Publicada en la edición digital #251 de la revista.
Poné al travesti El problema es siempre la forma. Están los que piensan que lo importante en el cine son los actores, la historia que se cuenta, los parlamentos, la fotografía, el mensaje que le queda al espectador, el diseño de arte o vaya a saber uno qué. Pero no, en cine lo que importa es la forma, cómo se cuenta lo que se quiere contar. En sus primeros minutos Rouge Amargo recuerda vagamente a Matar o morir, aquella película protagonizada por Clive Owen y Monica Bellucci: un asesino profesional misterioso y una prostituta se cruzan por azar y de pronto se encuentran perseguidos por el mundo entero. Pero donde en aquella hay velocidad, juego irresponsable y placer cinético, en Rouge amargo tenemos una narración torpe (mucho más allá de la obvia diferencia de presupuestos), atmósferas graves y una puesta en escena confusa. No se trata, por supuesto, de que todo cine deba aspirar a ser como el de Hollywood (aunque por momentos Rouge... parece intentarlo), sino simplemente de que esta película no logra encontrar su propio tono. Rouge Amargo cree todo el tiempo que es mucho más seria de lo que en realidad es. Y eso es fatal. Por ejemplo, es llamativamente inútil la subtrama protagonizada por Nicolás Pauls: una historia paralela que se nos presenta desde el comienzo y que se va estirando con episodios esporádicos a lo largo de toda la película, como para recordarnos que la historia en la que básicamente no pasa nada todavía está en juego. ¿Para qué existe ese periodista interpretado por Pauls? Para que recién al final podamos tener acceso a la edificante moraleja de esta película. Más allá del montaje que quiere generar ritmo ahí donde no lo hay y de la cámara en mano agotadora, Rouge Amargo queda atrapada en el vértice de una alternativa: no se juega por el placer hueco (hay un político asesinado, prostitutas, narcotráfico, violencia de género, una mugre generalizada en los ambientes y en la puesta en escena que hace pensar en algo sórdido cuando en realidad lo más que tenemos son escenas de noche), pero tampoco cuenta verdaderamente una historia. La prostituta y el asesino tal vez sean los protagonistas de la película, pero no sabemos nada de ellos, no tienen una verdadera personalidad más allá de alguna que otra cara de piedra. Lo que queda está a mitad de camino entre el lugar común (no explotado a conciencia) y el policial moralizante, cuyo contenido político es tan genérico que más allá de llenarle de plomo los zapatos a esta historia, no podría asustar a nadie. En el medio de todo esto aparece un personaje secundario que va creciendo con el correr de la película hasta comérsela entera: Rita, la travesti interpretada por Gustavo Moro. Cada vez que Rita aparece en el cuadro, llena la pantalla a diferencia de lo que pasa con Luciano Cáceres y Emme, cada uno con mayor o menor fotogenia pero siempre mal filmados, incluso en las dos escenas de desnudo de Emme. Aunque este personaje también está levantado en torno a lugares comunes (los sufrimientos infinitos de esta mártir de la calle hacen que por momentos Rouge Amargo parezca el calvario de una travesti a la que le sale todo mal), la suma total de estos pocos rasgos termina generando una idea de personaje, una personalidad, una entidad que sufre y ama, a la que le pasan cosas, con la cual nos podemos relacionar. Hacia el final de la película, para cuando la trama policial ya realmente dejó de importarnos y las últimas vueltas de tuerca no desvelan a nadie, todo lo que estamos deseando en las butacas es que vuelva a aparecer la travesti en cámara.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Statham le queda grande A estas alturas ya no pueden quedar muchas dudas: Jason Statham es la última gran estrella que le queda al cine de acción (y posiblemente una de las últimas estrellas de verdad que le quedan al cine). Pero también otra cosa es evidente: él suele ser lo mejor que tienen para ofrecer las películas que lo contienen (con honrosas excepciones, por supuesto). Parker cumple con el perfil de las últimas películas que viene protagonizando el inglés: un cine de género sin pretensiones, con ciertos aires de realismo, con una modestia narrativa que suele resultar en tramas planas y un trabajo de dirección hasta desprolijo. Con todo, nunca podemos decir del todo que las películas en las que actúa Statham son malas: porque actúa él. Sin embargo, probablemente Parker sea de las menos interesantes de sus últimas películas. Una causa no menor de esto es que el propio Statham no puede lucirse en todo su despliegue físico: las escenas de acción son pocas y quedan aplastadas por una trama muy sobreexplicada y bastante aburrida. Un grupo de ladrones "independientes" organizan un robo en una feria estatal, que a su vez conduce a un segundo robo, con una traición mediante. Se desarrolla entonces el momento de la venganza. Aunque la historia bien podría haber funcionado en cualquier otra película de acción, Parker parece muy preocupada por montar todo su entramado de lugar común sobre bases lógicas, realistas y bien encadenadas. Es así que la traición entre ladrones se ve interrumpida por una narración que explica, por ejemplo: cómo encontraron el cuerpo medio muerto de Statham unos granjeros al costado de una ruta, exactamente qué pasos tuvo que dar Jason para salir del hospital antes de que lo atrapara la policía, cómo hizo para terminar de curarse en una ambulancia en el medio de la nada, cuántos autos tuvo que robar antes de poder empezar a tramar su venganza, cuántas visitas le hizo a su novia, cuántas casas tuvo que ir a visitar con una agente inmobiliaria para encontrar la guarida de quienes lo habían traicionado. Nada en toda esta cadena molesta en sí mismo, pero su acumulación y narración acompasada terminan por alfojar cualquier hilo de tensión. Para cuando finalmente llegamos a la segunda mitad de la película, en la que se debe ejercer la venganza (y en la que aparece Jennifer Lopez), uno ya está cansado y aburrido. Y ni siquiera entonces se levanta el ritmo. Sin ejercitar los músculos de una narración concisa y sólida (aunque, como suele ocurrir en el género, pueda incluir ciertos baches y ciertas incoherencias), Parker se vuelve una película floja. Al final, es únicamente el carisma de Statham frente a la cámara (que funciona también alejado de la acción pura y dura) lo que nos permite atravesar este valle de detalles realistas e irrelevantes. De nuevo: lo mejor que normalmente se puede decir de una película con Jason Statham es que lo tiene a Jason Statham. Más allá de diversas blandeces (como interrumpir una secuencia inicial de robo bastante digna con flashbacks que aportan información que se podría dar más adelante), la cosa más o menos funciona e incluso el personaje interpretado por Jennifer Lopez (irrelevancia al cuadrado, que incluye subtramas sentimentales que no conducen a ninguna parte) termina por resultar simpático. Es lo más que se puede decir de Parker.
Las penas de un padre No es ésta la primera película -y tampoco será la última- de una especie de moda ochentosa que parece estar paseándose por Hollywood y las taquillas. Algunos dicen que el cine industrial se quedó sin ideas y decidió desempolvar todos y cada uno de sus íconos de hace 30 años; por otro lado, los viejos íconos de los ochenta todavía están entre nosotros (algunos de vuelta en la industria después de un paso por la política) y quieren seguir haciendo lo que hacían. Nuevas Rambo, Rocky, ese bazar de todas las nostalgias que es (y seguirá siendo) Los indestructibles, pero también películas como Red y tantas otras (hace pocas semanas pasó por los cines de Buenos Aires El último desafío) siguen explotando lo que resultó ser una vena muy rentable. Aunque no había pasado tanto tiempo desde la última Duro de Matar (la cuarta entrega se estrenó en 2007), es innegable que las infinitas aventuras de John McClane le deben buena parte de su perdurabilidad a esa sensación de volver a encontrarnos con un viejo amigo. De todas formas, de todas estas secuelas y subproductos ochenteros, Duro de Matar es la que se mantuvo con una vigencia más continuada, la que más se anticipó a la vuelta retro, la que incluye necesariamente algo de nostalgia pero también una vena más simple y dura de película de acción que supo ganarse su lugar entre los fanáticos y seguir ganándoselo. Es decir, Duro de Matar: Un buen día para morir no es como Los indestructibles, en la que cada escena funciona casi como excusa para mostrar otro no muerto de un cine de acción perimido. Esta nueva película de McClane intenta ser siempre y antes que nada una película de acción. El resto se va sumando por condimento. Una cosa es evidente: si las Duro de Matar siguen funcionando es en gran medida gracias al enorme carisma de Bruce Willis, un héroe de acción atípico pero rendidor. Y el carisma de Willis, hay que decirlo, parece crecer con cada nueva arruga que se suma a su cráneo brillante. Sí, el viejo todavía puede correr un poco, saltar, mancharse de sangre, salvar al mundo en menos de 24 horas, pero lo que vende la entrada es la pequeña pausa entre piñas y tiros, donde suelta un oneliner siempre eficaz. Como de todas formas el paso del tiempo era innegable, la nueva Duro de Matar decide abordarlo desde el costado de la paternidad: esta nueva aventura de McClane se desencadena cuando, preocupado por su hijo (al parecer, una oveja descarriada), viaja a Rusia para intentar hablar con él y hacer que recomponga su vida. Una vez en Moscú, lo que estalla por los aires es una conspiración múltiple de alcance global, llena de giros, contraespionaje y unas cuantas explosiones. Por un lado es elogiable la noble decisión de atenerse a la tradición, a las raíces, y ofrecer una nueva Duro de Matar que respete las líneas del cine de acción viejo, sin caer demasiado en la metatextualidad (a pesar de algunas líneas de diálogo al estilo: "Ya no estamos en 1986, la era de Reagan terminó"). Pero por otro lado, esa decisión puede jugarles en contra: basado fundamentalmente en la acumulación y la sorpresa, el viejo modelo no termina de sostenerse del todo hoy. La nueva Duro de Matar entretiene y no va mucho más allá de sus modestas intenciones. Lo cual tampoco es malo. ¿Querían más John McClane? Es lo que tienen.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
Mucho más allá de la historia La chica del sur es una de esas raras y maravillosas cajas de sorpresas en las que ponerse a detallar argumentos o excusas resulta demasiado pobre. Que se trate de un documental no deja de sumarle capas al misterio. ¿No se supone que el documental es esa forma del cine que se preocupa (casi exclusivamente) por capturar eventos reales, en los que proverbialmente el contenido le pasa el trapo a la forma? No. El documental, como el cine mismo, tiene formas nuevas e infinitas y La chica del sur entra en una cada vez más frecuente: la del documental en primera persona, sumado al de exploración y regreso a un pasado lejano. Otra de las grandes sorpresas de esta película radica en que el énfasis en la forma no conduce en ningún momento a territorios abstractos, sino que se vale de formas narrativas clásicas para contar una historia que se va doblando a medida que se desarrolla y que atrapa de una punta a la otra. La película se divide claramente en dos partes. La primera está compuesta exclusivamente por material de archivo, la mayoría registrado por el propio José Luis García hace más de 20 años con una cámara casera de la época. Con voz en off del propio director, esta parte narra una historia personal y a la vez colectiva: en 1989 el propio García asistió (casi por casualidad) a un Congreso de la juventud comunista en Corea del Norte. El momento histórico era especial: entre los sucesos de la plaza de Tiananmen y la caída del Muro, todo el mundo comunista temblaba. García (muy joven en aquel entonces) se dedica a registrar su viaje por Corea y de a poco, de formas indirectas -como por ejemplo a través de la televisión- se entera de que una conmoción sacude Pyongyang al conocerse la información que una joven estudiante de Corea del Sur logró atravesar todos los bloqueos de su país (a través de una serie de viajes en circunferencia) para aparecer en medio del Congreso y hacer un llamado por la paz y la reunificación. Así, instantáneamente Im Su-kyong se convirtió en un símbolo complejo y esperanzador. Encabezó una serie de actos, habló, dio entrevistas y, rodeada de medios de comunicación, cruzó la frontera de nuevo hacia Corea del Sur y fue arrestada en el momento. Fascinado por este personaje, García volvió a la Argentina y nunca más tuvo noticias de ella. Veinte años después (dos décadas en las que la idea una y otra vez rondaba su cabeza), el director decide finalmente revisar todo el material que tenía archivado de aquel viaje e intenta darle una forma. Mientras, el proyecto se va desarrollando, bsuca contactarse ya en la era globalizada con Im Su-kyong, allá lejos, en Corea del Sur. La cámara y la voz de García van narrando también estos intentos (frustrados, a veces más exitosos, siempre complejos) hasta lograr conseguir el email de La Chica del Sur. Comienza entonces un proceso de negociación, un viaje, una entrevista que exigió un viaje al otro lado del mundo y después otro más. De por sí la historia era fascinante y toca más de un tema: el paso del tiempo, el fin de las utopías, etc. Pero el gran logro de José Luis García no es simplemente haber intuido ese potencial. Su gran logro es haber conseguido, a través de la narración de esta historia que se roza con los grandes momentos de la Historia, una infinidad de momentos inesperados, mágicos, saber presentar por lo menos tres personajes encantadores y difíciles, entre los que se encuentra él mismo, aunque intente esquivar su presencia frente a la cámara y envolvernos en una película que pasa de interesante a frustrante, a cómica y a terrible. Gran cine.
Obsesiones Era más fácil entrar en el frente de guerra con Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008), la película anterior de Kathryn Bigelow, porque por más que su registro se acercara al del documental y la trama se disolviera en cuadros aislados de un grupo de tareas del ejército, teníamos personajes y momentos claros, tensión magistralmente manejada, un cierto devenir. Con La Noche más oscura la apuesta es mucho más árida, porque en este caso la protagonista es una agente de la CIA. Pero una agente no como de película de espías; otra vez lo que asombra en esta nueva película de Bigelow es cómo la puesta en escena se acerca al realismo hasta llegar a grados casi ridículos. Por más que torture, mate y viaje por todo el mundo, esta agente de la CIA hace la mayor parte de su trabajo sentada frente a un escritorio, en oficinas que se parecen a cualquier otra oficina, solicitando siempre autorización al superior inmediato. La CIA, como cualquier organizamo gubernamental, es un laberinto de burocracias y jerarquías. Dentro de esa estructura, que se cruza con las redes virtuales e hipotéticas de la lucha contra el terrorismo, va construyendo la trama y los personajes que componen La Noche más oscura. Como había pasado ya en The Hurt Locker, Bigelow construye sus personajes exclusivamente a través de la acción. No hay ninguna prehistoria para la agente interpretada por Jessica Chastain, no hay un solo flaskback en toda la película, prácticamente no hay diálogos que detengan la película para explicarnos la subjetividad de los personajes. Las criaturas de Bigelow no hablan, hacen y se van formando en el hacer. Es por eso que en un primer momento la protagonista permanece fría, distante, extraña: no sabemos quién es, por qué está ahí, qué es lo que está buscando. Como empleada, cumple con su tarea, incluso si su tarea es ayudar a torturar personas. A medida que su investigación avanza, vamos descubriendo con ella los hilos de una trama de conexiones clandestinas que involucran nombres cruzados, datos falsos, silencios, mentiras. Y no es sino hasta bien avanzada la trama (cuando de pronto descubrimos que los hilos de esa trama ya nos tienen atrapados) que descubrimos el verdadero objetivo detrás de todo este ir, venir, torturar, insistir: lo que la protagonista intenta es atrapar a Bin Laden. Con el correr de la película, ese deseo se va haciendo más fuerte, va sobreviviendo a muertes y atentados, se arrastra a través de los años hasta configurarse en una obsesión oscura, poderosa y silenciosa, que consume y define al personaje. El personaje de Maya es pariente cercano del sargento James (el protagonista de The Hurt Locker): son criaturas que viven fuera de sí mismas, atrapadas por la adrenalina y la búsqueda. Como había pasado también en Vivir al límite, ese registro casi documental (que en esta película estalla en el tramo final, con la resolución) pone a la película en un lugar incómodo. El tono de La Noche más oscura claramente no es de crítica a la política exterior de Estados Unidos, pero tampoco es fácil decir que lo apoya. Poblada de personajes duros, fríos, resbaladizos, esta película no es una frazada cómoda para el nacionalismo: los registros de las torturas y los centros de detención son desapasionados, burocráticos. Sin detenerse a pasar juicios de todo lo que va mostrando en el camino, Bigelow narra. Por supuesto que todo el arte de Bigelow no podría sostenerse sin una figura como la de Jessica Chastain: gran actriz que elige cuidadosamente sus trabajos y que sabe darle los necesarios pequeños matices (y toda la dureza) a su personaje de Maya. Son sus ojos (secos, neuróticos) los que le dan vida a La Noche más oscura.
Libre al fin Tarantino ofrece con su nueva película una de las últimas sorpresas que podía darnos: la de una gran claridad narrativa. Django sin Cadenas es su película más lineal, menos fragmentada, la más sencilla en su fluir. No por eso es menos compleja, pero este paso por el spaghetti western no cuenta con sus clásicas historias paralelas, los flashbacks violentos y eternos, la división en capítulos o la intromisión de un narrador canchero o casi intertítulos. En un primer acercamiento, Django sin Cadenas parece respetar esa raíz del género más clásico de todos: el western, al contar una historia simple y directa, planteada casi desde el inicio con un arco que no tiene trampas ni giros inesperados y aun así sostiene el suspenso durante casi tres horas. El trabajo de Tarantino sobre la trama se parece (esta vez más que ninguna otra) al folletín: la historia es simple y es única, pero para llegar hasta la culminación tiene que atravesar una serie de episodios intermedios, que a su vez se van desarrollando con su propio arco completo y sus personajes de trazos simples y apariciones circunstanciales. Django sin cadenas se parece a una serie de películas sobre Django. En parte de ahí sale ese aire de héroe popular y mítico que termina envolviendo al personaje hacia el final. Claro que no es la primera vez que Tarantino muestra su maestría para construir suspenso (sigue brillando la escena magistral que logró, por ejemplo, en el primer capítulo de Bastardos sin Gloria), pero hasta ahora su cine (o, por lo menos, sus últimas películas) venían girando en torno al episodio. Django... es una película que va atravesando historias, momentos, argumentos siempre por un camino recto, sin nunca estancarse aunque desarrollando cada cosa en su medida justa. Hay elipsis pero nunca resumen: cada historia de Django... merece ser contada. A pesar de esta magistral simpleza narrativa (cortada, por supuesto, cada tanto por algún pequeño flashback o un montaje interrumpido), el tono de Django no se aleja nunca de cierto espíritu de cine clase B que Tarantino tanto ama: el melodrama puede estar siempre a flor de piel, pero a cada vuelta de la esquina aparece el puro placer de narrar, el humor, el tono libertario del blaxploitation y los baños de sangre pirotécnica. Todo integrado con una grandiosa sonrisa irresponsable, que le permite abordar uno de los últimos temas que el cine de Estados Unidos apenas si se anima a mostrar con la mayor de las reverencias: la esclavitud. Django sin Cadenas está saludablemente lejos de lo políticamente correcto (como demuestra, por ejemplo, el personaje interpretado por Samuel L. Jackson). Sin miedo a nada, Tarantino se entrega al placer del género (el spaghetti western, el blaxploitation) y como al pasar va trazando momentos oscuros y desesperantes de la época de la esclavitud. El gran elemento humano de Django... está en el personaje interpretado por Christoph Waltz: un alemán que en un primer momento recuerda al Landa de Bastardos sin Gloria, pero que a medida que se desarrolla esta buddy-movie va mostrando su corazón dispuesto, una sinceridad escondida detrás de planes enrevesados. Waltz alcanza momentos de gran ternura con gestos mínimos. El costado mítico de la película, por supuesto, está en el Django de Foxx: un actor sólido, sin muchos matices, capaz de darle toda la estatura a un personaje de ficción pura, gozosa y rabiosa. Pocas veces la pantalla vibra tanto en Django... como cuando Foxx se libera de sus cadenas, avanza libre hacia la venganza o estalla con toda la ira de un gore elegante que, sin el lastre de todos los laberintos de white guilt que rodean al tema, nos muestran el asco, la furia y la desesperación de un esclavo.