Cine del instante Hay algo extraño en un documentalista que decide pasarse a la ficción. En este caso, una pareja de documentalistas. No se trata de la supuesta división que existiría entre el cine "de ficción" y el cine "documental" (división que, por otra parte, muchas películas en la actualidad se dedican a borrar de forma deliberada), sino de una cierta cualidad de lo cinematográfico que pasa a primer plano. Si seguimos, por ejemplo, unas viejas palabras de Godard ("toda película es un documental de su filmación"), nos resulta que todo cine (de acción en vivo) es en esencia documental: la cámara registra lo que está frente a ella. De este modo, aun cuando se encastra en un marco de ficción, toda imagen cinematográfica resulta una exploración de lo real, es decir, un documental. Se trata, por otra parte (y para seguir mencionando, ¿por qué no?, a Godard) del camino que emprendió el cine desde su paso a la modernidad con los nuevos cines. Si todo el cine es documental, no debería sorprendernos que este matrimonio haya dejado (un poco) de lado el trabajo sobre el "género" documental para contar esta historia. ¿Por qué insistir tanto sobre la cualidad documental de todo cine? Porque si bien en La Pivellina se narra una historia (ficcional), lo que resulta más fascinante de esta película es el peso que adquieren las imágenes en sí mismas, en lo que revelan. Esas imágenes funcionan con una dinámica que no podría reglamentarse, como en un rodaje tradicional. La historia de La Pivellina es simple: una pareja de unos cincuenta años, que trabaja en el circo y vive en las afueras de Roma, en una casa rodante, encuentra un día a una niña (una "pivellina") de dos años que fue abandonada en una plaza, en una hamaca. Sobre la campera de la nena hay abrochada una nota en la que la madre pide ("con desesperación", según dice la protagonista, aunque nosotros nunca llegamos a leer la nota) a quien encuentre a su hija que la cuide unos días hasta que ella vuelva. El matrimonio le da refugio, la cuida. Se suma también un chico adolescente, hijo de otra familia circense, que vive en una casa rodante a su lado y por las tardes, después del colegio, se dedica a cuidarla también. Todo girará en torno a la relación de estos tres personajes con la nena. Podría haberse tratado de una historia trágica, pero algo del gozo real de la vida frente a la cámara se transmite en una película llena de matices. Como queda claro, aunque se trata de una película de ficción, el argumento es mínimo y la cámara de esta pareja se dedica más a la exploración de lo cotidiano que a la narración. Si uno conoce las circunstancias en las que se filmó La Pivellina, se comprenderá hasta qué punto esta película pudo haberse tratado de un documental. No solo Frimmel y Covi ya habían realizado antes un documental sobre gente que trabaja en el circo (Babooska, 2005), sino que, de hecho, todas las personas que actúan en esta película son ("en la vida real") artistas circenses. La pivellina es hija de una de estas familias. Acostumbrados, entonces, a trabajar en estos contextos, Frimmel y Covi se dedicaron, con una idea básica mínima, a filmar. Y lograron una gran película. No solo salen airosos del desafío de filmar una película prácticamente protagonizada por una nena de dos años (desafío que, por otra parte, solo puede pensarse en una filmación de este tipo), sino que además consiguen una larga sucesión de escenas fascinantes, por lo emotivo, por lo visual, por lo vital. Filmar con chicos es muy difícil, no solo por lo que implica trabajar con niños actores (como ya dijimos), sino fundamentalmente por el riesgo que implica estéticamente, por la facilidad con la que se puede caer (y normalmente se cae) en posturas fáciles, en sentimentalismos blandos, en miradas condescendientes. La mirada de Frimmel y Covi es una mirada dura, que muchos asocian con la de los Dardenne, pero que deja a su vez lugar al momento emotivo, a la mirada directa de una nena de dos años que no entiende lo que es el cine, que simplemente es frente a la cámara.
Kung-fu Kid Kung-fu KidDecir que Hollywood se está quedando -o se quedó hace rato- sin ideas sería un juicio además de vacuo, falso. Lo que sí es evidente es que en tiempos de crisis las grandes productoras prefieren apostar por lo seguro y filmar películas que, suponen, tienen el éxito garantizado. ¿Cuál es la fórmula de estos últimos años?: la remake. En este caso, en coproducción con China, fuimos a ver una nueva Karate Kid. Un dato curioso es que el "chico karate" ya no practica karate, sino que en este caso viaja a la China (por cuestiones laborales en la era de la globalización) y lo que termina aprendiendo es kung-fu. Quien le enseña, por supuesto, es Jackie Chan, que aparece viejo, muy macizo, tal vez un poco exagerado en su expresión de tragedia pero que porta muy dignamente cada una de sus arrugas. El título Karate Kid funciona como carnada puramente comercial, pero si el espectador está dispuesto a entregarse a este juego, va a pasarla bien. Podría sorpender también la recontextualización de la película en la China (causa de esa muy morosa primera parte de la película y estrategia, sospechamos, del gobierno chino para mejorar su imagen internacional), pero termina funcionando. Marca una diferencia en una película que, de todas formas, sigue muy rigurosamente a su predecesora. Un sabor nuevo en un plato ya conocido, digamos. Y hay conciencia de esto: la escena del Sr. Han con la mosca es muy buena, pero funciona únicamente como referencia a la famosa escena con mosca del Sr. Miyagi. También la forma en que se trabaja desde el kung-fu aquel famosísimo gesto de "encerar y pulir". De todas formas las cosas han cambiado y esta nueva versión ofrece una dosis mucho más alta de acción, con escenas no solo más largas, sino también desarrolladas con mucho más detalle, con cámaras que giran, piñas que zumban, coreografías elaboradas que, en cierta forma, se reflejan en la presencia de Jackie Chan en pantalla. Tenemos más música. Un aspecto que parece un poco más dudoso (aunque no necesariamente sea falso) es la forma en que se transporta el comportamiento de adolescentes de secundaria en Estados Unidos a una escuela en la China contemporánea. Más allá de los detalles, lo que sobrevive es el "espíritu" de esa perfecta cosa pop que fue Karate Kid, una película ligera y con "mensaje de vida", divertida y cargada de un exotismo barato (que se atenúa un poco en esta versión pero que todavía se encuentra, por ejemplo, en la escena en la que, sin motivo aparente, aprendiz y maestro practican kung-fu en medio de la Muralla China), de romance adolescente (en este caso preadolescente) y exploración de uno mismo. Un Karate Kid para las nuevas generaciones, para que tengan su propio Daniel san (xiao Dre) un poco más canchero, con lindos pasos de baile y más multicultural.
Cerca y lejos Allá por 1998, en los comienzos de lo que dio en llamarse Nuevo Cine Argentino, Adrián Caetano estrenó su primer largometraje, Pizza, birra, faso. Más de diez años después, con el estreno de su última película, Francia, retoma ciertas líneas que habían quedado de lado en su filmografía posterior: el trabajo sobre una historia mínima e íntima, personajes al borde de la caída (en lo personal y en lo social) y desprotegidos, un acento muy claro sobre el contexto socioeconómico en el que se mueven sus criaturas. Esta película representa una vuelta al origen, pero a la vez marca un cambio en uno de los directores clave para el cine argentino. Francia es el retrato de lo que queda de una familia de clase media baja, compuesta por la madre (interpretada por Natalia Oreiro), el padre (Lautaro Delgado), que se ha ido de la casa y al principio de la película tiene una nueva pareja, y la hija (Milagros Caetano). No hay un contexto más allá de este nucleo familiar. Cada personaje se nos va presentando de a poco, sumando detalles a la vez claros y característicos. El padre, obrero en una fábrica, bien al principio se queda sin trabajo. La madre, que cuida a una mujer mayor de clase alta, también se queda sin trabajo. La hija, que se la pasa escuchando música con los auriculares, tiene problemas en la escuela, tanto por su actitud en clase como por sus dificultades para aprender ciertas materias. En algún momento, las circunstancias llevan a que el padre alquile el cuarto de arriba de la casa que solía ocupar con su mujer y su hija, y esta cercanía pondrá nuevamente a prueba las relaciones entre los personajes. Hay, creo, dos problemas fundamentales que traban esta película. Uno es la sucesión de "cosas" que le pasan a esta familia (un despido, al cual sigue un despido injusto, al cual sigue una denuncia en la policía, al cual siguen conflictos en la casa, a lo cual se suman los problemas de la nena con la escuela privada progre a la que asiste), que huelen a denuncia social de la más superficial y simplista. Si bien la película no asume un tono tremendista y se aleja de lo melodramático, hay algo de un naturalismo que no se termina de procesar. Pero el mayor problema, diría, es que con una propuesta tan mínima y costumbrista, la suerte de la película está librada a sus personajes y estos no terminan de cuadrar. Habrá quien quede fascinado con la pequeña Milagros Caetano, pero para los que no nos enamoramos de su personaje todo se cae muy fácilmente a pedazos. Caetano quiere reflejar esa mirada un poco inocente, supuestamente efevescente de la nena y prestarle sus aires a la película. Para eso juego un poco con la puesta en escena, satura la banda de sonido con la canción "Gloria", narra a través de secuencias de fotos, imprime texto sobre la imagen, juega con el montaje, como para hacer entrar un espíritu lúdico que Francia no respira de por sí. Los personajes de Oreiro (una de las mejores actuaciones de su carrera) y Delgado son bastante apáticos de por sí y todo se vuelve, a pesar de los esfuerzos de la nena, demasiado pesado y gris. Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya secuencias que funcionen, rincones agradables o por lo menos logrados en esta película. Caetano es un buen director, uno que explora, que busca nuevos caminos (como ese ligero godardismo con el que coquetea ahora), pero hay algo que falta. Ese algo es lo que podría hacer que esta historia que debería resultarnos tan cercana terminara de interesarnos.
Los ojos de una nena En su segundo largometraje, So Yong Kim despliega la madurez suficiente como para abordar el mundo infantil (según se nos dice, parte de su propio pasado) con la distancia justa para mostrarnos las alegrías y las penas de una nena de 6 años y su hermana menor. Todo se reduce al mundo de estas chicas: el espacio por el que circulan, las experiencias, los juegos, las explicaciones de por qué ocurren las cosas a su alrededor. Como espectadores no sabemos, por ejemplo, adónde va exactamente la madre cuando decide dejar a sus hijas con su cuñada durante unos días, ni qué piensa hacer. Como adultos sabemos, a diferencia de las protagonistas, que si bien la madre promete que va a volver cuando las chicas hayan llenado su alcancía de monedas, eso no quiere decir que ella vaya a aparecer de pronto porque el chanchito esté lleno. Hay algo mágico y a la vez triste en la forma en que la directora nos acerca al pensamiento de esas chicas en el detalle de la alcancía. Podemos ver sus ojos llenos de ilusión, escuchar sus palabras que siguen una lógica infantil, sentir la añoranza por su madre, pero a la vez sabemos que el mundo es un poco más cruel que eso. De la misma forma, la cámara de So Yong Kim se mantiene prácticamente a lo largo de toda la película a la altura de los ojos de las nenas. Lo que vemos lo vemos desde su perspectiva. La cámara mira desde abajo al mundo de los adultos y en más de una ocasión de la gente grande no alcanzamos a ver más que las manos y los hombros. La lógica de la puesta en escena parece reducida al metro de altura. Pero, de nuevo, es la sinceridad con la que se mira desde ese lugar la que hace atractiva esta película y le presta el encanto que tienen sus actrices protagonistas. Como buena parte del cine "de autor" de hoy en día, Los senderos de la vida presenta algunas características ineludibles: es más descriptivo que narrativo, maneja mucho los silencios, tiene una estructura abierta de episodios que se acumulan, no cierra sentidos de forma clara, no termina de explicar su trama. Pero la sinceridad de cada plano de So Yong Kim, la forma perfecta pero vital con que maneja la cámara alcanzan para justificar la cantidad de premios que ha ganado con apenas dos largometrajes (su ópera prima, In between days, ganó el premio a la mejor película en la novena edición del Bafici). Aunque más no fuera, vale la pena ver Los senderos de la vida por el trabajo perfecto de sus dos protagonistas, dos nenas coreanas que, gracias a la directora, vibran en la pantalla con sus pequeños gestos, su ternura y su inocencia.
Apocalipsis gastado La película parecía empezar bien: una estación de servicio perdida en el medio del desierto, una serie de personajes que se cruzan, bastante polvo. En ese contexto aparece de pronto un ángel sin alas (Paul Bettany), descarga armas y les dice que se vino el apocalipsis (cosa que ellos no sabían porque estaban incomunicados) y que van a tener que aguantar en la estación el ataque de los poseídos. Hay que esperar a que nazca el bebé de la moza que trabaja ahí, que va a ser la última esperanza de la humanidad. Hasta ahí uno podía imaginar ciertos aires de John Carpenter (Asalto al presinto 13) mezclados con esa nueva corriente de temática católica con efectos digitales que el cine actual descubrió, por ejemplo, con Constantine. Tenía su encanto: ya llegó el fin del mundo y nos quedamos atrapados en un local polvoriento. Pero muy rápido nos damos cuenta de que aunque la idea podía servir, lo que se hizo con ella es bien poco. Había indicios desde el principio: los diálogos explícitos que describían perfectamente la situación en menos de diez minutos y en los cuales se menciona la palabra "fe" por lo menos cinco veces, posiblemente más. Las actuaciones acartonadas (préstese especial atención a la cara de Dennis Quaid). Los "rasgos característicos", que se distribuyen a razón de uno por personaje para que entendamos bien fácil "cómo son", los chistes que aligeran la atmósfera. Ya cuando aparece la vieja, la cosa empieza a desbarrancar. Lo que molesta de Legión de ángeles no es que recurra a los lugares comunes propios del género (eso sí: no falta ni uno), es el hecho de que ni siquiera se molesta en armar una película alrededor de ellos. Ejemplo mínimo: la primera noche que nuestros personajes tienen que pasar atrincherados y con metralletas hasta los dientes. Hay una escena de muchas balas (no se ve tanto, pero hay varios planos de cartuchos vacíos que caen al piso, así el espectador "entiende" que están tirando muchas balas). Después, sin motivo aparente, los posesos se cansan y se van. Listo, pasó la escena de acción de rigor. Ahora llega el momento de las "conversaciones": uno a uno, la película va mostrando diálogos de personajes en los que, por ordenado turno, cada cual expresa sus problemas, sus traumas del pasado y revela su "interioridad" a la vez que nos demuestra que tiene que cambiar. Pasa la noche, pasa el día siguiente. No se muestra realmente nada. Y así, los "momentos necesarios" se van sucediendo sin orden o necesidad. Después viene la escena con el nene poseído, que no podía faltar. El momento en el que el protagonista descubre su misión. Incluso un flashback bastante horrendo en el cual vemos al ángel explicar el conflicto con otra conversación ridículamente explícita y con ambientación cuasi fascista. No falta nada, excepto un verdadero desarrollo de los personajes o de la situación, o algo que termine de involucrar al espectador. Pasan cosas en la pantalla, pero no nos importan demasiado. Y ni siquiera hay tanta acción. Se habla hasta el cansancio de la fe, la esperanza, palabras con resonancias teológicas, de Dios que no sabe lo que quiere. Todo es muy importante. Pero es claro que esta película no tiene verdadera fe en sus personajes, sus criaturas. No podemos entrar en el mundo de Legión de ángeles porque no hay oxígeno en él, nadie que respire. A diferencia del buen cine de género, que puede asumir los lugares comunes y trascenderlos, apropiárselos, esta película sigue una receta fácil (o por lo menos obvia) para una producción bien hecha. Y la torta resulta un tanto insípida. No hay una idea por la que se juegue (más allá de "los hombres son malos"), no termina de darle humanidad (lo cual requeriría el tiempo verdadero para un desarrollo) a su apuesta, no se juega por lo abstracto, se queda a medio camino, sin entretener ni comprometer a nadie.
El pasado edulcorado Para los que quieran recordar tiempos que ya se han ido, esta película puede llegar a resultar interesante, sobre todo por las entrevistas en las que distintas personas unidas a las viejas salas de cine de barrio (proyectoristas y acomodadores) rememoran sus experiencias laborales. Pero Cine, dioses y billetes no ofrece mucho más que una pátina de nostalgia fácil. Ni siquiera hablemos de un intento por generar una imagen de conjunto, por presentar las causas de la decadencia de esas salas, por explicar o describir un fenómeno muy amplio y a estas alturas francamente irreversible. Pero está bien, lo que se propone Brunetto es otra cosa: armar un lindo álbum de imágenes gastadas con musiquita de piano y lamento por el mundo. Es un hecho que cualquiera que haya asistido al cine duramente más de diez años (o se preocupe hoy por la situación del cine) reconoce fácilmente: antes las películas se veían en salas de barrio un tanto fastuosas, dedicadas enteramente al séptimo arte, que ofrecían una mística que nunca podrán ofrecer los complejos multisala de hoy. Como muestra insistentemente la película, hoy la mayoría de la gente que va al cine asiste a complejos que están instalados dentro de centros comerciales, que se encastran de forma más cruda en la cadena de comercio, que tienen más luces pero menos charm para proyectar películas. Y la gente va menos al cine. Cine, dioses y billetes no va a avanzar mucho más allá de esta constatación. Los viejos proyectoristas recuerdan sus relaciones con el cine, con ese trabajo que era un oficio, con un cierto amor por el cine. A eso se oponen imágenes de esas viejas salas de cine hoy: se lo repite una y otra vez, lo que antes eran mágicos palacios hoy son estacionamientos, salas de bingo o iglesias. Una y otra vez se repiten tomas de las mismas salas de cine clausuradas, recicladas, bastardeadas. La música melancólica (y también repetitiva) intenta generar un clima que Cine, dioses y billetes nunca puede sostener. Lo que se busca es el golpe de nostalgia, y para eso se llega a mostrar un fragmento de Cinema paradiso, cuando la vieja sala de cine es derrumbada. Solo que lo que en esa película de ficción era un clímax construido laboriosamente, acá aparece como otra evidencia de las lágrimas que se supone que debería estar generando lo que estamos viendo. Las ideas que nos presenta Cine, dioses y billetes no solo son pocas, sino que además son francamente chatas. De no ser por la proyección en 35 mm. en una sala a oscuras, uno podría creer tranquilamente que está mirando un documental educativo pagado por algún ministerio de cultura. Probablemente ese sea su destino: terminar siendo proyectada en algún canal de televisión estatal que la saque a flote como ejemplo edificante para algún programa que quiera recuperar una vieja sala de barrio como centro cultural. Está muy bien apreciar el patrimonio histórico de la ciudad, bien poco se hace para protegerlo, pero con eso no alcanza para hacer una película.
Las vidas de Agnes Varda Las playas de Agnes resulta doblemente fascinante. Por un lado se trata de un relato autobiográfico de la ya mítica Agnes Varda, lo que equivale a decir que la película atraerá por su contenido: una perspectiva interna de la vida de esta artista y de las personas con las que vivió y convivió, su acercamiento al cine, su contacto con la Nouvelle Vague, su vida junto a Jacques Demy. Una película para cinéfilos y para todo aquel que esté más o menos interesado por la historia del cine y del arte. Por otro lado, Las playas de Agnes constituye un experimento formal atractivo por sí mismo. Si bien sigue el esquema biográfico, con una línea cronológica, presentación de material de archivo y demás, las libertades con las que Varda maneja su obra la acercan más al ensayo que a otra cosa. Hay momentos de pura reflexión (cinematográfica). Hay momentos de representación de eventos pasados con autos de cartón y oficinas armadas en una calle de París sobre la arena. La propia Varda habla constantemente, a veces desde la voz en off y muchas veces directamente a cámara, gesticulando de formas extrañas. No hay nada claro o sencillo, la película no intenta generar la ilusión de un tiempo recuperado. Sí hay fotos, fragmentos de películas, alguna entrevista escasa. Pero también hay un gato hecho con una animación muy rudimentaria que representa a Chris Marker. Al comienzo la película llega incluso a reflexionar sobre sí misma, cuando vemos a Varda dirigir sobre una playa la puesta en escena de una serie de espejos en los que la veremos reflejada y que reproducen, según nos dice ella misma, la forma de lo que vamos a ver. Si bien el objetivo es siempre muy claro (la autobiografía), Las playas de Agnes se parece por momentos a una confesión en primera persona y, por otros, a una reflexión sobre el cine mismo. Todo esto (y mucho más) cabe dentro de la figura de Varda, que no deja de presentársenos frente y detrás de cámara. Dentro de todo esto, llegan pequeños momentos maravillosos, como cuando Harrison Ford recuerda que fue rechazado en un estudio como protagonista de una película de Demy porque consideraron que no tendría futuro dentro de la industria, la narración terriblemente conmovedora de los últimos momentos de Demy, el registro del cumpleaños número 80 de Varda, el pequeño paréntesis dedicado a la historia de amor de una pareja que siempre vivió junto a la playa. Varda recorre los lugares en los que vivió, los espacios en los que filmó sus películas, el patio de su casa, su vida, su historia, la historia del cine, la historia de Francia. Siempre escuchamos su voz, su tono, su humor, su calidez. El gran personaje de esta película es ella, un personaje al que le creeríamos cualquier cosa.
La soledad de un profesor La historia narrada es sencilla y, en parte, la película intenta reproducir esa sencillez: un profesor universitario de literatura está angustiado porque ha perdido a su pareja de 16 años. Ambientada en la década del ´60, la película intenta reflejar el estado de miedo en la sociedad de ese momento y fundamentalmente su homofobia. El profesor debe vivir su luto de forma encubierta, mientras se prepara para quitarse la vida. Las excelentes actuaciones de Colin Firth y Julianne Moore son las que sostienen una película que sin ellas prácticamente no tendría interés. Podría decirse que se trata de un buen trabajo de dirección de actores. Es cierto. Pero de lo demás, nada funciona. Desde la secuencia de títulos, Sólo un hombre quiere dejar bien claro que es una "película seria". Todo es lento, grave. Sobreabundan las escenas con ralenti y música de cuerdas, como para intentar dar una pátina de profundidad a una película que no cuenta con demasiadas ideas. Se podría hablar de un cierto tipo de cine, invocar la figura cuasi sagrada de Wong Kar-wai, hablar de la "emoción" que despierta Ford. Pero la emoción es un poco forzada. Se la podría relacionar con Lejos del paraíso (Todd Haynes, 2002), película que bordea temas similares aunque de un modo más sólido; y Las horas (Stephen Daldry, 2002), que también toca temas parecidos y tiene un uso parecido de la metáfora visual. Dicho sea de paso, ambas películas estrenadas el mismo año están protagonizadas por Julianne Moore, que en Sólo un hombre tiene un papel secundario. Por otro lado, todo parece subrayado tres veces. Si el director quiere decir algo (y deja bien en claro que quiere decir algo), no sólo lo muestra sino que lo remarca y, por las dudas (por si el espectador no lo entendió), lo remarca otra vez. Si hay una "escena importante" o "diferente", cambia el color, cambia la velocidad de proyección de las imágenes, cambia el tono, cambia el ángulo. Todo está claramente delimitado para que el espectador no se pierda en el mapa de sentidos que Ford quiere trazar. Si el personaje está angustiado, vemos todo en colores grises y opacos. Si hay un momento de alegría, aparecen de pronto los colores y hasta la piel de Colin Firth se vuelve más sonrosada. Para que todo quede bien claro. Resulta sintomática, por ejemplo, la forma en que Ford se acerca al tema de la supuesta represión homofóbica que ejerce la sociedad sobre su protagonista. La cuestión está presente, se la menciona, se la intenta discutir en unas cuantas escenas un poco demasiado explícitas. Pero más allá del momento en el que la familia de su pareja no le permite al protagonista asistir a su funeral, esa represión no aparece en la película. Nadie pone en duda haya existido, pero no la vemos. La película supuestamente "reflexiona" sobre toda una cuestión que no hace más que dar por supuesta. La realidad es que a lo largo del metraje vemos al protagonista levantarse a tres hombres diferentes, sabemos que vivió una vida satisfactoria en pareja durante 16 años. La película asume un tono grave sin explicarlo, el espectador debe entender, debe disfrutar simplemente de la belleza de las imágenes que se nos proponen por el hecho de que sabe que las cosas son de una cierta forma "en la vida real", no porque la película genere por sí misma esas sensaciones. Por otro lado, para ser un film que supuestamente aboga por una sociedad menos represiva, menos "manejada por el miedo" (con una decisión muy sutil, el día en que transcurre la película ocurre durante la crisis de misiles cubanos), Sólo un hombre es en el fondo curiosamente conservador. No solo por el hecho de que el protagonista no termine de entregarse a una nueva vida sexual liberada (estoy evitando contar el final), sino porque termina con la frase "todo es como debería ser". Si la gran epifanía del personaje es que todo es como debería ser, ¿cómo habríamos de intentar cambiar las cosas?
Es claro que una película que tiene por protagonistas a dos actores cómicos de caras tan reconocibles como la de Steve Carell (protagonista de la serie de televisión The Office y de películas como Virgen a los 40 y El super agente 86) y Tina Fey (más conocida por su trabajo como creadora y protagonista de la serie de televisión 30 Rock) va a depender esencialmente de sus figuras como mecanismo del humor. Si bien la historia tiene sus atractivos, son ellos dos -con la ayuda de algunos muy buenos secundarios- quienes llevan adelante el metraje con su gestualidad, su corporalidad y, sospechamos, una buena dosis de diálogos improvisados. Shawn Levy (director, entre otras, de Una noche en el museo y La pantera rosa; es decir, un artesano no demasiado destacado de la industria) presenta una historia que remite en su punto de arranque a Intriga internacional, de Alfred Hitchcock: una pareja tranquila de Nueva Jersey decide salir una noche a un restaurante de Nueva York para tratar de variar las cosas en su matrimonio y por una confusión de identidades terminan siendo perseguidos por mafiosos a lo largo y ancho de la Gran Manzana. Este disparador sirve tan solo como excusa para desatar una serie de situaciones que transcurren en una sola noche. Por supuesto, aquí la intriga sirve como base para las situaciones de humor. También hay otra base del cine clásico (más trabajada en los diálogos) que subyace en Una noche fuera de serie: la de la comedia de rematrimonio. Género que se inició en la década del treinta y ha sido retomado infinidad de veces, aparece muy claramente desde el comienzo. Los Foster (Carell y Fey) son una pareja habituada a su vida rutinaria, a depender siempre de los chicos y del trabajo, a no hacer nunca nada nuevo. En una cena con amigos descubren que una pareja de conocidos se va a divorciar y eso echa una luz de duda sobre su propia relación. Desesperados por hacer algo diferente para demostrarse que su vínculo no quedó enterrado por los años y la familia, deciden salir a cenar a "la ciudad". Ese acto de variación en sus vidas monótonas es el que abre la puerta a una aventura desquiciada que los arroja en pocos minutos a una situación de desprotección y amenaza. Como dijimos, si bien la idea es interesante, funciona en realidad únicamente gracias al equipo de actores, que pueden dar vida a personajes de una gran escala. Son muy interesantes los aportes de los actores secundarios: desde Mark Wahlberg (que se pasa toda la película sin camisa y amenaza a la masculinidad del personaje de Steve Carell), James Franco y Mila Kunis (una joven pareja de delincuentes en una muy corta escena) hasta Ray Liotta (en papel de mafioso).
El ronroneo de un dragón Hay una historia que al parecer obsesiona a la industria cinematográfica de los Estados Unidos: la del joven (adolescente o preadolescente) que es diferente a los demás, un poco raro, torpe, malo para los deportes pero inteligente o creativo de alguna forma y que, después de vivir su vida en el rechazo, de pronto se da cuenta de que las particularidades que lo distinguían de los demás son en realidad un talento único que terminará siendo valioso para toda la sociedad y para generar un cambio en ella. La historia del "perdedor" que se convierte en profeta. La hemos visto una y otra vez, en distintos contextos, con mayor o menor éxito. Y la hemos visto muy recurrentemente en el cine de animación. En este sentido, Cómo entrenar a tu dragón no se sale del molde. Tenemos la historia de Hipo, un joven vikingo -hijo inadaptado del jefe del clan- que vive en una isla asolada por dragones. No vamos a entrar en detalles del argumento pero la cuestión es la de conocer y aceptar a aquellos que son diferentes. Hasta tenemos el infaltable costado romántico en el que el chico raro se enamora de la chica linda que al principio parece que ni siquiera le presta atención y después... Bueno, lo de siempre. Si alguien empieza a ver Cómo entrenar a tu dragón con la esperanza de encontrar innovación, va a salir decepcionado. Sin embargo, el que esté buscando pasar un buen rato, divertirse un poco, conocer algunos personajes estrafalarios y viajar a un mundo más simple y más mágico que el nuestro puede ver Cómo entrenar a tu dragón sin temor a equivocarse. La película funciona bien como comedia, como película para toda la familia e incluso con el infaltable momento de aventura. El dúo de directores guionistas es el mismo que unos años atrás había hecho Lilo y Stich, aquella película de Disney que devino serie para la televisión. El reparto de las voces en versión original no apostó por nombres demasiado importantes (más allá de Gerald Butler). Con un acercamiento modesto, Cómo entrenar a su dragón sabe hacer valer sus herramientas. Como suele ocurrir con las películas de este género, uno de los factores más importantes es el del diseño y en particular el del diseño de los personajes (que en este caso incluye a los dragones). Una fantasía fértil y un gusto por las ilustraciones tipo libro de cuento infantil llevan a una proliferación de especies de dragones coloridas y simpáticas. Pero el más atractivo es, sin duda, el "dragón protagonista", "mochuelo" en la versión doblada, un dragón oscuro y amenazador que se vuelve repentinamente tierno (con un manejo muy sabio del dibujo) y que recuerda a un gato a la defensiva pero fiel o, para los que lo prefieran, un perro juguetón.