Quemar las naves, vivir en puro tiempo presente Hartazgo, insatisfacción, incomodidad existencial son algunas de las razones que empujan a la protagonista del film a desaparecer de su vida previa para empezar una nueva, en una isla del Mediterráneo que trae el recuerdo de La aventura, de Antonioni. “Se acabó”, dice Eliane a poco de comenzado el film. Y su decisión no podría ser más drástica. No se trata de que viera a su pareja, con el que lleva conviviendo quince años, besándose con otra mujer. No, ella misma lo reconoce. Si fuera solamente eso, sugiere, sería una banalidad. Se trata –aunque nunca se enuncia– de algo más profundo: de un sentimiento indeterminado pero muy intenso, una sensación de hartazgo, de insatisfacción, de incomodidad existencial. Villa Amalia, la quinta colaboración del excelente cineasta francés Benoît Jacquot con Isabelle Huppert, es la historia del salto al vacío de su protagonista, de su ruptura con los lazos que la atan con el mundo para emprender una vida nueva, sin compromisos de ningún tipo, sin otro futuro que el más inmediato presente. Basada en una novela de Pascal Quignard (el autor de Todas las mañanas del mundo), Jacquot ha hecho un film que no tiene, en apariencia al menos, nada de literario. Por el contrario, la puesta en escena es reina, las palabras escasean, las explicaciones huelgan. Al comienzo, el montaje es ríspido, los paneos de la cámara son como bofetadas y los cortes son tan abruptos como las decisiones de la protagonista. Un encuentro fortuito con un viejo amor de juventud (Jean-Hugues Anglade) la empuja a definirse, pero no necesariamente para volver atrás, sino para impulsarse hacia adelante. “Quiero desaparecer”, dice. Y quema todo, sin contemplaciones: cartas, fotos, partituras... A su paso sólo queda tierra arrasada. Ella, compositora y pianista famosa, no duda en dejar un concierto por la mitad, en plantar al público, en abandonar los contratos y las giras. A partir de entonces, Bélgica, Alemania, Suiza, Italia pasan por su vida –en tren, en bus, a pie– con la misma rapidez con que ella se desprende de todo su equipaje, hasta viajar casi apenas con lo puesto, sin lastres de ningún tipo. Cambia no sólo de corte de pelo, sino también de horizonte. Y reemplaza un mar por otro: del melancólico gris de las playas de Bretaña, donde se apaga la vida de su madre, pasa al azul profundo del Mediterráneo, una isla del sur de Italia en la que encontrará su nueva morada, Villa Amalia, un refugio tan inaccesible como ella misma. En un film que ya inicialmente lleva con fuerza la marca de Antonioni –la alienación, el desorden de los sentimientos, la inestabilidad emocional–, este desplazamiento confirma el diálogo con el cine del maestro italiano. Eliane primero habla de perderse en Tánger, en el desierto (como lo hacía el personaje de Jack Nicholson en El pasajero). Pero esa escarpada isla del Mediterráneo recuerda inequívocamente a La aventura. Y no parece una casualidad que el nombre que ella elige para su nueva identidad sea Anna, el mismo del personaje de Lea Massari en el film de Antonioni, que se perdía definitivamente en una de esas islas. Anna-Eliane en todo caso viene a ocupar ese lugar, a habitar ese viejo misterio. Isabelle Huppert ocupa a su vez el film con la misma autoridad con que su personaje habita esa casa en lo alto de un risco, ubicada al borde del abismo, en un sentido literal pero también metafórico. “Mirame”, le dice alguien. Y ella responde: “Ya no veo nada”. Y los ojos de Huppert parecen perdidos en algún horizonte lejano, inaccesible aun para ella misma. Su expresión es tan seca y austera como el film todo, pero al mismo tiempo cargada de sentidos y latencias. Esa cualidad perturbadora es la marca distintiva de Huppert, con la que ha atravesado tanto la obra de Chabrol como la de Haneke. Y en manos de Benoît Jacquot –como cuando incursionaron juntos en el universo Mishima en La escuela de la carne–, Huppert vuelve a dar lo mejor de sí, a iluminar la pantalla como un inquietante sol negro.
Una astrónoma con más luz que las estrellas Quinta película del director español Alejandro Amenábar y la segunda que rueda íntegramente en inglés después de Los otros, con Nicole Kidman, Agora es una superproducción de enormes proporciones, ambientada a comienzos del siglo V de nuestra era y que aspira a ser varias cosas a la vez, sin decidirse por ninguna en particular. Por un lado, se presenta como cine de gran espectáculo, pleno de masas, templos y togas, a la manera de los viejos peplums (del griego, peplo, túnica), ese subgénero histórico que parecía muerto y enterrado hasta que lo exhumó Gladiador y lo reivindicaron Troya, 300 y Alejandro Magno. Pero aquí, a diferencia de un héroe hercúleo y con testosterona guerrera, hay una heroína capaz de enfrentarse a la violencia, no tanto con su belleza, sino más bien con su razón: Hipatia de Alejandría. Hija y discípula del astrónomo Teón, Hipatia está considerada la primera mujer matemática de la que se tiene conocimiento, en parte gracias al divulgador científico Carl Sagan, que en su famosa serie Cosmos la rescató de un largo olvido. Tal como la presenta el film del Amenábar, que no se pretende rigurosamente histórico (como ningún peplum, por otra parte), Hipatia era el alma de la Biblioteca de Alejandría, emanaba más luz que el legendario faro de la ciudad a la que perteneció y estaba empeñada en descubrir las leyes que mueven a los astros. Y lo habría conseguido, diez siglos antes que Kepler, salvo que el fanatismo religioso acabó con su vida y con su obra, cuando el incipiente cristianismo la mató por “bruja” (en el film lapidada, lo que en estos días le da a la película la actualidad en la que pensaron sus realizadores, por el caso de la mujer condenada por adulterio en Irán). De que el personaje es interesante no hay dudas. La actriz, Rachel Weisz (El jardinero fiel), tiene no sólo sensibilidad y talento, sino –cosa rara cuando se habla de temas científicos– parece saber también de qué está hablando: piensa lo que dice y lo transmite con apasionamiento sincero. El punto de vista religioso, a su vez, resulta novedoso, al menos en los peplums, donde el pueblo cristiano –desde Ben-Hur hasta Espartaco–- siempre es perseguido y castigado. Aquí, por el contrario, las masas cristianas que se levantan contra los paganos de Alejandría están sedientas de sangre y dispuestas a ver en el progreso y el conocimiento una amenaza a su credo y una afrenta a su Dios. “Vos no podés cuestionar tus creencias, mientras que yo no puedo dejar de cuestionar las mías”, le dice Hipatia al obispo de Cirene, que fue su discípulo. Si este costado es quizás el más llamativo de Agora, el menos lo es su convencional historia de amor, digna de un teleteatro, en la que tanto el discípulo Orestes como el esclavo cristiano Davo se disputan las atenciones de Hipatia, indiferente a ambos, ya que sólo tiene ojos para las estrellas. La nimbada luz que envuelve las escenas románticas, de neto corte publicitario, las hace aún menos tolerables de lo que ya propone el guión o la estolidez de sus intérpretes masculinos. Es que Amenábar es un director muy torpe, sin ninguna sutileza, como lo prueban algunos ejemplos extremos, pero que no son los únicos: para mostrar que el mundo está patas para arriba termina filmando el asalto de la turba cristiana a la Biblioteca con la cámara al revés; o para expresar que los humanos, vistos desde la infinidad del universo, somos apenas como hormigas, no tiene mejor idea que mostrar antes un... hormiguero. Esa literalidad elemental a la que Amenábar es tan afecto (como cuando en Mar adentro el personaje de Bardem, paralizado en su cama, soñaba con volar y la cámara se subía a un helicóptero) lo lleva en Agora a abusar de las imágenes generadas por computadora, no sólo para resolver la difícil reconstrucción histórica, sino para crear esos planos cenitales de la Tierra vista desde el cosmos que parecen levantados de Google Earth.
Una casa hecha de recuerdos y fantasmas El autor de El árbol vuelve a trabajar sobre una experiencia personal que logra trascender ese límite para intentar una reflexión sobre la inexorabilidad del paso del tiempo. El cine de Gustavo Fontán siempre ha trabajado un registro íntimo en un sentido poético, más allá de si su inspiración es una reinterpretación de la obra de Juanele Ortiz, como sucedía en La orilla que se abisma (2008), o toma como excusa la exhumación del libro póstumo de su abuelo, Salvador Merlino (1903-1959), como sucede ahora en Elegía de abril. Esa intimidad esencial de los films de Fontán tiene a su vez un fuerte anclaje familiar, que aquí es casi aún más poderoso que en El árbol (2006), la primera entrega de una trilogía dedicada a la casa de Banfield donde nació el realizador y de la que esta nueva elegía dedicada al transcurso del tiempo es su segundo capítulo. La singularidad de la obra de Fontán radica precisamente en la operación por la cual aquello que pertenece al ámbito de su propia experiencia personal alcanza a transcender ese límite para intentar una reflexión sobre la inexorabilidad del paso del tiempo y sobre los ecos que el pasado sigue haciendo resonar sobre el presente. Es la mirada, el punto de vista de Fontán el que hace la diferencia, su capacidad para ver el detalle revelador y profundo allí donde otro director apenas vería la superficie de las cosas. Y las cosas, los objetos, la casa misma son determinantes en Elegía de abril, un film cargado de reminiscencias, empezando por esos libros que el abuelo de Fontán llegó a recoger de la imprenta, pero que nunca alcanzó a distribuir, porque pasó de un sueño a otro. “Tuvo la muerte de los santos”, recuerda Mary, su hija, la madre del realizador, que al comienzo del film parece que será la protagonista. Es ella quien intenta sacar a su hermano Carlos de la postración en que se encuentra, recluido en su cuarto, dedicado a sus recuerdos, “pagando viejas deudas de amor”, como él mismo dice. Es ella quien autoriza a sacar los libros de Merlino del armario donde estuvieron recluidos durante cincuenta años, para que vuelvan a respirar fuera de su mortaja de papel madera e hilo sisal. Pero el esfuerzo parece demasiado y de pronto la señora Mary dice: “Ya no actúo más, me cansé”. Allí Fontán da cuenta de su desconcierto, del quiebre que produce esa determinación en la película, desnudando el artificio del cine. Los planos, que hasta ese momento eran cerrados, se abren y se ve al sonidista con su “jirafa” y al propio director, repartiendo entre su equipo los libros de su abuelo, como si con ese gesto diera por terminado el film que acababa de iniciar. ¿Verdad o artificio? Poco importa en un film que se ocupa de borrar las fronteras entre documental y ficción. Ante el renunciamiento de su madre, no tardarán en llegar dos actores a la vieja casa de Banfield. Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros tocan a la puerta, saludan a Mary y a Carlos y asumen sus personajes, sus manías, sus tics. Se diría incluso que sus recuerdos. Hay una suerte de ejercicio de memoria emotiva en sus improvisaciones a la vista. Es evidente un espíritu lúdico en ese juego en el que personas y personajes comparten un mismo plano. En un film que asume esos riesgos, no se puede pedir homogeneidad. Hay momentos que funcionan mejor que otros. La textura de la cámara profesional compite con la camarita digital que opera el hijo de Fontán y no siempre queda claro por qué la edición elige uno u otro registro. Hay tiempos muertos que se cargan de significados y otros que pesan quizá más de lo que deberían. Pero hay una secuencia, cerca del final, que le da al film su verdadero carácter fantasmagórico, una puesta en abismo en la que los actores parecen perseguir por los pasillos y por las habitaciones de la casa los cuerpos de aquellos de quienes tienen que apropiarse, aquellos a quienes tienen que “encarnar”. Mientras, se sigue escuchando, imperturbable, la tenue, solitaria campana de un reloj carrillón, que clava sus horas como agujas en la conciencia.
Un voyeur en la sociedad de control Sencillo en términos narrativos, el film manifiesta empatía con el mundo del trabajo y los desplazados del sistema. La película fue filmada en Montevideo con un presupuesto mínimo; su historia no podría ser más simple y tiene apenas dos personajes, que casi no hablan entre sí. Pero se titula Gigante y fue, el año pasado, la primera producción uruguaya que entró en competencia oficial en uno de los tres festivales mayores del circuito cinematográfico internacional, la Berlinale, donde obtuvo no uno sino tres premios simultáneos: el Grand Prix del Jurado, el Premio Alfred Bauer a la Innovación Artística y el premio a la Mejor ópera prima, dotado de 50.000 euros. Su director es Adrián Biniez, un porteño de 35 años radicado desde hace un lustro en Montevideo y a quien desde su triple corona en la Berlinale no han dejado de preguntarle cómo es que hizo el camino inverso al habitual y dejó Buenos Aires por las calles tranquilas de la Ciudad Vieja. Quizá la mejor respuesta esté en la película misma, de una rara serenidad, que no es frecuente en el cine argentino. Lo que hay para contar, en términos estrictamente narrativos, es tan poco que se puede resumir en apenas un par de líneas. El bueno de Jara (un estupendo Horacio Camandule) trabaja como empleado de seguridad de un supermercado y cumple con el horario nocturno, el más tranquilo, que lo único que le exige –entre mates y bostezos– es montar guardia frente a los monitores de video que controlan las góndolas, mientras hace su ronda el personal de limpieza. La abulia de Jara –que parece si no disfrutar al menos contentarse con esa dulce rutina– se sacude cuando Julia (Leonor Svarcas) entra en su campo de visión, empujando un carro con un balde de detergente y un lampazo. Es una chica común, como cualquier otra, que evidentemente agarró el primer trabajo (quizás el único) que consiguió. No es particularmente linda ni sexy y el espectador la conoce de la misma manera que Jara: a través de una cámara de vigilancia. Pero para Jara, Julia se convierte en un ser especial. Y no hace falta que el protagonista pronuncie ni una sola sílaba para comprenderlo. A partir de allí, Jara –con una timidez tan grande como su propio cuerpo– no hará sino fijar sus ojos en ella, seguirla a través de cámaras y monitores, pero también por la calle, en la parada del bus, en el cine, sin atreverse siquiera a dirigirle la palabra. Sin la carga de perversión con que habitualmente se asocia su condición, Jara es básicamente un voyeur y la película no hace sino seguir con rigor cartesiano esa lógica. La parquedad de los personajes, la austeridad de lo que se ve en cuadro, la empatía con el mundo del trabajo y los desplazados del sistema pueden recordar al cine de Aki Kaurismäki (con el que también se asoció a Whisky, la otra película uruguaya de proyección internacional). Pero en Gigante hay una dosis mayor de humor, un humor eminentemente visual, pero muy tenue, delicado, como si Jara fuera una improbable reencarnación de Buster Keaton, un personaje siempre dispuesto a resolver las situaciones más sencillas a través de los caminos más complicados y recónditos. Es más, si hubiera que definir en una sola línea a Gigante, se diría que es como uno de los ensayos del sesudo alemán Harun Farocki sobre la sociedad de control y sus cámaras de vigilancia, pero tamizado, purificado por un humor delicado y absurdo heredero del cine de Keaton. Producida en Uruguay por Fernando Epstein para su compañía Control Zeta (la misma que estuvo detrás de 25 Watts, Whisky y Acné), Gigante tiene –además de Biniez, que dice haber integrado en los ’90 la banda de rock porteña Reverb– coproducción argentina, a través de Hernán Musalu-ppi y su compañía Rizoma. Pero por sus locaciones, sus personajes, su humor frugal y discreto y sobre todo por su sensibilidad no podría sino ser un film esencialmente uruguayo.
La biografía definitiva en imágenes En un trabajo de investigación sin precedentes, el documental del director de Iluminados por el fuego rescata innumerables materiales hasta ahora inéditos, no sólo de la faceta del Che como hombre público, sino también de su esfera más íntima. Realizada a lo largo de doce años en Argentina, Bolivia, Perú y Cuba, con centenares de documentos y archivos consultados en todo el mundo, Che - Un hombre nuevo bien puede considerarse la biografía cinematográfica definitiva de Ernesto Guevara, un trabajo de investigación sin precedentes, que rescata innumerables materiales hasta ahora inéditos, no sólo de su faceta de hombre público, sino también del orden de lo privado: películas caseras, cintas magnetofónicas, textos, cartas y fotos familiares que no habían trascendido o sólo habían tenido circulación en ámbitos muy cerrados de Cuba. Hay una voluntad totalizadora en el film de Tristán Bauer que va más allá de la clásica celebración del Che como un hombre de acción y a la vez de reflexión, capaz de hacer de la teoría revolucionaria una praxis y de la praxis una nueva reformulación teórica. El documental de Bauer y de su coguionista Carolina Scaglione sostiene y desarrolla esta dialéctica, que el propio Guevara sintetizaba como la de un hombre de “espíritu apasionado y mente fría”. Pero aspira a dar cuenta de más, a poner en igualdad de condiciones al combatiente guerrillero y al hijo pródigo, que nunca deja de extrañar el regazo de su madre; al hombre de Estado y al padre preocupado por el futuro de sus hijos; al líder revolucionario y al poeta aficionado, que sigue escribiendo aun en lo más profundo de la selva, después de una jornada completa de marcha forzada; al brillante orador de tribuna y al compañero enamorado, que le deja a su mujer, antes de emprender el viaje que lo conducirá a la muerte, una cinta con la lectura susurrada de versos de Vallejo y de Neruda: “Ahora para ti, Aleida, lo más íntimamente mío y lo más íntimo de los dos...”. Es más, se diría que el costado no sólo más valioso sino también único de Che – Un hombre nuevo está precisamente allí, en su descubrimiento de la faceta más íntima de Ernestito o el Te-Te, en la revelación del mundo privado del Che, que paradójicamente nunca dejó de ser un hombre siempre público, fotografiado y filmado desde niño, por sus padres primero, durante sus largas temporadas en Alta Gracia para mitigar el asma, hasta por centenares de camarógrafos, amateurs o profesionales, anónimos o famosos gracias a él (como Alberto Korda o Freddy Alborta), que lo inmortalizaron vivo y también muerto. Es verdaderamente impresionante la cantidad de documentación que quedó sobre el Che, en todos sus aspectos, desde los más notorios hasta los más secretos, como ese autorretrato que él dispara con su propia cámara frente al espejo en la soledad de su habitación del Hotel Copacabana, en La Paz, poco después de haber ingresado de manera clandestina a Bolivia, disfrazado de un pacífico comerciante uruguayo. Esa faceta íntima, recóndita incluso –a la que contribuyó de manera decisiva toda la documentación puesta a disposición por su viuda, Aleida March–, también incluye textos políticos hasta ahora desconocidos, como los que aparecen en esas libretas desclasificadas al fin por el ejército boliviano (que lee en off el sobrino del Che, Rafael Guevara) o muy poco difundidos, como ese texto profético, escrito luego de la derrota en el Congo, en el que anticipa su propia muerte tal como la publicará el semanario Life. O esa sacrílega revisión crítica de la economía política soviética, un ensayo que el Che dejó inconcluso y que ya en 1965 parecía anunciar la caída del Muro de Berlín, ocurrida casi un cuarto de siglo después. Así de inestimables como son todos estos materiales, que abren nuevas perspectivas sobre el Che, sobre su ética personal y su pensamiento político, puede llegar a ser discutible la manera de utilizarlos. A esa intención de dar cuenta de un Guevara íntimo se superpone una inocultable tendencia a una narrativa de dimensiones épicas. La vida del Che, puede pensarse, es lo suficientemente épica en sí misma como para sumarle un énfasis desde la edición, por momentos trepidante, hasta la música de Federico Jusid, excesiva y redundante. Esa contradicción, presente a lo largo de todo el film, se hace sobre todo evidente en las secuencias inicial y final, cuando la voz de Guevara le deja a Aleida lo más íntimamente suyo (sus versiones de Los heraldos negros, de César Vallejo, y de Farewell, de Pablo Neruda) y el montaje y la banda de sonido se recargan simultáneamente de imágenes (de Vietnam a Irak) y de música sinfónica. Es una elección de los realizadores –qué duda cabe– pero que permite preguntarse si no hubiera sido mejor dejar librada a la sensibilidad del espectador la emoción y el sentido de esos poemas en vez de querer imponerle una casi por la fuerza.
Policial francés que riza demasiado el rizo Pasaron ocho largos años y el doctor Alexander Beck, médico pediatra, no se habitúa todavía a la muerte de su esposa. No es para menos. La mataron en plena juventud, a orillas de un lago que era el escondite secreto de la pareja desde que eran niños. Para la policía, el caso está cerrado: el autor habría sido un asesino serial, que confesó ser el autor de otros crímenes cometidos en la zona. Pero no precisamente ése... Por eso hay un inspector de policía que todavía duda y que cree que Alex puede llegar a ser sospechoso. Para colmo, Alex anda demasiado nervioso: una serie de mails que recibe de una casilla anónima le hacen suponer que su querida Margot está viva. Y lo está buscando. Policial de qualité, de producción generosa y un lustroso elenco, encabezado por algunos habitués del cine de Claude Chabrol (François Cluzet como el marido, François Berleand como el comisario) más varios nombres con brillo propio (Kristin Scott Thomas, Nathalie Baye, Jean Rochefort, Jalil Lespert), No se lo digas a nadie es el segundo largo del actor devenido director Guillaume Canet. Basada en un best-seller de Harlan Coben que llegó a vender más de seis millones de copias en 27 idiomas, la película en su momento (data de hace cuatro años) fue todo un éxito de público en Francia, donde seguramente los nombres en las marquesinas importaron más que los vaivenes de su relato. Al director y adaptador Canet (que se reserva para sí como actor un personaje particularmente desagradable y vinculado con su historia familiar, ligada a las clases altas y la cría de caballos) le lleva casi 130 minutos desenrollar la intrincada madeja de la que está hecho su trama. No es para menos, considerando que hay demasiados personajes dando vueltas alrededor de un viudo que quizá no sea tal. Desde el padre de la víctima (Dussolier), inspector de policía retirado, hasta una sofisticada lesbiana (Scott Thomas) que vive con la hermana menor del pediatra (Marina Hands), hay un poco de todo, como esos mafiosos de suburbio, burdos estereotipos de la inmigración, que salen a los tiros en ayuda del doctor, enfrentándose a la policía y a otra banda mafiosa rival, por razones más bien forzadas. Ahí está el problema: No se lo digas a nadie es esa clase de película donde cada giro del guión (y son muchos) no responde a una lógica de los acontecimientos, sino a la voluntad de manipular al espectador, un poco de la misma manera en que el protagonista se siente manipulado. El capricho y la arbitrariedad se van imponiendo paulatinamente, hasta la inverosimilitud absoluta. El punto de partida sin duda es promisorio, pero no tarda en desbarrancarse, como si el secreto de un buen polar –como llaman los franceses al policial– ya hubiera sido olvidado por quienes deberían continuar la tradición de Melville, Sautet y compañía.
Mentiras hay muchas, amor uno solo Protagonizada por Jim Carrey y Ewan McGregor, esta comedia que todavía no se animan a estrenar en los Estados Unidos está basada en la historia real de un impostor compulsivo, que desafió al establishment por ser feliz al lado del amor de su vida. “Esto sucedió realmente... en serio.” La advertencia en los créditos iniciales de I Love you Phillip Morris tiene su gracia, porque si no se supiera que los guionistas y directores Glenn Ficarra y John Requa se basaron en una historia real, bien podría pensarse que es una fabulación absoluta, y de las más alocadas. Pero sucede que su protagonista es eso: un fabulador nato, un mentiroso patológico, un impostor compulsivo, alguien que no puede dejar de ser muchas máscaras al mismo tiempo. ¿Y quién mejor si no Jim The Mask Carrey para encarnarlo? Es una pena, sin embargo, que la película no esté a la altura de todas las posibilidades que ofrece, que le falte precisamente vuelo, locura. Una de las primeras cosas que Steven Russell (Carrey) se entera en la vida, cuando todavía es un niño, es que no es quien creía ser sino otro; que es adoptado y que su madre lo abandonó en un estacionamiento por un puñado de dólares. El mismo Russell, en el que supuestamente es su lecho de muerte (toda la película está articulada a partir de su relato en off, un recurso que funcionó para el personaje de William Holden ahogado en la piscina de Sunset Boulevard, pero que aquí cuesta bastante sostener), cuenta que no se deprimió, sin embargo. Que se propuso ser una buena persona... Elipsis total: Russell ya de adulto tocando el órgano en la iglesia; Russell con el uniforme de policía, dispuesto a servir y proteger; Russell dándole el besito de las buenas noches a su hija y fornicando luego mecánicamente (pijama incluido) a su dulce esposa, que le promete cocinarle unas cookies. El sueño americano, se intuye, no va a durar mucho. En principio porque el feligrés organista de la iglesia, el policía machote, el marido ejemplar y mejor padre de familia, confiesa a los gritos, antes de que hayan pasado siquiera diez minutos de película, que es gay. Que siempre lo fue. Y que ya nada le importa, que no quiere seguir ocultándolo, que quiere vivir su vida sin mentiras. “Pero ser gay puede llegar a salir muuuuy caro”, dice Russell mientras se pasea frente a las lujosas vidrieras de Miami con un muchachote de un brazo y unos perritos toy del otro. Y la mentira vuelve a ser una necesidad en su vida. Abogado, consultor financiero de alto nivel, médico... Ninguna profesión le es indiferente. A todas puede acceder con su histrionismo y su imaginación. Y más si lo único que quiere es complacer al único, al gran amor de su vida, a Phillip Morris (Ewan McGregor), un tímido rubio de ojos azules que conoce en una de sus muchas entradas y salidas de la cárcel. Porque Russell también es eso: un escapista como no hubo otro desde Houdini, un recluso capaz de salir caminando por la puerta principal de la prisión como si fuera el alcaide. Sí, claro, hay coincidencias y diferencias con Atrápame si puedes (2002), de Steven Spielberg, en la que Leonardo DiCaprio encarnaba, también, a un magistral estafador, que existió en carne y hueso. El film de Spielberg tenía más ritmo, más vuelo cinematográfico, más glamour. El de Ficarra y Requa (los guionistas de Un Santa no tan santo) cojea un poco, es desparejo, tiene bruscos cambios de tono que van del humor ácido a la manera de los hermanos Coen a un romanticismo capaz de rozar la cursilería. La ventaja de I Love you Phillip Morris –citar la película por su desafortunado título local sólo acentuaría la confusión con viejas comedias de Neil Simon– por sobre Atrápame si puedes es que allí donde el film de Spielberg (típico de él) terminaba sacrificando a su protagonista en el altar de la moralina y el conformismo, el de Ficarra & Recua, por el contrario, no se permite ninguna concesión a las buenas conciencias. Steven Russell no se arrepiente de ninguna de las zancadillas que le hace al establishment (que se ensañó ferozmente con él: cumple 144 años de cárcel sin haber cometido ningún crimen violento). Y mucho menos se arrepiente de su amor, que es la fuerza que motoriza sus fugas, su ansia de libertad. Quizá sea ésta una de las razones por las cuales I Love you Phillip Morris, un año y medio después de su estreno en el Festival de Cannes, todavía no haya conseguido estrenarse en los Estados Unidos. ¿La otra? Parece que alguien en Hollywood todavía tiene miedo de ver a dos estrellas de la magnitud de Carrey y McGregor dándose besos.
Con la belleza de un haiku Todo en Yuki & Nina, insólita pero feliz colaboración de dos artistas a priori muy diferentes, habla de un juego de opuestos, de la convivencia, compleja pero armónica al fin, de dos mundos: Occidente y Oriente, niños y adultos, el paisaje urbano y el rural. “La vida no es fácil, no siempre es como queremos.” Con esa realidad, que cualquier adulto conoce bien y que, expresada en voz alta, duele aún más, deben lidiar dos chicas de 9 o 10 años de edad. Yuki es hija de madre japonesa y padre francés. Las cosas no van bien y se están separando. Y Yuki, que nació y creció en París, descubre de pronto que su madre piensa radicarse con ella en Tokio. Esa noticia no hará sino fortalecer aún más su amistad con Nina, compañera de colegio y compinche de confesiones, juegos y travesuras. Poco más sucede, en términos de trama argumental, en Yuki & Nina, la magnífica película firmada a dúo por el director japonés Nobuhiro Suwa y el actor francés Hippolyte Girardot, en su primera incursión detrás de las cámaras. Pero a pesar de su sencillez esencial (o quizás gracias a ella), el film va creciendo en sensibilidad, belleza y dimensión de sentidos a la manera de un haiku. No podía esperarse menos de Suwa, uno de los mejores cineastas japoneses en actividad, un autor por derecho propio, dueño de una obra intransferiblemente personal, que siempre supo fusionar de manera muy orgánica las influencias de la nouvelle vague con las raíces más profundas de la cultura de su país. Por eso no debería sorprender –menos aún después de Una pareja perfecta (2005), un film enteramente rodado en París, con actores franceses, pero que en nada traicionaba su extraordinaria obra anterior– que se haya animado a fusionar su trabajo y su visión con un director francés. Que ese director haya sido finalmente un actor, en su debut como cineasta, sí es una sorpresa, pero feliz: nada hay de pose, de histrionismo en esta película sino, por el contrario, la expresión sincera de una amistad y una voluntad lúdica que parece el reflejo de la de sus pequeñas protagonistas. El film todo habla de este juego de opuestos, de la convivencia, compleja pero armónica al fin, de dos mundos: Occidente y Oriente, niños y adultos, el paisaje urbano y el rural. Salvo un breve prólogo en la campiña francesa, que tendrá su equivalente en una coda del otro lado del globo, el cuerpo mayor de la película transcurre en París hoy. Yuki y Nina son dos típicas niñas urbanas, hijas de familias de clase media, acostumbradas a vivir en departamentos y a transitar por las calles de la ciudad. Por eso cuando las chicas se escapan de sus casas y se internan en un bosque en las afueras de París, el film –sin otros elementos que no sean los que pone a su disposición el realismo– adquiere otra perspectiva: la naturaleza parece cobrar vida propia, las hojas de los árboles dan la impresión de acompañar la travesía de las nenas y la brisa que rompe el silencio sugiere los cambios de viento que sacudirán sus vidas. Hay algo de cuento de hadas, de relato encantado, que se ve reforzado por la idea del bosque como portal, capaz de abrir una brecha en el espacio y el tiempo. Más allá de esta apertura hacia el fantástico, que en todo caso no hace sino reflejar la manera con que los niños suelen ver la realidad, se diría que Yuki & Nina es una continuación y ampliación del discurso que Suwa ya había venido desarrollando desde sus dos primeras películas, 2/Duo (1996) y M/Other (1999). Como en H/Story (2001) y Une couple parfait, aquí también el eje obsesivo es una pareja invariablemente en crisis. Con la diferencia que esa perspectiva aquí se amplía a la repercusión que la situación tiene en los hijos, como en ese notable plano-secuencia con la cámara fija –una marca de estilo en Suwa– en el que los padres de Yuki, inmersos en su propio conflicto, van abandonando a su hija en la cena hasta dejarla sola en la mesa. Lejos del ánimo de los directores juzgar a sus personajes: en las antípodas del maniqueísmo, el film en todo caso constata la pérdida del amor de la pareja. Que como le explica el padre (interpretado por el propio Girardot) a Yuki, nunca es la pérdida del amor hacia los hijos. La bella canción tradicional japonesa que cierra el film y se escucha durante los créditos finales lo expresa muy bien: “Las palabras de mis padres/tiñen mi corazón/Aquellos que me trajeron al mundo/también dependen de mí”.
La lenta implosión de las relaciones La incomprensión intergeneracional es sólo uno de los temas de la película del cineasta oriental que, a la manera de Yasujiro Ozu, pone el foco en una reunión familiar inocente solo en apariencia. Una década atrás, After Life, el segundo largo de ficción de Kore-eda Hirokazu (formado como documentalista), ganó la competencia internacional del primer Bafici, sentando las bases del festival porteño. Un lustro después se editó en DVD en Argentina la que quizá sea su mejor película a la fecha, Nadie sabe, sobre un grupo de niños que sobreviven durante meses en un departamento de Tokio sin la ayuda de ningún adulto. Ahora, casi un par de años después de haber ganado el premio mayor del Festival de Mar del Plata, llega Un día en familia, film enraizado en las opacas tragedias familiares del maestro Yasujiro Ozu. En la película más clásica de toda su obra (Air Doll, su realización más reciente, hace de la heterodoxia su programa estético), el japonés vuelve sobre un tema esencial para el cine de su país y particularmente para el del eterno Ozu: la lenta disgregación de la familia, la incomprensión entre las distintas generaciones, el paso del tiempo, que todo lo cambia o lo corrompe. Un poco como en El fin del verano (también conocida como El otoño de la familia Kohayagawa, 1961), el penúltimo film de Ozu, en Un día... el relato comienza en un tono más bien cálido y alegre, hasta que la melancolía y las brechas entre padres e hijos se van haciendo casi insalvables. Aquí también brilla el sol del estío cuando un matrimonio ya mayor, radicado en las afueras de Yokohama, recibe la visita de sus dos hijos con sus familias. Nada parece haber cambiado en la vieja casa paterna, salvo que su centro está dominado por la fotografía de un tercer hijo, muerto de joven en un accidente de mar... Casi imperceptiblemente, mientras comparten la preparación de las comidas o descansan del bochorno de la siesta sobre el tradicional tatami, irán asomando los reproches del padre (un médico que no estuvo en el momento en que pudo haber ayudado a su hijo) o la furia sorda, largamente contenida de la madre, que ha hecho de la cocina su trono y su refugio. Que el hijo menor, a su vez, se haya casado con una viuda que ya tenía un niño de su matrimonio anterior no ayuda a hacer las cosas más fáciles para esa reunión familiar que –en el más tradicional, despojado estilo japonés– no termina en tragedia, sino en una parsimoniosa resignación al paso del tiempo, que se escapa inexorablemente como esos trenes (otra vez Ozu) que cada tanto surcan de lejos la montaña. El propio Kore-eda ha mencionado como influencia no sólo a Ozu, sino a otro maestro del período clásico del cine japonés, Mikio Naruse, que tendía a ser menos comprensivo que el autor de Historia en Tokio acerca de las conductas de sus personajes. Pero la sombra de Naruse en todo caso se percibe también en el personaje de la madre, que ocupa fuertemente la escena, ese angustiante centro vacío que ha dejado el hijo muerto. La ausencia siempre ha sido un motor dramático para el cine de Kore-eda y aquí vuelve a adquirir la misma relevancia que en After Life y Nadie sabe, pero de un modo más paulatino, menos explícito, no por ello menos determinante. En Un día en familia la vieja casa familiar –con sus muebles, rincones y objetos, de una materialidad tal que da la sensación de poder ser habitada por el espectador– es un personaje con vida propia. Es una pena que el estreno local, únicamente en soporte DVD, no pueda hacerle justicia a ese logro.
Contra las leyes de Dios y de los hombres El director de Japón y Batalla en el cielo rodó su tercera película con el mayor de los pudores, en el seno de una colectividad religiosa radicada en el estado de Chihuahua, México, en el que un caso de infidelidad se convierte en un conflicto existencial. Como si hubiera querido desmentir la fama que él mismo se labró –primero con Japón (2002) y su cópula del suicida y la anciana, y luego con la fellatio en primer plano de Batalla en el cielo (2005)–, el director mexicano Carlos Reygadas decidió rodar su tercera película, Stellet Licht, con el mayor de los pudores, en el seno de una religiosa comunidad menonita radicada en el estado de Chihuahua, México. El film todo –como su título original, que significa “luz silenciosa”– está hablado en un dialecto germánico cercano al holandés medieval y al flamenco, que es el que utilizan estas comunidades agrícolas tradicionales, alejadas del mundo del consumo contemporáneo (no utilizan teléfono ni Internet) y con un escaso contacto con la población nativa. Con malicia, se podría pensar que Reygadas –sin salir de su país– cambió el exotismo mexicano por el exotismo menonita, como una forma de responder a la idea de “identidad nacional” que el director por cierto rechaza. Pero aun considerando esta posibilidad, tan afín a la excentricidad de su cine, debe decirse que hay bastante más que eso en su tercer largometraje, dos horas y media de relato que el propio Reygadas ha resumido muy bien en dos frases: “Johan y su familia son menonitas del norte de México. Contra la ley de Dios y del hombre, Johan se ha enamorado de otra mujer”. Es cierto, en términos apenas de anécdota, poco más que eso hay en Luz silenciosa, pero en el lento transcurrir de los trabajos y los días, en la manera serena pero grave con que Johan se enfrenta a su problema de conciencia, en ese silencio luminoso que efectivamente acompaña a cada uno de los vértices de esta tragedia (que también incluye a su esposa Esther y a su amante Marianne, conscientes del peso que carga Johan en su alma, como una penitencia), el film alcanza a transmitir muy bien la agonía y el éxtasis de su protagonista. Recortada contra la belleza fría e inmutable de la naturaleza –la imagen y el sonido del film hacen del sol, el viento, la lluvia presencias determinantes– están las pasiones de los hombres, que Reygadas aprovecha para exponer de manera muy cruda pero al mismo tiempo austera, con la misma callada desnudez con que se expresan sus personajes. Johan quiere detener el tiempo, volver a ser feliz con su esposa y sus hijos como cuando no se había enamorado de otra mujer, volver a sentirse parte del mundo, pero el fatum actúa por él y por los suyos. “Lo que te ocurre es cosa del Maligno”, le dice su padre, cuando su hijo se acerca a pedirle consejo. A lo que Johan (como en un film de Bergman) le suplica: “Háblame como padre, no como predicador”. La respuesta no podría ser más angustiante: “Soy las dos cosas, Johan...”. A medida que avanza Luz silenciosa se percibe más y más la influencia del maestro danés Carl Theodor Dreyer, en el tema, en los personajes, en los encuadres. Y para cuando llega una crucial escena final es imposible no pensar en Ordet (1954), la única película de la historia del cine que se atrevió a filmar un milagro, capaz de conmover incluso a los no creyentes. ¿Por qué Reygadas –más allá de su elevada idea de sí mismo como cineasta– vuelve a Dreyer y prácticamente reescribe el final de uno de sus films más famosos? Es un enigma, pero debe reconocerse que no lo hace nada mal, por cierto. A diferencia de Ordet, Luz silenciosa no es la obra de un creyente, sino la de un ateo, pero que respeta la religiosidad de sus personajes y encuentra una forma de espiritualidad en la nobleza y la sinceridad de sus conductas. Desde sus primeras escenas, la película de Reygadas confronta dos mundos: a la larga contemplación del rumoroso amanecer le sigue el no menos prolongado, aunque mudo, rezo matinal de la familia de Johan, pautado únicamente por el ominoso sonido del péndulo de un reloj. Allí ya parece haber un conflicto: entre las leyes de la naturaleza y las del hombre, entre la pulsión y el rigor, entre el Ello y el Superyó. Ese conflicto marcará toda la película, de una estructura cíclica y por lo tanto empeñada en restablecer el orden del mundo, aunque más no sea a partir del poder demiúrgico de un relato. Hay más de una secuencia brillante, de gran cine, en Luz silenciosa (el primer encuentro de Johan y Marianne; el derrumbe bajo la lluvia de Esther) y las imágenes de Reygadas –en el más extremo formato WideScreen– son de una belleza y una materialidad como nunca antes en su cine. Es una pena que la película (que tuvo un par de pases en el Bafici 2008) llegue a su estreno porteño únicamente en proyección en dvd, un formato que no le hace justicia, ni en la casa –porque Luz silenciosa pide a gritos el rito de la sala a oscuras– ni en una pantalla devaluada.