El astro Tom Cruise y el director Doug Liman toman la historia real del piloto que, en los ochenta, trabajó para, anoten: la CIA, el cártel de Medellín, la contra nicaragüense, el corrupto panameño coronel Noriega y, en definitiva, el Gobierno estadounidense. Una epopeya marcada por el amor al dinero que sirve para armar, con una estupenda fotografía vintage -gentileza del talentoso uruguayo César Charlone- y un gran archivo, un thriller chispeante. Además, construye un implacable retrato del papel de los Estados Unidos -con republicanos y demócratas de por medio- en el mundo narco, la guerra sucia y la manipulación política en América Latina. Por fin una de corruptos que actúan en nombre del Tío Sam. El incombustible Cruise le da a Barry Seal todo lo que el personaje pide (y que él puede proveer tan bien) para alegría del cine: controvertido y todo, es un héroe de acción y piloto fantástico. Además, un amoroso marido y padre de familia, que huye hacia adelante, y hacia arriba, en una carrera imparable. En el combo de Cruise y Liman no falta el humor, con picos en un par de escenas donde lo absurdo da vuelta todo. Son dos horas frenéticas, vibrantes y divertidísimas.
Andy Serkis es el prodigioso actor británico detrás del simio Caesar en la saga El Planeta de los Simios y el Gollum de El Señor de los Anillos. Aquí, en su primera película detrás de cámaras, se basa en una historia real, la de Robin Cavendish, el joven empresario del té que, en la Inglaterra de los años cincuenta y a sus muy jóvenes 28 años, cae víctima de polio. Robin, intepretado con el brillo de siempre por Andrew Garfield, pasa en cuestión de horas de disfrutar de una vida feliz (espera un bebé con la mujer que ama, los negocios y los amigos le sonríen, juega al tenis, viaja y se divierte) a quedar postrado del cuello para abajo, incapaz de respirar sin ayuda de un fuelle mecánico. Del deseo de muerte, con la fuerza del amor de su esposa Diana (Claire Foy) y de ver crecer a su pequeño hijo, Robin pasa a decidir que quiere vivir. Salir del hospital, inventar una silla de ruedas y un sistema que le permita, contra el consejo médico, instalar el respirador en su casa. Hay que ver a Garfield expresando emociones profundas con la mirada, con el luminoso brote de una risotada o una reacción sutil a una caricia. Cavendish fue un defensor de los derechos de los discapacitados y desarrolló elementos de ayuda médica que mejorarían la vida de muchos enfermos como él. Una razón para vivir es, sí, otra de esas historias inspiracionales de cómo vencer la adversidad que dan ganas de esquivar. Pero también es bastante más que eso: una historia de amor, contada con la habilidad y la gracia que le aportan sus dos principales intérpretes. Una mirada llena de verdad sobre esas pequeñas cosas -alegrías, tristezas-, que nos hacen personas.
El neocelandés Taika Waititi, detrás de un proyecto Marvell-Disney, estuvo a cargo de la tercera película dedicada al superhéroe del martillo. Una ecuación que promete. El hombre viene de hacer la desopilante What we do in the shadows, aquella del documentalista que registra la vida cotidiana de una casa en la que conviven vampiros. Y la estupenda Hunt for the wilderpeople, con el gran Sam Neill, en la que demostraba que podía contar una historia en el borde entre el drama y el humor, y hasta, con sutileza, borronear los límites del realismo. Por su parte, Thor-hijo de Odín, hermano del resbaloso Loki, es acaso el menos gracioso de los vengadores, el más solemne. En su último episodio, The Dark World, los chistes no conseguían inyectar frescura en su magnificada lucha contra el Mal. Watiti filmó en Australia y con algunos actores "propios" (Rachel House, Sam Neill), sobre guión ajeno. En su nueva aventura, que estrena hoy, Thor está preso y sin martillo, pero pronto tendrá que ponerse al frente del salvataje de la gente de su planeta, amenazada por el Ragnarok, la destrucción total provocada por su poderosa y malísima hermana, Hela (Cate Blanchett, extraordinaria). También Loki anda por ahí, terminando de dibujar el culebrón familiar que late al mismo ritmo que la aventura galáctica. En su viaje, Thor cae en un lugar dominado por The Grandmaster (Jeff Goldblum, divertidísimo), que se entretiene con su circo de gladiadores, y ahí no conviene contar más. Ayudado por una valkiria alcohólica y un grupo de presos mutantes, Thor avanzará hacia el enfrentamiento con Hela, que lleva una cornamenta en plan maléfica y carece de piedad. Waititi, y su estupendo elenco, entregan gags y humor deadpan al por mayor, en una coctelera chispeante de cultura pop y referencias al propio universo. Chistes destinados a reírse de todo el disparate junto y de cada tipo de personaje separado. Hay grandes, desopilantes momentos en este Thor, que confirma, valga la redundancia, lo buena idea que es convocar a cineastas con ideas, para entregarles proyectos millonarios como este: los Russo, James Gunn, John Watts. Waititi hace su cine, ahora con gran presupuesto: su historia se cuenta con un ritmo y una frescura tales que uno no puede sacarle los ojos de encima: lo está pasando demasiado bien. Y sus actores transpiran tanta humanidad y tienen tan buena química, que se olvida el hecho de que estamos frente a un tanque de marketing y fx. La espectacularidad al servicio de la historia. El humor funciona como blindaje: no deja lugar al síndrome de agotamiento por exceso de efectos especiales y Grandes Batallas Finales que amenaza con acabar con el interés por las pelis de superhéroes. Si el subgénero tiene sobrevida, debe ser por acá, por este camino entre el vintage y la bajada a tierra -ejem- de personajes que nos interesen más allá del gran espectáculo. Y con Led Zeppelin al palo.
Registro de las clases y los exámenes de las escuelas militares en la materia derechos humanos. Como el tema, en un país como la Argentina, es de por sí pesado, este documental no requiere -ni ofrece- grandes atractivos, narrativos o visuales, para lograr, de todas formas, un material interesante.
Claire Denis lleva al cine "Fragmentos de un discurso amoroso", clásico del semiólogo Roland Barthes. ¿El resultado? Una subyugante y por momentos tediosa experiencia de seguimiento de su protagonista. Son largas escenas de diálogos que fluctúan entre la superficialidad, la seducción y la tensión, entre esta artista plástica en busca de amor y una serie de señores. De una relación a otra, recibiendo más insatisfacciones que placer (o quizá ahí está el placer), algo desconcertante sucede en la contemplación de sus intimidades, a la vez un poco aburrido y fascinante. Hay al final una escena increíble con Gerard Depardieu. Pero lo más increíble, lo fascinante, es Juliette Binoche. No hay forma de sacarle los ojos de encima a ese prodigio de belleza, inteligencia y sol interior.
Encuentro de generaciones y cruce de historias en el Delta del Tigre. Con foco en dos amigas, interpretadas por Marilú Marini y María Ucedo, que llegan a la casa de una de ellas con la excusa de mantenerla ocupada y así preservarla de la codicia inmobiliaria que la amenaza. Esta ópera prima, dirigida por una argentina y un español, va encontrando otros personajes que, como capas, suman interés y una peculiar intriga. Entretenida, atractiva y con dos estupendas intérpretes principales.
Las pequeñas ponys viven felices en Ecuestria, hasta que llega Tempest Shadow (la voz de Emily Blunt en la versión original) y sus fuerzas, decidida a someterlas y exigiendo rendición inmediata. La magia de la amistad, base de las historias de estos personajitos psicodélicos, será la base de las alianzas para resistir, en esta colorida aventura para los más chicos.
Prolija biografía de la gran Tita Merello, con una producción, y reconstrucción de época esmeradas, que se preocupa por retratar al personaje y su época, marcada por otros grandes que se cruzaron en su vida: Sandrini, Perón, Evita. Con una esforzada caracterización de Mercedes Funes como Tita sobre el escenario.
Con una educación sexual a cargo de una madre alcohólica y drogadicta, que se pasea con una serpiente entre las piernas, las hermanas Ofelia y Lucía viven el sexo de una manera tan intensa como opuesta. La primera (Pampita, en su debut cinematográfico), abraza su deseo constante sin dudas ni prejuicios. La segunda (Mónica Antonopolus) lucha contra la represión. En su casamiento, hay reencuentro familiar, con los hombres de ambas, y los deseos se mezclan. Con ecos de Armando Bo y, alguien dijo, la irreverencia del primer Almodóvar (aunque sin la corrosiva acidez que supo tener el manchego). Con música de Sandro y una puesta en escena virtuosa, que saca provecho de sus bellos protagonistas, de una locación increíble y unos años setenta de álbum de fotos. El director Diego Kaplan ha hecho una película tan divertida como incómoda para espectadores sensibles, en la que el sexo es tratado con una libertad y un desparpajo absolutamente desacostumbrado para el cine argentino. Desearás es un gran chiste, aunque no siempre funciona con la misma gracia. Que parece reírse, y homenajear a la vez, a diversos géneros: el melodrama, la comedia erótica setentista, el trash. Es probable que los desnudos masculinos frontales y algunas escenas de las que se hablará por un tiempo, como la del semen, le hayan valido la calificación con la que se estrena: prohibida para menores de 18 años. Algunos dicen que será un clásico del futuro, film de culto cuyo póster colgarán de la pared los próximos estudiantes de cine. Lo cierto es que Desearás desoncierta desde la primera escena: ¿estamos ante una genialidad o una bizarrada extrema?, ¿es terrible o buenísima?, ¿juegan o va en serio? Kaplan y su equipo lograron un festival del exceso que te saca de tu zona de confort, que te incomoda, te obliga a buscar la película. Qué suerte que, de vez en cuando, algo sea capaz de generar ese corrimiento en los espectadores.
La importancia del acontecimiento, volver a la obra maestra que Ridley Scott filmó hace ya 35 años, marca el tono de esta secuela. Los Ángeles, en el año 2049, mantiene el aspecto de ese futuro apocalíptico, contaminado, sucio y lluvioso que inauguró aquella, basada en la novela de Philipp K. Dick. El diseño visual deslumbra y tiene efectos especiales apabullantes, aunque otros estrenos recientes, como Ghost in the shell, con su imaginería urbana del futuro, le robaron a esta secuela tardía algo de su paradójica capacidad de sorpresa. El nuevo relato, estirado en largas casi tres horas de duración, parece haberse quedado con la densidad filosófica, expuesta en parrafadas no demasiado inspiradas, pero perdido la vitalidad, la adrenalina, la audacia que hizo de Blade Runner un clásico de nuestro tiempo. Hay un nuevo Blade Runner, policía cazador, que responde a un número de serie o a la letra K (Ryan Gosling), cuyo trabajo es, otra vez, retirar a ciertos viejos modelos de replicantes, bajo las órdenes de una jefa (Robin Wright), dura pero con cierta debilidad por el muchacho. En la primera, violenta escena, está la clave del hallazgo que siembra la trama y que no conviene revelar, pero que sumerge a K en una investigación que involucra su propia historia. Villeneuve y sus cuatro guionistas se asientan de nuevo en el policial negro de ciencia ficción. Es una suerte, porque sino la película, con su gravedad y su exhibición de diseño, sería una pura alegoría tan difícil de acompañar como La llegada, el plomizo film anterior de Villeneuve, ganador de un Oscar. El gusto del director por lo alegórico hace que hasta la única escena de amor físico de la película suceda entre el protagonista y dos mujeres, una virtual y una real, fundidas en una: el tema de lo humano y lo inhumano simboliza en ese doble cuerpo, que apenas se materializa, termina, corte a otra escena, justo cuando venía lo mejor. Blade Runner 2049 está plagada de escenas que podrían estar como no estar, sin que nada cambie demasiado. Menos mal que aparece Deckard/Harrison Ford. Gracias a él, en temporada alta de regreso a sus personajes icónicos de décadas atrás, esta Blade Runner suntuosa registra signos vitales, alguien tocable, con sentido del humor. Un humano, finalmente.