Isabel es una mujer en busca de cambio. Que encontró en lo espiritual, convencida de que una buena actitud frente a la vida puede hasta curar el cáncer. Es el personaje principal, interpretado por Florencia Raggi, de esta ópera prima cuya trama se desarrolla en torno a la muerte de Pep, marido de su amiga, a la que acompaña en su tristeza. A ellas se suma otra, lesbiana y catalana, que llega desde España para la sombría ocasión. Comedia con la amistad femenina como eje, ese subgénero que tan exitosos productos ha dado al cine americano pero que esta vez, con personajes sin profundidad y un guión desarticulado, que reitera situaciones, muestra escasos hallazgos.
La tercera incursión cinematográfica de los Lego, después de la muy buena Lego Movie y la bastante buena Lego Batman, sigue a un grupo de niños que se transforma en superhéroes pera acabar con el malvado Garmadon. Claro que el malo es, además, el padre ausente de Lloyd, uno de ellos. La película, que arranca como un catálogo de venta de juguetes sin mucha excusa, va encontrando varias buenas ideas por el camino, que permiten olvidar la irremediable falta de sorpresa que le toca a una tercera parte. Con ritmo, inventiva y buen humor, se ríe de todos los temas que toca, y la animación es admirable.
Steven Soderbergh orquesta, con gracia, esta comedia y policial de la América profunda, en torno del pobre Jimmy Logan -Channing Tatum-, echado del trabajo y de la vida de su hija, cuya madre (Katie Holmes) tiene la tenencia, y novio nuevo. Quebrado, hundido, convence a sus hermanos de cometer un robo durante una carrera de autos. Con la inestimable ayuda de un experto en explosivos al que hay que sacar de la cárcel primero (Daniel Craig). Personajes queribles, tanto los centrales como los múltiples secundarios, suman atractivo a esta rara apuesta por el cruce de géneros. Más que simpática. Y divertida!
Quizá es un escritor frustrado, y de ahí la mirada cruel que hace, de un poeta, un demonio vanidoso. Quizá tiene razones para manifestarse contra la creación artística y sus musas inspiradoras, y para eso concibe un horror film alegórico: la musa fagocitada por la creatividad. O quizá detesta a las mujeres, y de ahí el ensañamiento con sus protagonistas femeninas, con frecuencia víctimas de palizas, violaciones y humillaciones aberrantes en su filmografía, (de la que hay que exceptuar El luchador, proyecto Mickey Rourke). O quizá hay algún asunto no resuelto con la figura materna, vaya uno a saber. Son todas conjeturas que pasan por la cabeza después de ver ¡Madre!, la nueva película de Darren Aronofsky, el de El cisne negro y Réquiem por un sueño. Esta vez, el ensañamiento de Aronofsky tiene la forma de cruza, de casa embrujada con ritual maléfico. Lo primero está claro desde el preámbulo, cuando un efecto digital tipo botón de photoshop va convirtiendo un lugar en cenizas en una casona preciosa, iluminada por el sol. Lo segundo se infiere sin esfuerzo, apenas la protagonista deambula por el caserón, y se asusta frente a la aparición de su marido. Pronto sabemos que la casa es de él, que se incendió y fue reconstruida por ella, con sus propias manos. Se supone que es el lugar donde deben y quieren estar solos, para que él escriba y ella termine su trabajo. Pero empieza a llegar gente extraña. Aronofsky cita, homenajea, ideas que tuvieron otros cineastas. Imposible no linkear con el Polanski de El bebé de Rosemary, alguien dijo Bergman, y hasta viene a la cabeza el Buñuel de Viridiana, con aquella otra casa magnífica invadida por extraños que todo lo comían y todo lo tocaban. La primera hora de película mantiene la atención, el suspenso por averiguar hacia dónde irá todo esto. En ese tramo de película de misterio y terror dark a secas, está lo mejor de Madre!. La segunda hace del misterio un estallido de situaciones cada vez más bizarras -¡tentación de spoiler!- que van desquiciando a la pobre ama de casa. Si hay una fuerza natural capaz de mantener con vida todo el asunto es Jennifer Lawrence, claro. Pero su papel (ella es Mother, y Bardem, Him, háganse la idea), el de una mujer servicial cegada por el enamoramiento, es tan poco agradecido que la violencia obscena parece responsabilidad de su propia estupidez. Es cierto que, la buena o los malos, Aronofsky no parece mirar con cariño a ninguno de sus personajes, títeres de su pretenciosa metáfora. Sobre el loco fanatismo por las celebridades, conviene volver a Misery.
Tras casi diez años de espera, Lucrecia Martel vuelve a deslumbrar con su hechizante, exquisito sentido para que la imagen y el sonido nos sumerjan en el mundo y en el tiempo de Diego de Zama. Es el funcionario que espera, en el Paraguay del siglo XVIII, permiso para poder largarse de ahí, una carta que nunca llega. Que se estrene la película es un acontecimiento artístico por varios motivos. Obviamente, porque es la cuarta película de la notable directora argentina, nuestra gran autora. Pero también por todo lo que rodeó, antes durante y después, la aventura de hacer de Zama un film. Hubo un intento anterior, que no llegó a rodarse aún cuando tenía, su director Nicolás Sarquís, hasta los actores elegidos. Y hubo varias idas y vueltas en una producción tan esforzada que terminó con veinte productores, desde los hermanos Almodóvar a Guillermo Kuitca, Gael García Bernal y Danny Glover. Se filmó en Formosa, con miembros de los pueblos originarios y actores qom, Martel se enfermó y se curó, Zama quedó afuera de Cannes porque Almodóvar presidió el jurado, se vio por fin en Venecia donde la crítica cayó rendida a sus pies y ahora llega a las salas porteñas. En tanto apuesta por un cine sensorial, alejado de la narrativa convencional o el seguimiento a una trama propiamente dicha, Zama apuesta por poner en escena, como dijo alguien, no ya la historia de un hombre que espera sino las consecuencias, los efectos que esa espera va produciendo en el pobre funcionario. El actor mexicano Daniel Giménez Cacho tiene uno de esos rostros que parecen haber nacido para el cine de Martel y su mirada transmite la desesperación de quien se vuelve invisible entre los suyos hasta terminar en una increíble deriva, hacia el magnífico tramo final. Película existencialista, sí, apoyada en un universo sonoro compuesto por tonos decrecientes, ruidos animales -que parecen electrónicos- y la música de los Indios Tabajaras, que aporta humor y viene de la época en que se escribió la novela de Di Benedetto, los años cincuenta. Ver Zama, y volver a verla, como se mira más de una vez una pieza de artes plásticas, es asomarse a una cosa orgánica, que tiene vida propia. Que, como dijo alguien también, parece que pudiera olerse. Y cada plano de Martel parece una obra de arte, con su uso del fuera de campo, y de la profundidad, con su maestría para componer imágenes de una riqueza extraordinaria, en las que pasa algo en primer plano, y al fondo algo más, y en el costado, un perrito es acariciado, como en un óleo de Velázquez. Un caballo mira a cámara y rompe la cuarta pared, unos peces se pelean violentamente debajo del agua, las chicharras atraviesan el aire pesado, húmedo, que vuelve pesadas las ropas sucias del desgastado Zama. Un cine que remite al de Terrence Malick, al Herzog de Aguirre, al John Ford del encuadre preciso en sobrecogedores planos generales, pariente de Jauja, de Lisandro Alonso, y sumará el espectador las conexiones que puedan acudir a su cabeza. Basándose en la famosa -y extraordinaria, y supuestamente infilmable- novela de Antonio di Benedetto, Martel construye su universo propio, con su conocido gusto por lo decadente, sus marcas autorales. Zama es un viaje alucinado, de una belleza apabullante. Una de esas experiencias únicas que regala, cada tanto, el mejor cine.
Este documental sobre la maratón de nado de Coronda, en Santa Fe, ahonda en la relación entre la gente y la natación en río, con el agua, con la historia de esa relación. Y lo hace con testimonios de sus protagonistas históricos y del presente. A pesar de cierto didactismo, sobre todo en el primer tramo, Crol rescata una historia que sin dudas merece ser contada.
Un ejecutivo español -Imanol Arias- llega a Buenos Aires para tocar el cielo con las manos. Un ascenso, un cambio de status, una bella mujer a su lado. Pero hay un personaje bastante excénctrico -Darío Grandinetti- decidido a hacerle la vida feliz imposible. Con la crisis laboral como marco, una apuesta por la comedia irreverente en el mundo empresario que lamentablemente naufraga en su propio chiste, más ramplón que divertido, a pesar de los esfuerzos de su sólido elenco masculino.
De la mano de la directora Anahí Berneri, Sofía Gala encarna a una joven prostituta y madre que sobrevive, entre como puede y como quiere, después de un desalojo que la deja en la calle. Con la naturalidad acostumbrada, aunque en uno de esos papeles que parecen hechos para ella, a su medida, Gala saca provecho de la indolencia de su personaje. Eso lo aleja del patetismo y la condescendencia. Y hace de Alanis un film tan interesante y vigoroso, hasta su estupenda secuencia final.
Definitivamente, hay que tener en cuenta al actor Taylor Sheridan, que escriibió la muy buena Sin nada que perder, nominada al Oscar, y ahora ratifica su talento para contar historias en este, su segundo film, un thriller centrado en el crimen violento de una joven en una reserva india. Un cazador ayuda a una agente del FBI a encontrar a los culpables, en un entorno en el que las tormentas de nieve son la menor de las durezas. Seco, conciso, emocionante, un policial que atrapa y llega lejos.
Como Rush, el muy buen film sobre la rivalidad entre James Hunt y Niki Lauda, esta película se ocupa del torneo de Wimbledon de 1980, uno de los grandes partidos de la historia del tenis, entre Bjon Borg y su gran rival, el colérico John McEnroe. En la comparación pierde, porque carece de la fuerza poética de la del automovilismo. Pero como biografía doble, que va y viene entre el pasado de los personajes y la previa al partido, es correcta, entretenida y seguramente apasionante para los amantes de la historia del tenis.