La más bella, de Anne-Gaëlle Daval Por Marcela Gamberini En este relato de autoayuda, de superación personal, la protagonista deja atrás un cáncer de mama que ha dejado como resultado no sólo bajarle la autoestima sino reforzar sus ásperas relaciones con la madre (esa madre!!), con la hermana, con su hija y con el contexto que la rodea. Enojada con el mundo y a veces parece que el mundo con ella; Lucie se esconde debajo de su peluca que tapa los efectos de la quimioterapia en su cuerpo. El cuerpo de Lucie es el protagonista de la película; afectado, invadido, agredido lo lleva como puede, como los demás la dejan. En algún momento, por casualidad, entra en un grupo de mujeres que hacen ejercicio con el cuerpo, lo mueven, lo desnudan, lo exhiben. Lucie puede finalmente mostrarse tal como es. Nada hay en esta película que no esté en la superficie más llana, más banal. Los conflictos son los que se ven en pantalla. La puesta en escena es básica, como básica es la película misma. Una película agónica que no tiene aire, que no se oxigena, atada a un guion férreo, hecho de sentido común y frases de “sobrecitos de azúcar”. Los personajes parecen caricaturas de sí mismos, dibujos de cada línea del guión. En este presente donde la voz de las mujeres se eleva, se discute, se piensa, se reversiona, La más bella, que podía haber trabajado en este sentido, vuelve a los cánones del patriarcado, de constituirse bajo la mirada del hombre, ése que personifica Matthieu Kassovitz, que finalmente no es más que una especie de ancla, donde Lucie se sostiene. Una lástima ya que tanto la protagonista como la directora podrían haber levantado la voz y salir de ese cine cómodo, clásicamente engañoso. Deberían haberse sacado la peluca en la primera escena y ver los efectos de sentido que provoca este acto. LA MÁS BELLA De plus belle. Francia/Bélgica, 2017. Guión y dirección: Anne-Gaëlle Daval. Elenco: Florence Foresti, Mathieu Kassovitz, Nicole Garcia, Jonathan Cohen, Olivia Bonamy, Norbert Ferrer, Sébastien Deux, Perrette Souplex, Lola Ingrid Le Roch y Josée Drevon. Fotografía: Philippe Guilbert. Música: Alexis Rault. Distribuidora: IFA Cinema. Duración: 97 minutos.
Luna sangrienta En este presente apresurado, siempre urgente, sería imposible concebir la vida sin dispositivos móviles, sobre todo sin celulares. La red global nos desnuda de secretos, de impudicias, también de necesidades básicas. Nos salva y a la vez nos condena. La frontera entre aquello que teníamos como un bien preciado, nuestra privacidad, de pronto se vuelve pública. La memoria, que era confusa, selectiva e íntima, se ha vuelto una memoria digital, un simple disco rígido, que no distingue lo importante de lo urgente. Guardamos en el celular nuestras fotos, nuestras palabras, nuestras relaciones y sobre todo nuestras voces –ícono preciso de nuestra identidad–, decimos y hacemos, construimos y destruimos relaciones atravesados por un aparatito, pequeño, casi diminuto que es la extensión de la mano, parte de nuestro cuerpo, incorporado a la circulación del flujo sanguíneo. Y los celulares, finalmente, se han apropiado de nuestra ética y a veces de la moral social. Perfectos Desconocidos trata de eso, de cómo nuestra ética privada, íntima y personal se quiebra cuando se accede a esa parte casi diabólica de la tecnología. Como se desnuda la doble moral en apenas un mensaje de texto, una foto, un “¿donde estas?”. Siete adultos, amigos de toda la vida, comparten una cena con un telón de fondo mágico y a la vez perverso: un eclipse de luna, la “luna que sangra”, dice una de las protagonistas. Esa sangre cubrirá de a poco cada una de las situaciones que se desarrollan en la película y a la vez cubrirá de desvelos y violencias a cada uno de los protagonistas. En un juego que ahora puede considerarse macabro, deciden jugar al “juego de dejar los celulares encendidos” durante la cena. Abiertos y desangrados, esas maquinitas irán mostrando la endeble ética de cada uno de ellos y a la vez poniendo de manifiesto los prejuicios morales de una sociedad que los lleva tan arraigados. La infidelidad, la paternidad, la profesión, la sexualidad, el trabajo; se desnudan a las miradas y a los oídos de los demás, mientras la luna, lenta e indefectiblemente, se cubre de rojo. El eclipse, un hecho natural, presagia desapariciones y muertes en la mitología del pueblo maya que nunca imaginó celulares, ni discos rígidos, ni ordenadores personales. Tal vez, esos viejos mitos anclados en la naturaleza sean reemplazados ahora por otra mitología: la del digital. Amamos dioses digitales, virtuales, dejamos en sus manos nuestros destinos de hombres pequeños, con debilidades, con recaídas, con secretos íntimos. Lo natural versus lo digital. Extraña tensión entre estos dos órdenes, y en el medio el hombre con sus miserias y sus grandezas. La cámara de Alex de la Iglesia se mueve rápida, los primeros planos abundan, los gestos de esas siete almas son tal vez más importantes que las palabras. Sus celulares cuentan su intimidad, sus secretos, desnudan a los protagonistas de prejuicios morales y quiebran su débil ética. La película se mueve en interiores: las casas de cada una de las parejas al inicio y luego ese interior espléndido del departamento de los anfitriones repleto de objetos de valor, esos considerados de diseño que muestran también que esta es la historia de una clase social determinada. El magnífico edificio en el que se reúnen nos hace saber que estamos en presencia de un grupo de amigos de clase alta. También la tecnología, más certeramente el uso que hacemos de ella, es una cuestión de clase. La película se mueve en interiores y solo se abre al exterior cuando se mueven hacia el balcón donde algunos van a fumar, a consolarse, a ver el eclipse. Apenas asomados al exterior, suele producirse el “desastre”: la doble moral se desnuda, las miserias despuntan, los secretos se develan. La tensión entre ese exterior un poco fingido (es un balcón, no la calle) y el interior cargado de un aire denso, hecho de subjetividades y de mentiras, se desmadra cuando el aire, el viento, la fuerza de la naturaleza vuelve todo a su lugar. De nuevo el enfrentamiento entre la naturaleza con su fuerza irremediable y la tecnología con sus pálidas subjetividades. Esos burgueses viven entre interiores lujosos, tecnología de punta y objetos valiosos. Las apariencias son así, apariencias. La noche eterna en la que ese grupo se reúne también es importante. El espacio y el tiempo definen las acciones de esos personajes determinando su estatus y sus conductas. Esos interiores recargados no son nada más que el reflejo de los interiores de los propios protagonistas, densos, cargados, cerrados. La cámara de De la Iglesia se mueve rápida y certera, un poco histérica, dando agilidad y ritmo sostenido a una película que trabaja temas complejos. Los contrapicados, los picados, los primeros planos, la irrupción del viento o del efecto de la luna sobre las personas de alguna manera dan cuenta de la dinámica interna de esas parejas, de esos hombres y mujeres que guardan en sus interiores – en sus cuerpos y en sus teléfonos– una marea de secretos y de prejuicios, de infidelidades y de éticas deshechas, de sangre y de violencia, de silencios. La escala cromática de la película tiene como eje los colores oscuros, sobre todo el rojo, o más bien la sangre que irá tiñendo a ese grupo de burgueses un poco bohemios, un poco aburridos. Alex de la Iglesia se desvía apenas de ese guion original llevado a la pantalla hace tan solo dos años por Paolo Genovese, que ha sido un contundente éxito de público. Me pregunto las razones íntimas (si es que estamos hablando de intimidades) que llevaron al director español a adaptar una obra tan cercana en el tiempo y quizá tan alejada de las coordenadas de su universo cinematográfico. No lo sabré, por suerte, aún no podemos conocer todas las intimidades de los otros, siempre nos quedará algo en secreto, algo guardado, algo que solo tiene que ver con la sensibilidad, con la emoción, con aquello que es intransferible.
Orione, de Toia Bonino Por Marcela Gamberini Orione es la interesante opera prima de Toia Bonino quien a partir de la muerte de Ale cuenta las diferentes versiones del suceso. Su madre, sus amigos, la policía, los medios se congregan alrededor del suceso estableciendo la diversidad de puntos de vista acerca de la muerte de Ale. Para reforzar la idea de la diferencia de miradas sobre un mismo hecho – real, y fatal- Bonino trabaja la materialidad del documental con variados formatos, desde el límpido digital hasta las grabaciones antiguas, rugosas y granuladas, con interferencias para contar no solo la muerte sino los sucesos previos. Los primeros planos se confabulan con los planos de los lugares en los que Ale vivió y recorrió. El barrio Orione, con sus monoblocs donde las familias se reúnen alrededor de las piletas de lona o de los partidos de futbol, los vecinos que miran por las ventanas, la ropa tendida, los chicos que corretean, los perros infaltables dando vueltas por doquier. El espacio es importante en el documental, marca y desmarca un territorio, define a sus habitantes. La madre del “pibe chorro” (llamado comúnmente por la sociedad) rodeada ahora por sus nietos, da su testimonio de mamá mientras cocina una torta, con manos certeras para su nieto, ese que es el descendiente directo de Ale. La tensión dramática en este documental es una buena construcción de la directora; esa tensión dosificada recorre la película y estalla sobre el final, mostrando la suerte de un destino trágico, violento, apresurado: la muerte del pibe. La narrativa del documental cuenta de algún modo como una vida común, como la de cualquiera que siempre se define en un espacio y en unas circunstancias determinadas, se transforme en la vida de “un pibe chorro”. La película no opina, ni juzga, ni justifica, sólo muestra acciones ( por ejemplo: la de la madre haciendo la torta, aferrándose a una cotidianeidad, ésa que perdió con la muerte del hijo) y hace escuchar voces, el espectador podrá, si le parece necesario opinar sobre lo visto y lo oído. En definitiva una historia de esas comunes, sobre policías y ladrones, ésas que ya lamentablemente naturalizamos con una falta de asombro escandalosa. Orione pone en el centro de la escena la necesidad de prestar atención y hacer visibles y sonoras estas historias que destilan violencia, tragicidad y prejuicios. ORIONE Orione. Argentina, 2017. Guión, fotografía y dirección: Toia Bonino. Edición: Toia Bonino y Alejo Moguillansky. Duración: 65 minutos.
Los últimos, de Nicolás Puenzo Por Marcela Gamberini Los últimos se sitúa en un espacio que de tan presente se hace futuro, un espacio postapocalíptico que se ubica en el desierto de Bolivia o de Chile o de Argentina. El espacio siempre es el lugar físico y simbólico donde se desarrolla la historia. Y esta historia está atravesada por una guerra que como todas las guerras es entre los mismos hombres, hombres contra hombres, mujeres contra mujeres, militares contra civiles, es decir, todos contra todos y a veces hasta contra uno mismo. Una pareja que huye hacia no se sabe dónde, atraviesa desiertos y llanuras, espacios hostiles y vacíos, vacíos de gente y vacíos de alimentos; el agua es el elemento vital que no aparece, es como un fuera de campo constante y doloroso. Los recursos básicos de la tierra están en extinción y también esté en extinción el valor de la vida. En el recorrido por el árido desierto la pareja de refugiados interpretada por el multifacético Peter Lanzani y la modelo peruana Juana Burga se choca con un fotógrafo de guerra –el buenmocísimo Germán Palacios- que apuesta por la supervivencia en ese contexto hostil, desolado y deshumanizado. Entre ruinas, los espacios se suceden interminablemente, también en ruinas están esos personajes que deambulan apostando a la salvación. Los labios agrietados, la escasez de alimentos, los gestos soberbios, el frio extremo, la muerte son los elementos sobre los que se articula esta ficción que de tan ficción parece realidad. Ese futuro se hace presente cada momento en el espacio de la guerra, en este todos contra todos, en ese vaciamiento de la tierra y sus recursos naturales. Los últimos son los que resisten y también son los olvidados, los que quedan en el margen, en la frontera. Son los restos de esa civilización que se va adelgazando en sus valores y en sus buenas intenciones. Los últimos es la primera película de Nicolás Puenzo (vaya tautología!!) hijo de Luis y hermano de Lucía, quienes colaboran en el guion y en la producción. La extremada corrección de la puesta en escena, con su juego entre el primer plano afectivo y la panorámica paisajística deja entrever la voluntad del realizador de no establecer distancia entre aquello que se muestra, que se narra y el que mira. Tal vez la mirada del director apele al llamado de conciencia del espectador acerca de la futilidad de las guerras o de la creciente escasez de los elementos básicos de la tierra y quizá cierto abuso de la figura retórica le ceda densidad a un relato que a veces se estanca, tal vez sediento de fluidez. El paso del tiempo, irreversible y caótico es en Los últimos una involución que deshumaniza y descarna la naturaleza humana; dejando a su paso los restos de los hombres y las mujeres que alguna vez han sido. LOS ÚLTIMOS Los últimos. Argentina/Chile, 2017. Dirección y fotografía: Nicolás Puenzo. Intérpretes: Germán Palacios, Peter Lanzani, Juana Burga, Natalia Oreiro, Alejandro Awada y Luis Machín. Guión: Nicolás Puenzo y Lucía Puenzo. Música: Pedro Canale. Edición: Misael Bustos y Hugo Primero. Dirección de arte: Marcelo Chaves y Matías Martínez. Sonido: Fernando Soldevila. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 91 minutos.
Sinfonía para Ana, de Ernesto Ardito y Virna Molina Por Marcela Gamberini Sinfonía para Ana es la primera película de ficción de los muy buenos documentalistas Virna Molina y Ernesto Ardito. En este caso, como en muchos otros, el concepto de ficción se tensiona hasta fusionarse con las agudas pinceladas de realidad documentada. Molina y Ardito son documentalistas y la doble mirada que instaura la película no solo habla de sus intenciones como cineastas sino de sus convicciones ideológicas. Sobre el comienzo de la película, dice la voz en off que se “desespera cuando se le borra un rostro”. El borramiento, las sombras, los recuerdos como refugio, los fantasmas son los materiales sobre los que trabaja la película situada en la década del 70 y específicamente en el Colegio Nacional Buenos Aires. El tiempo, los 70, se actualiza constantemente y habilita con comodidad una lectura desde el presente: la presencia de la militancia en la escuela, el compromiso político de los alumnos, las tomas del colegio con reclamos que, vistos en perspectiva, son similares a los actuales. El pasado y el presente convergen en la película con naturalidad, dejando entrever la circularidad de la historia y la presencia inevitable de la ideología. A fin de remarcar esta confluencia de tiempos, la película se asienta en una historia de amor entre adolescentes que se cuenta con imágenes ficcionadas y a la vez está atravesada por vigorosas secuencias de archivo. Es interesante el punto de vista elegido para contar esta historia que es el de sus protagonistas, esos adolescentes que se inician en el amor y en la militancia. Si el tiempo se complejiza, el espacio es único. El CNBA con su imponente arquitectura es el escenario a partir del cual desde el comienzo mismo de la película se cuenta esa “apropiación” del colegio por parte de los jóvenes (apropiación no sólo en el sentido de pertenencia entre ese grupo de adolescentes sino de conformación y confirmación de un espacio común que los nuclee) hasta terminar en la ajenidad de ese espacio, en sentirlo un lugar repleto de fantasmas y también recipiente de recuerdos. El deslizamiento es preciso: el Colegio –con su halo mítico- los recibe, los forma, los contiene hasta llegar a expulsarlos, a desterritorializarlos. El Colegio como un espacio que representa un país, un grupo de militantes, al amor vivido como un “deporte”. La representación está en juego en Sinfonía para Ana; la icónica, la de la historia, la de los lazos sociales, políticos, familiares. En este caso las imágenes elegidas por Ardito y Molina ayudan al trabajo de reflexión sobre la representación; el uso del Súper 8, los fuera de campo, la falta de perspectiva, los cuerpos borroneados, la iconografía de la época sustentan esa idea que se menciona en el comienzo: la desesperación ante el “borramiento de un rostro, de un cuerpo”. En definitiva, la pregunta persiste y persiste (hasta el presente más presente): como contar la ausencia, la experiencia, la desaparición, la ideología. Y esa es la sinfonía de la que habla Ana que fluctúa entre la “más maravillosa música del pueblo” hasta la mítica “Cuando me empiece a quedar solo”, ambas íconos de una época convulsionada. De la inocencia de esos adolescentes que se abren al mundo, a la política, al amor hasta la preeminencia de la realidad con sus aristas más desmesuradas y crueles. Desde ese pasado que refleja, inevitable y lamentablemente, secuencias del presente. SINFONÍA PARA ANA Sinfonía para Ana. Argentina, 2017. Guión, edición, arte y dirección: Ernesto Ardito y Virna Molina. Intérpretes: Isadora Ardito, Rocío Palacín, Rafael Federman, Ricky Arraga, Rodrigo Noya, Vera Fogwill, Javier Urondo, Manuel Vicente, Juan Luppi, Federico Marrale, Mora Recalde y Sergio Boris. Fotografía: Fernando Molina. Sonido: Gaspar Scheuer. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 120 minutos.
Delicia, de Marcelo Mangone Por Marcela Gamberini Construida a la sombra de las ideas sobre puesta en escena y minimalismo de Aki Kaurismaki, Delicia es una película pequeña y previsible. El primerísimo primer plano de una mujer cincuentona, con la piel demasiado ajada, los ojos opacos y un pasado insalvable abre la película haciendo foco en esa figura femenina. Delicia transita el camino de la comodidad, atraviesa lugares comunes del melodrama que une a dos solitarios, mayores, con vidas pasadas de las que no se revelará casi nada, él ciego, ella renga. Dos personajes que carecen de mucho pero sobre todo de afecto. La puesta en escena es básica, la paleta de colores fuertes remarca el “toque Kaurismaki”, personajes que deambulan en largos planos secuencias que dejan ver poco y nada del contexto. Los vacíos o las carencias del relato son tan agudas que a veces, perdemos la empatía por esos personajes que están pensados, guionados, para conmover. El desarrollo de la trama es obstaculizado constantemente por pequeños nudos narrativos que no tienen resolución. La falta de nombres de los personajes, inclusive la falta de filiación entre ellos explica un poco la trama: el lenguaje, que es el que “nombra” no puede ponerle nombre a esos personajes que tal vez, metafóricamente apelan a un universal. Y en este caso el universal es poco interesante, incluso la falta de referencias a la época en la que transcurre la película también puede apelar a esa vocación de universalizar pero a la vez le quita identidad a la película. Al comienzo, esa mujer espera en una parada de colectivos (que será la misma en la que los personajes cerrarán la película a modo de circularidad) donde en un grafiti de fondo se ve un nombre borroneado. ¿Podemos pensar en una referencia política? ¿Un nombre propio debajo de esa sobreescritura? ¿Un nombre que reemplaza al de los personajes?. No lo sabemos, tal vez sea solo una interpretación hiperbólica dentro de la previsibilidad de Delicia. DELICIA Delicia. Argentina, 2017. Director: Marcelo Mangone. Intérpretes: Marina Glezer, Beatriz Spelzini y Hugo Arana. Duración: 100 minutos.
Tigre, de Silvina Schnicer y Ulises Porra Guardiola Por Marcela Gamberini El espacio en las películas es fundante, es uno de los ejes sobre los que se construyen los relatos audiovisuales. En este caso, Tigre retoma la idea de pensar el espacio como una unidad dramática, estética y narrativa. Justamente filmada en el delta del Tigre (como tantas otras en la filmografía argentina) la película transpira, como esos cuerpos sudantes, exotismo y algo de salvajismo. El otro elemento importante en Tigre es el sonido. La insistencia sonora del medio ambiente, la de la respiración de esas mujeres, la de los gritos de los chicos se vuelve una masa ondulante que acecha e intimida. En el comienzo, rostros de niños que reflejan claramente una clase social, algo –auditivo y de la espesura del paisaje- siempre acecha afuera, una casa semiabandonada en el medio de una isla, dos mujeres navegan rio adentro, adolescentes que flotan en un rio con demasiadas orillas. Tigre cuenta una historia compleja, con demasiados ejes y quizá con demasiados personajes: una mujer que sufre porque están a punto de arrebatarle su casa, otra mujer que se deshace en la relación tensa con su hija adolescente; el despertar sexual de estos adolescentes, los misterios que se esconden en el centro de la isla, unos niños que crecen y en ese crecimiento sienten dolor y placer, la misteriosa relación entre el adentro de esa casa y el afuera selvático, entre otros temas. Tal vez el problema de la película radica en la multiplicidad de temas que desarrolla que a veces sigue y a veces olvida en el camino, que se pierden en ese espacio que de tan selvático se vuelve enmarañado. Con aires de La ciénaga de Martel, Tigre reúne mujeres. Mujeres que transpiran, que mantienen confesiones nocturnas a la luz del alcohol, mujeres madres que tensionan las relaciones con sus hijos, que hablan de sexo. Cuando la película se ve invadida por la presencia masculina, se debilita. Ese hijo que vuelve para ayudar a solucionar el problema de la casa, enrarece el clima. Él es la razón, la fuerza, la civilización mientras que las mujeres son lo cotidiano, lo sentimental, casi lo bárbaro. El deseo sexual es el deseo de posesión y está presente en toda película, visto desde una mirada femenina. La posesión es lo que importa en Tigre: la posesión de la casa, de la isla, del saber, de los hijos, de las madres. Sobre el final, Tigre se vuelve un poco explicita a contrapelo del tono “metafórico” de toda la película, sobre todo en ese baile liberador de las mujeres, donde se disfrazan de otras mujeres, como si fuera un juego infantil y a la vez redentor. A pesar de su filiación demasiado explicita, de los muchos ejes que intenta desarrollar Tigre es una película más que interesante cuando desarrolla climas, cuando se instala y se apropia del espacio, cuando juega en los gestos de esas mujeres, cuando trabaja el sonido como un material más de la película. TIGRE Tigre. Argentina, 2017. Dirección: Silvina Schnicer y Ulises Porra Guardiola. Intérpretes: Marilú Marini, María Ucedo, Agustín Rittano, Lorena Vega, Melina Toscano, Magalí Fernández, Tomás Raimondi y Ornella D’ Elía. Guión: Silvina Schnicer. Fotografía: Iván Gierasinchuk. Música: Cruclax y Santiago Palenque. Edición: Delfina Castagnino, Damián Tetelbaum y Ulises Porra Guardiola. Dirección de arte: Pablo Gabian y Ana Wahren. Sonido: Nahuel Palenque. Distribuidora: Cinetren. Duración: 92 minutos.
El Pampero, de Matías Lucchesi Por Marcela Gamberini La segunda película de Luchessi quien ya había dirigido la muy interesante Ciencias Naturales es un relato minimalista que elige trabajar la contraposición entre espacios cerrados – ese adentro de ese velero, ese cuerpo enfermo- y el espacio abierto del río con sus reveses. Entre esos lugares se mueve el protagonista que al comienzo de la película, en un solo plano, cifra todo el contenido; sentado en un sillón de espaldas a la cámara en una habitación un tanto oscura y tenebrosa. Un hombre de espaldas a la mirada de todos, casi de espaldas a la vida, frente a una ventana entrecerrada. Sabremos a los pocos minutos que está enfermo y que emprenderá un viaje que de tan terminal se vuelve iniciático, una mujer se cruza en su camino y lo desestabiliza; se desestabilizan. Esa mujer, que también huye de una situación complicada, es Pilar Gamboa, una de las grandes actrices actuales. Los dos, el hombre y la mujer se cruzan, se atraviesan uno a otro. Vienen de lugares diferentes, van a lugares diferentes, pero ese cruce de miradas, de calladas experiencias, de silencios compartidos los hará de nuevo libres. La puesta en escena de Luchessi es concentrada, su eje es el espacio y sus personajes se mueven en él con dificultad, como se mueven en la vida. El río no es tan abierto ni tan pacifico como es habitual, esos personajes superan los vientos de El pampero, el encallamiento de un barco que les corta el paso, una tormenta. El velero, en su interior profundo, no es cómodo, se mueven con dificultad, es pequeño y ahí reside una de las hazañas del director; filmar el movimiento contraído en ese espacio reducido. Las actuaciones son más que interesantes, Julio Chávez se remonta a ese personaje árido, silencioso, endurecido que hiciera en el cine con El custodio de Rodrigo Moreno o Un oso rojo de Caetano entre otras. Pilar Gamboa se remonta a esconder una verdad acerca de haber o no cometido un asesinato, su llanto es certero, su mirada perfecta, sus gestos secretos. También ese tercer personaje que se cruza en el camino de los protagonistas, César Troncoso, se adecúa al dúo con tensa comodidad. El Pampero es una película de soledades, de rispideces, de secretos no dichos, parca y a la vez vital. Y sus planos respiran, dicen y expresan más que los parlamentos de los actores: toda una apuesta a las connotaciones visuales más que a las palabras (tal vez esta sea una tendencia marcada del cine argentino contemporáneo). Con una fotografía excepcional a cargo de Guillermo Nieto, las elipsis, los contracampos y los juegos de miradas le otorgan al escaso argumento una vitalidad inusual. En este caso el cine cordobés da un paso adelante dejando de lado el universo de los adolescentes, de los jóvenes en transición con el que viene trabajando hace años y se adentra en el universo de los adultos que no siempre es más complejo ni más difícil, sino que solo es otro universo posible no sólo desde lo temático sino desde lo estilístico. EL PAMPERO El pampero. Argentina, 2017. Dirección: Matías Lucchesi. Intérpretes: Julio Chávez, Pilar Gamboa, César Troncoso, Ignacio Toselli, Germán de Silva, Alvin Astorga. Guion: Matías Lucchesi, Gonzalo Salaya. Fotografía: Diego Amson. Duración: 77 minutos.
El legado del mar, de Gastón Klingenfeld Por Marcela Gamberini El mar atrae y repele, también es placentero y a la vez puede ser un espacio que de tan abierto sea aterrador. Legado del mar trabaja en ese sentido, planteando la dicotomía entre lo que el mar ofrece. En primer lugar ofrece fuerza de trabajo, pero como “lugar de trabajo” es tan duro como primario, tan respetable como peligroso. El paso del tiempo es el eje de este documental que muestra cómo la profesión de los pescadores se va adelgazando, desde una manualidad casi artesanal hasta la cadena de recolección más industrializada. Con destellos de tintes políticos, Legado del mar se deja ver serenamente, mientras se alterna entre la emoción de las madres que han perdido hijos en el mar hasta la simpatía árida de ese pescador -Juan Iglesias -que trabajó más de sesenta años en el mar, pasando por anécdotas varias de la gran familia de los trabajadores del mar. Gastón Klingenfeld se interna en el mar abierto de Rawson, Chubut y logra internarse en el corazón de esa “familia marítima” compuesta de padres, hijos, barcos, perros, abuelos, madres que dan testimonio de su vida a la vera del agua. Cada encuadre está sumamente cuidado, la película es estéticamente bella, tal vez esta belleza de algún modo contraste con la dureza de lo narrado. La rugosidad de la situación, que no deja de ser interesante, no está plasmada en las imágenes que son contradictoriamente demasiado limpias y tersas. Algo similar sucede con el registro sonoro, demasiada música impide que escuchemos los sonidos del mar y la estruendosidad de la violencia del trabajo de esos hombres. La naturaleza es sólo retratada por Klingenfeld sin aprovecharla en la multiplicidad de sentidos directos e indirectos que dispensa. Los hábitos, las costumbres, las experiencias, en definitiva, la vida de los pescadores, con esa sensibilidad a flor de piel; son la esencia de este documental que se dibuja claramente en la figura de ese barco el Pica 1, que aún surca las costas argentinas. En ese barco, que no deja de ser el protagonista, la vida sucede y las generaciones trasladan su legado empírico de mano en mano. LEGADO DEL MAR Legado del mar. Argentina, 2017. Guión y dirección: Gastón Klingenfeld. Intérpretes: Juan Iglesias, Leonardo Iglesias, Adrián Estergaard, Jorge Estergaard, Miguel Ángel “Chino”, Velázquez, Néstor Vega, Santiago “El Chaqueño”, José María Barrientos, Herminia Centeno, Anita Terenzi, Diego Iglesias, Juan Signorelli, Carla Velázquez, Ernesto “Taca” Rafa, Jorge Iglesias, Christian Melgar, Jerónimo Presentado, Manuel Puebla, Elda Barrientos. Producción: Rosalía Ortiz de Zárate, Gastón Klingenfeld. Duración: 63 minutos.
FESTIVAL NACIONAL DE CINE DE GENERAL PICO 2016: TRES PELÍCULAS por Roger Koza - Críticas breves, Festivales 07 Jun, 2016 04:50 | Sin comentarios Compartir en Tumblr Las calles Marcela Gamberini Las calles, María Aparicio Ponerle nombre a las calles, más bien renombrarlas es un acto colectivo, democrático. Asignar el nombre de un personaje calificado del lugar a una calle es un gesto político, de reivindicación popular, de pertenencia. Los chicos de la Escuela Nº 7710 de Puerto Pirámides de la provincia de Chubut, de la mano de su profesora de historia, inician una serie de entrevistas a los habitantes (notables) del pueblo donde, entre otras cosas, les hacen pensar y elegir un nombre para las calles. Estas entrevistas muestran el quiebre y el entrecruzamiento generacional entre los entrevistados y los entrevistadores, relevando el valor de la tradición, de la historia y de los relatos orales que se transmiten de generación en generación. Incluso esta idea está presente en la puesta que convoca en los mismos planos a dos generaciones distintas y definidas, cada una con sus gestos, sus maneras de hablar y sus silencios. El juego de miradas es una de las claves de lectura de la película; la mirada amorosa de la directora sobre sus personajes, las miradas entre los chicos, las miradas entre los adultos y esos chicos. En este sentido, el ojo que uno de los adolescentes se pinta en la mano es la punta del iceberg que le película reflota. Puerto Pirámides es esa ciudad, pueblo ideal por su valor estético, sus costas que albergan a esos trabajadores de la pesca, sus caminos polvorientos, sus perros callejeros, sus cielos abiertos que de tan celestes se vuelven transparentes. Este espacio idílico contiene a la película, que no se molesta en centrase en una calificación precisa; no es un documental puro ni una ficción pura, es más bien un cruce estético y político entre ambos géneros. Nombrar es hablar, es decir, es ponerle nombre a las cosas. De eso se trata básicamente Las calles: el lenguaje como pertenencia, idiosincrasia y tradición. maxresdefault Presente imperfecto Presente imperfecto, Iair Said El corto de Iair Said, quien escribe, dirige y actúa, es modélico en su género. En el día de su cumpleaños Martin recibe un regalo impensado, algo que no es para él. Esta confusión habla de la incomprensión, también de la soledad del protagonista (que mientras viaja solo en colectivo devuelve una llamada que tiene perdida en su celular y explica que, como es el día de su cumpleaños, tal vez alguien lo quiera saludar), y asimismo de la falta de diálogo y de la importancia de los gestos. Esa confusión inicial nos lleva a la confusión final, un amor cruzado, un beso partido y un cambio de miradas. La bondad del corto reside sobre todo en el modo en que Sair resuelve las escenas, de manera cómica a veces, a veces trágica. Cada plano tiene la información necesaria, el poder de síntesis que no ahorra ni escamotea ni expande datos y que, sin embargo, abre un abanico de significados que el espectador recibe sin filtros. Presente imperfecto es Said, es su actor, es su gesto, es su rostro, es su manera de caminar pero también es la soledad y la incomprensión que destila su mirada, entre atenta y perdida. Presente imperfecto es un corto que desmiente la idea de la duración de las películas, que afirma que en diez, quince minutos no se puede contar una historia, armar un relato, diagramar un personaje. Todo en cine es una cuestión de tiempo, nada es una cuestión de duración, sino de saber qué hacer con él, con el tiempo, esa ameba que corre o se ralentiza alejada de cualquier cronología. hqdefault Atrás de la vía Atrás de la vía, Franca González Serra Franca González Serra diagrama su documental a través de la figura de su abuela. Ya desde el comienzo una figura se impone, la de la duplicidad; dos vía que nacen de una sola son el telón de fondo de los créditos iniciales. Una abuela y su nieta, un pasado y un futuro, un pueblo atravesado por las vías del tren, dos espacios territoriales y dos espacios afectivos que finalmente se sellan en un abrazo final. El documental de corte clásico destila emotividad y calidez. La manera en que González Serra ilumina colabora en mucho con la creación de un clima que bordea los colores de la memoria, que la propician y que la invitan. Las luces que iluminan aquello que es necesario ver, los amaneceres y los atardeceres en La Pampa. El viaje que emprende la nieta, que es la directora, es un viaje iniciático y a la vez final; el recorrido es espacial y temporal, la tradición de una familia menguada que debería pasar de generación en generación. Ese tren que ya no pasa, esas vías vacías son la síntesis del estado de un pueblo y de una familia. Atrás de la via es un documental de esos que se hacen con el corazón y por eso pueden universalizarse. Marcela Gamberini / Copyleft 2016