Tiempos mejores Hay más de un problema de tono en Tres Tipos Duros. Los que esperen una comedia apenas si van a encontrarla. Los que esperen una película de acción (aunque no sé cuántos podían esperarlo) no van a encontrar mucho de eso. Los que tenían ganas de ver una película en la que tres próceres arrugados de la pantalla se juntan con una excusa no muy interesante para pasarla bien juntos podrían llegar a encontrar algo de eso, pero no explotado a fondo. Una película, por supuesto, puede mezclar tonos y explorar, pero en más de un caso la sensación que deja Tres Tipos Duros es la de una película que planea sobre la superficie de dos o tres posibilidades para finalmente decidirse por el corte más simple. Lo cual, si uno llega hasta el final, puede rendir sus frutos. Vamos a desterrar el primer error de esta película: Tres tipos duros (a pesar de su título de estreno local) no es una película sobre tres amigos vejetes que se vuelven a reunir. Alan Arkin, el tercer amigo, en realidad apenas si aparece unos 20 minutos y es más bien un secundario. Ese posiblemente sea el peor error de la película: mostrar poco su mejor atributo. Cuando Arkin está en pantalla, los diálogos chispean, la fotogenia estalla y la comedia sobre la tercera edad toma cuerpo verdadero. Pero dura poco. La mayor parte pasa entre dos tipos duros: Walken y Pacino, que parecen haberse alejado ya demasiado de los tiempos en los que sabían cómo decir una frase. Por si a alguien le quedaba alguna duda (después de su breve paso por Jack y Jill), queda definitivamente comprobado: Al Pacino no funciona en la comedia. No sabe cómo llevarla. No puede manejar el timing. Es demasiado Al Pacino todo el tiempo (o, más bien, esa versión desmejorada de sí mismo en la que se ha convertido): el bronceado fosilizado, el gel en el pelo, la voz rasposa. Los chistes caen como piedras en el piso. A eso se suma un Christopher Walken retraído, ausente, probablemente como medio para construir su personaje. El resultado de ese trabajo es prácticamente una ausencia que atraviesa la película y que estalla por el costado emotivo hacia el final: un cálculo virado hacia el relato clásico. Cuando Tres Tipos Duros asume finalmente la historia que quiere narrar (y deja de preocuparse por mostrar que los viejos también pueden ser adolescentes), encuentra su justificación. Todo lo que lleva hasta ese momento es un poco lento, como momentos de una historia/trámite que tenemos que atravesar para descubrir finalmente por qué era que tenían que importarnos estos personajes: no son los chistes, no es la posibilidad de volver a ver a estos actores (en un sistema del cine preocupado por esconder a los viejos), es la historia sincera de un hombre arrepentido y viejo. Los lugares comunes y cierta corrección político/amable (que, paradójicamente, incluye chistes sobre el viagra) rondan a esta película que, con todo, existe como una anomalía dentro del cine de hoy. A lo mejor por eso busca a los tumbos su tono. El homenaje a décadas pasadas (explícito desde la música) choca con la tortuosa construcción de chistes al estilo Nueva Comedia Americana (la cual, se sabe, no sobrevive fuera de la juventud y la velocidad). El resultado puede llegar a ser interesante.
Publicada en la edición digital #247 de la revista.
Publicada en la edición digital #246 de la revista.
Publicada en la edición digital #246 de la revista.
Publicada en la edición digital #245 de la revista.
Un Bond inesperado A estas alturas (van 50 años de Bond), una nueva película con el espía internacional más resucitado de la historia va a estar más allá de todo juicio: seguramente habrá mucha gente a la que no le gusta James Bond, pero si siguen haciendo nuevas secuelas es porque su público sigue (milagrosa, casi inexplicablemente) intacto. A los que les gusta Bond, Skyfall les va a gustar y lo más probable es que la película sea un éxtio de taquilla. Dicho esto, hay que reconocer que Skyfall es mucho más interesante que un simple producto en cadena. Por varias razones. En primer lugar, se mantienen varias de las características que vienen definiendo esta nueva "época Daniel Craig": un 007 más físico, más vulnerable (aunque no por eso menos inmortal), más tosco (aunque no por eso menos sofisticado). A toda esa atención sobre el costado físico del agente se suma en Skyfall una atención especial sobre el tema de la edad (una de sus cuestiones centrales) y el costado ligeramente anticuado del agente: algo que hoy resulta evidente pero que se opone a los Bond tradicionales, siempre tan preocupados por mostrar la modernidad de sus artefactos y su liberalidad sexual. Gracias a su continuado (aunque sinuoso) éxito en la taquilla, Bond hoy es un anacronismo: un personaje de los 60 que llegó al siglo XXI. Gracias a unas cuantas piruetas logró sobrevivir al fin de la Guerra Fría hasta llegar hoy un poco más cómodo al mundo del terrorismo internacional; pero aquella obsesión por lo moderno (tan de los ''60) no podía mantenerse intacta hoy que ya vivimos en el futuro: la tecnología real superó los artefactos del MI6. Bond no podía seguir estirando el fetiche tecnológico, corría el riesgo de caer en el ridículo. La estrategia de Skyfall, entonces, es perfecta: de un golpe deja de lado la obsesión por lo nuevo y transforma a Bond en un símbolo de lo anticuado. Este nuevo Bond que se afeita con navaja cuadra perfecto con el Bond/Craig capaz de sufrir las consecuencias de una herida a lo largo de toda la película, que disminuyen su capacidad física. A este nuevo Bond vulnerable y viejo (algo absolutamente impensado en las anteriores encarnaciones de Bond, que siempre fueron atemporales) se le suma finalmente un trasfondo personal: no solo la melancolía de un gentleman sino toda una historia familiar y personal anterior a su trabajo como espía internacional. "Skyfall" es la clave de este nuevo Bond: un Bond retro en el mundo del futuro que, paradójicamente, se muestra más vital y vibrante en la pantalla (y con posibilidades reales de nuevas secuelas) en la medida en que es más humano y vulnerable. Todo este contexto concreto para Bond se extiende también a las demás piezas de la película: por primera vez (creería), MI6 tiene un edificio identificable en Londres; la organización tiene que responder ante el gobierno de turno; M (que hace tiempo ya viene siendo interpretada por Judi Dench) adquiere un gran peso como personaje y, a su vez, todo un trasfondo de historia dentro de la agencia (que se cruza, de paso, con la historia de Gran Bretaña). La trama lleva a poner en cuestión la relevancia (y la posibilidad de que no siga existiendo) de toda la organización MI6. En cierta forma, Skyfall busca ser una refundación de Bond: ahora el héroe no solo tiene un pasado y vive en nuestro presente, sino que la trama (y el villano) ponen en duda toda la estructura sobre la que se sustenta su actividad (y sus aventuras) para, finalmente, volver a darles un sentido. Como si finalmente Bond hubiera podido llegar al siglo XXI. La otra gran sorpresa de Skyfall es su director San Mendes. Mendes es posiblemente uno de los últimos directores que uno hubiera imaginado para la saga de 007. Conocido por películas como Belleza Americana y Solo un Sueño (Revolutionary Road), hasta ahora mostró una preferencia por historias con más "contenido social" o más intimistas. Pero, misteriosamente, la alquimia funciona: la levedad de Bond aliviana a Mendes y el peso de Mendes trae a Bond más a la tierra. Por otro lado, las escenas de acción (que vaya uno a saber si las dirigió Mendes) están bien en general. La elección de Bardem como el villano era peligrosa y hasta cierto punto es la que más pone en riesgo Skyfall: sin la contención que le exigía, por ejemplo, su papel en Sin lugar para los débiles pero sin el contexto exagerado del cual parece surgir el personaje, este nuevo villano Bond está siempre al borde de caerse del otro lado del ridículo. Su historia de torturas y locuras lo acerca al melodrama (sobre todo en el desenlace final) y el melodrama no se lleva bien con los espías. Entre tanto inglés, el personaje de Bardem (vagamente latino) desentona. Sin embargo, durante buena parte de la película este nuevo villano se manifiesta más a través de planes conspirativos complejos y no tanto con primeros planos. Por suerte.
Los rehenes El cine, arte de lo imprevisible, todavía esconde sorpresas para nosotros, incluso dentro de ese aparato tan complejo que es Hollywood. Durante largos años, los espectadores estuvimos acostumbrados a ver a Ben Affleck en bodoques como Pearl Harbor o Amor espinado (Gigli), en revistas de chimentos con fotos junto a Jennifer Lopez, etc. Es cierto que con el paso de los años Affleck había empezado a dar otro giro a su selección de películas (con títulos como La suma de todos los miedos, Hollywoodland o Los secretos del poder), pero nada nos permitía imaginar lo que iba a venir: su nuevo trabajo detrás de la cámara. De pronto, y con tan solo tres películas, Affleck ya demostró tener una voz sólida como director. Ahora conforma junto con George Clooney (otro actor devenido director) la nueva guardia de un Hollywood más clásico. Las primeras dos películas de Affleck como director (Desapareció una noche, de 2007, y Atracción peligrosa, de 2010) tenían varios elementos en común: el ambiente de Boston, el tono veladamente trágico, la trama policial, una paleta de colores similar. Argo, su última película, de pronto amplía sus horizontes: con ambientación de época y una compleja trama de política internacional, la película no sólo deja Boston atrás (y se va hasta Irán), sino que abre también el juego narrativo para incorporar una gran variedad de personajes y de tonos dentro de un fluir siempre claro, siempre directo y contundente. La historia de Argo está basada en una historia real. Los hechos ocurrieron hace más de 30 años: cuando estalló la revolución en Irán, los empleados de la Embajada de Estados Unidos quedaron atrapados como rehenes del nuevo régimen. Seis empleados lograron escapar en el último momento y se refugiaron en la casa del embajador de Canadá, que los escondió durante meses. Al agente de la CIA Tony Mendez (interpretado por el propio Affleck), especialista en extracciones, se le ocurre un plan para intentar sacarlos del país con vida. Tiene que montar una película falsa de ciencia ficción. Uno de los aspectos más sorprendentes de esta película es la seguridad con la que Affleck lleva adelante la historia. Sin simplificaciones, sin textos explicativos o parlamentos forzados, sin subestimar a su espectador y confiando siempre en la imagen, entramos en esta situación trabada por múltiples peligros sin la menor dificultad. Los hechos se van desarrollando con un ritmo preciso que nos lleva, por ejemplo, a que el protagonista de la película no aparezca en pantalla hasta pasados ya varios minutos de presentación. No hay necesidad de impacto o trucos fáciles: Argo elude el espectáculo barato a través de una fe concreta en la historia que se está contando. Los personajes son los que llevan la historia (y no una cámara o un montaje nerviosos) y la historia nos va llevando de un lado al otro (del planeta y del espectro narrativo). Así, una película de intriga internacional puede incluir en su centro una sección ligera con personajes de Hollywood (los grandiosos John Goodman y Alan Arkin), tramas de familias deshechas o en tensión y pequeños pero fundamentales personajes secundarios, como el de la empleada iraní que trabaja en la casa del embajador. Todo esto sin olvidar nunca la tensión fundamental que atraviesa la película y que termina de estallar en una larga secuencia final perfectamente articulada y agotadora. El propio Affleck parece haber encontrado la clave para una actuación seca, mínima y efectiva. El placer que produce Argo va más allá de la economía con la que se manejan los momentos cómicos o el detalle con el que se maneja la intriga para generar una tensión que va aumentando a lo largo de los 120 minutos de película. Más allá de las muy buenas actuaciones y un muy buen montaje, Argo revela un amor infinito por el oficio de contar historias, un profesionalismo que busca ser fiel a los elementos con los que trabaja. Es ese amor por los detalles concretos que conforman la materia del cine el que termina por convertirnos en rehenes de ese mundo que despliega Argo: transparente y complejo, simple y atrapante. Que la modestia narrativa no nos engañe: Argo es una de las mejores películas del año.
La fuerza del diseño Según cuenta la información que circula por el mundo digital, esta nueva versión para la pantalla grande del juez Dredd es mucho más fiel a la historieta original y satisfará a los fanáticos mucho más que aquella que protagonizó Stallone en 1995. Puede ser. El problema es, por supuesto, que en cine la fidelidad no garantiza nada. última de las artes, entretenimiento popular, desde que nació el cine ha tenido que soportar la maldición de ser juzgado por el grado de fidelidad que muestra con las fuentes originales de las cuales vampiriza historias. Antes era la literatura (esa de cuentos y novelas) y ahora son las historietas (esas que ahora la moda nos hace llamar "comics", novelas gráficas o, mejor todavía, "graphic novels"): la obsesión de los puristas no es nunca saber qué tan buena sea la película en sí sino qué tan fielmente refleja aquello que la precedió (en el caso, por supuesto, de que la fuente tuviera un cierto prestigio, y en el siglo XXI las historietas empezaron a tenerlo). Según dicen, entonces, Dredd se parece más a las páginas de las que salió. Como pasó hace no muchas semanas, cuando se estrenó la nueva versión (otra nueva versión) de El vengador del futuro (y en realidad cada vez que se estrena un nuevo tanque), una sensación vuelve a quedar colgando en el aire: el arte de generar imágenes por computadora ha alcanzado tal grado de sutileza que genera por lo menos tres consecuencias recurrentes. Primera: hoy en día se puede mostrar básicamente cualquier cosa en una pantalla de cine (lo cual, según una vieja teoría realista, es más una maldición que una ventaja). Segunda: este arte de generar imágenes de objetos que nunca existieron frente a una cámara es todavía muy caro y, por tanto, cada vez que se lo usa hay que mostrarlo de forma espectacular. Tercera: el grado de desarrollo de estas técnicas es todavía tan nuevo que genera un impacto por su sola existencia y esto deriva en un fetiche de la imagen que termina debilitando la matriz narrativa de las películas (muchas veces, en contra de la misma película, que sigue siendo un ejercicio de género). Para decirlo de una forma más sintética: en el mundo de los tanques digitalizados, el diseño es rey. Hasta cierto punto, Dredd escapa a la maldición del diseño en la medida en la que su trama está muy concentrada en espacio y tiempo. A pesar de la voz en off explicativa del principio y de las panorámicas de la ciudad postapocalíptica, casi toda la película se desarrolla en el interior de una gran torre (que, sin embargo, parece tener el tamaño de una ciudad en sí misma). Es esa concentración la que permite que la película no se derive por las bifurcaciones infinitas que podrían colmar una película de ciencia ficción. Sin embargo, los detalles siguen siendo tantos incluso dentro del edificio gris y deprimente como para que el departamento de arte se luzca. Más allá de ciertos preciosismos visuales (resulta cansador, por ejemplo, cuando se nos muestran una y otra vez los efectos de la nueva droga slo-mo), el 3D está manajedo con cierta discreción y aunque no faltan los detalles ligeramente gore la acción es más o menos funcional a la narración. ¿Por qué, entonces, al final la experiencia de Dredd resulta tan vacía? Posiblemente, porque al realizar esta nueva versión la fidelidad a un tono supuestamente seco de la historieta original termina entregándonos una película que no tiene centro. Resulta sintomática la decisión de que el juez Dredd no se saque nunca el casco en todo el metraje (a diferencia de su compañera, la policía "más humana", que es pura gestualidad sentimental y termina cayendo en la superficialidad): el protagonista de la película termina siendo un casco. El peso icónico del uniforme es innegable y la dureza del personaje queda acentuada, pero el cine, arte de imágenes, necesita algo más que íconos chatos. Puede ser que en una historieta esa decisión rinda bien, pero si en cine transcurridas las tres cuartas partes de la película uno ni siquiera puede distinguir quién es el protagonista, todo se vuelve un poco irrelevante porque no sabemos por qué habría de interesarnos lo que estamos viendo. Sin un verdadero centro humano (y este juez Dredd nunca llega a serlo) toda aventura se desvanece.
Imágenes vacías Más de una vez la película misma se encarga de recalcar que Cornelia frente al espejo está "basada en el cuento homónimo de Silvina Ocampo". Al parecer, le resulta muy importante que el espectador lo sepa. En los créditos de apertura dice, además, "Diálogos: Silvina Ocampo". Ahí parece estar la semilla de esto que veremos en pantalla: la voluntad de adaptar un cuento de Silvina Ocampo al cine y de hacerlo respetando al pie de la letra los diálogos que ella escribió para otro formato diferente. La rigurosidad de este punto de partida es notoria: no vamos a ver una obra de cine que haya nacido o que se muestre en la pantalla de forma natural. Hay algo contrahecho, incómodo en este artefacto que está a punto de comenzar. Algo que tiene que ser advertido al espectador antes de arrancar, con todo el pedigree literario que supone citar a una de las hermanas Ocampo. Sabemos, entonces, que los personajes de esta película van a hablar raro. Todo transcurre dentro de una gran casa (con una breve excursión hasta el jardín, hacia el final), los personajes aparecen y desaparecen de la nada, sus voces se disuelven en el vacío, la lógica de las acciones y del intercambio verbal parecen caprichosos, el tiempo es más o menos indeterminado. Lo que vemos en Cornelia frente al espejo es esencialmente arbitrario, lo cual nos hace suponer que debe seguir una lógica simbólica. O tal vez no sigue ninguna lógica, aunque el peso de sus propia poeticidad sugiera en realidad que la lógica que impera es la poética. Cornelia (una muy luminosa Eugenia Capizzano) al parecer regresó a la vieja casa de su infancia para suicidarse. En la casa se encuentra con diferentes figuras (fantasmas/recuerdos/fantasías/voces). Nada está definido y nada está claro. La música de Jorge Arriagada es uno de los más grandes aciertos de la película (junto con la piel de Capizzano), pero le juega una mala pasada a Cornelia frente al espejo. Un cinéfilo podrá asociar el nombre de Arriagada con el del gran Raúl Ruiz, con quien colaboró durante largos años. Ruiz es una de las referencias desde las que podría pensarse esta película: un director latinoamericano que siempre trabajó la artificialidad en el cine y que muchas veces adaptó textos literarios para la gran pantalla. Pero Ruiz, gran innovador de la forma cinematográfica, no limitaba la artificialidad de sus trabajos a lo rebuscado de los diálogos y a unos personajes que entran y salen sin secuencias lógicas. Gran maestro barroco del cine, la comparación con Ruiz pone de manifiesto la verdadera debilidad de esta película: el problema no es que le exija demasiado al espectador, que sea demasiado "rara", que se acerque tanto al capricho que roce ya la vacuidad; el problema de Cornelia frente al espejo, en todo caso, es que no es lo suficientemente artificial. No hay en realidad nada que no se termine de entender: cualquiera puede captar de una forma más o menos rápida que su juego es el de la indeterminación y las sorpresas se acaban bien pronto. No hay acumulación, no hay vértigo, no hay desorientación: todo es muy pausado, puntuado por frases poéticas e imágenes lindas. Cornelia frente al espejo sí es demasiado literaria, pero no es lo suficientemente cinematográfica. Preocupada por generar imágenes bellas, la película se olvida de que la cámara puede hacer mucho más, sobre todo en un artefacto tan claramente caprichoso como este. Hay, si se quiere, una especie de ancla qualité que le impide a la película volar realmente alto. Donde no hay narración, donde no hay lógica, podría haber poesía, pero Cornelia frente al espejo no llega a eso porque la idea que tiene de la poesía la trae de la literatura y de la pintura, pero no del cine. Hay, sí, frases lindas bien dichas y rodeadas de colores cálidos y ventanas líricas, pero esa combinación no produce cine. Hay mucho de ejercicio de teatro y poco de ejercicio de cámara en este experimento que, a fuerza de sumar arbitrariedades, termina apenas como un ejercicio de estilo.
Publicada en la edición digital #244 de la revista.