En El primer hombre en la Luna, Damien Chazelle convierte la historia del astronauta Neil Armstrong en el vía crucis de un hombre traumatizado por la pérdida de su hija, un planteamiento que hermana esta odisea espacial con Gravedad, de Alfonso Cuarón. Aunque, pese a la producción de Steven Spielberg y el guion de Josh Singer (basado en la biografía First Man: The Life of Neil A. Armstrong, de James R. Hansen), el referente principal del ambicioso Chazelle es su propio imaginario. Reciclando la idea del sufrimiento como camino a la trascendencia, que ya subyacía en Whiplash: Música y obsesión, el director de La La Land: Una historia de amor vuelve a desplegar en El primer hombre en la Luna su pericia técnica y su concepción maximalista de la forma cinematográfica. Para Chazelle, la mano del cineasta existe para ser vista… y admirada. Así, en el extremo opuesto a las películas de aviadores de Howard Hawks o a la maravillosa Space Cowboys / Jinetes del espacio, de Clint Eastwood, donde el heroísmo se sentía como algo cotidiano, El primer hombre en la Luna pone todo su empeño en convertir a Armstrong en una figura superheroica. Y lo hace de la mano de un cine estridente, atronador incluso en su vertiente intimista. Si por algo recordaremos a El primer hombre en la Luna será seguramente por el insistente uso de primeros planos que nos acercan al tormento interior de los personajes. ¿Imaginó Chazelle la película que habría rodado John Cassavetes si hubiese tenido recursos para filmar una aventura espacial? A la postre, en este estudio de la fisonomía humana brilla con fuerza propia una afligida Claire Foy en el papel de esposa de Armstrong, aunque por desgracia la película nunca le da a la actriz el tiempo suficiente para exprimir el potencial dramático del personaje. Por su parte, Ryan Gosling emplea el piloto automático para echar mano de su cara más lacónica e introspectiva, mientras Chazelle parece más preocupado por demostrar que puede retratar un entorno familiar con la fuerza poética y elíptica del Terrence Malick de El árbol de la vida que por dar consistencia al conjunto de la película, que brilla especialmente cuando se concentra en la dimensión más sensorial de una primitiva carrera espacial. Metido en el interior de una minúscula y claustrofóbica nave de lanzamiento, el espectador de El primer hombre en la Luna, golpeado por una sinfonía de planos detalle traqueteantes y chirridos de tuercas y metales retorciéndose, puede llegar a imaginar lo que debían sentir los astronautas que volaban al espacio enlatados en lo que parece un puro amasijo de chatarra.
Venerado y odiado por bandos desde hace varias décadas irreconciliables, el veterano patriarca de la nouvelle vague francesa ganó una Palma de Oro especial en el último Festival de Cannes por otro de sus ensayos históricos, cinéfilos, literarios, sociológicos, semióticos y políticos. Ante la imposibilidad de analizar este “libro de imágenes” como si se tratara de un film convencional, presentamos un “abecedario discontinuo” con el que aproximarnos al ensayo fílmico de Godard. A de Arabia: Tras una primera mitad heredera de Histoire(s) du cinéma –y dominada por el pensamiento angloeuropeo–, reclama que dirijamos nuestra mirada al mundo árabe, cuna de la civilización, escenario de revoluciones frustradas, y habitada por criminales venidos del exterior. Arabia, no el Islam. Dejemos a un lado los prejuicios, reclama Godard. B de Brecht: “Solo en el fragmento es posible encontrar la verdad”. En El libro de imagen, Godard sublima la idea del discurso cercenado. Teoriza sobre el contrapunto como el arte de la superposición; sin embargo, más que a la conjunción de imágenes y voces, Godard apuesta aquí por la escisión plena: el corte de montaje a negro como dispositivo central del discurso. Boicotear la comprensión elemental para invitar a pensar más allá de las imágenes. C de Clases: He aquí una historia de la extinción de las especies. El mundo se divide en dos grupos: ricos y pobres. Ambos parecen tener como misión la destrucción. Los ricos por voluntad propia. Los pobres por necesidad y falta de otras opciones. D de Dedos: Del ojo acuchillado de Un perro andaluz a un supercut interruptus de manos humanas, tomadas del cine, de los noticiarios y suponemos que del propio Godard, manipulando película analógica en la sala de montaje. El cine como un ejercicio de artesanía que halla en una cierta tosquedad el reconocimiento de su fuerza política. E de Europa: Un símbolo de decadencia. Un continente a la altura de la Freedonia de Sopa de ganso, de los hermanos Marx. ¿O quizá sería justamente a eso, a un anarquismo surrealista, a lo que deberíamos aspirar? I de Impurezas: En numerosas ocasiones, las imágenes “citadas” por Godard en El libro de imagen cambian de formato súbitamente en la pantalla, dejando por el camino lo que parece la estela de un glitch. Otras veces, es el contraste o la temperatura de los colores lo que desbarajusta el “equilibrio” de dichas imágenes. La exploración de la impureza digital como una forma de explicitar su (im)posible materialidad P de Política: “Los que están en el poder hoy son unos cretinos sanguinarios”. Godard contra la “ignominia capitalista” R de Remakes: De los chicos sometidos en Saló, de Pier Paolo Pasolini a unas ejecuciones filmadas en formato casero por algún grupo terrorista. La historia repite al cine. El cine prueba su inutilidad. Godard busca sublevar al cine y devolverle su función revolucionaria.
El cuarto largometraje de Haigh supone su primera incursión en el paisaje y la cultura norteamericanas; en concreto, la cara marginal de Portland, Oregon. Allí comparten un sórdido departamento Charley (Charlie Plummer, todo un descubrimiento) y su mujeriego padre. Arrastrado a la ociosidad por la falta de estímulos, Charley ve la luz cuando empieza a trabajar para Del (Steve Buscemi), un cuidador de caballos de carreras de segunda fila. Parece que a Charley se le abre un horizonte de sosiego, pero la tendencia del padre a meterse en líos romperá esta utopía serena. En un momento determinado, el joven Charley, de solo 16 años, decide lanzarse a la carretera en busca de paz y libertad acompañado del caballo Lean on Pete; un territorio, el de la road movie, nuevo y hasta cierto punto ajeno a Haigh. Una distancia que permite al inglés abordar el imaginario y los paisajes estadounidenses de un modo original. Apóyate en mí asordina el contenido épico y romántico del clásico relato de iniciación norteamericano, como si se tratara de un Colmillo blanco en miniatura o un En el camino sin euforia. La propia dirección del viaje, de Oeste a Este, contradice el sentido de la conquista de nuevas tierras y libertad que subyace en el imaginario estadounidense: una disposición a contracorriente de la que tiene mucha culpa Willy Vlautin, el autor de la novela en la que se basa el film. Cabe destacar que la relación de Charley con su caballo remite a Kes (1969), el segundo y mejor film de Ken Loach, mientras que, del lado de lo problemático, algunos giros dramáticos, más propios de lo novelístico que de lo fílmico, no terminan de ajustarse a la sutileza de Haigh. En su cuarto largometraje, el británico se confirma como un director que domina a la perfección todos los resortes del naturalismo psicológico. Como en Wendy and Lucy, de Kelly Reichardt, aquí tenemos a un personaje que va perdiendo sus pequeñas posesiones y vínculos con lo social; sin embargo, existe todavía un largo trecho entre la sabiduría cinematográfica de la directora de Old Joy –en cuyo cine la realidad parece siempre un territorio virgen para el tránsito misterioso y orgánico de sus personajes– y el talento dramatúrgico de Haigh, en cuyo obra se percibe la mano de un cineasta que necesita controlar con mano firme el destino del relato y sus personajes.
La nueva película del francés Robert Guédiguian explicita uno de los temas que recorren soterradamente toda su obra: la inscripción del paso del tiempo en el rostro de su troupe de actores. Observada en su conjunto, la trayectoria del director de Marius y Jeannette funciona como un retablo a gran escala de lo que Richard Linklater hizo cristalizar en Boyhood: la revelación de la condición “embalsamadora” del cine, inmisericorde ajustador de cuentas temporales. La casa junto al mar presenta como premisa argumental la reunión de tres hermanos (Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan) que acuden a un pequeño pueblo costero –escenario de sus veraneos de infancia y juventud– debido a la enfermedad del padre. Sin embargo, la trama deviene en una simple excusa para vehicular la consciencia de la cercanía de la vejez. En un momento de gran belleza, Guédiguian recupera una vieja filmación (procedente del rodaje de la película Ki lo sa?, estrenada en 1986) en la que los protagonistas retozan alegre y juvenilmente en las aguas del puerto. El personaje de Ascaride –una actriz de teatro– busca en la compañía amorosa de un joven un antídoto contra el empuje de Cronos. Y, en unos gestos poéticos poco habituales en su obra, Guédiguian fija, en planos detalles repartidos por la película, varios memento mori: un cigarro a punto de apagarse, unos peces agonizando, las olas del mar. Un sorprendente homenaje a la obra del japonés Yasujirō Ozu que se ve algo mermado por una noble y blanda subtrama protagonizada por unos niños inmigrantes ilegales, a través de la cual el realizador francés da rienda suelta a la vertiente más política de su cine. El poder de conmoción de la sugerencia frente a la obviedad del manifiesto ideológico.
En 2006 una película de apariencia humilde pero de enorme hondura humana encandiló a un grupo de críticos repartidos por todo el mundo. El film se llamaba Sehnsucht (Longing, según su título internacional), estaba dirigida por la joven realizadora alemana Valeska Grisebach y presentaba un triángulo amoroso ambientado en una zona semirural. La historia planteaba un vertiginoso camino de ida y vuelta desde ciertos arquetipos del drama sentimental (el hombre trastornado por el deseo, la esposa devota y la amante inocente) hasta los límites de la razón y la locura. El encandilamiento que provocó aquel film generó unas ansias prematuras por ver hacia dónde podía dirigirse la obra de una cineasta de tanto talento. La espera se fue alargando y, unos años después, pocos parecían recordar la promesa de aquel diamante en bruto. La proyección de Western, estrenada en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2017, supuso el final de una espera de 11 años, un ejercicio de paciencia suprema que Grisebach ha recompensado con una gran película. De partida, cabe decir que el título de la película no tiene nada de irónico: Western es un western de pies a cabeza, con llanero solitario, caballos, forajidos, duelos, salones de bebida y juego, villanos de altura, doncellas enamoradizas y amistades irrompibles. La gran diferencia con los westerns clásicos de Hollywood es que aquí la acción transcurre cerca de la frontera entre Bulgaria y Grecia, ya en territorio búlgaro. Allí, un equipo de obreros alemanes intenta poner en marcha una planta hidráulica mientras lidia con las dificultades para comunicarse y convivir con los habitantes de la despoblada región. Como ocurría en Sehnsucht, Grisebach demuestra poseer un sexto sentido a la hora de exprimir el potencial expresivo de sus arquetípicas criaturas, siendo la más extraordinaria de todas el héroe sin nombre de la función, una figura lacónica, de andares arrastrados y enigmático pasado. Sus compañeros alemanes le llaman “el nuevo”, para los búlgaros es “el legionario”, y para el espectador cinéfilo podría tratarse del hijo bastardo del Viggo Mortensen de Una historia violenta y del James Stewart de los westerns itinerantes de Anthony Mann. Grisebach no pierde la oportunidad de realizar sendos comentarios sobre la realidad contemporánea e histórica de la región, un poco a la manera de Toni Erdmann (Maren Ade figura como coproductora del film). Los habitantes de la región muestran una fuerte suspicacia ante los “ocupantes” alemanes: dependiendo de la perspectiva, unos y otros se reparten los roles de cowboys e indios (el diálogo entre lo civilizado y lo salvaje conforma uno de los pilares temáticos del film). Mientras que, en una escena especialmente perturbadora, los alemanes se vanaglorian de “estar de vuelta… Y sólo nos ha llevado 70 años”. Sin embargo, más allá del contexto geopolítico, el corazón de Western se halla en la dimensión primitiva de sus personajes: hombres empeñados en sobrevivir en una realidad en la que se solapan los interrogantes existenciales, las encrucijadas morales, los obstáculos sentimentales y las relaciones familiares (de sangre o adoptivas). En conjunto, un verdadero tratado filosófico sobre lo que significa vivir bajo la ley del más fuerte. Audaz exploración de la naturaleza humana, Western cimenta su poder de fascinación en el misterio que rodea a las acciones de su protagonista, un hombre de pocas palabras que apenas puede comunicarse con sus aliados búlgaros. Un misterio que, de partida, Grisebach maneja desde las aguas del western fronterizo narrativo (con ecos que van desde el ya mencionado Anthony Mann hasta Sam Peckinpah). Sin embargo, a medida que la trama se va enmarañando, va creciendo en paralelo la fuerza observacional del film, que pone en juego, de manera soterrada, un torrente de modernidad. Así, por un lado, Grisebach se apoya en la concreción de los gestos y las acciones. Por el otro, Western presenta una cara abstracta que apunta, sin mayores aspavientos, hacia los enigmas fundamentales de la existencia. La discreta conquista de ese espacio de reflexión termina siendo el gran triunfo de esta película mayor.
Si Boogie Nights: Juegos de placer era un carrusel scorseseano y Magnolia, una montaña rusa cassaveteana, si Punch-Drunk Love (Embriagado de amor) era un torrente minelliano-lynchiano y There Will Be Blood (Petróleo sangriento), un monolito kubrickiano-wellesiano, si The Master se inauguraba con unas espirales hitchockianas e Inherent Vice (Vicio propio) dibujaba un laberinto pynchoniano, ¿cómo cabría calificar la nueva película de Paul Thomas Anderson, El hilo fantasma (para nosotros Phantom Thread)? ¿Y si la imaginásemos como una enredadera? ¿Y si, como nos sugiere la Real Academia, estuviésemos ante una película que trepa y “se enreda en las varas u otros objetos salientes”? ¿Y si, en su afán expansivo e inasible, Phantom Thread estuviese por todas partes y por ninguna al mismo tiempo, como su título espectral parece sugerir? ¿Cómo referirnos sino a una película demasiado febril y disonante (gracias, Jonny Greenwood) para ser considerada estrictamente neoclásica, cómo caracterizar esta obra demasiado original para ser etiquetada de posmoderna, cómo domesticar este film demasiado anti-chic y armónico (¡gracias, Jonny Greenwood!) para ser considerado “moderno”? Con su tallo voluble, su espíritu devocional y su apego a las supersticiones, Phantom Thread se enreda por todo lo largo y ancho del Planeta Cine mientras nos invita a perder la razón y aferrarnos a la butaca. Hace ya tiempo que el cine de Paul Thomas Anderson (PTA) renunció a instigar nuestra empatía y exigir nuestra entrega sentimental. En ese sentido, resulta útil imaginar al Reynolds Jeremiah Woodcock de Phantom Thread como un trasunto del nuevo PTA, aquel que renació al descubrir el peso de la Historia en There Will Be Blood, un cineasta plenamente consciente de su grandeza (quizá también angustiado por ella), un autor que siente que no debe pasar cuentas con nadie, ni con sus maestros ni con sus espectadores, que le seguimos embelesados al son de sus sinfonías atonales e hipnóticas (¡¡gracias, Jonny Greenwood!!). En su mejor versión, PTA encauza su sentido de la autoexigencia hacia las antípodas de los lugares comunes: ¿quién hubiese imaginado que en su “película sobre el mundo de la moda londinense de los años 50” los espejos jugarían un papel tan secundario, cuando sus primeras películas acudían en cuanto podían al cliché scorseseano de la confesión especular? Por contra, esquivando los cantos de sirena de lo simbólico, Phantom Thread se erige como el film de PTA donde el estudio del deseo y el tormento humanos se fragua de manera más concreta sobre cada milímetro de tela, piel y encuadre: ¡qué logro tan rotundo para una película sobre pespuntes textiles y románticos! En su mejor versión, PTA encuentra un modo directo, físico (también poético), de materializar las corrientes de amor y aflicción de sus personajes. El luto perenne de Reynolds haya una figuración sublime en el modo resignado en que el modisto le señala a su amada que lleva el nombre de su madre muerta oculto entre los pliegues de su camisa, “cerca del corazón”. Aunque mi hallazgo favorito de Phantom Thread son las gafas de trabajo de Reynolds, cuya presencia destaca en los silentes desayunos que el protagonista “comparte” con sus allegadas. Nada alude con mayor locuacidad al espíritu autoritario y a los ademanes afilados de Reynolds que esa montura arqueada que circunvala, de la comisura de cada ojo hasta la respectiva oreja, el rostro huesudo, severo, en permanente tensión, del artista. La piel y la carne de Woodcock devienen una línea recta, y todo lo demás (sean ropas, paredes, otros seres humanos o la montura de esas gafas) debe encorvarse y dejar espacio para el desempeño del creador. “I make dresses” (“Hago vestidos”), espeta Reynolds emulando, con una dosis extra de autosuficiencia, el “I make westerns” (“Hago westerns”) de John Ford, mientras su actitud desdeñosa y sus súbitos arrebatos de calidez afectiva hacen pensar en una evolución civilizada del Daniel Plainview de There Will Be Blood. De ser cierta la terrorífica amenaza del retiro de Daniel Day-Lewis, su encarnación del Reynolds Woodcock de Phantom Thread quedará como la coronación final de una mágica comunión entre cineasta e intérprete. Solo Philip Seymour Hoffman podría discutirle a Day-Lewis su reinado como “mejor articulador de intuiciones andersonianas”. Marcado por continuos crescendos y decrescendos, el cine de PTA suele emplear como patrón narrativo la noción de la intuición que se hace idea, para luego eclosionar en acción (una idea discreta y poderosa que Christopher Nolan explicitó, aparatosamente, en la trama de Inception/El origen). Ahí está la mirada fija y muda de Frank T.J. Mackey (Tom Cruise) al verse desposeído de su armazón cínico en Magnolia, el vaivén de Barry Egan (Adam Sandler) en el interior de su oficina mientras se forja el amor de Punch-Drunk Love, las miradas de soslayo que intercambian Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (P.S. Hoffman) en sus primeros encuentros en The Master, los primeros signos de desconfianza que Daniel Plainview dirige a su “hermano” en There Will Be Blood, y finalmente el despertar amoroso de Reynolds Woodcock en la cafetería de Phantom Thread (con aureola resplandeciente incluida), a la que responde uno de los despertares del rencor durante una luna de miel que se nos aparece cual sueño/pesadilla. De un modo nada sutil, PTA utiliza estos derroches de intuición para ralentizar la acción, casi suspenderla, y luego precipitarla hacia lo espectacular: un tratamiento del curso narrativo que, más que al ordenamiento y la premeditación, conduce a un escenario permanente de incertidumbre y revelaciones dramáticas –siempre acotadas por esos majestuosos prólogos y grand finales dominados por voces de off de incierto proceder–. En su peor versión, PTA sigue arrastrando algunas losas de su propio pasado. En una película razonada en torno a la contención/constricción de los personajes (en ello tiene mucho que ver el disciplinado trabajo de Vicky Krieps como Alma, el objeto de deseo de Reynolds) y en base a la claustrofobia espacial –hay un predominio casi absoluto de los escenarios interiores–, el director necesita seguir apelando al fuego de artificio confrontacional que tocó techo en las disputas animalísticas de Freddie y Lancaster en The Master. Por otra parte, la asombrosa postal de Reynolds perfilado contra los escarpados Alpes suizos (parece que el Lincoln de Steven Spielberg hubiese hallado su particular Monte Rushmore) tiene algo de exceso decorativo, cuando, desde el empleo de los 70mm en The Master, a PTA le bastan los rostros, en primer plano, a veces poseídos por una suerte de arrebato expresionista, para que su cine conquiste una dimensión paisajística. A la postre, es esa condición todavía visceral y esquiva del cine de PTA, combinada con la fuerza enredadera de Phantom Thread, lo que da cuerpo a una película por la que fluyen, de manera sorprendentemente natural, toda una retahíla de mitos y figuras totémicas. Ahí están Edipo y Pigmalión, la ama de llaves hitchcockiana reconvertida en hermana de Reynolds (y encarnada por una fantástica Lesley Manville, que se gana el derecho de ser el único personaje que mira varias veces a cámara), la sombra del Scottie de Vértigo cincelando al natural la imagen de su amada, la herencia entre bergmaniana y shakespeareana que se manifiesta en una estremecedora aparición fantasmagórica y en la proliferación de anhelos vengativos, o la estela trágico-romántica que apunta a Max Ophüls o David Lean (en el terreno personal, y entre otras cosas, Phantom Thread me ha convencido de que no vale la pena darle una segunda oportunidad a ¡Madre!, de Darren Aronofsky, y su simplista acercamiento a la dialéctica creador-musa). Finalmente, cabe advertir que la máxima expresión de la naturaleza enredadera de Phantom Thread llega en su inesperado giro hacia las formas y mecanismos de la comedia de enredo de Hollywood. Sin entrar en mayores detalles, apuntaré que la relación entre Reynolds y Alma esboza un reconocimiento de la falibilidad del otro en un sentido no tan lejano a la amoralidad explorada, por ejemplo, en Trouble in Paradise, de Ernst Lubitsch. Todo aquel que conserve en el recuerdo el deslumbrante y descarado encuentro inicial de los ladrones Lily (Miriam Hopkins) y Gaston Monescu (Herbert Marshall) en el hotel de Venecia, donde intercambiaban todo tipo de objetos robados “mutuamente”, tendrá en su mano una adecuada vara para medir la retorcida complicidad entre los amantes de la noche de Phantom Thread. Qué manera inesperada y punzante de acabar de enhebrar esta película arrolladora que nos invita a prolongar el idilio con el más inaccesible de “nuestros” cineastas.
Tras Lincoln y Puente de espías, el mítico director reconstruye la épica de unos empresarios y periodistas que lucharon contras las presiones políticas y judiciales para dar a conocer documentos confidenciales y exponer secretos y mentiras acumulados durante cuatro períodos presidenciales sobre la participación estadounidense en la Guerra de Vietnam. Una ratificación de la inteligencia y el poderoso clasicismo narrativo del creador de La lista de Schindler y E.T.: El extraterrestre. Como ocurre en la mayoría de películas de Steven Spielberg, The Post: Los oscuros secretos del Pentágono contiene un buen número de escenas en las que la bandera estadounidense ondea flamante, poniendo de manifiesto el espíritu patriótico de un director que ha hecho de la crónica histórica de su nación uno de los pilares de su obra fílmica. Sin embargo, cabe apuntar que The Post... tiene poco del maniqueísmo de obras como El color púrpura o Amistad, mientras que su discurso esquiva el heroísmo sin fisuras de Rescatando al soldado Ryan. Plenamente asentado en un periodo de madurez artística, iniciado con Lincoln, Spielberg es hoy un cineasta más complejo, más ambiguo e incómodo en su abordaje a la realidad tanto pretérita como contemporánea. Si en Puente de espías el director de La lista de Schindler se atrevió a adoptar el punto de vista del abogado defensor de un espía ruso para criticar la suspensión del estado de derecho en nombre de la “seguridad nacional”, en The Post... no le tiembla el pulso a la hora de ensalzar la figura de un delator que saca a la luz pública las mentiras sobre la Guerra de Vietman proferidas por cuatro gobiernos norteamericanos (aquí resulta difícil no pensar en la figura de Chelsea Manning). En el clímax de la subtrama protagonizada por el delator –un momento tocado por la oscuridad y la paranoia del cine de espías–, Spielberg lo filma en contrapicado e iluminado por un foco que lo resguarda de las sombras que envuelven la habitación de hotel donde transcurre la escena. Una imagen que acentúa la honorabilidad de la lucha contra los secretos y mentiras del estado, y que convierte al “traidor” del oficialismo en un héroe trágico. Nada es simple en la mirada crítica y al mismo tiempo idealista del Spielberg actual. Así, por una parte, The Post... crítica sin ambages la hipocresía de la clase política de la América de las décadas de 1960 y 1970; sin embargo, al mismo tiempo, el cineasta se muestra comprensivo (se diría que incluso compasivo) con la encrucijada política a la que tuvo que hacer frente el mítico Secretario de Defensa Robert McNamara, encarnado por Bruce Greenwood, un actor experto en interpretar tanto a héroes como villanos: una mina de oro para el nuevo Spielberg. En esta película de múltiples caras y ramificaciones, el núcleo del relato lo conforma la emocionante lucha por la libertad de prensa que protagonizan la propietaria, Kay Graham (Meryl Streep), y el jefe de redacción, Ben Bradlee (Tom Hanks), del Washington Post, que se enfrentan al dilema de acatar o no una sentencia judicial que prohíbe a The New York Times publicar información sobre un comprometido informe de la CIA. Los cinéfilos no podrán evitar sentir un escalofrío de nostalgia al ver la redacción del “Post” que mitificaron Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente. Aquí, Nixon es de nuevo el Goliat de la historia: le vemos de espaldas, en el despacho oval, acusando al Times de ser “el enemigo”, con la sombra de Donald Trump perfilándose en el horizonte de la Historia. Cargada de resonancias contemporáneas, The Post... deviene una gran película gracias al dominio que demuestra Spielberg en el manejo de sus herramientas formales y narrativas de cabecera. Para articular un urgente alegato en favor de la independencia de los medios de comunicación, el director de Atrápame si puedes, La terminal y Munich elabora un conjunto de montajes paralelos en los que vemos al personaje de Hanks enfrascado en tareas periodísticas mientras el de Streep debe pasar cuentas con los accionistas del diario (un universo hostil y enteramente masculino). A la postre, el destino del personaje de Streep se concretará en un nuevo montaje paralelo donde, en compañía de McNamara, deberá decidir si asumir el rol de empresaria, sometida a las leyes del mercado, o el de luchadora en defensa de la verdad. El dilema puede parecer elemental, pero el modo en que lo presenta Spielberg acentúa el cúmulo de complejas implicaciones personales e ideológicas que entran en juego en la decisión de la protagonista. De hecho, en otro momento clave del largometraje –una conversación telefónica en la que vuelve a planear el dilema negocios/verdad–, Spielberg decide filmar a Streep desde las alturas, en un plano picado, aludiendo al peso de la Historia que recae sobre los hombros de la protagonista: nada más terrorífico, más trascendente, más humano. He aquí la grandeza de un cineasta afianzado en la cumbre del neoclasicismo.
En el prólogo de su ensayo Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes apuntaba la razón que le había empujado a escribir un tratado sobre la experiencia romántica: “Hoy en día, el discurso amoroso es un hecho de una soledad extrema. Es posible que lo estén utilizando miles de individuos (¿quién puede saberlo?), pero no lo defiende nadie; se encuentra completamente abandonado por los lenguajes que lo rodean, o ignorado y menospreciado, o bien es objeto de burla”. Parece oportuno poner en relación las palabras de Barthes con el tiempo presente, una época saturada por los emoticonos con forma de corazón, una época en que las películas de Philippe Garrel son acusadas una y otra vez de pecar de un exceso de ingenuidad. Por contra, también vivimos en el tiempo de las películas de Hong Sang-soo, con su perpetuo devaneo por los pliegues y repliegues del discurso romántico, un espacio creativo en el que ahora se adentra la directora francesa más importante de nuestro tiempo, Claire Denis, que, después de recibir el encargo del productor Olivier Delbosc de “adaptar” el ensayo de Barthes, se reunió con la guionista Christine Angot para volcar en la deliciosa Un bello sol interior un torrente de experiencias románticas personales. En el mismo prólogo de sus Fragmentos…, Barthes abogaba por el retorno del discurso a su persona fundamental: “El yo, para escenificar así su enunciación, no su análisis”. Pese a que las huellas del texto de Barthes han quedado algo desdibujadas por el planteamiento de Denis y Delbosc, es posible encontrar en Un bello sol interior apetitosos rastros del discurso ensimismado que reclamaba el semiólogo francés: planos subjetivos que van punteando las íntimas escenas de pareja que conforman el corpus central del film. Mucho más habladas de lo que es habitual en Denis, estas escenas de encuentros y desencuentros acaban componiendo un collage de amoríos “escindidos”. Y no es solo que las parejas se rompan por los reclamos del personaje de Binoche (algunos comprensibles, otros absolutamente neuróticos, propios de la cara más absurda del cine de Woody Allen), sino que esa “escisión” procede de la propia estructura de la película: solemos encontrar a los amantes cuando su relación ya está empezada y nos enteramos de las rupturas cuando estas ya se han consumado. Todo resulta extremadamente fragmentario e inestable: un conglomerado de romances descoyuntados que abocan al personaje de Binoche a un estado de volatilidad emocional permanente. Dicho todo esto, cabe destacar la arriesgada apuesta de Denis por explorar un registro humorístico, muy apoyado en la disección entre satírica y surrealista de las costumbres bohemias y burguesas (con Luis Buñuel en el horizonte), así como en el trabajo de Binoche: nadie como ella sabe disolver la gravedad de una escena rompiendo a reír como si no existiera un mañana. Cabe decir que el golpe de timón cómico no es tan aparatoso como el que diera hace unos años Bruno Dumont, pero Denis –cineasta de películas aguerridas, incluso hostiles– se atreve a poner en juego la comicidad sin disimulo, aprovechando el deseo de Barthes de retratar “el lugar de la persona que habla para sí misma, amorosamente, ante el otro (el objeto amado), que no le responde”. Así, Denis se divierte mostrando a los amantes hablando en bucle, sin escucharse el uno al otro, ocultando sus verdaderas intenciones, o simplemente incapaces de expresarlas. Aquí es donde reaparece la sombra de Hong Sang-soo. El coreano pondría feliz su rúbrica al súbito cambio de perspectiva que, por unos momentos, deja a la omnipresente Binoche fuera de campo y permite la entrada en escena de un colosal Gérard Depardieu. Para cerrar el film, la pareja de históricos del cine francés protagoniza una secuencia de diálogo sublime, marcada por las confusiones y los sobreentendidos, la complicidad y la sospecha, la ternura y el engaño. Una conclusión monumental protagonizada por dos actores en la cima de su arte.
Pocos cineastas de la órbita del Hollywood actual pueden enorgullecerse de ostentar una obra tan compacta y coherente como la de Darren Aronofsky. Desde su ópera prima, Pi, el cineasta neoyorquino no ha dejado de ampliar, película a película, el alcance de su proyecto narrativo y espiritual, basado en la representación laberíntica de ideas elementales: la dimensión trágica y sublime del amor, la idea del talento creativo como losa existencial y una concepción cristiana del sufrimiento como camino hacia la iluminación. En el plano estilístico, pese a la afectación realista de El luchador, el tiempo y el éxito han demostrado que la verdadera esencia de Aronofsky es la del cineasta pictórico y pirotécnico, hijo del impulso fantasioso de Georges Méliès, en su cara más megalómana, efervescente y efímera. En ¡Madre! Aronofsky juega al despiste con el espectador: lo que empieza como un drama matrimonial deviene un thriller de invasión al hogar, para luego precipitarse por una peripecia apocalíptica y esquizoide que tiene algún punto en común con el desquiciamiento de El club de la pelea. He aquí una película que nunca deja de girar, con pulso terrorífico y surrealista, en torno a una situación poderosamente arquetípica: la mujer embarazada y neurótica que no acepta ser el segundo plato de un marido dominado por el narcisismo del artista/creador. Ideas que se hilvanan a través de sendos homenajes a El bebé de Rosemary y El resplandor, incrustados en un trabajo formal que explora la subjetividad trastornada del personaje de Jennifer Lawrence. Como ocurría en El cisne negro, uno tiene la impresión de que Aronofsky aspira a conquistar un territorio de vigor plástico y transgresión narrativa propios de la obra de Brian De Palma. El problema es que el psicologismo de baratillo y la parafernalia digital de Aronofsky no pueden competir con la luminosa autorreflexividad de De Palma. Mientras De Palma juega con Hitchcock, Aronofsky maneja una versión de bolsillo de la Biblia.
La La Land recibe al espectador con un par de explosivos números musicales que devolverían la fe en la magia de Hollywood y Broadway al más cínico de los misántropos. Una efervescencia que debe tanto a la espectacularidad de la fantasía musical como al empleo de unas herramientas narrativas que solemos asociar a las formas del realismo. Dejando a una lado los efectismos de montaje de Whiplash, Damien Chazelle –nuevo chico prodigio de la meca del cine– abraza las leyes de la profundidad de campo y el plano secuencia: aquellas que exigen el máximo de unos actores que no tienen más que su sentido del ritmo y su “química” para brillar en la pantalla. Solos ante el peligro, guiados por el virtuosismo escénico de su director, Emma Stone y Ryan Gosling dan lo mejor de sí mismos. Stone ha afinado y sofisticado su encanto natural hasta límites insospechados. Es posible echar de menos la espontaneidad de sus inicios, pero su autocontrol gestual –a veces armónico, a veces espástico– resulta abrumador. Y, por si fuera poco, su voz temblorosa, siempre al borde del traspié afónico, convierte a Stone en una figura terrenalmente imperfecta. Por su parte, Gosling explota con estilo y sentido del timing su aura de galán del Hollywood clásico, con un punto cómico y un halo melancólico, capaz de evocar el magnetismo de Marlon Brando y James Dean, para luego romper la baraja con un gag a la medida de Cary Grant. La combinación actoral resulta perfecta. Gosling, clásico, alimenta la nostalgia de una película que da carpetazo a la posmodernidad (¡adiós, Moulin Rouge!) para reencontrarse con ese tipo de musical “democrático” que encarnó como nadie Gene Kelly: una película protagonizada por gente común que invita a bailar, amar y soñar. Por su parte, Stone, contemporánea, conecta la película a una cierta esencia urbana. Así, la película se mantiene apegada a ras de suelo pese a sus ansias de volar. Del lado de la fantasía, La La Land echa mano de su paleta multicolor, de una ladera de Los Angeles que parece reconstruida en estudio, o de una escena donde los personajes bailan sobre el cielo estrellado del planetario de Rebelde sin causa. Del lado de la realidad, la aparición de John Legend como icono de una modernidad pop que reniega del purismo del jazz, o también algunos escenarios nocturnos y sombríos que parecen guiñarle el ojo a la pintura de Edward Hopper. En un momento crucial para la trama, los personajes de Gosling y Legend discuten sobre la contraposición entre tradicionalismo y revolución en relación al jazz. Con La La Land, Chazelle busca reconciliar ambos conceptos, apuntando que el clasicismo puede ser una revolución en sí misma en estos tiempos de agitación pop. En su abordaje caleidoscópico al mundo de los sueños –cómo hallarlos, perseguirlos, vivirlos, renunciar a ellos–, La La Land transita desde el musical más eufórico (a lo Cantando bajo la lluvia) hasta su sedimentación melancólica (evocando a Jacques Demy), para terminar varada en las mansas aguas del drama sentimental. Un viaje de lo rítmico a lo melódico en el que la película va perdiendo algo de su punch inicial. Un tránsito del vitalismo a una dulce resignación que resulta algo predecible y donde el ímpetu escénico de Chazelle, con sus malabarismos con steadycam, se va domesticando en plano-contraplano. En un momento de la película, el personaje de Gosling discute con un jefe despótico (J.K. Simmons como estrella invitada) sobre el modo en que la realidad de Los Angeles coarta los sueños de la gente: “En esta ciudad, es una para ti y una para ellos”, apunta hastiado el protagonista, empleando una frase habitual entre los directores de Hollywood, artistas que deben hacer de tanto en cuando un film de corte industrial para luego encarar proyectos más personales. En el caso de La La Land, pese a todo el brillo formal y el homenaje al jazz, este crítico tuvo la sensación de estar viendo la película “para ellos”, para la industria, de Chazelle. Una misión cumplida por la que el joven director parece destinado a saborear las mieles del éxito en la próxima edición de los premios Oscar.