“El irlandés” no es sólo una vasta crónica de más de cincuenta años de historia estadounidense en la mirada de Martin Scorsese sino, sobre todo, su magistral canto del cisne del género de gángsters; su amorosa despedida de la forma, el estilo y los personajes con los que el Hollywood del siglo pasado concibió, desarrolló y canonizó ese género, del que formó parte ineludible con títulos como “Buenos muchachos” o “Casino”. En esta película crepuscular, de ritmo, tiempo y colores tan distintos, el gangster, antes que sujeto dramático, adquiere una categoría tan filosófica como la que el compadrito tuvo para Borges. Lo que aquí está en escena no es una trama sino una poética. Basada en el libro periodístico de Steven Zaillian “I Heard You Paint Houses” (“Oí que usted pinta casas”: sarcasmo criminal con el que se le pregunta a un sicario si es capaz de “pintar una pared de rojo”), la historia de “El irlandés” se ocupa, una vez más, de la vida y desaparición (nunca aclarada) del célebre jefe sindical de los camioneros Jimmy Hoffa, interpretado por Al Pacino. A diferencia de versiones anteriores, en especial “Hoffa” (1992), de Danny De Vito, donde Jack Nicholson hacía ese papel, y también (aunque con nombres ficticios), “F.I.S.T.” (1978), de Norman Jewison, con Sylvester Stallone como el líder gremial, la versión Scorsese no acentúa el mero aspecto biográfico del ascenso y caída de una de las figuras centrales de la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX, sino que se vale de su leyenda -casi como pretexto- para desplegar esa memoria a la que se aludía antes. Desde ese lugar dialoga, en un presente que no es ni nostálgico ni otro “homenaje a…”, sino su avatar final, con todos aquellos amados fantasmas que construyeron una identidad cinematográfica, desde Scarface a Vito Corleone, y que hoy no existen más que en las cinematecas. En esa perspectiva, tanto las estrechas relaciones que mantuvo Hoffa con figuras del crimen organizado ítaloamericano en los años 50 y 60, como el libro-base centrado en su lugarteniente y confeso verdugo, el irlandés Frank Sheeran (Robert De Niro), habilitan al director de “Taxi Driver” a desplazar el acento del relato de la turbulenta trayectoria del sindicalista para subrayar, a partir de la semblanza de los mafiosos con los que convivió, de su ética y estética, la agonía de un género cinematográfico que reflexiona sobre sí mismo en su culminación. Los films anteriores sobre Hoffa, al igual que tantos documentales, ofrecían diferentes hipótesis sobre su asesinato en 1975. Lo que hace Scorsese, aun apoyado en la versión del propio Sheeran (testimonio tampoco verificado por los peritos, que jamás encontraron el cadáver del sindicalista) es una interpretación dramática tan extraordinaria que hasta relativiza el interés por el rigor histórico. Esa interpretación se basa en la relación entre Hoffa y Sheeran, un complejo vínculo a la vez de respeto, sumisión, admiración, lealtad y traición, que fue forjado por el tercer protagonista, el “padrino” de Pennsylvania Russell Bufalino (Joe Pesci, cuya actuación es, quizá, la más admirable de toda la película). Es Bufalino quien con ese aire pacífico, reposado y siniestro, maneja los hilos, y así su punto de vista, despegado de ambos, le pone distancia -y sabiduría- al relato. Bastarían sólo dos escenas, ambas con Pesci, para que el espectador (sobre todo ese espectador con pasado cinematográfico, que se sentirá involucrado de inmediato) sepa que con “El irlandés” está ante un clásico instantáneo. Porque esta película es eso: un clásico en presente. En una de esas escenas Bufalino ni siquiera habla: sentado a la mesa del restaurante de un hotel, sólo observa fijamente al irlandés cuando otro capomafia, Angelo Bruno (Harvey Keitel, cuya brevísima participación deja con ganas de más), le revela que, después de haber cometido una torpeza, salvó su vida gracias a Bufalino. “Tienes un buen amigo, tienes de verdad un buen amigo”. En la otra, no menos antológica, Bufalino no mira a De Niro: mientras se prepara una ensalada, le encarga una misión inconcebible a ese “pintor de paredes en rojo”, un veterano de guerra que, en el fondo, conserva su inocencia, los restos de una moral anestesiada, y el dolor de que una de sus hijas, la única que intuye su profesión, abomine de él. “Sé cómo te sientes, Frank, pero viene de arriba”, dice Bufalino, como si administrara el “fatum” que rige la religión mafiosa, y contra el que nada puede hacerse. Los últimos treinta minutos de sus tres horas y media (exceso al que se entrega Scorsese sin que se tenga nunca la sensación de ‘maratón’ netflixiana) es una de las despedidas más tocantes que se haya hecho el cine a sí mismo: ese cine que hoy necesita presupuestariamente de sus propios verdugos para sobrevivir, para hallar aún un nicho en la cultura del nuevo siglo. Y a propósito de nichos: “Non omnis moriar”, “No moriré del todo”, decía el poeta latino Horacio en su famosa oda, “sino que una parte de mí evitará la muerte”. Sheeran el irlandés, del mismo modo, no quiere que sus restos sean cremados porque eso es “morir definitivamente”, pero también la tierra lo es: sólo un pequeño nicho en una galería, en lo alto, quizá no lo sea tanto: un orgulloso recordatorio del cine que alguna vez existió en medio de tantos superhéroes vacíos.
Pitufina y Papá Pitufo, al diván Las problemáticas de la filiación y la identidad se han convertido en obsesión en el cine y las series de TV infantiles de los últimos años en Hollywood. Los ejemplos sobran, pero los casos más emblemáticos son la segunda parte de "Kung Fu Panda", que giraba íntegramente sobre el conflicto de la adopción, y "Enredados", en donde Disney sacaba de la naftalina el cuento de Rapunzel para subrayar el drama de la apropiación ilegal. "Los Pitufos 2" se inscribe entusiastamente en esta corriente, enfocando de manera central el trauma de Pitufina, con escenas de pesadilla incluida, cuando descubre que es "hija biológica" del villano Gargamel y que Papá Pitufo la ha adoptado para redimirla. El móvil del argumento, ahora, es que Gargamel vuelve a traerla por la fuerza con él, pero para chantajearla: él sólo quiere obtener la fórmula secreta que convierte a los Pitufos en azules, y que es propiedad exclusiva del "padre bueno". Esta historia, además, va en paralelo con lo que les ocurre a los actores "reales" ("Los Pitufos", versión Hollywood, combina muñecos digitalizados con acción dramática real), en cuya trama el protagonista Patrick (Neil Patrick Harris) está en conflicto con su padrastro Victor (Brendan Gleeson), a quien no termina de aceptar. Nada de esto es nuevo, desde luego. Desde "La Cenicienta" y "HTMnsel y Gretel" a esta parte, las figuras parentales han sufrido, por parte del cine para chicos, una propaganda negativa quizá equiparable a la de los gangsters. Desde los años de la corrección política, los guionistas buscan (se les nota el esfuerzo) modificar esa imagen: hoy ya no sería aceptable, quizás, hacer de la madrastra sinónimo de villana por antonomasia. Sin embargo, el efecto de este cambio no parece del todo beneficioso. En primer lugar, desaparece el villano puro (no es el caso de Gargamel, que continúa siendo un tunante), y nada entretiene tanto a la platea, como lo enseñó Hitchcock, que un buen villano. Pero tal vez ni siquiera eso sea lo más importante, sino el hecho de que las tramas más "maduras" (Papá Pitufo es carne de diván cuando reconoce el conflicto de su vínculo con Pitufina, y ella misma es la angustia viva durante más de la mitad de la película), le quitan alegría y humor, y cualquier happy end va a ser muy poco en relación al drama planteado. "Los Pitufos 2" es un film técnicamente impecable, con una interrelación entre los movimientos digitales y los actores quizá superior al original, y tiene un irreprochable 3D. Pero es un film triste.
Imaginativa y violenta escalera al cielo El nuevo film de Bryan Singer ("Los sospechosos de siempre", "X Men") no le escapa a la persistente moda de adaptar cuentos y leyendas tradicionales a un "relato adulto" basado en el gusto por la violencia, el planteo social explícito y el gran espectáculo. Ya ocurrió, entre otros casos recientes, con "Hansel y Gretel", "Blancanieves" y "La Cenicienta", y ahora es el turno de "Jack y las habichuelas", el cuento de hadas protagonizado por un pequeño campesino huérfano que logra, después de plantar unas semillas mágicas, ascender por su tallo hasta el cielo y encontrarse con un ogro benévolo y mágico. Entre sus varios antecedentes en el cine, la versión más famosa es la que hizo Disney en 1947 ("Fun And Fancy Free", con el ratón Mickey, aquí llamada "Diversión y fantasía"). El héroe de este "Jack, el cazagigantes" no tiene la misma suerte: involucrado con una princesa rebelde y hostigado por el villano pretendiente al trono, no sólo deber hacer la excursión a los cielos con sospechosas compañías sino que, además, allí no encuentra un ogro de buen corazón, a lo Oscar WIlde, sino una raza de gigantes espantosos, bicéfalos en algún caso (o, más bien, con una cabeza suplementaria que les brotó en el hombro como un forúnculo), inclinados a comer carne humana y muy felices de que ellos, los terrícolas, les proporcionen ahora el mejor medio de transporte para conquistarlos, los toboganes vegetales. La película posee aliento épico y está contada con buen pulso y nervio. Sobre el final, sin embargo, se produce una suerte de hiato antes de la batalla definitiva que puede llevar a creer que la historia ya ha terminado. Si no fuera por los detalles fantásticos, y la tecnología moderna, claro, en más de un momento se parece a uno de aquellos clásicos de superacción con Errol Flynn (un nombre que hoy debe sonarle tan familiar a las nuevas generaciones como el de Sandokán a las inmediatamente anteriores). Seguramente, esta es una virtud de estos Cuentos populares 2.0 a los que Hollywood está entregado con empeño, la de camuflar el mismo film de siempre con el ropaje de los más imaginativos efectos especiales y ciertos rasgos bizarros y desagradables (la escena del cocinero gigante y sus supuraciones nasales posiblemente le corte a más de un espectador la ingesta de pop corn). A destacar, en el elenco, el estupendo malvado que compone Stanley Tucci, y la melancolía y locura casi shakesperianas de Ian McShane como el Rey Brahmwell. Ambos se destacan inclusive por sobre los protagonistas Nicholas Hoult y Eleanor Tomlinson, y aun sobre Ewan McGregor, que hace de bueno. Menos violenta y "gore" que otras versiones de clásicos infantiles, como la recien mencionada "Hansel y Gretel", la película puede ser vista por un público de chicos aunque no menores de diez o nueve años (la calificación oficial la desaconseja a los menores de 13, pero es una exageración).
Más aventura y menos ecología en “Sammy 2” La cinematografía belga probó, a principios de 2011, que podía competir en el mercado mundial de la animación digital 3D con la primera parte de esta historia, «Las aventuras de Sammy-El pasaje secreto», historia de un tortugo de mar que perseguía durante años a su propia Manuelita, perdida en el Pacífico. La secuela transcurre en un nivel narrativo similar, aunque con un tanto más de picardía y ciertas citas a los títulos más famosos de las productoras monstruo. En este capítulo, el protagonista es víctima, junto a unos amigos y parte de su parentela, de las redes de unos cazadores que los llevan como atracción al acuario de un restaurante submarino en Dubai, que realiza shows con ellos. Al elenco animado se añade ahora una serie de personajes novedosos (en quienes más se advierten las citas a Disney y Pixar), como el hipocampo «Big D», líder de los sublevados; una langosta de mar que no quiere terminar convertida en manjar de los turistas, y un pulpo (o «pulpa», en verdad) con habilidades rescatistas. Al igual que el primer título, el 3D vuelve a estar explotado al nivel de atracción de parque de diversiones, lo cual si bien puede resultar recargado y un tanto artificioso, para el público al que va destinado representa una golosina visual irresistible. Pero el libro, en lo que representa el mejor avance, ha dejado de insistir en los mensajes didácticos y aleccionadores (el calentamiento global, la ecología, el maltrato a los mares a través de la depredación del hombre, el derramamiento de petróleo, etc.), que eran marca primordial en el film precedente. En esta secuela, si bien el protagonista Sammy pasa varias veces a segundo plano (al punto de que a veces da la impresión de que el guionista se olvidó de él), se tiene siempre presente en cambio que de lo que se trata es de entretener a los más chicos con aventura, suspenso y acción, y eso está logrado. Ya habrá tiempo para que vean los documentales de Discovery Channel.
Ralph, videojuegos y autoayuda En algún momento, las moralejas que rigieron la literatura infantil desde la antiguüedad hasta el siglo XX trocaron en frases de autoyuda; de esta forma, si Esopo aleccionaba a los chicos con prédicas del estilo «No debemos confiarnos de las aparentes bondades de los malvados», Disney -y otras empresas- lo hacen ahora con «Valórate, tú puedes», o «Sácalo todo afuera en una terapia de grupo». Sobre estos dos principios lo hace su nuevo largometraje, «Ralph, el demoledor». El film de Rich Moore representa otro paso adelante en el esplendor técnico, el perfeccionismo en la animación y en aquello que en Hollywood llaman «eye candy» (golosina para los ojos), y otro atrás en la «filosofía de vida» con la que los guionistas insuflan los argumentos, como si se tratara de una cláusula contractual. En este caso, además, existe también la pátina de una nostalgia casi puramente norteamericana, la del mundo de los videojuegos rudimentarios de los 80, aunque también por otras playas existen sus cultures, vía las Atari, las Commodore 64 o los juegos de arcadas de los años pre-digitales. Ralph es un antihéroe de aquellos juegos, el demoledor de un edificio de departamentos con gente dentro, a quien combate Felix, un pequeño héroe encargado de las reparaciones. Este videojuego nunca existió, sino que fue imaginado y recreado para esta película con el diseño y la estética de clásicos como el Donkey Kong o el Super Mario Bros. Pero, a diferencia de las varias (y casi siempre fracasadas) adaptaciones de videojuegos al cine, «Ralph» no se propone recrear y potenciar el germen narrativo del juego, del mismo modo que su antihéroe no procede de forma positiva sino reflexiva: está cansado de ser un villano, y por tal razón escapa a su lugar-en-el-mundo y concurre a una terapia de grupo en donde se topa con otros de su misma condición, como uno de los fantasmitas del Pacman o el mismo Diablo (a propósito, el recurso de la terapia ya fue empleado más de una vez en el cine de animación actual, como el grupo de «Buscando a Nemo» en el que los tiburones buscaban recuperarse). Así las cosas, el destino posterior de Ralph (excluido, para su dolor, de una fiesta en la que se celebraba el 30° aniversario de la creación del videojuego) no sólo no será el mismo, sino que todo el universo lúdico entrará en problemas: sin villanos, no hay acción. He aquí, y sólo faltaría la indicación en pantalla con un cartelito, la segunda parte de la filosofía del film, de clara raíz del Este (es decir, de la Nueva York superpoblada de gurúes y psicólogos, en relación a Hollywood). El encanto del desenlace, donde entra a tallar otra fugitiva rebelde, Vanellope, que padece «pixlexia» (divertido recurso por el que se la ve periódicamente con los destellos típicos del video que falla), redondean una película que los chicos seguramente disfrutarán, sin que les haga demasiada mella la filosofía reconfortante sobre la que se construye la ilusión del siglo nuevo.
De la medianoche francesa al sol italiano A esta altura de su vida Woody Allen se ha dedicado a hacer el cine que le viene en ganas, y quizá por eso sus dos últimas películas europeas, ésta y la anterior «Medianoche en París», son de las más libres y frescas de su carrera. Así como hace mucho que la edad le impidió seguir jugando al galán (intelectual y neurótico, pero galán al fin), es evidente que tampoco se propone ya remedar a Bergman, Antonioni, Kurosawa o Fellini, o concretar su propio «Rey Lear» monumental, como dijo alguna vez. No hay más tiempo. Pero por fortuna, antes que deprimirse, esa certeza lo liberó: no tiene que rendirle cuentas a nadie; ni a los críticos fundamentalistas y resecos como una pasa de uva, ni a los italianos que le condenaron la fotografía turística (sí, los exteriores son una visita guiada), ni a los norteamericanos off-Nueva York que continúan y continuarán sin entenderlo, ni -sobre todo- a su propio ego: no puede rodar «Amarcord» o «Cuando huye el día», de acuerdo, pero al menos hace esta «A Roma con amor» que rebosa de placer. En la película hay una broma capital que define lo que hoy ha de estar sintiendo: Judy Davis, su esposa en la ficción, es psicoanalista, y en un momento ella dice, refiriéndose a él: «Es la única persona que en lugar de tener un Ello, un Yo y un Superyó, tiene tres Ellos». Más adelante, él le responde: «Si lo ves a Freud, reclamale que me devuelva toda la plata que me sacó durante mi vida». Así sin Freud, neurótico sin que le importe, Woody Allen recuperó su identidad, o su marca de nacimiento: «A Roma con amor» no es otra cosa que un largo y chispeante monólogo de stand-up, camuflado tras la forma de comedia coral, con multiplicidad de personajes, historias y situaciones, y habitado exclusivamente por fantasmas, esos mismos fantasmas que venían desde el París de la Generación Perdida en su film anterior y que ahora se trasmutan en las gozosas sombras de una cultura en crisis, velozmente mutable, contra el fondo de las postales de la «Ciudad Eterna». «A Roma con amor» es una película-vinilo, una película orgullosamente analógica. De allí Woody Allen no se va: la cultura digital les pertenece a quienes viven un presente donde no está, como en el suyo, una Ornella Muti otoñal, apareciendo de manera casi etérea, y seguramente irreconocible para ese público nuevo. El personaje de Allen es el de un productor de discos y régisseur de ópera al que le repugna la idea de jubilarse: excéntrico hombre de vanguardia, en su carrera llegó a montar, entre otras cosas, un «Rigoletto» protagonizado por ratas de laboratorio (chiste que hará reír sólo a quienes no frecuenten demasiado la ópera, ya que para más de un puestista podría ser una propuesta más que atendible). El encuentro con su futuro consuegro, un funebrero que sólo canta bajo la ducha (interpretado por el tenor Fabio Armiliato, viejo conocido del público del Colón), es uno de los momentos más felices del film, en especial por el desenlace que tiene. Sin embargo, no sería riesgoso apostar a que su auténtico «alter ego» en «A Roma con amor» no es él mismo sino el personaje encarnado por Alec Baldwin, quien dice padecer «melancolía Ozymandias» (referencia al famoso soneto de Shelley sobre el rey Ozymandias, de cuya vasta obra ya no quedan más que huellas). Baldwin, un arquitecto famoso, se pierde por las callecitas del Trastevere y se topa con un joven estudiante de arquitectura, que vive en la misma casa que él habitó en sus años universitarios. Tampoco es difícil advertir que, en esa «melancolía fantasmal», ni ese estudiante es real, ni son reales su propia disyuntiva amorosa entre la muchacha sensata con la que vive y otra que le hará, desde su locura y terrible atracción, la vida imposible. La omnipresencia de Baldwin en la vida de ese estudiante, que no es otro que él mismo de joven, no sólo «espeja» la historia (si se supone que Baldwin también es Allen), sino que le permite al film liberarse, aun más, de cualquier corset de verosimilitud. Para anotar: la cita que hacen tanto Baldwin como el estudiante de la película «The Fountainhead» (que en la Argentina se llamó «Uno contra todos») y su protagonista, el rebelde arquitecto Roark, una creación de la novelista Ayn Rand que hoy sería subversiva, habla a las claras de esos fantasmas que ya no existen. En ese marco, no el del fluir de la conciencia sino el del relato de stand-up escenificado, también hay lugar para el provinciano cuya flamante esposa se pierde con un actor y él, a su vez, con una de esas prostitutas típicas del cine de Allen (potenciada ahora por una Penélope Cruz más tentadora que nunca), o para el hombre gris súbitamente famoso y rodeado de paparazzi que interpreta Roberto Benigni, en la subtrama tal vez más previsible de todas. Pero, gracias a ella, se dio el gusto de cerrarla en la Via Veneto, exactamente en la misma acera de «La dolce vita».
“Madagascar 3”, con ronco acento francés Que una capitana de la policía de Monte Carlo, que una mujer despiadada sin más sensiblidad que la de trasmutarse en Edith Piaf y cantar, roncamente, «Je ne regrette rien» para hacer que revivan sus maltrechos subordinados, parece de antemano imposible en un film de animación de Hollywood, pero eso es lo que ocurre en este tercer «Madagascar», una belleza de imaginación y diseño. La tridimensionalidad de esta secuela, absolutamente recomendable por sobre la versión plana, alcanza ya un grado de hi tech notable tanto en la textura de algunas imágenes, como la melena del león Alex (sería interesante un ejercicio de comparación de esa melena, desde la primera parte de 2005 y la secuela de 2008 hasta la actual, para observar los avances técnicos) como en las escenas de persecuciones y acción o en las secuencias del circo. Sin embargo, no es por lo técnico que «Madagascar 3» se impone como la más lograda de sus partes sino por su regocijante trama que no descuida a ninguno de los públicos a los que va dirigida. Así, los más chicos seguirán la historia como tal, el reencuentro de los animales-estrella, su nostalgia y deseos por regresar a Nueva York y la fuga, desde Monte Carlo, a bordo de un tren de carga que transporta un circo de mala muerte, que permite incorporar nuevos y logrados personajes: el tigre ruso Vitaly, la seductora jaguar Gia, el león marino Stefano, etc. Pero los más grandes no dejarán de advertir la permanente red de parodias y juegos que este film establece con la memoria del cine: desde las referencias más antiguas, como la de «Para atrapar al ladrón» de Hitchcock, hasta las más recientes como la ya clásica escena del robo de «Misión imposible», resuelta acá en un casino de la Costa Azul de una manera grotesca y desopilante. Hay algo más: las sutiles citas a la tradición del film circense, con personajes melancólicos, perdedores y anclados en algún dolor del pasado, que aquí -cuento de hadas al fin- siempre es posible superar y redimir. Y, a propósito de Hitchcock y su convicción de que una buena película siempre está sujeta a la calidad de su villano, la aparición de la cruel jefa de policía Chantel DuBois (voz de Frances McDormand en el original) es decisiva, sobre todo por esa vibrante encarnación de la Piaf, combustible de sus maldades y su sed por obtener la cabeza del león.
Ardillas clásicas y buen entretenimiento A los adultos acompañantes de los chicos ya no hay que explicarles de qué la van estos pequeños roedores cantarines, franquicia moderna de aquellos viejos personajes de voz chillona que hasta animaron, entre otras cosas, una ginebra local. En esta nueva secuela de «Alvin y las ardillas», que pese al «3» del título no hay, curiosamente, una letra «D» detrás (y por cierto que serena a veces no andar calzándose esos lentes un poco ridículos, y dejar el cine sin ser sospechado de llevárselos), la acción se abre al exterior, un crucero de lujo, el océano, y a la aventura tradicional, una isla desierta, un tesoro oculto, una Robinson maligna y muy digna de ver y apreciar (Jenny Slate, modesto consuelo para esos adultos varones acompañantes). El resto de los protagonistas son también bien conocidos: el productor bueno, Dave (Jason Lee), el rival «loser», Ian, ahora convertido en un pelícano-humano (David Cross), y por supuesto las ardillas protagonistas, o «chipmunks». Los guionistas de esta tercera parte, así, optaron por cargar con las ardillas, cuyas peripecias ya estaban agotadas en la gran ciudad y entre empresarios discográficos rivales, y llevarlas al territorio de Stevenson y de Defoe, quizá mucho menos conocido por el público natural de la película. Esa exploración de lo más clásico también está acentuada por una producción modesta que, en su habitual mezcla de acción real y animación, no abusa ni de efectos especiales ni de recursos espectaculares, comenzando, como se dijo, por evitar el 3D, decisión infrecuente hoy en Hollywood en el cine de animación. La película, para los más chicos, funciona perfectamente. La simpleza de su historia, la buena definición del conflicto y la claridad de relato (al contrario, por ejemplo, de ejemplos recientes como «Happy Feet 2») la vuelven en consecuencia una buena opción para las vacaciones. Tal como hizo Disney en «La princesa y el sapo», esta nueva entrega de las ardillas prueba que sin parafernalia técnica, y sobre todo sin un humor que haga guiños permanentes o al mundo adulto, del cine o de los medios, se puede construir un sólido producto de entretenimiento.
Pingüinos animados y pajarraco transversal Estrenada su primera parte hace cinco años, el público original de «Happy Feet» ahora ve películas para adolescentes o está en el límite del target. Ese largo «gap» entre ambos films hace de la secuela una producción completamente nueva, y no sólo en cuanto al interés que se podría tener en los avatares de sus algo olvidados personajes sino, sobre todo, en la avasallante y por momentos abrumadora tecnología puesta en su realización. A diferencia de «Shrek», «La era del hielo», «Toy Story» u otros tantos largometrajes de animación serializados, «Happy Feet» no tiene protagonistas fuertes e identificables por los chicos, que ni siquiera recuerdan bien sus nombres apenas dejan la sala. Inclusive, hasta dudan acerca de quién es el verdadero héroe de la historia: si el padre Mumble, el hijo Eric, o el extraño Sven (una especie de pajarraco transversal, entre pingüino y gallina), que se convierte en el héroe por un día de la comunidad gracias a su extraño don de volar. Si en el pequeño film inicial el nudo de la historia se limitaba al de los dotes de bailarín de Mumble, esta continuación, que comienza con el rechazo de tal disciplina por parte del heredero Eric, termina derivando en una aventura fantástica, tecnológicamente intensa, y saturada por todo tipo de mensajes ecologistas, éticos, solidarios, etc. En una palabra, la biblia básica del guionista contemporáneo de animación, tan distinta de los viejos deslices de incorrección de la Warner o Disney. Hay un fuerte elemento épico en este nuevo «Happy Feet», que es lo que más disfrutarán los chicos: batallas contra depredadores, movimientos de glaciares ominosos, elefantes marinos de moral ambigua que terminarán colaborando, en esos lances, por el lado del bien, etc., y el mínimo toque sentimental indispensable (la eventual separación de la madre por culpa de un movimiento de hielos) como para que la fórmula termine de cerrar. La versión doblada, como es forzoso, priva al espectador de las voces de esa pléyade de estrellas que dio las suyas a los distintos personajes, incluyendo a Brad Pitt y Matt Damon como Will y Bill, dos pequeños camarones (o, más correctamente, dos krilles), que representan los infaltables secundarios de soporte de la escuela Timón y Pumba, aunque sin esa gracia, claro.
Perrault y Miami Vice: fórmula repetida La primera parte de esta versión paródica del clásico de Perrault tuvo su gracia y sorpresas. Concebida por una parte del equipo de producción de «Shrek» (ambos films parten de una misma idea, la puesta al día humorística del cánon de la literatura infantil occidental), aquella Caperucita Roja estaba relatada como si se tratara de un capítulo de «Miami Vice» o «La ley y el orden», donde los personajes no respondían, desde luego, a sus carecterísticas originales, el Lobo no era un villano, la Abuela colaboraba con la policía patrullando una moto como si fuera Sly Stallone, y la protagonista era una heroína moderna llamada «Roja» a secas. Esta secuela, no demasiado necesaria, está unos cuantos escalones por debajo de la primera parte. Más allá de que ya no exista el factor sorpresa y que todos los recursos paródicos hayan sido suficientemente explotados anteriormente, tampoco parece capaz de cautivar demasiado a todo aquel público que la descubra recién ahora. Más allá de que los chistes verbales y físicos no tienen el punch de entonces, el mayor pecado de esta secuela es la falta de una línea clara de relato y la pérdida del eje de la parodia. Shrek no perdía nunca de vista a sus protagonistas, por lo cual podía añadir secundarios con sus propias subtramas; acá la protagonista pasa a un segundo plano, se suman otros personajes de aquel canon como HTMnsel y Gretel y la Bruja Malvada, y llega un punto que el libro parece no tener idea por dónde está transitando. Tanto ocurre eso, que la abundancia de escenas de acción y espectaculares parecen no concebidas solamente para darle relevancia al 3D, sino sobre todo para tapar los huecos propios de una narración que debe estirarse demasiado para alcanzar la requerida hora y media. En su original, las voces de Glenn Close, Joan Cusack y otros famosos de Hollywood le daban un atractivo, para el público norteamericano, que acá tampoco existe. Lo que sí existe es una abundancia de modismos mexicanos, además del acento con el que hablan los personajes, que desconcertará a más de un chico.