“Sáquenme una foto y úsenme de referencia” dice mitad en broma, mitad en serio uno de los alumnos de cuarto año de la Escuela de Educación Media Manuel Mujica Láinez mientras él y sus compañeros terminan el trabajo práctico que presentarán en una nueva edición del encuentro del programa Jóvenes y Memoria en Chapadmalal. Sin reparar en la cámara que lo filma para La escuela contra el margen, el adolescente reconoce que su apariencia concuerda con el prototipo de pibe chorro que el TP señala entre otros dispositivos de estigmatización activos en nuestra sociedad. El análisis que conduce a esta autopercepción es fruto del proceso que Lisandro González Ursi y Diego Carabelli filmaron durante un año académico en el marco del taller que Florencia Vives coordinó en ese establecimiento escolar ubicado en Villa Lugano, uno de los barrios porteños con el mayo índice de violencia institucional. Como a principios de esta década, cuando registraron los pormenores del traslado de los habitantes del asentamiento La Lechería a un terreno que el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires les cedió en Mataderos, ahora los realizadores documentan el alcance de los estereotipos aporofóbicos –incluso en el seno de las clases populares– y la desarticulación de los mismos a partir de un trabajo colectivo. Mientras en Errantes González Ursi y Carabelli se concentraron en los integrantes de la cooperativa Los Bajitos, en La escuela contra el margen ponen el foco en la comunidad escolar que conforman, al frente, quienes hacen el taller en cuestión (alumnos y profesora), en un segundo plano, los demás integrantes de la Manuel Mujica Láinez (autoridades, docentes, otros alumnos, personal administrativo y de maestranza) y, un poco más atrás, participantes y coordinadores del encuentro que la Comisión por la Memoria organiza en Chapadmalal. Darles voz a los silenciados –o desoídos– de siempre parece una consigna fundamental en ambas películas. En ésta que el año pasado se proyectó en la quinta edición de Construir Cine, los realizadores hacen gala de aptitudes seguramente adquiridas como docentes de cine en un programa destinado a estudiantes de colegios secundarios públicos de los barrios más postergados de la Ciudad de Buenos Aires. La dupla autoral visibiliza la maduración intelectual progresiva de los jóvenes protagonistas. Los cambios en la relación que los chicos mantienen con la cámara es ilustrativo en este sentido: al principio están atentos (algunos la buscan; otros la rechazan) y terminan ignorándola dada la prioridad que les acuerdan al taller y al trabajo práctico en marcha. Es válido relacionar La escuela contra el margen y Mocha, documental que Francisco Quiñones Cuartas y Rayan Hindi le dedicaron al Bachillerato Popular Travesti-Trans Mocha Celis. Por lo pronto ambos largos ofrecen una respuesta contundente a las declaraciones del Presidente Mauricio Macri sobre la (mala) suerte del argentino que “tiene que caer en la escuela pública“. En un nivel subconsciente, la nueva película de González Ursi y Carabelli puede evocar el recuerdo de Entre los muros del francés Laurent Cantet y de Mentes peligrosas de John Smith. Estos antecedentes, sobre todo el drama protagonizado por Michelle Pfeiffer, realzan la autenticidad de esta aproximación al rol contenedor, liberador y empoderador de la educación formal a cargo de docentes vocacionales y por lo tanto con sentido de compromiso social.
A contramano de lo que sugiere el afiche de Santiago, Italia, Nanni Moretti aparece poco en escena y su voz se cuela rara vez, a modo de repregunta pertinente. En realidad el póster remite al inicio del documental, cuando el realizador observa la capital chilena a una altura considerable, de espaldas a la cámara. Ese plano general le abre paso al registro de una manifestación callejera en la misma ciudad y, se presume, en el marco de un aniversario del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. El largometraje concluye con los integrantes de una banda de música popular chilena mientras ejecutan sus instrumentos al aire libre, en algún rincón del país trasandino. Entre esas dos porciones de presente, Moretti nos traslada, primero, al Chile entusiasmado con la victoria electoral y las primeras medidas gubernamentales de Salvador Allende, luego, al Chile copado por el ejército nacional que derrocó al Presidente constitucional. Son dos los vehículos de este viaje al pasado: un material de archivo sobre todo televisivo, y los testimonios de una docena de víctimas, de dos verdugos de la dictadura comandada por Augusto Pinochet y de dos diplomáticos italianos que intervinieron en las gestiones de asilo político. El autor de La cosa, Palombella rossa, Caro diario, Abril, La habitación del hijo, El caimán, Habemus Papam, Mia madre dosifica con tino el tiempo que le dedica al contexto histórico del objeto que le interesa abordar: la solidaridad italiana con los chilenos perseguidos a muerte por los perpetradores del golpe de Estado. La decisión de circunscribir este repaso histórico a Santiago corre el riesgo de ser criticada porque omite información que enriquecería la descripción de la empatía política señalada. A algunos espectadores nos resulta coherente con la intención de Moretti de dirigirse especialmente a sus compatriotas; desde esta perspectiva no parece necesario siquiera aludir a la Italia gobernada por Giovanni Leone y Alessandro Sandro Pertini. En varias ocasiones, Nanni explicó el doble propósito de este trabajo. Por un lado, señalar el cambio de conducta del Estado y los ciudadanos italianos en el transcurso de las últimas cuatro décadas. Por otro lado, invitar a analizar qué sucedió con la sensibilidad y solidaridad de antaño, cómo se llegó a un presente signado por la hostilidad hacia las víctimas de otros regímenes asesinos. Es posible que esta interpelación le pase inadvertida al público que desconoce aquellas declaraciones. En ese caso, Santiago, Italia cumple con otros dos objetivos fundamentales: dar cuenta de la envergadura del daño que el terrorismo de Estado provoca en sus víctimas, y denunciar una insensibilidad generalizada o globalizada, por lo tanto irreductible al país de Moretti.
Probablemente lleve tiempo determinar el protagonismo histórico que los estudiosos del proceso de desmantelamiento del sistema de educación pública en la Argentina terminen adjudicándoles a la explosión en la Escuela N° 49 Nicolás Avellaneda de Moreno y a sus víctimas fatales, la vicedirectora Sandra Calamano y el auxiliar Rubén Rodríguez. Pero el documental que el Departamento de Educación de la Universidad Nacional de Luján y el realizador Juan Mascaró produjeron en menos de un año ofrece datos suficientes para pensar que ese siniestro evitable es tan significativo como la represión desatada en abril de 2017 contra los docentes que intentaron instalar una “escuela itinerante” frente al Congreso de la Nación, como el asesinato del maestro neuquino Carlos Fuentealba diez años antes, como el emplazamiento de la Carpa Blanca frente al mismo Parlamento nacional entre 1997 y 1999, como el escándalo de la escuela shopping en 1991. Escuela Bomba: dolor y lucha en Moreno se titula este largometraje que aborda el estallido del 2 de agosto de 2018 desde dos perspectivas: en tanto motor que reactivó la movilización popular en defensa de la educación pública; en tanto punta de un iceberg que crece y avanza en nuestro país hace 49 años por lo menos (según la entrevistada María Rosa Misuraca, profesora de la Política Educacional en la UNLu, en 1970 comenzó la conversión sistemática de establecimientos primarios nacionales en provinciales, sin el financiamiento acorde). A diferencia de la cobertura mediática que replica al comienzo del film, Mascaró evita la definición de Tragedia. En cambio, expone circunstancias de corta y larga data que configuran la muerte de Calamano y Rodríguez en el marco, no de un accidente, sino de un crimen de Estado. Mabel Zurita, esposa del auxiliar asesinado y maestra en otra escuela pública de Moreno, encabeza la lista de entrevistados, donde también figuran un ex director, docentes, padres, una secretaria de la Escuela Nº 49, maestros que ejercen en otros establecimientos situados en la misma localidad bonaerense, miembros del Departamento de Educación de la UNLu, un integrante del Taller de Estudios Laborales. El Estado aparece representado a partir de recortes televisivos de un anuncio oficial de Carlos Menem durante su primer mandato presidencial, de una charla ofrecida por Esteban Bullrich mientras condujo el Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o de la Nación, de un acto oficial de Daniel Scioli mientras gobernó la Provincia de Buenos Aires, de una acto oficial del actual Primer Mandatario Mauricio Macri y de la actual gobernadora María Eugenia Vidal. Además de repasar los antecedentes históricos que invalidan la reducción de la explosión a una desgracia aislada, y de documentar las iniciativas que personal docente y no docente, padres, alumnos, vecinos de la Nicolás Avellaneda llevan adelante para denunciar el desmantelamiento de la educación pública y reclamar justicia en nombre de Sandra y Rubén, Mascaró da cuenta de una tendencia imputable a la alianza gubernamental Cambiemos: el aumento de intervenciones punitivas, algunas de corte mafioso, contra los maestros que participan de asambleas, marchas, ollas populares y demás manifestaciones de resistencia popular. En este presente adverso, la tarea de reconstrucción excede las reparaciones edilicias que el también co-autor de Bazán Frías, elogio del crimen registra cámara en mano, con la misma atención que les presta a las distintas instancias de reencuentro entre integrantes de la comunidad escolar en Moreno. La articulación de uno y otro material ilustra la envergadura del desafío que enfrentamos los argentinos convencidos de que la educación formal es responsabilidad de todo Estado respetuoso de los derechos de sus ciudadanos. A través de Escuela Bomba…, Mascaró renueva su compromiso con el cine que el siempre vigente Fernando Birri reivindicó 57 años atrás en su Manifiesto de Santa Fe: aquél que “muestra las cosas como son, irrefutablemente, y no como quieren hacernos creer –de buena o mala fe– que son”, ese mismo cine que además afirma los “valores del pueblo, sus reservas de fuerzas, sus trabajos, sus alegrías, sus luchas, sus sueños”.
No hace falta conocer a Rodolfo Livingston para disfrutar de la semblanza que Sofía Mora le dedicó al arquitecto argentino de casi 88 años (los cumplirá el 22 de agosto próximo). La también autora de la ficción La hora de la siesta sabe explotar al máximo la lucidez, el sentido del humor, la trayectoria de su retratado, y tres (re)encuentros que enriquecen un tributo tan entrañable como libre de formalidades. Método Livingston se titula este largometraje consecuente con la personalidad excéntrica de Don Rodolfo, y con su manera disruptiva de concebir, ejercer y enseñar la arquitectura. Mientras Mora entrevista al homenajeado, ilustra recuerdos de infancia y juventud con fotos de álbumes familiares, rescata intervenciones mediáticas de archivos televisivos, registra reuniones personales, profesionales, académicas, éste parece un documental convencional. Cuando el azar interviene y la realizadora porteña le concede un merecido espacio, la película vuela (todavía más) alto. La suerte agregó un (re)encuentro a los dos ya programados, uno con el cliente que encargó una hermosa casa curva en Barracas, otro con el psicólogo –y también arquitecto– Alfredo Moffat. Resultan igual de encantadoras la visita a otra obra edificada en nuestra ciudad, el Instituto de Astronomía y Física del Espacio, y las reuniones con seguidores en un cafetín porteño y con alumnos en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. El director de fotografía Matías Iaccarino compone imágenes igual de luminosas que la obra de Levingston. Aquéllas tomadas en el hogar del arquitecto constituyen la mejor introducción al personaje, a su relación con el espacio y con la naturaleza. Don Rodolfo parece sentirse más cómodo a medida que avanza la película, y por consiguiente cada vez más dispuesto a exhibir su vitalidad, inteligencia, picardía y convicciones solídisimas. La ausencia de solemnidad es tal que la realizadora también lo filma mientras interactúa con integrantes del equipo de rodaje. La selección del material de archivo también lo pinta de cuerpo entero. Es un placer asistir a la famosa confrontación con Bernardo Neustadt en el programa Tiempo nuevo, y su columna sobre ventanas improvisadas en La noticia rebelde. Método Livingston es tan provechosa para los admiradores del anti-arquitecto y (verdadero) librepensador argentino como para quienes nunca oyeron hablar de él. En otras palabras, Mora auspicia una cita cinematográfica a la altura de las expectativas que produce el (des)conocimiento.
Son incontables los documentales sobre las iniquidades que la Alemania nazi cometió en nombre de la “pureza racial”, y numerosos aquéllos que reconstruyen ese infierno terrenal a partir del testimonio de sobrevivientes y/o de sus descendientes. También es amplia la oferta de películas que abordan la cuestión de la identidad judía y su relación con el Holocausto. Por otra parte, hace algún tiempo parece haber aumentado la cantidad de realizadores argentinos que encuentran entre sus parientes una o varias historias con potencial cinematográfico. Una buena porción termina interviniendo delante de cámara como narrador, entrevistador, a veces mediador. Entre tanta obra acumulada, las producciones nuevas corren el riesgo de pasar desapercibidas. No es el caso de La casa de Wannsee, aproximación singular a las secuelas que la barbarie nazi dejó en los judíos alemanes, y a la familia en tanto conjunto de individuos cuya genética, educación y/o pasado en común rara vez los convierte en grupo monolítico. El segundo documental de Poli Martínez Kaplun empieza en Buenos Aires, con un Bar Mitzvah, y termina en las afueras de Berlín, a metros de una tumba. Entre la ceremonia de confirmación religiosa de un hijo y la visita a la última morada de un tío abuelo, la realizadora reconstruye el derrotero internacional que los Lipmann-Wendrina-Kaplun iniciaron en 1937, mientras Adolf Hitler se afianzaba como Führer y Europa derrapaba hacia la Segunda Guerra Mundial. La autora de Lea y Mira dejan su huella utiliza un hilo –rojo como aquél de la leyenda oriental– para marcar y vincular sobre un gran planisferio los países donde sus antepasados vivieron poco o mucho tiempo, después de haber abandonado su tierra natal. Este recurso cartográfico resulta clave a la hora de estructurar la historia de tres generaciones a lo largo de ocho décadas. La casa mencionada en el título del film es el segundo gran pilar narrativo. Alrededor del hogar que fundaron sus bisabuelos alemanes, Martínez Kaplun hace girar la crónica de mudanzas internacionales, la noción de orígenes e identidad violentados, el curso de la Historia que dejó sus marcas en otra casa cercana a los lagos Wannsee: la Villa Marlier, luego Minoux, donde los nazis planificaron la eufemística “solución final“, es decir, el exterminio de los judíos de Europa. La realizadora reconstruye el pasado que la interpela, con la misma delicadeza con la que años atrás retrató a Lea Zajac y Mira Kniaziew. La tarea es más compleja en La casa… porque exige poner el cuerpo en un sentido literal (ante la cámara) y otro metafórico (sobre un territorio personal y afectivo). También demanda una buena dosis de serenidad ante los reparos y desacuerdos de los entrevistados, algo infrecuente en el documental anterior. De hecho, uno de los pasajes más interesantes del largometraje es el registro de una discusión familiar provocada por una pregunta –sin dudas pertinente– de Martínez Kaplun. La documentalista podría haber interrumpido la filmación de la reacción destemplada que empieza fuera de cámara, pero no lo hace y deja la secuencia en el corte final de la película. De esta manera queda probado que la genética, la educación y/o el pasado en común no garantizan una cohesión absoluta entre parientes. Memoria colectiva y memoria individual a veces se sueltan las manos. Por esta razón, resultan tan saludables los ejercicios cinematográficos como éste.
Al término del invierno boreal de 1999, años después de que un ex agente de la KGB la deschava como informante clave, la octogenaria Melita Norwood inspira varios artículos periodísticos y el documental The spying game, producido por la BBC. Casi dos décadas más tarde, Jennie Rooney convierte a aquella atípica bisabuela inglesa en protagonista de la novela Red Joan. Enseguida, la misma autora, la guionista Lindsay Shapero y el director Trevor Nunn adaptan la ficción para la pantalla grande. La espía roja podrá serle fiel a la pieza literaria, pero no a la asistente del director de la Asociación Británica de Investigación de Metales No Ferrosos, que filtró documentación clasificada hacia la Unión Soviética entre fines de los años treinta y principios de los setenta. La protagonista del film guarda silencio cuando un cronista le pregunta cuánto dinero cobró por la entrega de información. En cambio, según el diario New York Times, la mujer de carne y hueso respondió: “Hice lo que hice, no por dinero, sino para ayudar a impedir la derrota de un sistema que se esforzaba por costearle al ciudadano común los alimentos y tarifas que pudiera pagar, y un buen servicio de salud y educación”. La mención de este contraste entre ficción y realidad ilustra la descomunización que Norwood sufrió a manos de Rooney, Shapero, Nunn. Su alter ego Joan Stanley hace lo que hace, no por convicción política, sino por amor (a un novio y a la Humanidad). La espía roja parece haber sido producida en plena Guerra Fría. Winston Churchill habría disfrutado de este largometraje donde los británicos lidian con aliados peligrosos y a la vez inferiores: los comunistas por manipuladores, traicioneros, desestabilizadores; los yankees porque –además de ambiciosos– se comportan como monos con gillette. El Primer Ministro y pintor aficionado habría valorado la impecable reproducción de época, sobre todo la reconstrucción de los interiores de la British Non-Ferrous Metals Research Association, a juzgar por las fotografías disponibles en The Oldcopper Website. La siempre convincente Judi Dench encarna la versión octogenaria y la dúctil Sophie Cookson (algunos espectadores la habrán visto en la serie Gypsy), la versión veinteañera de Joan. El desdoblamiento recuerda aquél dispuesto para la adaptación de otra novela “inspirada en la vida real”, la multipremiada Iris de Richard Eyre. En aquella película de 2001, Dench interpreta la versión veterana y Kate Winslet, la versión joven de la escritora irlandesa Iris Murdoch. La sensación de déjà-vu vuelve a aparecer ante la decisión narrativa de recrear el pasado de la protagonista en el marco de una interpelación realizada en el presente. Joan recuerda por exigencia de los policías que la interrogan; Iris intenta hacerlo a instancias de un marido empecinado en rescatarla de las garras del Alzheimer. Por distintos motivos, la memoria está en juego en uno y otro film. El amor (verdadero) también interviene de manera decisiva en ambas películas. En La espía roja, libera a la protagonista de una tela de araña casi tan viscosa como aquélla que la enfermedad del olvido les tejer a sus víctimas desprevenidas. El largometraje de Nunn invita a una aventura con pocos riesgos. Acaso el toque feminista consecuente con nuestra época sea la característica más innovadora de esta apuesta, contemporánea pero absolutamente convencional, al espionaje de antaño.
A juzgar por los primeros minutos de Nueva Mente, la recolección formal (a cargo de empresas públicas y privadas) e informal (el llamado cirujeo) de basura preocupa hace décadas a la opinión pública porteña. Sin embargo, el nuevo documental de Ulises de la Orden revela, por un lado, la ausencia de políticas destinadas a tratar los residuos con criterio ambiental y, por otro lado, el desamparo de los cartoneros reunidos en cooperativas, que entienden mejor que nadie la necesidad de procesar debidamente los desechos para revertir la contaminación y otras violencias derivadas de la conversión de tierras fiscales en basurales. Una contundente compaginación de artículos periodísticos e informes televisivos de ayer y hoy ilustra una preocupación histórica que parece meramente declarativa o tan efímera como los titulares que inspira. El realizador contrasta esta enunciación mediática con el testimonio de entendidos en la materia: el antropólogo Francisco Suárez, el sociólogo Waldemar Cubilla, integrantes de la Cooperativa Bella Flor. Esta confrontación discursiva pone en evidencia el desinterés y desconocimiento de muchos ciudadanos respecto del recorrido de la basura, y las (in)conductas del Estado a la hora de gestionar los residuos y de reconocer los derechos laborales de los recicladores que trabajan por fuera del circuito privado-estatal. La contradicción entre preocupación por un lado e indolencia/negligencia/violencia por el otro enciende un primer foco sobre una realidad compleja, que De la Orden analiza en términos políticos, económicos, sociales, antropológicos, ecológicos. Las imágenes de los rellenos sanitarios a cargo de la Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE) y de las instalaciones de la Cooperativa Bella Flor resultan tan contundentes como las fotos de archivo utilizadas al comienzo del film. Los testimonios de los entrevistados encienden un segundo gran foco, esta vez sobre la relación entre basura, hambre, pobreza, enfermedad, violencia institucional, delincuencia, cárcel, crisis habitacional. Como en Amanecer en mi tierra, película que estrenó a fines de mayo pasado, aquí también De la Orden reivindica el cooperativismo en tanto lucha colectiva capaz de ganarles algunas pulseadas a los poderosos de siempre, y de aplicar principios ecológicos reñidos con la lógica de la propiedad privada y del lucro. Por esta misma razón, algunos espectadores relacionamos el segundo documental con el cortometraje Tu basura es mi tesoro que Marisa Turco les dedicó en 2013 a Ricardo Coco Niz y a la cooperativa El CorreCamino. Ese mismo año, se proyectó e-wasteland de David Fedele en el 15° Festival Internacional de Cine y Derechos Humanos en Buenos Aires, por entonces apocopado DerHumAlc. A diferencia de De la Orden (y de Turco), el realizador australiano documentó el proceso de reciclado manual de basura electrónica en playas de Ghana sin cederles la palabra a los niños, hombres, mujeres a cargo de la tarea tóxica. Ante el recuerdo de ese otro antecedente, resulta todavía más valiosa la decisión autoral de haber privilegiado los testimonios de Lorena Pastoriza, Nora Margarita Rodríguez, Ernesto Lalo Paret, Orlando Oscar Kun Olivar, Víctor Chaco Gómez. El protagonismo acordado a éstos y otros integrantes de Bella Flor resulta fundamental en un largometraje que, tal como adelanta su título, postula la imperiosa necesidad de cambiar nuestra mentalidad de manera radical para que los basurales dejen de ser un negocio suculento (y de paso disciplinador) disfrazado de problema eterno.
La segmentación en capítulos es la única característica formal que desconcierta en Encandilan luces, es decir, que atenta contra la ilusión de asistir a un documental absolutamente fiel a su objeto de estudio. Sin dudas, los títulos de algunos episodios constituyen otra expresión del sentido del humor que Alejandro Gallo Bermúdez despliega en su ópera prima, pero el fraccionamiento le impone una estructura innecesaria al universo paralelo que el realizador recorre mientras acompaña la trayectoria del “chamamé psicodélico” y su banda pionera, Los Síquicos Litoraleños. La localidad correntina de Curuzú Cuatiá, Buenos Aires y ciudades de Holanda, Bélgica y Francia conforman las escalas del “viaje psicotrópico” anunciado en el subtítulo de esta película extraordinaria en el sentido literal del término. Mientras dura el periplo, Gallo Bermúdez reproduce filmaciones caseras de presentaciones del grupo estrella y de algunos emuladores; entrevista a espectadores ocasionales, seguidores, promotores, periodistas especializados, imitadores; ofrece postales de la Corrientes profunda, con el Gauchito Gil incluido; comparte anécdotas sobre avistajes de ovnis y el consumo de hongos alucinógenos. Encandilan luces parece tributaria de Peter Capusotto y sus videos, que Gallo Bermúdez cita con encomiable honestidad intelectual. Como el programa de televisión pergeñado por Pedro Saborido y Diego Capusotto, la película no sólo promociona una banda que transgrede sistemáticamente el ABC de la industria discográfica globalizada; también invita a reflexionar sobre libertad creativa, sobre las metamorfosis de la música popular, sobre las diversas formas de resistencia cultural al imperativo comercial. La extensión de ochenta minutos puede resultarles excesiva a los espectadores que no comulgan ni con el chamamé psicodélico ni con el espectáculo que brindan Los Síquicos Litoraleños y sus discípulos. Esta porción de público deberá sacrificar sus preferencias musicales si quiere averiguar qué sucede en una galaxia ubicada a años luz del Kilómetro 11 que Mario del Tránsito Cocomarola y Constante Aguer compusieron ocho décadas atrás. Para evitar falsas expectativas, vale adelantar que ni esta audiencia ni los fans de la banda tendrán el gusto de escuchar el testimonio de sus integrantes. La decisión de no entrevistarlos constituye otra prueba del respeto de Encandilan luces por su (hermético) objeto de estudio.
El rol protagónico acordado a Geraldine Chaplin, las actuaciones secundarias del actor alemán Udo Kier y del cineasta colombiano Luis Ospina, la exhibición en la sección Panorama del 69° Festival de Berlín constituyen tres razones atendibles para mirar La fiera y la bestia. Asimismo, corresponde advertir que la película de la dominicana Laura Amelia Guzmán y del mexicano Israel Cárdenas puede resultar críptica para quienes desconocen a su musa inspiradora: el realizador –también dominicano– Jean-Louis Jorge, asesinado, a sus tempranos 53 años, el 13 de marzo de 2000. Otra aclaración necesaria: la integrante femenina de la dupla autoral es sobrina de este productor televisivo y cineasta olvidado, incluso en su país natal. A contramano de quienes entienden que los documentales y las biopics combaten con mejores armas la desmemoria colectiva, Guzmán y Cárdenas prefirieron imaginar una ficción habitada por el espíritu creativo del homenajeado. En la pantalla, Chaplin encarna a los realizadores cuando interpreta a la directora de un musical in memoriam, condicionado por vínculos afectivos tan históricos como ineludibles. La fiera y la bestia se convierte entonces en crónica del rodaje de este tributo que recrea la estética y sensualidad (incluso retoma algunos fotogramas) de La serpiente de la luna de los piratas y de Mélodrame. Por razones obvias, la película seduce más a la porción de público que conoce –o a aquélla que antes de verla investigó– la trayectoria de Jorge. Sin esa información, la propuesta de Guzmán y Cárdenas resulta una experiencia onírica con fuerte impronta vampírica, que invita a reflexionar sobre la siempre trabajosa realización cinematográfica y sobre el paso del tiempo y sus principales expresiones: la memoria, el (o los) olvido(s), el envejecimiento, la muerte. Por momentos resulta difícil lidiar con las actuaciones de algunos integrantes del elenco. Pero también es cierto que las limitaciones interpretativas que atentan contra la ilusión espiritual y espiritista le rinden honores a ese cine de clase B que Jorge fabricó contra viento y marea. Seguro, La fiera y la bestia gustará sobre todo a quienes conozcan o estén dispuestos a (re)descubrir el espíritu creativo del también autor de Cuando un amor se va. Quizás otro tipo de público habría preferido (re)encontrarlo en una biopic o, mejor todavía, en algún documental.
Lola Dueñas y Anna Castillo se lucen en la ópera prima de la también española Celia Rico Clavellino, que se exhibirá en Buenos Aires después de haber cosechado el Premio de la Juventud, el Premio Fedeora y una mención especial en el 66º Festival de San Sebastián, entre otras distinciones. Viaje al cuarto de mi madre se titula este retrato de una relación materno-filial justo cuando la hija decide emanciparse. El hogar donde las protagonistas forjaron el vínculo es el tercer gran personaje de una película que, con perdón del lugar común, podría haber sido una obra de teatro. Las actuaciones y el guion constituyen las virtudes principales de esta ficción que se desarrolla en dos movimientos. El primero privilegia la perspectiva de la hija; el segundo, aquélla de la madre (y viuda reciente). En uno y otro, los espectadores reencontramos a Dueñas en todo su esplendor y descubrimos la versatilidad de la menos conocida –al menos por estas latitudes– Castillo. También descubrimos el talento de Rico Clavellino para recrear un momento clave en casi toda relación entre madre e hija. La realizadora sevillana propone un retrato rico en matices, irreductible a la comunicación verbal y por lo tanto consciente de la importancia de los silencios. La semblanza reconoce la brecha generacional entre las protagonistas. Esta otra distancia aparece reflejada en los usos de las nuevas tecnologías (una notebook y la telefonía móvil) y en las posturas respecto del trabajo y, en el caso de la mujer mayor, de un oficio heredado. Desde el pequeño departamento donde Estrella y Leonor enfrentan la inevitable separación y reconfiguran su relación a partir de esta nueva etapa, Rico Clavellino también da cuenta de una España que parece sentirse incómoda con otro tipo de vínculo familiar, aquél que mantiene con la Unión Europa. Aunque apenas sugerida, esta observación invita a trasladar a un nivel geopolítico el agobio que la joven experimenta ante una progenitora controladora.