LOS JÓVENES VIEJOS La película de Lucas Santa Ana cuenta el despertar sexual y la llegada de la adultez de tres jóvenes varones y una chica, aunque sus protagonistas están un poco mayores para ese menester. El consabido viaje a la playa en carpa, el alcohol, la comida que escasea, las bromas y la presencia de una camarita de video que registra el viaje (o los viajes) son los materiales con los que Santa Ana trabaja. Esos registros en video donde figura la fecha (1996) contados en tercera persona se funden con el presente de la enunciación de la película. O se confunden, nada hace pensar que la historia necesite de ese registro para contarse, la fusión de los tiempos suena irrelevante o innecesaria. Que eran otros tiempos y enfrentábamos otros tabúes, es cierto, pero mostrar constantemente el registro en video desconcierta y saca al espectador del clima que la película propone. El sexo, gran protagonista de la historia está excluido en el título de la película y a la vez está presente en la película y viene de la mano, fundamentalmente de la chica. Si la película genera algunas situaciones de empatía es por lo cotidiano del tema pero se vuelve peligrosa cuando vemos que la chica, la mujercita, ejerce el papel de quien de algún modo es “usada” y a la vez excluida del universo de los varones, que cada vez se torna más y más cerrado. Esta mirada un tanto misógina se acrecienta cuando sobre el final el maltrato hacia la mujer se hace más evidente. “El salón de la justicia” se llama el lugar elegido en ese campamento por los jóvenes, solo ese detalle es la muestra de ciertos trazos gruesos con los que se narra esta historia. La falta de calidez en las actuaciones, un guión demasiado ajustado, una puesta en escena un tanto pobre hacen que la película no pueda levantar la cabeza y mostrarse como un elemento vivo, permeable, un relato que finalmente encuentre la respiración que sus propios protagonistas buscan. COMO UNA NOVIA SIN SEXO Como una novia sin sexo. Argentina, 2016. Dirección: Lucas Santa Ana. Guión: Lucas Santa Ana, Diego Mina. Elenco: Javier De Pietro, Agustín Pardella, Marcos Ribas, Luana Pascual. Producción: Alberto Maslíah, Cintia Micheletti. Duración: 93 minutos.
EL HOMBRE QUE NO PODÍA RECORDAR Escuché decir al gran documentalista Sergio Wolf que los documentales se fundan en la falta. La carencia, la ausencia, aquello que ya no está es lo que aparece como centro y como motor de los buenos documentales. Esa falta genera un deseo inmenso, repararla, taparla, ocluirla y en esa reparación el recorrido del deseo es lo que importa. Ese recorrido puede tomar varias formas; la de la búsqueda de tipo investigación detectivesca, la de poner a andar el mecanismo lento de la memoria, la de buscar presencias que hayan conocido o tenido algún contacto con esa “ausencia”, entre otras. La figura de esa “falta” puede ser simbólica o real; la infancia, alguna obsesión, el lugar de origen o el padre, la madre, algún pueblo. Aunque todo esto siempre es relativo, por suerte. Pueden aparecer en los buenos documentales todas estas líneas juntas o alguna de ellas. En general a la pregunta por el origen se le adhieren algunas sobre el padre o la madre o los hermanos y la memoria se pone a funcionar y con ella el olvido (o los olvidos). En El (im) posible olvido el director de (H) Historias cotidianas (2001) e Imagen final (2008) entre otras, trabaja esta vez, deliberadamente, sobre sí mismo y sobre todo sobre sus faltas; las faltas privadas y las públicas. La ausencia del padre, que como un generador de electricidad, pone a funcionar sus recuerdos y trae otra gran ausencia que es la de su niñez, la de su infancia. Esta vez Andrés Habegger (aquí la entrevista) aborda su propia historia que forma parte de la historia de una época de un país llamado Argentina. Su padre, militante activo de la organización Montoneros, vivió entre la Argentina y México, perseguido, en clandestinidad hasta que un día desaparece. Ese polvo en el que se convierte el padre es el abono en el que crece el hijo. Cuando su padre aún vivía Andrés de nueve años de edad comienza a escribir un diario, cuando su padre desaparece también desaparece la propia letra y la palabra. Ese cuaderno forrado con la emblemática imagen del mundial 78 se llena de ausencias, de olvidos, de faltas. Cuando el “padre” se ausenta, la letra, que es una delas cuestiones más personales, mas intimas, se ausenta también. Y deviene el olvido, esa memoria que terca no puede recordar, ni aún ayudada por algunos objetos de la época que ese hombre – niño encuentra en una caja, esas revistas Billiken, esas figuritas, algunas fotos, unas monedas. Habegger es el protagonista, es el narrador, es el enunciador de la película, es él. Es su cuerpo, es su padre, es su dolor, es su madre, es su gato, son sus ausencias, sus reflejos, sus memorias, sus recuerdos recortados, su letra trémula, sus “faltas” de ortografía, su descendencia, sus hijos. Su mundo cotidiano, íntimo se fusiona con lo público. Su diario personal escrito cuando era niño es también el protagonista de este documental que dolorosamente recorre la vida de un hombre ( o de dos) que no logra olvidar y tampoco recordar, la pregunta por la memoria absoluta es constante.imposible Ese olvido siempre será imposible, nada o todo se olvida, los recuerdos se agolpan en la boca del estómago y de pronto fluyen en los ojos llorosos de Andrés o en sus sonrisas o en sus gestos nerviosos. Las conversaciones con su madre son la columna vertebral donde la película se apoya de una manera incómoda, imprecisa. Entre el reclamo por la falta de cuidado en su niñez, los olvidos de la madre, sus primeros planos interrogatorios y a la vez atentos; en esa sensible fluctuación entre el cuidado y el reclamo se mueve la película. La fluctuación es uno de los ejes sobre los que la película se sostiene; la vacilación entre los espacios que van desde Argentina, México y Brasil hasta la intimidad de la casa de Andrés. La exposición de ese espacio público que es el edificio de Brasil donde se judicializó el proceso a su padre, la exposición de su diario íntimo y la exposición de la historia pública de su padre, la confrontación entre madre- hijo y nietos; las diapositivas (toda una marca de época) y el registro inmediato con una camarita portátil; la película tensa todos estos materiales, se mueve entre límites y no deja de preguntarse acerca de la incidencia de la vida pública en lo privado, acerca de peso del pasado sobre el presente. ¿Cómo la política puede estar antes que un hijo?, ¿Cómo una madre o un padre pueden subvertir el amor por un hijo? ¿Cómo entender la potencia de la militancia? Son preguntas que entre otras flotan en la película que se transforma ella misma en un exorcismo, en uno de los modos de la sublimación. Se dirá que es una película necesaria, no lo sé. Lo que si se nota, se revela en todo su esplendor es que es una historia que Andrés Habegger necesitaba contar para sí mismo, como una fuerza centrípeta, un relato que en su urgencia por salir deviene cálido y doloroso. La película es más visceral, más pulsional, más pasional que lógica. Esta primera persona que se narra a sí misma, este hombre que pone en escena su cuerpo, su voz y sus emociones, ese “yo” que aparece en toda su plenitud es a la vez un hombre carenciado, apenas un fragmento de sí mismo. El simulacro de la plenitud en esa primera persona, en esa enunciación que empalaga no es nada más que un artificio que muestra un recorte de un hombre que no puede recordar. Habegger construye una película valiosa, profunda, sensible y en este acto también reconstruye su memoria, no en su totalidad que es imposible, sino en parcialidades, en fragmentos. En el comienzo su padre era solo una diapositiva sostenida en el aire, sobre el final las imágenes de sus hijos jugando, registrados por una cámara trémula y emocionada dan cuenta del proceso fructífero de El (im)posible olvido. La película, es de ahora en más parte de la memoria del director, como un archivo personal que se suma al diario infantil, a los cassetes, a la mirada perdida del gato, a las lágrimas de su madre, a los gestos de sus hijos. EL (IM)POSIBLE OLVIDO El (im)posible olvido. Argentina/México/Brasil, 2016. Guión y dirección: Andrés Habegger. Fotografía: Melina Terribili. Música: Jorge Aliaga. Edición: Alejandro Brodersohn. Sonido: Paula Ramirez, Joaquín Rajadel y Gaspar Scheuer. Duración: 86 minutos.
BIOPIC DE MANUAL La infinitud, la multiplicación y la lucidez de las matemáticas son cualidades que siempre seducen. No es el caso de El hombre que conocía el infinito, que desaprovecha justamente esa cualidad lúdica que tiene no sólo las matemáticas como ciencia sino las películas como arte, como estética. El hombre que conocía el infinito está basada en la historia de Srinivasa Ramanujan, un hombre sin educación que logra sólo a partir de su genio llegar a ser una de las mentes privilegiadas de la modernidad. Un hombre que logra acceder a partir de sus “intuiciones” en las matemáticas a un lugar más que importante en el universo de las ciencias en los albores del Siglo XX. Una buena historia que cruza problemas de clase, reconocimientos académicos, conservadurismos institucionales, prejuicios y racismos entre otras cuestiones pero que la película desaprovecha en su hibridez, en su desencanto, en su tozudez por constituirse como un producto cerrado, que solo cumple con fórmulas probadas. Una película conservadora en sus formas y en su manera de encarar la historia que no es otra que la historia del héroe y su inevitable recorrido. Esos mojones de los viajes de los héroes que son la separación, la iniciación y finalmente el retorno están en la película obedientemente cumplidos. Ese viaje al que no le falta el consabido sufrimiento por la falta de reconocimiento académico y de clase; las pérdidas de su esposa , de sus costumbres, de su idiosincrasia; los golpes simbólicos y físicos por la superioridad, están presentes en esta película demasiado chata en la confirmación de su narración, en sus formas lisas y en su conservadurismo estético. Aquella frase que encabeza la película acerca de la naturaleza poética, estética y lúdica de las matemáticas es solo una formulación vacía que no logra hacerse carne en la película. Un producto de Hollywood que no hace más que confirmar que la chatura y la benevolencia con que se tratan ciertos temas, sobre todo si vienen de esa fábrica cinematográfica que alguna vez supo ser más inteligente, más lúcida. EL HOMBRE QUE CONOCÍA EL INFINITO The Man Who Knew Infinity. Gran Bretaña, 2015. Dirección: Matt Brown. Elenco: Dev Patel, Jeremy Irons, Toby Jones, Jeremy Northam, Stephen Fry y Devika Bhise. Guión: Matt Brown, basado en el libro de Robert Kanigel. Fotografía: Larry Smith. Edición: JC Bond. Diseño de producción: Luciana Arrighi. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 108 minutos. Apta para mayores de 13 años.
GILDA: NO ME ARREPIENTO DE ESTE AMOR GILDA SE FUE A LOS CIELOS 1126253 Por Marcela Gamberini Gilda: No me arrepiento de este amor es sobre todo y ante todo un homenaje. Un homenaje al que Lorena Muñoz, su directora, aplica una mirada más que amorosa sobre su objeto; la misma mirada era la que Muñoz aplicaba sobre Ada Falcón en Yo no sé que me han hecho tus ojos, dirigida en colaboración con Sergio Wolf o en Los próximos pasados, aquel documental sobre la monumental obra de Siqueiros y su descuido inexplicable. Esta mirada, que a esta altura es una marca de autor en el cine de Muñoz, hace que su última película, Gilda: No me arrepiento de este amor se juegue enteramente en la figura de su homenajeada, quien aparece en todas y cada una de las escenas de la película. Muñoz maneja con habilidad las estrategias del documental, no solo en cien sino en televisión también. Fue la realizadora de una serie de pequeños “filmes” sobre diferentes cantantes, actores, directores que se caracterizan todos no sólo por su popularidad sino por su “pertenencia” al pueblo. Xby tom Hablando de miradas justamente la secuencia inicial con la que abre la película es ejemplificadora. Ahí la mirada “desde adentro” es la mirada de Gilda en su ataúd y también es la mirada de Muñoz: un féretro en un coche fúnebre filmado en scorzo, deja entrever y lo que es aún mejor, sentir, aquello que la película sostendrá hasta que termine: el pueblo rodea a Gilda, apenas vislumbrado en los reflejos de los vidrios del coche, empañados y mojados por una lluvia persistente, y por las estampas pegoteadas por manos anónimas se adhieren a los espejados vidrios. Esas manos son las manos del pueblo que ama a Gilda, que la rodea, que la acompaña hasta la muerte. Acá el pueblo, esa masa anónima aparece casi en fuera de campo, mientras voces de noticieros se hacen cargo de dar la noticia: Gilda se ha ido a los cielos, sola, y descansa en ese interior, en ese adentro que la película también sostendrá como una marca de estilo. Gilda: No me arrepiento de este amor , Lorena Muñoz, Argentina-Uruguay, 2016 Como en la película chilena Violeta se fue a los cielos de Andrés Wood, sobre Violeta Parra la cantante popular que estuvo siempre en fuerte tensión con los poderosos, Gilda también está atravesada por el poder, en este caso representado por los empresarios que gestionan el negocio de los shows y las presentaciones. Las dos, Gilda y Violeta (Parra) mujeres de armas tomar –simbólicamente hablando-, serán las que lleven adelante su proyecto para el que no les hace falta un apellido, o sea una tradición. Ellas Gilda y Violeta solo quieren cantar, apuestan a su pueblo a partir de sus canciones, que ellas mismas componen y que ellas mismas cantan. Este deseo por cantar es el motor no sólo del relato sino de sus propias vidas. También estas dos mujeres tuvieron una estrecha e identificatoria relación con el padre. La figura paterna es la marca el origen del derrotero de estas cantantes, la música, la guitarra, la pasión por cantar. Tal vez por eso, ambas, con el correr del tiempo y de sus carreras se ven asfixiadas por ese orden simbólico y material del patriarcado, un orden que las marca y las (per)sigue; el padre, el marido, el representante, el empresario, el político. De esa asfixia deviene lo contenido de la película (vuélvase a la primera escena, aquella que abre el film con ese interior doblemente profundo, al ataúd, el auto; donde Gilda está “contenida”) aquello que se vuelve centrípeto en los planos y en los encuadres. Algunos han visto en esta “contención” cierta debilidad de la película, y sin embargo es uno de sus mayores aciertos: ellas no ceden ante los otros. Gilda no cede ante las desmesuras de las bailantas, de los recitales, del universo de la música, incluso de la violencia que también aparece contenida, sugerida. Toda esta contención se insinúa en la rigurosa puesta en escena que Muñoz trabaja con pulso firme pero amoroso. Gilda: No me arrepiento de este amor es un documental y a la vez una ficción. Dice Gonzalo Aguilar “El cine es entre otras cosas, un archivo de rostros. En los primeros planos, la imagen adquiere la forma de un rostro con sus expresiones, pliegues y gestos”. Efectivamente esta estrategia formal está presente en Gilda; rodada casi exclusivamente en primeros planos -salvo en sus recitales- de la excelente Natalia Oreiro en la piel y en el corazón de Gilda, la película se vuelve un objeto extraño de aprehender. El acercamiento al personaje es profundo por eso se rarifica, se vuelve un objeto extraño, difícil de clasificar. La película tensa sus materiales documentales y ficcionales jugándose en la intersección interesante y difusa de estos géneros. El “documento” sobre la vida de Gilda se entremezcla con su ficción, con el relato que se construye su alrededor, tanto alrededor de su cuerpo material (como en esa primera secuencia) como alrededor de su cuerpo simbólico (todo eso que la película sugiere). Xby tom Uno de los grandes hallazgos de Gilda: No me arrepiento de este amor es la sutileza con que Muñoz trabaja sus materiales. Esa supuesta santidad de Gilda y sus milagros sólo están planteados en una escena donde la cantante acaricia, casi por compromiso, la cabeza de una mujer. Lo mismo sucede con la extraña relación con su manager e incluso los vaivenes de su matrimonio. Gilda: No me arrepiento de este amor tira líneas que suspende en el aire, sin juzgar, sin opinar, sin subrayar. Todo está entredicho, como contado entre susurros, como visto a través de un vidrio esmerilado o empañado, como en la primera secuencia. Otra decisión formal más que interesante es que la película se construye en los claroscuros de las imágenes. Contraria a supuestos que dirían que una película sobre las llamadas “bailantas”, esa topografía hecha de excesos, de brillos, de juegos de luces, de sonidos altisonantes; Gilda: No me arrepiento de este amor construye su visibilidad en un espacio oscuro, poco luminoso. Sobre todo la casa de Gilda, ese espacio sombrío, mostrado casi siempre en sus pasillos y escaleras (como si fuera éste un lugar de paso para la cantante y realmente lo es) aparece como un espacio un poco tenebroso; sólo cuando ella en la más absoluta soledad compone y canta aparece algo de luminosidad que viene desde afuera, desde esas ventanas acortinadas que dejan pasar apenas una tibia resolana. Los espacios son casi siempre cerrados, un poco agobiantes (su casa, los estudios de grabación, ese submundo donde viven los “dueños” de las bailantas, la casa de su manager). Gilda se recupera de este agobio cuando respira, cuando finalmente canta frente a su público. La sutileza de las decisiones formales que toma Muñoz hacen que la película se vea más verdadera, más real. Sólo importa contar su vida, su reconocimiento, su éxito ante el público, lo demás es leyenda, es mito. Y el mito o la leyenda aparece cuando Gilda desaparece. La construcción de un mito no es el tema de la película; el eje es otro: el deseo que persigue una mujer que, de alguna manera, contradice los preceptos acerca de lo que “debe” ser una mujer. También en esta cuestión, tanto Violeta (Parra) como Gilda, se emparentan y se identifican. Xby tom Una verdadera política de las formas que es a la vez una política de la narración. Aquello que se cuenta y aquello que se calla, lo que se supone y lo que se sabe, lo que se muestra y lo que se sugiere. No es Gilda: No me arrepiento de este amor una película sobre clases, no hace pié en cómo una maestra jardinera llega a ser cantante popular, sino que trata sobre lo que siente una mujer cuando pasa de ser una maestra a una cantante, sobre cómo cumple su deseo, sobre cómo besa con culpa a sus hijos cuando llega de madrugada después de cada show. Y esto aparece en la película a través del cuerpo de Gilda-Oreiro. Ese cuerpo flaquísimo que se mueve con seguridad, enfundado en la ropa de Gilda, sus polleritas y sus remeras cortas; ese cuerpo que también entra en tensión con los cuerpos exuberantes que son usuales de la “bailanta”. Lorena Muñoz logra una película íntima, verdadera, emotiva y sensible; un homenaje a una figura popular, una mujer que se construye a sí misma, que construye su identidad en el reflejo de su público; ella, ese “Corazón valiente” que canta “Suavecito” a su pueblo o “No podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor”. Es justamente el pueblo su “Paisaje”, aquello que no puede faltarle, lo que la sostiene y la reafirma como uno de los íconos de la cultura popular más venerado; ese pueblo es el que la acompaña hasta el final, rodeándola, sosteniéndola y que le permite, finalmente, decir “Yo soy Gilda”. Es el gran comienzo de una leyenda que se acrecentará con los años, como toda leyenda popular. Finalmente, la película dista de ser pretenciosa. Destinada (seguramente) a ser un éxito comercial su apuesta inteligente, trabajada a partir de estrategias formales más que interesantes y actuada maravillosamente por Natalia Oreiro que no sólo le presta el rostro a la figura de Gilda, sino su carisma, su emoción, su pasión, trasciende su potencia y merecida recepción masiva. Sabemos que aquellas películas que llevan más público a las salas, aquellas que son masivas, son las que intervienen en la formación de una sensibilidad que nunca está exenta de una fuerte mirada política. Marcela Gamberini / Copyleft 2016 Tags: cine y biopic, cine y lo popular, cine y mito, cine y mujer, cine y música
EL LABERINTO DE LAS IDEAS PERDIDAS Este documental del director uruguayo Juan Álvarez Neme cuenta la cotidianeidad de Julio Bocca a cargo del Ballet Nacional de Sodre (Servicio Oficial de Difusión, Radiotelevisión y Espectáculos de Montevideo). Al mismo tiempo en el que Bocca asciende y entrena a su equipo de baile, el teatro donde funciona esa compañía se está reconstruyendo, después de años de abandono. El documental muestra el trabajo diario en todos sus acepciones: el mundo del ballet y su duro entrenamiento; el mundo de la reconstrucción del edificio con sus obreros y sus cementos y sus pinturas, la limpieza del mismo con sus abocadas mujeres que lustran y lustran las barandas; los vigilantes que permanecen en la entrada, el afinador de pianos. En un intento por equiparar los oficios (bailarín, obrero, policía, etc) Avant propone una pregunta interesante acerca del mundo de lo laboral y ése que hace su centro en la cultura. Lamentablemente se queda ahí y no avanza en la idea que solo propone de manera tenue. La burocracia y el dinero en forma de salario también forman parte de las preocupaciones del director del teatro y del mismo Julio Bocca. Que la orquesta sea un organismo oficial supone que debe cumplir un horario de personal administrativo estatal y eso complica los ensayos del ballet. Que los bailarines deban cobrar por su trabajo también es una preocupación de los directores. La cultura, a veces, siempre, se ve cruzada por el mercado, por el dinero y esto suele ser un inconveniente a la hora del trabajo cotidiano. El poder siempre es un problema, saber quién lo tiene es aún más problemático. Avant propone ideas interesantes pero se queda en extensas secuencias del entrenamiento de los bailarines. Incluso suele ser confuso cuando Bocca aparece en Madrid con su compañía. La narrativa del documental es poco precisa sobre todo en su línea temporal, lo que hace que el espectador se pierda en los laberintos de ese teatro abandonado. AVANT, LA CONSTRUCCIÓN DE UN BALLET Avant, la construcción de un ballet. Argentina/Uruguay, 2014. Dirección, guión, fotografía y edición: Juan Álvarez Neme. Intérpretes: Julio Bocca y el Ballet Nacional del Sodre (Servicio Oficial de Difusión, Radiotelevisión y Espectáculos) del Uruguay. Duración: 98 minutos.
LA LUZ INCIDENTE (02) LA MUJER EN SU LABERINTO luz-incidente Por Marcela Gamberini Pocas cosas son tan inenarrables como el dolor. La pérdida del marido, joven, hace que Luisa viva su duelo como puede. Se refugia a veces en sus hijas pequeñas, bebes apenas, que no saben nada acerca de lo sucedido. A veces en su madre y en su suegra, quienes la acompañan. Xby tom Con una puesta en escena elegante, se luce como siempre Érica Rivas, en el papel de Luisa. Si alguna vez en Por tu culpa la gran película de Anahí Berneri, Rivas hacía también de una madre con marido ausente, en ese caso el dolor se trasvasaba en su cuerpo, despeinada, desarreglada, alborotada. Es que en Por tu culpa Rivas estaba desbordaba y su cuerpo se hacía carne y uña de este desborde. El caso de La luz incidente es el revés de trama de aquella película. Rivas está contendida, su pelo siempre tirante, su elegante aunque sencilla vestimenta, sus zapatos bajos, su andar pausado muestran a una madre viuda, contendida en ella misma. Sobria, de ojitos tristes y manos agarradas en el regazo. Ella es la que contiene su pena y su dolor; su cuerpo lo contiene, como un recipiente oscuro que apenas deja pasar la luz. Y a la vez ella es contenida por los encuadres, que de líneas rectas la sitúan en los bordes, en los márgenes de esas habitaciones y fundamentalmente pasillos de esa casa que parece un laberinto moderno. Ella encerrada en ese laberinto que es su casa y a la vez su cuerpo, como una extensión mágica y consistente. Luisa es un fantasma, se mueve lentamente, es amorosa con sus hijas, es refractaria a su madre, responde a su suegra. Cuando sobre el comienzo huele las camisas del marido, aspira su olor y su presencia me pregunto: ¿qué queda del amor cuando el otro se va? ¿Cuándo desaparece? ¿Dónde va el amor? En el olor de esa ropa, en el rostro de sus bebes, en cama de la casa quinta. Fantasmática, Luisa huele, respira apenas, camina a pasos lentos. En cada uno de los planos de la película aparecen lámparas encendidas (Nadie encendía las lámparas, se llama un cuento de Felisberto Hernández, maravilloso cuento fantástico, de fantasmas también) lámparas de luces incidentes y débiles, ventanas entornadas con cortinas de tela que no dejan pasar la luz plena. Todo es fantasmagórico, interrogador, tenue. También hay espejos, que quieren reflejarla, aunque sea borrosamente; Luisa necesita recuperar su identidad de mujer, el espejo ayuda pero no resuelve; sabemos los espectros no se reflejan. Cuando Luisa va a la oficina de su esposo muerto, su reflejo es demasiado débil sobre ese vidrio que a la vez la duplica, como si otra Luisa entrara a ese espacio que ya no le pertenece. El dato más que interesante es que Luisa al momento de enterarse de la muerte de su marido y de su hermano desaparece (la dopan) y claramente desaparece junto con su marido. Ahí existe una ausencia, un vacío en su cabeza y en su corazón; no haber estado allí, en ese momento, en que era necesario reconocer los cuerpos, tocarlos, verlos; su madre y su suegra ocuparon ese lugar. El único momento en el que Luisa conecta con ella misma es cuando, por fin, se larga a llorar, exorcizando su pena, sublimando su angustia, dejando que las lágrimas fluyan y el cuerpo se estremezca con el llanto. Xby tom Ese teatro vacío al que la lleva su pretendiente, teatro que sólo lo concebimos lleno, la película lo presenta vacío, da miedo este vaciamiento, como dan miedo las apariciones. Ese teatro vacío, redondo es como el alma de Luisa que deberá aprender a llenarse. “Dígale que no estoy” le repite a Mary, la mucama, cada vez que alguien pregunta por ella. Es que realmente Luisa no está, su cuerpo no está en ningún lugar, no está en la oficina de su marido, ni en esa fiesta donde conoce a su pretendiente – Ernesto-, ni en ese teatro, ni en los restaurantes, ni en los bares; sólo tal vez “esté” cuando está con sus hijas, cuando las acaricia, cuando las levanta, cuando juegan. Luisa es un espectro, una aparecida que deambula en su laberinto. La secuencia insuperable es aquella donde ella, le cuenta, breve y sencillamente a Ernesto, el accidente de su marido. El relato es tan conciso como el plano que los contiene, limitados ambos por paredes y a la vez, ese plano, es tan profundo como la decisión de Luisa. Termina el relato y el plano con ella, lejos, de espaldas, ofreciéndose recatada y temblorosa a los brazos de Ernesto. El relato termina allí donde ella decide mostrarse, donde comienza el sexo que la película, también recatada, decide no mostrar. Sin embargo, la escena que sigue inmediatamente a esta es la de Luisa planchando las camisas de su marido, tal vez como una forma de pedir perdón, de pedir cierta piedad, de aliviar la traición. La luz incidente es una magnífica película, elegante, sobria en su relato y en su forma. Su blanco y negro reflejan las luces, siempre tenues, siempre en lámparas, siempre en destellos. Luisa es la película, es la luz que incide, es el cuerpo que contiene, es su laberinto privado. Ella y sus hijas, como en la hermosa escena final; cuando la madre se va y la deja a ella jugando con las niñas, hablando bajito, moviendo los juguetes. Ella y sus hijas, solas las tres, mientras la cámara, pudorosa se aleja, recorriendo en ese “travelling para atrás” el espacio y el tiempo, aquel que ya no podrán recuperar. La cámara se va por el pasillo laberíntico, hasta borronear la imagen de Luisa y sus hijas, hasta volverlas irreconocibles. Solo, en la soledad en la que están inmersas, quedan sus voces; su contrapunto sonoro. Ese diálogo imposible que uno mantiene con los bebés, como el dialogo imposible que mantiene Luisa con ella misma, con su madre, con Ernesto. Xby tom Seguramente La luz incidente sea una de las grandes apuestas de este año. Delicada en su tratamiento, no podía ser de otra manera cuando se trata de un duelo, de una pérdida dolorosa, de esas que roen el alma, trastocan los sentidos y nublan la vista. Delicada también en su ambientación que recrean los años sesenta de una manera más que eficiente. La luz incidente es bella, carente de épica triunfalista personal, intimista, un drama privado que se desarrolla en las penumbras; en la casa de Luisa, en ese laberinto privado donde terciando a Felisberto: “alguien enciende las lámparas”. Marcela Gamberini / Copyleft 2016
EL LIMONERO REAL (03) EL SUEÑO ETERNO ELR10 Por Marcela Gamberini El cine de Gustavo Fontán es tan personal, indiscutible y poético como la literatura de Juan José Saer. Si ésto fuera un ensayo, se podría pensar cuál es el lugar que cada uno de estos dos autores ocupó y ocupa en el campo intelectual argentino; me aventuro a decir que habría algunas coincidencias exitosas. Pero no quiere esta nota ser un ensayo, sino sólo una probable lectura de la película El limonero real que se encuentra con el libro-novela El limonero real. Entrar en “contacto con” estos autores no nos deja indemnes; salimos de esas imágenes, ruidos, vientos, tonos, matices con esas sensaciones adheridas a la piel. La lentitud, los amaneceres, la experiencia del tiempo que siempre es la del espacio, los sonidos del viento que son los de la soledad, se quedan pegadas en las comisuras de los ojos, como lagañas aletargadas. Tanto podemos decir sobre Juan José Saer, sobre todo cuando es uno de los narradores que ha despertado (como Wenceslao) al corpus de la literatura argentina allá por los ‘80, cuando, al menos yo lo descubrí, fascinada por esa escritura donde la anécdota de adelgaza y la letra crece y llena los ríos, las calles, las veredas. Pero prefiero concentrarme en Gustavo Fontán que entendió casi (siempre es casi) a la perfección qué es adaptar una novela: reflejar su ritmo, sus lejanías, sus lluvias, sus escasas conversaciones. Hacerse cargo de la naturaleza en todos sus sentidos: de la naturaleza de un relato puro, de la naturaleza “real” que es ésa que nos rodea y nos contiene, de la naturaleza de unos personajes que se desdibujan en la pena, en la angustia, en la violencia contenida en las palmas de las manos y en el dolor de la pérdida. Lo “real” de ese limonero es parecido a lo “real” del membrillo de Víctor Érice; es el reflejo imposible que en resolana lo “alumbra”. Los limoneros y los membrillos son tan “reales” como esa pelota amarilla que aparece sobre el final de Glosa, eso que no cesa, eso que aparece y desaparece entre las plantas acuáticas, enredada, eso que puede ser “iluminado” o “amanecido” o “reflejado”. También lo “real” puede ser aquello que ocurre mientras sucede una fiesta de fin de año. Mientras se amanece, se recogen los limones, se quiere convencer a la mujer, se está de duelo, se toma un mate, se traslada a la casa del pariente, se hacen los preparativos para la fiesta, se brinda, se charla, se está en silencio, se siestea y se vuelve a la casa. Todo esto acontece mientras sucede la naturaleza, mientras la naturaleza avanza, impasible, serena y furiosa a la vez. La pregunta por lo real es la clave de lectura del cine de Fontán y de la literatura de Saer, sin embargo responderla es desnudarla de su encanto, de su estatuto poético, de su raigambre filosófica. Las percepciones, las sensaciones, los sonidos son el eje desde donde se construyen tanto la película, como la novela. El “YA está con los ojos abiertos” presupone algo esencial: el cuestionamiento del tiempo como materia, como transcurrir, como duración. Ese “ahora” que puebla la novela y la película es siempre improbable: ¿cuándo es “ahora”? ¿Cuánto dura el “ya”? ¿Cuál es el estatuto del tiempo (y del espacio)? Todo esto aparece en El limonero real, en los destellos de la luz entre la naturaleza, en los desencuadres, en los fragmentos de las caras de aquellos que pasan juntos la noche de navidad, en la borrosidad de los fuera de foco. Todo es relativo, fragmentado, improbable. Tal vez, lo único real sea el dolor de una madre, el duelo infinito, el desgarramiento del alma, la herida que se abre y nunca se cierra cuando un hijo desaparece. El relato, como historia y argumento fracasa felizmente; porque este relato está subsumido por las sensaciones. El mundo sensorial sustituye al relato, lo atomiza, lo suicida, lo hace fracasar. Porque el orden, el eje, la matriz de la novela y de la película es el modo en el que se experimenta el tiempo y el espacio, o el cómo los cuerpos ocupan ese espacio y viven ese tiempo. La escena en la que Wenceslao se desviste a la orilla de ese rio y se arroja al agua es justamente el peso, el hundimiento de lo “real” de ese cuerpo donde lo más importante es la sensación de ahogo, la inmersión en esa materia acuosa, la desaparición del cuerpo que es tragado por el agua. Esos instantes, en los que el agua se violenta, se agita, las algas se mueven y el cuerpo no aparece es radical. Mientras tanto se carnea una oveja, se la desmembra, se la fragmenta y ésta escena es invisible, es irreal. Lo único que importa es la desaparición del cuerpo en el agua. Importa lo que se escucha, el ruido infernal del agua que en ese borboteo sospecha la desgracia, la fatalidad. Esos hombres, Wenceslao y su amigo (genial Rosendo Ruiz en su debut como actor), caminan, cruzan el campo, siempre transpirados y en silencio. Las caminatas son centrales en Saer, pues son experiencias en las que se recorre un espacio y un tiempo, donde comparte el lugar, la región y cierta temporalidad. Fontán aprovecha la solidez de su cámara para filmarlos a ellos, volviendo a la película un ensayo filosófico de una profundidad conmovedora. Esos hombres caminan mientras el rio se lleva cosas inútiles, inmateriales; el silencio y los travellings sobre la naturaleza muestran la voluntad de Fontán por recuperar un cine más primitivo, más antiguo, tal vez más “real”. En este gesto se emparenta Fontán con Raúl Perrone y sus últimas películas. Ambos rescatan lo interesante del primitivismo del cine, la necesidad de volver (como ese rio que siempre vuelve) a lo natural, a la tangibilidad de las imágenes, a la pura experiencia, a los intersticios que deja lo real, siempre tan suturado y saturado. El conjunto del cine de Fontán es filosófico porque duda: en él se pregunta por su constitución y por sus raíces, por sus palabras y sus silencios, por el estatuto del sonido, por esa conversación que se adelgaza, anoréxica y pierde su sentido original mientras crepita el fuego. A la vez también se pregunta por el estatuto de las imágenes, por la visibilidad y su luz, por sus reflejos, por la asimetría de sus perfectos encuadres, por la lejanía y la cercanía de sus objetos. Estos interrogantes se hacen cargo de la complejidad de la representación y a la vez dan cuenta de la imposibilidad de aprehender lo real si no es a través de las percepciones, de lo percibido que siempre es indefectiblemente subjetivo y perfectible. Esas percepciones se canalizan por dos vías (por dos ríos, que no tienen orillas): lo escuchado y lo visto. Hay algo de resistencia y provocación en el pulso de Fontán. Resistencia en la tozudez de registrar la belleza ante todo, esa belleza que funda un espacio donde el lenguaje de la prosa se mistura con el de la poesía; resistencia de apostar nuevamente al poder inefable de las imágenes, al registro sensible, a la melancolía luminosa. Fontán filma experiencias; la de filmar, la de escribir, la de sentir, la de amanecer, la del dolor profundo. En definitiva, Wenceslao como Fontán no despiertan, sólo amanecen en un universo único y personal, sensible, irreal; amanecen en ese sueño eterno que sueñas los que viven en vigilia. Amanecen, sueñan, ambos, solos. Solos de toda soledad y en ese sueño con cara de vigilia, en el que se puede estar con los ojos abiertos, construyen ese universo al que nosotros, los espectadores, volvemos siempre. Un universo bello, hipnótico y estético pero también incómodo y provocador. El único universo posible. Marcela Gamberini / Copyleft 2016
VACÍA, RELUCIENTE Y VACUA Heidi era aquella niñita, inocente y cándida, que en los años 70 nos hacía reír con sus guiños y llorar a mares con sus gestos de pura bondad. La serie animé (ni siquiera sabíamos que quería decir eso) que contaba con los aportes de un también joven Hayao Miyazaki fue un éxito sensible y a la vez comercial que recreaba la infancia de la niña huérfana. Corrían otros tiempos, han pasado décadas y revisitar un clásico no es copiarlo; sino revestirlo de nuevo sentidos y nuevas sensibilidades que provoquen al original, que lo desmembren, que se pueda extraer de él un estilo, una poética. De esta manera el clásico “vuelto a leer” resultaría interesante. Lo que sucede con esta nueva versión de Heidi es que la película calca casi a la perfección aquella serie que veíamos en los 70. Nada resulta interesante, no hay ningún sentido nuevo que muestre su crecimiento en el tiempo, su perdurabilidad. Los clásicos son permeables y por esos poros se suele colar la inteligencia, el buen tino de quien lo adapta. Esta “nueva” Heidi suena ecológica y repleta de aire libre. Demasiada bondad para hacer creíble la vida de una nena de siete u ocho años. Todos los personajes se vuelven caricaturas, estigmas de esa historia original. Los paisajes pasados seguramente por unos cuantos filtros que hacen que los colores sean demasiado puros, como el espíritu de Heidi, se vuelven maquetas a ojos de un espectador que, obviamente conoce la historia, y necesita algo más que eso. Bonitos paisajes conforman una estética vacía y perfecta incomprensible en el 2016 donde la infancia se ha criado con otros parámetros que no son los de Heidi de los 70. La narrativa conforma ritmos desparejos, la película se apura sobre su segunda mitad, como se apura la buena de Heidi para que su amiga se “cure” ce la parálisis con aire libre, leche de cabra y una mariposa rebelde. Heidi, su abuelo, Pedro, la srta. Rotteinmaier, la paralítica Clarita y toda la galería de personajes están delineados con pocos rasgos apelando a que el espectador complete con aquello que ya sabe y no es decepcionado. Es cierto, la lista de valores que l película promueve son válidos y eternos, pero el mundo, pese a quien le pese ha cambiado. Y sabemos que cuando el mundo cambia también gira, y esos giros transforman el arte y el cine en particular. HEIDI Heidi. Suiza/Alemania, 2015. Dirección: Alain Gsponer. Guión: Petra Biondina Volpe. Intérpretes: Bruno Ganz, Anuk Steffen, Isabelle Ottmann, Anna Schinz, Quirin Agrippi, Katharina Schüttler, Peter Lohmeyer, Jella Haase, Maxim Mehmet, Monica Gubser. Producción: Jakob Claussen, Lukas Hobi, Ulrike Putz y Reto Schärli. Duración: 111 minutos.
RAMS: LA HISTORIA DE DOS HERMANOS Y OCHO OVEJAS / HRÚTAR FUENTEOVEJUNA maxresdefault Por Marcela Gamberini “Hombres necios que acusais a la mujer sin razón…” pareciera decir entrelíneas Rams, la historia de dos hermanos y ocho ovejas, cuando se desata la enfermedad entre la manada de ovejas que ocupan el pueblo y es ella, la veterinaria, una mujer, la que pide que se sacrifiquen todos los animales. Ella en ese mundillo de hombres recios, débiles, solitarios, ovejunados; ella es la que trae la amenaza y desordena ese mundillo tan ordenado y planificado en los lentos y fríos ritmos de la naturaleza. La inminencia de la enfermedad pone en crisis al pueblo entero y esa crisis será vista en un principio como una amenaza a la economía del pueblo, exclusivamente ganadero. La reacción de sus habitantes es diversa: algunos de ellos por fin logran tomar la decisión de irse (los jóvenes sobre todo) y dejar atrás la aspereza de una vida compleja; otros deciden acatar la amenaza y sacrifican sus animales, otros protestan. Lo esencial es que frente a la amenaza de desorden, todo se complica. Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas / Hrúta, Grímur Hákonarson, Islandia-Dinamarca-Noruega-Polonia, 2015 En ese pueblo de hombres rudos, barbudos y de pelo largo como si fueran de a poco mimetizándose con las ovejas, vestidos con sweaters de pelo de oveja y algunas mujeres, pocas, de cachetes colorados y de pelo rubicundo y de poco hablar y menos decidir se constituye una comunidad que trabaja en torno a la ganadería. Desde lo social, este pueblito de Islandia, mágico en sus paisajes, en sus nieves y en sus caminos, fotografiado maravillosamente por el noruego Sturla Brandth Grøvlen, quien fuera el hacedor del plano secuencia de la sobrevalorada Victoria de Sebastian Schipper. En Rams, los largos planos, como por ejemplo el inicial donde la proporción de cielo es igual a la proporción de la tierra y a cada lado se observa una casa, dicen mucho más que muchas palabras y está más allá de un mero formalismo. Los caminos cruzan las rústicas tierras de manera exacta y a la vez errática, cualidades también de los también rústicos habitantes. Las secuencias en esos espacios helados habla no sólo de un paisaje inhóspito sino de la soledad, el extrañamiento y la poca sociabilidad de esos personajes que sólo pueden establecer relaciones amorosas con los animales. No hablo explícitamente de amor carnal en este caso, ausente en toda la película, aunque algunas imágenes parecen sugerir aquella vieja idea de la zoofilia, del hombre solo, con sus ovejas, de ese jefe de la manada que es el único que las entiende y las cuida. En definitiva, los paisajes, los espacios son en Rams el reflejo de la gente que lo habita, con sus heladas interiores, su imposibilidad del amor, la rusticidad de sus sentimientos y la aridez de sus diálogos. Sin embargo, la enfermedad, esa amenaza que aparece encarnada en las ovejas, es la que va a sacar a la luz (siempre fría) la necesidad del resguardo de las tradiciones –cuidar el linaje de las ovejas va a ser central- y a la vez la necesidad del reencuentro de esos hermanos separados hace cuarenta años. Bajo esos cielos plomizos la película vira en sus matices genéricos. Aquello que empieza como una comedia ligera centrándose en ese concurso de ovejas, termina siendo un profundo drama individual y social. Y este transcurrir de géneros se realiza de forma lenta y pausada, contada como un cuento popular, un relato acerca de las relaciones humanas donde el final es el verdadero broche de oro de la película. Ese final que impacta, que se vuelve sensible, donde los cuerpos desnudos se funden en un abrazo que los entierra; es justamente ahí cuando el verdadero valor de la película se constata por entero; el latir de su helado corazón. Seguramente este final sitúa a la película en otro lugar estético, político, sensible. Sin esta escena Rams quedaba de nuevo encerrada en ese conjunto de películas que por su esteticismo se vuelven vacías, erráticas y pura formalidad. Marcela Gamberini / Copyleft 2016
RARA ESCENAS DE LA VIDA COTIDIANA Rara Por Marcela Gamberini Como ya se ha dicho en las variadas críticas y comentarios de la película que se han publicado en diferentes espacios, Rara está basada en un hecho real. Una jueza, sus hijas, su actual pareja mujer, su ex marido participan de un drama doméstico: la lucha por la tenencia de las chicas, que por supuesto siempre es más que un acto judicial. Esta compleja situación es efectivamente el mundo de lo real. Ahora bien, desde lo cinematográfico se toma el hecho y se lo recrea; ¿con qué objetivo? ¿Solo para mostrar la discriminación en Chile? ¿Una impugnación al espíritu despótico machista que aún subsiste heredado de varias y varias generaciones? ¿Se trata de mostrar la lábil situación de las mujeres lesbianas que están en pareja? ¿Poner atención y así narrar el proceso de crecimiento de una adolescente en un mundo contemporáneo tan complejo? Tal vez todo esto haya estado en la cabeza de Pepa San Martin, la realizadora, al momento de idear su ópera prima. Paula, que es interpretada por Mariana Loyola, es abogada, y Lia, la argentina Agustina Muñoz, su pareja, es veterinaria. Las dos hijas son Sara, que está por cumplir trece años) y Cata, la pequeña de la casa de nueve años. Las cuatro se llevan bien, la más pequeña aún vive en su mundo y es la protegida de su hermana mayor; la pareja es correcta y amorosa no solo entre ellas sino con las niñas. Las escenas de la vida cotidiana es lo mejor de la película: el espacio de la casa es luminoso y amplio como amplio y luminoso es el amor que se tienen las mujeres. Las comidas en el parque de la casa, las sobremesas, los bailes son escenas que muestran la naturalidad de una familia sin mayores sobresaltos, como cualquier familia. Sin duda es una película donde lo femenino y sobre todo la ética de lo femenino y de la maternidad están puestas en escena con plenitud. Todo esto funciona a la perfección porque las actuaciones son sólidas y naturales; el cuarteto de actrices destila mucha calidez y naturalidad. El problema dramática es otro: la violencia de las instituciones; la escuela por un lado, y el patriarcado como una cultura general oficial que tensionan la vida cotidiana de esas cuatro mujeres. Indudablemente, Rara plantea seguir los pasos y los pensamientos de la hija mayor. El comienzo es una subjetiva, en un largo plano secuencia que recorremos, a partir de los ojos de la adolescente, sus espacios cotidianos, su escuela y sus amistades; esos espacios institucionales, como la escuela, son los que le van a hacer replantearse una situación que ella (la chica tiene bastante clara) acepta con la mayor naturalidad: la pareja de su madre jamás le resulta una anomalía. Ese plano inicial releva el lugar desde donde nace el conflicto, la escuela. Los profesores (incluso una escena con uno de ellos en dialogo con la chica plantea esta anomalía) y sus compañeros incitan a pensar que existe un problema. Da la impresión que “raro” es el comportamiento de los miembros de este microcosmos que es la escuela; y a este presunto malestar se sumarán el padre y su mujer actual que ven una preocupación casi inexistente en su hija mayor. En verdad, esa preocupación que ve el padre no se debe a la pareja de su madre sino a conflictos típicos de adolescentes: hacer o no hacer una fiesta de cumpleaños, qué hacer con un chico que le gusta, preservar a su hermana menor de ciertas cuestiones. La aceptación de Sara en relación con Lía está dada en varias escenas, en la divertida secuencia del baile al son de Sangre mientras las cuatro limpian la casa; cada una de las veces que la pareja de la madre va a buscar a la chica, ya sea al colegio o a la misma casa de su padre, la fluidez afectiva y la tranquilidad son una evidencia. Sin embargo, a medida que la película avanza es la institución escolar y su cultura patriarcal que la excede la que hacen dudar a la chica. La textura rugosa del mundo con sus intimidaciones, sus preceptos y prejuicios corroe la institución familiar, siempre débil, siempre frágil, sean quienes sean sus integrantes, del género que sean, o de la sexualidad que ejerzan. Esa moral burguesa mundana intercepta a la ética familiar y la tensiona hasta casi quebrarla. Esos prejuicios se adhieren también a las personas resquebrajándolas como se resquebraja Sara, esa adolescente que está en plena formación de su identidad y de su personalidad. El cuerpo de Sara, que aparece pleno en la primera secuencia, es tan poroso que destila tantas hormonas como dudas. Y esas son las dudas que inteligentemente Pepa San Martin logra traspasar al espectador a través de Sara y sus ojos; sus reacciones son accions dramáticas dirigidas a quien mira. Por eso la película es una película rara, que no deja de ser cálida y emotiva y por eso también extraña. Marcela Gamberini / Copyleft 2016