosamente en negro, en donde se escuchan las voces de horror de las víctimas del 11-9, colocadas allí como punto de partida dramático, se dirá, para darle un marco histórico y un puntapié inicial al relato; pero también, por qué no, como una forma de justificar lo que viene después, la tortura como método para descubrir el paradero de Bin Laden. ¿El fin (el film) justifica los medios? Todo en la película indica que sí, salvo la propia directora, que en una carta abierta en el periódico Los Angeles Times tuvo que salir a defenderse de una lluvia de cuestionamientos que le valieron no sólo su exclusión de la candidatura al Oscar al mejor director (ella fue la primera mujer en ganarlo con Vivir al límite) sino también una investigación en el Senado estadounidense. Para Bigelow, “representar la tortura no significa aprobarla”, aunque ese comienzo con estricta relación causa-efecto haga pensar exactamente lo contrario. En defensa de Bigelow y de su guionista Mark Boal, sin embargo, deben decirse dos cosas. Primero, que Maya llega a localizar a su presa no gracias a la tortura sino a un maniático trabajo de inteligencia de casi diez años (aunque basado originalmente en declaraciones obtenidas bajo tormentos). Y luego que, al menos, Bigelow y Boal no se hacen los distraídos, como esos senadores hipócritas que pedían saber cuáles eran las fuentes documentales de la película, como si no supieran que su ejército y su agencia de inteligencia practican sistemáticamente la tortura. Al margen de esta cuestión, central en la película, La noche más oscura presenta algunos problemas de orden narrativo y estructural que Vivir al límite no tenía. Se ha señalado que Maya es tan solitaria y adicta a su peligroso trabajo como el desactivador de bombas del film anterior de Bigelow. Pero en términos estrictamente dramáticos, Maya no tiene la misma densidad que el psicópata de Vivir al límite. Se entiende que no tiene otra vida que no sea su vocación de servicio, pero tampoco hay allí ningún dato, apunte o detalle que enriquezca a su personaje, demasiado chato para sostener las dos horas y media de un relato que atraviesa más de una larga meseta. Antes que la clásica mujer fuerte hawksiana, Maya parece más bien una burócrata con síndrome obsesivo-compulsivo, víctima del machismo y la indiferencia de sus superiores y de los recortes presupuestarios. Por otra parte, a diferencia también de lo que sucedía en Vivir al límite, que no pretendía suscribir ningún relato o teoría, sino dar cuenta del trabajo que había elegido hacer aquel soldado (en nombre de quién y en defensa de qué intereses, era algo que esa película deliberadamente omitía enunciar, porque no era una preocupación de su personaje), La noche más oscura en cambio adhiere al punto de vista oficial sobre la ejecución de Osama bin Laden. La visión del film no hace otra cosa que confirmar, con mayores detalles, aquello que se difundió públicamente sobre el caso, sin enriquecerlo con algún margen de duda, discrepancia o al menos cierta dosis de ambigüedad. En este sentido, se podría exagerar diciendo que la CIA no pudo haber encontrado a una cineasta mejor para tener su propio film institucional.