CRESPO, LA CONTINUIDAD DE LA MEMORIA RESISITIENDO AL OLVIDO Crespo-Foto-1-750x418 Por Marcela Gamberini El gesto que da inicio a la película es siempre el mismo: la muerte del padre. Se puede empezar a filmar, se puede registrar una vida cuando se muere el padre, cuando se muere el origen. O cuando el vacío se hace palpable, tangible y es necesario recuperar (se) la propia historia. Crespo comienza con una escena en el museo de Crespo, aquel que guarda las memorias de un pueblo, de sus habitantes y sus tradiciones. Un museo es aquello que eterniza la historia, la propia y la ajena. Los niños de la escuela suman vitalidad, ingenuidad, son aquellos que vienen a ocupar los espacios, que preguntan, que miran. Que el protagonista, que es Eduardo Crespo, se ponga su uniforme de boy scout es recuperar no sólo la infancia sino la pertenencia a esa familia, la propia y la de la ciudad. Esos niños están forjando una identidad, como Crespo, el director. ¿O hay algún otro motivo para filmar o escribir una autobiografía sino a través del feroz intento de darle forma a la propia identidad? Se trata de un trabajo tan arduo como doloroso. Cuando Crespo, quien filma, quien protagoniza, nombra a su padre, su mirada y su cámara filma pollitos. No sólo porque la ciudad de Crespo en Entre Ríos es básicamente de producción avícola sino porque esa imagen está la imagen del padre. La cámara, los ojos de Crespo, se alejan y su voz menciona a su padre mientras hace eje en un único pollito, solo. El director lo toma y la cámara se acerca y a la vez se aleja, tal como se acerca y se aleja del padre, hasta que finalmente lo deja ir; al pollito y al padre. Crespo, la continuidad de la memoria, Eduardo Crespo, Argentina, 2016 La película, como casi todas las autobiografías o las memorias, son utilitarias. Sirven para guardar, recuperar, descubrir la memoria y además constituir la identidad y la consecuente integración a la sociedad. Eduardo Crespo explicita su relación con el mundo circundante, con “su” mundo circundante; recupera sus recuerdos que son los de su padre, hace listas infinitas como un modo de ordenar la escurridiza memoria que va alternativamente hacia atrás y hacia adelante, como siempre. Filma a su familia, a su madre, su casa, los reflejos del sol sobre las cosas, las luces que caen transversalmente sobre los muebles. El espacio es central en la película, como así también el tiempo. El espacio es la ciudad de Crespo, pero a la vez es su casa, ese museo y también es el espacio que su padre ocupaba, ahora vacío y que su hijo intenta habitar; el cuerpo del hijo queriendo habitar el espacio del padre para recuperarlo, para poder nombrarlo y para memorizarlo. El tiempo del padre, aquel al que los hijos no accedemos y aquel que compartimos, esos dos tiempos (si es que son diferentes) se atesoran en el tiempo de filmación de la película. Como encontrar fotos dentro de las fotos, el director, el hijo, quiere encontrar historias dentro de las historias, aquellas que no supo, aquellas que olvidó. El documental es una forma de resistencia ante el olvido, y Crespo es una película sobre la pena y la ausencia; en sus propios términos, es un película urgente y necesaria para el hijo que muestra en primer plano algunos objetos del padre como si al mostrarlos metonímicamente trajera la presencia del padre. Crespo es un gran documental autobiográfico. Juego de espejos y de identidades que se replican más allá del tiempo y el espacio, la repetición de Crespo, esa lingüística replicada y replicante de los nombres propios es, no sólo el nombre de la ciudad y del barrio, sino que es el Nombre del padre. Crespo es un viaje a la infancia, a ese terreno arenoso, a ese paraíso perdido; viaje que lleva el cuerpo de Eduardo Crespo a otra parte (y también, misteriosamente, a sus espectadores). Viaje que recupera un pequeño universo que es el privado, hecho de migajas (como bien dice Roland Barthes en su maravillosa autobiografía) y que en el centro descansa la figura del padre; ¿puede haber otra figura? Esa figura aparece como un caleidoscopio desde donde puede verse todo lo demás, incluso uno mismo, hecho de reflejos, fragmentos, sombras. También de fotos, diapositivas, palabras. Finalmente, ese hombre vestido de boy scout es el que se va, por ese interminable camino de tierra que es la memoria, con su infancia puesta. Alejarse y acercarse es la dinámica de esta poética que Eduardo Crespo filma amorosamente, registrando un homenaje a su historia propia y social, privada y pública. Filmar es filmarse en este caso (¿o siempre?) antes que todo desaparezca o tal vez al contrario: para que nada de esa historia publica y privada desaparezca. Gran gesto para una gran película. Marcela Gamberini / Copyleft 2016
EL BAFICI EN EL BAFICI 2015 (05): VICTORIA vlcsnap-2015-04-20-16h51m05s153 Victoria Por Marcela Gamberini Victoria espera el colectivo, se sube, viaja, se traslada. Su cotidianeidad es la de cualquiera de nosotros, la gran diferencia de esta mujer es su voz y detrás de su voz o mejor dicho, construyendo su voz, una particular historia de vida y el presente de una clase media común. Villegas apuesta a una estética cercana, íntima, cotidiana. Su retrato de Victoria se juega en los encuadres de cada plano: Victoria cantando de espaldas, corrida del cuadro, le cuesta ser el centro, le cuesta ser protagonista; Victoria escuchándose, tímida y expectante; Victoria cocinando mientras dice “nunca pude seguir una receta” cuando habla de su abuela, su gran tradición familiar; Victoria cantando con ese padre un tanto lejano, mediado por el marido, que escucha y sigue el ritmo de las canciones con el pie. Victoria es Nelly Omar en la emoción que destila cuando escuchamos el relato de su encuentro, Victoria es Omara Portuondo cuando canta “Adiós Felicidad”; pero a la vez Victoria es única. Una mujer que canta y que recién ahora se anima a consignar “cantante” cuando le piden su profesión en algún formulario. Victoria es esa mujer que busca a su hija cuando sale de la escuela, es ella cuando canta para los ancianos, es ella cuando habla de los problemas a la hora de hacer su difusión más masiva; pero también es ella cuando canta con su padre, cuando habla de su problema físico y dice que el canto fue su salvación. Victoria, Juan Villegas, Argentina, 2015 Las características de la voz de Victoria son el patrón formal sobre el que se filma la película. El sentido musical, el ritmo cadencioso, la calidez de los colores anaranjados, la emoción que se desparrama, como su voz, sobre la película son efectos del montaje armonioso de la película. Las canciones remiten y cuentan la vida normal y cotidiana de Victoria donde, pareciera, no haber contradicción entre el trabajo y el arte porque, después de algún tiempo, ella reconoce que es lo mismo. Villegas propone la lectura de los signos en el rostro y en la voz de Victoria, los signos que construyen su ficción, su vida, su relato. Si hubiera que clasificar la película, se podría decir que es un documental, pero un documental complejo de una mujer que construye su propio relato a medida que avanza la película, sumando anécdotas, experiencias y canciones. En Victoria hay un trazo fuertemente estético en la forma de sus encuadres, en la luz que entra despacio por la ventana entreabierta, en ese triple- cuádruple encuadre que se produce mientras Victoria está en la sala de grabación; el vidrio, la ventana, el hombre y detrás ella, que le cuesta ser protagonista no sólo de la película sino de su profesión, reconocerse como artista no es fácil. Y esa estética es una política de las formas que el director, con una mirada entre extraña y cercana nos deja acercarnos a una de las verdades del mundo, ésa donde confluyen el arte y la vida. *** juan-villegas Juan Villegas Pequeña entrevista a Juan Villegas sobre Victoria Marcela Gamberini: ¿Cómo surge Victoria la película y como te encontraste con Victoria la protagonista, esa maravillosa cantante que es fan de Nelly Omar, que es la gran presencia/ausencia de la película? Juan Villegas: El nacimiento de la idea de la película coincide con mi encuentro con Victoria. Y eso fue hace muchos años. La escuché por primera vez en la radio y quedé maravillado por su voz, que obviamente me evocó la voz de Nelly Omar. Después la fui a ver cantar en vivo y ese día ya me dije que tenía que hacer una película con ella. Tuvimos entonces un intercambio por mail, pero solo de admirador a artista. Y en el 2013 sentí que ya estaba listo para hacerla. Ahí nos encontramos y nos conocimos. Y enseguida ella aceptó mi ofrecimiento de hacer la película. Fue un rodaje rápido, en relación a lo habitual para los documentales de observación. Yo creo que eso se debió a que yo venía madurando la película desde hace tiempo. Y que hubo una comunión muy efectiva entre director y personaje. Hasta tal punto que yo digo que además de un retrato de Victoria Morán yo siento que la película es un autorretrato. MG: No hay casi desplazamiento físico de Victoria, salvo en la escena inicial y las veces que busca a su hija al colegio. La escena inicial sirve para ubicar a Victoria en una clase determinada, nos sirve para saber de dónde viene y ubicarla en lo cotidiano. ¿Es Victoria también el relato de una clase? ¿O Tal vez de una clase media que siente cierta tensión entre el arte y la vida cotidiana? ¿Es ese el desplazamiento que te interesó filmar? JV: Sí, para mí era muy importante el retrato de la clase media, de las tensiones de la clase media. En la película se habla muchas veces de plata. Y en muchas secuencias el tema del dinero está implícito. Por ejemplo, la vemos que está grabando un disco, pero es evidente que se trata de una producción discográficaartesanal y autogestionada. En ese sentido, la siento casi como una película política (veremos si tu compañero Prividera coincide). vlcsnap-2015-04-20-16h51m16s13 Victoria MG: Tal vez haya en Victoria algo de la serie de los retratos de Rafael Fillipelli, que no son biografías sino “retratos” de personalidades destacadas en música, en literatura. ¿Te parece esta una filiación probable? ¿Hubo otras? JV: Sí, es una filiación posible. Por ejemplo, a mí me gusta mucho el Retrato de Juan José Saer, de Rafael. Me parece una gran película. La diferencia más importante es que Saer ya es, en el momento en que Rafael lo retrata, un artista de renombre mundial. Y no es el caso de Victoria, lo que le da otra particularidad a mi mirada. Modestamente, yo creo que hay algo original en el hecho de retratar a un artista notable pero que no ha trascendido públicamente como uno cree que merece. Por eso me cuesta encontrar muchas filiaciones. No se trata del retrato de un artista de culto ni la mirada sobre una actividad artística amateur. Es otra cosa. Victoria es una profesional de la música, respetada y admirada por muchos de sus colegas y también por un público fiel, aunque selecto, que la sigue. Tampoco creo que se trate de una situación tan extraordinaria, pero sí es evidente que el cine no ha dado cuenta de ella. MG: ¿Filmaste con guion? Por momentos, parece una película construida a partir de situaciones que se fueron generando durante la filmación. ¿Es así o es un efecto de sentido? JV: Existía un guion, básicamente porque necesité escribirlo para acceder al apoyo del INCAA, pero una vez que lo obtuve no volví a leerlo. Y no filmamos con ese guion como referencia. Sin embargo, curiosamente, la película terminada, en su espíritu y en su forma, es bastante fiel a lo planteado en el guion. El procedimiento para el rodaje fue empezar filmando los ensayos y la grabación del disco. Una vez establecida la confianza entre ella y el equipo de filmación, pasamos a filmar los eventos más íntimos y familiares. Luego, muchas de las ideas de escenas o situaciones a filmar surgieron del montaje. Fui editando escenas y ahí me daba cuenta que otros elementos pedía la estructura. Todo el tiempo fue una búsqueda de equilibrio entre lo cotidiano (lo íntimo y familiar) y lo profesional (la grabación del disco). Y la música está siempre, en los dos ámbitos, cruzando todo. MG: Es interesante que nos cuentes cómo financiaste tu película y si esa manera de financiación incidió en los materiales con los que trabajaste o en la propuesta. JV: La mayor parte de la financiación vino del subsidio del INCAA para documentales digitales. Se trató de un monto pequeño, en comparación con los otros tipos de subsidio del INCAA, pero que tiene la ventaja de ser más flexible en cuanto a los requisitos para su obtención y más fluido el acceso a la plata. También hubo apoyo de la FUC, a través de parte del equipamiento para rodaje. Trabajé con medios reducidos pero con mucha comodidad. Era necesario, para ser fiel a la propuesta y a los temas que plantea la película, que el esquema de producción fuera de alguna manera análogo a la forma en que Victoria desarrolla su actividad artística. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
MI AMIGA DEL PARQUE (01) EL RELATO Y LA VIDA amiga-parque Mi amiga del parque Por Marcela Gamberini Tratar de hacer una genealogía argentina del cine de mujeres no es tarea sencilla pero tampoco tan compleja. Las mujeres, esa mirada particular que funde los preceptos dogmáticos de los que debe ser una mujer con las experiencias inherentes a lo femenino, son escasas tanto en el Nuevo Cine Argentino (o como se llame ese conjunto de películas que irrumpen a fines de los ‘90) como en el cine actual. La temprana presencia de Ana Poliak con Qué vivan los crotos es un buen antecedente para pensar los orígenes de ese grupo de cineastas. La irrupción de Lucrecia Martel y de Albertina Carri sorprendieron (y esperemos que lo sigan haciendo) narrando historias de padres y madres, de ausentes y presentes, de familias políticas y/o reales, de cuerpos dañados por la tanta presencia o por dolorosas ausencias, historias donde la política irrumpe en el mundo y sobre todo en el mundo de las mujeres. El universo de lo cotidiano, casi del puro presente se asoma en las obras de Martel y de Carri que narran y filman con sensibilidad y responsabilidad histórica. Las películas de Celina Murga, de Anahí Berneri, de Laura Citarella, de Ana Katz trabajan en general a partir de esa idea de lo cotidiano. El mundo de los afectos aparece de un modo más transparente frente a cierta opacidad del cine hecho por varones. La familia, los hijos, la pareja, la soledad, las confusiones, las ambigüedades, la lucha que implica cuestionar normativas sobre lo que “debe” ser una mujer aparecen como un modo especial y único de estar en el mundo, como una de las maneras de insertarse en la cotidianeidad. Los cuerpos en el cine hecho por mujeres son esenciales. Esos cuerpos que a veces no logran articularse con el espacio o que se definen a partir de él. Esos rumores femeninos que recorren las películas de Martel, esa violencia silenciosa y brutal de las películas de Berneri o la sutileza de Murga para narrar historias pueblerinas sean tal vez deudoras de la literatura de Manuel Puig. Esa esfera de lo femenino, con sus intimidades, su cotidianeidad, sus fabulaciones, sus diálogos, se refleja (en algunos casos con más intensidad) en este presente del cine argentino hecho por mujeres, funda quizás una tradición que se aleja de en cierto modo de Borges y se acerca a la “cercanía” de Puig. También el modo de producción es diferente en estas directoras que trabajan a partir de los postulados del cine independiente y a la vez seducen con un cine más industrial en el buen sentido del término. Películas de “autoras”, muchas de ellas protagonizadas también por mujeres que llevan el sello de lo femenino no sólo en su manera particular de ver el mundo, de sentirlo, de absorberlo sino en sus formas de producción, más aireadas, más abiertas, más permeables. La tercera orilla o Escuela Normal de Murga, Por tu culpa o Aire libre de Berneri, La mujer de los perros de Citarella y Llinás y Mi amiga del parque de Ana Katz – por citar sólo algunas- instalan sus películas en un imaginario social que discute con las ideas tradicionales de familia, de pareja, de hijos, de política, de territorio. Ellas logran acortan -o dicho de manera más radical quebrar- la dicotomía entre arte y vida. Ellas, cada una con sus improntas, sus sensibilidades, sus afecciones disuelven de manera natural y transparente, la oposición entre relato y vida. La vida es un relato posible y los relatos son posibles vidas. Todas estas películas se inscriben en cierto fluir del tiempo de lo cotidiano, lo cotidiano entendido como ese lugar en el que se enfrenta con el otro, con otras experiencias, con otras vidas. En Mi amiga del parque Ana Katz propone una doble enunciación, como Verónica Llinás en La mujer de los perros; están fuera de la pantalla en su rol de directoras y a la vez están dentro, siendo las protagonistas de las películas. Esta doble enunciación suma un problema más al complejo tema de la enunciación en el cine que ellas resuelven jugando con naturalidad y firmeza. Katz, acompañada por una actuación brillante de Julieta Zilberberg, atraviesan a partir de la ambigüedad y el desconcierto el terreno de lo familiar. Los cuerpos de Katz y de Zilberberg son opuestos y a la vez complementarios: la morocha y la rubia, la alta y la baja, la “mal vestida” y la modernosa son la manera en que esos cuerpos representan dos mentalidades diferentes. También socialmente están ubicadas en distintos espacios, la contraposición de la clase y por supuesto la experiencia sensible que cada una tiene con el dinero. El auto como símbolo de clase es de algún modo el disparador del accionar de estas mujeres. Objeto de deseo, de necesidad por parte de una y objeto en desuso, que hay que domar, casi innecesario para la otra. Hay una escena que es clave en la película, podría articularse en torno a un antes y después de esta escena: Liz entra casi corriendo a una fábrica, que es donde trabaja su amiga. Esa irrupción en “otro mundo” es la irrupción a esa otra clase; nadie puede dejar de ver en esta secuencia la irrupción de Ingrid Bergman en esa fábrica, ruidosa, extraña, después que su hijo ha muerto en Europa 51 del siempre genial Rossellini, película con la que La chica del parque comparte más de una similitud. De hecho, esa irrupción es la que provoca, en todos los sentidos posibles, el llanto descontrolado de Liz. La inmersión en ese otro espacio no es solo la búsqueda del perdón de la amiga, la reconciliación, el abrazo, sino que es la entrada a otro espesor de la realidad: el contacto con otras preocupaciones, con el mundo del trabajo “real”. Liz no saldrá indemne de este contacto. De ahí en más, empieza en ella a aparecer con más claridad la idea del viaje a Saladillo, de su contacto con el auto, de ir en búsqueda de una extraña “aventura”, en definitiva de salir de ese lugar que la confunde y que no entiende. En uno de los encuentros con la amiga, Liz pasa a través de una zona enrejada, representación de ese encierro que va desde el parque hasta el departamento, desde su cabeza (recuerdo que una de las películas de Martel se llama “La mujer sin cabeza”) hasta su cuerpo. La película, en este sentido, se muestra alerta a sus formas que siempre son políticas (la referencia a Europa 51 y a Rossellini no es inocente en este sentido). Los hijos y la maternidad como instituciones no son el tema central de la película, sino la mirada que sobre estos conceptos tienen las mujeres actuales. Aquello que casi con ferocidad aparecía en Por tu culpa o incluso en Aire libre de Berneri, la pregunta sobre qué es ser madre, o ser hija, o ser esposa, acá se trabaja desde la confusión, el desconcierto y sobre la dicotomía que produce el choque entre esas dos mujeres, que son a la vez madres reales o madres sustitutas, esposas virtuales o proyectadas, solteras con hijos. Evidentemente es una película de mujeres, de madres, de hijas, de hermanas. Familias que se construyen a partir de las mujeres; los hombres están virtualmente fuera de campo: el marido de Liz desde Skype aparece de vez en cuando; el padre de Liz le deja mensajes traducidos en frases hechas desde el contestador del teléfono; el amigo aparece sin relevancia casi como para acrecentar un poco la confusión de Liz. Ella, Liz (Zilberberg), nunca entiende nada y esto lo dice ella directamente. No entiende a su marido, a la niñera, a la amiga. En una secuencia, ella da vueltas sobre sí misma con el bebé en brazos. Su centro es el hijo pero está confusa; no entiende y dice “¿por qué lloran los bebés?”. Se la ve siempre incómoda; en cada plano se sienta, se para, camina, habla, llora, nunca sonríe. Atraviesa ese espacio del parque como si fuera suyo y a la vez ajeno. La idea de ajenidad también surfea la película. ¿De quién es la hija que trae Rosa (Katz)?, ¿las madres nacen o se hacen?, ¿cuánto hay de eso llamado “instinto maternal”? A la vez estas mujeres hablan de sus madres, dicen que ambas la perdieron hace un año, convocan o conjuran algo ausente pero aunque no tienen referentes maternos vivos hay una especie de sustitución (otra vez las “madres sustitutas” o el tema del “instinto”) que es la niñera que contrata Liz, que tiene varios hijos y varios matrimonios en su haber; ella cuida al bebe que siempre está tranquilo a su lado, a la vez que hace las tareas domésticas sin dificultad. Es una madre completa, cosa que Liz no entiende, no puede, o tal vez no quiere. Mi amiga del parque es una historia sensible y cercana, en la que resuenan muchas preguntas: qué es ser una mujer en este presente inmediato; cuál es la complicidad con el espacio; cómo entender la maternidad, cómo comprender qué es una familia, o cómo encontrar la distancia exacta entre un hijo y una madre. Una excelente novela reciente titulada Distancia de rescate, de Samantha Schweblin, en algún punto toca el mismo tema: ¿cuál es el hilo que une a las madres con los hijos que de tan invisible se tensa hasta encontrar el punto justo en el que es posible el rescate y el encuentro? Pareciera que tanto la literatura en la figura de Schweblin como en el cine de la mano de Katz, de Berneri, de Murga, de Citarella & Llinás formulan los mismos interrogantes: ¿cómo poner en escena la cotidianeidad? Tal vez estas autoras compartan una franja etaria similar y respondan sus propios interrogantes o pongan sobre el tapete sus miedos, sus inseguridades, sus reflexiones. Para estas mujeres tanto el cine como la literatura son formas que adopta la vida, la contemporaneidad, el presente inmediato. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
327 CUADERNOS 327_Cuadernos-645488903-large Por Marcela Gamberini Me permitirá el lector que empiece este comentario con una experiencia personal, que en definitiva de eso se trata el documental de Andrés Di Tella sobre Ricardo Piglia, del relato de una fructífera experiencia interpersonal. De los pocos papeles y apuntes que guardo de mis épocas de facultad, atesoro dos cuadernos, de tamaño mediano, con espiral, rayados. Sobre las tapas unas artesanales etiquetas escritas a mano dicen “Seminario Piglia”. Los abro, las hojas un poco amarillentas anuncian algunos años, el primero, sin orden, dice: “La ficción paranoica y el segundo Macedonio Fernández, Historia de la novela argentina”. Tal vez, ya no recuerdo si esos fueron los nombres institucionales de los seminarios pero yo los inscribí en mi memoria y en mis cuadernos –que no siempre es lo mismo, o si- de esa manera. No voy a extenderme sobre el contenido de esos cuadernos, escritos con lapicera a pluma, de ésa que raya un poco el papel, con una letra que casi ni reconozco, por la prolijidad y su tamaño pequeño. Lo que si recuerdo a la perfección – el mecanismo de la memoria es inexacto e inefable- es que esos seminarios, junto con las clases de literatura argentina de Beatriz Sarlo y las inolvidables de David Viñas incrementaron mi pasión, mi goce, mi disfrute por la literatura. Cuando las clases terminaban, ya entrada la noche y volviendo a casa en colectivo, resonaban en mi cabeza palabras como: complot, ficción, Borges, intriga, tradición, Macedonio, género, Amalia, tensión, Facundo, enigma, policial, Onetti, delirio, Los adioses, crímenes. Así, todo mezclado y fundido a la vez, enganchado a la memoria, colgando de los ojos, las yemas de los dedos coloradas de tanto escribir, con el asombro y el descubrimiento que me provocaban esas fascinantes lecturas. Muchos años después, me encuentro a Piglia en el aeropuerto; él iba a unas charlas sobre literatura, yo al Festival de cine de Mar del Plata y no puedo reprimirme: me acerco y le digo que fue mi profesor, mejor digo mi maestro. Él, amable y sonriendo, me preguntó en qué andaba y le dije que iba al festival y sin pensar me recomendó una película que yo ya tenía marcada en mi grilla, La forma exacta de las islas de Daniel Casabé y Edgardo Dieleke. Me dio un beso y me pidió que, en un próximo encuentro casual, le contara acerca de la película. Cuando vi la película y charlé con sus directores me contaron que Piglia había sido un componente esencial. 327 cuadernos, Andrés Di Tella, Argentina, 2015 327 cuadernos es más que un documental, es el registro de una amistad entre Di Tella y Piglia, amistad y afecto que ya van por los 30 años. Di Tella es cuidadoso, la película destila ternura y respeto por el retratado y por la película misma, porque es ella en sí misma un diario de lectura, de memorias, de una amistad, del recorrido de un escritor, de una vida, de una pasión. La película se vertebra sobre la idea de los viajes y sus retornos. Reales o ficcionales. El viaje iniciático de Adrogué, el lugar de origen de Piglia, a Mar del Plata donde el joven empieza con sus cuadernos. El viaje como destierro, como exilio por parte de su padre, como origen de la escritura (esta idea es central en la literatura en general). Ese viaje le infunde a Piglia la necesidad de relatar su propia vida. En la película el escritor se burla un poco de esta idea pretenciosa. Mientras cuenta el origen y el trayecto de la escritura de sus diarios, aparecen imágenes de archivo. La historia argentina en sus momentos cruciales, el Perón del 55, el del regreso del 17 de noviembre, la muerte del Che Guevara; más adelante se devela que esos hechos conmovieron a Piglia dándole al documental una mirada política que pareciera ser más del director que del retratado. La violencia irracional que siempre domino al país es lo que opina Piglia de esos hechos. La esfera privada, siempre íntima, es invalidada por la esfera pública, siempre política. Su vida misma está anclada en lo político. Su padre fue militante y fue preso. Mientras habla de su él aparecen las imágenes de Perón tal vez como la figura de un padre sustituto y eterno. Casi medio siglo de historia argentina palpita en los cuadernos y en la vida del escritor. Los viajes a Princeton y sus clases allí, las imágenes de la ruta que Di Tella inserta para afianzar la idea de recorrido, de trayecto son coherentes con lo que se cuenta. La memoria de Piglia repone aquello que no está en los diarios y que sin embargo recuerda, como una idea de escritura infinita, una escritura ficcional, una recreación de lo vivido donde la memoria no llega, no alcanza. “Empezar desde los restos”, “rescatar del tumulto lo que se puede” dice el escritor y también dice que hay cosas que lee – su propia letra a veces ilegible- que no recuerda y hay recuerdos vívidos que no están. La memoria y la vida, los recuerdos y la realidad, lo real y lo ficcional, lo verdadero y lo imaginario. El valor de la letra escrita, su caligrafía que marca también el paso inexorable de los años. Mientras trascurre el documental las preguntas que suscita son inquietantes: ¿Qué es lo real? ¿Se puede contar una vida? ¿Cuál es la idea de una autobiografía? ¿Es posible? El secreto y el enigma son dos de los conceptos centrales que Piglia aplica a su lectura de la literatura y son dos de las ideas con las que trabaja el documental. En algún momento es necesario trasladar la primera persona a la tercera y Piglia se transforma en su personaje de toda la vida, Emilio Renzi: “La literatura es el lugar donde siempre es otro el que habla”. Objetivar, despegarse en el travestismo de la tercera persona ,es en definitiva poder empezar a contar y dar a luz (en todos los sentidos) los diarios, ya no tan privados. Sospechamos (como sospecha siempre Piglia de la literatura) que contar la vida del escritor en fragmentos, desde los restos es también contar la vida / experiencia de Di Tella. Ese documentalista que siempre trabajó sus materiales de manera pasional; la televisión, la figura de Macedonio Fernández (que comparte con Piglia buscándolo en las calles de Buenos Aires), la pertenencia política de los montoneros, su afecto por el genio y la figura de Claudio Caldini. Di Tella retrata a sus personajes con la cercanía justa y la distancia exacta que hacen de sus obras hechos conmovedores y comprometidos. Con 237 cuadernos Di Tella se pregunta acerca de los límites del documental como género, tal como Piglia se pregunta acerca de los Diarios íntimos como género. ¿Cuánto se puede contar y / o filmar? ¿Cómo objetivar la memoria y el recuerdo? ¿Cuándo y qué dejar fuera de campo? ¿Cómo contar y filmar el pasado, qué recuperar? ¿Cómo filmar el dolor de este complejo presente? En ese sentido, los diarios del escritor son también los diarios del director, como un dibujo simétrico y asimétrico a la vez que tensa los límites del documental como género y a la vez de la literatura. Andrés Di Tella habla de él mismo a través de la figura de Piglia en ese travestismo espejado del que hablábamos en el cruce de la primera a la tercera persona elastizando el gran problema de la enunciación en el cine. 327 cuadernos interpela la vida del espectador, así como lo hizo conmigo al remover los escombros de la memoria de mis felices años en la facultad. Interroga la propia vida y la propia experiencia, mientras surgen imágenes de la lluvia goteando sobre el follaje verde, rayos de sol sobre las hojas de los arbustos, pasos sobre la tierra que son los nuestros, los del director, los del escritor. La enunciación es ficcional, cambia, se transforma en otro o en otros. El hombre y sus hazañas, revoleando una bola, sosteniendo un tren con su abdomen; sin embargo la hazaña es otra: convertir la propia vida en una ficción, contarla, relatarla o al revés. Ya no importa- sólo importa contar, sólo queda el cine, la literatura, el arte que nos antecede y que nos precede, al que no podremos captar en su presente inmediato de tan esquivo que es. El secreto y el enigma sobrevuelan todo en documental y la pregunta es justamente ¿qué es un escritor? ¿Qué es un director? Estas preguntas que de tan eternas se vuelven cada vez más actual se puede resumir en una sola: ¿qué es un autor? Sin dudas, sea cual fuere su definición, tanto Ricardo Piglia como Andrés Di Tella lo son, de un modo íntimo, personal y a la vez público. Como esas fotos que se resbalan de las páginas de los cuadernos, los autores hacen resbalar las interrogaciones fundamentales para el cine y la literatura, tal vez para las artes en general. Bienvenida sea siempre la interrogación que disparan las neuronas y el sentimiento, la razón y la emoción. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
LA MUJER DE LOS PERROS vlcsnap-2015-04-29-20h56m18s89 La mujer de los perros Por Marcela Gamberini En el comienzo, la oscuridad. Sólo los ruidos del ambiente. Una espalda. La mujer de los perros desde su inicio remite a otro orden, un orden donde prevalece lo sensorial, la textura, aquello que resuena más primitivo: la convivencia de una mujer en un espacio fronterizo y su única compañía, la fuerte presencia de los perros, la íntima conexión que tiene con ellos y entre ellos, el compartir de sus silencios, la ausencia de pasado y también de futuro. La ambigua y frágil pero imponente a la vez presencia del presente. Una cámara en mano algo temblorosa registra el andar del cuerpo de la mujer y siembra una intriga que se desvanece en el aire: la búsqueda de lo material. Una mujer que recolecta, cosas que otros desechan. Una fronteriza, como el espacio que habita, una mujer hecha de márgenes y escasos límites. Una mujer que recolecta. En el principio de los tiempos las mujeres éramos recolectoras. Y ésta lo es, porque la película es inmemorial, remite a tiempos pasados y se expande hacia el futuro, un poco apocalíptico, un poco desechable. Ella recolecta, no busca, sino que revisa aquello que va encontrando, selecciona y se queda con aquello que parece servirle. La naturaleza hará el resto. Como en la contracara femenina de La libertad de Lisandro Alonso, La mujer de los perros deambula por un espacio que le es conocido, recorrido, sabido. Una mujer y la naturaleza que la rodea. Y su jauría de perros. En una secuencia ella se encuentra de lejos con un hombre que tiene también perros a su alrededor; ella, lentamente amaina el paso, espera, espero que el hombre se vaya, porque ése es su territorio, marcado, como lo marcan los perros; ella es la reina de ese lugar, la “dueña” de esos perros. En un plano secuencia magistral que va desde los hombres hachando árboles mecánicamente, pasando por ese ilimitado paisaje hasta llegar a la figura de esa mujer, sin nombre, que junta troncos artesanalmente; Citarella resuelve en una síntesis perfecta la marca ideológica de la película: los hombres trabajando, atados a una rutina sin fin y después, en un infinitamente después, la mujer juntando troncos, rodeada de sus perros, sola, sola su alma, sola con sus perros. Citarella – Lllinás escriben, con una caligrafía femenina y precisa, el transcurrir de esa mujer donde lo importante se revela en su conexión con los animales y con el espacio que la rodea y a la vez la contiene. La economía de esta mujer no es monetaria, sino simbólica; tiene la compañía de sus perros y lo que consigue en sus recolecciones, los deshechos de otros son su sustento. Sus largas caminatas con bidones de agua, el robo casi inocente de un paquete de fideos, la recolección de los frutos hacen a su modo particular de estar en el mundo. La marginalidad, la pobreza, la indigencia no son temas en la película; esta mujer tiene aquello que necesita, que va acopiando, como acopia el agua en ese rudimentario pero efectivo sistema de cañerías. Frente a la opulencia del cine contemporáneo, donde los estallidos, las vueltas de guión, la violencia explícita salpica a los espectadores; el dúo Citarella- LLinás optan por la elegante sencillez de La mujer de los perros, optan por trabajar en la esfera de lo íntimo, de lo privado, de lo silencioso, alterado solamente por el ladrido de los perros, por el ruido de la naturaleza, por la poética recurrencia del espacio público que ella, esta mujer, nuestra mujer, habita con dignidad. Una mujer con su cuerpo, su maravilloso cuerpo, que anda y en ese andar, des-anda la supuesta armonía de un mundo (que es un espacio) construido hoy desde la artificialidad y el desencanto. La curiosidad de una mirada es lo que hace avanzar el relato, la mirada siempre atenta de esa mujer de la que desconocemos su pasado y no podemos intuir su futuro. Citarella tiene experiencia en la observación precisa de sus personajes, a los que contempla con unos planos generales que permiten sentir, ver, palpar la soledad de esa mujer y de sus acompañantes caninos. Lo mismo había hecho en Ostende una película que no fue vista con atención en su momento. La recurrencia de sus protagonistas absolutas femeninas y andantes, la exploración del espacio laberíntico sin límites que tiene la cualidad de contener y ser contenido aunque no tenga límites precisos, las relaciones asimétricas sean con perros, hombres o bichos. Con La mujer de los perros, el dúo Citarella- Llinás tocan un punto sensible, el retrato de la soledad de una mujer, la melancolía que destila su cuerpo, los efectos de sentido que provocan sus caminatas, la naturalidad de sus andares, la nostalgia de su mirada. Verónica Llinás brilla en ese mundo descompuesto hecho a pura naturaleza, deshechos y animales y Laura Citarella la filma como nadie, tomando riesgos formales poco comunes. Ambas, hicieron una película que conmueve, que invita a pensar sobre el presente no sólo social o económico, sino sobre el presente del cine argentino. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
EN EL BAFICI 2014 (01): UNA MUJER CON SOMBRERO vlcsnap-2014-04-06-21h59m31s126 Réimon Por Marcela Gamberini Réimon es una sutileza, una puesta en escena de la dialéctica actual y profunda del amo y el esclavo. El gran protagonista de la película es el trabajo, la fuerza del trabajo y sus efectos sociales. La lectura de El capital de Karl Marx actualiza los conceptos, las ideas y a la vez los representa. La representación de conceptos históricos y legendarios en imágenes es complejo. La película cuestiona, interroga con sus imágenes aquello que dice con palabras. Réimon es una trabajadora, callada, sencilla, modesta. Su vida familiar se retrata en los primeros planos de sus parientes, una comida familiar, unos rostros sencillos, trabajadores. Réimon, nombre travestido de Ramona, trabaja de mucama, trabaja todo el día. Empieza al amanecer subiendo y bajando de colectivos, trenes y colectivos, atravesando puentes y autopistas, como si quisiera unir con la costura de su cuerpo aquellos márgenes. Su ocio es casi nulo, trabaja sin parar. Cuando llega a su casa, saca a pasear al perro en una secuencia maravillosa que se juega en la abierta luminosidad, en los sonidos ambientes, en los ladridos furiosos de los perros; este es el recorrido del trayecto que Ramona hace día a día, firmando su cotidianeidad, su rutina. La cámara de Rodrigo Moreno acompaña a Ramona en su recorrido por la calle con su perro y de pronto ella desaparece de cuadro, la cámara sigue quieta unos segundos en un fresco plano secuencia que implica tiempo y espacio. Cuando desaparece la cámara la espera hasta que ella vuelve, entra de nuevo al cuadro, sin molestarla, sin imponerle ningún código, creando entre la cámara y la protagonista una proximidad palpable. Este acercamiento, pudoroso y honesto, es el acercamiento de Moreno a una clase que no pertenece. No horada en sus conflictos, no se regodea en sus carencias, sólo se acerca, casi con timidez, sutilmente, a esta incansable y callada trabajadora. Además, estas secuencias muestran la laboriosidad de las ciudades, sus trayectos, sus amaneceres y a la vez demarcan un límite que es siempre impreciso entre la capital y el conurbano bonaerense. Estas secuencias “de recorrido” ponen en escena los límites físicos y sociales, morales y éticos del mundo del trabajo que es justamente de lo que habla Marx en El capital. Réimon, Rodrigo Moreno, Argentina-Alemania, 2014 Esa mujer con sombrero, es poética y es política. Es trabajadora, viajera y parca. Su perfil –la película muestra varias veces la demarcación de su rostro de perfil -es el perfil de una clase. Mientras sus patrones leen a la cámara El Capital –un guiño sensible al cine del Godard de los 60- Ramona limpia, acomoda, ordena. El amo en algún momento invita a Ramona a bailar, el amo y el esclavo en clave humorística, sus relaciones imposibles y en el medio la fuerza del trabajo. El encuentro o el desencuentro siempre complejo entre las clases. Lo interesante es que Moreno expone la contradicción entre las clases como interrogación, no es su objetivo resolverla, solo hacerse la pregunta. Y este gesto interrogatorio muestra el costado más político de la película. No son menores los datos que Moreno expone al comienzo de la película, el amateurismo, la escasa producción y la cantidad extenuante de días de rodaje, de edición, es la duplicación especular del trabajo de Ramona. Ese mundo del cine con el que trabaja Moreno, un cine casi artesanal, es el cine de los obreros que como Ramona, muestran crudamente la relación conflictiva entre la fuerza de trabajo, el mucho tiempo empleado y el dinero, siempre escaso, siempre poco. Y en el medio de esta relación, el talento de Rodrigo Moreno, su arduo trabajo, su compromiso político, su bella película. Marcela Gamberini / Copyleft 2014
LA PATOTA (02) INVASIÓN image5536ed59353634.21656759 Por Marcela Gamberini Vemos su rostro de frente mientras su padre camina a su alrededor tratando de comprender lo que dice Paulina. Este juez, progresista de palabra, comprometido con hilvanes con los pueblos marginales y sus planes de difusión de derechos, muestra su desacuerdo. Sin embargo, Paulina, ella, esa mujer ya ha tomado una decisión. Irá de profesora a un pueblo del interior de Posadas, limítrofe con el Paraguay. Este posicionamiento de Paulina la marcará durante toda la película. Ella en la frontera, entre dos territorios, entre dos clases, entre dos idiomas, enredada en las burocracias de las instituciones sociales. Ella adentro, con su padre en ese inicio de palabras cruzadas, de frases fuertes, de decisiones tomadas, ya pone en juego cierta economía simbólica del poder. Paulina es una nómade. Hay en la película un buscarse constantemente en los recorridos por las tierras coloradas, en esos entrar y salir de la casa paterna, en esos cigarrillos fumados afuera, a campo abierto, en los escalones de la escuela, en el patio de la casa de la amiga. El de Paulina es un devenir constante, una búsqueda de algo que no sabemos muy bien qué es pero que implica cierta resistencia a lo establecido. Santiago Mitre filma a Paulina todo el tiempo: su rostro puebla la pantalla, sus miradas y sus gestos, austeros y económicos dicen más que sus palabras. A veces primeros planos, a veces en tomas lejanas, Paulina hace de cada plano una referencia visual ineludible. En esto se parece a La mujer de los perros y la magnífica actuación de Verónica Llinás. Mujeres que asumen con dignidad la primera persona y deambulan; se mueven en los límites tanto territoriales como lingüísticos. Las dos, sobre el final, sentirán cierta liberación. La patota, Santiago Mitre, Argentina, 2015 ¿Puede alguien entender la herida que se abre, dolorosamente, cuando el cuerpo de una mujer es avasallado, es penetrado, es violentado? Y no sólo por un acto sexual no acordado, sino por convicciones ajenas, por ideas trasplantadas, por opiniones que no son las propias, por una moral envuelta en preconceptos, en los que dirán, en los rumores. Incluso, cuando el cuerpo de una mujer es invadido por las ideas de clase, de una clase privilegiada a la que Paulina pertenece y por las ideas de la clase a la que es ajena. Paulina se ve invadida, su cuerpo es invadido por la clase baja, más popular, aquella que ejerce su poder hablando en guaraní para que Paulina no entienda y la otra, esa clase que en la voz del padre (y de las instituciones que la rodean) no logrará acercarse a su hija, esa violencia que es de clase y también es patriarcal. Mitre da cuenta de este cerrojo que se ejerce sobre Paulina con sus planos siempre cortos cuando están padre e hija en pantalla, cuando ella declara en la comisaría, cuando despliega su relato frente a la terapeuta. Paulina está encerrada en un espacio que no le es propio. Su andar físico, corporal por esos espacios que le son ambiguos, que no le pertenecen, ni la casa paterna, ni la selva misionera marcará su descubrimiento del mundo, la violencia, la invasión. La zona más interesante de la película comienza a desplegarse cuando Paulina le dice al padre en el diálogo inicial: “¿dónde pongo el cuerpo?” Y ese es el dilema de la película, que no es solo moral sino que es profundamente ético. Es la ética de una mujer que siente invadido no sólo su cuerpo físico sino su cuerpo social, aquel al que ha pertenecido de la mano de su padre y éste al que voluntariamente accede pero no puede entender. El cuerpo de Paulina es la película en sí misma, esa mujer y esa película que necesitan ver dos veces la escena de la violación para girar el punto de vista, que necesitan hablar con sus agresores aunque no vayan, que necesita alejarse y acercarse en planos cerrados y lejanos, que necesitan sobre todo construirse un relato que por suerte no maneja soluciones psicológicas sino íntimas y personales. La violencia del acto sexual no está en el acto mismo de la violación sino en el modo en que Mitre combina sus imágenes. La violación está planteada con una toma lejana que acerca a veces, solo para escuchar las quejas de Paulina, una parte de su cuerpo, las manos de sus agresores, pero la violencia más fuerte es la que se ejerce después, producto del montaje. A esta secuencia le sigue otra en el corazón del aserradero, los ruidos y las caídas de los troncos, los hachazos, sugieren una violencia que, en definitiva, es inenarrable. Esta es la violencia del entorno, la violencia de esos jóvenes en esa selva que no es sólo la misionera, sino que es la violencia que muestra las miserias del mundo. La negativa de Paulina se ubica en el medio de esa grieta que separa esos dos mundos: las clases sociales, el campo y la ciudad, la instrucción y el analfabetismo, el español y el guaraní, los hombres y las mujeres. El mundo íntimo, privado, imperante de una ética inquebrantable choca con el mundo social, moral, político, institucional. Ese es el desastre que la película plantea y sobre el que Paulina tiene que decidir, sola, ella, su cuerpo violentado y su cabeza, su panza, su exterior y su interior. Ella tensa con su cuerpo y con su decisión estas dicotomías hasta hacerlas estallar en esa escena final donde Mitre, magistralmente, vuelve al principio. Su rostro invade la pantalla, su caminata sin rumbo pero hacia adelante deja atrás las lúgubres luces de un pueblo o de una cuidad o de una selva, de una ideología (o de varias), de preconceptos, de maniobras políticas. Nadie entenderá a Paulina que irá a contrapelo de pedidos de justicia, de resarcimientos morales o de expiación de culpas. La suya es una respuesta íntima porque nadie está dentro de su cuerpo, de su panza, de su cabeza. No hace falta entenderla, no responde a explicaciones racionales. Eso es lo que hace Mitre, la acompaña en un papel que Dolores Fonzi resuelve magistralmente. Su cara, sus ojos, sus manos expresan lo que no puede expresar con palabras, la fuerza de una decisión que no esconde cierta oscuridad o fragilidad. Si Mirtha Legrand en la versión original de la película se resguardaba en la religión, en el misticismo y en la idea del perdón redentor (tal vez características de la época, reafirmadas por cierta mirada misógina de Daniel Tinayre sobre sus personajes), en este caso Fonzi se repliega sobre ella misma para salvarse de la violencia que se le ha ejercido, violencia que no es sólo física, sino institucional, legal, policíaca y psicológica. Paulina no busca redención, ni perdón, ni siquiera justicia; sólo, desblindando el cerrojo patriarcal, institucional, jurídico, psicológico, que es la verdadera patota; ella hace valer su ética, los derechos de su cuerpo y de su conciencia. Logra sacar su cuerpo de la selva de lo social, de lo civilizatorio, de las instituciones y más allá de alegatos en pro o en contra de los abortos, de la violencia ejercida sobre las mujeres (debate tan actual). Paulina se aleja, no sabemos hacia donde, no sabemos cómo, pero ya nada más importa. Sólo importa su decisión implacable, la decisión de una mujer comprometida con sus propias convicciones. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
PERDIENDO EL CONTROL La lectura de Thomas Pynchon es lisérgica. No es un autor fácil para paladares débiles, sus libros en general hablan de conspiraciones, manejos políticos, manipulaciones de todo tipo. Son, en definitiva, libros fuertemente políticos. Habla (más bien escribe, porque es un tipo poco dado a la cosa pública) sobre EEUU, su historia, su devenir, el sueño americano, la desintegración de un país; casi siempre sus libros adquieren la forma de las conspiraciones como formas de la ficción que intentan explicar el mundo, su mundo desde el delirio y la paranoia. Su objetivo, pareciera ser, es buscar siempre y no encontrar nunca la esencia, el nudo, el eje, por eso, sus ficciones son laberínticas, descontroladas. Una literatura controvertida sostenida por un escritor controvertido que no da entrevistas, que se lo conoce apenas por un par de fotos de espaldas. Un tipo raro y brillante. Si para Borges la Historia universal es infamia y sueño, para Pynchon es una conspiración alucinada. No es inocente juntar estos dos escritores que comparten la mirada onírica, los juegos del lenguaje, las ironías, las formas laberínticas. Todo esto aparece en Vicio propio (la película) donde Paul Thomas Anderson retoma el estilo de la novela de Pynchon y le pone una desmesura de imágenes allí donde hubo palabras desmesuradas. Vicio propio / Inherent Vice, EE.UU., 2014 Como ya lo hiciera con la excelente The Master (2012) Anderson retoma el tema del delirio estadounidense, de las conspiraciones y los grupos de poder; esta vez de la mano de Pynchon. La transposición del libro es genial porque Anderson recrea la clave de la novela (si es que hay una): sus imágenes de ensueño, fundidas en el humo de la marihuana que hacen que la lectura de los setenta- setenta, sea alucinada, descontrolada. El tema de fondo de la película es, justamente, la mirada de ese hombre que al comienzo de la película se despierta de un sueño hippón, desesperanzado, rodeado de aroma a marihuana, que como Stephan Dedalus – el célebre protagonista del Ulises de Joyce- pareciera pensar que la historia es una pesadilla de la que intenta despertar. De hecho el protagonista el detective “Doc” Sportiello despierta varias veces a lo largo de la película. Ese primer despertar es acompañado por la presencia casi onírica de su ex mujer, su amor eterno quien acude a él porque está metida en un lío de hombres, de política, de conspiraciones, de paranoias. Ella es la típica femme fatal vestida con los vestidos de los sesenta, maquillada como en los sesenta que viene a enredar la desprolijamente hilvanada vida del detective. La época son los primeros 70. El lugar, una pequeña ciudad costera llamada “Gordita” sobre los márgenes de Los Ángeles. La narradora, una voz en off encantadora, que a veces aparece como un fantasma drogado en el medio del relato, poniéndole rostro a la voz que conduce la narración y otras veces aparece como la velada psicoanalista del detective. Quizá haya ahí también una lectura ácida (hablando del tema) sobre el psicoanálisis. ”Doc” Sportiello cuando habla con sus extraños informantes, también tiene una libretita y anota sus interpretaciones. Como ya se dijo tantas veces, tal vez, todo es una cuestión de interpretación, desde el libro, hasta la película, desde los personajes hasta los relatos que la película ofrece. Pero volviendo al tema de la narradora, ella cuenta desde el presente, opinando y entrometiéndose en los vericuetos del relato y es ella la que cierra, contando melancólicamente acerca del “mar del tiempo” y del destino fracasado de Norteamérica. También en esta inclusión existe un sustrato interesante, el pasado y el presente, dos relatos que se mezclan, se pisan, se entrelazan, se mienten y se afianzan. Una manera de revisar el concepto filosófico acerca del tiempo, su transcurrir, su devenir y con él el peso de la Historia; ésa, escrita con mayúscula: la Gran Historia Americana y su sueño sesentoso donde EEUU es la madre adicta y donde la California Vigilante te observa siempre, donde Vietnam fue una locura y se persiguen con la pesadilla Mason- y la otra, la pequeña historia personal e íntima, donde, por ejemplo, con un romántico plano secuencia bajo la lluvia se recrea una adicción y un amor o viceversa, o ¿es lo mismo? El tema de la película es el cruce siempre fatal, siempre imponente de la Historia con la historia, el choque de los vicios públicos con los vicios privados. Y por supuesto, el cruel avance del capitalismo, que arrasa con todo, con tierras, con propiedades, con ideas, con cuerpos. Es muy claro en la película que las mujeres son las que hacen avanzar el relato a fuerza de problematizarlo, de descontrolarlo; desde la narradora que lo abre y lo cierra, pasando por la ex novia que viene a contarle el conflicto al fiacoso detective, pasando por la mujer del magnate desaparecido y llegando hasta las prostitutas que le dan datos al detective. Este es el universo de las mujeres en el noire, aunque Vicio propio sea eso y mucho más. inherentvicetrailer19El gran Joaquín Phoenix es “Doc” Sportiello, un detective extraño, melancólicamente hippie, que ya empieza a extrañar una época que supone no volverá, un buen tipo, un poco ingenuo, gracioso y desconfiado, bohemio y fumón que vive en un ecosistema rodeado de marginales (no por nada es un pueblito a la vera del mar, un pueblo fronterizo). Moldeado por Anderson sobre la base de los detectives de las películas y de la literatura negra más clásica, “Doc”, aparece como el fantasma hippie de Marlow. Enfrente, el policía rudo llamado Bigfoot, que la película misma se encarga de alistarlo en las filas del macho, machísimo John Wayne, un tipo tosco , malo, que se jacta tanto de su aspereza como de sus hallazgos y a la vez no para de comer helados de una manera bastante sensual (¿).Genial es la escena donde “Doc” despierta (otra vez!!) de un golpe, en el piso, afuera de un prostíbulo, al lado de un cadáver y puede entrever, desde el piso, la llegada “muy cowboy” del policía con un casi ejercito detrás. Los pasajes más divertidos, como cuando Doc decide ponerse los “trapitos” en el pelo para cambiar su peinado (dicen por ahí que Pynchon dijo “no me canso de repetirlo: cambia de peinado, cambia de vida” pero seguramente sea, como en todos los mitos, una ambigua verdad). Ante esta escena es imposible no recordar al Monzón de ruleros en Soñar Soñar, personaje con el que Sportiello tiene algunas semejanzas (¿habrá visto Anderson Soñar Soñar?) O el diálogo que tienen frente a frente el policía y “Doc” donde los gestos obscenos intentan suplir las palabras, o la entrada de “Doc” al prostíbulo donde dos chicas ofrecen el combo sexual del día, o la hilarante conversación con la supuesta viuda de un delincuente drogón –Owen Wilson- que ha desaparecido. Estas escenas, entre otras, imprimen a la película de un clima irónico, mostrando el carácter más débil de sus personajes, más humano, mas delirante. EEUU es un delirio que a veces es trágico y a veces cómico. Las hermandades arias, las sectas, los grupos de policías corruptos, el contrabando de drogas, la corrupción, la prostitución, las desapariciones, las muertes que no se concretan –temas que no son nuevos para Anderson-; son todos motivos que aparecen en la película que, en algún momento, parece perder el control y no está mal que así sea. Todos pierden el control en Vicio propio: el relato se vuelve un anacoluto, que para, que se desvía, que va y viene y se abre y pareciera descontrolarse. Sus personajes son descontrolados, la historia es descontrolada; la puesta en escena de la película es un descontrol. Sobre un relato más bien clásico (no deja de ser en la superficie la clásica historia de un detective) Anderson dibuja una forma moderna, donde aparecen imágenes que se superponen y se funden, mapas sobre cabezas en viaje, una cámara que empieza una secuencia con unas banderitas rojas flameando sobre un cielo extremadamente celeste y termina, cíclicamente en el mismo lugar, saltos de eje, miradas a cámara. La película es una película fumada, alucinada, que se desvanece y vuelve a tomar forma, que se desvía y retoma el camino. La América de los 60 fue alucinada, desquiciada y cuando esa euforia se desvanece sus personajes quedan sin rumbo, como Doc Sportiello, como su melancólica ex, como la narradora que guía a Sportiello, como Owen Wilson en la piel de un drogadicto simpático buchón que dan por muerto pero está vivo en una especie de secta atravesada por el fantasma de Manson. Como en The Master, Anderson hace de nuevo una película genial. Esta vez de la mano de Pynchon –y los ecos eternos de El largo adiós de Raymond Chandler- y de nuevo con el protagonismo de Phoenix. Vicio propio es como un vicio, que te acompaña un tiempo largo después de verla, que no se puede dejar, que te da vuelta en la cabeza un tiempo largo, esas películas donde la música y las tramas y subtramas te transportan, como en una experiencia psicodélica y alucinada. Que hay que dejarla que te rebote en la cabeza, que se arme. Vicio propio termina, allí donde empieza, casi con el mismo plano. Un pedacito de mar entre dos edificios, pero la imagen del final se ve invadida lateralmente por autos. Cierta idea de progreso, la llegada fatal del capitalismo, el avance de la tecnología es reforzada por la aparición, tímida, de los autos. Pasa que, en definitiva Vicio propio también habla sobre una época que se fue, que se está escapando, una época donde el fuego se está extinguiendo – por eso tanto humo, tanto humo- y otra época que llega. Anderson marca, con sutileza pero con firmeza, melancólicamente, con poesía y con conspiraciones ficcionales y reales; el final de una cultura, de un modo de vida, de una ideología. Marcela Gamberini / Copyleft 2015
La sombra del hombre que anda sobre la nieve Escritor maldito de la literatura argentina, fue un excluido. La película, que recupera su voz, es un homenaje al gran solitario. El proyecto literario de Néstor Sánchez estuvo atravesado por la esquizofrenia, las obsesiones y los viajes. Su preocupación por el lenguaje, por la forma, por el estilo rezuma en las páginas de su literatura. Un escritor maldito por lo inclasificable, maldito por su extrañeza, maldito por su cercanía en época al Boom de la literatura latinoamericana, ese conjunto arbitrario de escritores que dinamizaron la escritura y a la vez la insertaron en el mercado. Néstor Sánchez fue un excluido, en todos los sentidos; un vagabundo y un flâneur, ya sea en Buenos Aires, en Nueva York, en París o en Perú. El documental de Matilde Michanié Se acabó la épica retrata el paso –extraviado, ebrio, indigente– por la vida del escritor. La película abre con una sombra de un hombre caminando sobre la nieve, eso fue Néstor Sánchez una sombra que recorrió la literatura argentina de manera fantasmal, una sombra que le escapaba a la corporalidad; su cuerpo inquieto viajero, enfermo, atiborrado de alcohol y palabras, de cigarrillos y frases improvisadas, resultaron textos que como el jazz, balbucean en una marea de luces y sombras y persiguen, obsesivamente la idea de libertad total. La primera etapa de su literatura la componen sus libros Nosotros dos (1966); Siberia Blues (1967); El amhor, los orsinis y la muerte (1969) y El cómico de la lengua (1973). Estos libros conforman una summa literaria que habla sobre todo del desconsuelo, de la imposibilidad del amor –por eso esa hache intermedia, incómoda, imprecisa–, de la orfandad en un universo que siempre le fue ajeno, de la condición efímera y mezquina del hombre, de la brevedad de la vida. Una literatura que se inscribe en el orden de lo filosófico, una escritura profunda que juega con los mecanismos de la lengua, ahuecándola, haciendo explotar sus sentidos, reconstruyéndolos, dándoles nuevas formas, resignificándolos. Novelas que se alejan de lo narrativo y se acercan a la poesía, marcando cierto vértigo del estilo, dándoles a sus escritos un tono musical y hasta cinematográfico. Después de El cómico de la lengua deja de escribir durante más de diez años, hasta que en 1988 aparece La condición efímera, que es la confirmación de su proyecto literario, escribir una antiliteratura que pueda arrasar con cánones, con clasificaciones, con sentidos instituidos. La revolución es siempre estética y por supuesto ética para este escritor marginal y marginado. Su literatura se compone de textos que tienen letras, caracteres y signos; una literatura más cercana a las pesadillas, en definitiva, una escritura efímera y a la vez eterna. Se acabó la épica es un documental clásico en su forma, con entrevistas a sus amigos, a su mujer, a su hijo, a sus colegas; con voces en off –incluso él mismo– que leen parte de sus textos que se anclan en imágenes de ciudades, de espacios que Sánchez recorrió. Su amistad con Cortázar, quien fue un poco su carta de presentación en las editoriales, la presencia de su hijo que cuenta de qué manera se entera que su padre era escritor, las postales que le manda a lo largo del tiempo en el que está fuera del país, el relato de su mujer contando los avatares de Sánchez cuando adhiere a la escuela de Gurdieff. Todas las entrevistas develan la psicosis en la que estaba inmerso y a la vez la lucidez que lo enaltecía. Sobre el comienzo una mujer dice que solían encontrarlo en estado de indigencia en Nueva York o en París, deambulando, perdido. Cuando por decisión propia regresa a Buenos Aires ingresa en un hospital e inicia un tratamiento psiquiátrico. El comienzo del documental es el final de la vida del escritor. La película muestra sus muchas facetas –¿o personalidades?– es un novelista, un eximio bailarín de tango, un traductor, un poeta, un seductor, un indigente, un tanguero. Un tipo que sufre de delirio ambulatorio y camina, recorre, deambula buscando algo, misterioso, incomprensible. El núcleo del documental se detiene en esta idea de lo misterioso. Hay algo, un núcleo duro y productivo que es irrecuperable, nadie sabía nada sobre el escritor, incluso llegan a darlo por muerto en algún momento. Los pasillos despersonalizados de los hospitales, las calles irreconocibles, las huellas de los zapatos, las imágenes de los trenes, de los colectivos muestran este deambular y esta incomodidad de estar en el mundo. Sánchez, a pesar de la búsqueda, nunca encontró su espacio, ese que le da a uno pertenencia e identidad. Las imágenes de los bares, del hipódromo, el susurro del viento sobre las copas de los árboles de París, las oscuras tanguerías son los lugares y las sensaciones que pintan a Sánchez. Al liberarse del peso de la herencia, de la tradición, de la historia, Sánchez eligió sus modos erráticos de pertenencia a un universo convulsionado. Un visionario, un adelantado a su época, un tipo que supo ver que la literatura del Boom latinoamericano era más una estrategia de mercado que buena literatura. Cercano a Severo Sarduy o a Osvaldo Lamborghini –marcados ambos por la marginalidad del sistema literario de los sesenta y los setenta– comparte cierto balbuceo de la lengua, cierta incomodidad que da cuenta en una lengua errante, misteriosa. Un tipo que supo rescatar el valor de la palabra por eso fragmentos de sus textos, de su voz narrativa, pueblan el documental, cuyo principal valor reside en recuperar su voz, sus textos, su vida. En Se acabó la épica, el tema es tan atrayente que se impone sobre la forma convencional que adopta. El lugar de la enunciación es compartido por los entrevistados tratando de recuperar la figura de Sánchez y el montaje musical de las imágenes de trenes, colectivos, aviones, acompañan el recorrido caótico del escritor. En el final como en el principio, marcando la circularidad de la propia vida del escritor que nace y muere en la misma ciudad, en el mismo barrio, los pies helados y el sucio sol, reproducen una caminata, con la lectura del Diario de Manhattan de fondo. La fragmentación del documental obedece a la fragmentación de la vida de Sánchez, los retazos de su vida en familia, de sus mujeres, de su experiencia espiritual y sufriente en la escuela de Gurdjieff, de su vida en EE UU casi como un homeless. Una vida que en algún momento se queda sin épica que es a la vez una ética, en ese momento Néstor Sánchez decide no escribir más. Cuando esa épica se acaba, se acaba la literatura y con ella se adelgaza la vida. Una vida que se arma como un rompecabezas, como su escritura misma con fragmentos, con piezas que igualmente nunca arman un todo. Ese todo, esa vida, esa escritura es y será un misterio repleto de alcohol, tango, palabras y cigarrillos.
Whiplash es una película mediocre, chiquita, altisonante, molesta. Molesto es lo que cuenta, con su alarmante idea de arte y de música, y mediocre es como lo cuenta, con elipsis mal resueltas, esas donde los personajes tienen que especificar la cantidad de tiempo que pasó, como para que el espectador se sitúe; mediocre en la elección de los planos cortos para los momentos en los que los protagonistas se enfrentan, como para causar una empatía forzada con el espectador, planos poco sutiles, para que se vea el sudor, la lágrima, el sufrimiento en primer plano, las venas del cuello del maestro, la lágrima naciente del alumno. También la elección de sus espacios cerrados, agobiantes, oscuros, dan cuenta de la turbia encerrona en la que están esos personajes, lugar del que nunca podrán salir, entrelazados en una lógica del disciplinamiento, del sometimiento, en definitiva, una lógica del poder. Una película acotada, que no respira, que no da reposo al espectador- es más, es de esas que “se llevan puesto” al espectador-; éste es el tipo de películas que no resisten un análisis formal, porque no tiene ningún condimento que la haga interesante desde su confección, desde su estética. Whiplash, Damien Chazelle, EE.UU., 2014 Como dos fieras que se acechan, el atildado maestro y el desprolijo alumno se encuentran atravesados por el jazz, esa música libre y que basa su razón de ser en la improvisación, en el desparpajo, en la falta de normas. Justamente, esta es la idea más incómoda de la película; el arte –en este caso en su expresión musical- ligado a la idea de martirio, de sufrimiento, de sangre. El sarmientino Damien Chazelle , su director, adapta la idea de “la letra con sangre entra” y hace sangrar a los protagonistas de manera literal (las manos ensangrentadas del batero protagonista, su cara sangrante después de un accidente automovilístico que lo retrasa en su audición, el violento golpe que rompe la batería) y de manera simbólica en la lucha feroz, en el enfrentamiento que se basa en la revancha y en los forzados giros de guión que establece a lo largo de la película. Que las prácticas artísticas requieren entrenamiento, práctica, es verdad; pero esto no quiere decir que ese entrenamiento agote el placer, normativice la improvisación, rechace el goce mismo. Tal vez, y esto es solo un tal vez, la idea de goce en Whiplash esté asociada a la idea de goce sexual, a cierta perversión en la relación maestro/alumno, a su juego de dominaciones; quizá a la homosexualidad que tiembla en la película y en los ojos de Simmons y de su alumno cuando se encuentran. Un mundo de hombres donde las mujeres – la única que aparece en realidad- son bobaliconas que molestan porque supuestamente no entenderían la pasión que siente este muchacho por su arte o tal vez, no entenderían la relación patológica que tiene con su maestro. La lógica sobre la que edifica la película es la de la humillación, el temor, el miedo, dos psicópatas juntos que alcanzan su duelo/ clímax (sexual?) con la escena final. Otra vez nos topamos con películas reduccionistas, donde la obsesión está puesta en el rendimiento, en el marketing abstracto de la superación personal a través del sufrimiento –como la recientemente estrenada Foxcatcher- nunca hacer eje en el placer, en ese dejarse llevar mágico que tiene el arte, en el momento de incertidumbre y de goce que tiene la hoja en blanco, la inicial pantalla vacía y sus expectativas, el fugaz y conmovedor comienzo de una melodía. Es que el arte, la música, el jazz es una excusa para Chazelle, al que sólo le interesa mostrar su mundo de reprimidos hombres enfrentados.