En cuerpo y alma Desde su aspecto más espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita, el cuerpo es uno de los temas centrales del Fausto de Sokurov. Cineasta inmenso, autor de una obra que abarca tanto ficción como una forma del documental que él llama “elegías” (de las cuales el DocBuenosAires exhibió el año pasado una selección de títulos inéditos en Argentina), el director de El arca rusa no había tenido hasta ahora, sin embargo, un premio de la envergadura del León de Oro de la Mostra de Venecia. Y le llegó con este Fausto, inspirado en el poema dramático de Goethe, que cierra a su vez –según el propio Aleksandr Sokurov– la llamada “Tetralogía del poder”, un proyecto de una gravedad wagneriana y de un grado de ambición inusual en el cine contemporáneo. En 1999, la serie se inició con Moloch, un film consagrado a unos momentos banales en la vida íntima de Adolf Hitler, en su casa de descanso en las montañas. Luego, en 2001, con Taurus, le llegó el turno a Vladimir Ilianovich Lenin; y en el 2005, con El sol, al emperador japonés Hirohito, que en la soledad del poder, consumido por la visión del horror de ver a Tokio en ruinas, resigna su condición de “Dios encarnado”. Ahora en Fausto, Sokurov vuelve al mito de origen, a ese hombre capaz de firmar un pacto con el mismísimo diablo con tal de satisfacer sus deseos. A diferencia de la obra de Goethe y de la legendaria versión cinematográfica anterior, filmada en 1926, durante el período mudo por el gran Friedrich Wilhelm Murnau, aquí sin embargo ese pacto llega casi al final del film, cuando Fausto (Johannes Zeiler) ya está extenuado y entregado a las intrigas de Mefistófeles (Andon Adasinsky), que se presenta bajo el disfraz de un usurero, en una pequeña ciudad alemana de aspecto vagamente medieval, con algunos anacronismos que remiten a la sucesión de guerras desatadas por el Imperio Austrohúngaro. La mujer del usurero (interpretada por Hanna Schygulla, que supo ser la musa de Fassbinder) semeja a su vez un extraño reptil, envuelta en una capa que parece hecha de escamas. Como Hitler, Lenin e Hirohito en los films anteriores, el Fausto de Sokurov parece un personaje inofensivo, débil, abatido. Profesor sin cátedra ni recursos, cuando el film se abre lo encuentra diseccionando un cadáver y, preguntándose, entre todas esas vísceras viscosas, dónde puede ocultarse el alma. Pobre de toda pobreza, no tiene ni para comer y por eso cae fácilmente en las garras del usurero, que lo arrastra tras de sí, corrompiendo todo a su paso, en una travesía hipnótica, infinita, que recuerda un poco a la de El arca rusa, salvo que aquí el montaje reina y no hay planos secuencia. Cineasta reconocido por sus preocupaciones espirituales, en Fausto, sin embargo, Sokurov es capaz de una carnalidad sorprendente. El cuerpo humano –desde su aspecto más repugnante y espurio, como materia muerta, hasta en su apogeo de juventud y belleza, encarnada por la joven Margarita– es sin duda uno de los temas centrales del film. Hay un erotismo que era desconocido hasta ahora en el cine de Sokurov. La impresionante fotografía digital del francés Bruno Delbonnel –con esas imágenes deformadas por lentes anamórficos que son una marca del cine de Sokurov– interpreta plásticamente ambos extremos. Y el pacto que finalmente condena a Fausto a vagar por los infiernos (filmados en un paisaje impresionante, de auténticos géiseres) no es por el dinero ni por una juventud eterna, sino simplemente por poder pasar una noche a solas con su amada Margarita. El hombre, parece decir Sokurov, tiene ambiciones más modestas de las que confiesa.
Orgulloso anacronismo La vejez, el paso del tiempo y las cuentas pendientes a saldar antes de la inexorabilidad de la muerte han planeado como una sombra en la obra de Clint Eastwood, desde Los imperdonables (1992) hasta Gran Torino (2008), que se suponía –él mismo lo dio a entender– iba a ser su despedida como actor. Con Curvas de la vida, Eastwood vuelve a esos mismos temas y vuelve también a ponerse frente a cámara. El problema es que, esta vez, él no es su propio director. Opera prima de Robert Lorenz, que durante dos décadas fue su productor y asistente, Trouble with the Curve tiene todos los elementos constitutivos de la productora Malpaso, fundada por Eastwood allá por 1967: el culto por una narrativa clásica; un diseño de producción austero, en los antípodas de la cultura digital, y el mismo equipo técnico que ha venido secundando a Clint durante los últimos tiempos. Lo que falta –y se extraña– es el talento. En la dirección y también en el guión, de un convencionalismo (precipitado happy end incluido) que sólo se podría defender desde su orgulloso anacronismo. John Goodman, Amy Adams y Clint Eastwood, por los viejos tiempos. Eastwood aquí es Gus, un veterano (veteranísimo, se diría) cazatalentos del béisbol. En los Atlanta Braves se lo quieren sacar de encima, pero le dan una última oportunidad: que viaje a Carolina del Norte a evaluar a un bateador que promete. Lo que no saben es que Gus tiene un glaucoma y ve menos que Mister Magoo. Pero con su experiencia y con su oído le basta. Y no está solo. Su hija (Amy Adams) lo acompaña, no tanto porque se lo ha pedido un viejo amigo de la familia (John Goodman), sino también porque quiere resolver la conflictiva relación con su padre, otro tema recurrente en algunos de los últimos Eastwoods. Se diría que si hay algo que le da dignidad a Curvas de la vida –además de las sólidas actuaciones, no sólo de Clint sino especialmente de Amy Adams, casi la protagonista del film– es su carácter ingenuo, como si todavía fuera posible hacer un cine a la manera en que se hacía medio siglo atrás.
Vivir y dejar morir en el post 11/9 Con un notorio repunte con respecto a la entrega anterior, la película número 23 de la serie, que está celebrando su 50º aniversario, tiene como leitmotiv a la muerte, si no de Bond, al menos de una concepción del mundo que iba con él. Nadie debe alarmarse de que en una de las primeras escenas de 007: Operación Skyfall se vea a la hierática M redactando el obituario del Comandante James Bond. Al célebre agente secreto al servicio de su majestad lo dan oficialmente por muerto, cuando obviamente no lo está. Pero ése, en todo caso, será el leitmotiv de la película número 23 de la serie, que está celebrando su 50º aniversario: la muerte, si no del personaje, al menos de una concepción del mundo que iba con él. Alguna vez –en tiempos de Sean Connery, por cierto, e incluso de Pierce Brosnan– James Bond fue sinónimo de elegancia, sofisticación, sorpresa, humor. Poco y nada quedaba de aquella marca de fábrica en la primera película de la era Daniel Craig. Casino Royale (2006), sin embargo, tuvo una legión de defensores: quienes alegaban haber leído la novela de Ian Fleming y afirmaban que Craig estaba más cerca que nunca del personaje literario (como si alguna vez los textos originales hubieran importado algo en la saga) y aquellos legos que simplemente preferían que todo se redujera a una mera película de acción, suponiendo que así 007 se modernizaba y adecuaba a los tiempos que corren. Quantum of Solace (2008) –la segunda de Craig y la número 22 de las versiones oficiales–, parecía confirmar lo que ya hacía temer la anterior: que Bond había quedado reducido a una suerte de Duro de matar de segunda mano. Pero ahora aparece esta Skyfall con intenciones de volver a poner las cosas en su lugar, como si la familia Broccoli –productores de la franquicia–, con la excusa del aniversario redondo, hubiera recapacitado y vuelto a mirar hacia atrás, a esos detalles que siempre distinguieron a Bond de todo lo demás. Es verdad, todo el prólogo parece más una de Jason Bourne que de 007, desde la vertiginosa persecución en moto por los tejados del Gran Bazar de Estambul hasta la pelea a trompadas sobre el techo de un tren en marcha a toda velocidad. Por no mencionar la “muerte” de Bond que –como Bourne– va a parar al fondo de un río, a unas aguas bautismales de las que no tardará en emerger resucitado. Pero, ¿para qué? parece preguntarse Skyfall. ¿Es que en el mundo post 11 de septiembre tiene sentido un agente como Bond? ¿Acaso ya no es anacrónico? ¿Y M, su histórico superior directo, jefe del MI6, el servicio secreto británico? Desde Goldeneye (1997), a cargo de esa venerable dama del teatro inglés que es Judi Dench (hoy 77 años), Skyfall le da a M un lugar de preeminencia que nunca antes tuvo en la serie. Y la hace partícipe de esa pregunta por un mundo que ha cambiado y por la inevitabilidad del tiempo que pasa. Es M quien –mientras Bond transpira su traje a medida persiguiendo por las catacumbas de Londres al villano de turno– se enfrenta a una comisión parlamentaria y, citando un encendido poema de Tennyson, enarbola los viejos ideales del imperio británico a la manera victoriana. Y señala que ahora ella y sus agentes deben enfrentarse a enemigos sin banderas y sin uniformes. Mirándolo bien, nunca los tuvieron, al menos en el universo Bond, donde al calor de un mundo bipolar, escindido entre potencias capitalistas y comunistas, había surgido Spectre, una organización al servicio del mal, plena de memorables villanos, ansiosos por enfrentar a unos y otros para quedarse con el dominio del globo. En Skyfall, el archienemigo de Bond es Raoul Silva, quien por pleno derecho se gana un lugar de preeminencia en esa galería de sádicos y megalomaníacos. Interpretado con tanto humor como doble sentido por un osado Javier Bardem, Silva aparece recién a los 70 minutos de película y, con sus manos rozándole la entrepierna, pone más nervioso a Bond que cuando Goldfinger lo amenazaba con cortarlo en dos con un rayo láser. Hablando de Goldfinger... En Skyfall reaparece aquel maravilloso Aston Martin blindado, pertrechado con ametralladoras retráctiles y asiento del acompañante eyectable. No es el único gadget, pero seguramente sí el más entrañable, en una película en la que vuelven los Martinis (agitados, no revueltos), la pistola Walther PPK/S 9 milímetros y las mujeres que se sienten desnudas si no tienen una Beretta en su liga. A priori, parecía difícil abrirle crédito al director Sam Mendes (sobrevalorado por Belleza americana) para hacerse cargo de este mundo, pero la saga Bond siempre fue de sus productores antes que de los directores. Y lo cierto es que Mendes ha logrado darle densidad a la película sin restarle humor ni ligereza, a pesar de un guión que lleva al film a las dos horas y media de duración y tiene una sucesión de dos o incluso tres finales consecutivos. ¿La mejor escena? No es precisamente de acción: el encuentro de Bond con el flamante Q, un joven imberbe que compara a 007 con un viejo buque de guerra a punto de ir a desguace.
Con la pasión y la inocencia de los orígenes Volver al origen, a la ingenuidad y la pureza del primer comienzo, parecería una de las motivaciones de Frankenweenie, la nueva película animada de Tim Burton. Otros, más suspicaces, sospecharán que el realizador de El joven manos de tijera ya no es lo que era, que está creativamente estancado y falto de ideas y que por eso decidió hacer aquello que recomendaba el maestro Alfred Hitchcock en caso de crisis: “run for cover”, ponerse a cubierto, trabajar con lo que se conoce bien y no puede fallar. Ambas lecturas son válidas frente a la remake que hizo Burton de uno de sus primeros cortos (ver entrevista), que en su momento le valió la expulsión de los estudios Disney. Los mismos estudios que ahora lo tienen como su director estrella, su carta de prestigio, y que le dieron vía libre para rehacer –en 3D, pero en riguroso blanco y negro– lo que veintiocho años atrás rechazaron. Es verdad que Disney ha cambiado bastante en todo este tiempo, desde que descubrió –Pixar mediante– que no tenía por qué doblegar a sus artistas, que en todo caso era mejor sumarlos que perderlos. Pero Burton también supo ser flexible y hacer sus concesiones, como lo probó con su discutida versión de Alicia en el País de las Maravillas, que muchos fanáticos de Lewis Carroll sintieron demasiado contaminada por la estética kitsch de Blancanieves y el estudio del castillo brillante rodeado de estrellas. No por nada, esa hibridación, ese cruce de universos (con el del propio director en el medio) redundó en uno de los pocos, auténticos éxitos de boletería de Burton, un cineasta siempre más reconocido por la crítica que por el público. Lo cierto es que hacía mucho que el director de Ed Wood venía alimentándose de materiales ajenos antes que propios: Roald Dahl en Charlie y la fábrica de chocolate (2005), Stephen Sondheim en Sweeney Todd (2007), Lewis Carroll en Alicia... (2010), la serie “Dark Shadows” en Sombras tenebrosas, estrenada este mismo año. Hay que reconocer, sin embargo, que con sus más y con sus menos, en todos y cada uno de estos ejemplos nunca resignó su excéntrica, oscura visión personal del mundo y que en algunos de esos casos consiguió hacer completamente suyas fuentes originales en apariencia muy distantes de sus intereses, como el musical Sweeney Todd. Hay que remontarse a otro film de animación, el estupendo El cadáver de la novia (2005), una obra de orfebrería de una rara exquisitez, para encontrar un Burton en estado puro como el que reaparece ahora en Frankenweenie. No es que su nuevo trabajo –realizado con la misma técnica artesanal, la de la animación cuadro por cuadro– tenga la sutileza o la elegancia de aquel antecedente. Pero tiene todo lo que hace al universo de Burton: sensibilidad y empatía hacia personajes ligeramente desplazados de las normas impuestas por la sociedad, y una estética dark hecha tanto de resabios del gótico fantástico como de la cultura pop estadounidense. La idea original del corto ya era magnífica y abrevaba en todas estas fuentes (incluida la pasión morbosa de Disney por las muertes traumáticas): un niño ingenioso y solitario pierde a su querido perro en un accidente, pero lo resucita gracias a las viejas técnicas con truenos y relámpagos del doctor Frankenstein. Esa paráfrasis en clave infantil aquí se repite, pero Burton le agrega más personajes y criaturas provenientes de la cultura teratológica, desde una ridícula mezcla de Tortuga Ninja con Godzilla hasta unos inocentes Sea Monkeys que terminan mutados en una suerte de Gremlins tan ruidosos como destructores. Todos ellos dispuestos a arrasar con una típica, chata, gris localidad suburbana estadounidense, quizá no muy diferente de la que vio crecer al propio Burton. En este sentido, es un hallazgo que el director haya asumido para su nueva película el carácter rústico, artesanal, no sólo del corto original, sino también de las películas caseras que prepara su pequeño protagonista. A él no cuesta imaginarlo una suerte de alter ego del propio Burton, como si el director quisiera reencontrarse con la pasión y la inocencia de sus inicios.
Oda a la infancia perdida Moonrise Kingdom es un film de iniciación, el relato de un primer amor entre un chico y una chica de 12 años decididos a escapar no sólo del mundo adulto sino también de todo lo que los rodea, para perderse en la soledad de la naturaleza. ¿Qué mejor para los hostiles tiempos que corren que una melancólica, agridulce comedia alejada de la realidad cotidiana como Moonrise Kingdom? Tal es el título de la nueva película de ese niño grande que parece Wes Anderson, el autor de films de una poesía y singularidad absoluta, como Los excéntricos Tenenbaum (2001), La vida acuática (2004) y Viaje a Darjeeling (2007). Con un elenco multiestelar encabezado por Bruce Willis, Bill Murray, Edward Norton, Frances McDormand y Tilda Swinton (más un cameo de Harvey Keitel), la troupe de Anderson habita –con un buen humor no exento de una importante cuota de nostalgia– una pequeña isla imaginaria de la costa de Nueva Inglaterra, hacia finales del verano de 1965. Es que Moonrise Kingdom es una suerte de pequeño poema naïf dedicado a la infancia perdida, un film de iniciación, el relato de un primer amor entre un chico y una chica de 12 años, decididos a escapar no sólo del mundo adulto, sino también de todo lo que los rodea, para perderse en la soledad de la naturaleza, sin prever que un tornado –tan potente como su romance– está por golpear la isla. Según ha confesado el propio realizador (ver aparte), es la primera y única vez que, de manera consciente, trató de captar una sensación específica, “esa emoción que se siente en la pre-adolescencia cuando uno cree estar enamorado”. Claro que conociendo el universo particular del director no se puede esperar de Moonrise Kingdom una nueva Melody (1971), aunque el director admitió que, entre otros materiales, les hizo ver a sus pequeños actores (Jared Gilman y Kara Hayward) aquel hito del almíbar protoadolescente. El suyo es un film tan personal y a contramano de Hollywood como todas y cada una de sus películas previas, teñidas por la excentricidad, por cierta pureza de espíritu y sobre todo por una estética inmediatamente reconocible, que no podría ser sino suya. Basta ver la escena inicial, la descripción de la idílica casa donde vive Suzy con sus padres (Murray, McDormand) y sus pequeños hermanos para advertir que, una vez más, el espectador está en presencia de un raro juguete cinematográfico, una suerte de gigantesca casa de muñecas donde el director parece ubicar a sus personajes y a todo lo que los rodea como si se tratara de reconstruir el mundo a la medida de la imaginación. Ese recurso ya aparecía en la nave de exploración submarina de La vida acuática, reconstruida completamente en estudios y recorrida por la cámara como si fuera un croquis en el que se podía ver en un solo plano todas y cada una de sus salas. Pero ahora en Moonrise Kingdom ese concepto va un poco más allá, al punto de que la película toda parece un “pop up book”, uno de esos coloridos libros infantiles que van cobrando cuerpo y dimensión a medida que se van pasando las páginas. Si Suzy es poseedora de una belleza arcaica, un poco a la manera del cine mudo, su galán en cambio parece un nerd arrancado de una película de Todd Solondz: pequeño, de anteojos y aborrecido por todos sus compañeros de la patrulla de boy scouts a la que pertenece y a la que el chico, obviamente, desprecia. Luego de la fuga de ambos, toda la patrulla los perseguirá, bajo la amable conducción del líder del grupo (Norton) y del sheriff local (Willis). Pero para cuando los encuentren, las intenciones iniciales de venganza de los chicos se convertirán en pura solidaridad, al punto de que ayudarán a la pareja a seguir conquistando terreno lejos del mundo adulto. La banda de sonido siempre es importante en la obra de Wes Anderson, un poco por ese espíritu “beatle” que a veces parece derivar del cine de Richard Lester, con esos travellings laterales que van descubriendo diferentes acciones y gags. Pero, a diferencia de las versiones de David Bowie que cantaba el brasileño Seu Jorge en Life Aquatic, aquí el soundtrack está compuesto por una rara miscelánea, que va desde una obra orquestal didáctica para niños de Benjamin Britten (un poco a la manera de El carnaval de los animales de Saint Säens) hasta media docena de temas del músico country Hank Williams, que ambientan la película en un tiempo definitivamente perdido.
Una realidad hecha de deseos y pesadillas El director y su actriz y coguionista Eugenia Capizzano tomaron uno de los relatos más exigentes de Silvina Ocampo y reencontraron la potencialidad del cine desde el lugar más impensado: la palabra. Algo está cambiando en el cine argentino. Con todas sus diferencias, tres de los estrenos nacionales de esta misma semana (que están entre los más importantes del año y por lo tanto no debieron haber coincidido en su lanzamiento) van dejando atrás el realismo puro y duro que fue predominante en los últimos tiempos y se internan por otros caminos: Los salvajes se asoma al universo de lo mítico y lo sagrado; La araña vampiro se arriesga por la vía del fantástico; y Cornelia frente al espejo propone la que quizá sea la aproximación más audaz –y también la más lograda– a uno de los mundos más singulares de la literatura argentina. La más audaz, porque el director Daniel Rosenfeld y su actriz y coguionista Eugenia Capizzano tomaron uno de los relatos más elusivos y exigentes de Silvina Ocampo y lo hicieron respetando casi línea por línea cada uno de sus diálogos, sobre los que se construye toda la estructura del cuento. Y la más lograda, porque al asumir esa literalidad esencial de su fuente no han resignado ninguna de las potencialidades del cine. Por el contrario, se diría que las reencontraron desde el lugar más impensado, desde la palabra, que aquí reencarna en la imagen. La extrañeza esencial y la sutil perversidad del universo de Silvina Ocampo podían encontrarse hasta ahora solamente en el cine de Lucrecia Martel, que nunca adaptó ninguno de sus textos pero siempre pareció dejarse impregnar por ellos. El acercamiento del film de Rosenfeld es completamente diferente, porque recurre a la fuente directa, pero esa fidelidad no está entendida como sumisión al texto, sino como la manera de apropiarse de un mundo y materializarlo de un modo sorprendente, a fuerza de un conocimiento profundo de la obra y de un sinfín de detalles que hacen al todo, al punto que la película parece “habitada” por el cuento. O incluso como si el cuento ahora pudiera leerse como el guión publicado a posteriori del film. Como ya sugiere el título del relato, hay algo de Lewis Carroll en la aventura de Cornelia, cuando inicia un diálogo consigo misma frente al espejo y decide suicidarse, casi como un gesto de coquetería, con “cierta crueldad inocente u oblicua”, como definía Borges a la literatura de Ocampo. El film de Rosenfeld resuelve muy bien este primer tramo, con otra actriz –otro rostro, otro cuerpo (el de Eugenia Alonso)– que asoma detrás del azogue del espejo en el que Cornelia cree reflejarse. Ese espacio fantasmático que se abre a partir de allí no hará sino profundizarse: la realidad se trasmuta y paulatinamente esa vieja casona familiar, plagada de objetos y recuerdos, funcionará como una usina de espectros. Una niña inquietante, que habla de muñecas y piedras preciosas (¿o “esmeralda” hará referencia a la calle con nombre de joya?), un ladrón obsesionado con abrir una caja fuerte que lleva en su cerradura la marca “Borges” (Rafael Spregelburd), un amante que dice haberle dado un beso que Cornelia no recuerda (Leonardo Sbaraglia). A todos, ella les va pidiendo que la maten, pero como en un sueño –o peor aún, una pesadilla– le niegan una y otra vez ese capricho. Es notable la manera en que Eugenia Capizzano encarna a su personaje, al punto que la actriz, sin desaparecer, sólo permite ver a Cornelia, con sus dubitaciones y desplantes, con esa indecible melancolía que aflora detrás de su juventud y su sonrisa. Se diría incluso que en su interpretación está también la dramaturgia del film, como si esos diálogos que no fueron escritos para ser representados encontraran de pronto en ella la manera de ocupar el espacio y el tiempo. A esa precisión, Rosenfeld –con la colaboración inestimable de Matías Mesa en fotografía– le suma la suya propia desde la puesta en escena, siempre abierta a la ambigüedad, al misterio. Se diría que su modelo estético es ése que sugieren los collages de Max Ernst (provenientes de su libro Una semana de bondad) que ilustran los créditos iniciales: una realidad transfigurada, onírica, inquietante, hecha de ensoñaciones, temores y deseos sin tiempo.
Bellas criaturas de la noche El actor y director, premiado en el Festival de Cannes, ofrece un film tierno y poético, una road movie tan divertida como melancólica y de una gran libertad formal, acorde con su libertad de espíritu, un poco a la manera del cine de los años ’70. Algo no anda bien en la vida de Joachim Zand. El hombre es todavía joven y se lo ve entero, pero detrás de su bigote de bon vivant y de su sonrisa amable pero algo desquiciada siempre parece a punto de estallar en mil pedazos. Claro, no es fácil ser el manager de esa troupe de stripers veteranas que él trajo especialmente desde los Estados Unidos con la promesa de conocer París y a la que apenas le puede armar una gira por ciudades periféricas de Francia. A partir de este simple disparador argumental, el actor y director Mathieu Amalric ofrece en Tournée un film tierno, poético, una road movie tan divertida como melancólica y de una rara libertad formal, acorde con su libertad de espíritu, un poco a la manera del cine de los años ’70. Bien conocido como el personalísimo protagonista de decenas de films franceses e internacionales, Amalric demuestra en su cuarto largometraje (de los cuales en Argentina sólo se conoció el estupendo Le Stade de Wimbledon, en el Festival de Mar del Plata 2001) que es también un cineasta brillante y talentoso, como lo entendió el jurado del Festival de Cannes de hace un par de años, que le entregó el premio al mejor director por esta excelente Tournée. Aquí Amalric está a ambos lados de la cámara, pero no parece haber disociación alguna: se diría que como el inasible Joachim Zand –ese ex productor de televisión en desgracia, devenido en manager de desnudistas– maneja esa ebullición de mujeres y situaciones insólitas desde adentro mismo del cuadro, no tanto ordenando el caos como navegándolo, sumergiéndose en él para darle una dirección de sentido. Lo primero que impresiona de Tournée es la materialidad, la verdad esencial de sus personajes y ambientes. Las chicas de la troupe, con sus nombres rumbosos –Mimi de Meaux, Dirty Martini, Roky Roulette, Kitten on the Keys–, son auténticas integrantes de un grupo de “New Burlesque”, una tendencia que vino a revitalizar las viejas rutinas del music-hall, con números kitsch que no incluyen solamente desnudismo, sino también recursos del cabaret y del circo. Sus cuerpos distan mucho de ser perfectos –en sus excesos (de escotes, de maquillaje) son casi fellinianas–, pero tanto arriba como abajo del escenario transmiten libertad, energía y optimismo. Incluso de madrugada, cuando pueblan esos hoteles vacíos, asépticos, donde siempre suena la misma, triste música de ascensor y donde, para la hora en que llegan, jamás van a encontrar la cocina abierta y tienen que conformarse con una botella de champagne. La lista de personajes, riquísima, no se limita a ellas: están los viejos colegas de Zand, que le dan no sólo la espalda sino también alguna trompada, y también, por supuesto, todas las criaturas de la noche que rondan a deshoras por los desangelados lobbies de los hoteles, desde auxiliares de vuelo hasta corredores de comercio con hambre de sexo. De todos, Amalric saca momentos únicos, como ese flirt tácito y sin consecuencias que Zand tiene con una empleada nocturna de una estación de servicio, o la propuesta, entre delirante y agresiva, que le hace una cajera de supermercado que quiere sumarse a la troupe y mostrarle ahí mismo sus virtudes mientras le cobra unos yogures, que después terminará tirándoselos por la cabeza. Hay un mundo extraño allí afuera, parece decir Tournée, al que Amalric mira con afecto y sensibilidad, no importa cuán bizarro sea. Hasta los pequeños hijos de Zand, que en un determinado momento también se ven arrastrados a esa gira incierta, pasan a ser parte de esa realidad levemente transfigurada, que tiene su modesta apoteosis en la misteriosa escena final, ambientada en un hotel abandonado, al borde del mar. Es que Tournée es precisamente una película de bordes, de fronteras, tanto geográficas –la gira recorre todas ciudades-puerto sobre el Atlántico (Le Havre, Nantes, La Rochelle)– como cinematográficas. Hay una suerte de diálogo entre el mundo de Tournée y el cine de John Cassavetes, como si junto con esas chicas Zand también hubiera importado hasta la costa francesa el espíritu del director de Shadows.
El discreto encanto de la burguesía Sobre un tema siempre riesgoso como el de la prostitución, el film de la directora polaca aporta un punto de vista diferente, una mirada feminista que intenta comprender, sin prejuicios, qué se esconde detrás del tráfico de cuerpos y billetes. Tema siempre difícil el de la prostitución: salvo en el caso de los viejos y grandes maestros (Mizoguchi, Buñuel), que además filmaban en otro contexto muy diferente al actual, el cine que aborda la cuestión siempre camina por la cornisa que separa la condena moral de la lisa y llana explotación, para terminar cayendo muchas veces en ambas. En Elles, segundo largo de ficción de la documentalista polaca Malgoska Szumowska (Cracovia, 1973), aparece, en cambio, un punto de vista diferente, una mirada feminista que intenta comprender, sin prejuicios, qué se esconde detrás de un fenómeno en aparente expansión, el de las chicas universitarias que se pagan sus estudios apelando al alquiler de sus cuerpos. De hecho, la película de Szumowska tiene como punto de partida una investigación periodística sobre el tema: Anne (Juliette Binoche) es columnista estrella de la revista femenina Elle –una publicación que en Francia nadie calificaría precisamente de progresista– y está trabajando sobre un artículo que le da más trabajo del que ella quizá inicialmente suponía, al punto de hacer bascular toda su vida familiar. Burguesa asumida, madre de un rebelde, conflictivo hijo adolescente y de otro aún en edad escolar, Anne no parece estar pasando precisamente por su mejor momento en la relación con su marido (Louis-Do de Lencquesaing, el estupendo protagonista de El padre de mis hijos, de Mia Hansen-Love). Y las entrevistas con dos estudiantes universitarias que se prostituyen le harán replantear su lugar en la casa y el mundo. El film de Szumowska tiene la inteligencia de no caer en la alegoría: juega con las intenciones de su protagonista pero no por ello la convierte en una heroína. Ni siquiera hacia el final, cuando la conducta de Anne parece seguir los pasos de la legendaria Nora de Casa de muñecas, de Ibsen, una decisión sin embargo demasiado grande para una burguesa pequeña, pequeña como es Anne. Más allá del retrato de la vida doméstica de Anne, alienada entre la presión por entregar en término su nota y cumplir con todas las obligaciones familiares (que incluyen preparar una cena de negocios en su casa, para el jefe de su marido), el núcleo dramático de Elles está en las entrevistas a esas dos estudiantes/prostitutas, que logran cambiar la perspectiva de la protagonista. Una (Anaïs Demoustier) parece la típica chica francesa de clase media baja, que encontró casi por casualidad la manera de hacerse de unos euros extra, a partir de la debilidad de sus clientes, hombres maduros, casados, tristes, que pareciera le pagan no sólo por tener sexo sino también para ser escuchados, como si fuera una sesión de terapia. La otra (Joanna Kulig) es una polaca más audaz y emprendedora, capaz de liarse con clientes menos mansos y más exigentes, a quienes sin embargo ella parece poder controlar a su gusto. Lo que se ve y se escucha de ellas está tamizado siempre por la subjetividad de Anne: es su mirada la que resignifica esas entrevistas, por lo cual el espectador nunca llega a saber realmente hasta qué punto si eso que se materializa en la pantalla son, en definitiva, las fantasías, los deseos y los miedos de la protagonista. Además de esta ambigüedad esencial de Elles, hay otro factor que la vuelve levemente incómoda, perturbadora, y es su dicotomía. Por un lado, el film de Szumowska (que se dio el lujo de contar con Krystyna Janda, la protagonista de tantos films de Andrzej Wajda, para un papel que es casi un cameo) tiene una pátina visual lustrosa, de revista de ilustración, como si todo estuviera visto a través de las páginas de la publicación para la cual escribe Anne. Pero por otro, hay algunas escenas de una franqueza sexual que no se corresponden con ese estilo publicitario y que vienen a rasgar en parte la tersura del relato. Son las actrices (Binoche incluida) quienes se exponen a esa tensión a la que las somete un film no siempre logrado pero asimismo paradójico, infrecuente.
Llega el triatlón de los espías dopados En el cuarto film de la serie, el nuevo maratonista de la franquicia deberá sobrevivir no sólo a la naturaleza salvaje de Alaska, sino también a la propia agencia de inteligencia que lo entrenó. Y que ahora, como a Bourne, también lo quiere matar. Será el espíritu de la época, una mera boutade de la producción o quizás obra del azar, pero la nueva entrega de la saga Bourne empieza como si se tratara de una nueva carrera de relevos, la disciplina que se quedó afuera de los Juegos Olímpicos de Londres 2012: el triatlón de los espías. Un hombre surge del agua –una vez más ese líquido amniótico de donde han nacido todos los Bourne, en busca de su identidad perdida– y emerge a la superficie con un tubo en la mano, como si fuera la posta que le pasó Jason Bourne en el final del film anterior, que terminaba también en las profundidades acuáticas. Dentro de ese tubo, el hombre encontrará las instrucciones para seguir adelante en la prueba que se le ha impuesto: sobrevivir en medio de la naturaleza más salvaje de Alaska. De más está decir que a lo largo de El legado Bourne el nuevo maratonista de la franquicia deberá subsistir no sólo a un clima inclemente y a una manada de lobos salvajes, sino también, y sobre todo, a la propia agencia de inteligencia que lo entrenó. Y que ahora, como a Bourne, también lo quiere eliminar. El nuevo agente tiene nuevo nombre y actor: se llama Aaron Cross y quien lleva su cruz es Jeremy Renner, que desde su protagónico en Vivir al límite (2008), de Kathryn Bigelow, viene perfilándose como el flamante héroe de acción de Hollywood, el recambio fresco para Matt Damon, que hace rato viene corriendo y necesita relevo. El mayor logro del director y guionista Tom Gilroy es el de haber logrado tomar esa posta y “enganchar” de la manera más precisa y fluida posible el final de la trilogía Damon con lo que amenaza con convertirse en la serie de secuelas Renner. Muchos de los personajes y acciones del final del film anterior también reaparecen en éste, empezando por el fantasma de Jason Bourne –se supone que sigue vivo y libre– y continuando por el “crisis manager” David Strathairn, que le ladra a sus secuaces de la CIA: “Estén atentos, tenemos una amenaza inminente”. El peligro ya no es sólo que Bourne saque a ventilar todos los trapos sucios de los programas secretos de la agencia de inteligencia estadounidense, sino que otros agentes que también han sido genéticamente diseñados para servir y obedecer ciegamente –como Cross– se subleven contra el sistema. Y por eso hay orden de eliminarlos. En la subvaluada Michael Clayton (2007) –una película que fue rápida, injustamente desechada al cajón de las olvidadas del Oscar–, el realizador Tony Gilroy había demostrado su capacidad para inocular el vacilo de la paranoia en una trama que involucraba a bufetes de abogados y grandes corporaciones. Aquí debe moverse en un mundo similar, pero con otras reglas, bastante más dinámicas y menos conversadas, que son las del cine de acción. En este sentido, se extraña el pulso, la tensión narrativa del director de las dos últimas Bourne, el inglés Paul Greengrass, un cineasta particularmente dotado para bordar tramas y situaciones paralelas a toda velocidad sin que se pierda el hilo del relato. A Gilroy y sus hermanos (el guionista Dan, el montajista John) les cuesta un poco el arranque: por un lado, tienen que presentar al nuevo personaje y, por otro, establecer todo tipo de enlaces con el final de la película anterior, todo casi al mismo tiempo. Y no les resulta fácil. Pero se diría que una vez que se sacan de encima la pesada mochila de Bourne y se pueden dedicar por entero a Cross, la película se vuelve más ligera, más libre. Y también más banal, hay que reconocerlo. El mérito de los Bourne de Greengrass/Damon estaba en que no sólo eran estupendos films de acción, pura y dura, sino que había además un pathos, una densidad de ideas alrededor del personaje que iban más allá de la obvia ferocidad de las agencias de inteligencia. Aquí las preguntas por la identidad y el libre albedrío que acuciaban a Bourne –¿quién soy?, ¿por qué actúo de la manera en que lo hago?– desaparecen porque Cross ya sabe que ha sido genéticamente manipulado, por un programa aún más siniestro y avanzado que el que le tocó a su antecesor. “Somos moralmente indefendibles, pero absolutamente necesarios”, recuerda Cross que le dijo su superior en ¿Irak? ¿Afganistán?, interpretado por un inquietante Edward Norton. Pero esa línea de relato pasa a segundo plano cuando entra en cuadro el interés romántico, una científica que fue parte esencial de su dopaje (tiene la suerte de que sea Rachel Weisz; le podía haber tocado alguien más feo) y que se salvó de milagro de ser ejecutada por la misma agencia que quiere cargarse a Cross. Esa mujer ayudará al protagonista a completar su maratón para que antes de las nuevas Olimpíadas ya haya un nuevo Cross en carrera.
En busca del Cabernet Franc interior Con espíritu lúdico, el film de Carreras parte de un registro documental para ir construyendo una ficción, en un juego que borronea constantemente las fronteras entre ambos campos para terminar revelando un costado de la realidad. “Un vaso medio vacío de vino es también uno medio lleno, pero una mentira a medias de ningún modo es una media verdad.” Con esta cita (¿auténtica, apócrifa?) de Jean Cocteau se inicia El camino del vino, ópera prima de un egresado de la Universidad del Cine, Nicolás Carreras, que parte de un registro documental para ir construyendo una ficción, en un juego que borronea constantemente las fronteras entre ambos campos para terminar revelando un costado de la realidad. El protagonista absoluto del film es Charlie Arturaola, un sommelier internacional de origen uruguayo, largamente radicado en los Estados Unidos. Simpático, entrador, algo demagógico, el hombre se mueve como pez en el agua en ese mundillo high-life de bodegueros, enólogos, empresarios y terratenientes. Todos ellos, desde Arturaola hasta el último viñatero que aparece en la película, son personajes reales y se representan a sí mismos, pero el carácter lúdico de El camino del vino tiene que ver con que todos también aceptan una premisa que no es verdadera, pero dispara el motor dramático del film: en un momento determinado, al comienzo nomás, durante una cata de vinos de alta gama en el Master of Foods and Wine de Mendoza, Charlie descubre que ha perdido el paladar. Lo siente salado, no encuentra los aromas primarios ni los secundarios y, para su horror, confirma que no puede “marcar” los vinos. El experto confunde un característico Syrah con un Tempranillo, no consigue distinguir un Viognier de un Chardonnay y un clásico Malbec de pronto le parece, para sorpresa de sus colegas, que sabe a... Gammexane. ¿Dispersión? ¿Estrés? ¿Un problema neurológico? Todo puede ser. Al fin y al cabo, la vida de un sommelier es muy agitada, con viajes constantes y exigencias sociales permanentes. El mismo Arturaola vive de sus shows de cata, en los que encanta al público con su erudición y su labia. En un primer momento, Arturaola solamente le confiesa el problema a su mujer y, mientras le dan a probar un nuevo blend o piden su opinión de distintas bodegas, se defiende con unas mentiras blancas, unas “Hollywood lies”, como él mismo las llama. “Intenso... Interesante”, sanatea. Pero después de consultar con el célebre wine-maker Michel Rolland (el “villano” de Mondovino, aquí presentado irónicamente como una suerte de gurú existencial), decide seguir sus palabras: “Ir al viñedo, volver al terruño, viajar a la esencia”. Si algo hace interesante a El camino del vino más allá de su boutade, que no alcanza a sostenerse durante la hora y media de película, es su inquietante, persistente ambigüedad. Por una parte, la película se siente muy cómoda en el ámbito que retrata, al punto que todos los participantes se desempeñan en la ficción con una naturalidad que excede el mero juego, como si “actuar” fuera algo casi cotidiano en sus vidas. Pero, justamente, esa impostación y esas máscaras dejan entrever sin embargo que –más allá de esa “cultura” y esa “forma de vida” cercana a la naturaleza que se pregonan en el ambiente– hay allí un mundo esencialmente frívolo, hecho de un denso tejido de intereses económicos y comerciales, que no excluye ciertas formas de la mendacidad y la hipocresía.