Todo sigue igual Sobre esta premisa trabaja la ópera prima del director platense Mauro Nahuel López. Desde su título, Armonías del Caos, adelanta, en términos semióticos, que la temática de la historia será una contradicción de estos dos estados. La génesis del proyecto, que comenzó a rodar en 2011 y finalizó en 2015, surgió a raíz de un robo que López vivió en carne propia y lo impulsó a crear esta especie de documental que apunta netamente a denunciar la ausencia del Estado argentino en materia de políticas públicas. El concepto principal de la trama es lineal, muestra un hecho de inseguridad que ocurre a plena luz del día en un barrio humilde de Buenos Aires, y aunque pivotea con cuestionar la figura del responsable del robo (un menor de edad), no aclara ni aporta una solución a cómo debería ser tratado por la justicia. En este sentido, el relato totalmente unidireccional enfatiza en plantear una idea: cuando los derechos del individuo son vulnerados violentamente y la vida de la víctima, Alberto (Interpretado por Lorenzo Quinteros) corre peligro, no hay tiempo para dudar si se debe, o no, matar al ladrón para salvarse. Cabe destacar que, pese a la falta de giros, el film se enriquece a medida que los minutos avanzan y ningún elemento es casual ni elegido al azar. Es interesante cómo Mauro, en los 83 minutos de duración, con tan solo una locación (un PH de dos ambientes) y cuatro personajes, logra que el público empatice con la decisión que toma su personaje principal pese al enorme trasfondo psicológico en el que deviene su caótica vida. La artística de las escenas en blanco y negro marca a las claras que en esta historia no hay espacio para los grises: cuando la realidad apremia, estás de un lado o estás del otro. Literalmente: cielo o infierno, vivo o muerto. La atemporalidad del film es otro elemento clave. No marca ninguna década específica, sólo sugiere con la utilería presente en algunas escenas, como la radio y la televisión, que transcurre en los años 90. Esto también parece adrede con la intencionalidad de remarcar que aún hoy el Estado argentino está ausente en estas cuestiones. Por último, el plano detalle sobre el pergamino que contiene la frase “El hombre es el tono de la música que lo rige”, además de aportar un dato (Alberto es profesor de música), busca persuadir al espectador a tal punto que le sugiere que no juzgue los actos porque cada persona acciona en función a sus necesidades y con los valores coexisten en la realidad que le tocó vivir. En síntesis, Armonías del Caos es un relato de cine independiente que moviliza e incómoda al espectador y, al mismo tiempo, lo entretiene. Está claro que la intención del director fue mostrar la negatividad del caso en una sociedad donde el rol de la justicia parece ser nulo cuando el que comete el robo es un niño, pero hubiese sido ideal mostrar una posible solución en la materia para que no quede solamente como una simple denuncia al sistema estatal argentino. Tal vez, para no caer en la tradicional retórica del mero arte de cuestionar el todo por el todo, podría haberse incursionado en qué garantías del ciudadano pueden legitimarse cuando sus derechos son vulnerados por un menor de edad en dirección al progreso social. No obstante, este film es una clara muestra que si se tiene una buena historia para contar se llega a buen puerto.
Libertad a la orden del día. Precisamente, sobre el tópico al que hace referencia el título de esta nota avanza el último largometraje de la directora francesa Catherine Corsini, quien deja entrever aquí -tanto por la construcción del guión como del arte- su inclinación política a favor del Mayo Francés de 1968. En aquel contexto sociocultural los derechos de la mujer eran vulnerados descaradamente hasta que surgió un movimiento feminista que, pese a los prejuicios de la época, proclamó la igualdad de género. Tras una ardua batalla ideológica, las mujeres lograron afianzar su rol social. Y, como si esto fuera poco, también combatieron la homofobia. Esta arista es la que Corsini elije para encarar su guión. La sinopsis correcta sería decir que un 80% del film gira en torno a los pormenores de un amor lésbico protagonizado por Delphine (Izïa Higelin) y Carole (Cécile De France), dos mujeres que pese a pertenecer a clases sociales diferentes descubren que juntas son una buena combinación. Por ello deciden enfrentar las ideologías latentes en la sociedad para que su amor prime ante el mandato social impuesto en esa época: Delphine es una joven campesina que trabaja con sus padres en una granja pero sueña con ir a París para independizarse del entorno conservador (los padres desean que se case con un granjero); Carol es una ferviente militante feminista, parisina y profesora de castellano que lidera un grupo de lucha y vive con su novio, con quien comparte sus ideas revolucionarias hasta que conoce a Delphine y todo cambia. El guión es contundente con su relato pro-homosexualidad y la artística lo sostiene a la perfección pero hasta aquí no encontramos nada nuevo. Películas de género LGBT como Lost and Delirious (2001) y Better Than Chocolate (1999) ya hondaban en estas cuestiones. Sin embargo, la historia encuentra un elemento que la hace única dentro del género: el 20% restante del relato juega con el concepto del tiempo. Apunta al público adulto y hace hincapié en el presente, en el “aquí y ahora”, sin importar qué sucederá cuando la verdad (o las revelaciones) salgan a la luz. Así, pareciera sugerirle al espectador que valore el poder de la toma de decisión individual, haciéndose cargo de la misma sin que el entorno social lo influencie porque, cual metáfora, “el tren no pasa dos veces” y si se elije equívocamente -a veces- puede ser demasiado tarde para revertir el destino. En esta sintonía de espacio/ tiempo, acompañada por una fotografía maravillosa, la directora abre diversos frentes y con ellos múltiples preguntas en función a la dificultar para definir al afecto. ¿El amor se piensa o se siente? ¿Si el mandato social no lo aprueba, hasta dónde uno puede llegar? ¿Pesa más la felicidad personal que la familia? Así Tiempo de Revelaciones logra su cometido gracias a las excelentes actuaciones de las protagonistas y puede verse a las claras, con cierto optimismo, que la sociedad en buena hora avanzó en cuestiones socioculturales. No obstante, faltó jugar un poco más con la construcción del guión y los personajes. Sobre todo porque se trabaja sobre un contexto donde la pasión que movilizó a las mujeres a luchar hasta el cansancio por sus derechos en los años 60 y 70 fue mucho más que un simple acto de rebeldía. La directora trabaja esa militancia mediante excesivas escenas eróticas lésbicas, pero hay mucha más tela por cortar para no caer en el trillado amorío entre mundos paralelos al estilo Diario de una Pasión (The Notebook, 2004).
El cielo puede esperar. Estamos ante la última película del director Alejandro Agresti, que a 30 años de su primera aparición cinematográfica retoma de El Amor es una Mujer Gorda (1987) la temática de la censura editorial que existió en Argentina durante la última dictadura militar. En ambas pone de manifiesto en el personaje principal el desencanto con la realidad que le toca vivir a nivel personal y generacional. En aquella oportunidad optó contarlo desde la visión de un periodista y en esta ocasión elige la óptica de un director de una editorial. La similitud de los personajes radica en que están atravesados por los desmanes de la locura. El título del film, Mecánica Popular (2015), remite a una famosa revista de colección de artículos publicados durante 1947-2003 donde coexistían productos de diversa índole con el objetivo de informar al lector las novedades del universo técnico. En este sentido, la película también busca mostrar la multiplicidad de voces -en lugar de productos- que se corresponden con los distintos valores del mundo moderno. Esta premisa, presente en toda la historia, comienza cuando el director de una editorial, Mario Zavadikner (Alejandro Awada), a sus 50 años se refugia en el alcohol, dejando de lado la filosofía que tanto lo apasionaba de joven y que lo impulsó a escribir y publicar revistas sobre el psicoanálisis, esas mismas que en la actualidad quedaron encapsuladas en un simple contexto literario “snob”. Situación que no sólo lo preocupa sino que lo lleva a replantear los valores de su editorial a raíz del encuentro inesperado con una joven escritora, Silvia Beltrán (Marina Glezer), que se encuentra al borde del suicidio por la no publicación de su novela y que le cuestiona acerca de las razones del no querer ni siquiera leerla. En esa madrugada turbulenta, donde también entraba en los planes de él quitarse la vida, ambos comienzan a pensar y repensar la ética y las creencias del modernismo. La trama gira en torno a quién salva a quién, si él a ella mediante la publicación de la novela o ella a él, que al mismo tiempo le recuerda a su mujer, Silvia (Romina Ricci), no sólo porque su nombre coincide sino porque encuentra en ella la misma forma de pensar: depresión y desilusión constante con el presente. El contexto del film es la década del 70 y toma elementos presentes en las escuelas de pensamiento crítico y filosófico como la teoría de la “aguja hipodérmica”, desarrollada por la psicología conductista, que leía a la comunicación en términos propagandísticos, como si se inyectase un concepto en la sociedad para lograr efectos concretos y deseados de antemano. Lo cual implica un reduccionismo puro que -llevado a la literatura actual- puede remitirnos al periodista Daniel Balmaceda, quien analizó la historia y el origen de las palabras. En este sentido, el plus del film radica en que la historia transcurre en su totalidad en una única locación, la editorial. Allí cobran vida diversos personajes y situaciones donde se destaca el portero, interpretado por Patricio Contreras. Su forma de pensar dista mucho de los escritores pero tiene algo en común: la pasión por zambullirse en historias literarias, cuestionar su simbolismo y analizar las palabras. Es interesante cómo Agresti concluye que tanto un escritor como un portero pueden tener una historia para contar pese a pertenecer a diferentes contextos culturales, sociales y profesionales. En este mar de dudas lo único claro es que Alejandro Awada, una vez más, realiza una excelente interpretación del personaje que le toca, y junto a Patricio Contreras nos dejan boquiabiertos. Sin embargo el guión abre demasiados frentes, tantos que ninguno llega a ser resuelto en el largometraje. Y pese a que la propuesta es interesante no busca ir más allá de una clase universitaria de filosofía y cae en la retórica simplona del cuestionamiento del todo por el todo. Incluso hasta podría dudarse si lo que se proyecta en la pantalla grande es la realidad o un divague producto de la locura del personaje de Zavadikner.
¿Ser o no ser? El título de la nota hace referencia a la retórica que trabaja desde el trailer la última película del director rosarino Rodrigo Grande. La vida es una constante elección y esa elección mantiene en suspenso al espectador en el transcurso de este policial. Su lectura tiene un tinte shakesperiano, al mejor estilo de Hamlet, donde la cuestión del ser toma protagonismo para sumergirse en las teorías del psicoanálisis lacanianas y freudianas: el hombre ante situaciones de riesgo extremo entra en una dualidad superyoica y cuestiona si debe, o no, abandonar su zona de confort para afrontar la realidad y cambiar de paradigma. William Shakespeare reflexionaba al respecto: “¿Qué es más noble para el alma, sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna o tomar las armas contra un mar de adversidades y oponiéndose a ella, encontrar el fin? Morir, dormir… nada más; y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón y los mil choques que por naturaleza son herencia de la carne… ¿Quién soportaría los latigazos y la injusticia del opresor?”. El film busca indagar en el rol de la conciencia: ¿es ella la que nos hace cobardes a todos y frena los impulsos? ¿Hasta qué punto un hecho que ocurre en tu entorno puede convertirte, o no, en cómplice aunque no estés 100% implicado en él? Al Final del Túnel (2016) transcurre en la actualidad y trabaja estos conceptos de la psicología desde el minuto en que pone en juego la capacidad general de Joaquín, un paralítico en silla de ruedas interpretado a la perfección por Leonardo Sbaraglia, que vive encerrado en las 4 paredes de su casa. Así, Joaquín, su silla y la casa parecen formar una unidad homogénea: comparten el estado de abandono hasta que llega una mujer, Berta (Clara Lago), con la intención de alquilar una habitación. Irrumpe en el domicilio desesperadamente una noche de lluvia junto a su hija y su actitud avasallante no le permite a Joaquín tomarse el tiempo necesario para decidir si dejarla, o no, entrar en su casa. Al ver a la niña, accede. El ritmo del film marcha sobre ruedas porque en un santiamén -con la presencia de ellas en la casa- su vida cambia completamente y Berta toma las riendas del lugar. No obstante algo sucede y todo cambia nuevamente, comienzan a escucharse ruidos sospechosos en el sótano de la vivienda y por razones de fuerza mayor Joaquín debe decidir si dará, o no, aviso a la policía. Aquí nuevamente aparece la dualidad superyoica: ¿qué está bien y qué está mal? Es interesante cómo se trabaja en el género policial, que abunda hoy en taquilla, el concepto de héroe versus antihéroe. Por un lado, se ve a Pablo Echarri que interpreta maravillosamente al villano de turno (Galereto), logrando de manera impecable que el público desee que fracase su plan. Por otro lado, tenemos la fuerza interior del personaje de Joaquín, que lejos de dar lástima por su condición motriz genera respeto y admiración cuando en una escena impactante demuestra que puede valerse por sí mismo. Rodrigo Grande, al igual que en películas anteriores como Cuestión de Principios (2009), interpela al espectador desde una perspectiva inusual y con simbolismos sublimes que buscan traspasar la pantalla, tal es el caso de los vicios. Joaquín es fumador. Y este hecho bien puede pensárselo en dos perspectivas opuestas: muerte en vida, consciente, versus vicio que combate el estrés. La pregunta que se plantea desde el tráiler, “¿qué puerta vas a elegir?”, claramente queda a criterio del espectador pero en esta historia puede intuirse que el director, al momento de escribir, tuvo en mente el refrán “al final del túnel ves la luz”. El objetivo está claro y las incógnitas se resuelven eficazmente al final del film gracias a la labor en conjunto y de Echarri en particular, que además realiza un debut impecable como productor cinematográfico.
Selva mágica. En lo más profundo de la selva se esconde un niño indígena, Mowgli, que a los 2 años fue rescatado de las garras de un tigre por una pantera negra llamada Bagheera. La entrañable relación hombre-animal tiñe una historia de sentimientos encontrados donde coexisten por un lado el supuesto instinto humano como cazador de animales versus los lazos que éste pueda crear con las criaturas de la selva. La trama de El Libro de la Selva (The Jungle Book, 2016) gira en torno a dos cuestiones: por un lado, la lucha de Mowgli por permanecer junto a la manada de lobos con la que crece y a la que siente su familia; y por el otro, la eterna discusión de la ley del más fuerte y el poder de subordinación en un grupo heterogéneo, al estilo Karl Marx. Hasta la llegada del pequeño era el Tigre, Shere Khan, quien indiscutidamente reinaba en la selva, pero con el correr de los años y al observar la destreza del joven comienza a temerle y lo amenaza de muerte si no abandona el lugar y regresa con los humanos. El dilema es debatido por la manada de lobos y con el afán de querer protegerlo, coinciden en que el pequeño debe regresar con su familia biológica (a excepción de su madre loba, que lo quiere como a un cachorro más). Pese a los sentimientos que tiene por la manada y siendo consciente de que él es el único diferente, decide abandonar el lugar para salvarlos y salvarse. En este mundo globalizado, donde prima la tecnología y el avance del hombre en detrimento de la naturaleza, no es casual que la productora Walt Disney Pictures haya relanzado El Libro de la Selva (The Jungle Book, 1967) para poner de manifiesto ciertos tópicos que atañen a la humanidad como puede ser la deforestación y los incendios. Aquí se intenta, mediante un trabajo de campo previo realizado por el novelista que le dio vida a esta historia y Premio Nobel de Literatura, Rudyard Kipling, repensar los sentimientos. Esto queda en evidencia nuevamente cuando Mowgli (Neel Sethi, el protagonista elegido entre más de 2.000 niños) decide emprender el viaje de retorno a su “hogar” y se encuentra con un oso tramposo pero amigable, Baloo, quien le salva la vida de una serpiente, y a cambio le ofrece un trato: miel por refugio. El niño acepta, no sin perder de vista su objetivo de permanecer un tiempo más en la selva, y construye un lazo afectivo con el oso. Sin embargo, pese a considerarlo su amigo, ante situaciones de riesgo extremo y supervivencia clama por su rescatista, Bagheera. No cabe la menor duda de que estamos frente a una película de Disney ya que el niño establece conexiones emocionales con los animales: esto también ocurría en Tarzán (1999), que será relanzada este año y donde el protagonista también es rescatado y criado por un animal. La autenticidad se logra a la perfección al mezclar sets diminutos -a tamaño real del niño- con planos de los animales, más grandes, para dar la idea de fragilidad de Mowgli en el medio de la selva. El director del film, Jon Favreau, utilizó planos al estilo juegos 3D, como hizo en sus películas anteriores Iron Man (2008) e Iron Man 2 (2010). Y claro, no dejó de lado el aspecto sonoro: las voces de los actores están a cargo de Bill Murray (el oso Baloo), Idris Elba (Shere Khan), Lupita Nyong’o (la madre loba), Scarlett Johansson (la serpiente pitón Kaa) y Ben Kingsley (Bagheera). La música también es otro ingrediente placentero en la experiencia y las canciones contienen letras llenas de aventura, emoción y humor. Cuando Mowgli construye su relación de amistad con Baloo le canta un claro mensaje: “quiero ser como tú”, poniendo de manifiesto nuevamente su deseo de querer permanecer en su hábitat. Algo similar ocurre en el mensaje de Hakuna Matata, la famosa canción que marcó a El Rey León (The Lion King, 1994). Nada es casual en Walt Disney Pictures y todo siempre encaja de maravillas. El Libro de la Selva, a casi 50 años de su lanzamiento y de la muerte de Walt Disney, da cuenta de ello en todos sus detalles y avanza al ritmo del siglo XXI incorporando nuevas tecnologías a sus sets y convirtiéndose en una propuesta interesante para la cartelera del momento.
Persevera y triunfarás. Si sos amante del esquí y sueñas con ser el número uno pero jamás fuiste constante en esta disciplina, ¡no te rindas! Todo es posible en este largometraje. Es tu oportunidad para ver triunfar en la pantalla grande aquel sueño, aunque -por supuesto- no siempre contarás con la suerte de tener de aliado al mejor entrenador, como plantea el film, ese que te dará el ánimo suficiente para encarar aquella pasión que te quita el sueño. Como toda película coprotagonizada por el actor australiano Hugh Jackman, el guión es un simpático mix entre comedia y drama. En esta oportunidad interpreta a Peary (único personaje ficticio del film), un ex jugador del equipo olímpico de los Estados Unidos, expulsado por su falta de disciplina pero dueño del talento psicofísico para entrenar a su discípulo: Eddie (un amante frustrado del esquí). Si bien los años pasan para todos, el estado físico de Jackman no da cuenta de ello. A sus 47 años aparenta diez menos y su obsesión por el gimnasio y la perseverancia en la actuación lo llevaron a la fama con su personaje de Wolverine en la saga X-Men, y exceptuando casos raros como su trabajo en Los Miserables y El Gran Truco, se lo asocia más a los primeros papeles. Razón por la cual hoy es el preferido de muchos directores a la hora de filmar estas historias, como por ejemplo Dexter Fletcher en la presente Volando Alto o Shawn Levy en Gigantes de Acero (Real Steel, 2011), película con la que tiene muchas semejanzas. Para los amantes del deporte y el estilo de vida sana, esta es una buena excusa para ver paisajes idóneos y pistas de esquí ya que la película se rodó en los Alpes. Tiene planos muy bien filmados que logran contagiar adrenalina al espectador y hasta generan ganas de ponerse el traje y lanzarse de las plataformas de 70 y 90 metros de altura. El guión no va más allá del trailer: la trama es previsible como la de Gigantes de Acero, con un tinte de pasión al deporte símil Juego de Honor (Coach Carter, 2005) y una pizca de drama, en sintonía con En Busca de un Sueño (Dreamer, 2005), con Dakota Fanning. El protagonista, Taron Egerton, luego de su debut protagónico en la piel del agente Gary “Eggsy” Unwin en Kingsman: El Servicio Secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014), no se conmueve con los caballos, como Dakota, sino con la historia real que inspiró al director: la vida de un saltador de esquí británico, Michael Edwards, apodado “The Eagle” (El Águila) por su lucha contra su entorno, en esencia sus padres, sus colegas y los directivos que marcan el pulso y definen quién entra y quién no en la competencia mundial de los Juegos Olímpicos de Calgary, en 1988. Aquí se narra a la perfección su conflicto personal en torno a las secuelas que le dejó el accidente que tuvo en la rodilla a los 6 años, edad promedio para lanzarse a las pistas, y que le impidió practicar el deporte de niño. Motivo por el cual su padre pone resistencia constante en pos de proteger su salud mientras la madre lo alienta a cumplir su sueño, pese a sus nulas cualidades atléticas. ¿Qué pasa con ello? Persevera y triunfarás. Al final del film lo sabrás, pero no te esperes un final al estilo Rocky Balboa de Sylvester Stallone. Aquí definitivamente el plus lo marca la música, que acompaña a la perfección las escenas. El tema taquillero Jump de Van Halen lo dice todo: fue inteligentemente seleccionado para el momento en que Eddie se gana el cariño de sus fans haciendo morisquetas al ritmo de las guitarras.