Bajo el signo del melodrama A partir de una tragedia desencadenada por el amour fou, Bellocchio, a la manera de un cine italiano que se creía perdido, articula magistralmente un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de análisis: psicológico, político y social. Es una injusticia que el cine de Marco Bellocchio esté casi olvidado en Argentina, donde su última película estrenada en salas comerciales fue La nodriza, casi una década atrás. Contemporáneo de Bernardo Bertolucci, a partir de mediados de los años ’60 ambos fueron líderes de una revolución en el cine italiano moderno que luego de los Fellini, Antonioni y Visconti llegó para aportar una visión aún más compleja y dinámica de la realidad, influidos por la nouvelle vague en general y por Jean-Luc Godard en particular. Prolíficos ambos, sus respectivas carreras fueron dando múltiples giros a lo largo de estas décadas, pero ahora se viene a confirmar que quizá Bellocchio fue de los dos el más consecuente con sus ideas, el más riguroso y actualmente quien está todavía en magnífica forma, a diferencia de Bertolucci, que ha ralentado mucho su producción al mismo tiempo que parece haber perdido su rumbo artístico. Con Vincere (el título alude a una palabra-eslogan del fascismo), Bellocchio confirma esa diferencia, entrega su mejor film en muchos años –y eso que L’ora di religione e Il regista di matrimoni, presentadas en Cannes 2002 y 2006, eran estupendas– y propone una tragedia desencadenada por el amour fou, esa pasión amorosa que impide ver cualquier otra realidad que no sea la de su oscuro objeto del deseo. Vincere exhuma una historia que debió ser famosa, pero que hasta hace muy poco tiempo era casi desconocida en Italia: la de Ida Dalser, amante de Benito Mussolini, madre del primogénito del futuro Duce, que cuando logró ascender al poder la apartó brutalmente de su vida, lo mismo que a su hijo. Ida conoció a Mussolini hacia 1914, cuando éste era aún un ardiente militante del socialismo, antimonárquico y anticlerical. Ella quedó inmediatamente flechada no sólo por su personalidad, sino también por sus ideas y le entregó inmediatamente todo: no sólo su cuerpo, sino además sus ahorros –tenía en Milán una próspera casa de modas, que vendió de apuro– para que Mussolini pudiera fundar Il Popolo d’Italia, el periódico con el que pavimentaría su ascenso al poder. Pero una vez en la cima, Mussolini no sólo la abandonó, sino que hizo todo lo posible por borrar su existencia y la del hijo que tuvieron en común, al punto de que ambos murieron en respectivos manicomios, durante el régimen fascista. A la manera de un cine italiano que se creía perdido, Bellocchio articula magistralmente un discurso en el que se van enhebrando distintos niveles de análisis: psicológico, político, social. La locura latente que anida agazapada en la normalidad ha sido siempre una constante en el cine de Bellocchio y aquí alcanza una suerte de éxtasis, porque hace de Ida (estupenda Giovanna Mezzogiorno) una heroína trágica a la manera de las divas italianas del cine mudo. De hecho, Vincere dialoga de manera permanente con el cine de la época, porque cuando Ida es apartada de la vida de Mussolini –a quien continúa amando ciegamente, mientras no deja de reclamar por sus derechos– lo sigue viendo a través de su imagen en los noticieros oficiales. Bellocchio prodiga más de una escena de bravura en Vincere y esos momentos privilegiados transcurren siempre en una sala oscura, con las imágenes parpadeantes iluminando como rayos la platea, donde se dirime una historia que es a la vez personal y colectiva. Como esa iglesia convertida en enfermería, en la que los heridos de guerra –entre ellos Mussolini– ven proyectadas en la cúpula, bajo la protección de la cruz, imágenes de un film mudo sobre la Pasión de Cristo, mientras en el suelo Ida pelea por su hombre con Rachelle, la esposa oficialmente reconocida. Hay en Vincere una dimensión grandiosa, absolutamente operística, verdiana (resuenan los ecos de Aída) que hacen del nuevo film de Bellocchio una obra magistral, de una rara envergadura, capaz de profundizar en un momento crítico de la historia italiana y, con gran inteligencia, producir a partir de esa inmersión un reflejo, una reflexión sobre la Italia berlusconiana de hoy.
Un mundo de realidades virtuales El regreso del director de Memento y Batman. Caballero de la noche comienza con la promesa de trabajar con las infinitas posibilidades que ofrece el cine como laboratorio onírico, para terminar convertida en una convencional película de acción. Rendidora mezcla de producto de prestigio artístico tal como lo entiende Hollywood y blockbuster de super-acción, El origen ha conseguido instalarse en el debate de la blogosfera mucho antes incluso de su estreno mundial, apenas un par de semanas atrás. A ese despliegue de posts y comments en todos los idiomas contribuyó sin duda el protagónico de Leonardo DiCaprio, pero sobre todo la reputación en ascenso de su director, Christopher Nolan, un inglés a quien la Warner Bros ha convertido en su niño mimado, después del éxito de sus dos Batman, en 2005 y 2008. Y a quien le dieron carta blanca para que le entregara al estudio una nueva Matrix, una película-evento capaz de vender toneladas de popcorn y, al mismo tiempo, provocar las interpretaciones académicas a la manera de Slavoj Zizek. Escrita por el propio Nolan, autor de todos sus guiones desde su consagratoria Memento, ya una década atrás, El origen puede entenderse, en una primera instancia, como lo que los anglosajones denominan un heist film, ese subgénero que se ocupa de robos perfectos, o que al menos pretenden serlo. La diferencia es que aquí la única caja fuerte que se intentará abrir no está precisamente en un banco, sino en la mente de un personaje, en su más profundo subconsciente, al que se intentará primero ingresar y luego incluso alterar, con unas técnicas tan sofisticadas como improbables. El truco, en todo caso, parece remitir tanto al reemplazo del mundo real por el virtual que propone la literatura de Philip K. Dick como a las más banales misiones imposibles de Misión imposible. El Jim Phelps de la nueva era es Dom Cobb (DiCaprio), un experto en espionaje industrial que hace rato no se conforma con fotografiar los planos de las compañías rivales, sino que ha desarrollado un sistema para introducirse, junto a todo su equipo, en los sueños de los CEOs y robarles sus más preciados secretos. Contratado por una de sus víctimas (el japonés Ken Watanabe), que sabe por propia experiencia de las posibilidades que ofrece el sistema, Cobb se verá tentado a probar los límites de su experimento: instalarse en la mente del joven heredero de la más poderosa de las corporaciones (Cillian Murphy) no sólo para averiguar cuál es su “Rosebud”, su trauma más profundo y oculto, sino también, aprovechando esa información, inocularle un pensamiento capaz de vulnerar la fortaleza de su empresa. “Una idea es el virus más peligroso”, dice Cobb, que se presta a infectar a su víctima a cambio de poder rehacer su vida familiar, hecha pedazos. Porque lo que su equipo no sabe es que Cobb también tiene un trauma tan hondo como dañino y que en su viaje al subconsciente de los demás también se le disparan los fantasmas del propio. El punto de partida de El origen es casi tan promisorio como decepcionante su desarrollo. Y el viejo axioma de Alfred Hitchcock –“Más vale partir del cliché que llegar a él”– sirve para ilustrar muy bien la trayectoria que describe la nueva película de Nolan: comienza con la promesa de trabajar con las infinitas posibilidades que ofrece el cine como laboratorio onírico para terminar convertida en una suerte de reciclaje del más convencional cine de acción, con persecuciones y tiroteos a bordo de esquíes en la nieve que recuerdan los finales a toda orquesta de las películas de James Bond, en los que hay que destruir la morada del villano. Hay otro problema en Inception y está precisamente en su origen: para intentar hacer accesible un guión que se ufana de su complejidad conceptual, el film de Nolan se ve en la necesidad de explicar en voz alta cada paso que da. Así, mientras por un lado se ofrecen elucidaciones que parecen salidas de un manual de Freud para principiantes, por otra las soluciones visuales con las que trabaja la película no son menos obvias y literales. Por caso, el tour que propone Cobb a sus más recónditos secretos se hace mientras él desciende, literalmente, en ascensor, para encontrar escondida en el último subsuelo a Mal (Marion Cotillard), la mujer que encarna la proyección de todas sus culpas y males, como indica su mismo nombre. Hay ya quien defiende la película afirmando que el proyecto de Nolan no es –a diferencia del cine de David Lynch o David Cronenberg, por caso– trabajar con un mundo de sueños y pesadillas, sino en todo caso con otro muy distinto, hecho de realidades virtuales. Hasta se podría pensar que el tablero desde el cual Cobb dispara sus fantasías se parece al de una PlayStation y que Nolan en ningún momento disfraza sus imágenes generadas por computadora. Por el contrario, hasta hace un alarde de los avances del CGI, como esa demostración –para una integrante de su equipo, pero sobre todo para el público– en la que descompone, como en un calidoscopio, la realidad de una calle cualquiera de París. Pero aun esa lectura no justifica que, en términos de relato, los distintos niveles del subconsciente terminen banalizados a la manera de los niveles de dificultad de un videogame. Si el film, en todo caso, está concebido a la manera de un gran déjà vu, donde parecen reciclarse distintas películas y manifestaciones de la cultura popular (desde el 2001 de Kubrick hasta aquel famoso número musical en el que Fred Astaire bailaba por las paredes y acá se convierte en una pelea cuerpo a cuerpo), a ese juego le falta ingenio y le sobra solemnidad. Como en sus Batman, en El origen todo es grave, denso, pesado, impostado. Y Nolan riza tanto su rizo que su película sufre de esa inflación que le es tan característica, en la que ni siquiera dos horas y media de duración le son suficientes para albergar tantos finales, superpuestos unos sobre otros como las acciones simultáneas de las que se vanagloria su trama.
La mujer de la próxima puerta La directora francesa vuelve al melodrama como se vuelve a las fuentes y plantea un film clásico, que remite a François Truffaut. El punto de partida de Partir puede pensarse como trillado, por no decir convencional: una mujer de la pequeña burguesía francesa de provincia, esposa de un próspero médico y madre de familia, se enamora perdidamente de un hombre ajeno a su medio, un ex presidiario que trabaja en su casa como albañil. Es verdad: se diría que no hay nada en Partir que no haya sido visto antes, que los lados de ese triángulo amoroso ya han sido recorridos desde todos los ángulos posibles. Sin embargo, la directora francesa Catherine Corsini, prácticamente desconocida en Argentina (apenas si se exhibieron aquí, en funciones especiales, Les amoureux y La répétition, hace casi diez años) vuelve al melodrama como quien vuelve a las fuentes, desde Anna Karenina hasta Madame Bovary, y plantea un film no necesariamente démodé sino más bien clásico, terso, sin sorpresas pero también sin hipocresías ni golpes bajos. Lo primero que consigue Corsini es apoyarse firmemente en la calidad y la personalidad de sus intérpretes. Kristin Scott Thomas es Suzanne, una mujer que ha pasado largamente los cuarenta años, que siente que su vida comienza a escaparse de sus manos y está decidida a retomar su antigua profesión de fisioterapeuta, no tanto para reconquistar su independencia económica como para sentir que es capaz de volver al mundo. Los chicos ya no necesitan tanto de ella y su marido (Yvan Attal) está más interesado en abultar la cuenta bancaria que en ocuparse de su esposa. Por su parte, Sergi López es Iván, un hombre que vive de changas y que ha dejado en su pasado una temporada en la cárcel y una pequeña hija en España. Lo que a priori nace apenas como un flirteo frívolo o un escozor de verano no tarda, sin embargo, en convertirse en una típica historia de amour fou: el deseo y la pasión se imponen a todo y a todos. Iván no tiene mucho que perder. Está acostumbrado a vivir con poco, a dormir donde sea, a no echar raíces en ningún lado. Pero el caso de Suzanne es distinto: ella da un salto mortal, se arroja a un abismo sin fondo, está resuelta a abandonar no sólo su confortable vida material, esa casa fría y lujosa como una jaula de oro, sino también a dejar atrás a sus propios hijos. Los quiere, sin duda, pero no pueden detenerla. Ella se deja arrastrar por los impulsos como nunca lo ha hecho y encuentra en esa libertad desconocida un placer que va mucho más allá de sus encuentros furtivos con Iván. La película, en este sentido, está siempre con Suzanne, adopta su punto de vista, no sólo la comprende, sino también la acompaña, aun en sus decisiones equivocadas o menos felices. La cámara de Agnès Godard (la fotógrafa habitual de Claire Denis) sabe cómo enfocarla, sin esconder jamás su edad, pero a su vez resaltando una sensualidad que Suzanne parecía tener oculta y que de pronto comienza a florecer. Hay un primer rasgo de honestidad en un film modesto pero sincero: Partir empieza por el final, con los signos de desorden y violencia que indican que esa relación no puede sino estar condenada de antemano. Será virtud entonces de la puesta en escena remontar la historia y mantener el suspenso aun sabiendo que la felicidad de esa pareja nunca va a poder ser la que los personajes imaginan. Un dato cinéfilo, a su vez, ayuda a entender un poco mejor la filiación de Partir: la banda de sonido está integrada por extractos de composiciones de Georges Delerue y Antoine Duhamel para films de François Truffaut, el más clásico de los directores de la nouvelle vague. Esos arrebatos románticos, que parecen escapados de La mujer de la próxima puerta, le dan un valor adicional a un film que todavía cree, con convicción, que es posible enfrentarse cara a cara con los clichés y contar una historia de amor.
Contra la tiranía semántica El director de Bucarest 12:08 vuelve a proponer un film simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario. ¿Qué quiere decir realmente la palabra “policía”? Este sustantivo, ¿puede acaso ser también un adjetivo? Y de ser así, ¿a qué palabras sirve y califica? ¿A Estado, Ley, Orden, Conciencia? Estas son algunas de las preguntas que están en el centro de Policía, adjetivo, un segundo largometraje que ratifica el talento y la originalidad del director rumano Corneliu Porumboiu. Ganador de la Cámara de Oro a la mejor ópera prima de Cannes 2006 por la notable Bucarest 12:08, Porumboiu vuelve a proponer un film increíblemente simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– plantea una sofisticada (y por momentos angustiosamente divertida) reflexión sobre las formas de pensamiento autoritario que siguen enquistadas, aún muchos años después, en una sociedad que atravesó la experiencia de la dictadura. En este sentido, que el film transcurra en una pequeña ciudad de Rumania no impide leerlo también en clave local, donde es fácil reconocer ciertos personajes y conductas que bien podrían ser, por qué no, argentinos. El protagonista se llama Cristi (Dragos Bucur, de La noche del señor Lazarescu), es un policía joven, que ronda los treinta años y que está recién casado con una profesora de lengua. Ambos son trabajadores estatales y llevan una vida más que modesta en una triste, gris localidad de provincia que no se menciona pero que se sabe es Vasliu, la ciudad natal de Porumboiu, donde también rodó Bucarest 12:08. El pobre Cristi ha sido asignado por sus superiores a un caso que él mismo considera menor y estúpido, pero que por ley entra dentro de los delitos que deben ser perseguidos: investigar si un adolescente fuma cigarrillos de marihuana y, eventualmente, si les provee también a sus amigos. Así, Cristi se convertirá en la sombra del muchacho: lo seguirá a la entrada y a la salida del colegio y lo esperará todo lo que sea necesario en la puerta de su casa, por lo que también registrará informaciones supuestamente pertinentes acerca de sus padres y sus ocasionales visitantes. Las horas-hombre dedicadas al asunto –que incluyen olisquear las colillas que el sospechoso deja en su camino y redactar, al final de cada día, minuciosos informes mecanografiados sobre las novedades, aunque no las hubiera– son inversamente proporcionales a la importancia del caso. Pero en el laberinto burocrático-kafkiano que es el sistema del que forma parte Cristi ese trabajo está allí para llevarse a cabo. Al fiscal no le importa que Cristi le cuente la experiencia de su luna de miel en Praga, donde vio que los jóvenes fumaban marihuana por la calle sin que nadie se molestara por ello. En la mentalidad provinciana y resentida de ese funcionario, eso en todo caso es problema de los checos. En Rumania se cumple con las leyes y, además, hay lugares tan bellos para visitar como en Praga... o los habría si estuvieran un poco mejor conservados. En un film que trabaja deliberadamente con los tiempos muertos y con las interminables esperas de Cristi a la intemperie (lo que acentúa la naturaleza ridícula de su misión), hay dos escenas clave, magistrales en muchos sentidos, que proveen una tensión dramática que está en las antípodas de lo que se podría esperar de las convenciones de una película policial, en caso de que Policía, adjetivo lo fuera, algo más que improbable. La primera escena transcurre a la noche, en la casa de Cristi: acaba de volver del trabajo, es tarde, su mujer ya ha cenado y mientras él se dispone a comer algo, ella escucha en la computadora una canción popular particularmente cursi. La canción se repite una y otra vez, hasta el hartazgo, pero en vez de brotar de furia Cristi, por el contrario, se interesa por la letra, que no llega a comprender, más allá de su obvio mensaje romántico. “Es un símbolo, una metáfora”, le explica su mujer. Parecería que en el mundo esencialmente prosaico de Cristi –que el realismo seco y sucio del film no hace sino resaltar– una metáfora es algo impensable. La otra escena es una que ya ha adquirido estatus de culto en todo el mundo, desde que la película volvió el año pasado de Cannes con el premio de la crítica y el galardón mayor de la sección Un Certain Regard. Hacia el final, cuando Cristi pide ser relevado de esa misión por razones de conciencia (si fuera detenido el chico podría pasar hasta 15 años en la cárcel y “le arruinaríamos la vida”, reconoce), su superior lo convoca a su despacho y manda pedir a su secretaria un... diccionario. Con este único instrumento, el comisario (interpretado por Vlad Ivanov, el mismo actor que en 4 meses, 3 semanas, 2 días, de Cristian Mungiu, encarnaba al siniestro abortista) lo humilla y somete bajo el peso de su tiranía dialéctica. Hay un humor tan paradójico como angustiante en esta situación (y en la película toda), que viene a recordar que el dramaturgo Eugène Ionesco, padre del llamado “Teatro del Absurdo”, también era rumano. Las nociones que enuncia Cristi sobre conceptos tan abstractos como “ley” y “conciencia” no necesariamente coinciden con las que aporta el diccionario. Y la tortura semántica a que lo somete su jefe (que a diferencia de su esposa, no acepta símbolos ni metáforas) está dirigida a ejercer sin contemplaciones el poder inapelable que otorga la palabra impresa. Si en el final de Bucarest 12:08, uno de los personajes, refiriéndose a su improbable rol en la caída del régimen de Ceaucescu, señalaba que “se hace la revolución que se puede, cada uno a su modo”, aquí Cristi viene a comprobar en carne propia que, veinte años después de la caída de la dictadura, esa revolución todavía está muy lejos de concretarse.
Cuando la felicidad llega en avión A los 88 años y muy lejos de la gravedad de Hiroshima mon amour, el gran director francés propone una comedia sobre el deseo, sobre los impulsos, una película no precisamente erótica, sino más bien sensual, en el sentido más amplio del término. ¿Una comedia de Alain Resnais? Sí, una comedia. Es injusto que después de la levedad aérea de Yo conozco la canción (1997) o incluso del tono agridulce de su anteúltima película, Corazones (2006), se siga asociando al legendario director francés, de 88 años recién cumplidos, únicamente con su costado más grave, que sin duda lo tiene, desde que se dio a conocer con su célebre ópera prima, Hiroshima mon amour (1959), una de las puertas de entrada al cine moderno. Pero ya en el díptico Smoking / Not Smoking (1993) bullía un espíritu irónico y chispeante, que ahora Las hierbas salvajes no hace sino profundizar. El nuevo opus de Resnais, inspirado en una novela de Christian Gailly (un autor desconocido en Argentina, como también lo eran Marguerite Duras y Robbe-Grillet cuando el director trabajó con ellos, medio siglo atrás), es un film sobre el deseo, sobre los impulsos, una película no precisamente erótica, sino más bien sensual, en el sentido más amplio del término. Que la pareja protagónica esté integrada por dos intérpretes que no son jóvenes –André Dussolier y Sabine Azéma, viejos conocidos del director– no hace sino más singular el proyecto. El punto de partida es El incidente, una novela de Gailly que parece haber despertado en Resnais –según confesó el año pasado en Cannes– “el sentido de la síncopa, el deseo de hacer variaciones sobre una situación como un músico de jazz le busca nuevos ángulos a un mismo tema”. Un tema más bien ligero, por otra parte. El punto de partida es la billetera perdida de la mujer, que el hombre encuentra y que despierta su curiosidad y sus fantasías: ¿quién es esa desconocida que lo mira de diferentes maneras desde las fotos de sus distintos documentos? ¿Será verdad, como dice ese carnet, que ella tiene licencia para pilotear aviones, un gusto que él nunca se llegó a permitir? Antes que la circulación del deseo, en Las hierbas salvajes parece haber una circulación de veleidades contrariadas, de equívocos, de graciosos malentendidos. Si Corazones tenía quizás un tono demasiado oscuro, o más bien invernal, con esas permanentes nevadas que teñían de melancolía los desencuentros de sus personajes, Las hierbas salvajes en cambio parece una película veraniega, luminosa, de colores alegres y primarios. Y los personajes, a pesar de su edad, que puede parecer otoñal, responden a esa energía estival y crecen en direcciones imprevisibles, como esas hierbas silvestres a las que menciona el título. La cámara de Resnais, cada vez más libre, hace un poco lo mismo. Va y viene con una fluidez asombrosa y en alguna ocasión incluso parece cobrar vida propia y se libera del yugo de tener que someterse a los dictados de la narración. Hay una escena en la que, como si se aburriera de las disquisiciones de sus personajes, la cámara los abandona discretamente, como quien deja un cuarto en puntas de pie y va a buscar su propio campo de interés, vagando por la sala y registrando detalles que hacen a la vida cotidiana de esa gente, pero que son mucho más divertidos o reveladores que ese parloteo insustancial que se sigue desarrollando, ahora lejano, en el comedor. La paleta deliberadamente colorida y artificiosa del virtuoso fotógrafo Eric Gautier hace aún más feérico ese mundo que parece transcurrir solamente en la cabeza de los personajes, sensación que acentúan los respectivos monólogos interiores de uno y otra. Es verdad que esas “variaciones” de las que habla Resnais funcionan mejor en la primera mitad de la película y que después se vuelven quizá no tanto reiterativas como algo banales. Pero al mismo tiempo no puede dejar de celebrarse la libertad y el desprejuicio con que Resnais sigue pensando el cine y la vida.
Pequeño gran film La ligereza formal de La pivellina proviene tanto de su carácter artesanal como de la libertad con que encauza las eventualidades de una situación siempre abierta a los cambios y los imprevistos. El paisaje es invernal, triste, yermo. En ese suburbio que se adivina de Roma, pero que podría ser el de cualquier otra gran ciudad europea, abundan los monoblocks, los jardines de cemento, las calles desiertas. Si no fuera porque la cabellera de Patty –una italiana que parece la reencarnación de Anna Magnani, aunque más modesta, menos sensual– está teñida de un rojo furioso, se diría que en ese arrabal todo es tan gris y melancólico como el cielo. Pero allí, abandonada entre unas hamacas vacías, brilla otra rara, solitaria mancha de color. Envuelta en un diminuto abrigo rosa, a punto de ser devorada por la noche, hay una nena, de no más de dos años. Está increíble, definitivamente sola. “¿Y tu madre?”, pregunta Patty, desesperada, mirando a diestra y siniestra, para no dar sino con el vacío. Justo ella, que había salido a buscar a su perro (“Hércules”, nunca una mascota tuvo un nombre tan inapropiado), se encuentra con esta “pivellina”, una nenita de la que ya no se podrá desprender. Pequeño gran film, el primer largometraje de ficción de la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel es un acto de amor, por sus personajes, por el espacio que habitan y también por el cine, al que honran con una película simple, cálida, noble, que nunca se permite dar un golpe bajo para ser emotiva. Si hubiera que buscar un referente, se podría pensar en el humanismo de Ermanno Olmi, un cineasta injustamente olvidado, que a través del rigor adquirido en el campo del documental supo expurgar a los resabios del neorrealismo italiano de su costado más chirle y sentimental. Documentalistas ellos mismos, Covi y Frimmel son muy conscientes –como el Olmi de Los recuperadores o de El árbol de los zuecos– que no tienen necesidad alguna de embellecer o edulcorar la realidad. La belleza de la realidad está aún allí donde ni siquiera se la imagina, parece decir el film, que nunca fuerza el curso del relato: simplemente deja que la vida se exprese y tome cuerpo delante de la cámara. Con este mismo material, casi cualquier otro director italiano actual –da miedo siquiera pensar en un Tornatore o un Benigni– hubiera hecho un pastel tan edulcorado como indigesto. Por el contrario, la pareja Covi–Frimmel consigue una película a la vez ligera en su forma pero no por ello menos sustanciosa. Esa ligereza proviene, sin duda, de los actores no profesionales, de los escenarios naturales, de su carácter artesanal, pero sobre todo de la libertad con que el film encauza, con una soltura asombrosa, las eventualidades de una situación abierta al cambio y a los imprevistos. Nada más difícil que trabajar con una niña tan pequeña y aquí, sin embargo, nada parece más natural, seguramente porque la película nunca pretende ganarse al público con su simpatía o su ternura. En todo caso, están allí y el film sabe cómo registrarlas y trasmitirlas. Tampoco es que La pivellina, a pesar de lo que su título sugiere, esté exclusivamente al servicio de “Aia”, como dice llamarse la nena, que todavía no puede siquiera pronunciar su nombre, Asia. Por el contrario, los demás personajes también importan, y mucho. Tanto Patty como su marido Walter pertenecen al mundo del circo, pero no hay nada en ellos del patetismo de I clown, de Fellini. Son veteranos, es cierto, y se nota en sus rostros el trajín de una vida itinerante, hecha a bordo de una casa eternamente rodante. Sin embargo, no hay en ellos esa tristeza cruel con la que habitualmente se asocia a los payasos, sino en todo caso el tácito orgullo de saber que pueden vivir dignamente de su oficio, al margen de las presiones y demandas de la sociedad de consumo. La pivellina es también eso: una película sobre la periferia, sobre aquello que no está en el centro, sino en los márgenes, sobre la encrucijada moral –que es también política– de unos personajes como Patty y Walter, que nunca se proclaman anarquistas pero viven como tales. ¿Por qué habrían de notificar a la policía sobre esa pivellina? Si la madre la abandonó, y promete volver a buscarla, como dice en una nota anónima, es que habrá tenido sus razones, y muy poderosas. La personalidad visceral de Patty puede chocar con el cauto realismo de Walter, pero ambos saben que la solidaridad entre pares está por encima de las conveniencias personales. Ya se verá... las familias a veces son más grandes de lo que parecen. Lo mismo que algunas películas, como La pivellina.
Mito y realidad sin barreras temporales En su obra más madura, la directora acude a una tragedia universal –la historia de Edipo–, situándola en su variante más propiamente argentina. Un film que habla de los desaparecidos y de la invisibilidad con la que se intenta obturar aquello que se empeña en salir a la luz. Después de Cómo pasan las horas (2005) y Extranjera (2007), la directora y guionista Inés de Oliveira Cézar entrega con El recuento de los daños la que quizá sea su obra más madura, aquella en la que forma y contenido se funden en un todo indivisible. La Argentina que se reconoce en la película es la de hoy, con sus paisajes, sus personajes y sus conflictos sociales, pero por detrás de esos afanes cotidianos (que la puesta en escena se ocupa de distanciar drásticamente del costumbrismo, de volver casi abstractos en su estilización geométrica) late la fuerza del mito. Como en la tragedia de Edipo, hay un hombre joven que vuelve a su tierra natal, que sin saberlo mata en la encrucijada de una autopista a su propio padre y que al llegar a su destino no puede sino sentirse atraído por una mujer mayor que él, la reina del imperio (en este caso, la dueña de una fábrica), provocando una crisis de la que apenas se adivinan sus terribles consecuencias. Que ese joven se descubra a sí mismo como un hijo robado durante la dictadura militar y que esa mujer de quien nunca se sabe su nombre pero que no es otra que Yocasta (magnífico trabajo de la actriz cordobesa Eva Bianco, dueña de una máscara impresionante) dan la dimensión, el espesor de una tragedia universal en su variante más propiamente argentina. En sus palabras de introducción a un repaso de su cine que se lleva a cabo en estos días (ver aparte), en ocasión del estreno de su nueva película, Oliveira Cézar escribe: “¿Cómo filmar la toma de conciencia?, se pregunta Serge Daney. Cómo pasan las horas, Extranjera y El recuento de los daños, la última de esta serie, se articulan alrededor de ese punto, de diferentes modos. Construyen en una superficie rota, en la que pueden proyectarse solo las partes. Juntas, ensayan una respuesta a esta pregunta”. De ese intento por aclarar el misterio, como quien interroga a la esfinge, no debe descartarse la palabra “duelo”. Como en sus películas anteriores, El recuento de los daños es un film sobre la conciencia del dolor, sobre el luto, sobre las ceremonias de la muerte. En principio, y sobre la superficie, está el fallecimiento del dueño de esa fábrica que el joven tecnócrata viene a evaluar. Frío, profesional, esa desaparición no le impide en principio proponer el rigor –laboral, financiero– que ya venía dispuesto a aplicar y al que no renuncia pese al duelo que se vive a su alrededor. Pero poco a poco, esa aflicción será también la suya y a través de ella se cuestionará su lugar en el mundo y su propia identidad. Es curioso comprobar cómo, sin proponérselo, El recuento de los daños dialoga con La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel. Allí también había al comienzo una ruta y un accidente automovilístico que ponían en una encrucijada –psicológica, social, moral– a su protagonista. Pero mientras en el film de Martel había una realidad negada férreamente por esa mujer y por su entorno, en el de Oliveira Cézar al joven no le quedará más alternativa que asumirla. En ambos casos, sin embargo, se está hablando, de una u otra manera, de los desaparecidos, del silencio y la invisibilidad con la que se intenta obturar aquello que se empeña en salir a la luz.
Padre e hijo en el post-Apocalipsis Lo mejor del film hay que buscarlo en la magnífica composición de Viggo Mortensen, cada vez mejor actor. En el principio, fue la novela. Celebrada unánimemente por la crítica estadounidense y premiada con el Pulitzer, La carretera llevaba marcado a fuego en sus páginas su inminente destino cinematográfico. Sobre todo después del salto a la popularidad que dio la literatura de Cormac McCarthy a partir de la adaptación de los hermanos Coen de Sin lugar para los débiles, premiada a su vez con la estatuilla de Hollywood. La combinación Oscar-Pulitzer debe haber sido, sin duda, muy tentadora a la hora de armar el proyecto. Es verdad que la novela, con su impiadoso retrato de un mundo post-apocalíptico, surcado por un padre y su hijo al borde de sus fuerzas, que tratan apenas de sobrevivir el día a día, no es el tipo de material que prefiere la gran industria del espectáculo. Pero a veces el prestigio también paga. Lo que quizá no se tuvo demasiado en cuenta fueron las dificultades intrínsecas de la novela, que son más de las que parecen. Hay algo engañoso en The Road, la novela: su prosa seca, despojada, lacónica; sus diálogos cortantes como cuchillos; su trama lineal con apenas dos personajes y su precisa descripción de un paisaje agónico pueden hacer pensar, en primera instancia, que es relativamente fácil de adaptar al cine, que basta apenas con agarrar el libro tal como fue publicado y filmarlo página por página, sin necesidad de pasarlo por el tamiz de un guión o de una idea de puesta en escena. La paradoja de la novela de McCarthy, sin embargo, es que esa materialidad esencial de su texto, contrastado con un escenario correspondiente al género fantástico, provoca un efecto metafórico: lo concreto aspira a representar lo universal. Con el film dirigido por el australiano John Hillcoat sucede exactamente lo inverso: al preocuparse antes por su contenido que por su estilo, la película termina desnudando aquello que quizá sea el aspecto más discutible de la obra de McCarthy, esa suerte de humanismo trasnochado que trasunta la novela, ese lastre simbólico-religioso que el relato carga como una penitencia. En una adaptación por lo demás fiel, las pocas variaciones que introduce el film en relación al texto no parecen las más felices. La novela transcurre en un agobiante tiempo presente que hace aún más angustiante la travesía de ese padre y su hijo en busca de abrigo y alimento, en un mundo cada vez más frío, yermo y hostil. La película no pretende aligerar la gravedad de ese viaje, pero lo matiza con una serie de flashbacks donde el padre (Viggo Mortensen) sueña con su mujer (Charlize Theron), la madre de su hijo (el debutante Kodi Smit-McPhee). Esos recuerdos tienen la función de darle mayor información al espectador, de completar la historia que McCarthy había dejado, deliberadamente, librada a la imaginación del lector: ¿cómo empezó el Apocalipsis?, ¿había nacido ya el niño?, ¿cuándo y por qué desapareció la madre? Ese trabajo la película ya lo entrega hecho de antemano. Lo mejor del film hay que buscarlo en la magnífica composición de Viggo Mortensen, que se revela cada vez mejor actor. Desde sus dos excelentes protagónicos con David Cronenberg (Una historia violenta, Promesas del este) se sabe que Mortensen es mucho más que el héroe de Hollywood que comenzó siendo. Pero aquí, desprovisto de un director de la talla de Cronenberg y enfrentado a un personaje que corre el riesgo de ser apenas una idea (nunca se sabe su nombre, por ejemplo), Mortensen se ocupa de infundirle verdad, sustancia y carnadura, mientras sus ojos glaucos parecen reflejar el terror de tener que abandonar a su hijo a un mundo sin futuro. Una fugaz aparición de Robert Duvall, casi irreconocible en la piel de un viejo harapiento que también recorre La carretera en busca de un día más de vida, aporta a su vez su propio momento de bravura. Para quienes se sientan sorprendidos por el final de la película y piensen que se trata de una concesión de Hollywood a su público hay que advertirles que es igual al de la novela, solamente que la literalidad que supone la puesta en imágenes de ese repentino optimismo lo vuelve aún más inverosímil.
Familia en tiempos de crisis Por su modelo de producción, Francia remite a Bolivia, donde Caetano también retrataba personajes cotidianos enfrentados a circunstancias adversas. Pero si Bolivia era un modelo de síntesis, Francia en cambio trabaja una materia mucho más dispersa. En Bolivia (2001), segundo largo de Israel Adrián Caetano después de la fundacional Pizza, birra, faso, toda la acción transcurría en un bar-parrilla del barrio de San Cristóbal. Bolivia era no sólo el país natal del protagonista, sino también la esperanza tácita, imaginaria, de recuperar su lugar de pertenencia ante una realidad hostil como la porteña, donde la discriminación y la xenofobia tienen más fuerza de lo que se admite. En su película más reciente, presentada el año pasado en los festivales de Venecia, San Sebastián y Mar del Plata, Caetano también apela a un título que desde la enunciación de un país habla de una imposibilidad: Francia. Los personajes de Francia nunca van a llegar a conocer París ni pasear por la Costa Azul. De hecho, ni siquiera se lo proponen o lo piensan. Viven el día a día como pueden, tratando de mantener apenas su fuente de trabajo. Allá afuera la realidad viene dura y ellos tampoco la hacen más fácil: Cristina (Natalia Oreiro) y Carlos (Lautaro Delgado) están separados hace años, pero el tiempo no parece haber limado los roces y las discusiones. La que paga los platos rotos es Mariana (Milagros Caetano), la única hija del ex matrimonio, que a los doce años tiene problemas de conducta y aprendizaje en el colegio. Y serán su voz y su mirada las que conduzcan el relato, un relato por momentos deliberadamente errático y fragmentario, pleno de digresiones, como suelen ser los de algunos chicos. El propio Caetano ha contado en Página/12 la génesis de Francia. Casi cuatro años después de su película inmediatamente anterior, Crónica de una fuga, producida por Oscar Kramer, sentía la necesidad de volver a filmar y recurrió a un proyecto que tenía archivado y que él mismo podía producir en condiciones “clandestinas”, no sólo por su bajo presupuesto, sino también por su carácter casero, familiar. Se trataba de hacer una película de cámara, con pocos personajes y locaciones reales, protagonizada por su propia hija, a quien le sumó algunos nombres muy populares en la televisión (Oreiro, Mónica Ayos). Por tamaño y modelo de producción, Francia también parece remitir a Bolivia, quizá su mejor película, donde Caetano también retrataba personajes cotidianos enfrentados a circunstancias cada vez más adversas. Pero acá terminan las similitudes. Allí donde Bolivia era un modelo de síntesis, capaz de ganar en fuerza y crescendo dramático, Francia en cambio trabaja una materia mucho más dispersa y heterogénea, en todos sus flancos, que termina debilitando el resultado final. Es verdad que el punto de vista elegido es, en principio, el de la mirada fantasiosa de Mariana, pero Francia no siempre lo respeta y por lo tanto pierde en rigor y concisión. La película entra y sale constantemente de ese punto de vista y esa desprolijidad se extiende a todo el relato. A su vez, en una película que se pretende realista y que se ocupa de personajes de todos los días en sus ámbitos de trabajo, el verosímil cinematográfico deja mucho que desear. La grotesca reunión de burgueses “progres” a la que asiste Cristina como mucama, por ejemplo, va más allá del estereotipo para convertirse en un retrato elemental y redundante, filmado con recursos (distorsión de la imagen y el sonido) que parecen propios del viejo cine argentino y no de quien fue uno de los fundadores de la nueva guardia. La sutileza nunca fue el fuerte del cine de Caetano, pero en Francia lo es menos que nunca, como lo ratifican las reiterativas escenas en el colegio privado al que asiste Mariana, donde directivas y docentes aparecen filmadas como meros monstruos. En un elenco desparejo, que tiende a un naturalismo falso y televisivo, es paradójicamente Natalia Oreiro quien aporta la mayor cuota de verdad y presencia cinematográfica. No importa qué haga la cámara (que suele abusar del gran angular), hay siempre una nobleza y una dignidad en su rostro que son también a las que aspira la película toda y que encuentra solamente en ella.
Maternidad en crisis El director de Ricky trabaja sobre la sensualidad del embarazo al mismo tiempo que rechaza la idea de que el instinto maternal es un sentimiento universal en todas las mujeres. Cineasta tan prolífico como ecléctico e inasible, François Ozon puede ir de una adaptación de una obra de teatro de Fassbinder (Gotas que caen sobre rocas calientes) a un thriller psicológico (La piscina), pasando por una comedia frívola deliberadamente kitsch (8 mujeres). Sin ir más lejos, Ricky, su película inmediatamente anterior, estrenada en Buenos Aires apenas un par de meses atrás, era capaz de desconcertar con su extraña mezcla de realismo proletario y fábula social con ribetes fantásticos. Allí, a partir de la extraña historia de un bebé/ángel con alas de pollo, ya rondaba el tema de la maternidad que ahora en El regreso se convierte en el núcleo duro de su nueva película, donde Ozon trabaja sobre sensaciones contradictorias sin necesidad de simplificarlas: por un lado, la sensualidad y el misterio del embarazo, al mismo tiempo que su rechazo a la idea de que el instinto maternal es un sentimiento universal en todas las mujeres. Como ya sucedía en Bajo la arena (2000), uno de los mejores films del director francés, El refugio construye su estructura dramática a partir de una ausencia, que deja un vacío difícil de llenar. En la primera escena, que por su intensidad en otra película cualquiera podría ser la última, una pareja de “yonquis”, Louis y Mousse, se inyecta hasta los huesos, sin saber que la heroína que les vendieron estaba cortada con Valium. El muere por la sobredosis, pero ella, milagrosamente, sobrevive. El refugio será la historia de su duelo y de su difícil proceso de curación. Embarazada de Louis (interpretado por Melvil Popaud, un actor a quien Ozon ya había “matado” en Tiempo de vivir), Mousse decidirá tener a su bebé no tanto porque quiera ser madre, sino como una forma de exorcizar la muerte, de mantener viva la memoria de Louis, de rebelarse contra su suegra, de la alta burguesía parisiense, que la insta a abortar, para no seguir manchando el nombre de la familia. El rechazo a las normas establecidas siempre fue una constante en el cine de Ozon. Si antes el refugio de Mousse era la droga, después de la muerte de Louis será una casa de playa en Guétary, en la frontera con España, allí donde los Pirineos bajan directamente hacia el mar. Aislada voluntariamente del mundo, Mousse (interpretada por Isabelle Carré, una actriz espléndida, embarazada realmente durante el rodaje, con unos ojos tristes que recuerdan a la primera Catherine Deneuve) intenta aprender a valerse por sí misma y a luchar contra su adicción. No parece necesitar a nadie ni cuidar especialmente su panza, pero cuando aparece Paul (Louis-Ronan Choisy), el hermanastro de Louis, no le queda más remedio que alojarlo. Al principio desconfía (puede ser un enviado de la familia), pero pronto se dejará acompañar por ese chico bello y melancólico. Paul es gay y hace su vida, pero no deja de interesarse por la memoria de su hermano y por su descendencia. A diferencia de un veraneante obsesionado con las embarazadas y que pretende llevar a Mousse a su cama, o de una mujer madura (interpretada por Marie Rivière, como si se hubiera quedado a vivir en la costa vasca, desde los tiempos de El rayo verde) empeñada en celebrar su maternidad, todos menos Paul parecen querer tocar la panza de Mousse, acariciar ese orbe obeso que crece en su cintura. Pero El refugio propone una erotización del vientre materno, a la que Paul no podrá sustraerse. Hay una dulzura parca, seca, jamás edulcorada en El refugio. Las decisiones de los personajes nunca parecen las mejores posibles, pero Ozon tiene la virtud de no juzgarlas. Como autor, los deja hacer: no les impone un mandato ni un discurso. En todo caso, se muestra curioso, como si Paul fuera su alter ego: ¿qué significa ese cuerpo que crece dentro de otro cuerpo? ¿Cómo sería ser padre sin haber concebido a ese hijo? El director parece haber filmado toda la película para intentar contestar a estas preguntas, a las que deliberadamente deja sin respuesta.