Como disco rayado Para empezar debo decir, hablando de una película que repite hasta el cansancio la idea infinitamente adolescente de que "lo que escuchamos nos define", que nunca podría respetar a un personaje que dice que "A Groovy Kind of Love" le cambió la vida. Lo siento, pero es así. Mucho menos si el personaje supuestamente es un melómano. Si encima lo dice en un momento de gran apertura emotiva, inmediatamente espero algún tipo de ironía tipo Will Ferrell que me permita entender lo que está pasando frente a mis ojos. Pero Días de vinilo no sabe de ironía. Cuando en Argentina (país que carece de una verdadera industria cinematográfica) alguien intenta hacer una película de género (y es especialmente notorio cuando el género es la comedia o la comedia romántica), se genera un error de perspectivas, en buena medida comprensible pero a la vez fatal. Cuando uno ve películas de Hollywood, no puede dejar de percibir que normalmente están compuestas por una buena dosis de lugares comunes. Los lugares comunes tienen diferentes formas: el final feliz, el uso de cierta música de fondo, el uso del plano y contraplano, la forma de narrar, el aspecto físico de los protagonistas, etc. Cuando alguien en Argentina (aunque probablemente pase lo mismo en el resto del mundo), entonces, decide hacer una comedia (como en este caso) como las que se hacen en Hollywood, copia la forma de las películas que ve. Pero en vez de intentar copiar la precisión narrativa, la sabia construcción de personajes secundarios, el manejo del timing, termina imitando lo más superficial: los lugares comunes. Ese es el error de perspectiva: en Hollywood, donde la industria produce de forma constante una gran cantidad de películas de género (la mayor parte de las cuales no valen demasiado la pena), los lugares comunes son un subproducto inevitable y necesario, pero de ninguna forma constitutivo. De hecho, las películas de género interesantes que Hollywood sigue produciendo son aquellas que desde los lugares comunes logran construir historias (aunque sea ligeramente) diferentes. Se asume el lugar común, pero a la vez se lucha por superarlo. En un país sin industria, las películas que quieren ser genéricas suelen extinguirse en la lucha por intentar construir una superficie brillante y redonda que se parezca a los lugares comunes importados de otras partes. Días de vinilo quiere parecerse a muchas cosas: a la televisión, al cine de gran industria, a Alta fidelidad, a muchas películas bromance, sobre todo a Woody Allen. Las referencias son casi infinitas. Para hacerlo, construye un mundo altamente artificial: adolescentes eternos que pasan de los cuarenta, música que suena exclusivamente en vinilo sin ningún tipo de referencia a la nueva tecnología, una industria discográfica que todavía existe y parece funcionar de manera automática, etc., etc. El problema de ese mundo es que se agota muy rápidamente: presentados los personajes (que se parecen mucho a caricaturas lineales), se acaba la gracia. No se trata de que en cine todo personaje deba tener una psicología profunda, pero una vez que entendimos qué le está pasando a cada uno de ellos (conflicto que una prolija voz en off nos explica en los primeros cinco minutos de metraje), no queda mucho más. Los argumentos que los enriedan a lo largo de lo que es Días de vinilo son apenas extensiones de una única idea (la que se usó para definirlos), que no llevan casi a ninguna parte. Por ejemplo: uno de los amigos está a punto de casarse y tiene dudas; otro de los personajes está muy dolido por su última separación, que ya ocurrió hace un tiempo; otro de los personajes está obsesionado con imitar a los Beatles. A partir de esas ideas madre, la película se dedica a repetir situaciones y chistes (hasta el extremo irritante con la historia del fanático de los Beatles, en cuya vida entra una mujer descendiente de japoneses, referencia constante y explícita a... la historia de los Beatles). Una y otra vez es lo mismo, a lo cual se suman, sí, explicaciones "psicológicas": tal personaje no puede desarrollar una vida adulta madura porque tuvo problemas con sus padres durante la infancia. Todo está muy diseñado y empaquetado en Días de vinilo: los personajes, sus historias, sus chistes, sus situaciones, sus vestuarios, sus emociones. Con una narración bastante clara y ágil, Días de vinilo se olvida de sorprendernos, no nos permite ningún tipo de incertidumbre y, por tanto, casi no nos permite disfrutar. Con algún que otro momento tibio más o menos logrado, le falta vértigo y placer cinematográfico.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.
Sexo geriátrico Hay algo brillosamente industrial y profundamente conformista en las películas de Frankel (El diablo viste a la moda, Marley y yo), pero también hay algo que siempre está bien. Es ese soplo de vida que late en el corazón de lo mejor que Hollywood puede producir y que, a diferencia de lo que creen cínicos y amargados, no es fácil de conseguir: el amor por sus personajes y una ternura que no conoce de dobleces. Kay (interpretada por Meryl Streep) y Arnold (Tommy Lee Jones) son una pareja que lleva más de 30 años de casados. Los hijos ya se fueron de la casa, la rutina se apila como ladrillos y la insatisfacción también. Kay obliga a su marido a asistir a una semana de terapia de pareja intensiva en un pueblito de la costa, donde asistirán a sesiones con el Dr. Feld (interpretado por Steve Carell). El principio de ¿Qué voy a hacer con mi marido? se parece a muchos lugares comunes: la señora angustiada y sentimental, el viejo gruñón que no cree en el psicoanálisis, en gastar plata ni en escuchar a su esposa, y el terapeuta que no mueve ni una pestaña mientras urga en los problemas íntimos de una pareja que parece haber logrado la estabilidad a fuerza de silencios. Más allá de los colores pasteles, del despliegue actoral de la Sra. Streep y de unos cuantos chistes, esa primera película que podíamos vislumbrar es tan poco interesante como las conversaciones de esta pareja que ya no conversa. La virtud de ¿Qué voy a hacer...? es la paciencia: sin ser atrapante, tampoco defrauda y con el correr de los minutos va superando nuestras dudas a medida que va entrando en el corazón de sus criaturas. Y la apuesta se redobla: a los primeros momentos de reconciliación-contacto-ternura de la pareja que va aceptando que a lo mejor tiene algunos problemas de pronto se le suma la cuestión del sexo. El Dr. Feld los mira (nos mira) casi sin expresión: ¿hace cuánto que no tienen sexo? Entonces aparece la faceta más inesperada de esta película: el sexo geriátrico. No se trata simplemente de que ¿Qué voy a hacer...? hable sobre un tema que no suele tocarse en el cine (ni en muchos otros ámbitos) como es el de las relaciones sexuales en una pareja que lleva tantos años de casados. Lo realmente sorprendente es que toca esos temas con una naturalidad que nunca se ve en el cine de Estados Unidos. Vemos a Meryl Streep intentar practicar sexo oral a su marido en una sala de cine, la vemos intentar practicar sus técnicas con una banana, pero también vemos los momentos de incomodidad-miedo cuando los esposos tienen que confesarse sus fantasías, los intentos frustrados, los gemidos a través de una puerta cerrada. Vemos el sexo, su importancia, su fragilidad, lo compleja que puede ser hasta la relación de un matrimonio que lleva más de tres décadas juntos. Así, entre chistes amables y revelaciones sexuales sorprendentes, cuando queremos darnos cuenta ya estamos adentro de ese mundo que nos propone ¿Qué voy a hacer...? y no hay vuelta atrás: lo que parecía una pareja de estereotipos de personas de la tercera edad de clase media ya son personas que sufren y sonríen ante nosotros. Esa intimidad lograda a fuerza de giros inesperados, de intentos frustrados, con ciertos edulcorantes pero con el gran aporte de dos actores que (detrás de todas sus arrugas) saben bien lo que hacen es la que hace de ¿Qué voy a hacer...? una película que ofrece mucho más de lo que parecía ofrecer.
Un cine que no fue Hay algo ligeramente anacrónico en La despedida, como de un ambiente, unos personajes y un cine salidos de otras épocas. Como si en 2011 Juan Manuel D´Emilio hubiera filmado una película de hace 30 años. Los espacios físicos remiten a los ochenta, los personajes parecen anclados en los ochenta y la película vibra con un sentimiento "de barrio" que parece sacado de una filmografía que hace mucho ya que viene muriendo, aunque no termina de morir del todo. Pero la gran innovación y en buena medida el mayor placer que ofrece La despedida es que su ochentismo no nace de una incapacidad (en cierta forma, el cine argentino parece condenado a resucitar ese espíritu anticinematográfico, contenidista y populachero) o de una nostalgia por lo perdido, sino de un auténtico amor por lo que ya no es (el tono elegíaco de la película es muy claro), por lo que pudo haber sido. La despedida abre algo así como una realidad alternativa: lo que podría haber sido el cine argentino si el Nuevo Cine Argentino no lo hubiera sepultado. O una nueva posibilidad: lo que podría ser el cine comercial argentino (si es que existe tal cosa) si en lugar de pelearse con el cine independiente aceptara modernizarse un poco. D´Emilio dice que La despedida quiere unir dos mundos: el cine independiente y la cultura popular. No estoy seguro de que lo haya logrado y es probable que la taquilla no lo acompañe (para fines puramente comerciales, La despedida es simplemente otra película independiente argentina que se estrena en pocas salas y que probablemente no convoque demasiado público), pero lo que es seguro es que esta película trae nuevos aires a un cine que parece atrapado por la abulia y/o el minimalismo. La despedida ofrece pasión en y por los personajes. La historia es simple: un hombre cuarentón descubre que su salud ya no le va a permitir seguir siendo jugador amateur en el club de fútbol de su barrio. Está de novio, es empleado público y su club está a punto de descender de categoría. Sin apenas avisarle a nadie (excepto a sus dos amigos), decide que el próximo partido que su equipo juegue, en el que van a pelear para intentar mantener la categoría, va a ser su partido de despedida. El partido toca jugarlo en una ciudad de la costa, a 300 kilómetros. Entonces, él, sus dos amigos (también jugadores en el equipo) y su novia deciden tomarse el fin de semana y viajan en una casa rodante hasta el lugar del encuentro. La historia, como se ve, es bastante mínima y en eso La despedida deja en claro su costado independiente: los lugares son pocos, los conflictos son internos, el trabajo es más bien intensivo, la narración es poca. La cámara suele pegarse a los personajes, se mueve y tiembla. ¿Cuál es, entonces, el supuesto costado "popular" de esta película? Bueno, primero: hay fútbol y fútbol por el que se transpira. Segundo: hay pasión, sufrimiento y una emoción que llega a desbordarse. Probablemente ahí sea donde La despedida busca ser accesible: no solo le propone al público personajes con los cuales identificarse, sino que en ningún momento esconde su intensión de emocionar, de comprometernos, de arrastrarnos. Más allá de sus intenciones, la película tiene sus problemas: las actuaciones que caen más allá de lo recomendable, el humor un poco ramplón, sobre todo el final que a fuerza de golpe bajo se pasa un poco de rosca. Tiene hasta algunos problemas narrativos básicos (por ejemplo, en el partido final, nudo de toda la historia, pero que prácticamente no se ve en pantalla más allá de los ralenti cuidadosamente seleccionados para emocionar). Es claro que La despedida no es una película perfecta, pero se puede decir de ella algo hasta un poco mejor: intenta ser una película noble, sobre todo con sus propios personajes.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.
El sexo vacío Hay algo en la operación que no termina de cerrar. ¿Con qué se va a encontrar un espectador cuando vaya a ver "la nueva de Suar"? Es claro que no se trata de una comedia enternecedora para toda la familia (de esas que ya hemos visto) ni de una comedia alocada, de esas que lo entregan todo por tratar de sacarte una risa. Dos más dos casi parece un intento de producir una película comercial "adulta": dos parejas de clase alta, que de pronto deciden tener sexo entre todos. El guión (amo y señor) está lleno de charlas sobre sexo, de escenas supuestamente incómodas, de "liberaciones". Pero muy rápido nos encontramos con algo un tanto extraño: la pareja joven, juguetona y swinger está conversando mientras tiene sexo: hay piernas que cruzan el plano, movimientos de torso de nos deberían indicar que está ocurriendo una penetración. Pero, en realidad, no vemos nada. La escena hot parece salida de una de esas novelas "arriesgadas" que pasan en horarios tardíos por la televisión: podemos insinuar de forma más o menos directa, pero nunca podemos mostrar nada. ¿Por qué tanto recaudo? ¿Cómo puede ser que en una película supuestamente adulta, una película exclusivamente sobre sexo, no se vea un solo pezón femenino? ¿Qué es lo que se está tapando? ¿A quién se intenta proteger? ¿Por qué no se puede ni siquiera mostrar un torso superior descubierto (ni hablemos de un verdadero acto sexual)? Más allá de la idea (un tanto deprimente) de que todo cine comercial tiene que apuntar necesariamente (incluso en casos como este, con películas "adultas") a un individuo que es incapaz de procesar una imagen más o menos frontal o mínimamente sincera del cuerpo o del sexo, lo que uno entiende muy rápidamente es que en realidad Dos más dos no se trata sobre sexo. El sexo es simplemente un tema de conversación. En los tiempos que corren (tiempos lavados), cualquiera puede hablar más o menos abiertamente sobre sexo en el café de la esquina sin alterar la trama de las convenciones sociales. Es casi lo opuesto: hoy es necesario hablar sobre sexo. El cine también lo hace. Pero la trama, la acción y los hechos que vemos en Dos más dos no expresan una liberación sexual, ni siquiera una exploración sexual, sino apenas los miedos conservadores de una clase media devenida alta que se ve lanzada a un mundo sexual sin al parecer estar preparada para él. La perspectiva de Dos más dos, ¿qué duda cabe?, se corresponde con la mirada del personaje interpretado por Adrián Suar: él es el que ignora y aprende, el que debe afrontar trabas, el que le propone una figura de identificación al público (que, supone la película, desconoce tanto y teme tanto como este personaje), es aquel al que sigue la cámara, el centro de su ojo, el único que no está atravesado por elipsis, al que vamos siguiendo hasta el final. Suar es algo así como la mala conciencia vagamente católica de un hombre adulto que se enfrenta a un mundo que le exige que satisfaga sus deseos sexuales (en este caso, a través de su esposa). Finalmente, él aprende algo: no a aceptar la liberación de sus impulsos, sino simplemente a reconocer que los tiene. Pero la culpa, la familia, la pareja y todo lo demás sigue siendo más o menos lo mismo. Así como Suar encarna la voz del hombre que siente culpa por su propio deseo sexual, todos los personajes que lo rodean están claramente marcados por estereotipos nacidos de esa propia conciencia culpable. El ejemplo más claro es el personaje interpretado por Alfredo Casero: el hombre extraño, fuera de lugar, el que realmente es swinger y está dispuesto a explorar con su cuerpo. Ese personaje aparece en la película siempre ajeno, siempre diferente y ridículo; puede ser más o menos simpático, pero nunca es realmente humano. Pero lo mismo pasa con otros personajes, como el interpretado por Carla Petersen: para Dos más dos la mujer swinger es algo así como una pantera sexual que no puede dar ni dos pasos con sus tacos altos sin sentir un orgasmo o sin estar pensando en cómo obtener un orgasmo. Pero como Petersen no está caída totalmente del lado del estereotipo, todavía puede redimirse y ella es la que articula el verdadero mensaje conservador de la película al final: enloquecida por los celos, ella misma tiene que reconocer (para tranquilidad de todos nosotros) que eso de la liberación sexual, de los swingers y de ser gente abierta es, a lo sumo, algo que uno tiene que dejar atrás para finalmente darse cuenta de que lo importante es la pareja monógama, serse fieles y tener hijos. El argumento mismo de la película termina por darle la razón a las paranoias del personaje de Suar: al final esto de los swingers era una trampa de su amigo para comerse a su esposa, al final esto de liberar los deseos sexuales es (según palabras textuales) como jugar con fuego. Mejor no meterse con esas cosas. Por supuesto que uno no tiene por qué exigirle a una película que tenga nociones sexuales más o menos libres o conservadoras, pero la pregunta finalmente es: ¿para qué hacer una comedia sobre swingers si al final lo que se quería hacer era alabar la pareja estable, segura y cómoda? Al final, la liberación resulta en más de lo mismo y lo que parecía que era una exploración nunca salió del patio empalizado de una casa de barrio cerrado. Una película puede desarrollarse perfectamente en los ambientes más claustrofóbicos, pero si no está dispuesta por lo menos a un mínimo de exploración estética, lo que queda es muy pobre. Al final, Dos más dos parece la representación más bien pobre (la cámara prácticamente sobra en una película en la cual todos los encuadres están siempre ligeramente mal) de una de esas conversaciones de sobremesa que tienen los personajes de la película. Chistes sobre pascualinas. Tal vez haya algunos que crean que esas conversaciones son entretenidas, pero en el fondo todos sabemos que son profundamente aburridas.
Publicada en la edición digital #242 de la revista.
Publicada en la edición digital #242 de la revista.
Falsas sátiras En cine, la comedia depende casi en su totalidad de los talentos del cómico que encarna los personajes. Sacha Baron Cohen llegó al cine con un perfil ya definido: personajes exagerados, chatos, estereotipados que funcionan como sátira social. Después de algunas incursiones en diferentes películas (lo habíamos visto hacía poco, por ejemplo, en La invención de Hugo Cabret), El Dictador parece una vuelta a los orígenes del cómico. Lo tenemos a él en el papel protagónico interpretando un personaje con un acento muy marcado. Tenemos un argumento débil, cruzado de escenas casi sueltas que funcionan como sketches. Tenemos al protagonista siempre un poco desagradable, probablemente el mayor desafío para un espectador normal que se acerca a una de sus películas. Y tenemos objetivos muy claros a los cuales apunta sus dardos. Uno puede estar de acuerdo o no con la crítica. Anna Faris está muy bien; hay varios chistes que funcionan, pero El dictador no corre como película. La idea puede habernos parecido buena, pero después de la sorpresa inicial lo que nos queda es una hora y media de repetir una y otra vez lo mismo. Borat escapaba a ese agotamiento gracias a su costado documental, pero El Dictador no tiene la misma suerte: encerrados en el universo que propone la película, una vez que entendimos la idea ya no tenemos dónde refugiarnos. En realidad, el problema de El Dictador es el que tuvo siempre Baron Cohen cuando trabajó en cine: se encuentra fuera de su elemento. Lo que funciona en televisión no necesariamente funciona en la gran pantalla (sus primeras películas, de hecho, son el desarrollo de personajes que habían aparecido en su programa de televisión). Un buen sketch (y él los tuvo muy buenos) funciona en gran medida gracias a su brevedad: personajes fuertes, una situación absurda y a otra cosa. No por nada los Monty P. (padres de la comedia moderna) terminaban más de un sketch con un personaje que irrumpía en el set y cortaba todo diciendo: "No, basta, esto ya se puso demasiado ridículo". A Baron Cohen le falta ese personaje que venga a decirle que la escena ya rindió todo lo que podía dar y es hora de pasar a otra cosa. Untados sobre la duración de un largometraje, sus personajes (llámese Ali G, Borat, Bruno o Aladeen) terminan mostrando todas sus fallas y muchas nuevas. Una de estas fallas nuevas es que sus personajes carecen de materia narrativa, pero sus películas no se resignan a esa falta. El Dictador (como sus presentaciones anteriores) no es una película episódica o anti narrativa, como parecería sugerir la idea de la que nace, sino que se carga con una trama estereotipada para responder a cierta idea de progresión. El ejemplo más claro de esto es la historia de amor con Anna Faris y la supuesta evolución moral del personaje de Aladeen: a mitad de camino entre la historia real y la parodia más burda, el argumento no se sostiene. Se está contando algo y a la vez la historia se carga de guiños grotescos que nos dejan ver todo el tiempo que el cómico que está por detrás se está burlando de lo que cuenta. ¿Se quiere contar una historia cursi o se busca una parodia de todas las historias cursis? Y si es así, ¿para qué? A diferencia de, por ejemplo, esa gran película que es Casa de mi padre, en la que la materia narrativa misma está puesta en duda, El Dictador es transparente, cuenta lo que cuenta pero siempre dejándonos saber que somos más inteligentes que la historia que se nos está mostrando. Más allá de los problemas de timing y de agotamiento de la idea cómica (algunos chistes de la película funcionan por repetición, como la idea de cambiar al azar palabras del vocabulario por Aladeen; pero en general las más básicas no), El Dictador demuestra nuevamente que el humor de Baron Cohen está carcomido por una falacia fundamental: la de lo políticamente incorrecto. Más de unas cuantas escenas están cargadas de frases y escatologías varias que seguro escandalizarán a más de uno (sobre todo en Estados Unidos, blanco de las críticas), pero es inevitable la sensación de que lo que estamos viendo se agota en ese escándalo vacío. Una vez que las señoras del Tea Party se hayan enojado con Sacha Baron Cohen, ¿qué queda de su película? No mucho. El Dictador (como todo lo que hace Baron Cohen) está claramente diseñada para un público que no sólo puede soportar esas transgresiones sino que las busca. ¿Qué nos queda, entonces? Unos cuantos conservadores que probablemente no vean la película porque la consideran ofensiva y unos cuantos espectadores del otro lado que probablemente vayan a ver la película porque quieren escuchar lo que Baron Cohen tiene para decir. Pero para alguien que no es un conservador de clase media estadounidense (y posiblemente de otros países también), lo que Baron Cohen tiene para decir es bastante poco. ¿A qué viene toda esta parodia sobre un dictador africano que hace lo que quiere porque su país tiene petróleo? ¿Alguien necesita realmente que le muestren que las petrodictaduras son malas? Evidentemente, no. Ni siquiera los conservadores del Tea Party. La sutil crítica de Baron Cohen es comparar a los Estados Unidos con un país que considera su opuesto (cosa que hace de forma casi explícita al final). Los que ya piensan esto saldrán de ver El Dictador satisfechos por sentirse tan críticos.
Publicada en la edición digital de la revista.