Don Gato es vinilo de los 60, no iTune digital El origen de esta película tiene tantos cruces como un gato de callejón. El cartoon original, surgido del arte de Hanna y Barbera y bajo el paraguas de distribución de la Warner, fue un éxito en la TV de los 60. A cincuenta años de su debut, el largometraje, sin embargo, no tiene producción norteamericana, ya que nació de la iniciativa de los mexicanos de Ánima («Top Cat», como se llama en inglés el personaje, fue siempre éxito resonante en México), que más tarde hizo alianza con los argentinos de Illusion Studios, estudio de aún breve historia pero ya sólido en animación y gatos (son los productores de «Gaturro»). Sin embargo, la Warner no cedió sin condiciones los derechos sobre la tira (que nadie en Hollywood, en apariencia, tuvo mayor deseo de resucitar), sino que exigió a dos guionistas norteamericanos que garantizaran, al menos, una cierta identidad de origen para un film que estaría hablado en ese español llamado «neutro», es decir, ni mexicano ni argentino. Ni español. En definitiva, si bien el nuevo Don Gato no es gaucho ni azteca, al menos no disgusta tanto como un gato puramente yanqui por las 77 salas que ocupa en su exhibición, Esa mestizaje de producción, en cambio, no los mismos resultados en el mestizaje histórico: la necesidad de transformar a la pandilla de Don Gato en una banda del siglo XXI choca a cada paso con un dibujo que respira, casi inalienablemente, años 60. A riesgo de dañar su identidad, era imposible, por ejemplo, suprimir el teléfono de poste enclavado en el callejón de los gatos desde el que el policía Matute conversa con su superior. Pero allí está, y como no funciona Matute recurre al celular: la salida fue la más elegante, pero no termina de ser satisfactoria. El diseño de los gatos, desde el líder de la pandilla al famoso Benito Bodoque, produce la misma impresión que el del sonido digital en relación al de un buen vinilo, y Don Gato es vinilo puro, no es iTune. El 3D es satisfactorio, salvo en aquellas escenas donde los planos están demasiado marcados, y los objetos se deslizan en esas tres dimensiones como las franjas escenográficas móviles de un teatro. Los más chicos, que no conocieron (más que en YouTube) esta gozosa tira que nunca volvió a ser programada por la televisión, disfrutarán de la historia del enfrentamiento de los gatos al malvado de turno, Lucas Buenrostro, bien definido como villano, ignorando sanamente cualquier minucia estética.
También el París de Allen es una fiesta «Ese mes fuimos al taller de Picasso en Arlès, que en aquel tiempo se llamaba Rouen o Zurich (...). Entonces, Picasso estaba a punto de empezar lo que más tarde se daría a conocer como su período azul, pero Gertrude Stein y yo tomamos café con él y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y, por tanto, esos diez minutos no significaron gran cosa». La antológica frase está extraida de «Cómo acabar de una vez por todas con la cultura», uno de los libritos de Woody Allen que recopilan sus artículos de fines de los 60 en «The New Yorker». A más de cuarenta años de entonces, y seis después de que Allen, como Picasso, iniciara su «período turístico», su primer film en París está consagrado a esa «generación perdida» que tanto ama y conoce, como ya dio testimonio en la humorada de la cita, que llevaba el título de «Para acabar con los libros de memorias». La coincidencia de ambos hechos (el rodaje en París y la recuperación de esa mitología cultural que Ernst Hemingway hizo célebre en «París era una fiesta» y que, pocos años atrás, retomó Vila-Matas en «París no se acaba nunca») es para celebrar: el nuevo film de Woody Allen, inspirado, ligero, melancólico, divertido, es también una fiesta. Como si su zambullida en esas memorias gozosas lo hubiese liberado del humor más cínico y agrio de algunas de sus últimas películas (y, de paso, también de la obsesiva reiteración en el tema de las relaciones entre hombres maduros y jovencitas histéricas), en «Medianoche en París» alcanza esa misma frescura, y ese mismo ángel, al que llegó por ejemplo en «Todos dicen que te amo». Y si hay algo que no puede dejar de percibirse en este film es el inmenso placer que le debe haber dado escribirlo y rodarlo, si bien no en la misma época al menos en los mismos escenarios. Es imposible, en especial para el seguidor de su obra, no contagiarse de ese placer: Woody Allen dirigiendo a Cole Porter, a Luis Buñuel, «Tom» Eliot, Gertrude Stein (Kathy Bates), Salvador Dalí (Adrien Brody), Man Ray, Djuna Barnes, Picasso, Hemingway, Scott y Zelda Fitzgerald e, inclusive y más atrás en el tiempo, a Gauguin y Toulouse Lautrec, no es cosa de todos los días. No son ellos, claro, los personajes centrales, sino los de la fantasmagoría que vive, después de cada medianoche en París, el protagonista que encarna Owen Wilson y que el propio Allen habría interpretado años atrás, si el tiempo le hubiese permitido conservar la misma juventud con la que revive a Hemingway en el restaurante Polidor del 6e. arrondisement, a Zelda Fitzgerald junto al Pont Neuf, y a Porter tocando «Lets fall in love» en el departamento de Gertrude Stein y Alice B. Toklas del 27 de la rue Fleurus. Básicamente, y para no desbaratar mayores detalles del argumento, Gil (el personaje de Wilson) está en París con la insoportable familia de su insoportable futura esposa (Rachel McAdams), y la única forma que encuentra para rehuirle a los tediosos compromisos es escaparse por las noches a recorrer París. Ya imaginará el lector en qué hueco del tiempo termina cayendo, y a cuál se propondrá regresar desde entonces todas las medianoches. Sin embargo, ese recurso argumental no finaliza allí, ni en las visitas a los años y figuras de la «generación perdida». Hay una prolongación, articulada por uno de los personajes femeninos más hermosos de esta película, Adriana (Marion Cotillard, ganadora del Oscar por su papel de la Piaf en «La vie en rose»), cuyas caminatas con Gil a orillas del Sena, ambos como náufragos del tiempo, representan las mejores escenas de esta película. La muy publicitada aparición de Carla Bruni-Sarkozy (como guía en el Museo Rodin) se limita a dos brevísimas escenas, pero aun así Allen le regala líneas de texto inspiradas y divertidas.
Mucho más que aventuras en formato 3D La segunda parte del afortunado film animado de Dreamworks «Kung Fu Panda» excede, con mucho, la habitual cantera comercial de explotar una franquicia y un personaje, o la de mostrarlo ahora con el inevitable formato del 3D (la película original, de 2008, había sido lanzada en 35 mm.). La técnica, desde ya, ha mejorado notoriamente, y el mayor despliegue de secuencias de acción y batalla permiten lucir más aun los nuevos diseños, el color y el movimiento tridimensional. Sin embargo, nada de esto es lo más interesante. Un guión, admirablemente equilibrado entre la aventura, el humor y la acción pura, tiene como centro un tema dramático, tratado con delicadeza e inocultable asesoriamento clínico: la adopción y el esclarecimiento. Así como la abominable tradición Disney suele condenar las relaciones no biológicas madre/hija a través de la forma de madrastras viles en sus más imaginativas variaciones (el último ejemplo fue «Enredados», cuya protagonista no podía estar a salvo si no escapaba de la mujer que la crió; como siempre en Disney, ese vínculo no se explica si no es por la apropiación ilegal), «Kung Fu Panda» representa exactamente lo contrario. Ya en la primera parte se conocía al padre de Po (el panda protagonista): un viejo ganso llamado Mr. Ping, dueño de un humilde puesto de venta de fideos chinos. Pero, si en ese primer capítulo la abismal diferencia entre ambos era tratada humorísticamente, ahora no. Po enfrenta a su padre para que le esclarezca su origen, y Mr. Ping lo hace. La misión, para Po, será conocer ahora quiénes fueron sus padres biológicos, por qué lo abandonaron y, de paso, chequear si la versión que oye de Mr. Ping es cierta o no lo es. De esa forma, la cruzada que emprende junto con los Cinco Furiosos, personajes ya conocidos de la primera parte (la Tigresa, el Mono, la Mantis religiosa, la Grulla y el Mono) tiene únicamente de aventura la superficie; en el fondo, llegarse hasta el Reino Chino para enfrentar al malvado pavo real Lord Shen, persigue el objetivo de investigar la suerte que corrieron los pandas que lo engendraron, y cerrar cuentas con su identidad. También hay un poco de budismo, como no podía ser de otra forma: «En tu origen pueden haberte ocurrido cosas no muy buenas», oye decir, «pero lo único que vale es lo que tú decides ser con lo que eres». De esta forma, sin el pesado dramatismo ni la solemnidad, (muchas veces desorientada o fútil), de tantos otros films para adultos que abordaron el tema de la adopción, «Kung Fu Panda 2» se da el lujo de hacerlo de manera respetuosa, profunda, y sin descuidar ni por un momento su función de entretener y divertir a los más chicos con espléndidos recursos. Quienes la vean en su versión original tendrán el plus de oír las voces de Jack Black en el protagónico, Angelina Jolie como la Tigresa, Gary Oldman como el malvado Lord Shen, y hasta Dustin Hoffman como el gurú.
Allen: a veces la cosa no funciona Los dos años que se tomó la distribución local para estrenar este film de Woody Allen (anterior a «Conocerás al hombre de tus sueños», vista en febrero) parecen nada al lado de los casi cuarenta que demoró el realizador en llevar a la pantalla el guión sobre el que está basado. Tanta demora disculparía la insistencia de Allen sobre un tema que dentro de su obra está agotado (la relación de un hombre neurótico más que maduro con una jovencita inexperta que lo idolatra), siempre que se olvide que, a cuatro años de cumplir 80, sigue obsesionado con lo mismo. A diferencia de «Conocerás...», cuya estructura era mucho más ingeniosa pese a que al personaje de Anthony Hopkins le ocurriera lo mismo que aquí a Larry David, «Que la cosa funcione» apenas maquilla un formato casi teatral y algo primitivo, en el cual el protagonista, a la manera de un stand up comedian, sermonea permanentemente al espectador, rompiendo inclusive la «cuarta pared» en el largo monólogo inicial, con sus opiniones sobre la vida, las mujeres, el amor, la estupidez humana y la inmortalidad. Seguramente, el público norteamericano haya disfrutado al escuchar despotricar a Larry David, aunque no es imposible que quienes no lo conocen reaccionen de la misma manera que lo haría un auditorio de Minnesota ante un monólogo de Pinti. David, así, hace de un Woody Allen mucho más cabrón; antes que un «alter ego», un doctor Jeckyll. Ex científico candidato al Nobel, ermitaño, divorciado de una mujer intolerablemente perfecta, su vida transcurre en un bar en el que abruma a sus amigos con sus discursos. Hasta que se le cruza la veinteañera Melody (Evan Rachel Wood), a quien termina hospedando en su casa por piedad primero y más tarde por amor, en el sentido más alleniano de la palabra. La posterior aparición de los padres de Melody, oriundos del sur norteamericano (la madre, una profunda religiosa; el padre, socio conspicuo de la Sociedad del Rifle) introduce uno de los pocos momentos auténticamente divertidos de una película malhumorada, seria, escasamente divertida, características éstas que lejos de ser involuntarias son, a creerle al protagonista que lo anuncia desde el primer momento, por completo deliberadas. Los esporádicos chispazos de ingenio de «Que la cosa funcione» no atenúan nunca la sensación de que lo que se está viendo es una obra anacrónica, pensada para una etapa de la carrera de Allen superada hace mucho, y cuyo forzado aggiornamiento produce el mismo efecto que tendría hoy un remake de «Sueños de un seductor» o la misma «Manhattan».
Amantes sin Verona, balcones ni vecinos No carece de ingenio esta adaptación del drama de Shakespeare jugado por enanos de jardín aunque, creativamente, resulta hoy un poco tardía. Diez años atrás, «Shrek» y sus secuelas (la segunda parte también fue dirigida por el mismo realizador de «Gnomeo y Julieta», Kelly Asbury) explotaron casi hasta agotar este tipo de humor basado en la revisión de leyendas e historias clásicas con acidez moderna y referencias múltiples a la cultura de masas (basta el detalle de la notebook que usa la señora Montesco con el símbolo de una banana, en clara referencia a «Apple», para advertir la similitud). Sin embargo, al público al que específicamente va dirigido el film (menores de 12 años), poco le interesa hallar mayores innovaciones; el nuevo «cuentito» funciona a la perfección y, por añadidura, sirve de divertida introducción a la obra modelo y su autor, cuya estatua en Stratford upon Avon tiene una afortunada participación en la película. Esa escena (Shakespeare dialoga con los gnomos) pone al descubierto el dilema central que deben haber tenido los responsables del film: ¿hasta dónde era posible una parodia más o menos fiel de la obra con ese final trágico en el que mueren ambos protagonistas? Los gnomos le repochan al poeta ese gusto por la muerte: «Pero, ¡es que es una tragedia!», se enoja Shakespeare. De acuerdo, pero ellos ya lo ponen sobre aviso (y también a los espectadores) que acá habrá happy end. En dos casas contiguas cuyos propietarios se odian, los Montescos son los enanitos de jardín azules y los Capuletos los rojos. Patrullajes, peleas y batallas son permanentes, con la consigna de volver de inmediato al mundo inanimado si la mirada humana los descubre (recurso tomado, esta vez, de «Toy Story», otra saga de la que también el nuevo film es deudor). No hay balcones ni vecinos, con la excepción de un flamenco divorciado que le pone la nota más sentimental a un libro que, por fortuna, escapa casi siempre de lo cursi: Julieta es una enana de jardín bien moderna, casi bizarra, y Gnomeo un matoncito que cumple con el mandato familiar de combatir contra los rivales molestos. Pero, tal como en Shakespeare, el amor es más fuerte, y su peligrosa continuidad se logra gracias a una rana cómplice, equivalante de la nodriza original. Buen complemento: la banda de sonido sostenida por canciones de Elton John, quien hasta aparece en una de las escenas bajo la forma de uno de los enanos de jardín. Los chicos la pasarán muy bien.
“Hop”: más técnica, menos ingenio Entre «¿Quién engañó a Roger Rabbit?» y «Hop - Rebelde sin Pascua» pasaron 22 años y una revolución digital. En uno y otro caso un conejo animado interactúa con actores en vivo aunque, para el ojo de hoy, las escenas que compartían Bob Hoskins con el atribulado Roger, que tanto encandilaron al público en su época, resultan completamente artificiosas comparadas con el «realismo» con que lo hacen E.B., el conejo de Pascua heredero, y el personaje que compone James Marsden; claro, el ingenio de los guiones y las referencias cinematográficas de entonces parecen haber transitado el camino exactamente opuesto (y sin intentar comparar lo de ahora con James Stewart y su excepcional «Harvey», lo que sería demasiado cruel.) «Hop» es una película estacional que se vale de la celebración de las Pascuas para confeccionar, sobre la leyenda del Easter Bunny, o Easter Hare, una historia ad hoc, tal como se hizo localmente con el Ratón Pérez, personaje mucho más popular entre nosotros que ese conejo pascual que sólo tiene vigencia en los países sajones (en los latinos sólo hay huevos sin conejos distribuidores). La modesta trama de la nueva producción, cuyo libro también carece de la acidez o las réplicas de «Alvin», realizada por los mismos creadores, imagina el reino chocolatero de la Pascua en los subsuelos de la isla del mismo nombre, y cuyo conejo Rey se dispone a cederle el trono a su hijo, E.B., quien como tiene pocos deseos de continuar con la tradición de delivery de huevos escapa de allí a Los Angeles, meca de cuanto fugitivo, terrícola o no, ha producido el cine. La intersección con el mundo humano tiene lugar en casa de la familia OHare (sí, por supuesto: OLiebre), en donde el hijo mayor (Marsden), quien en su infancia sorprendió descubrió una noche al rey Conejo en su jardín, demuestra tan poca vocación de trabajo como E.B. Entre ellos se establece pues el nexo mediante los recursos de fórmula: sorpresa, incredulidad, rechazo, aceptación, complicidad, etc. Para E.B. la fuga es aun más complicada, dado que tres «boinas rosas», algo así como tres conejitos émulos de John Wayne, son enviados por el padre a encontrarlo. La vuelta de tuerca, en el reino de la Pascua, se completa con el intento de golpe de estado que, ante la escapatoria voluntaria del conejo, quiere dar el pollo Carlos, lugarteniente desleal del rey. Los chicos disfrutan, desde luego, las gracias de E.B, aunque es posible que si la película hubiese transcurrido puramente en el registro de animación (donde ocurren las escenas más logradas) habría ganado muchos puntos en gracia y frescura. Casi todas las escenas con humanos no sólo son chatas y obvias, sino que hay personajes que resultan francamente antipáticos, como el padre de los OHare (Gary Cole), como si su disgusto casi permanente excediera lo que le reclama el guión.