Misticismo en el desierto. El núcleo de Valley of Love, filmada íntegramente en el Valle de la Muerte de California –no muy lejos de donde Michelangelo Antonioni rodó su mítica Zabriskie Point (1970)– es la idea del duelo, de cómo enfrentar la muerte de un ser querido. ¿Y qué es lo que hacen Gérard Depardieu y la Huppert tan lejos de casa, en medio de ese tremendo desierto californiano, una gigantesca olla seca, a cincuenta metros por debajo del nivel del mar y con más de 40 grados de temperatura a la sombra, si es que la encuentran? Sucede que el hijo de esta pareja de actores, que vivía en San Francisco, se suicidó. Y no tuvo mejor idea que dejarle una nota a cada uno de ellos –que hace tiempo están separados– para que se reúnan en el Valle de la Muerte y lo conviertan en el Valle del Amor del título de la película. Para convencerlos, les ha escrito que, desde el más allá, él volverá para un último adiós, para una postrera reconciliación entre los tres, que nunca se conocieron a fondo ni se llevaron muy bien. Primero suspicaces y descreídos, pero movidos por el remordimiento y la culpa, Gérard e Isabelle –sus personajes son actores y se llaman como ellos mismos, quizás para generar empatía al espectador– paulatinamente se van dejando imbuir por la desolación del paisaje y comienzan a recibir unas extrañas “señales”, que se manifiestan físicamente incluso (a la manera del cine de Shyamalan), y que les proporcionan la esperanza y la redención que quizás no se atrevían a pedir en voz alta. Hay algo resueltamente forzado, incongruente en el film de Guillaume Nicloux, un director que ya había demostrado tendencias místicas en La religiosa, su adaptación de la novela de Diderot, donde también contaba en el elenco con Isabelle Huppert. Se diría que todo lo que tiene que ver con el guion es desafortunado, empezando por ese golpe bajo, en forma de confesión, que hace Gérard, cuando le cuenta a Isabelle que le acaban de diagnosticar un cáncer de próstata.
Entre lo gótico y lo contemporáneo. El director de El otro lado del éxito vuelve a confiar en la joven actriz estadounidense y entrega un thriller fantástico en donde su personaje es capaz de desempeñarse de manera igualmente eficaz como asistente personal de una celebridad y como médium. La película más reciente del director francés Olivier Assayas no podría empezar mejor. Allí está, sola en una vieja casa abandonada, recorriendo sus habitaciones como quien repasa los rincones más oscuros de su memoria, la joven heroína de la película, Maureen (Kristen Stewart), intentando establecer contacto psíquico con su hermano gemelo, recientemente fallecido. La situación corresponde, sin dudas, al universo de lo gótico, pero Maureen es un personaje rabiosamente contemporáneo: una “personal shopper”, asistente personal de compras de una de esas celebridades globales que no tienen ocasión ni privacidad para elegir su propia ropa. Será en ese tiempo sin tiempo entre ambas estéticas que se moverá a partir de entonces Personal Shopper, el nuevo film del director de Irma Vep y Carlos, en una apuesta más audaz de lo que parece y que no siempre consigue estar a la altura de su propia premisa. Pocos films en los últimos años dividieron aguas en el Festival de Cannes como lo hizo Personal Shopper en la edición de mayo pasado. Abucheada muy sonoramente en el pase de prensa, lo que reveló la ferocidad de algunas internas dentro del cine y la crítica francesa, la película sin embargo terminó ganando el premio al mejor director, compartido con Graduación, del rumano Cristian Mungiu, lo que expresaba también una fuerte disidencia en el jurado, rara en una recompensa de semejante calibre. A la distancia, esos extremos no hacen sino revelar la naturaleza dual de la película, donde conviven momentos extraordinarios con otros que resulta difícil no calificar de banales. El primer hallazgo de Assayas es haber vuelto a convocar a Kristen Stewart. Fue él quien reveló que detrás de la estrella adolescente de la saga Crepúsculo había una estupenda actriz, cuando la puso frente a frente con Juliette Binoche en El otro lado del éxito (2014), su film inmediatamente anterior, donde Stewart también componía a una eficacísima asistente personal, en aquel caso de una famosa actriz teatral. Mucha de esa misma energía vuelve a aparecer en Personal Shopper, pero ahora con Stewart ya ubicada como protagonista absoluta, sobre quien recae todo el peso de la película. Hay algo a flor de piel, inmediatamente global, en esa chica estadounidense radicada en París y que –en jeans y zapatillas, a bordo de un scooter– recorre las principales casas de modas de la capital francesa para encontrar aquello que su clienta (a quien nunca se verá) necesite lucir en una presentación en Nueva York o una cena de beneficencia en Milán. Pero a la vez Stewart, con sus ojos hundidos y su aire oscuro, misterioso, es capaz de hacernos creer que ella puede comunicarse con los muertos. Y los muertos, ciertamente, con ella... Mientras Assayas trabaja con los más nobles, más antiguos y a la vez perennes recursos del cine, Personal Shopper puede llegar a ser escalofriante. A veces no le hace falta más que sugerir una presencia fantasmagórica con el uso magistral del fuera de campo (aquello que no se ve pero se insinúa) o con las más diversas sutilezas del sonido, que nunca son golpes de efecto musicales, sino apenas crujidos, siseos o susurros. En cambio, cuando pretende darles entidad a esas presencias acudiendo a efectos especiales la película corre seriamente el riesgo de convertirse en una versión “arty” de Los cazafantasmas. Lo mismo sucede a otra escala. La trama puede llegar a volverse compleja por demás, con aires incluso de thriller, capaces de desplazar al fantástico con el que la película se había iniciado. Pero quizá no haya más tensión en todo Personal Shopper que en ese simple, interminable viaje en tren entre Londres y París, a través del eurotúnel (un espacio cerrado y subterráneo, del que no se puede escapar) y en el que Maureen se verá asediada por una serie de mensajes de texto en su celular que pueden llegar a ser tanto de su hermano muerto como de una presencia menos fraternal. Es nuevamente allí, en ese cruce entre lo gótico y lo contemporáneo, que Assayas consigue sus mejores logros.
Un melodrama no tan clásico como parece. El director francés de Bajo la arena y El regreso vuelve a hacer un film sobre la ausencia, a partir de la reescritura de una película olvidada de Ernst Lubitsch, pero con una estética que remite a los melodramas de otro gran cineasta alemán, Rainer Werner Fassbinder. A un ritmo de una película por año, como mínimo, François Ozon es un cineasta tan prolífico como inasible y desigual. Puede ir de una adaptación de una obra de teatro de Fassbinder (Gotas que caen sobre rocas calientes) a un thriller psicológico (La piscina), pasando por una comedia frívola deliberadamente kitsch (8 mujeres) o una fábula social con ribetes fantásticos (Ricky). El tono y la calidad de Frantz, sin embargo, son muy diferentes. Como ya sucedía en Bajo la arena, uno de los mejores films del director francés, y también en El refugio, otro de sus más valiosos y también, injustamente, menos recordados, en Frantz el realizador construye la estructura dramática a partir de una ausencia que deja un vacío difícil de llenar. No por nada el más reciente film de Ozon (que ya se apresta a estrenar otro el mes que viene en Cannes) se titula como el personaje que falta y alrededor del cual girarán todos los demás agonistas de este fino, delicado melodrama de un aparente clasicismo y concebido a partir de la noción de luto, de duelo. Es curioso, justamente, que Frantz haya nacido como una versión libre de Broken Lullaby (1932), la única película que el gran Ernst Lubitsch realizó en Hollywood en las antípodas de la comedia, que fue el género en el que impuso su famoso “toque”. Una película estupenda, por cierto, y con la que la de Ozon tiene tantas similitudes como diferencias. El nudo argumental es el mismo. Corre el año 1919, los ecos de la Primera Guerra Mundial están lejos de extinguirse todavía y a un pequeño pueblo de Bavaria llega un forastero francés, que misteriosamente deposita flores en la tumba de un joven alemán, Frantz Hoffmeister, muerto en el frente de batalla. La primera en advertirlo es Anna (Paula Beer, extraordinaria, premio a la mejor actriz en la última Mostra de Venecia), la prometida de Frantz. Visiblemente atormentado, ese joven francés, arquetipo del sufriente romántico, quiere acercarse con alguna excusa a la familia de Frantz, pero el padre del muchacho muerto, que es médico, inicialmente lo rechaza: “No puedo atenderlo, todo francés es para mí el asesino de mi hijo”, le dice cortante. Sin embargo, Adrien (Pierre Niney) parece haber llegado allí con un cometido –casi una penitencia– que no piensa resignar y la familia finalmente le abre las puertas de su casa, a pesar del resentimiento de todo el pueblo, encarnado en la figura de un nuevo pretendiente de Anna, a quien ella ni siquiera tiene en cuenta. Será Anna quien consiga averiguar el secreto que tortura a Adrien, al mismo tiempo que cae bajo su influjo. Filmada en un exquisito blanco y negro, que le valió a Pascal Marti el César a la mejor fotografía del cine francés del 2016, Frantz tiene sin embargo unos breves interludios en color, que inicialmente parecen molestar pero a los que habrá que prestarles atención, porque tienen un sentido dramático que va más allá del remanido flashback. A diferencia del film de Lubitsch, que era más conciso y –a las puertas de la Segunda Guerra Mundial– tenía un claro sesgo antibélico, la película de Ozon no resigna esa arista pero complejiza el relato y las relaciones entre los personajes. Su modelo parece entonces no tanto Lubitsch como los melodramas de Fassbinder en general y Effie Briest (1974) en particular, en tanto Anna se convierte en protagonista de la película y catalizador del conflicto. Esto no impide la corriente homoerótica que surca subterráneamente la relación de Adrien con Frantz (sugerida sutilmente por ese libro de poemas de Paul Verlaine que, en manos de Anna, parece completar un extraño, mórbido ménage à trois) pero será ella, sin embargo, quien tome las riendas de su vida y del relato.
Certezas e incertidumbres. En su quinto y estupendo film, Mia Hansen-Love muestra sutil y discretamente los interrogantes sobre el futuro de una profesora de Filosofía, a partir de las marcas de un presente en que es abandonada por su marido y pierde a su madre. “Los chicos se fueron de casa, mi marido me dejó, mi madre murió... Es la libertad total... es extraordinario”, se sorprende repentinamente Nathalie en una escena cualquiera de El porvenir, el quinto, estupendo largometraje de la directora francesa Mia Hansen-Love. Se podría asegurar que ése es núcleo, el nudo dramático de la nueva película de la realizadora de Edén. Y, de alguna manera, sin duda lo es. Pero más allá de ese momento determinante del film, que significa para Nathalie toda una súbita toma de conciencia, El porvenir es exactamente sobre aquello que promete su título: sobre el interrogante de lo que vendrá, de la vida que Nathalie tiene por delante y que en muchos sentidos –y no está mal que así sea– estará signada por la que paulatinamente va dejando atrás. Es notable como Hansen-Love es capaz de expresar esta paradoja, de hacer una película sobre la incertidumbre a partir de las certezas del tiempo presente, del día a día, que la directora expresa de una manera tan material, tan rotunda, tan contundente. A la vez, hay mucha sutileza y discreción en El porvenir. En el cine de Hansen-Love nunca se van a encontrar golpes de efecto dramáticos o exhibicionismos formales. Resucitando una vieja dicotomía, se diría que el suyo no es un cine de poesía sino un cine de prosa. Pero una prosa que no depende tanto de su trama como de la carnadura de sus personajes, de su verdad interior y exterior. De aquello que los personajes son y también expresan con sus cuerpos, con sus hábitos y hasta con sus bibliotecas. Sucede que tanto Nathalie (Isabelle Huppert, una vez más asombrosa) como su marido (André Marcon) son profesores de Filosofía, como los padres de la propia directora, por otra parte (ver entrevista). Ella además dirige una colección de su materia en una importante editorial. Y ya en el primer encuentro que tiene con dos expertos de marketing de la empresa, que objetan la caída de ventas de sus títulos, a los que acusan absurdamente de excesiva austeridad gráfica, hay una pista para Nathalie: “El futuro está comprometido”, le anuncian ominosamente, dándole a entender que su colección está en peligro. Y no sólo su colección. Su madre (Edith Scob, legendaria protagonista de Los ojos sin rostro y actriz fetiche de su director, Georges Franju) la enloquece a toda hora del día y de la noche con sus demandas y depresiones. Y su marido, un día –ante la presión de sus hijos, que saben de la situación– le confiesa que ha conocido a otra mujer y que piensa irse a vivir con ella. Lo particular de esa escena es su llaneza: sin duda, para Nathalie el mundo de pronto bascula, pero no se desmorona. No hay reproches, gritos ni melodramas. Nada se sabe (ni se sabrá) de esa tercera en cuestión, que la inteligencia de la directora omite. Se trata de un golpe de la vida que Nathalie asimila como puede. Y lo hace con mucha entereza, lo que no le resta fragilidad. Aquí se comprueba una vez más la enorme estatura de actriz de Isabelle Huppert, en un trabajo muy distinto a la de la reciente Elle: su fuerte personalidad es evidente, pero asoma también una cierta dulzura, muy lejos de la ferocidad que mostraba en la película de Paul Verhoeven. “La revolución no es lo mío, me conformo con ayudar a mis alumnos a pensar por sí mismos”, le dice Nathalie justamente a un ex alumno que ahora es su amigo y la invita a pasar unos días en su comuna anarquista, en la montaña, lejos de París. De eso se trata El porvenir, un film a la vez triste y optimista: de la necesidad que tiene Nathalie de pensar por sí misma, de aplicar la filosofía que predica –de Rousseau a Levinas, de Pascal a Theodor Adorno– a su vida diaria, a sus acciones cotidianas. Por carácter transitivo, esa a su vez es la virtud de la película: hacer de la lisura de esa superficie la materia de su pensamiento.
La historia como un tapiz. Todas las virtudes que se advertían en la ópera prima de Encina vuelven a asomar en Ejercicios de memoria, cruzado por una singularísima manera de encarar el cine y un tierno humanismo que le permite abordar la historia paraguaya desde una intimidad conmovedora. Hay una rara, esquiva belleza en Ejercicios de memoria, el segundo largometraje de la cineasta paraguaya Paz Encina después de su asombroso debut con Hamaca paraguaya, once años atrás. El tiempo transcurrido, sin embargo, no hace más que confirmar la determinación ética y estética de Encina, que sigue fiel no sólo a su singularísima manera de encarar el cine sino también a ese sereno, tierno humanismo que le permite abordar la historia paraguaya desde una intimidad conmovedora. Si Hamaca paraguaya ya trabajaba sobre la idea de la ausencia, la de ese hijo que había partido a la guerra (la de Paraguay con Bolivia, en 1935) y a quien sus padres esperaban vanamente, acunados en la hamaca del título por el arrullo de los sonidos de la selva, ahora en Ejercicios de memoria quienes esperan son los hijos. Esperan que de su padre, Agustín Goiburú –principal líder de la resistencia a la dictadura de Alfredo Stroessner, desaparecido en Argentina en 1977 a manos de la Operación Cóndor–, reaparezcan aunque sea sus restos, que se sepa dónde y cómo fue asesinado. Esperan incluso que alguna vez vuelva, como reconoce uno de sus tres hijos, porque un desaparecido siempre está volviendo, en el recuerdo, en el dolor y en la conciencia. El dispositivo narrativo que utiliza Encina ya estaba en parte en Hamaca paraguaya y en una serie de cortos que hizo entre medio de ambos largometrajes (ver entrevista aparte). Se trata de utilizar la voz en off no en el sentido habitual en el que se la usa, particularmente en el cine documental, de manera meramente informativa, sino en cambio como una suerte de voz histórica, de monólogo interior, un fluir de la conciencia a modo joyceano. En el caso de Ejercicios de memoria se trata de un coro a tres voces: las de Rogelio, Jazmín y Rolando, hijos de Agustín, a quienes ocasionalmente se le suma una cuarta voz, la de Elín, su viuda. Ninguno de ellos aparece frente a cámara y nada de sus relatos pretende tener un orden estrictamente cronológico, al menos desde el montaje sonoro que propone el film de Encina. Son recuerdos, impresiones, suspiros, vivencias, fundamentalmente de la infancia, esa patria frágil en la que una palabra de los padres, un instante de una felicidad tan fugaz como eterna o hasta el aroma de un momento determinado quedan indeleblemente marcados en el espíritu de quien ejercita la memoria.
Contra toda idea de víctima. En Elle, Verhoeven y la extraordinaria Huppert van complejizando la trama y su personaje hasta niveles insospechados de incomodidad, humor negro e incorrección política, confirmando que no están dispuestos a ceder al conformismo o la buena conciencia. La primera película para el cine del gran director holandés Paul Verhoeven en una década, después de la arrolladora El libro negro (2006), comienza sin preámbulos, in media res, con lo que será el disparador y a la vez el núcleo de su tema: una violación. O más bien con aquello que sigue a la violación: una mujer que se levanta dificultosamente del piso, que barre los restos diseminados de la lujosa vajilla que se rompió durante la lucha, que se prepara un baño de espuma y ordena sushi a un delivery, como si acabara de llegar de la oficina. Se diría que esa mujer ha sufrido sin duda daño físico (hay sangre, moretones) pero no psicológico. Todo en ella se resiste a la idea de víctima. Que el director Verhoeven y su extraordinaria protagonista Isabelle Huppert –en un tándem ideal- luego de esa impactante apertura vayan complejizando la trama y su personaje hasta niveles insospechados de incomodidad, humor negro e incorrección política no hace sino confirmar que ambos son gente de cuidado, que no están dispuestos a ceder nada al conformismo, los lugares comunes o la buena conciencia. ¿Quién es “ella”? ¿Por qué la tercera persona del título? La película, evidentemente, adopta su punto de vista. Pero pareciera que esa distancia que ella pone con los hechos y con quienes la rodean impide siempre saber quién es realmente, qué piensa, qué siente. La superficie, en todo caso, se irá desplegando paulatinamente. Ella es Michèle Leblanc, una exitosa empresaria proveniente del mundo editorial, pero que ha conseguido reconocimiento y fortuna al frente de una compañía creadora de videojuegos. Y videojuegos que, tal como se aprecia en algunas de las reuniones que preside con mano de hierro, no le escapan en nada a la violencia y el sadismo. “Le falta sangre, espesa y tibia”, se queja cuando evalúa un proyecto en desarrollo, en el que una heroína solitaria debe luchar contra un universo de monstruos que la acechan. Así son, en todo caso, las heroínas del último cine de Verhoeven: mujeres dispuestas a plantarse firmes frente a un mundo hostil, en el que los hombres –como en la ya citada Libro negro o en su delicioso telefilm Engañado (2012)– terminan llevándose la peor parte. “Sos tan egoísta que das miedo”, le dice su madre cuando Michèle la sorprende con un taxi-boy y la humilla delante de él. “Sí, lo sé”, responde ella sin inmutarse y pasa como si nada a otro tema. Hay una tensión permanente entre todos los personajes y siempre la genera Michèle, como si el contacto con ella quemara, pero con un fuego frío, como el del hielo. Es ella, con una dosificada perversión, quien pone en crisis a su madre, a su ex marido, a su amante, a sus empleados, a su mejor amiga, a su hijo. E incluso a su violador, al pasar inmediatamente de objeto sufriente a sujeto activo. Un acontecimiento traumático, sucedido 39 años atrás, “un mito urbano” como dice la televisión cuando lo recuerda, está en el pasado de Michèle. Y ella no tiene problemas en referirse a sí misma tal como en su momento la describieron los medios, como “una niña psicótica”. Pero el gran hallazgo de Verhoeven y su guionista David Birke es el de evitar cualquier reduccionismo psicológico. En todo caso, ese episodio proveniente del pasado da una pauta de que si ella no se comportó como una víctima entonces, cuando era una niña, no lo va a hacer ahora de adulta, cuando está a punto de ser abuela. Una abuela predadora, por cierto. “Los locos no me importan, son mi elemento”, dirá. Muy pocos films, con excepción de los del propio Verhoeven, ha habido en los últimos años tan cáusticos para con la institución familiar, el matrimonio o los lazos de sangre. Nada de todo eso parece quedar en pie. En cualquier caso, ciertamente ninguna película es más blasfema y anticlerical que Elle desde los tiempos de La Vía Láctea (1969), de Luis Buñuel. Basta que Michèle vea la imagen del papa Francisco en TV (y no lo ve una sola vez) para que murmure, como al pasar: “Maldito sea, que se pudra”. Y cuando el joven, amoroso matrimonio vecino de enfrente, siempre tan cristiano y tan devoto, arma en su jardín un gigantesco pesebre navideño, ella no tendrá mejor idea que espiarlos como una voyeuse y masturbarse. Tal como el propio Verhoeven lo ha reconocido, Buñuel es sin duda una referencia para el abordaje de Elle, no sólo por cierto tono, o “semblante”, que por momentos parece provenir directamente del humor zumbón de El discreto encanto de la burguesía. También lo es para la puesta en escena de ciertos pasajes: aquellos que no son de neta inspiración hitchcockiana tienen a Buñuel como numen inspirador. En todo caso, el fetichismo de ambos cineastas impregna a Elle, con esos significativos planos detalle de un revelador anillo de bodas, de una tijera puntiaguda o de una pierna sangrante envuelta en una media de seda negra rota.
El imperativo categórico. La estupenda película de los Dardenne plantea el conflicto de una médica que necesita saber la identidad de una inmigrante africana que muere frente a su consultorio. “No puedo aceptar la idea de que a esa chica la entierren sin un nombre, nadie sabrá que está allí”, dice. Adèle Haenel es la extraordinaria protagonista. Adèle Haenel es la extraordinaria protagonista. No pasaron quince minutos de película y los hermanos Dardenne, con una capacidad de síntesis inusual en el cine contemporáneo (y que por eso mismo recuerda, de manera tangencial, a la que practicaban los estudios Warner Bros. en los años ‘30 y ‘40) ya plantearon casi todo lo esencial de su nueva, estupenda película, La chica sin nombre. En ese comienzo sabemos cómo es el carácter de la joven doctora Jenny Davin: la seguridad y el sereno profesionalismo con el que atiende a sus pacientes; el rigor con el que trata al estudiante avanzado de medicina que tiene a su lado como residente; la enorme exigencia que implica llevar adelante un consultorio de clínica general de obra social. Todo está allí, en ese apretado comienzo, incluso el punto de quiebre que desatará el conflicto dramático del film: ese timbre que suena y que ella decide no atender, porque ya ha pasado más de una hora del horario de cierre de consulta, “y un médico cansado no es capaz de hacer un buen diagnóstico”, según le enseña a su residente. Esa puerta que ella no abre, sin embargo, será la que hará tambalear todas sus certezas. Recibida con frialdad –incluso por este cronista– durante el último Festival de Cannes, en el que se les reprochó injustamente a los autores de Rosetta hacer siempre un poco el mismo film, La chica sin nombre prueba en una visión más reposada y sin la necesidad del juicio sumario al que obliga la muestra francesa que se trata de una película de una gran solidez, donde no hay reiteración alguna sino coherencia, ética y cinematográfica. El conflicto por el que atraviesa la doctora Davin es a la vez nuevo y el mismo de los protagonistas de La promesa o El hijo, por citar apenas dos títulos de su rica filmografía. Nuevo porque la situación no se parece a ninguna de las de los films anteriores. Y el mismo porque Jenny debe enfrentar no sólo una circunstancia exterior hostil sino también una difícil decisión interior con la determinación habitual de los personajes de los Dardenne. Ese timbre que no atendió, esa puerta que la doctora Davin no abrió, tuvo consecuencias. La grabación del portero-visor que ella en aquel momento ni siquiera se molestó en mirar y que luego revisa la policía muestra a una muchacha negra, muy probablemente inmigrante africana, que en su muda desesperación parece pedir ayuda. Unos minutos después de haber quedado registrada su imagen, apareció muerta cerca de allí, con signos de violencia. Nadie sabe quién es, de dónde venía ni de quién escapaba. La culpa se apodera de Jenny. Ella, tan segura de sí misma, no puede dejar de cuestionarse. Sin duda, esa chica estaría viva, tan viva como ella, si hubiera atendido su llamada, si hubiera abierto la puerta. De lo que sigue, conviene contar lo menos posible, no porque los Dardenne trabajen sobre la noción clásica de suspenso (aunque lo que se le ha reprochado al film, además de un final catártico, tiene que ver con la investigación paralela que lleva adelante Jenny) sino porque hace a su desarrollo dramático. Baste con saber que Jenny –la extraordinaria Adèle Haenel, muy conocida en Francia por films que no tuvieron estreno en Argentina– no puede tolerar algo que tiene mucho que ver no sólo con lo que sucede actualmente en Europa sino también con lo que pasó en nuestro país durante la dictadura militar. “No puedo aceptar la idea de que a esa chica la entierren sin un nombre, nadie sabrá que está allí”, dice Jenny, no tanto para los demás como para sí misma. Se diría que el suyo es un imperativo categórico tal como lo planteó Kant: no responde a un mandamiento religioso ni ideológico sino a una necesidad esencialmente humana. Como médica clínica que es, Jenny trabaja con los cuerpos: los atiende, los escucha, los toca, los cura. Y son los cuerpos los que van guiando, casi sin que ella se dé cuenta, su investigación. Ante el silencio que la rodea, son los cuerpos los que hablan, los que somatizan las culpas, los que expresan lo que las conciencias no se atreven a enunciar, a poner en voz alta. Los síntomas son varios pero esos dolores individuales parecen expresar a su vez un dolor más extendido en un cuerpo mayor, en el tejido social. En Lieja, al menos, donde transcurre la película, hay todo tipo de inmigrantes: los integrados, como el oficial de policía que conduce la investigación, de origen magrebí; los proletarios, como la madre de ese chico que llega con convulsiones; los desclasados, como ese muchacho herido que no habla francés y se aparece en el consultorio de la doctora Davin porque en el hospital teme ser denunciado y deportado; y aquellos como la chica a quien Jenny se empeña en devolverle su nombre, su identidad. A esos a quienes ni siquiera se les abre una puerta –de un consultorio, o por caso de Europa– está dedicada esta nueva interpelación que los Dardenne, con un estilo más seco y descarnado que nunca, le hacen a sus espectadores.
"¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?” “Tres veces en Irak, pero no hay plata para nosotros”, grita desde una pared descascarada un graffiti escrito con letra temblorosa. El escenario no podría ser más desolador: un pueblo perdido de West Texas donde hay más polvo que gente. Pero a pesar de los nervios, los muchachos que van a robar esa sucursal olvidada del Texas Mid- lands Bank parecen contentos, como si fueran a saldar una vieja deuda, a tiros si es necesario. Ya en la primera escena, Sin nada que perder –una película heredera del espíritu crítico del nuevo cine norteamericano de los años 70– describe con un laconismo y una precisión ejemplares todo aquello que será relevante en los ajustados 100 minutos de película: escenario, tema y personajes. Cuesta pensar en una película de género actual que sea capaz de sostener –y enriquecer– todo lo que promete esa escena inicial como lo hace este policial tex-noir que ilustra de manera luminosa aquel viejo apotegma de Bertolt Brecht: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?” Presentado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes del año pasado, el noveno largometraje del director escocés David Mackenzie parece salido de la nada, un poco como sus personajes. Salvo Starred Up (2013), casi ninguno de los films anteriores de Mackenzie tuvo circulación o prestigio internacional y ahora Hell or High Water (el título original significa “pase lo que pase”) es merecido candidato a cuatro premios Oscar: a la mejor película, guión original (Taylor Sheridan), actor secundario (Jeff Bridges) y montaje. El estupendo guión de Sheridan –un actor que ya había escrito el libreto de Sicario y ahora acaba de estrenar en Sundance Wind River, su primera película como director– trabaja con dos líneas paralelas que, como en todo buen noir, tarde o temprano están fatalmente condenadas a converger en un mismo punto. Por un lado, están los hermanos Howard, hijos y nietos de rancheros empobrecidos, víctimas de esas hipotecas usurarias con las que la economía estadounidense ha sostenido su vicioso sistema financiero durante décadas. El menor, Toby Howard (el carilindo Chris Pine) quiere salvar su rancho de esas garras, para dejárselo a sus hijos, y el mayor, Tanner Howard (Ben Foster), está dispuesto a ayudarlo: acaba de salir de prisión y no tiene nada que perder. Por el otro, está la ley: el viejo ranger Marcus Hamilton (un soberbio trabajo de Jeff Bridges), a punto de jubilarse, y su ayudante mestizo Alberto Parker (Gil Birmingham, una revelación), de sangre india y mexicana. Pero ni unos ni otros son aquí los villanos. Ese papel está reservado al Texas Midlands Bank. Cuando Hamilton busca testigos de uno de los varios atracos al hilo de los Howard, le cuesta encontrarlos, al punto de que uno de ellos le dice, con una sonrisa de satisfacción: “No vi sus caras, sólo vi un robo al banco que me robó durante 30 años”. La puesta en escena de Mackenzie va trabajando de manera tan sobria como elocuente no sólo la simetría de ese fatum entre asaltantes y policías sino también la construcción del espacio en el que dirimirán sus diferencias, una tierra yerma atravesada por distintas tensiones históricas y étnicas que tiene no sólo una tradición sino también un presente de violencia. “Esto de los permisos de portación de armas se ha vuelto un problema”, dice no sin humor uno de los hermanos Howard cuando tienen que escapar de una turba enardecida de ciudadanos que los persiguen a los tiros con sus propias pistolas y rifles. Es muy difícil sustraerse a citar algunas de las muchas líneas de diálogo del guión de Sheridan, una a cual más filosa que la otra, y que los actores disparan con la misma puntería con la que usan sus armas. En particular, Bridges y Birminghan, a cargo de la extraña pareja de rangers que mientras llevan a cabo su investigación van tirándose mutuamente, como viejos amigos, todo tipo de pullas muy graciosas pero también muy representativas de la desconfianza y el racismo sobre el cual está construido el tejido social de ese territorio fronterizo –hoy más caliente que nunca– que es Texas.
Unas mayúsculas más bien minúsculas. En una escena inicial, que transcurre en una fiesta de exagerado mal gusto a la manera de las de La grande belleza (tristes remedos a su vez de las de La dolce vita de Fellini), la dueña y curadora de una galería de arte de Los Angeles se queja de su propio éxito y dice detestar la “cultura basura” de la que ella vive más que opulentamente. Mucho de ese mismo cinismo impregna también al segundo largometraje de Tom Ford, Animales nocturnos, una película que se nutre de aquello que dice despreciar. Hay tres líneas narrativas simultáneas en Nocturnal Animals. El presente transcurre casi exclusivamente en la mansión de Susan (Amy Adams), la exitosa galerista en cuestión, que se refugia en esa suerte de lujoso mausoleo en el que ella misma se ha enterrado a causa de su infelicidad conyugal. El pasado es el de su no tan lejana juventud, cuando tuvo la oportunidad de llevar una vida mejor con un hombre que la amaba pero no le daba seguridad económica (Jake Gyllenhaal). Y entre medio está la puesta en imágenes de la violenta novela que este mismo hombre está por publicar y cuyas pruebas de galera ella lee vorazmente, en primer lugar porque la dedicatoria lleva su nombre en letras de molde. No cuesta mucho dilucidar que en esa ficción ese hombre que la quiso bien y fue cruelmente plantado está sublimando lo mucho que sufrió con su abandono. Y si no fuera que los personajes y ambientes de esa novela remiten a una suerte de noir tex-mex degradado, a la manera de los hermanos Coen (con sheriff con sombrero tejano incluido, a cargo del siempre inquietante Michael Shannon), se diría que la película toda es un mal tango, tanta es su misoginia. Es Susan y sólo Susan la causante de todos los males, no sólo de su ex sino también de los fans de su galería de arte. Al primero lo cambió por otro con más plata y –aborto de por medio– le arrancó un hijo que él seguramente hubiera querido tener. A los segundos, les ofrece desde las primeras imágenes unas mujeres inusualmente obesas, bailando desnudas y supuestamente convertidas en objetos artísticos (a la manera sádica de Peter Greenaway) por el sólo hecho de estar en una vitrina de su cotizada galería. Ya en su película anterior, Sólo un hombre (2009), el ex vestuarista Tom Ford, devenido director, le había dado más importancia al pespunte que al traje en sí mismo. Aquí también se preocupa más por las superficies que por los personajes, pero le agrega unas puntadas de más, de modo que todo pretende lucir en mayúsculas (Arte, Vida, Amor, Venganza) con un resultado más bien minúsculo.
Cuando los androides piensan, aman y sueñan El documental desarrolla las infinitas derivaciones, tanto positivas como negativas, de la red de redes y las realidades artificiales que se expanden exponencialmente a través de ella. Es un trabajo de divulgación científica, pero como sólo Herzog es capaz de hacer. En el capítulo titulado “El lado oscuro” aparece un matrimonio que dice que “Internet es el mal absoluto”.En el capítulo titulado “El lado oscuro” aparece un matrimonio que dice que “Internet es el mal absoluto”. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Si ése no hubiera sido el título de la novela más difundida de Philip K. Dick (que dio origen a Blade Runner, la película de Ridley Scott) bien podría haber sido el de Lo and Behold: ensueños de un mundo conectado, el documental de Werner Herzog estrenado en el último Festival de Sundance y que tiene como tema las infinitas derivaciones, tanto positivas como negativas, de la red de redes y las realidades artificiales que se expanden exponencialmente a través de ella. Una vez más, como tantas veces antes, en sus ficciones y en sus documentales, lo que le interesa a Herzog de esta nueva exploración son los sueños. Los sueños de sus entrevistados o de sus personajes (¿se acuerdan de Kaspar Hauser soñando con una caravana en el desierto?), y en este caso de la propia Internet. “¿A esta altura, puede Internet soñar consigo misma?”, le pregunta Herzog a un científico, con su ya característico inglés, teñido por su sombrío acento alemán. Y la respuesta no es muy diferente a la que proponía la novela de anticipación de Philip K. Dick, que por cierto aparece citada de manera literal en el film. No deja de ser una paradoja que Hacia el infierno, el otro documental que Herzog estrenó también este mismo año, se pueda ver actualmente online por la señal Netflix (ver nota aparte), mientras que Ensueños de un mundo conectado, producido por la compañía de ciberseguridad NetScout, sea el que llegue a partir de hoy a la cartelera porteña. Porque si Into the Inferno es lo que los europeos suelen llamar un documental “gran formato”, rodado alrededor del mundo y con impactantes imágenes aéreas de volcanes en erupción, Ensueños... en cambio está claramente concebido para la televisión, con una estructura de diez capítulos y centrado, en esencia, en una serie de entrevistas realizadas entre cuatro paredes. Claro que las entrevistas de Herzog no son, stricto sensu, lo que se diría periodísticas (con lo cual el film se aleja de la idea de “reportaje”) y los entrevistados, como es costumbre en su cine, son peculiares, por decir lo menos. Eso queda claro con el primero de los muchos especialistas consultados, el pionero Leonard Kleinrock, que en medio del sancta sanctorum de la UCLA, allí donde –después de recorrer “unos pasillos repugnantes” (Herzog dixit)– se guarda la histórica computadora que en 1969 envió el primer mensaje a otra, el hombre la emprende a golpes de puño contra la máquina, para probar la fortaleza y durabilidad del producto. Aunque algunos parezcan más sensatos, serenos y centrados que otros, se diría que Herzog siempre encuentra en los científicos –ya sea en los de Encuentros en el fin del mundo (2007) o en los de La cueva de los sueños olvidados (2010)– una cualidad que no suele asociarse con ellos. Son soñadores parece decir Herzog, visionarios capaz de imaginar futuros inimaginables y convertirlos en realidad. O de alcanzar eso que el director alemán ha denominado acerca de su propio cine una “verdad extática”: el éxtasis de la verdad. Muchos de ellos incluso pueden ser tildados de locos, de inadaptados, y fracasan en sus sueños. Pero no por eso Herzog los va a excluir de su film. Todo lo contrario. Allí está para probarlo ese ermitaño que vive recluido en una casa flotante y que para la misma época en que los laboratorios de la UCLA daban el puntapié inicial de lo que hoy conocemos como Internet él pretendía desarrollar un tipo diferente de comunicación universal, a través del agua. Y lo sigue intentando... Eso fue en los comienzos. En el presente, Herzog encuentra todo tipo de desafíos, amenazas y conflictos éticos en Internet y el mundo híper conectado. ¿Qué sería de la belleza del fútbol si en el 2050 unos robots llegaran a jugar mejor que “Messi, Ronaldo y Neymar”? (Parece difícil imaginar a Herzog como aficionado al fútbol, pero es él quien los nombra, mientras expone unos aparatos ridículos y a su simpático creador, que dice amarlos). En el tercer capítulo, titulado “El lado oscuro”, Herzog planta su cámara frente a un matrimonio estadounidense que parece una versión actualizada del de “American Gothic”, el famoso cuadro de Grant Wood. Son ellos quienes declaran que “Internet es el mal absoluto, el Anti-Cristo”. Y tienen sobradas razones para decirlo: su hija murió decapitada en un accidente automovilístico y las fotos filtradas de la investigación forense se viralizaron en la red de un modo morboso, obsceno. “No pensamos que podía haber tanta maldad en el mundo”, afirman horrorizados. Su reverso son quienes viven alegres y felices en una zona de los Estados Unidos sin ningún tipo de conexión que no sea la música country hecha entre vecinos o la conversación cara a cara. Sucede que allí hay un sofisticadísimo laboratorio de radioastronomía, dedicado a captar las más leves señales del universo exterior, y por lo tanto están absolutamente prohibidos Internet y los teléfonos celulares, para no interferir con esa tarea. Y hacia allí se dirigen quienes todavía quieren disfrutar de un mundo analógico. O quienes tienen que hacer una cura de desintoxicación, porque su adicción a la red los empujó al aislamiento y al borde del suicidio. El costado apocalíptico de Herzog, que fue más común en sus comienzos en los años 70 (Todos los enanos empezaron pequeños, Fata Morgana), y que alcanzó algunas cumbres notables, como Lecciones sobre la oscuridad (1992), acerca ese infierno sobre la Tierra que eran los pozos petrolíferos en llamas luego de la guerra de Irak, asoma aquí en el capítulo “El fin de la red”. En él, una geofísica tatuada como para ir a la guerra recuerda que así como el sol es nuestra fuente de vida también puede ser muy destructivo. Y que sus radiaciones, cuando son muy potentes, pueden afectar todas las comunicaciones terrestres, como ya sucedió en 1855, cuando unas erupciones solares incendiaron, literalmente, a los aparatos de telégrafo, la Internet de entonces. Y que sólo es cuestión de esperar a que eso vuelva a suceder. “Y si Internet desaparece, la gente no recordará como vivía antes de la red”, acota el profesor Lawrence Krauss, un cráneo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Es Krauss quien viene a recordar que la ciencia-ficción imaginó autos voladores que todavía no existen, pero que nadie previó Internet. Y que “Internet es el peor enemigo del pensamiento crítico profundo”. Y que hasta hace unos años, “la persona con quien te comunicabas era tan importante como la información misma, y hoy ya no es así”. Pero aclara que él no es quién para decir que el futuro será peor y que, como siempre, dependerá del propio ser humano. “Tendremos que aprender a ser nuestro propio filtro”, afirma Krauss a modo de conclusión, aferrándose a un humanismo básico que viene siendo también el de las últimas películas de Herzog, incluidas las más fallidas, como su terrible ficción Salt and Fire, estrenada en septiembre pasado en el Festival de Toronto. Por cierto, no es el caso de Ensoñaciones de un mundo conectado (el título de estreno local podría haber prescindido del Lo and Behold, una expresión idiomática arcaica que significa “He aquí” y que remite a las primeras palabras transmitidas por Internet). No se puede decir que sea, ni de cerca, una de las cimas de Herzog, pero se trata de un documental de divulgación científica como sólo Herzog es capaz de hacer, planteando preguntas que casi nadie plantea y presentando personajes que en la vida diaria quizás luzcan más grises pero a quienes el director es capaz de extraer un brillo especial en la mirada. De locos quizás, o de soñadores.