Secretos escondidos en los sótanos La nueva película del director de Incendios, segura candidata a alguno de los próximos premios Oscar, se presenta como un thriller con pretensiones, un policial psicológico que se propone abordar temas de religión, de locura y de sangre. Nunca llegó a picar tan alto como Gravedad o la todavía inédita en Argentina 12 Years a Slave, pero en el último Festival de Toronto, que funciona como una plataforma de lanzamiento al Oscar, La sospecha, quinto largometraje del québécois Denis Villeneuve (y el primero que dirige en Hollywood), se posicionó rápidamente en el ranking de aquellas películas que aspiran a competir el próximo 2 de marzo por alguna de las principales estatuillas de la Academia. Elementos para ganarse al menos unas candidaturas no le faltan: un elenco poderoso (encabezado por Hugh Jackman en un papel en el que aspira a demostrar que no sólo puede hacer de Wolverine), un ambicioso guión escrito originalmente para la pantalla por el recién llegado Aaron Guzikowski y, más allá de la estructura de thriller, una pretensión general de “obra moralmente importante”, de esas que suelen conmover a los miembros de la Academia de Hollywood. A diferencia, por caso, de Zodíaco (2007), de David Fincher, que no presumía de ser otra cosa que un policial puro y duro sobre un asesino serial, pero que en el camino iba proponiendo otras lecturas, a cual más inquietante, La sospecha, en cambio, hace exactamente lo contrario. Ya desde la primera escena, en la que un padre severo inicia a su remiso hijo en el cruento ritual de la cacería, mientras reza en un susurro el Padre Nuestro, la película parece proclamar a gritos que no se trata de un policial más entre tantos, sino de uno que tendrá que ver con la religión, con los vínculos familiares y con atávicos lazos de sangre. Ese padre se llama Keller (Hugh Jackman) y además del hijo adolescente con quien comparte esa salida de hombres tiene junto a su esposa (Maria Bello) una pequeña hija de no más de seis años. Y que justo el Día de Acción de Gracias –que es todo un acontecimiento en los Estados Unidos– desaparece misteriosamente junto a una hija de la misma edad de un matrimonio amigo. La angustia, lógicamente, no tarda en apoderarse de todos y allí entra en acción el detective Loki (Jake Gyllenhaal), que parece confirmar el refrán “Pueblo chico, infierno grande”. Será Loki quien –un poco a ciegas y enfrentado a sus propios demonios– irá descubriendo en su investigación muchas más cosas de las que originalmente suponía. Es como si en ese pueblito más que un cuerpo de policía hiciera falta un ejército de psicoterapeutas. No hay duda de que Villenueve filma bien, prolijo, profesionalmente, quizá demasiado se diría, con ese tono lustroso y esos encuadres significativos (con un crucifijo colgando de manera predominante del espejito retrovisor de un auto, por ejemplo) que le recuerdan al espectador que su película no es un mero pasatiempo. Que hay otras cuestiones en juego, que el mismo director de una película como Incendios (2010), basada en la celebrada obra teatral del libanés Wajdi Mouawad, no se conforma con narrar apenas un policial. El infatuado guión de Guzikowski sobre el que trabaja Villeneuve opera por acumulación: a la manera del viejo cinéma de qualité, cada personaje no es sólo aquel que definen sus acciones sino, sobre todo, su psicología, aquel que es producto de un pasado tan traumático como sórdido. Y cuanto más sórdido, mejor. Esto vale no sólo para Keller y para Loki –que se enfrentan como las dos caras de una misma moneda, una que lleva la máscara de la ley y la otra la de la venganza–, sino también para el sospechoso número uno (Paul Dano) y para toda una galería de personajes secundarios, que tienen más de un secreto guardado en sus sótanos. Y que más que sótanos parecen mazmorras. En defensa de la dirección de Villeneuve debe decirse que las dos horas y media de película no pesan tanto como el guión de Guzikowski, que da toda la impresión de cobrar por kilo.
Se va la segunda (y viene la tercera) La nueva entrega de la saga basada en las novelas de Suzanne Collins está dominada por el diseño de producción y los efectos especiales, que ya se impusieron definitivamente sobre el núcleo del relato, todavía tributario de Battle Royale, pero sin sangre a la vista. Apenas un año y medio después del megaéxito que significó la primera entrega de Los Juegos del Hambre, la saga basada en la serie de novelas de Suzanne Collins que compiten por esa franja del mercado preadolescente que dejaron libre las ya exhaustas Harry Potter y Crepúsculo, llega rauda la segunda parte, Los Juegos del Hambre: en llamas. Aquí la autora ya no forma parte –como en la primera– del equipo de guionistas y da la impresión de que el diseño de producción y los efectos especiales se impusieron sobre el núcleo del relato, que nunca fue gran cosa pero que no dejaba de tener su miga. Una miga que en su descripción de un mundo salvaje donde un grupo de adolescentes, en su afán de supervivencia, están obligados a luchar a muerte unos contra otros, le debía tanto a El señor de las moscas, la novela de William Golding, como a Battle Royale (2000), la furibunda película del japonés Kinji Fukasaku, basada a su vez en una novela de Koushun Takami. Nada sale de la nada, podrá alegar en su defensa la señora Collins... El asunto es que las cosas no han cambiado demasiado en ese mundo distópico que es Pánem. O han cambiado para peor. La extrema pobreza del distrito 12, del que es oriunda la heroína del relato, Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), parece haberse extendido a otros distritos, cada vez más custodiados y reprimidos por unos violentos Guardines de la Paz (que lucen unos uniformes similares a los de los guardias de asalto de La guerra de las galaxias: ¡Un poco más de imaginación!). Tanta presión sobre sus súbditos hace temer una rebelión, por lo cual el dictador de Pánem (Donald Sutherland, que siempre paga, por secundaria que sea su intervención) empieza a ponerse nervioso, sobre todo si Katniss –famosa en todo el reino– siguiera dando muestras de insumisión. Para neutralizar tanto a ella como a su pueblo, primero la obliga a un tour romántico-mediático junto a su compañero Peeta (Josh Hutcherson), con quien resultó victoriosa en los Juegos del Hambre anteriores. Pero como eso no parece suficiente, organiza junto a su nueva mano derecha (Philip Seymour Hoffman) unos Juegos del Hambre recargados, donde Katniss deberá enfrentarse a los más experimentados ganadores de juegos anteriores. El que estos Juegos –supuestamente el núcleo dramático del asunto– lleguen recién a la hora y cuarto de metraje y que la película se alargue futilmente hasta completar dos largas horas y media de duración es, por lo menos, una exageración. La denuncia al fascismo es tan obvia como elemental, la supuesta crítica al universo mediático estilo Gran Hermano –con una suerte de Jorge Rial futurista encarnado por Stanley Tucci– parece alimentarse de aquello que justamente cuestiona (ver, si no, la infinidad de modelitos y maquillajes a los que la producción de la película somete a Ms. Lawrence). Y el demorado duelo de titanes tiene menos acción física que tecnológica, con toda clase de nieblas y maremotos generados por computadora que hacen que todo parezca transcurrir en un mundo más que virtual, hecho no de sangre, sudor y lágrimas, sino de meros terabytes. El final –más que abierto, directamente un boquete– hace presumir que en menos de un año habrá más Juegos del Hambre. Para quienes no sean fieles seguidores del fenómeno –que los hay, los hay, y son muchos– se recomienda el ayuno y la abstención.
Una reflexión acerca del libre albedrío El realizador de Vincere parte de un caso real, que desató un debate sobre la eutanasia en Italia, pero lo usa como un trampolín para sumergirse en aguas más profundas, que le permiten bucear en los rasgos distintivos que marcan la identidad de su país. Como ya sucedió otras veces en su obra (Buongiorno, notte, por ejemplo, inspirada en el secuestro de Aldo Moro), en Bella addormentata el gran director italiano Marco Bellocchio parte de un caso real, pero no se limita a reproducirlo mecánica, periodísticamente –como lo han hecho tantos de sus colegas peninsulares, muchas veces en extremo prosaicos– sino que lo utiliza como un punto de partida, como un trampolín para sumergirse desde allí en aguas más profundas, que le permitan ofrecer un fresco sobre los rasgos esenciales, distintivos que marcan la identidad de su país. En esta oportunidad se trata de aquella que a comienzos de 2009 se convirtió en una causa célebre en Italia: el caso de Eluana Englaro, una chica que llevaba diecisiete años en estado vegetativo y para quien su padre había solicitado el derecho a una muerte digna. Como era de esperar en un país tan profundamente católico, el debate por la eutanasia cobró inmediatamente una enorme dimensión política, a la que no fueron ajenos ni el Vaticano ni el gobierno conservador de Silvio Berlusconi, por entonces en el poder. Sobre este marco, Bellocchio va tejiendo de manera magistral una red de relaciones entre distintos personajes, vinculados en mayor o menor medida con el caso Englaro, que llega incluso al Parlamento: un senador oficialista que tiene problemas de conciencia y piensa votar en disidencia con Forza Italia (Toni Servillo); su hija, católica practicante, que forma parte de la cadena de oración para evitar la muerte de la chica (Alba Rohrwacher); una famosa actriz teatral (Isabelle Huppert) que tiene a su vez a su propia hija en coma; y un médico de un hospital público (Pier Giorgio Bellocchio) decidido a salvar la vida de una suicida, adicta perdida a las drogas (Maya Sansa). Pero ninguno es unidimensional ni responde a una idea prefijada. Cada uno de ellos tiene sus dudas y contradicciones, que son las que le interesan al director para plantear el tema central del film: el del libre albedrío. Ateo declarado, contemporáneo de Bernardo Bertolucci y formado, como él, bajo los ejes del marxismo y el psicoanálisis (una alineación que ya era explícita en su legendaria ópera prima, I pugni in tasca, 1965), Bellocchio fue cuestionado por cierta crítica italiana que no encontró en Bella addormentata la furia anticlerical que el director había demostrado en esa maravilla que era La hora de religión (2002), un film sin duda superior. Pero lo que ofrece Bella addormentata, a cambio, es una mirada más amplia, un punto de vista más comprensivo aun sobre aquellos personajes –particularmente la activista “pro vida”– que están en las antípodas ideológicas de Bellocchio, como si el director quisiera entender, de verdad, por qué piensan como piensan, en vez de someterlos a un juicio sumario. Con la misma audacia formal que demostró tantas veces –y en los últimos años, en particular en la magistral Vincere (2009), sobre el oscuro ascenso del Duce–, Bellocchio orquesta una suerte de ópera, con infinidad de arias distribuidas para cada personaje y brillantes momentos de bravura de la puesta en escena. Hay una suerte de secreto que se creía perdido en el cine y del cual Bellocchio parece aún tener la llave: la densidad del plano, el peso específico que es capaz de extraer de cada una de sus tomas, tanto por la posición y el movimiento de la cámara como por el trabajo con sus actores. La espectacularización propia de los rituales de la cultura italiana –ya sea una misa o un mitin partidario– ha sido siempre un blanco constante de la obra de Bertolucci, que suele cargar por igual contra las figuras de la política, la religión y la familia. Y Bella addormentata no es la excepción, como lo prueba el clímax al que va llegando el film en el momento decisivo de la votación en el Parlamento, con varias acciones paralelas. Ese apogeo no podría sino ser la obra de un cineasta consumado.
Una mujer en tiempos de oscuridad En el nuevo film de la directora de Rosa Luxemburgo, los vicios del cine académico, ese que siente la necesidad de explicarlo todo, luchan con una dificultad esencial (¿cómo se filma el pensamiento?), que paradójicamente le aporta sus mejores momentos. Hay una decisión inteligente en el centro de Hannah Arendt y la banalidad del mal y es la de descartar de plano la idea de una biopic de la célebre filósofa alemana, que inexorablemente hubiera trivializado su vida y minimizado su obra. Contrariamente a lo que suele suceder, el título de estreno local resulta esta vez más certero que el original, porque la nueva película de Margarethe von Trotta –la recordada directora de Las hermanas alemanas y Rosa Luxemburgo– no pretende abarcar la totalidad del personaje que retrata (como sugiere la mera mención de su nombre), sino apenas un momento de su vida. Un momento determinante, por cierto: los cruciales cuatro años (1961-1964) durante los cuales Arendt cubrió el juicio del Estado de Israel contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann y luego escribió su famoso libro Eichmann en Jerusalén - Un estudio sobre la banalidad del mal, que tanta controversia trajo y sigue trayendo, como lo prueba el último documental de Claude Lanzmann, Le dernier des injustes, presentado en mayo pasado en el Festival de Cannes. Nacida en Hannover, Alemania, en 1906, judía y exiliada política ella misma, Arendt (interpretada en el film por Barbara Sukowa, la actriz-fetiche de Von Trotta) hacía ya mucho tiempo vivía y trabajaba como docente universitaria en Nueva York cuando se entera de que Eichmann es secuestrado en Argentina por el servicio secreto israelí y llevado a juicio en Jerusalén. Cansada de su rutinaria vida académica y de los cocktail parties de Manhattan, le propone al editor de la famosa revista The New Yorker (por entonces el órgano de expresión por antonomasia de la intelligentzia estadounidense) viajar a Israel y cubrir el juicio para la publicación. Ese comienzo del film hace temer un poco por su desarrollo posterior. La discusión en la redacción de la revista ante su propuesta parece estar allí menos por razones dramáticas que didácticas, para que ante la suspicacia de sus colaboradores el editor de la publicación pueda explicar en voz alta a los espectadores quién es Arendt y cuál es su importancia, desde su condición de discípula (y amante) de Martin Heidegger hasta el valor de su libro más famoso hasta entonces, Los orígenes del totalitarismo (1951). El viaje posterior en un bus, ya en Jerusalén, donde otro pasajero lee ostensiblemente un periódico (en inglés) que proclama en unos titulares catástrofe “Faltan dos días para el juicio del siglo” también choca por su didactismo. No son los únicos ejemplos, pero sí los más evidentes de una tendencia que afortunadamente la película luego logra revertir. En el nuevo film de Von Trotta, los viejos vicios del cine académico, ese que se siente en la necesidad de explicarlo todo, luchan cuerpo a cuerpo con una dificultad esencial del film, que la propia directora describió muy bien en la entrevista publicada ayer en Página/12: “¿Cómo se filma el pensamiento?”. Ese escollo es el mayor desafío de la película y del cual, debe decirse, sale airosa, no sólo por una puesta en escena que paulatinamente va confiando más en la capacidad del espectador para ejercer su propio discernimiento sino también por el estupendo trabajo de Sukowa que, como en ocasiones anteriores, logra mimetizarse con su personaje al punto de casi hacer olvidar de que se está frente a una gran actriz. Menos es más, parece su consigna, mientras su Arendt se echa en un sofá a fumar, a pensar. A pensar, por ejemplo, cómo “resolver el dilema entre el execrable horror de los hechos y la innegable insignificancia del hombre que los había perpetrado”. El material dramático de base es también fascinante. El hecho de que ya en las primeras notas para la revista, que luego fueron también los primeros capítulos del libro posterior, Arendt –que supo ser sionista– les impute a los Judenrat (los Consejos judíos) una dosis considerable de colaboracionismo frente a Eichmann, de acuerdo con datos que surgieron del juicio mismo, provoca una airadísima reacción no sólo de la comunidad judía neoyorquina sino también de muchos de sus colegas universitarios, que le hicieron el vacío y la empujaron al aislamiento. Ese choque entre el mundo exterior y el interior está mejor resuelto en la película cuando ella se refugia en la comprensión y el cariño de su marido (excelente Axel Milberg) que cuando recuerda su temprano amorío y posterior decepción con Heidegger. En el cine actual, el tiempo presente siempre tiene más verdad que los flashbacks, un recurso que –quizás por su manierismo– alcanzó su cenit en el cine clásico de Hollywood, pero que utilizado hoy siempre resulta retórico.
Melodrama asfixiante Con apabullante fluidez de la puesta en escena, Ripstein y Garciadiego convierten a Emma Bovary en Emilia, un ama de casa desesperada y agobiada por su espíritu y su cuerpo. Se extrañaba, hacía falta en Buenos Aires el estreno de una película de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego. Se necesitaba una dosis fuerte, generosa de pasión, de dolor, de melodrama en el cine latinoamericano, como sólo los autores de Profundo carmesí y de Principio y fin son capaces de inyectar en las venas, como si fuera sangre oscura y espesa. Para quienes conozcan la obra previa de esta inseparable pareja de creadores, que vienen trabajando juntos desde hace más de tres décadas, quizá no haya sorpresas. Su universo sigue siendo –como el de todos los grandes autores, insobornablemente fieles a sí mismos– el mismo de siempre: asfixiante, desmesurado, trágico. En todo caso, se diría que aquí aún más depurado, concentrado en sus espacios, sus personajes, sus consecuencias. Y para quienes no lo conozcan (que pueden llegar a ser muchos, en la medida en que hacía casi una década que las películas de la pareja no llegaban a la cartelera local) debería ser una revelación. Nadie en la región filma como Ripstein, con esa apabullante fluidez de su puesta en escena. Y nadie escribe como Garciadiego, con esos diálogos que parecen puñaladas. “Mala más que mala, lengua de cuchillo”, hubiera dicho de Paz Alicia una de las criadas de Bernarda Alba, de García Lorca. Que Las razones del corazón –que comienza con esa clásica cita de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”– sea una versión más que libre, libérrima de Madame Bovary, parece apenas una anécdota. Como bien señala Garciadiego (ver entrevista), su guión da vuelta la novela de Flaubert como un guante. O más bien toma ese guante y lo adapta a sus manos, a sus modos, a su tiempo y a su espacio. Convierte a Emma en Emilia, un ama de casa desesperada, como lo puede ser una mujer mexicana de hoy, pero cuya educación sentimental (para seguir con Flaubert) parece haber sido la del cine de su país de los años ’40, con el Indio Fernández como director insignia. Más de una vez Ripstein ha declarado que en su cine el melodrama es un destino manifiesto y Las razones del corazón no hace sino profundizar en ese sino. Por más que ha sido rodada en digital, Ripstein vuelve a un blanco y negro tan áspero y cochambroso como ese edificio de departamentos en el que se ahoga Emilia, asfixiada no tanto por las deudas contraídas y por un embargo inminente de sus bienes más preciados (los muebles, el televisor), sino más bien por una triste, agobiante vida familiar, contra la que no sólo su espíritu si no también su cuerpo –que se retuerce como un escuerzo– parecen rebelarse con un instinto casi animal. Criada por su madre, como ella dice, “en la escuelita de Libertad Lamarque”, Emilia, sin embargo, desatiende y reniega de su hija, por más que la ame más que a nadie en el mundo. Y le pide que la odie: “Mírame y huye, como quien huye de la peste”, le ordena. A su marido, que recién aparece a mitad de la película, queda claro que no lo quiere, que se han jodido mutuamente la existencia. Que antes que a ese hombre tibio, anónimo, gris, ella prefiere aferrarse a la vana ilusión de ese huidizo músico cubano que, con las lejanas melodías de su saxo, parece llamarla desde la azotea y despertar su celo. Estructurada de manera circular, con Emilia primero sola en el centro de la escena, a la que luego se le van sumando sucesivos círculos concéntricos (la agria portera, un vecino tan lascivo como cobarde, los ejecutores del embargo), cada vez más opresivos, como si un lazo se ciñera sistemáticamente sobre su cuello, Las razones del corazón no puede sino golpear con la fuerza de la tragedia. Que a pesar de algunas pinceladas de humor negro (“Sáquele la cama, jefe, eso siempre les duele”, sugiere uno de quienes la embargan) la película alcance esa estatura, le debe mucho no sólo a su director y a su guionista, sino también a la extraordinaria protagonista, Arcelia Ramírez, que parece ir dejando una a una no sus lágrimas –porque Emilia no llora– sino sus entrañas, sus tripas en cada escena. Tal es su entrega, tal es su talento.
Una fábula para el infinito y más allá El director de El secreto de sus ojos concibió su aventura en el cine de animación no sólo para el gran público local, sino también para el internacional. Y es en esa ambición donde, problemas de guión aparte, pierde algo de su identidad. Superproducción del cine argentino como ninguna, no sólo por sus 20 millones de dólares de presupuesto (aportados en gran parte por la coproducción española), sino también por el ejército de técnicos y animadores involucrados, la primera película de animación de Juan José Campanella, realizada en 3D, fue concebida no sólo para el gran público local, sino también para el internacional. Y es en esa ambición de pensar Metegol en un sentido amplio, no sólo en función del estreno en Argentina y España (donde se llamará Futbolín), sino también de su potencial candidatura al Oscar de Hollywood donde la nueva película del director de El secreto de sus ojos pierde no sólo algo de su eficacia narrativa, que siempre fue una virtud innegable del cine de Campanella, sino también bastante de su identidad. Inexorablemente argentinas, las películas de Campanella siempre tuvieron en sus cimientos no sólo la commedia all’italiana (que afloró especialmente en El hijo de la novia), sino también, y de manera muy marcada, el cine de Frank Capra, esas tragedias optimistas en las que el escarnio y la adversidad permitían encontrar a sus agonistas, dentro de sí mismos, los verdaderos valores que debían guiar su vida y su conducta. Pero si Il sorpasso o Qué bello es vivir –por mencionar apenas dos ejemplos emblemáticos– llegaron a ser universales fue no sólo porque provenían de cinematografías hegemónicas (la italiana en ese momento lo era, Holly-wood nunca dejó de serlo), sino también porque reflejaban características esenciales de las culturas de las que provenían. El fútbol, qué duda cabe, es una pasión argentina. Y qué escritor más argentino y popular que Roberto Fontanarrosa, uno de cuyos cuentos fue el disparador de Metegol. Sin embargo, luego de un ingenioso prólogo que parafrasea con humor el comienzo de 2001, Odisea del espacio, basta que la película describa su escenario principal, allí donde no sólo se desarrollarán todos los acontecimientos, sino que será también el espacio simbólico en disputa, para que se instale la duda. ¿En qué pueblito estamos? ¿En uno argentino o español? El trazado urbano que se verá más adelante, en algunos planos generales, ¿no se parece quizá demasiado a los clásicos, idealizados suburbios estadounidenses de las películas de Spielberg? La propia sinopsis del film parece asumir este no-lugar: “Amadeo vive en un pueblo pequeño y anónimo”, dice su primera línea. Amadeo es el protagonista de la película, un chico tímido y sensible, quizá sin demasiadas ambiciones, pero con un don especial para el metegol. Nadie puede derrotarlo, ni siquiera Grosso, un chico fanfarrón y prepotente, que –gran elipsis mediante– no tardará en convertirse en el malo de la película, cuando vuelva al pueblo convertido en un “ganador”, en una superestrella del fútbol, alimentado tanto por el dinero de sus auspiciantes como por su propio, inmenso ego. El asunto es que Grosso volverá para vengarse: de Amadeo, que fue el único que alguna vez lo derrotó en algo, y de ese pueblo del que reniega y al que compra como si fuera un lote para convertirlo en un lucrativo parque temático del deporte. Algo que ni Amadeo ni Laura (su interés romántico: las chicas también tienen derecho a identificarse con algún personaje) están dispuestos a tolerar. ¿Quiénes los ayudarán a enfrentarse a Grosso? Los habitantes de ese pueblo del cual el intendente huye en helicóptero (!) no parecen tener ni el ánimo ni la fuerza para hacerlo. Serán entonces los muñequitos del metegol de Amadeo, que cobran vida a partir de un baño de sus lágrimas (el sentimentalismo sigue siendo la marca en el orillo del cine de Campanella), quienes lo asistirán en su lucha contra el mal. Y es allí donde la película también cobra nueva vida, donde deja afortunadamente atrás una estética que hasta ese momento –por las viñetas, colores y personajes secundarios– recuerda demasiado peligrosamente a la de García Ferré. Aunque tributarios de los juguetes animados de Toy Story, los jugadores de Metegol son, por lejos, lo mejor de la película. Simpáticos, entradores, cancheros, cada uno tiene su personalidad bien marcada y definida, sin caer necesariamente en los estereotipos. Capi (voz de Pablo Rago) es el líder carismático pero siempre comprensivo, capaz de tolerar con paciencia y camaradería las vanidades del Beto (Fabián Gianola) o de escuchar resignadamente los aforismos zen del Loco (Horacio Fontova). Son ellos quienes tienen las mejores situaciones, los diálogos más jugosos, los momentos más divertidos, entre otras razones porque –a diferencia de los solemnes personajes de “carne y hueso”, portadores de la moraleja de la fábula– se saben reír de sí mismos, sin por ello dejar de ser nobles y leales. Y son ellos, también, los que dan pie a las mejores animaciones en 3D, ya sea cuando todavía están atornillados a sus molinetes o cuando, ya libres de ese yugo, pasean felices por el mundo, tratando de sobrevivir a la pequeñez de su escala y de ayudar al héroe frente a la prepotencia del villano. Es justamente por eso, porque allí había un material tan rico, que cuesta comprender por qué –en función de un clímax que nunca llega a ser tal– esos muñequitos pasan a un injusto segundo plano en los últimos veinte minutos de película, cuando Metegol pone todas sus fichas en un partido de fútbol entre los viejos, harapientos y panzones habitantes del pueblo (entre ellos un cura como “marcador derecho”; nunca faltan los curas en Campanella) y la súper escuadra del infatuado Grosso. Ya en El secreto de sus ojos a Campanella le costaba mucho cerrar su película, con esa seguidilla de finales consecutivos que no estaban en relación con la dinámica con la que había venido desarrollando el relato. Y ahora en Metegol ese partido-desafío se extiende tediosa, innecesariamente, quizá para remarcar (como ya lo había hecho en Luna de Avellaneda) esa idea, tan nostálgica como reaccionaria, de que todo pasado siempre fue mejor.
Tragedia a puertas cerradas Detrás de esos personajes, inclusive detrás de esos actores, hay hombres con nombre y apellido, convictos que encuentran la libertad en las palabras que cuatro siglos atrás ya había puesto en sus bocas y en sus conciencias William Shakespeare. Las suspicacias y la desconfianza se palpaban en el aire antes de la primera proyección de Cesare deve morire en el Festival de Berlín del año pasado. Los autores de films fundamentales de los años ’70 y ’80, como Padre Padrone y La noche de San Lorenzo, parecían casi inactivos desde hacía más de una década, desaparecidos no sólo de las carteleras sino también del circuito de festivales. Pero no tardaron en demostrar que estaban en excelente forma, con un proyecto tan atípico como logrado: el registro de los ensayos y la consiguiente representación de una de las grandes tragedias históricas de Shakespeare, Julio César, según un grupo de internos de la prisión de máxima seguridad de Rebibbia, en Roma. Y el Oso de Oro de la Berlinale fue su recompensa. La película de los Taviani empieza por el final, con el último acto de la obra, representado en el teatro de la cárcel, con familiares y público en la platea. Pero ese registro en colores cede a un espléndido blanco y negro cuando un cartel informa “Seis meses antes”. Y a partir de allí se asiste a la gestación del espectáculo, desde la primera lectura del texto y el reparto de personajes hasta los ensayos, pasando por las presentaciones del caso, por supuesto. ¿Quiénes harán de César, de Bruto, de Casio, de Marco Antonio? Un integrante de la camorra, un convicto por asesinato, otro por tráfico de drogas, un cuarto por robo a mano armada. Nadie esconde nada: los espectadores del film saben, desde un comienzo, cuando son presentados a cámara, por qué esos hombres están allí, recluidos. Y sin embargo se produce un extraño milagro: en las voces tronantes, en los rostros curtidos, en las manos temibles de esos convictos las pasiones de las que hablaba Shakespeare cobran una vida impensada, que parece superar en convicción y verdad a la que pudiera proponer el mejor actor. Claro, todos ellos saben, por propia experiencia, de qué trata la obra. Todos han experimentado –y de alguna manera siguen experimentando en la cárcel– la lealtad y la traición, el miedo y la ambición de poder, la violencia y la muerte. Al fin y al cabo, Shakespeare escribió sobre Roma y sus hombres. Y cuatro siglos después, estos internos de Rebibbia, filmados en sus calabozos, siguen siendo prisioneros de los mismos sentimientos. Es curioso, a su vez, contrastar esta experiencia con las de Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet también en tierra italiana: mientras los autores de Othon siempre trabajaron a partir del distanciamiento brechtiano, los Taviani (también de formación marxista, pero finalmente italianos) privilegian en cambio –a pesar del blanco y negro, de las rejas y de los guardias, siempre presentes– la inmersión en el texto, la pasión, la catarsis. Esta decisión no impide, sin embargo, que los Taviani recurran en determinados momentos a una típica “puesta en abismo”, ese procedimiento narrativo que consiste en imbricar una narración dentro de otra, desnudando los cimientos de la estructura dramática. Sucede por ejemplo en la escena en que César (el imponente Giovanni Arcuri) y uno de sus lugartenientes, Decio (interpretado por un convicto argentino, Juan Bonetti), se expresan sus resentimientos. Allí los personajes de pronto se salen del texto de Shakespeare y comienzan a manifestar la animadversión que se tienen los reos. Ya no hablan César y Decio sino Giovanni y Juan. Pero, ¿acaso no se están interpretando a sí mismos, según el guión preparado por los Taviani? César debe morir sabe sacar el mejor provecho no sólo de los rostros curtidos y el histrionismo natural de los reclusos –que dicen sus líneas en sus propios dialectos: napolitano, siciliano, apuliano– sino también del opresivo ambiente de la cárcel misma. Los corredores estrechos, las celdas exiguas, el angustioso patio de recreo de la prisión se convierten en la mejor escenografía para dar cuenta del complot que se cierra sobre el Emperador. Pero al mismo tiempo que el espectador se compromete emocionalmente con la tragedia, no puede dejar de recordar, a cada paso, en cada escena, que detrás de esos personajes, inclusive detrás de esos actores, hay hombres con nombre y apellido, convictos que encuentran la libertad y la redención en las palabras que cuatro siglos atrás ya había puesto en sus bocas y en sus conciencias William Shakespeare. Como reflexiona uno de los reclusos, en la soledad de su calabozo: “Desde que conozco el arte, esta celda se ha convertido verdaderamente en una prisión”.
Las afinidades electivas Es notable la manera en que Petzold, por un lado, inscribe su film en una narrativa clásica –con una elegancia que ya quisieran muchos de sus colegas hollywoodenses– y por el otro la subvierte, rompiendo con todos sus estereotipos y clichés. La ex República Democrática Alemana, hacia 1980, cuando nada hacía sospechar que alguna vez caería el Muro de Berlín. Hasta allí se traslada el gran director alemán, Christian Petzold, para narrar Bárbara, la historia de una mujer presa de un sistema político y dispuesta a escaparse, pero no a cualquier precio. Médica eminente del mejor hospital de Berlín, Bárbara (la estupenda Nina Hoss, ganadora del premio a la mejor actriz de la Berlinale 2007 por otro protagónico para Petzold, Yella), ha sido destinada a un pequeño hospital de un pueblito de provincias, para poder ser vigilada sin pudor por la Stasi, la policía secreta del régimen, que sospecha de su escasa adhesión a la causa. Allí, Bárbara se topará con André (Ronald Zehrfeld), otro médico que está en una situación similar a la suya y que busca su atención y su compañía. Pero aunque Bárbara nunca lo expresa abiertamente, se entiende que duda: ¿Y si André fuera también un espía, un delator, aunque más no sea para ganarse los favores del régimen, o simplemente para sobrevivir el terrible día a día, como hacen tantos? Con su maestría habitual para reformular los géneros clásicos y el modo de relato del cine de Hollywood, que ya demostró antes en Yella (donde deconstruía el film fantástico) y en Triángulo (una relectura del film noir), en Bárbara, Petzold va diseccionando junto a sus personajes la idea de melodrama romántico, un poco a la manera en que lo hacía Rainer Werner Fassbinder. No parece una casualidad que, entre un aluvión de citas cinéfilas, Petzold haya mencionado un film clave en la obra de Fassbinder, El frutero de las cuatro estaciones (1972), también ambientado en la asfixiante Alemania del Este. Es notable la manera en que Petzold, por un lado, inscribe su film en una narrativa clásica –con una elegancia y un dominio de las fuentes que ya quisieran muchos de sus colegas estadounidenses– y por el otro la subvierte, rompiendo con todos sus estereotipos y clichés. Si hay (tácita, latente) una historia de amor entre Bárbara y André, jamás está enunciada, como lo estaría en un film de Hollywood. Pocas cosas más obvias, a esta altura del cine, que enfrentar la adversidad de un régimen perverso con la fuerza de una pasión romántica. Pero nada de eso hay en Bárbara. Por el contrario: la lógica desconfianza de ella hacia él impone una distancia, un frío en sus relaciones que vuelve aún más tensa y ambigua cada una de las escenas entre ambos. Film pleno de detalles y sutilezas, Bárbara tiene varias escenas tan enigmáticas como brillantes. Pero hay una en particular que es reveladora no sólo de los códigos que debe manejar la pareja protagónica para hacerse entender en esa sociedad hipervigilada, sino también de las claves con las que el director le dice al espectador cuál es su punto de vista y su posición moral frente a su historia. Después de una discusión, Bárbara se queda pensativa frente a una pequeña reproducción de La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp, el famoso cuadro de Rembrandt, que André tiene en su consultorio. El le dice que le gustaría ver el original (lo que implica que él también querría salir del país) y le indica que repare en un error que habría cometido Rembrandt. Un error que según André no es necesariamente tal. El hecho de que todos los discípulos del doctor Tulp estén con la vista fija en el Atlas Médico y no en el cuerpo exangüe de ese hombre que acaba de morir (Aris Kindt, un reo que venía de ser ajusticiado) es revelador tanto para André como para Petzold. Dice André, y parece hablar también en nombre del director: “Rembrandt quiere que nosotros miremos a Kindt; lo que nos dice es que estamos con él, con la víctima, y no con ellos”. También a la manera del viejo cine de Hollywood, en Bárbara el implícito drama romántico está ineluctablemente vinculado con una aventura de espionaje. ¿Quién es ese amante misterioso que Bárbara ve a escondidas y que está dispuesto a escamotearla fuera del país? Y en todo caso, ¿cómo logrará hacerlo? ¿El siniestro oficial que la vigila podrá impedirlo? Esos elementos clásicos de suspenso están allí, en los cimientos del film, como un humus esencial en el que abreva el cineasta, pero con el cual va a ir desarrollando su propia historia, en la que importan, por encima de todo, las elecciones morales de sus personajes. A cada momento Bárbara y André son puestos a prueba –por el autoritarismo del régimen, por las desesperadas demandas de sus pacientes, por sus propios recelos– y siempre terminarán respondiendo de la manera más noble, que suele ser también la más peligrosa.
Prueba iniciática (a la Cienciología) Una modesta aventura de ciencia-ficción, elemental en su dramaturgia, pero narrada con la eficacia del realizador de Sexto sentido. Pocas producciones de Hollywood de los últimos años deben haber sido más vilipendiadas por la crítica e ignoradas por el público estadounidense que Después de la Tierra, la nueva película de M. Night Shyamalan, un realizador que en poco más de una década –el lapso que va de Sexto sentido (1999) a El último maestro del aire (2010)– pasó de ser un talismán para la boletería y director estrella (“auteur” llegaron a calificarlo los despistados Cahiers du Cinéma de hoy) a una suerte de anatema, nombre maldito si los hay tanto para los mercaderes de la industria como para la intelectualidad de la crítica. Las acusaciones –algunas muy fundadas– que llovieron sobre Después de la Tierra como mero vehículo de propaganda de la Cienciología no hicieron sino agravar el caso. Vista aquí, lejos de esas polémicas, After Earth se presenta sin embargo como una modesta aventura de ciencia-ficción, una suerte de relato de iniciación para preadolescentes (varones), elemental en su dramaturgia, pero narrado con la eficacia que en su momento hizo de Shyamalan un director estimable, más por sus dotes para la puesta en escena que por sus confusas ideas siempre cercanas a lo religioso–sobrenatural. Basado en un argumento de su protagonista y coproductor Will Smith (quien nunca se pronunció públicamente sobre su apoyo a la Cienciología, pero que habría contribuido a la secta con importantes donaciones), Después de la Tierra arranca, curiosamente, un poco como la reciente Oblivion, el tiempo del olvido, la película protagonizada por Tom Cruise, el más famoso adherente a la Cienciología. En un futuro lejano, la raza humana sobrevive lejos del planeta Tierra, ahora inhabitable y dominado por unos seres tan gigantes como monstruosos. Sin embargo, caprichos del guión, allí se produce el violento aterrizaje de emergencia de la nave del general Cypher Raige (Will Smith). Gravemente herido, al general no le queda más remedio que refugiarse en los restos del vehículo y enviar a Kitai, su hijo adolescente (Jaden Smith, hijo de Will en la vida real), en busca del transmisor con el que será posible pedir ayuda. Pero la atmósfera de la Tierra ya no es totalmente respirable y en esos cien kilómetros que deberá recorrer el muchacho hay todo tipo de riesgos, desde los extraterrestres hostiles –que huelen el miedo de sus presas– hasta selvas impenetrables y animales salvajes. No significa adelantar demasiado decir que ésta será una prueba iniciática para el chico, no tanto como el soldado al que aspiraba a ser sino especialmente como el hijo en busca de la aprobación de su estrictísimo padre. Sintética y compacta (dura 100 minutos, casi un cortometraje para los estándares del Hollywood de hoy), After Earth tiene sus mejores momentos en la ardua travesía de Kitai, que el director matiza con esas tácitas amenazas provenientes del “fuera de campo” cinematográfico que siempre fueron la marca de fábrica de Shyamalan. Los peores tramos son claramente aquellos en los que el padre adoctrina a su hijo con máximas tales como “el peligro es real, pero el miedo es una invención de nuestra mente”. Will Smith nunca se caracterizó precisamente por ser un buen actor y declamando la doctrina de L. Ron Hubbard parece apenas un mal predicador.
El uso del artificio por el artificio mismo En ese libro esencial de la cinefilia que sigue siendo Arcadia todas las noches, Guillermo Cabrera Infante decía que el gran director Vincente Minnelli “parece sentir una atracción vertiginosa por los parties, por esas reuniones maníaco-depresivas que ha inventado la ciudad como un antídoto ineficaz contra la soledad y el tedio. En todas sus cintas, como una rúbrica neurótica, aparece un party obsesivo, recurrente”. Si no fuera porque el australiano Baz Luhrmann no tiene la estatura cinematográfica de Minnelli, algo similar podría decirse de sus películas, que sin ser estrictamente comedias musicales (como muchas de las del autor de Gigi) casi lo parecen, ya sea su controvertida Romeo y Julieta (1996) o la extravagante Moulin Rouge (2001), dos films marcados tanto por la música como por el color y el exceso. Por eso no es de extrañar que el clímax, el momento más alto y también más representativo (para bien y para mal) de El gran Gatsby, su discutible versión del clásico de Francis Scott Fitzgerald, sea el que corresponde al tercer capítulo de la novela, esa fiesta colosal, plena de jazz, de sonido y de furia, en la que por fin se materializa la figura hasta entonces elusiva del protagonista, Jay Gatsby. Que “la historia jazzística del mundo”, como se la describe en la novela, sea en la película un extraño, abrumador conglomerado de Gershwin con hip hop y Beyoncé (productora musical de la película, junto al rapero Jay Z) es consecuente con la estética toda del film de Luhrmann. Se podrá decir de todo sobre su nueva extravagancia –y, en su mayoría, no necesariamente elogios–, pero si algo hay que reconocerle al director australiano es que ha sido fiel a sí mismo, antes incluso que a Scott Fitzgerald. Esos brutales anacronismos musicales y ese romanticismo desbordado, adolescente, declaradamente cursi, que ya estaban en Romeo y Julieta y Moulin Rouge reaparecen sin rubor ni vergüenza alguna en esta versión de un tótem de la literatura estadounidense. Es verdad que mucho de la novela de Scott Fitzgerald estaba concebido bajo el signo del exceso, de la visión admirada y extremadamente subjetiva que el narrador Nick Carraway tenía no sólo de Gatsby, sino también del amor incondicional de Gatsby por esa flor triste llamada Daisy. Un amor (“un sueño” lo llama Fitzgerald) que hace que toda la enorme fortuna y el inmenso poder que ha sabido acumular ese hombre sea única y exclusivamente para volver a conquistar el corazón de Daisy, su incandescente pasión de juventud, ahora casada con un prepotente millonario que no sólo la engaña descaradamente, sino también la ignora, como si fuera una más de sus muchas posesiones. Pero si la novela de Fitzgerald iba acumulando todos esos elementos para finalmente construir un poético canto a la melancolía, una suerte de oda a la irreversibilidad del tiempo –el tiempo que Gatsby y Daisy dejaron escapar y que ya nunca podrán recuperar–, el film de Luhrmann, a pesar de seguir por momentos trabajosa, literalmente el texto, nunca deja en cambio de distraerse con los elementos exteriores no sólo de la novela, sino también del film mismo. Es como si para Luhrmann fuera más importante la dispendiosa escenografía, el lujoso vestuario, todo el extenuante diseño de producción concebido por su esposa y colaboradora habitual, Catherine Martin, que el tema central desarrollado por Fitzgerald. El injustificado uso del 3D y de imágenes generadas por computadora (CGI) no hace sino reforzar la idea del artificio por el artificio mismo, en desmedro de la historia que se cuenta. El casting es tan irregular como la película misma. Así como no parece haber hoy en Hollywood un actor más justo para encarnar a Jay Gatsby que Leonardo DiCaprio, no sólo por su presencia física, sino también por su personalidad y su carácter, la Daisy de Carey Mulligan en cambio no podría resultar más sosa, más desvaída, tan fuera de época como la película toda. Algo similar sucede con Tobey Maguire como Nick Carraway, ese testigo involuntario de una pasión condenada que el actor de Spider Man parece observar con la torpe perplejidad de alguien que ha caído por error en la fiesta equivocada.