Wes Anderson encarna, desde hace décadas y junto con apenas un puñado de directores, la definición de lo que es ser "autor" dentro de Hollywood. De su primer film (Bottle Rocket) a esta parte, su estilo no ha ido cambiando sino más bien perfeccionándose. Eso, claro, es lo que a menudo no comprenden sus detractores, quienes suelen acusarlo de repetitivo y exageradamente estilizado. Es cierto, lo es, y el mismo Anderson lo reconoce "...siento que se me critica por anteponer el estilo a la caracterización de los personajes, pero toda decisión estética que tomo es para hacer que esos personajes justamente resalten" (Fuente: IMDB). El Gran Hotel Budapest no es tan sólo una muestra más del exacerbado manierismo del autor (eso pudo haberlo sido su anterior película, igualmente disfrutable, Moonrise Kingdom) sino además una de las piezas más interesantes y completas de su filmografía entera. Apenas detrás de Rushmore, Los Excéntricos Tenembaum y La Vida Acuática, ...Budapest es una vuelta al estilo más desquiciado y coral, pero también una comedia/aventura que se puede disfrutar sin la necesidad de ser un árduo conocedor o fanático del realizador. La historia tiene una triple (se podría argumentar cuádruple) narración: primero, a través de Tom Wilkinson (el autor de un libro que contará la historia del Gran Hotel), después a través de Jude Law (su versión más joven) quien dialoga con el dueño del Hotel, verdadero narrador, y después a través de su protagonista, Ralph Fiennes, estrella del relato. La cuarta narración (aún sin voz en on/off) podría ser la de una pequeña lectora que descubre la historia en el libro, pero nos quedaremos mayormente con las otras tres para no confundirnos demasiado. Éste y otros tipos de rebusques laberínticos pueden ser extraños y confusos, pero cumplen un interesante rol estilístico: quienes presten atención a la pantalla grande notarán cómo el formato cambia a medida que el relato fluctúa entre una y otra voz; el pasado es proporción 1:37 (formato académico, de cine clásico), mientras que el presente es pantalla ancha (1.85 y en algunas ocasiones, 2:35). Más allá del estilismo, el recurso no es tan sólo un capricho: la historia cuenta, después de todo, una trama casi olvidada que tenía lugar en un mundo ahora extinto, que no para de mutar y cambiar las reglas del juego. El cine se adapta al cambio y los nuevos tiempos, mientras el hotel y sus personajes lentamente van fundiendo a negro. Es en éste mismo hotel del título donde se desarrolla la mayor parte de la película y donde se teje una trama macabra -aunque sin abandonar jamás el tono irónico y de comedia, por momentos muy negra. Es justamente en esos momentos, de hecho, donde la narración parece haberse escapado de una novela de Agatha Christie: la millonario dueña de varias propiedades y una valiosa obra pictórica fallece y deja una parte de su riqueza al conserje del Gran Hotel Budapest, nuestro héroe de la historia (Ralph Fiennes), quien junto con su recién llegado botones (bell-boy, en inglés) interpretado con ternura por Tony Revolori, deberá luchar contra la familia de la difunta, que hará lo imposible por retener la mayor cantidad de bienes. De aquí surgen enriedos, traiciones, asesinatos, mentiras y compañerismo, y todos estos actos y emociones se suceden frente a la pantalla siempre con un dejo de absurdo existencial: el protagonista recita poesía en un estado constante de inspiración, pero cada tanto abandona la práctica arrepintiéndose y arrojando un "Awwh, fuck it!". A veces, en el ridículo y comportándose como niños, éstos seres resultan más reales que los héroes perfectos de Hollywood. El Gran Hotel Budapest es, también, la película más ambiciosa en cuanto a escala de producción del cine de Anderson: al hotel se suman trenes, museos y hasta una curiosa cárcel, mientras que el despliegue de vestuario y la puesta en escena constantemente sorprende con su exhaustivo nivel de detalle. Y por ello, la incuestionable conclusión: puede que esta película siga sin hacer nada por aquellos que se aburren con el cine de Wes Anderson, pero indudablemente demuestra que el autor se sigue perfeccionando.
Caso atípico el de Jason Reitman: de haber realizado algunas de las películas independientes más interesantes de los últimos tiempos (Juno, Up In The Air) evitando todo tipo de clichés y golpes bajos en el género dramático, pasó a realizar un film completamente opuesto, que abunda en lugares comunes y cursilerías. Por momentos, la melancolía y el lirismo de los personajes resulta tan forzada que desemboca en situaciones risibles, de esas que, de no ser por el tono pretendidamente serio de la película, uno podría jurar que pertenecen a una parodia. El título original del film es Labors Day (o sea, Día del Trabajador, cuyo feriado resulta funcional y clave para el argumento de la película) pero por una vez la intepretación al español termina siendo más acorde a la trama: Aires de Esperanza, título que, sin duda, podría pertenecer a cualquier telenovela de las 2 de la tarde. Ahí radica pues el mayor problema del guión de Reitman: la historia es la fantasía de cualquier ama de casa soltera y aburrida, donde un príncipe azul -oculto tras el disfraz de un reo- aparece de la nada, enamora a la protagonista, y le promete un cambio de vida. Aquí la triste ama de casa es Kate Winslet, divorciada con un serio trastorno depresivo y un hijo que la cuida de sí misma, y el reo es Josh Brolin, un convicto que acaba de escapar de la cárcel y se refugia bajo el techo de esta familia desmembrada. Una tacita de café, masajes, recetas mágicas con sabor a dulzura, y así una cosa lleva a la otra, y el amor florece donde ya no parecía haber tierra fértil. Diálogos como "no puedo darte una familia" (ella) y "ya me la diste" (él), empalagan el resto de la película. Sin embargo, no todo es un desperdicio: la labor de dos grandes actores como Brolin y Winslet, con la indudable química que hay entre ellos, ayuda a salvar -en buena parte- a la película del olvido, mientras que la fotografía de Eric Steelberg (habitual colaborador de Reitman) es impecable en sus tonalidades marrones, pueblerinas, pintando por momentos paisajes que parecen salidos de un pictórico gótico americano. No se entiende el momento en que el realizador de Young Adult perdió el rumbo y se refugió en un hogar de lugares comunes, ni porqué quedó tan asombrado por el poder metafórico (y obvio) de una torta de duraznos, y es por eso que Labor Day queda como un traspie en una filmografía no perfecta, pero sí hasta ahora más interesante que la de muchos de sus colegas contemporáneos. Con algo de suerte, este film será apenas un tropiezo y no caída, pero para saberlo habrá que esperar los próximos dos años, en los cuales el director estrenará sus dos nuevas películas. Habrá que hacer de cuenta (y no será difícil) que aquí no vimos nada.
Her es, sí, la película hipster-indie del año y probablemente de toda la década. Pero también es un profundo estudio de las relaciones sociales (o anti-sociales, es discutible) en el Siglo XXI, donde tener un millón de amigos no significa escuchar la canción de Roberto Carlos, sino más bien ser un pobre diablo encerrado en una pantalla (de celular, computadora, tableta o TV). Es, en ese sentido, un film importante que se atreve a plantearse con seriedad el problema, sin cinismo ni ironías baratas. Sin embargo, a lo largo de sus 126 minutos de duración, la obra de Spike Jonze (Being John Malkovich, Adaptation) parece olvidar -o dejar de juzgar- el patetismo de sus personajes, y hasta empatiza con los mismos cuando, en el fondo, no han cambiado en absoluto y son los idénticos seres despreciables del comienzo. Her comienza con un desamor, una separación que lleva al protagonista (un impecable Joaquin Phoenix) a una vida solitaria, triste y gris. La virtualidad existe en la vida de éste hombre mucho antes de que aparezca el primer punto de giro en el guión: lo vemos redactar cartas ficticias (su trabajo consiste en escribir cartas de amor para parejas que parecen no tener tiempo de sentarse a hacerlo, pero sí una tibia intención de), escuchar música no por artista ni por género sino por "feeling" (modo melancólico) y, finalmente, jugar un videojuego que le hace caminar con sus manos, aunque sus piernas permanecen estáticas e imperturbables. El personaje del juego, para colmo, es un ser aniñado que se goza del protagonista y hasta le insulta. Parábola del social gaming posmoderno. Her plantea un futuro no muy distante, de hecho, algunos podrían argumentar que tristemente ya llegó, donde la delgada línea entre amistad/noviazgo retrocedió ante el avance del online/away/do not disturb. Dicho manifiesto se pone en evidencia cuando el protagonsta un día, así porque sí, adquiere un producto recién salido al mercado que parece revolucionar la tecnología inútil: un sistema operativo en forma de ipod que no sólo piensa sino que, además, tiene una consciencia y la capacidad de aprender. "Sentir" es una palabra mayor que la película planteará una buena cantidad de veces como interrogante, más allá de que el espectador racional, si tiene twitter apagado durante la función, conocerá bien en su verdadero significado. Aquí, nadie puede asegurar con firmeza de qué se trata ese verbo: el sistema operativo quiere entenderlo y no sabemos bien si lo logra, o en su lugar, encuentra algo aún más importante, y la persona (en adelante: "el usuario") cada día más desconoce. El concepto de inteligencia artificial es erróneo, como en la mayor parte de las películas de Hollywood, pero no vale la pena detenerse en ello puesto que se trata de una licencia creativa para plantear el verdadero asunto de fondo. El guión, fuera de algunas contradicciones intrínsicas, funciona a la perfección como radiografía de los tiempos que corren, al menos en las grandes urbes pobladas de usuarios alienados. Es completamente justificado el Oscar que recibió Jonze en dicha categoría. La dirección de arte, en cambio, es un tanto más cuestionable: si bien es asombrosa en su minimalismo y observación respecto a ciertas tendencias posmodernas (digamos, a la Apple), por momentos es demasiado forzada y extrema: representa únicamente ese 1% de cada país que domina/ignora el 99% restante. Así, todos visten y se ven como Buddy Holly, y nadie, ni siquiera en un segundo plano, pasa por detrás portando un atuendo de mal gusto. Y eso que el film se sitúa en Los Angeles. Her es una película independiente que no se siente pequeña gracias a, principalmente, las enormes actuaciones de Joaquin Phoenix y Amy Adams (como una depresiva amiga de la juventud), y encuentra su punto justo en la voz de Scarlett Johansson quien interpreta al sistema operativo. Construye con éxito un analisis exhaustivo de la soledad en tiempos 2.0, pero se queda a medio camino cuando, en una escena sublime, encuentra su punto máximo y pierde la oportunidad de seguir ese camino. La escena, lamentablemente, aparece demasiado temprano, y puede pasar desapercibida: en el cumpleaños de su ahijada, el protagonista le cuenta a la niña de cuatro años que tiene novia y vive en una cajita metálica porque es una computadora. La niña ríe, siendo la persona más inteligente de la casa. A partir de ahí, la película se ocupa de los adultos que uno querría decir que se comportan como niños, de no haber notado en la escena anterior que afirmar eso sería faltarle el respeto a los mismos.
El chiste es viejo y se puede contar de muchas maneras, pero siempre tiene como base un avión. Los pasajeros pueden ser un alemán, un italiano y un argentino, o un francés, un americano y un gallego, e incontables variantes más. En el caso de Non-Stop, en un avión se encuentran un árabe, un terrorista y un Liam Neeson. Y no, el terrorista y el árabe no son la misma persona aunque, corrección política aberrante mediante, por un momento se insinúa que podría serlo. Después se le pide disculpas: resulta que era un buen doctor. Reformulemos el chiste entonces: un doctor (árabe, igual sigue siendo importante), un terrorista y un Liam Neeson viajan a bordo de un avión. El Liam Neeson comienza a recibir mensajes de texto con amenazas, y en cuestión de segundos todo se va al demonio apareciendo en escena una bomba y malvados de caricatura. Así contado no es gracioso, puesto que al chiste le falta un remate. Lo mismo le sucede a la película, o al menos le falta uno decididamente mejor que el que posee, pero -aunque resulte increíble- hasta el momento en que se arruina el chiste, Non-Stop es tremendamente entretenida. Y tener al actor que alguna vez interpretó papeles como el de Oskar Schindler (Schindler's List) o Jean Valjean (Les Miserables) sin lugar a dudas ayuda para que esta película de argumento Clase-B salga a flote. En tiempos post 9/11, la seguridad aérea es tópico obligatorio ante cualquier película que transcurra, al menos en parte, a bordo de un avión, y éste film de Jaume Collet-Serra toma lugar en el aire durante un 90% del metraje. Bajo la misteriosa magia de la estructura whodunit (quién-lo-hizo, en castellano), todos son sospechosos y actúan de esa manera (a veces, uno se pregunta si se están esforzando realmente para confundir al protagonista, aún aquellos pasajeros que son inocentes), y a medida que corre el tiempo -que tiene un importante rol en el argumento- los misterios se van develando. La fórmula se cumple al pie de la letra: el señor de buen porte sentado al final de clase turista parece ser malo, malo, malo, y cuando el héroe descubre que puede ser el villano, inesperadamente éste muere. Y sabemos entonces que no, era bueno, bueno, bueno y el asesino de turno se ha cobrado otra víctima. Se repite la escena una vez más con el señor sentado detrás, y así hasta llegar al quiebre que pide una resolución a gritos. Pese a sus limitaciones y absurdos, Non-Stop es una película de acción entretenida, ridícula y súmamente dinámica. Aunque, lamentablemente, es también otra muestra de que quien protagoniza da para mucho más. Posiblemente veremos al actor en toda su gloria en el próximo film de Martin Scorsese, Silence, cuando se estrene en 2015. Hasta entonces, furia a puño limpio con Liam Neeson a cada rato, quien volverá a ponerse a disposición del director de esta película (por tercera vez, luego también de Unknown) con la venidera Run All Night.
Robocop versión 2014 no es un fracaso porque sea una remake (más) completamente innecesaria, ni porque palidece en comparación al clásico de acción de los ochentas que la inspiró (de no haber existido la anterior película, éste film seguiría siendo igualmente mediocre) . Robocop Siglo XXI es una mala película porque comete un gravísimo pecado: ser completamente estúpida creyéndose increiblemente inteligente. Tan sólo la primer escena es una muestra clara de ello: en el personaje peor escrito de todos, un presentador de TV interpretado por Samuel Jackson, el director José Padilha imita el cinismo de la película de Verhoven con resultados patéticos. Tras varias escenas montadas sin mucho nexo con el resto del argumento, este personaje tiene líneas como "¡América necesita garantizar la protección!" "¡Es por eso que somos el mejor país del mundo!" y, especialmente, la conclusión inevitable (parafraseando) "¡Por culpa de periodistas amarillistas que inciden en la opinión pública suceden estas cosas!". Seguramente el guión original agregue un diálogo adicional que exclama a los gritos "¡¡¡Y estoy siendo irónico!!!", pero el director decidió que quizás era demasiado. Podría haberlo dejado en la película: hubiese sido exactamente lo mismo. Esta actualización del policía que vuelve a la vida (contradicción cuasi-ATP: aquí, en verdad, nunca muere clínicamente, por lo cual no es un robot sino un hombre con injertos cyborg) peca de grandilocuencia con ideas diminutas, y comete el más común de los pecados del género: no entiende eso de que un héroe -más cercano al superhéroe factoría Marvel en este caso- se mide por la magnitud de sus rivales, y tanto es así que en toda la película no hay un villano con peso, y cuando aparece uno casi al final de la misma, ya es demasiado tarde. El líder de la banda de criminales que manda a asesinar a Alex Murphy, nuestro querido y suponemos que buen-tipo protagonista, casi no tiene interacción con el resto del argumento y apenas si sabemos a qué se dedica. ¿Será traficante de cosas feas y malas? ¿Se portará mal y no encajará en la sociedad? Pobre hombre: quizás hasta sea inocente. La falta de caracterización jamás nos permitirá saberlo. Y brilla ahí mismo por su ausencia la otrora gran protagonista de la historia: la ciudad de Detroit. Esa ciudad que la primer película, en un chiste visionario, declaró en quiebra veinte y cuatro años antes de que en la realidad esto sucediera, y que aquí nos aseguran desde la producción de esta remake que sigue siendo un desastre y por ello NECESITA un héroe, pese a que los vistosos paneos por los alrededores de la misma describen una vecindad tranquila, donde por momentos daría gusto tener una casa. Al menos una como la de Murphy, el sufridísimo policía que casi muere pero afortunadamente no pierde nada, más allá del aspecto físico, puesto que su hermosa familia lo acoge de vuelta en el nido y su mujer le asegura "vamos a salir adelante". No sea cosa que alguien piense que detrás de este argumento podría haber una tragedia. Es bueno saber, de todos modos, que aunque los medios hablen de inseguridad, en la vieja y querida Detroit aún cuando asoman nubes termina siempre saliendo el sol. Pero no es culpa de los actores que Robocop 2013 carezca completamente de emoción, ni del diseño de producción mezcla de Tron/Iron-Man/Power-Rangers/Animé genérico, ni mucho menos de la correcta fotografía o los efectos especiales que pueden impresionar a cualquier persona que haya pasado los últimos años de su vida encerrada en casa sin conocer deshechos fílmicos como la saga Transformers e incontables (y últimamente insufribles) películas de superhéroes. No. La culpa es del director, José Padilha, que realmente cree estar a la altura de la ironía ácida de Paul Verhoven (es su error al no haberse distanciado de la competencia) cuando, en verdad, apenas si llega al nivel satírico-fascista-ridículo de un Eduardo Feinmann o Baby Etchecopar.
A todos nos gustan los cuentos de hadas, y eso es lo que sostuvo el visionario Walt Disney durante toda su vida. Pero también es el dinero lo que mueve al mundo e inevitablemente lo corrompe, y eso es precisamente lo que sabía la autora de Mary Poppins, Pamela Travers, motivo por el cual la cesión de derechos de su obra más preciada resultaba un imposible. Pero cuando las cuentas no cierran y las regalías ya no rinden, las ofertas toman otro color. La autora de una de las obras más importantes de la literatura infantil del Siglo XX convivió con este dilema durante una fatídica (para todas las partes involucradas) semana en Los Angeles, durante el proceso de adaptación cinematográfica de su texto, por parte de los estudios del Ratón Mickey. El Sr. Disney, que tanto odiaba que así lo llamasen, también debió convivir con la negación de esta antipática señora, pero, como no podía ser de otra manera, sabía que tenía las de ganar. Después de todo, como el personaje real interpretado por la gran Emma Thompson le dice en un momento al excelente Tom Hanks: "usted está acostumbrado a obtener siempre lo que quiere". El Sueño de Walt Disney es una pésima traducción para el original Saving Mr. Banks ("Salvando al Sr. Banks"), que remite al personaje del padre ausente absorbido por el sistema bancario en el libro de Travers, y a la vez sirve de paralelismo (explícito y quizás un poco obvio en la película) con la figura paternal de la misma autora. Para hacerlo sencillo: el Sr. Disney tuvo sueños, muchísimos, pero la película transcurre durante una época donde éste ya los había concretado todos. Y, fundamentalmente, aquí por eso no se cuenta (demasiado) su historia. Bajo la dirección de John Lee Hancock, el mismo realizador de The Blind Side, esta fábula acerca del escapismo a través de la imaginación y el poder de la misma se convierte en una película tibia pero por demás placentera: en una época donde la inocencia y los buenos mensajes eran también redituables, Capitalismo vs Creatividad era una pelea un tanto menos sucia. Sí, capitalismo resultaba -al igual que hoy- siempre el gran vencedor, pero al menos no era aún tan mala palabra y el resultado no era inevitablemente abominable. Ahí están los clásicos de Mary Poppins, en la literatura y el séptimo arte, bien firmes para demostrarlo.
David O. Russell es uno de los directores más importantes y reconocidos del cine americano de los últimos tiempos. Negarlo sería olvidar el peso de películas como El Luchador, El Lado Luminoso de la vida (Silver Linings Playbook) y hasta la en su momento subvalorada Tres Reyes. Decir que su nombre es sinónimo de "autor" puede ser aún un poco apresurado, sin embargo existe asociado a su trabajo una verdad irrefutable: es, posiblemente, el mejor director de actores del Hollywood actual. Múltiples nominaciones y estatuillas de los premios Oscar lo corroboran y, si aún quedase de ello alguna duda, ahí es donde aparece Escándalo Americano, con el mejor ensamble actoral de los últimos tiempos. A través de una historia de engaños y estafas situada en los años 70s y construida casi enteramente gracias a las lecciones de Martin Scorsese (sobre todo el de Buenos Muchachos), la trama gira en torno a una pareja de artistas de la mentira (Amy Adams y Christian Bale) que se dedican a embaucar a desesperados accionistas prometiéndoles grandes negocios, luego de cobrar, claro está, una importante comisión no retornable. La similitud con El Lobo de Wall Street, su principal competidora en los premios de la Academia, es llamativa pero finaliza aquí, cuando un agente del FBI (Bradley Cooper) entra en acción y desmantela la base de operaciones de la feliz pareja. Como es de esperarse, el FBI tiene una propuesta: libertad, a cambio de un plan conjunto para atrapar a los verdaderos peces gordos. A partir de allí, fluctuando siempre entre la comedia y el cine de género de intriga criminal, O. Russell apuesta fuerte a las complejas maniobras de sus personajes para embaucar a otros colegas intentando, lógico, no caer en la propia trampa en el medio. En un juego de dobleces y traiciones al por mayor, nadie es quien parece ser y ahí reside el encanto del género, pero no conforme sólo con eso, O. Russell dota a sus personajes de caracterizaciones fuertes y humanas que movilizan la historia hacia terrenos impensados donde, finalmente, prevalecen las reacciones logicas. Puede que Escándalo Americano no se convierta en un clásico de culto ni mucho menos sea la mejor obra del director (ese honor lo conserva aún El Luchador), pero es sin duda una de las mejores películas de lo que dejó el 2013 (su año de producción). Russell, cambiando de género de manera constante y saliendo airoso siempre, con Escándalo Americano aumenta la expectativa de cómo seguirá su prolífica carrera y se convierte así en uno de los directores más interesantes de la actualidad, al que no conviene nunca perderle el rastro.
Quienes hayan refunfuñado con la primera parte quejándose de que: a) se sentía demasiado estirada b) contenía escenas innecesarias como la de las canciones de los enanos y c) las batallas o situaciones de aventura no eran lo suficientemente emocionantes, se alegrarán al saber que esta segunda entrega poco tiene que ver con esos vicios que agobiaban a su predecesora. El Hobbit: La Desolación de Smaug no sólo es muy superior al anterior episodio (que de por sí tampoco fue malo, y de hecho era un producto más que entretenido y decente) sino que además es una muy buena película por sí misma. Ahora bien, para aquellos que ya tienen un concepto formado acerca de la calidad de estos films, o pueden pasar interminables horas explicando porque "la única saga que vale es la de Star Wars", el mejor consejo es: no la vean. Al resto de los mortales le conviene tener en cuenta que, al igual que como sucedió con la primera parte, El Hobbit fue filmada a 48 cuadros por segundo para conseguir una mayor nitidez y fluidez de imagen en su versión 3D. El resultado es notable y ésta es, sin dudas, la versión definitiva (así dispuso su director) y la más curiosa. La historia retoma sobre sus pasos, apenas introduciendo un breve flashback a modo de "ayuda memoria" para el espectador, recordando rápidamente el porqué de la aventura. A partir de allí, nada de canciones ni chistes infantiles: batalla tras batalla el armamento de valientes enanos y el gran Bilbo deben enfrentarse a criaturas infernales (las arañas gigantes del bosque, los orcos sedientos de sangre y, especialmente, el feroz Smaug del título) y salir airosos de una misión en apariencia imposible: encontrar una aguja en un pajar, extraerla, robarla y todo esto sin despertar a la bestia que la cuida incansablemente. Al igual que en Las Dos Torres, Jackson consigue justificar la prolongada duración de esta saga a través de momentos visualmente increíbles, y es por eso mismo que da la sensación que mientras que la anterior entrega fue una suerte de "prueba y error" (con múltiples problemas de producción, como la salida de Guillermo del Toro de la silla director), éste sin dudas es un producto más parejo, mejor concebido. Habrá que ver si el capítulo final adquiere el mismo buen resultado.
Kon Tiki es otra de esas historias reales que cuesta creer que hayan sucedido, y que son un breve tratado sobre la fuerza humana y lo que es capaz de hacer un hombre cuando realmente se lo propone. Lo sucedido aquí es un viaje épico en altamar, y el hombre en cuestión es Thor Heyerdal (interpretado por Pål Sverre Hagen), un explorador dispuesto a demostrar su teoría de que es posible que el hombre sudamericano haya sido uno de los primeros en explorar la Polinesia en tiempos pre-colombinos. La teoría, por supuesto, es rechazada con alto grado de esceptismo por académicos y profesionales por igual, pero es tal la convicción de Thor que hace que para demostrar su punto, éste termine construyendo una balsa "tal cual lo hubiese hecho el hombre pre-colombino", sin tecnología moderna más que apenas una radio para comunicación (que ni siquiera funciona adecuadamente), para arrojarse a la aventura sin importar tormentas, contratiempos y algún que otro tiburón amenazante. Si bien la historia ya fue contada en varias ocasiones, inclusive por el mismo protagonista real de la aventura en un documental ganador del Oscar y a través de diversos libros de su autoría, el vínculo más cercano en cuanto a la experiencia cinematográfica es la recientemente multipremiada película de Ang Lee, Una Aventura Extraordinaria (Life of Pi), aunque con una narrativa claramente distinta: la película de Joachim Rønning y Espen Sandberg carece del lirismo de la antes mencionada Life of Pie, y se concentra en los fantásticos datos reales que hicieron de esta historia una épica de supervivencia pero también una jornada de descubrimiento histórico. Analizada desde ese costado verídico, la diferencia es fundamentalmente el tono y, aunque posee algunos momentos de poesía visual innegable, su aproximación más "real" a la gran travesía que describe. Resumiendo o simplificando el anterior enunciado: resulta menos pretenciosa, lo cual permite al espectador conocer a fondo una historia extraordinaria, sí, pero que pasó en serio.
A diferencia de sus más mundanos colegas superhéroes, Thor al menos se las arregla sólo porque realmente no le queda otra (el arcoiris intergaláctico no parece llegar hasta la casa de Tony Stark), y a lo sumo, si se pliega al equipo Avengers, es porque parte de la culpa tiene, ya que después de todo quien desata el caos es por lo general su hermanito. Su orgullo y carácter testarudo justifican que actúe solo, y con su chipote chillón basta y sobra para combatir el mal. O al menos eso es lo que parece, hasta que el nuevo villano de turno asoma su malévolo rostro y jura y perjura ser más malo -malísimo- que el anterior (suponiendo que el anterior fue el hombre de hojalata gigante del final de la primera parte, en una disputa muy Power Ranger). Lo cierto es que, una vez más, el villano de turno es la nada misma, y el clímax de la batalla final es tan sólo una excusa para abrir otro capítulo del interminable universo Marvel. Como era de esperarse, Loki, el hermano del Dios musculoso, resulta tan atractivo como siempre (es lo mejor de la película), y por ello se guarda sus planes demoníacos para futuras aventuras (que, a este paso y mientras la taquilla rinda, probablemente jamás terminen de concluir). Cómo alguien puede seguir confiando en él luego de tratar de destruir un planeta entero es cosa de esa moral absurda de los superhéroes. Thor: Un Mundo Oscuro no presenta ningún avance respecto a su antecesora, sino que por el contrario resulta menos efectiva justamente porque todo se basa en figuritas repetidas. Inclusive Asgard, el gran hallazgo visual desde el diseño de producción, se ve deslucido y tedioso. Si el film de Kenneth Branagh, pese a no ser ninguna obra maestra, salía a flote gracias a su humor, aquí las únicas líneas simpáticas le pertenecen a Loki (Tom Hiddleston), y mientras que Thor (Chris Hemsworth) parece haber perdido su encanto, Natalie Portman termina de confirmar que su personaje no tiene ninguna relevancia. Para convencernos de ello, el director Alan Taylor la utiliza directamente como macguffin, y luego descarta su historia amorosa con la del Dios nórdico con una indiferencia tan increible como risible.