A priori resulta poco tentadora la invitación a ver un documental que se titula Las facultades, y que gira en torno a exámenes finales tomados en universidades públicas argentinas, concretamente en aquéllas ubicadas en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Sin embargo, la opera prima de Eloísa Solaas resulta cautivante, fundamentalmente porque echa luz sobre un fenómeno a simple vista intangible, que Platón describió tantos siglos atrás: cuando adquieren conocimiento, las almas recuerdan eso que sabían mientras frecuentaban el mundo de las ideas, pero olvidaron cuando descendieron al mundo sensible para habitar cuerpos. Aquella famosa reminiscencia –especie de resplandor que rescata de la oscuridad– queda plasmada en esta película que la realizadora porteña filmó a principios de 2015, tras haber convocado a estudiantes universitarios dispuestos a protagonizar ante cámara situaciones de estudio y de examen oral determinante para la aprobación de alguna materia. Los alumnos seleccionados cursaban Medicina, Derecho, Imagen y Diseño, Economía, Agronomía, Arquitectura, Filosofía, Física, Música. Entre ellos, uno empezó a hacerlo mientras cumplía condena en una cárcel bonaerense, y –elección curiosa– otra es la actriz y directora de Familia sumergida, María Alché. Solaas ubica cámara y micrófono en la posición justa para capturar gestos y tonos de voz de los alumnos en las distintas instancias que conforman el proceso de evaluación: preparación de la materia, presentación del examen, espera del resultado o nota. Por la perspectiva elegida, los docentes aparecen en un segundo plano y en general intervienen poco (aunque lo suficiente para recordar el rol entre orientador y disciplinador que ejercen). Además de conductas típicas, la realizadora captura la apropiación de conocimiento cuando eso ocurre, el empoderamiento que esta asimilación provoca, la satisfacción de saberse nutrido y enriquecido. Acaso el material filmado en la cárcel (el diálogo entre dos estudiantes y el final que rinde uno de ellos) es el más ilustrativo en este sentido liberador. Y no parece casual que la realizadora acompañe a este muchacho cuando abandona la prisión y lo muestre asistiendo a una clase de Economía en el aula de una facultad. El caso del alumno preso remite a Paulo Freire y a la oposición que el pedagogo brasileño estableció entre la educación liberadora y aquélla bancaria. El registro del examen final en el ámbito carcelario constituye el summum de una ópera prima cuyo primer corte se tituló Finales y ganó en 2017 el Premio a la Mejor Película Latinoamericana en Desarrollo en el 21º Festival Internacional de Documentales de Santiago. Dos años después, la versión acabada de aquel trabajo participó de la competencia argentina de largometrajes del 21º BAFICI, bajo el nombre Las facultades. En este marco, Solaas obtuvo el premio al Mejor Director de esa categoría, y una mención especial por parte de la Sociedad Argentina de Editores Audiovisuales y la Asociación Argentina de Editores Audiovisuales. El anuncio del estreno porteño anunciado para el primer jueves de julio de 2019 evoca el recuerdo de otros dos documentales nacionales que retratan a otras almas que recuperan conocimiento en establecimientos educativos públicos: La escuela contra el margen de Lisandro González Ursi y Diego Carabelli, y Mocha de Francisco Quiñones Cuartas y Rayan Hindi. Por lo visto, hoy en día nuestro cine hace más por la educación pública que nuestro Estado.
“¿Usted es la directora? Dirija” le dice José Martínez Suárez a una de las autoras de Soy lo que quise ser. Historia de un joven de 90. De esta manera, el realizador, maestro de directores, presidente del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, músico, hermano de Goldie y Mirtha Legrand en último lugar y “espectador ante todo” autoriza a Betina Casanova y a Mariana Scarone a proseguir con la entrevista ambientada en un rincón del Café Tortoni. Poco después, el hacedor de El crack, Dar la cara, Los chantas, Los muchachos de antes no usaban arsénico (cuya remake –a cargo de Juan José Campanella– se estrenó a mediados de mayo), Noches sin lunas ni soles aclara: “no vengo a dar trabajo sino a colaborar”. El registro de éstas y otras digresiones que les dan color a las entrevistas realizadas con reverencial respeto, acaso arrobamiento, constituyen la columna vertebral de este tributo al hombre casi centenario que se consagró al cine desde su temprana infancia en la localidad santafesina de Villa Cañás. El corpus adquiere musculatura gracias a la recopilación de testimonios –de colegas, de los actores Dora Baret y Pablo Moret, de amigos, de una hija, de una nieta–, de fotos del álbum familiar, de secuencias de películas, de portadas de libros, de registros de una rutina laboral y social y de algunos sucesos extraordinarios (por ejemplo, el rodaje de una escena donde el homenajeado encarna al chofer de un micro y el escandalete previo a la ceremonia de entrega de la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento en el Senado de la Nación). Sin dudas, la ocurrencia narrativa que define con más fidelidad a la figura retratada es la filmación del encuentro con músicos convocados para componer y ejecutar el leit motiv de Soy lo que quise ser. En estas circunstancias, el imperativo “Dirija” suena más contradictorio que al principio de la película: es que Martínez Suárez toma la batuta no sólo para conducir a los integrantes del cuarteto, sino para sugerirles a las realizadoras que acerquen la cámara y les dediquen un plano detalle a la digitación del pianista. Detrás del personaje, la persona asoma en contadas ocasiones: apenitas cuando bromea sobre su única hija peronista; con más nitidez cuando recuerda las gestiones que realizó para rescatarlos a ella y a su esposo del destino de desaparecidos por la dictadura, y cuando invoca a su otra hija muerta. El perfil mujeriego y racinguista es común al hombre y a la figura pública. Desde esta perspectiva, el documental de Casanova y Scarone se revela como una biografía autorizada donde Martínez Suárez luce tan lúcido, memorioso, hiperactivo, elegante, pícaro, directivo como muchos espectadores lo imaginamos. Esta semblanza también confirma el título de referente ineludible para colegas contemporáneos (resulta conmovedor el pasaje sobre la relación con Manuel Antín), más jóvenes, nóveles, y para otros entendidos en cine argentino como el investigador, docente, curador, divulgador Fernando Martín Peña. Soy lo que quise ser también les rinde homenaje a otros grandes de la escena cinematográfica nacional de antaño, además de los mencionado Antín, Baret, Moret. Por ejemplo, Mario Soffici, Raymundo Gleyzer, Leonardo Favio, Lucas Demare, David Viñas, Bárbara Mujica, Mecha Ortiz, Juana Hidalgo, María Concepción César, Héctor Pellegrini, Marcos Zucker, Tincho Zabala.
Romina Paula compara la maternidad primero con el Santo Grial, luego con una carrera de postas. Correcciones como ésta enriquecen el ensayo que la actriz, escritora, ahora también directora de cine desarrolló en tanto ficción, con la participación medular de su madre y de su hijo en la vida real. El film se titula De nuevo otra vez: así, sin comas, acaso para reforzar la idea del relevo vertiginoso y sin pausa que describe tanto la prueba de atletismo como el circuito generacional del legado materno. Paula dice y se desdice en esta suerte de reflexión en voz alta sobre las distintas dimensiones de la maternidad: la condición primigenia de hija; la conversión en madre; el impacto del ejercicio de este rol en el plano individual y en la pareja; la impronta familiar (en especial de la rama materna); la transmisión de una lengua históricamente materna (en este caso, el alemán). La realizadora comparte el uso de la primera persona del singular con dos personajes femeninos y uno masculino. De esta manera evita la saturación que a veces provocan los ensayos cinematográficos exclusivamente autorreferenciales, y aborda el fenómeno colectivo y generacional que en el film aparece mencionado como “la revolución de las hijas”. El título sin coma adelanta el discurrir de la conciencia que Paula emula a partir de un texto suculento y a la vez ágil. La contraparte visual descansa sobre fotos del álbum familiar y sobre la recreación de un presente insasible que Paula filma con mamá Mónica y el pequeño Ramón, y con el elenco que integran Mariana Chaud, Denise Groesman, Esteban Bigliardi y Pablo Sigal. La contundencia discursiva del guión puede desanimar al público que prefiere las películas eminentemente visuales. Experimentarán una abatimiento mayor los espectadores indiferentes al cine que, de una u otra manera, con mayor o menor éxito, visibiliza los últimos cambios en la relación histórica entre feminidad, feminismo y maternidad.
“Pude ser feliz y estoy en vida muriendo y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo de este drama sin final”. Algunos espectadores cuestionarán la decisión de cerrar con un tango abolerado un documental sobre mujeres que visitan a sus hombres presos, pero lo cierto es que la letra de Sombras nada más expresa con justeza los sentimientos de las –sobre todo– esposas que Jorge Leandro Colás retrató en tres escenarios circundantes al trágico penal de Sierra Chica: la pensión donde las chicas pernoctan, el almacén donde compran mercadería para sus detenidos, la suerte de triple corral donde esperan a la intemperie la autorización para ingresar a la cárcel. La visita se titula este largometraje que meses atrás pasó injustamente inadvertido por el 21º BAFICI, aún cuando participó de la competencia oficial argentina. Su realizador recurre a la voz de María Martha Serra Lima con la aparente intención de acentuar la perspectiva femenina –y además femenista– desde la cual aborda los vínculos amorosos que resisten, no sólo la separación del ser querido, sino el maltrato que el sistema penitenciario ejerce sobre la familia del reo. Con una sensibilidad libre de los lugares comunes que el cine y la televisión suelen explotar cuando abordan el universo carcelario, el también autor de Parador Retiro, Gricel, Los pibes, Barrefondo entrevista a algunas mujeres pero se dedica más a filmarlas en determinadas circunstancias: apenas bajan del ómnibus que las deja en la localidad de Sierra Chica, mientras conversan en la pensión de la Bibi, mientras tratan con el dueño de la despensa, mientras caminan hacia la unidad penitenciaria, mientras esperan que comience el horario de visita. Por la naturalidad con la que el almacenero, la dueña de la pensión y demás esposas se desenvuelven ante cámara, corresponde destacar el trabajo de campo que precedió y/o acompañó el rodaje. Es igual de encomiable la edición del material filmado. Sombras nada más / entre tu vida y mi vida. Sombras nada más / entre tu amor y mi amor, entona Serra Lima al término de La visita. Y mientras la cantante de boleros parece retomar la noción de amor incondicional en boca de las esposas retratadas, la letra de José María Contursi echa luz sobre los problemas que las penas privativas de libertad provocan en los familiares de los presos, calvario que los especialistas llaman “prisionización secundaria“.
Santiago Loza filmó Breve historia del planeta verde en Salsipuedes. Aunque –o porque– ningún personaje nombra la localidad de Córdoba, corresponde mencionarla: es otra prueba de que todo cierra en la nueva película del realizador oriundo de esa provincia. Es que este relato de ciencia ficción justo plantea el desafío de escaparle a la (peligrosa) normalidad. En honor a la lucha desigual, cita versos del ¡Avanti! de Pedro Bonifacio Palacios o Almafuerte. En su largometraje, Loza parece deslizarse por una serie de lugares comunes con la única intención de mostrarnos la salida. De hecho el también autor de Los labios, La Paz, Doce casas, Si je suis perdu, c’est pas grave presenta a tres amigos en principio vulnerables –Tania, Daniela, Pedro– que se revelan solidarios, preclaros, determinados, imbatibles. Le atribuye a la primera integrante del trío, transgénero deseada, incluso codiciada, la capacidad de evitar el destino trágico que las mujeres como ella suelen enfrentar en nuestra Argentina machista y transfóbica. Asimismo el realizador convoca a Paula Grinszpan para desviarla de la senda humorística y encargarle una Daniela sufrida, melancólica, al borde de la resignación. Además imagina un encuentro cercano del tercer tipo sin recurrir a la parafernalia de Steven Spielberg. Al contrario, esta breve historia gira en torno a un extraterrestre de color violeta que parece sacado de la factoría de Peter Capusotto. Loza también subvierte la tradición literaria, cinematográfica, televisiva que convierte a los alienígenas en agentes de violencia: o aterrizan con la intención de invadirnos, someternos, aniquilarnos, o sus visitas en son de paz no hacen más que exacerbar nuestra propensión a la xenofobia genocida. A contramano de esos antecedentes, el E.T de este relato transmite lucidez y serenidad incluso a los bravucones de pueblo chico, infierno grande. Dicho esto, Breve historia… les rinde homenaje a las series y películas que en los años ’70 y ’80 alimentaron nuestras fantasías ufológicas. La música de Diego Vanier, en especial los solos de piano, nos trasportan a ese pasado donde algunos espectadores también encontramos consuelo en la posibilidad de toparnos con alguna criatura del espacio exterior. En esta instancia se vuelven todavía más queribles los personajes que Romina Escobar, Luis Sodá y la mencionada Grinszpan encarnan con sensibilidad en una Salsipuedes a veces sombría, a veces luminosa.
Amanecer en mi tierra – Lihuntun Inchin Mapu es el título completo del nuevo largometraje de Ulises de la Orden. La voz mapuche nombra un barrio intercultural ubicado en la ciudad neuquina de San Martín de los Andes, cuyo proceso de construcción fue documentado por el también autor de Chaco, Mujer entera, Desierto verde, Tierra adentro, Río arriba. Dos interpretaciones de esta famosa canción de Alfredo Zitarroza acompañan la reconstrucción del proyecto que emprendieron la organización Vecinxs Sin Techo y la comunidad mapuche Curruhuinca. “No hay revoluciones tempranas, crecen desde el pie” escribió Zitarroza, y el verso parece a medida de esta fusión ciudadana que de a poquito conquistó hitos sin precedentes en la historia de la lucha popular por el derecho a una vivienda digna: reclamo de un lote de más de cuatrocientas hectáreas en manos del Ejército y en una localidad turística, a merced de grandes negoci(ad)os inmobiliarios; sanción de una Ley Nacional que habilitó el usufructo habitacional de ese terreno; planificación y realización de la construcción de un barrio popular en forma cooperativa y con criterio ecológico. De la Orden le dedicó seis años al registro de esta iniciativa inspiradora, sin caer en la tentación de romantizarla. Al contrario, el realizador muestra los entretelones de un proceso atravesado por desacuerdos, discusiones, amagues de renuncia, contradicciones y algunas desilusiones. Su largometraje se sitúa más cerca del trabajo de campo antropológico que del documental ortodoxo que recrea una porción de realidad con el testimonio formal de sus protagonistas. El realizador porteño se concentra en las instancias planificadora, desarrolladora y difusora del proyecto. Por eso les presta especial atención a las asambleas convocadas para ratificar o corregir el rumbo del proyecto y para resolver problemas coyunturales, a los trabajos en marcha, a las acciones destinadas a recaudar fondos para cubrir los agujeros presupuestarios que derivan de los atrasos del Estado a la hora de cumplir con el cronograma de financiación. En su nuevo documental, De la Orden consigue –algo infrecuente– retratar a un sujeto colectivo en un tiempo prolongado: no sólo a lo largo de los seis años invertidos en la película sino desde los primeros pasos que los Vecinxs sin Techo dieron mucho antes, en abril de 2004. Además de acertada, la decisión de sintetizar una década y media de historia con segmentos del programa de una radio comunitaria resulta afín al espíritu de este largometraje. Amanecer en mi tierra transmite admiración por los impulsores del Lihuntun Inchin Mapu. Por si les faltara elocuencia a las imágenes capturadas y articuladas, están la melodía y los versos que Zitarroza grabó a mediados de los ’80, cuando regresó de su exilio a Montevideo.
De los críticos argentinos que cubrieron el 21° BAFICI, la mayoría le dio una cálida bienvenida a Badu Hogar de Rodrigo Moscoso. Ninguno se atrevió a pronosticar un premio para esta comedia romántica que participó de la competencia de largometrajes nacionales, pero todos coincidieron en celebrar el regreso del autor de Modelo 73 –ópera prima exhibida en la tercera edición del mismo festival–, la originalidad del guion que el director escribió con Patricio Cárrega, la ocurrencia de filmar la película en Salta Capital, y las actuaciones de Bárbara Lombardo y Javier Flores que interpretan a la pareja estelar. Es posible que estos elogios se repitan en las reseñas publicadas con miras al estreno comercial previsto para el próximo jueves 23 de mayo. Por otra parte, la cercanía de ese desembarco evoca el recuerdo del desconcierto que aquella opinión mayoritaria provocó en una pequeña porción de público baficiano. Estos espectadores encontramos varios lugares comunes en la crónica de des/encuentros entre el salteño Juan y la porteña Luciana, por ejemplo la caracterización de los dos roles protagónicos –treintañeros inmaduros, alternadamente entrañables e irritantes– y el contraste entre pachorra norteña y neurosis capitalina. Desde esta perspectiva, resultan sobreactuadas las interpretaciones de Flores y Lombardo (seguro le habría sucedido igual a Violeta Uritzberea, primera opción para el rol femenino). Nobleza obliga, Badur Hogar presenta algunos aciertos. Para empezar, Nicolás Obregón y Cástulo Guerra encarnan con comodidad a sus personajes: el amigo y el padre de Juan respectivamente. Por otra parte, corresponde elogiar las piezas de chacarera aggiornada que integran la banda de sonido compuesta por Axel Krygier, la fotografía de Gaspar Quique Silva y los esfuerzos de producción que parecen destinados a promocionar una Salta sin relación con la provincia que Lucrecia Martel retrató en La ciénaga. En este punto vale señalar la envergadura del apoyo gubernamental acordado al proyecto de Moscoso: a principios de abril el gobernador Juan Manuel Urtubey viajó a Buenos Aires para acompañar la presentación en el BAFICI, y días atrás el Concejo Deliberante de la Ciudad de Salta declaró de interés municipal el estreno comercial del largometraje. En los mismos espectadores reticentes, este respaldo institucional alimenta la sensación de que Badur Hogar es, antes que una comedia original, una atractiva pieza promocional que parece recrear una vieja campaña de prensa. Podría haber sido ambas cosas como la entrañable Entre copas de Alexander Payne; en ese caso Luciana y Juan conquistarían tantos corazones como Maya y Miles o –pensándolo mejor– como los incorregibles Stephanie y Jack.
En Cuadros en la oscuridad, Paula Markovitch vuelve a demostrar que es posible hacer buen cine a partir de la propia experiencia personal. A diferencia de algunos colegas, la también autora de El premio se desplaza con paso seguro sobre la arena autorreferencial, acaso porque sabe inmunizar sus recuerdos de infancia y juventud contra el narcisismo. Este largometraje que se estrenó el jueves pasado en Buenos Aires y Córdoba está inspirado en la vida adulta del padre de la realizadora, artista apasionado que nunca expuso su obra y que en cambio trabajó en una estación de servicio hasta que lo echaron, a sus 58 años. El guion lo imagina viviendo solo, y de manera precaria en una pequeña localidad del interior argentino; un chico de la calle altera esa existencia gris. Alvin Astorga –algunos espectadores lo recordarán por su rol en Ciencias naturales de Matías Lucchesi– interpreta con solvencia la reencarnación de Armando Markovitch. Lo acompaña el pre-adolescente Maico Pradal. Como cuando filmó a la niña Paula Galinelli Hertzog en la mencionada El premio, aquí también Markovitch hija hace gala de su aptitud para dirigir a jóvenes novatos. Esta destreza se relaciona con otra igual de importante: la capacidad para escribir guiones lacónicos y sin embargo precisos y consistentes. Por estas virtudes, y por la tendencia a filmar cámara en mano, es lícito comparar a esta realizadora porteña radicada en México con Luc y Jean-Pierre Dardenne. Aunque desde una perspectiva distinta, Cuadros en la oscuridad comparte con El premio la referencia a la dictadura que se extendió en la Argentina entre 1976 y 1983, y cierta invitación a reflexionar sobre el trabajo creativo en tanto refugio de verdades ocultas y/o silenciadas (en la historia de la película estrenada en 2011, es determinante el rol acordado a una poesía escrita por la nena protagonista). A diferencia de su predecesor, este largometraje gira alrededor de otros temas además de aquél conformado por esa porción de pasado nacional. De hecho, son dos los temas centrales de la nueva ficción de Markovitch: el arte como vía de escape de una situación de marginalidad (por persecución política, por (auto)censura, por exclusión social) y, por otra parte, como legado que puede destruirse o restaurarse / reivindicase. La decisión de acompañar la proyección de la película con una muestra de cuadros pintados por papá Armando refuerza esta doble invitación a la reflexión.
En 2023 habrá pasado cien años desde el asesinato del bandido rural Andrés Bazán Frías por gatillo fácil, y sin embargo la sociedad argentina sigue avalando un sistema punitivo tan lombrosiano y clasista como aquél que se encarnizó con el Robin Hood de Tucumán. Así lo prueban Lucas García y Juan Mascaró en la docuficción cuyo título retoma el apellido del ladrón de comida, ejecutado por un agente de policía: Bazán Frías, elogio del crimen. Los realizadores explicitan su perspectiva ideológica apenas comienza el film, cuando citan una frase de Michel Foucault en Vigilar y castigar, y poco después cuando acompañan la descripción castrense o judicial de Bazán Frías con imágenes de tucumanos contemporáneos que transitan por veredas de la capital provincial. La ilustración de ese informe fisonómico con rostros morochos pone en evidencia, por un lado, el trasfondo racista de la tipificación seudocientífica y, por otro lado, el peligro que supone la criminalización por portación de cara como reza el dicho popular. A priori suena excesivo que una sola película cuente la historia de un bandido devenido en patrono de los presos, documente los entretelones de la recreación cinematográfica que un grupo de convictos le dedicó a esa vida condenada de antemano por el Estado y la prensa, contraste el presente de estos reclusos con los lugares comunes que la opinión pública nacional repite sobre delincuencia, justicia y seguridad. Sin embargo, García y Mascaró muestran con destreza que éstas son las piezas de un rompecabezas, en este caso abordado desde una perspectiva secular. Sobre todo a partir del doble protagonismo acordado a la actriz Alejandra Monteros –como narradora en off y como integrante del elenco que lleva adelante la mencionada representación artística– los realizadores acortan progresivamente la distancia con los internos del tristemente célebre penal de Villa Urquiza. De esta manera, Bazán Frías… derriba más de un prejuicio alimentado por ese fenómeno socio-político y cultural que el penalista Raúl Zaffaroni denomina “criminología mediática“. De mayor a menor medida, los argentinos relacionamos Tucumán con nuestra declaración de independencia (de la corona española), con el caudillo Bernabé Aráoz, con la zamba Al jardín de la República de Virgilio Carmona, con la cantante Mercedes Sosa, con el cantautor, productor y gobernador Ramón Palito Ortega, con el trabajo esclavo en la zafra, con el Operativo Independencia ordenado por la Presidente María Estela Martínez de Perón, con el sanguinario Antonio Bussi y su hijo Ricardo, con el comisario Mario Malevo Ferreyra. Este último personaje es nombrado en el largo, concretamente por una mujer que exige “mano dura” como se pedía en tiempos de la Triple A y de la dictadura cívico-militar de 1976-1983. A partir de esta intervención, García y Mascaró destacan la recta histórica que vincula la época de Bazán Frías con un presente siempre dispuesto a justificar e incluso a alentar la violencia institucional contra cierto tipo de delincuente. Entonces la provincia norteña se revela como un botón de muestra de una mentalidad punitiva de envergadura nacional.
Atención al apellido de Peri Azar, realizadora tucumana que el jurado de la competencia latinoamericana del 21° BAFICI consagró como mejor directora por su primer largometraje Gran orquesta. El dato personal no es menor porque este documental es tributario de la casualidad que –vale adelantar– la autora supo encausar con voluntad, paciencia y sensibilidad. La película cruza dos historias: una gira en torno a la banda Héctor y su Gran Orquesta Argentina de Jazz, cuya época gloriosa transcurrió en la Buenos Aires de los años 1940 y 1950; la otra da cuenta del trabajo colectivo que medio siglo después consiguió rescatar del olvido ese legado cultural. Según el segundo relato, la casualidad jugó un papel determinante a favor del proceso de recuperación, restauración, reivindicación. La intervención del azar constituye un elemento tan atractivo como la invitación a pensar que esa supuesta coincidencia es una manifestación del destino o del más allá, como la alusión al hallazgo de un tesoro sepultado (en este caso, un viejo baúl con dos mil partituras manuscritas y una batuta), como el halo misterioso que circunda al fundador de la banda, Héctor Lomuto. Azar reconstruye la trayectoria de la orquesta con el testimonio de descendientes de músicos que la integraron, con fotos y grabaciones de colecciones privadas, con material de archivos públicos. Por otra parte, recurre a los cantantes Sergio Pángaro, Cocó Muro, Abel Corriale y a la Big Band del Conservatorio Manuel de Falla para interpretar las partituras desenterradas. Recuerdos, ensayos y un acto final tienden un puente hacia esa porción de pasado que remite a una Buenos Aires más luminosa que la Reina del Plata actual, pero a una Argentina igual de vulnerable a la alternancia entre gobiernos filo y anti-peronistas. La postal porteña provoca nostalgia; el fotograma político, cierta tristeza. Sin dudas, Gran orquesta es una película entrañable. Mientras recupera a Héctor y su Gran Orquesta Argentina de Jazz, les rinde homenaje a esa música compuesta en nuestra ciudad, a la época de esplendor para los salones de baile, los discos de vinilo, las radios, y sobre todo a los ejercicios de memoria que contribuyen a preservar nuestro patrimonio cultural.