Delicado retrato de una preadolescente Con la cámara a la altura de los ojos, la directora francesa narra la historia de una chica que quizá tenga más problemas que sus congéneres, pero también es capaz de defenderse sola en la vida y es más madura que sus propios padres. “Sé jugar a las cartas y al billar, conozco los nombres de los jugadores de fútbol y las letras de las canciones de amor, sé cómo se hacen los bebés y qué es eso de tener sexo. También me doy cuenta de quién es sincero y quién miente... pero de todo lo demás no sé nada.” Estas palabras son de Stella, una chica parisina de 11 años. Corre la segunda mitad de la década del ’70, el galán de moda sigue siendo Alain Delon y las canciones románticas italianas hacen furor, pero el segundo largo de la directora Sylvie Verheyde no tiene nada de nostálgico, al punto de que parece puro tiempo presente. Lo suyo es un retrato delicado y sensible de una preadolescente, una chica quizá con más problemas que otras de su edad, pero capaz de defenderse sola en la vida y de afrontar el futuro con más madurez que sus propios padres. Esa sensibilidad a flor de piel del film, su extrema delicadeza de tono, justamente va en contra de cualquier infección sentimental. Con una verdad que parece provenir de su propia experiencia autobiográfica, la directora Verheyde nunca juzga a sus personajes, jamás los mira desde arriba ni los sermonea desde un púlpito. La cámara siempre está, como quería Howard Hawks, a la altura de los ojos. Y su virtud y su emoción está en la fidelidad con que sigue a su protagonista, la manera en que asume el punto de vista de Stella, en que se compromete con su mirada y con su voz interior. Esa voz, menos desencantada que realista (“hacer las cosas como es debido no es lo mío”) es la que lleva el peso siempre ligero del relato, la que va contando cómo Stella ve al mundo. Un mundo rico en personajes y pleno de contrastes. Recién ingresada al secundario, a una escuela pública de un barrio acomodado, Stella sabe desde el primer día que no le será fácil hacer amigos allí: “Son del tipo de los protegidos, de los que se van a la cama a las ocho y media sin mirar la TV, yo no soy así”, constata. Ella proviene de un barrio popular, su padre y su madre (Benjamin Biolay, Karole Rocher) regentean un bar siempre animado pero un poco sórdido, en el que no faltan borrachos y prostitutas. Y nadie le dice nada (tampoco se enteran) si Stella se queda mirando la tele hasta la medianoche, seducida por el brillo misterioso de Marlene Dietrich en una vieja película en blanco y negro. La conexión entre ambos mundos la proveerá –cuándo no– la hija de unos exiliados argentinos, Gladys, una compañera de colegio muy inteligente, buena alumna pero para nada “traga”. Esta chica es capaz de mirar sin prejuicios a Stella y de invitarla a su casa, donde su padre (un psicoanalista que acaba de publicar algo así como El yo y el otro en la conciencia adolescente), después de una cena regada con buen vino, se anima a cantar: “Por las sendas argentinas va marchando el ERP...” La amistad entre esas dos chicas aportará los momentos de emoción de la película, una emoción genuina, contenida, que nunca busca la complacencia ni el golpe bajo. Son momentos compartidos, simples, sin grandes revelaciones. El guión, escrito por la propia directora, siempre prefiere mostrar antes que enunciar. Las palabras tienen su peso y su valor, pero están en los libros, que Stella acaba de descubrir, como cuando sale de una librería con un volumen de Cocteau (Les enfants terribles) con la misma agitada emoción con que Antoine Doinel corría con la foto robada de Harriet Andersson en Los 400 golpes. En el personaje protagónico, Léora Barbara es una revelación, no tanto por lo que hace sino por lo que no hace: no llora, no ríe, no hace nada por ganarse el afecto fácil del espectador. Stella observa el mundo que la rodea y trata de integrarse a él, sin resignar nada, siendo siempre ella misma. O al menos la que está intentando ser. La que quizá luego fue Sylvie Verheyde.
Una obra maestra de extremos Como artista de la soledad y la desesperación, Bruno Dumont es capaz de expresar de la manera más profunda en apenas un par de planos la energía interior de Céline, una novicia tan devota como para convertirse en el brazo armado de Jesucristo. Nunca hubo términos medios para juzgar la obra de Bruno Dumont, un cineasta capaz de provocar rechazos tan pronunciados como celebraciones incondicionales. Desde La vida de Jesús hasta Flandres, pasando por La humanidad, su cine siempre ha confrontado al espectador no tanto con situaciones extremas sino más bien con personajes extremos, al borde de sus propias fuerzas y movidos por una energía interior –llámese fe, instinto vital o mero espíritu de supervivencia– que Dumont es capaz de expresar de la manera más profunda en apenas un par de planos. En este sentido, su película más reciente, Entre la fe y la pasión - Hadewijch puede considerarse su obra maestra, un film en el que confluyen los tópicos y rasgos formales de su obra previa pero elevados aquí a un rango de rara belleza y perfección. Artista de la soledad y de la desesperación, Dumont siempre se vio relacionado de una u otra manera con el cine de Robert Bresson, no tanto por su estilo o por sus temas como por la convicción de que en cada una de las acciones terrenales que filma es capaz de enunciar una manifestación del espíritu. La expresividad de los planos generales de Dumont sólo es equivalente a la de sus planos detalle, como cuando pasa de un helado paisaje rural a una frágil mano de mujer que aprisiona un rosario. Y de pronto, como si se tuviera acceso a un secreto olvidado, en ese corte directo se reconoce la herencia casi perdida de Bresson. Pero en Hadewijch, Dumont parece decidido, más que a dialogar con su maestro, directamente a entablar con él una discusión de orden teológico, al punto de que se permite corregir el trágico final de Mouchette (1967). Como en aquel film clave de la obra de Bresson (¿cuál no lo es?), aquí la protagonista también se presenta como una adolescente abandonada por sus padres. Pero a diferencia de aquella campesina hosca y taciturna, Céline (Julie Sokolowski, una revelación) es una parisina hija de la gran burguesía francesa y vive en plena isla de St. Louis, el exclusivo barrio en el que transcurrió casi toda la vida de Bresson. Cuando comienza el film, Dumont encuentra a Céline como novicia en un convento, tan devota por Jesucristo que la misma Madre Superiora, preocupada por su salud física y mental, decide devolverla al mundo exterior para que retome el contacto con la realidad. “Te has vuelto la caricatura de una religiosa”, le recrimina con dureza. Pero el amor de Céline es más fuerte: se siente prendada por lo Absoluto y será consecuente con ese amor que va mucho más allá de lo terrenal, a tal punto que llegará a convertirse en el brazo armado de Cristo, como si fuera una nueva Juana de Arco (un personaje que también obsesionó a Bresson). Si en los films anteriores de Dumont sus personajes eran tan lacónicos como primitivos y sus actos respondían a sus pulsiones más primarias, aquí no sólo su protagonista sino también quienes la rodean –como siempre en Dumont, todos actores no profesionales, de rostros inolvidables– son capaces de reflexionar muy articuladamente sobre sus acciones. En particular Nassir, un inmigrante palestino tan devoto del Islam como Céline de Jesús, con quien la adolescente se embarcará en una suerte de cruzada terrorista ecuménica. “Estoy lista”, le asegura Céline a Nassir cuando, después de un viaje de formación a Palestina, un rayo de sol ilumina sorpresiva, milagrosamente su rostro. Cada uno a su manera, pero sobre todo muy especialmente Céline, han erotizado a tal punto su experiencia religiosa, que cuando a ella se le acerca un muchacho llamado Yassmine, lo rechaza con un argumento inexpugnable: “Sólo existo para Cristo, no quiero que nadie me mire salvo El”. Sin embargo, se diría que el cine de Dumont no es estrictamente religioso sino que, en todo caso, se interesa por aquello que es sagrado en el hombre y por la capacidad metafísica del cine de abrazar una verdad interior. A su vez, que el film acompañe a Céline hasta sus últimas consecuencias no implica necesariamente que comparta sus ideas, sino, en todo caso, que intenta comprenderlas. En un momento en el que los fanatismos religiosos se pronuncian de Oriente a Occidente y atraviesan todas las clases sociales, Dumont busca una explicación a sus manifestaciones más extremas. A diferencia de La cinta blanca, de Michael Haneke, que busca las raíces de la intolerancia en el pasado, Hadewijch es un film en puro tiempo presente, que se atreve a trascender los aspectos más anecdóticos y banales de la realidad. En este sentido, es clave un personaje casi mudo, algo así como “el inocente del pueblo”, un joven trabajador cuyo rostro tallado en piedra delata un pasado lumpen, un feo que admira tácitamente la belleza de Céline y que tendrá la oportunidad de salvarla, tanto en un sentido físico como espiritual. Film de extremos, que pasa del centro de París a la periferia, de lo terrenal a lo espiritual, del Bien al Mal, Hadewijch –el título alude al convento convertido por Céline en su refugio– es también una reflexión sobre el cine a través de la teología. Cuando Nassir habla de lo visible y lo invisible en la acción divina no se puede dejar de intuir que Dumont también está hablando de aquello que todavía es capaz de expresar el primer plano de un rostro desnudo. Hay en esas palabras una suerte de espejo de su medio de expresión, como si Dumont –en una ambición que hacía tiempo parecía resignada por el cine– volviera a preguntarse por la ontología de lo real.
Poner el cuerpo, mancharse con sangre Sobre una realidad oscura y espesa, la nueva película del autor de Leonera propone una ficción no menos brutal pero de un vuelo cinematográfico que la convierte en uno de los puntos más altos de su obra, a esta altura de una solidez y una coherencia incontrastables. La película empieza con un dato: en la Argentina mueren al año en accidentes de tránsito más de ocho mil personas, a un promedio de veintidós por día, sin contar a los miles que resultan heridos. Se alude a un enorme mercado, sostenido por las indemnizaciones de las aseguradoras y la fragilidad de la ley. Y el cartel que precede a los títulos afirma que “detrás de cada desgracia asoma la posibilidad de un negocio”. Sobre esa realidad oscura y espesa, Carancho propone una ficción no menos brutal pero de un vuelo cinematográfico (como la magistral secuencia final) que hace del sexto largometraje como director de Pablo Trapero uno de los puntos más altos de su obra, a esta altura de una solidez y una coherencia incontrastables. Desde sus comienzos, una década atrás, el cine de Trapero siempre se caracterizó por poner el cuerpo: hay algo esencialmente físico en sus películas, como si sus personajes –del Rulo de Mundo grúa a la Julia de Leonera– cobraran una materialidad casi palpable en la pantalla. De una forma aún más explícita, porque su mismo tema se lo exige, Carancho somete a su pareja protagónica, y al universo sórdido que los rodea, a una exposición de sus cuerpos –cuerpos golpeados, sangrantes, en acción y tensión permanente– que despoja a la palabra visceralidad de su significado metafórico. Lo primero que se ve de Sosa (Ricardo Darín) es la paliza que recibe de un par de matones de barrio, que le están ajustando unas cuentas. A partir de esa caída, de la que no le cuesta demasiado levantarse, como si estuviera acostumbrado, se intuye que Sosa se mueve en terreno difícil, allí donde la violencia es cosa de todos los días. Del tipo no tardará en saberse que es abogado, que perdió la matrícula (“Fue un error”, dirá, quizás refiriéndose a sí mismo) y que trabaja para una mafia del conurbano como “carancho”, una de esas aves de rapiña que están allí donde hay un accidente para agenciarse antes que nadie la representación legal de la víctima y poder sacarles unos pesos –a veces muchos– a las compañías de seguros. De ahí a “fabricar” un peatón atropellado, hay un solo paso, que Sosa parece habituado a dar. Sin saberlo, Luján (Martina Gusmán) también forma parte de ese mundo. Acaba de recibirse de médica, está recién llegada del interior y trabaja no sólo en la guardia de un hospital sino también arriba de una ambulancia, para un servicio de emergencias. Los accidentados forman el núcleo duro de su jornada laboral, que se extiende hasta el agotamiento. Es lógico que no tarde en tropezarse con Sosa. Como él, ella también pone todos los días el cuerpo y está acostumbrada a mancharse las manos con sangre. Pero cuando esa sangre que le corre por la cara sea también la suya, ya será demasiado tarde para echarse atrás. Esa concatenación azarosa y fatal de hechos que suele llamarse destino ya ha movido sus piezas y Sosa y Luján serán dos peones más de un juego sucio y peligroso, del que no es ajena la mafia policial. Sin plantearse explícitamente los códigos del cine negro, Carancho sin embargo contiene los elementos esenciales del género. Aquí hay dos personajes en el límite de sus fuerzas, expuestos a una realidad hostil de la que no pueden escapar, condenados por el medio que habitan pero también por sus propias acciones y decisiones. Hay un intento de redención por parte de Sosa, empujado por el amor que siente hacia esa mujer, que le devuelve la ilusión de una vida distinta, mejor. Pero ese sueño parece siempre improbable, como si cada vez que intentara salir del barro terminara hundiéndose cada vez más. Lo notable del film de Trapero es la manera en que logra impregnar estas convenciones de una marca muy personal, que hacen de su cine un cuerpo de obra amplio y a la vez homogéneo. Los límites entre un lado y otro de la ley están borroneados, como en El bonaerense. La cámara casi no se despega de encima de los personajes, como ya sucedía en Familia rodante, donde también el ruido del motor y de las calles funcionaba como elemento dramático (cortesía del sonidista Federico Esquerro). A la manera de Leonera, los personajes no provienen de un mundo lumpen, pero por su naturaleza fronteriza terminan inmersos en un pozo cada vez más profundo. Y como siempre en Trapero, el conurbano como una fuerza omnipresente: con sus pequeños figurantes anónimos, con sus tristes estaciones de servicio, con sus calles grises bañadas por una luz agónica. Si en Leonera, Martina Gusmán había sorprendido, en su primer protagónico, por su capacidad para habitar la pantalla con una intensidad dramática poco común, aquí en Carancho ratifica ese talento (y esa fotogenia), pero los pone al servicio de un personaje diferente, más sensible y más frágil, de una opacidad que funciona a favor de la película y nunca de su exclusivo lucimiento. Frente a ella, Ricardo Darín aprovecha un guión que trabaja a partir de la personalidad cinematográfica construida por el propio actor –el porteño sinuoso pero finalmente querible– y se adapta muy bien al mundo más crudo y menos sentimental de Trapero. Entre ambos, consiguen hacer de la pareja de Carancho un único cuerpo herido, cruzado por cicatrices que son también las de todo un cuerpo social.
El gran teatro del mundo La primera película como director de Charlie Kaufman, el guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich?, parece jugar con unas posibilidades infinitas, pero queda prisionera de su propio mecanismo. Había mucha expectativa en el Festival de Cannes de hace un par de años cuando se anunció, en competencia oficial, la presentación de la primera película como director de Charlie Kaufman, el guionista de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y ¿Quieres ser John Malkovich? Al fin y al cabo, esas películas parecían ser más suyas que de sus directores, Michel Gondry y Spike Jonze. La decepción, sin embargo, fue equivalente a esa expectativa, quizá desmesurada. Es verdad que, como en aquellos títulos, Todas las vidas, mi vida transcurre casi íntegramente en la cabeza de su protagonista, como si cargara con su propio laberinto portátil. Y que tiene que ver también con temas que ya estaban en esa obra previa: la memoria, la identidad, la pregunta por el éxito o el fracaso de una vida. Pero librado a su propio arbitrio, sin otra restricción que su juicio personal, Kaufman da rienda suelta a una autocomplacencia, una solemnidad y una megalomanía que ya estaban antes allí pero que, evidentemente, Gondry y Jonze supieron mitigar con dosis equivalentes de lirismo y humor. El protagonista absoluto de Synecdoche, New York es Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman, casi más exigido en su histrionismo que en Capote), un director teatral al que no cuesta demasiado imaginar como una suerte de alter ego del propio Kaufman, al menos en sus tormentos como artista. Infelizmente casado con una artista plástica tan sofisticada como cínica (un papel que parece calzarle como un guante a la magnífica Catherine Keener), Caden lleva una triste rutina cotidiana, angustiado no sólo por la crueldad de su esposa –que llega a confesarle en una sesión de terapia de pareja, sin el menor atisbo de culpa, que soñó con su muerte, y fue feliz– sino también por sus propios cuestionamientos como creador. ¿Lo es, acaso? ¿Tiene algún valor la puesta que está ensayando, en un college suburbano, de Muerte de un viajante, de Arthur Miller? ¿Alguien reparará en la innovación que significa hacer interpretar todos los papeles a gente muy joven, como una forma de anticipar el fracaso y la frustración que les espera y que está en el centro de esa pieza crucial del teatro estadounidense de posguerra? ¿El fracaso y la frustración de Willy Loman, el protagonista, serán también las suyas? A diferencia de la dramaturgia de Miller, si hay algo que siempre fue evidente en la obra de Kaufman es que nunca trata sus temas desde una perspectiva realista. Lo suyo es el sueño, la pesadilla, el eterno resplandor de unas mentes en llamas que no dejan de imaginar vidas paralelas y alternativas, aquello que pudo haber sido o que eventualmente podría ser. En ese sentido, Synecdoche, New York no sólo es coherente con sus obsesiones previas, sino también muy explícita desde su título: lo que habrá de representar Caden –como toda sinécdoque– es una parte por el todo. El y sólo él será la realidad. A tal punto de que no bien la película empieza a mostrar fracturas –y eso sucede enseguida– con el relato lineal y con eso que llamamos “mundo”, Caden ya está montando otra obra, gigantesca, desmesurada, una con la que representará toda la historia de su vida, la que fue, es y será, o querría ser. Es en esa zona, la más densa y predominante, donde la película parece jugar con unas posibilidades infinitas y queda, sin embargo, prisionera de su propio mecanismo, ahogada por su sistema, reducida finalmente por la pequeñez de su personaje. Maniático obsesivo, Caden –como proponía aquel cuento de Borges (“Del rigor en la ciencia”), donde la representación toma las dimensiones de la realidad al punto de reemplazarla– se toma toda una vida para representar la suya. “Caden, ¿cuándo vamos a estrenar? Hace 17 años que estamos ensayando”, le reprocha uno de sus asistentes. El agobiado espectador de la película de Kaufman casi podría recriminar lo mismo. A diferencia de la de Willy Loman, la vida y muerte de Caden no parece que pudiera importarle a nadie.
Autorretrato en invierno Que Varda pueda contar su vida de la manera más natural, sin presumir de nada, apelando a extractos de sus propios films de ficción como documentos familiares, es lo que hace de Les plages d’Agnès una obra tan original como entretenida y emocionante. ¿Cómo hacer un autorretrato en cine? La historia de la pintura es pródiga en obras maestras en las que el artista se refleja a sí mismo, como objeto de su propia curiosidad, o quizá para dejar constancia del inclemente paso del tiempo. Por su propia naturaleza, que tiende antes a la narración que a la reflexión, el cine nunca le prestó demasiada atención a esta posibilidad, salvo un par de grandes nombres, como Federico Fellini, que en 8 y ½ (1963) se animó a comparar a su set de filmación con una excéntrica carpa de circo, plagada de extraños ejemplares, empezando por el propio maestro de ceremonias. Siguiendo su estilo, mucho más sobrio y reconcentrado, Jean-Luc Godard hizo JLG/JLG-autoportrait de décembre (1995), donde se preguntaba por el grado de viabilidad del autorretrato en el cine y la relación de su medio de expresión con otras disciplinas de la historia del arte, particularmente la pintura. Y ahora, con la libertad que siempre tuvo pero potenciada por el desprejuicio que le dan sus 80 años, Agnès Varda, considerada “la abuela de la nouvelle vague”, propone Las playas de Agnès, un repaso muy subjetivo de su vida y de su obra, que es sin duda enorme y apasionante, en los más diversos campos. Concebido a partir de la idea del autorretrato pero sin un guión previo demasiado estricto, con ese estilo derivativo que hizo de Les Glaneurs et la glaneuse (2000) una obra maestra, Varda arranca lo que ella llama su reverie, su ensueño, su fantasía, desde las playas de su infancia, en la costa belga, donde puebla la arena de espejos y recuerdos, como si fuera una instalación. Lo hace con humor y con gracia –toda la película tiene este tono bien humorado–, aprovecha para presentar a su muy joven equipo en cámara, pero ella misma se da cuenta de que aunque los nombres de esos balnearios son música para sus oídos, nada va a encontrar allí salvo su punto de partida. Y no tarda en partir hacia otros rumbos, otras playas. Caminando como un cangrejo, de espaldas, como si fuera el pasado el que acude a ella, Varda recuerda a su padre de origen griego y a su madre francesa, el éxodo ante la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y el refugio en un pequeño puerto pesquero francés del Mediterráneo, Sète, donde la familia vivió en un pequeño bote amarrado al muelle. Allí, Varda filmaría en 1954 su primer largo, el extraordinario La Pointe-Courte, un film de referencia para las nuevas generaciones de entonces, rodado casi sin recursos y con una gran libertad estructural, en la que se permitía confundir la ficción con el documental. Pero como la misma Varda va recapitulando –a la manera de una abuela dicharachera y excéntrica que les cuenta a sus nietos anécdotas y personajes de su vida–, la joven egresada de la Escuela de Fotografía de París ya había sido convocada en 1947 por el gran Jean Vilar, fundador del mítico Théâtre National Populaire (TNP), para registrar a su vez la experiencia del Festival de Avignon, con los más grandes actores de la escena de entonces: Gérard Philipe, Germaine Montero, María Casares... Sin abandonar nunca su pasión por la fotografía y el teatro, Varda encontraría, sin embargo, su verdadero hogar en el cine, cuando gracias a una gestión de Jean-Luc Godard (a quien ahora en su autorretrato ella agradece, con una extraña foto en la que se le ven sus ojos tímidos, quizá por primera vez sin sus eternos anteojos oscuros) pudo filmar Cleo de 5 a 7 (1962), apenas después de que Jacques Demy, el gran amor de su vida, se iniciara con la célebre Lola (1961). Pero Varda no estuvo solamente en los cimientos de la nouvelle vague, sino también –como fotógrafa– en 1957 en la China maoísta, en 1962 en el apogeo de la Revolución Cubana, en el despertar del hippismo en California (cuando acompañó a Jacques Demy a su aventura hollywoodense) y en las luchas más duras del feminismo de Francia, enfrentándose incluso con la Iglesia y la policía por el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Mientras, no dejaba de filmar y de hacerse amigos: Jim Morrison de un lado del Atlántico y Jane Birkin y Serge Gainsbourg del otro. Que Varda pueda contar todas estas historias de la manera más natural, sin presumir de nada, apelando a extractos de sus propios films de ficción como documentos de su propia vida familiar, es lo que hace de Les plages d’Agnès un film no sólo original, sino también tan entretenido como emocionante.
El Mal detrás de la bruma Sin necesidad de embarcarse en explicaciones nítidas, el realizador de Caché va tejiendo un tapiz inquietante a través de los hechos que se suceden en una pequeña comunidad asfixiada por el misterio y un férreo espíritu de religiosidad. Hay algo más que misterioso, más bien maligno, en ese pequeño pueblo del norte de Alemania, hacia 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Al comienzo, la inexplicable caída del caballo del doctor del pueblo, que termina hospitalizado durante meses. Luego, la muerte aparentemente accidental pero dudosa de una campesina. Más adelante, el secuestro y apaleamiento del hijo del Barón, que deja a toda la comunidad sumida en la perplejidad y el miedo: ¿quién podría hacerle eso a un niño? Y peor aún, ¿al heredero del Barón? ¿Y el sospechoso incendio del granero de su propiedad? Pero la cosa no acaba allí: Karli, el inocente del pueblo, un chico con atraso mental, aparece una noche en el bosque, prácticamente ciego, con sus ojos casi arrancados. Todo eso sucede mientras el rígido pastor protestante del pueblo impone a sus hijos que lleven bien a la vista “la cinta blanca”, un símbolo que les debe recordar a toda hora el camino de la pureza. Y que es el elemento simbólico al que alude el título de la nueva, magnífica película del austro-alemán Michael Haneke. Rodada en un ascético blanco y negro, que le da una extraña belleza, pero al mismo tiempo la despoja de todo preciosismo formal, La cinta blanca es una película de época que se revela inapelablemente contemporánea. No sólo porque habla del pasado con el mismo grado de verdad con que el cineasta suele abordar el presente, sino también porque –sin que lo enuncie jamás en voz alta– los ecos lejanos de esa comunidad enviciada por valores absolutos de pureza pueden seguir resonando aún hoy como los antecedentes de actuales casos de represión y fanatismo religioso. El film de Haneke habla de un micromundo que expresa una sociedad patriarcal, punitiva, en la que impera un severísimo orden jerárquico y se reprime todo sentimiento. Nada en ese pequeño pueblo parece estar fuera de lugar y, sin embargo, un círculo de malicia, envidia, brutalidad y venganza comienza a ganar a sus habitantes, sumiéndolos en la humillación y la sospecha mutuas. No es el mismo “huevo de la serpiente” del cual alguna vez habló Ingmar Bergman, refiriéndose al nazismo, aunque sus larvas son evidentes, en la férrea disciplina que rige la vida cotidiana del pueblo, en sus rituales de castigo y sumisión, en el anhelo de pureza absoluta en el que son formados sus niños. En La cinta blanca hay algo menos sociológico, menos histórico en un sentido estricto y, por el contrario, más enquistado en la conciencia profunda de una comunidad, como ya sucedía en la notable Caché, donde a través de un único personaje parecía materializarse la vergüenza y la culpa de todo un país, Francia, y toda una generación, la del protagonista, que supo negar un episodio precisamente “escondido”, como fue la matanza de doscientos argelinos en pleno centro de París, en 1961. Con un rigor espartano en su estructura dramática y una precisión y una frialdad quirúrgica en cada uno de sus planos, Haneke nunca cede a la tentación de explicar nada. Por el contrario, su narración va tejiendo un denso, enfermizo tapiz, hecho de infinidad de pequeñas escenas y episodios que van sumiendo al relato en la ambigüedad y en el misterio, al mismo tiempo que todo parece ir cobrando un sentido terrible, como le sucede al narrador del film, el maestro del pueblo. El parece el único capaz de conservar la inocencia, de expresar su amor sincero por una institutriz del pueblo, situación que da lugar a unas escenas de una ternura muy contenida, es cierto, pero también muy raras en un cineasta habitualmente tan cruel como Haneke. Sin embargo, el hecho de que sea ese personaje quien narre la historia desde una voz cascada por la vejez y el paso del tiempo (“No sé si todo es completamente cierto, algunos acontecimientos todavía permanecen en el misterio”, dice al comienzo) propone un distanciamiento frente a la materia dramática que invita a rechazar la identificación con los personajes para privilegiar, en cambio, una reflexión sobre los sucesos narrados. El ritmo del relato, pautado no sólo a partir de las estaciones que marcan los ciclos vitales de la comunidad sino también, y muy especialmente, de sus rituales religiosos (la cruz es un elemento omnipresente en el film y no únicamente en la casa del pastor), contribuye también a preguntarse por el sentido de los acontecimientos antes que dejarse arrastrar por ellos. Lo que, en todo caso, el film de Haneke va descubriendo poco a poco, con un notable entramado formal –que va sumando geométricamente esos episodios de violencia, cada vez más graves y atroces–, es que detrás de esos actos en apariencia anárquicos se esconde un Mal que, lejos de lo que preferiría esa feligresía de un protestantismo extremo, no tiene nada de sobrenatural. Por el contrario, la revelación –en verdad la suposición, así de ambiguo es el film– de quiénes y por qué practican esas brutales acciones disciplinarias no podría ser más inquietante, más revulsiva.
Vida y muerte de un amante del cine Premiada en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes, la película no sólo brilla en sus actuaciones, sino también en el tono que elige para contar la historia de un despreocupado productor cinematográfico que termina acorralado por las deudas. El tono inicial es alegre, vertiginoso, despreocupado. El hombre habla por dos teléfonos celulares a la vez, maneja mientras fuma y sale de una reunión para meterse en otra, pero hay felicidad en su trabajo. Es productor de cine, hace las películas que le gustan y no necesariamente las que dan plata. Planea una película georgiana mientras tiene un rodaje en curso en Suecia y llega un equipo coreano para buscar locaciones. Se diría que el entusiasmo nunca abandona a Grégoire Canvel, que tiene tiempo para seguir leyendo guiones y ver en un joven inexperto al futuro cineasta que sólo él sabrá descubrir. Si hasta París parece una fiesta: luminosa, vital, movida desde la banda de sonido por un radiante “Egyptian Reggae”. Pero todo hombre tiene sus misterios y Grégoire no es la excepción. Premiada en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes, el segundo largometraje de la joven directora francesa Mia Hansen-Love (formada en las páginas de Cahiers du Cinéma) está libremente inspirado en el sonado suicidio de Humbert Balsan, un reconocido productor francés, que estuvo detrás de directores de la talla de Claire Denis, Bela Tarr y Theo Angelopoulos, entre muchos otros. Pero lejos de encerrarse en el ghetto del cine dentro del cine y de regodearse enfermizamente con la tragedia, el film de Hansen-Love elige en cambio abrirse al mundo circundante, darle luz y espacio a la vida que sigue bullendo allí afuera, para ofrecer en todo caso un retrato no sólo de un hombre en una circunstancia crítica, sino también de una familia que debe aprender a recomponerse de la conmoción y salir a pelear por la obra que ese productor deja atrás. No por nada el título del film es El padre de mis hijos. El contexto familiar es fundamental en esta película de espíritu renoiriano, donde cada personaje tiene sus razones. Empezando por Grégoire, que ha acumulado deudas por varios millones de euros, mientras sigue financiando una película con la anterior y lleva una vida de gran burgués, con una casona en las afueras de París en la que disfruta los fines de semana con su bella mujer y sus hijas, una adolescente y las otras dos aún pequeñas. Allí está el núcleo dramático de la película, su conflicto, porque si el cine termina matando a Grégoire, la familia no alcanza a salvarlo. “No pensó en nosotras”, dice una de las nenas. Y tiene razón. Como también la tiene el laboratorio que reclama su deuda, el equipo que exige sus salarios y la directora coreana que quiere un profesional como jefe de locaciones y no un amateur por el solo hecho de que cuesta menos. El talento de Mia Hansen-Love se hace evidente en la seguridad con que maneja tantas situaciones y personajes, en la arrolladora fluidez de su puesta en escena, en el dominio que tiene sobre sus intérpretes, todos –empezando por Louis-Do de Lencquesaing como Grégoire– no sólo un hallazgo de casting, sino también de verdad y convicción. Pero hay sobre todo en Hansen-Love un gran manejo de la emoción. A diferencia de Fin de agosto, comienzo de septiembre (1998), de su mentor Olivier Assayas, que sin duda es el film que le sirvió como guía, la directora elige renunciar al virtuosismo formal del modelo para trabajar en cambio sobre la materia humana, sobre los sentimientos, sin permitirse a su vez ninguna infección sentimental. La despreocupada irresponsabilidad de Grégoire, la inocente felicidad de las chicas, la insospechada determinación que demuestra la madre (estupenda Chiara Casselli) son los pilares sobre los cuales Hansen-Love se va interrogando –como Doris Day desde la banda de sonido en los planos finales, en un feliz guiño cinéfilo– qué será del futuro, de la vida, del amor.
Juana de Arco con pinceles Para narrar la historia de una artista que se adelantó a su época y que fue reconocida recién después de muerta, la película ganadora de siete premios César elige, en cambio, un modo de relato académico, que remite al cine novelesco de otras épocas. Hay una paradoja evidente en el centro de Séraphine, la película francesa que viene de arrasar en los premios César en su país, con siete estatuillas, entre ellas al mejor film y a la mejor actriz (Yolande Moreau), y que se constituyó en un importante éxito de público local, con casi un millón de espectadores. Por un lado, el tercer largometraje del director Martin Provost (desconocido hasta ahora en Argentina) se presenta como una celebración de una artista maldita, Séraphine Louis, mejor conocida como Séraphine de Senlis (1864-1942), una pintora que se adelantó a su tiempo y fue reconocida recién después de su muerte, ocurrida en la soledad de un manicomio. Pero por otro, esta moderna avant la lettre recibe un tratamiento cinematográfico tan correcto como académico, que se diría poco tiene que ver con la materia de su arte, con la salvaje explosión de sus colores y texturas. En defensa de la película de Provost acude quizás el hecho de que Séraphine, a pesar de haber sido contemporánea de las principales vanguardias de comienzos del siglo XX, nunca siquiera las conoció. Mujer de origen campesino, criada en un orfanato de monjas, fue durante casi toda su vida, hasta entrada la vejez, lavandera y femme de ménage de la pequeña burguesía de Senlis, un pueblito en las afueras de París, ciudad que nunca llegó a pisar. De noche, exhausta por el trabajo cotidiano e iluminada apenas por el brillo de un par de velas, se sentía sin embargo compelida a pintar, impulsada por voces divinas, como si fuera una nueva Juana de Arco que hubiera cambiado la lanza por los pinceles. El film de Provost describe esta doble, esquizofrénica rutina cotidiana, pero pone el acento en la relación de Séraphine con Wilhelm Uhde, un crítico de arte y coleccionista alemán que se tropieza con sus pinturas por casualidad, cuando descubre que la mujer que limpia, cocina, lava y plancha en su casa es también la autora de unas pequeñas piezas en madera donde la naturaleza –flores, frutos, nervaduras– parece cobrar casi tridimensionalidad en su apogeo cromático. Corre, sin embargo, el año 1914 y la presencia de un alemán en plena campiña francesa, justo en el momento en que asoma la Primera Guerra Mundial, hace imprudente la permanencia en Senlis de Uhde, quien junto a su hermana alcanza a huir a través de la frontera suiza mientras a su espalda la noche se ilumina de rojo por el fragor de la batalla. El reencuentro de ambos personajes se producirá recién casi tres lustros más tarde, cuando Uhde vuelve a instalarse en Francia y, para su sorpresa, se vuelve a topar con Séraphine, a quien creía ya muerta. Por el contrario, la producción de esta pintora ingenua –“No me gusta el término naïve, prefiero llamarlos ‘primitivos modernos’”, se queja Uhde, cuando los diarios parisienses empiezan a dar cuenta de otro descubrimiento suyo, el Aduanero Rosseau– ha crecido no sólo en número, sino también en tamaño, con telas de hasta dos metros de altura. El nuevo impulso del coleccionista, sin embargo, no hará sino confundir aún más a Séraphine, que junto a sus voces interiores también escuchará la necesidad de ser reconocida y de compensar todas las privaciones que sufrió en su vida, subsanándolas con unos lujos que Uhde no alcanza a sostener. De estructura deliberadamente novelesca, la película de Provost se diría que encuentra sus límites en el personaje mismo que elige como primer motor. A Séraphine la impulsa un éxtasis místico que el film nunca elige hacer suyo, como si el director prefiriera identificarse, en cambio, con el tímido agnosticismo del coleccionista, que reconoce el talento pero nunca se atreve a asomarse al misterio. Allí radica la diferencia entre un director apenas eficaz y competente, un ilustrador, como Provost, y un auténtico creador, como lo prueba otro francés, Bruno Dumont, con la inminente Hadewijch, en la que el autor de La humanidad abraza la locura mística de su protagonista sin por ello sacrificar un punto de vista crítico. En este sentido, el trabajo de la actriz belga Yolande Moreau (un rostro que aparecía en Amélie, entre muchos otros papeles secundarios del cine francés de la última década) se convierte en uno de los pilares de Séraphine, porque debe compensar con su histrionismo –siempre sobrio, medido, hay que reconocerlo– la pasión de la cual la película carece. Por su parte, Ulrich Tukur (el oficial de la Stasi en La vida de los otros) aporta sutileza y profundidad en un personaje más bien opaco. En un papel menor, como la madre superiora, los cinéfilos reconocerán bajo los hábitos a Françoise Lebrun, una de las musas eróticas de Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain (1972) y que el año pasado vino a presentar la retrospectiva Eustache en el Bafici.
Un melodrama que no se anima a decir su nombre Hace menos de un lustro, una película danesa del mismo nombre, dirigida por Susanne Bier (la primera discípula del Dogma inventado por Lars Von Trier en abandonar su famoso Decálogo) propuso un drama familiar con la invasión a Afganistán como telón de fondo. ¿Qué pasa con esos soldados que parten hacia una guerra lejana y ajena cuando vuelven a casa? ¿Pueden acaso ser los mismos? Alguien en Hollywood supuso que era una buena idea comprar el guión de la película original –tan sólido y previsible como una vieja obra de teatro– y volver a filmarlo en inglés, tal cual, casi línea por línea, con la única variante de poner dos o tres nombres relativamente famosos al frente del elenco. Quizás incluso se la tomara como una película seria, comprometida, capaz de pelear algún lugar en el Oscar. Pero aquello que en los papeles prometía una de esas historias “de hondo contenido humano” que suele fabricar Hollywood no pasa de ser siquiera una suerte de “película de la semana” como las que se cocinaban para la televisión un par de décadas atrás. No es que la película danesa fuera una obra maestra, pero la directora original no sólo sabía manejar los pequeños momentos, en apariencia intrascendentes pero reveladores, sino que contaba con un elenco particularmente macizo, capaz de darles vibración aun a los momentos más predecibles. No es el caso de esta chata remake dirigida por el irlandés Jim Sheridan, un director que nunca fue muy talentoso pero que mientras trabajaba en su país se las ingeniaba para hacer un cine si no menos convencional sin duda más logrado, como todavía hoy lo prueban Mi pie izquierdo, En el nombre del padre y El boxeador. El primer error es de casting e involucra nada menos que al protagonista. Se supone que Sam es el hombre fuerte de la familia, un militar de carácter firme, siempre seguro de sí mismo. Es joven, tiene una bella mujer (Natalie Portman) y dos pequeñas hijas. Su padre (Sam Shepard), veterano de Vietnam, está orgulloso de él, como siempre lo estuvo, tanto cuando era un joven atleta y practicaba fútbol americano como cuando lo ve partir hacia una misión especial en Afganistán. Pero lo que aparece en cámara es un Tobey Maguire tan flaco, triste y desteñido que no sólo es difícil de creer que alguna vez haya atrapado siquiera una pelota sino incluso de que Sam Raimi lo haya hecho célebre como El hombre araña. Por eso la película crece, un poco al menos, cuando el ejército estadounidense lo da por muerto en acción y cobra protagonismo la figura de su hermano, Tommy (Jake Gyllenhaal), que acaba de salir de la cárcel y parece la oveja negra de la familia. Tommy empieza a tomar responsabilidades, a acercarse a la casa, a sus sobrinas... y sobre todo a su cuñada. Hay algo del orden del melodrama en Hermanos: el destino que se interpone cruelmente en la vida cotidiana, el despertar de una relación que no se atreve a decir su nombre, el conflicto de una mujer que sigue amando a su marido aunque lo cree muerto. Pero es un melodrama que no se anima a ser tal, un poco como sucedía también en el film original. El tema de la culpa, la sombra de aquello que Sam llegó a hacer en Afganistán para volver a su hogar, parece querer interponerse, pero nunca lo suficiente tampoco como para que alguien –el personaje, el espectador– se pregunte, en primer lugar, por qué el ejército de su país está peleando a 20 mil kilómetros de su casa. En todo caso, queda claro que los malos de la película siguen siendo los talibán, “esos barbudos” (como los identifica claramente una de las niñas), y que si no existieran nada habría alterado la armonía familiar.
Sabiduría garantizada para amantes La directora de Las flores del cerezo propone una comedia romántica donde conviven ambientes y costumbres japonesas con una fábula de los hermanos Grimm, todo en un marco visual muy contemporáneo, como ha sido siempre la marca de fábrica Dörrie. Hace ya un cuarto de siglo, desde el éxito internacional de Hombres (1985), que el cine de Doris Dörrie es uno de los más sistemáticos y eficaces productos de exportación que tiene el cine alemán. Sería injusto, sin embargo, reducir la obra de la directora alemana a una fórmula. Comedias como la propia Männer, Nadie me quiere (1994) o ¿Soy linda? (1998) lograban ser universales sin perder su identidad alemana y tenían una pronunciada mirada de género, tanto para cuestionar a los hombres como para reírse de las mujeres. Con Sabiduría garantizada (1999), que inició su “período japonés”, esa mirada se volvió quizás menos cáustica y más sentimental, como sucedía también en Las flores del cerezo (2008), pero su adscripción al budismo zen le aportó a su vez la capacidad de tratar los temas más espesos –la crisis existencial, las relaciones de pareja, la muerte– de la manera más ligera, como si Dörrie se hubiera animado a perder el miedo al ridículo. Es un poco lo que sucede con El pescador y su mujer, donde conviven ambientes y costumbres japonesas con una fábula de los hermanos Grimm, todo en un marco visual muy contemporáneo, como ha sido siempre la marca de Dörrie. Filmada tres años antes que Las flores del cerezo (y estrenada recién ahora entre nosotros, seguramente gracias a la repercusión local que tuvo aquella película), El pescador y su mujer se abre con el diálogo de una pareja de peces, que dicen ser humanos y haber perdido su estado original por haber desaprovechado su amor. Solamente el hechizo de una nueva pareja de enamorados podría devolverlos a su forma primigenia y centran todas sus esperanzas en Ida (Alexandra Maria Lara) y Otto (Christian Ulmen). Ella quiere triunfar y hacerse un nombre como diseñadora de modas; él en cambio se conforma con ser lo que ya es, un anónimo veterinario especializado en peces. Se conocen en Japón, en un criadero de carpas, y todo parece ir viento en popa hasta que los trabajos y los días comienzan a socavar esa pasión inicial. Si hay un mérito para atribuirle a Dörrie es que aquello que en un comienzo parece va a ser apenas una tontería monumental va ganando gradualmente algo de densidad e interés. En la tradición de las screwball comedies de Hollywood de los años ’30, que el crítico cultural Stanley Cavell definió como “comedias de re-matrimonio”, Ida y Otto tendrán que aprender no sólo a quererse sino también a conciliar proyectos, gustos e intereses. Si ella le recrimina su pereza y su falta de ambición, él a su vez se queja de su hiperactividad, sus ansias burguesas de seguridad económica y su anhelo de figuración mediática. Atravesarán varias crisis sucesivas (comentadas, ay, por esos peces que más de un espectador querría envenenar), pero Dörrie tiene el buen gusto de no castigar a sus personajes. En todo caso, los mira divertida, rodeándolos de formas exuberantes y colores chillones, como si fueran los peces de su propio acuario. No por nada, un personaje explica que, en japonés, el vocablo “koi” significa tanto “pez” como “amor”. Era Truffaut quien decía que el cine, por banal que sea, siempre enseña algo nuevo.