La excusa es vana y dice así: “me cortaron cuarenta minutos del film”. La pelota, claro está, queda del lado de los estudios malvados. Es su culpa si la película fracasa (probablemente lo sea, pero más bien gracias a una falta de compromiso en lo que respecta al marketing). En ese relato, Spike Lee no sale airoso del aprieto pero, “es todo lo que le dejaron hacer”. ¿Será realmente así? Si al director de Do The Right Thing le devuelven sus cuarenta minutos faltantes, puede que se le caiga la mentira: de tener razón en que la verdadera calidad artística se encontraba en ese resto ausente, eso implicaría como resultado una película con 104 minutos de pésimas actuaciones, coreografías de acción y diálogos, y otros cuarenta simplemente maravillosos. Un desbalance importante que, de mover apenas el amperímetro artístico, la amplificaría de “mala” a “mediocre”. Y resulta lógico, basado en el metraje que sí existe, sospechar que el otro que permanece oculto no debe ser gran cosa. Obviando la pregunta de si era necesaria una fotocopia o no de la enorme película de Chan-wook Park (la respuesta es fácil), lo mejor que se puede decir de Oldboy versión 2013 es que la historia de fondo es tan buena que no hay americanización que pueda destruirla. Y he ahí el problema: poco cambia como para llamar a esta película una “interpretación” o “reversión”, y lo que sí cambia carece de sentido o, en todo caso, lo hace siempre para peor. Ahí está Josh Brolin para demostrarlo, encarnando a Joe Doucett, un hombre errático que un mal día es secuestrado y encarcelado en una prisión clandestina sin motivo aparente. Tan enigmática es la captura como su posterior puesta en libertad, tras veinte años de encierro entre cuatro paredes: así como si nada, un día despierta al aire libre, con enojo justificado y sed de venganza. Sin embargo, el rostro impávido de Brolin parece perdido y caprichoso, en lugar de melancólico e iracundo como lo era el de su personaje en el film original. El antagonista, aquí en la piel de un insufrible Sharlto Copley con absurdo acento británico, tampoco ayuda demasiado al relato: su plan es malévolo, sí, y todo lo que hace es terrible, pero cada escena que lo enfrenta con nuestro antihéroe parece más bien un chiste de mal gusto que una trama macabra. Por momentos uno tiene la sensación de que en cualquier segundo alguno de los dos, cualquiera, va a mirar a cámara y reirse. Pero el momento no llega, la película avanza tomándose demasiado en serio a sí misma como inconsciente del desastre, y lo que eran escenas antológicas en la original aquí aparecen como meras parodias: el pulpo no está ausente, sólo demasiado desinteresado como para adquirir algún protagonismo, y la bellísima pelea en plano secuencia donde el protagonista deshace una veintena de guerreros a puño limpio, aquí aparece ampliada en duración pero reducida en calidad artística: casi da la sensación de estar viendo en ella una escena perdida de West Side Story. Spike Lee es un gran director, posiblemente mejor que Chan-wook Park (a la ya mencionada Do The Right Thing hay que agregarle a su curriculum Malcolm X, Inside Man y La Hora 25, entre otras grandes obras), pero el proyecto posiblemente estaba maldito desde antes de comenzada la producción. No hay aquí metraje cortado que pueda cambiar eso.
La chica joven, bonita, valiente y un poco confundida mira el espejo y nota algo raro en él: algunas imágenes están cambiadas, envueltas en un oscuro halo misterioso. El fantasma de Lewis Carroll merodea sin aparecer en cámara mientras que Alicia no se asoma a través del espejo. No hay fábula ni un desborde de imaginación sino que hay, apenas, una repetida fórmula del género terror. Esto último no es de por sí algo malo, si la técnica y el talento del director acompañan: ahí está James Wan para demostrarlo en cada revisión que puede hacérsele a El Conjuro, una película que maneja temas similares en cuanto a lo siniestro pero que, a diference de ésta, funciona. La historia comienza con una familia que un mal día, junto con el nuevo hogar al que se muda, hereda un espejo de esos que nadie quisiera tener en su pared colgado, pero que aparentemente si viene "de regalo" debe quedar allí por algún motivo desconocido. Pronto descubrirán que, ¡oh! ¡sorpresa!, el espejo está maldito y hubiese sido una mejor idea regalarlo o subirlo a un flete con rumbo desconocido. Las apariciones fantasmales no tardan en aparecer, ocurre una retorcida tragedia, y la familia se separa. Esta línea argumental queda en el pasado, y varios años después el hilo narrativo retoma desde flashbacks que van y vienen, cambiando de contextos constantemente y quebrando así su propio ritmo. Nadie puede negar el pulso del director Mike Flanagan para manejar ciertos pasajes verdaderamente aterradores. La manera en que el realizador presenta a los demonios (internos y externos por igual) comprende un gran suspenso y delínea pasajes momentos súmamente tétricos. Sin embargo, al igual que con su anterior film Absentia, algo crucial falla que hace que la totalidad de la película se desmorone: la dirección de actores o, yendo más lejos aún, el casting. Los jóvenes acechados por mil demonios intentan ser más inteligentes que sus colegas de otros folletines de terror, pero no sólo no lo logran sino que, por el contrario, siendo conscientes del peligro que esconde cada escena, terminan enfrentándose a su estupidez cuando los múltiples clichés los acosan por todos lados. Cuando quieren parar el proyector y salir de la película de terror, ya es demasiado tarde. El destino está escrito, redundante, obvio y más que cantado. Como suele suceder cuando se sigue un género al pie de la letra.
El traspaso de papel a pantalla grande no siempre es armonioso y decenas de clásicos de la literatura arruinados por el Séptimo Arte pueden dar fe de ello: La Mandolina del Capitán Corelli (autor masacrado: Louis De Berniere), Hook versión Spielberg (James M. Barrie) y La Letra Escarlata (con Demi Moore bailando sobre la memoria de Nathaniel Hawthorne) son sólo algunos ejemplos de evidente atropello. Y si bien no hay un patrón para el fracaso, lo que se le suele atribuir como error a estas obras, como explicación del fallido, es la poca fidelidad a la fuente original. Nada más errado: si Peter Jackson traspasó la fantasía de Tolkien al fílmico con irrefutable éxito, no fue precisamente por tomar al pie de la letra su obra (especialmente con el segundo episodio, Las Dos Torres, acaso la mejor de la saga) y por otro lado obras maestras del cine como El Resplandor (Kubrick) y Tiburón (Spielberg) reescribieron las páginas de sus autores -en este caso, algo mediocres- para conseguir un resultado notablemente mejor. Al escritor, claro, por lo general estas adaptaciones no le causan gracia -aunque allí estará siempre el texto, inalterado, para aquel que no quiera dejar que otros imaginen su historia. José Saramago era, hasta su muerte en 2010, precisamente uno de estos escritores: la última adaptación de su obra que vio en cine fue Blindness, de Fernando Meirelles (basada en su notable Ensayo Sobre la Ceguera) que no satisfizo a sus lectores ni al público en general. Su desconfianza respecto a esta rama del arte estaba, hasta entonces, más que justificada. Es por eso una tremenda lástima que el autor de clásicos de la literatura moderna como El Evangelio Según Jesucristo no haya tenido la oportunidad de ver su novela El Hombre Duplicado, en las manos de uno de los directores más interesantes de la última década, Denis Villeneuve (Incendies, Prisoners). Ahora sí, tras muchos intentos fallidos, alguien dio en el clavo. ¿Cómo lo hizo? Fácil: utilizó otra herramienta, la cinematográfica, para adaptar conceptualmente –no literalmente- lo más importante del libro. Y al agregar simbología adicional, metáforas abstractas, analogías de forma arácnida y vueltas de tuerca ocultas, enriqueció un texto de por sí ya rico en interpretaciones freudianas. El Hombre Duplicado es, en verdad, un Enemigo (tal su título en inglés) y es la primera señal de que la adaptación de Villeneuve es eso: una adaptación, no una transposición textual. Partiendo de la historia original que tiene a un profesor de Historia descubriendo que en su misma ciudad hay otro hombre idéntico a él en todos los aspectos (menos el psicológico, claro), Enemy traza una trama que gira rápidamente hacia lo macabro desde lo más oscuro de la psiquis humana: monstruosidades que se manifiestan en sueños, infidelidades, ciclos de agobiante redundancia y visiones de mujeres-araña (metáfora que conviene analizar al término de la película, repasando algunos detalles que en una primera visión de la misma pueden escapar). Villeneuve trabaja, esencialmente, sobre un género conocido –el thriller- pero le da una vuelta desde lo surrealista, con imágenes que remiten a Buñuel, Kubrick (la escena inicial parece una toma extra de Ojos Bien Cerrados), Cronenberg y De Palma, por lo cual otorgarle el adjetivo lyncheano es resguñar apenas la superficie de esta pequeña gran obra. Sin embargo, parte del mérito pertenece a la fuente original literaria (que a la vez comparte un lejano parentezco con El Doble de Dostoevsky que, curiosamente, tiene una reciente adaptación cinematográfica de la mano del director Richard Ayoade) y otra parte aún mayor a la notable interpretación de Jake Gyllenghaal, que divide su personalidad en dos extremos opuestos con igual maestría y sutileza. Ante un juego de duplicados, poder descifrar al instante si se trata de uno u otro personaje es indicativo de una gran actuación. Así como La Sospecha (Prisoners) fue una de las mejores películas del año pasado, puede que nos encontremos ahora con otra digna candidata a obtener idéntico honor. Que pertenezca al mismo realizador a esta altura no hace más que confirmar su talento, que hace por lo menos tres películas dejó de ser tan sólo una promesa.
En el año 2007 Disney tuvo una idea peculiar: readaptar su clásica historia de brujas y princesas pero subvirtiendo un poco las cosas, ya que, a saber, el amor “automático” no existe, los príncipes son cosa de cuento, y los animalitos de la vida real no cantan ni bailan. Nació, entonces, Encantada (Kevin Lima) y el mundo aplaudió la osadía. Hoy, siete años después, Disney se dio cuenta de otra cosa: en esa reversión, la única que seguía siendo la misma era la bruja y al público actual parece gustarle más el villano que el héroe (redención y moraleja mediante, claro, ya que al menos en eso hay que ser fiel a los principios del Ratón). De esta idea suge pues Maléfica (Robert Stromberg). Sin embargo, hay entre ese otrora gran logro -que introdujo al público masivo a un talento como Amy Adams- y éste intento de modernización de la fábula una enorme diferencia: mientras que el primero era, en el fondo, una bienvenida autocelebración a través de la parodia, éste es un auto-atentado a través de la ampulosidad y mero festival de efectos digitales. Ahora bien, pese a este grave problema, Maléfica no es una mala película: simplemente es una película acerca de una mala, que acapara demasiado la atención y no deja participar al resto de los personajes. Es ese arma de doble filo el que otorga la paradoja, ya que cuando Angelina Jolie está frente a cámara, su presencia devora la pantalla y es posible deleitarse tan solo con sus miradas y gestos, pero cuando no está, todo se derrumba debajo de su sombra: los personajes secundarios revelan que no tienen ninguna profundidad, los diálogos mal escritos suenan más fuerte y las actuaciones lamentables de Sharlto Copley (quien luego de Distrito 9 no tuvo demasiada suerte en cine) y especialmente de las tres insufribles hadas madrinas, irritan al punto de que cuesta mantener la vista en la pantalla. La historia de Maléfica parece estar, no obstante, construida a medida para Jolie: un incomprendido ser oscuro (no se menciona la palabra “bruja” en los 97 minutos de película) que en el fondo no es tan malo y si obró de maneras moralmente reprochables en su juventud, lo hizo sólo por despecho, resentimiento y justicia por mano propia. Ok, por más que el personaje naturalmente se arrepienta luego de sus acciones, convendría en otra ocasión analizar bien este mensaje que se está enviando... Maléfica es, obviamente, La Bella Durmiente a la inversa, es decir, es La Malvada Despierta (porque fea, sin dudas, no es) que, lejos de estar completamente enceguecida por su maldad, es hábil, inteligente, fuerte, poderosa, realizada y con una enorme consciencia social para transmitir la importancia de criar a un niño en este mundo lleno de crueldad y dolor. Cualquier mensaje forzado y redundante acerca de la importancia de adoptar a un pequeño con la realidad de la actriz no es pura coincidencia: es ella, después de todo, quien oficia además de productora. Pero pese a todos estos problemas, que no son pocos, Maléfica funciona aún si sea únicamente por cuán bien le queda a Jolie el rol de mala-no-tan-mala. Su contraparte anterior, Encantada, por otro lado, conseguía el mismo mérito con otra actriz y además era, en esencia y totalidad, una excelente película. No se puede decir lo mismo de la historia de esta bruj.... ex-hada madrina...
La nueva película de los mutantes se caracteriza por ser, si bien no la más sólida, la más conciliadora en cuanto a errores y aciertos de las anteriores aventuras. De ahí que su nombre resulte por demás apropiado: Días del futuro pasado remite a los mejores personajes de las últimas películas (en presente pero, sobre todo, en pretérito), sus acciones y sus arcos dramáticos, a la vez que omite, al menos en parte, los pasos en falsos de capítulos fallidos como Origins: Wolverine y X-Men 3: The Last Stand. Este apretón de manos entre vieja escuela y joven generación (o "first class", en base al título anterior) da como resultado un film diseccionado en dos partes, que gracias a que tira más para un lado que el otro, sufre de un imbalance incómodo que cada vez que recurre al montaje paralelo, inevitablemente corta el ritmo narrativo. En el futuro, Kitty Pride (Ellen Page) envía al pasado a Wolverine (Hugh Jackman, quien a esta altura puede interpretar a su personaje con los ojos cerrados y caminando en reversa) para cambiar hechos históricos que llevaron a la Tierra a la devastación casi total. La genial idea pertenece al profesor Charles Xavier (Patrick Stewart) junto con el mismísimo Magneto (Ian McKellen), quien deja de ser villano -al menos, en una de las líneas temporales- para convertirse en un valuable aliado. La cronología se parte así en dos: futuro incierto y 1973, con vestidos y peinados funky por doquier, gracias a una sobreestilización de la época que funciona como apartado humorístico y encuentra su mejor momento en una notable escena que tiene al mutante Quicksilver (Evan Peters) rompiendo récords de velocidad e ingenio. El acompañamiento musical de dicha escena redondea un momento perfecto que, lamentablemente, no se repetirá en lo que queda de la película. Es justamente por culpa de esta fragmentación temporal que la película, si bien divierte -aunque no asombra- está plagada de altibajos: en sus mejores pasajes es ingeniosa, dinámica y ágil, y en sus peores todo lo contrario. El salto de un extremo a otro es capaz de producirse en apenas un espasmo de Wolverine que lo devuelve al futuro y en el paso le da una temporal amnesia. Pese a sus irregularidades, X-Men: Days Of Future Past es un bienvenido regreso de la saga a los buenos viejos tiempos, aunque ésta última frase conlleve más de un dolor de cabeza de ser analizada en base a los teorías erradas de la película.
La renovada versión americana de Godzilla es menos americana y, afortunadamente, un poco más... Godzilla. Eso no es algo necesariamente bueno o malo, simplemente es lo que es: una película de monstruos donde, por más que se intente en un comienzo establecer un punto de vista más humano de la historia, lo que importa y reina es el caos, las explosiones y el duelo de titanes que se da en los últimos cuarenta minutos. La "novedad" es la vuelta a las raíces: al igual que en las películas de la célebre productora cinematográfica japonesa Toho, aquí el monstruo tiene un costado de semi-deidad, y no es la principal preocupación del mundo sino que, increíblemente, puede terminar siendo la salvación del mundo. Cabe aclarar que cuando se dice "mundo", se habla de la percepción occidental del mismo: esa que tiene que ver con electricidad, energía nuclear, transporte y comunicaciones. A Godzilla, claro está, mucho no le interesa el tema pero sí el hecho de "mantener un balance". Mensaje ecologista de por medio, se esboza una teoría del caos por demás explícita: el aleteo de una mariposa gigante, literalmente causa un tsunami. Tiene lógica, al menos dentro de la película que explica que en verdad las pruebas nucleares del pasado de "prueba" no tenían mucho, sino que en verdad fueron intentos fallidos de matar al monstruo. El tamaño descomunal de la bestia es inversamente proporcional al de las caracterizaciones de los humanos, que se quedan en lo básico y francamente sobran. Pero, afortunadamente, la segunda mitad de la película compensa esta notable falencia con lo máximo que se puede esperar de una historia que tiene a un lagarto radiactivo gigante como protagonista: acción al por mayor, peleas colosales que se entienden porque suceden en planos generales que permiten comprender lo que está sucediendo en pantalla, y recursos visuales que resaltan la majestuosidad del monstruo, como niebla y relámpagos que resplandecen sobre su imponente presencia. No hay mucho más, ni mucho menos, pero es lo que hay y, aunque le cueste reconocerlo a cualquier fanático, no existen demasiadas maneras de contar esta historia. Todos queremos a Godzilla, coloso, primitivo y bruto como se lo ve aquí. Habrá que conformarse, entonces, con que esta versión moderna es ciertamente más respetuosa de los originales y sólo por ello se distancia felizmente de su antecedente de 1998.
Cuando volvieron en el 2012, después de un letargo que tuvo que ver, en parte, con el desinterés del público en los últimos años y, por otro lado, por problemas de financiación (Disney se aferraba a la propiedad sabiendo que tenía un valor enorme, pero no confiaba demasiado en relanzarlos al mercado a gran escala), el mundo los aplaudió como en los viejos tiempos y pidió más. Los detractores (muy pocos, apenas aquellos excesivamente conservadores), dijeron que "no se trataba de una película fiel al espíritu Muppet". Después de todo, fue eso lo mismo lo que temió Frank Oz al ver el guión, y quien otrora fuera prestador de voces para varios personajes, decidió dar un paso al costado y dejar sin habla a Miss Piggy, entre otros. Pero la taquilla apoyada en un ferviente público, no obstante, ignoró estos reclamos: no cabía duda que las marionetas del legendario Jim Henson estaban de vuelta, y esta vez para quedarse. Apenas poco más de dos años después, los Estudios Disney decidieron apostar nuevamente al proyecto, ya un poco más confiados, otorgando el privilegio de la dirección una vez más a James Bobin. Y el resultado, esta vez, si bien no desde lo sorpresivo como en la anterior aventura, es tan maravilloso como aquel del primer capítulo. Y el argumento, además, es ahora más muppet que nunca: luego de una autorreferencial escena que remite al episodio anterior, los personajes se preguntan: ¿y ahora que ya terminó la otra película, qué hacemos? La respuesta, como no podía ser de otro modo, es absurda: una gira que los tendrá, debido a una confusión pergeniada por el malvado nuevo manager interpretado por Ricky Gervais, bajo la mira del FBI y la Interpol. Las criaturas de Henson, a más de cincuenta años de su primer aparición, han conseguido desde hace rato lo que mil directores con presunciones de autor anhelan conseguir, a veces, durante toda su carrera cinematográfica: una marca autoral indeleble, inconfundible. El mérito del director James Bobin no sólo es no traicionarla, sino profundizar la misma e invitar a nuevas generaciones a enamorarse de estos entrañables personajes.
“Hoy es mi cumpleaños. ¡Es hora de encender las velitas”. Esta es tan sólo una de las tantas líneas que dispara un villano y ejemplifica a la perfección la elementalidad de esta segunda aventura de El Asombroso Hombre Araña. Algunas otras son, inclusive más básicas, y en un determinado momento se reducen hasta un simple “¡me las pagarás, arácnido!”. Corto, sencillo y eficaz, aunque, a decir verdad, un poco infantil. El argumento, inclusive desde la malvada intención de los villanos, también lo es: Electro, el principal de los tres contrincantes que se enfrentan a Spidey, apenas amenaza con cortar la electricidad a toda la ciudad de Nueva York para que los ciudadanos sepan lo que es “vivir sin energía”. Claramente, jamás pasó un verano en Buenos Aires. Pero, para entender que en el fondo éste villano está lleno de odio y maldad, la música lo enfatiza entre susurrando y rapeando una canción que dice “¡los odio a todos! ¡los quiero muertos!”. Por suerte, la canción es extradiegética (es decir, no pertenece al mismo mundo que los personajes sino que es parte de la banda sonora) y nadie, por ende, toma conciencia del peligro: tan débiles son los antagonistas, que los newyorkinos pueden ver las peleas entre ellos y Spider-Man en primera fila, detrás de una endeble barricada. No resulta sorprendente entonces que hasta un niño se le plante valientemente a uno de ellos. Marc Webb, quien antes de tomar las riendas de este renacimiento juvenil del superhéroe más ñoño de todos, contaba en su curriculum con apenas la ínfima 500 días con ella, se vuelca más al diálogo que la acción en un intento de caracterización que, de no ser porque queda trunco entre escenas que parecen salidos de una tira de Cris Morena, sería loable. Así, el “vecino amigable” de Manhattan intenta dejar a su chica al comenzar la película por razones nobles, pero es ésta quien lo deja, se alejan, se extrañan, se necesitan y una postal romántica tamaño Puente de Brooklyn los vuelve a juntar.Cada tanto, entre rosas, un supervillano gruñe y asegura que acabará con Spider-Man. Los entusiastas de esta reciclada saga, frecuentes detractores de la tercera -y última- película de Sam Raimi basada en el mismo personaje, se encontrarán con una incómoda verdad: todo lo criticado allí, desde la incorporación de “demasiados villanos”, hasta el polémico corte de pelo emo de Tobey McGuire (aquí, modelando en el cabello del pequeño Duende Verde en vez de Peter Parker), pasando por la cursilería y la ridícula acción de los personajes, se amplifica en esta segunda entrega de la “nueva mirada” de Marc Webb. Apenas una sorpresa (que no lo es tanto para quienes conozcan la historia del personaje en el cómic) devuelve algo de interés para el casi final de la película, pero no es suficiente para rescatar esta aventura del olvido.
Curiosidades de la cartelera cinematográfica porteña: el mismo día que larga un Festival de Cine Independiente que demuestra cómo sin millones de dólares existen también grandes películas, Hollywood envía desde el cielo (y con la firma de un supuesto gran autor como garantía) un paquete que confirma lo dicho, a través del ejemplo contrario: una cinta enorme en producción -ciento treinta millones de dólares-, diminuta en valor artístico -ciento treinta y ocho minutos de tedio, pomposidad y absurdo. Darren Aronofsky, en verdad, hace lo que siempre hizo, sólo que ésta vez con paupérrimos resultados: apostar al grotesco (consciente o inconscientemente, ya no se sabe), a los excesos y, sobre todo, a las líneas de diálogo más absurdas que se hayan visto en mucho tiempo. Ya sucedía con su Black Swan (El Cisne Negro, 2011) y una Natalie Portman descontrolada, girando como un trompo y mirando a cámara con mirada demoníaca, en una transformación extraña que, sin embargo, funcionaba gracias a la labor de la actriz y una mirada al menos atípica por parte del realizador. La misma fórmula surte un diferente efecto en Noé: a la épica bíblica le sobran interpretaciones bizarras, ya que hay monstruos de roca salidos de La Historia Sin Fin pero a la vez, parientes lejanos de los Ents del Señor de los Anillos, y mientras el protagonista construye su famosa arca a pedido de un Dios iracundo, peleas a lo Gladiador se suceden en una escalada de violencia que culmina con especies de animales muertas, un mensaje entre lo místico y el vegetarianismo y, lo que es peor, una de las peores muestras de la mediocridad de los FX digitales, encarnada en la serpiente que tentó a Adán y Eva y promovió su expulsión del paraíso. No, no es que quien escriba sea ingénuo: posteriores ofidios en la misma película demuestran que no fue un error de FX, sino una concepción artística para éste particular animal tan representativo para la historia. Es, entonces, simplemente un tremendo error de diseño. Noé lucha a puño limpio contra reyes de capa caída, turbas iracundas y hasta consigo mismo cuando se debate si terminar o no el mandato del Señor. Del evangelio quedan cosas sueltas, algunas libres interpretaciones, y pasajes que remiten más a anteriores adaptaciones cinematográficas que a las escrituras mismas. La inundación rebalsa la pantalla de griterío y angustia, pero no alcanza jamás el asombro (poniéndolo en contexto) de un Cecil B. Demille, ni la profundidad a través de la relectura de una Última Tentación de Cristo (Martin Scorsese). Noé es la Biblia+El Sr. de los Anillos+Gladiador+Matrix Recargado, todo batido en un mismo producto que dará como resultado un "¡Dios mío, por favor que termine!" que puede ser emitido tanto por católicos, judíos, musulmanes, ateos y cualquier ser pensante, aburrido de las proporciones épicas de Hollywood, cada vez más vacías de contenido.
El multiverso Disn...ejem, “Marvel” parece no tener fin y el día que lo encuentre seguramente hará borrón y cuenta nueva. Ya lo hizo, desafiando los límites de la impaciencia del espectador con Hulk de Ang Lee y la posterior versión de Louis Leterrier (que luego quedaría también extrañamente obsoleta, al tener problemas con Edward Norton, reemplazado para Avengers por Mark Ruffalo). Tras el abominable bodrio insufrible de Thor 2: Un Mundo Oscuro, de no ser porque la franquicia aún pisa fuerte, uno podría desear que ese reseteo ocurra nuevamente (esta vez, sí, con causas mucho más justificadas), pero afortunadamente y contra todo pronóstico, ese desalentador pronóstico que puedo haber dejado esa secuela post-Avengers, Capitán América Y El Soldado del Invierno no sólo sale airosa al mostrar las andanzas en solitario del más patriota de los héroes, sino que es, de por sí, una buena película. Parte de ello se debe al guión de Cristopher Marcus y Stephen McFeely, quienes en lugar de apelar a la sobredosis de VFX digitales en plan non-stop, eligen en cambio volver al cine de acción e intriga de los setentas, esbozando una trama paranoica donde nadie es quien parece ser. Es en ese contexto donde la dirección de Anthony Russo y Joe Russo acierta, al otorgar más caracterización que peleas, pero cuando inevitablemente debe caer en éstas (no olvidemos que, después de todo, es otra adaptación de superhéroes) lo hace con precisión y golpes contundentes, que realmente se puede sentir que duelen y no que pertenecen a una cuidadosa elaboración de montaje. El agregado del gran Robert Redford al elenco, en plan Últimos Días del Cóndor es otro acierto. El argumento plantea un conflicto interno en la agencia de protección extra-gubernamental S.H.I.E.L.D, cuando un atentado contra el querido -aunque misterioso- Nick Fury saca al mismo del juego y pone al héroe del título en la mira del asesino. Se abren interrogantes: ¿quién es en verdad ese “Soldado de Invierno”? ¿Quién lo manda? Y lo más importante, ¿por qué el Capitán América parece conocerle? Las preguntas se mantiene abiertas buena parte del metraje de la película, y a medida que la misma avanza se van cerrando, pero a la vez con cada cierre plantean un nuevo camino a explorar, seguramente, en posteriores entregas. Y es que en esto de vender productos a futuro, claro, Marvel/Disney (digamos, Marney) es experto: detrás de los interminables títulos y escenas posteriores (hay una entre créditos, otra después de los créditos, y a esta altura sorprende que no haya una también en la película iraní de la sala de al lado), un aviso reza algo como “El Capitán América volverá y será millones -de dólares en taquilla- en Los Vengadores: La era de Ultrón”. ¡Gracias, Capitán, por salvar al mundo y devolver el entretenimiento a esta saga!