La filmografía de Terry Gilliam no tuvo su mejor momento en las décadas del 2000 (hay que mencionar la mediocre Los Hermanos Grimm y la floja Tidelands), entre proyectos truncos -algo habitual para el realizador- y fracasos tanto comerciales como de crítica. Si la mejor película de esta era supo ser la apenas correcta El Imaginario del Dr. Parnassus (2009), poco es realmente lo que se puede rescatar de esta parte de la obra de un director cuyo curriculum en algún momento parecía impecable: Brazil es un clásico indiscutible de la ciencia ficción distópica, al igual que la monumental 12 Monos (12 Monkeys, 1995), Time Bandits es uno de los mejores films infantiles de los últimos 40 años, El Pescador de Ilusiones (The Fisher King, 1991) fue el punto máximo de la carrera de Robin Williams, mientras que El Barón Munchasen y Pánico y Locura en las Vegas encontraron su público tardíamente pero bajo el mote para nada despreciable de "película de culto". CIertamente son estos los títulos que ilusionan a los fanáticos cada vez que se anuncia que el otrora Monty Python está por concretar un proyecto. Lamentablemente, películas menores y olvidables como Un Mundo Conectado (The Zero Theorem) son lo que destruyen y encaminan al director hacia un triste epílogo. La desilusión, para colmo, en este caso es doble: la clara inspiración e influencia proviene de su mejor película, Brazil, y es por eso que uno termina preguntándose qué pudo haber fallado. La respuesta lógica parece encontrarse en su propio estilo, aquí desbordado. Y es que cuando abundan los colores, si el pincel se encuentra en mal estado, el resultado no parece ser arte sino un mero mamarracho. Y en este teorema incongruente y apabullante, el trazo lamentablemente va por ese lado. Cristoph Waltz interpreta a un antisocial programador con una exageración que, sospechamos, viene de la dirección y no es fruto de su autoría, mientras que Mélanie Thierry aporta al relato una dosis de sensualidad francesa y no mucho más. Ambos protagonistas conviven en un mundo saturado de publicidades, aislamiento cibernético, sobredosis de información en miles de millones de bites y un oscuro vacío apenas comparable a un agujero negro, que literalmente separa fragmentos de la historia. El mejunje que interconecta a estos personajes emana del problema del título, una incógnita a resolver que termina inevitablemente en la nada misma. El mismo resultado al cual lamentablemente arriba esta película.
Sin City: Una Mujer para Matar o Morir no es un caso extraño desde lo innecesario de su existencia como secuela, sino desde lo tardío de su llegada. Nueve años después de la primera parte, lo que resultaba extremadamente original ya ha inevitablemente dejado de serlo. Sin embargo, hay que reconocerlo, los espejitos de colores (bueno, blanco y negro con algo de colores cada tanto) brillan cada vez mejor, y para ello ayuda el aspecto lúdico de la producción y el montaje -que se nota especialmente en la primera parte. La factura técnica, salvo por algunos tramos del final, es indiscutible. Pero no es suficiente: con diálogos que ya no sorprenden y caracterizaciones demasiado banales, lo caricaturezco se convierte aquí en acartonado, y el tono de falsedad hiper-estilizada que resultaba tan atractivo en la primera parte ahora se siente cansado y repetitivo. La estructura multiprotagonista se mantiene, y si el espectador distraído se pregunta porqué siente que está viendo de nuevo historias que parecían concluídas, vale recordar que algunos fragmentos funcionan como una suerte de precuela. Regresan a sus personajes Jessica Alba -todavía un poco más irrelevante como la pobre Nancy, quien busca venganza con justas razones-, Bruce Willis como el fantasma de Hartigan, Rosario Dawson como Gail, y Mickey Rourke como Marv, quien permanece el personaje más interesante de todas las historias. A falta de Clive Owen, Josh Brolin se calza sus botas en una extraña previa encarnación de Dwight, ese tipo honesto que no quiere matar a nadie pero termina siempre en medio de una gran masacre. Los nuevos personajes le pertenecen a Joseph Gordon Lewitt (Johnny) y hasta Lady Gaga tiene un cameo, pero es realmente Eva Green como Ava Lord quien se roba todas las miradas encarnando a una femme fatale que hace mucho énfasis en la última parte de ese título. La segunda parte de Sin City es innecesaria, es cierto, pero también lo fue el segundo capítulo de Machete, y al menos queda el consuelo de que esta secuela en ese sentido es bastante mejor. Poca cosa para un director como Robert Rodríguez, que alguna vez brilló como uno de los talentos más interesantes del nuevo off-Hollywood.
El Ardor es un extraño caso para la filmografía local, que por momentos parece "inspirado" por el western y por otros lo confirma haciendo que "la inspiración" de un paso al costado y dando lugar a la definición pura y clásica del género, tras imitar sin demasiada sutileza no sólo formas (desde planos y composiciones) sino también música y montaje. Si a eso le agregamos un prólogo que adivina un toque "fantástico" para el relato, no resulta errado afirmar que estamos ante una película extraña, por momentos indecisa y con pasajes un tanto confusos. La historia de El Ardor comienza con una vasta cantidad de terrenos en llamas, ardiendo al compás de una música que presagia tragedia: alguien provocó el fuego y ese alguien, demás está decir, no se presentará en pantalla con intenciones amistosas. Esta es una historia de víctimas y victimarios, peleando por puntos de intereses opuestos, unos más valiosos que los otros. De un lado están los bandidos de escopeta en mano que buscan erradicar a los habitantes de unos valiosos terrenos por, suponemos, cuestiones de negocios, y del otro se defienden los habitantes de esas tierras, apenas un reducido número de trabajadores sin intenciones de dejar atrás lo que les pertenece. A esta ecuación se suma, envuelto en un halo de misterio, Gael García Bernal quien sabemos entrará en acción para defender a los buenos, aunque no comprendemos bien porqué ni cómo. Por momentos Rambo, por momentos Perros de Paja y espaciadamente también western clásico (con enfrentamiento final incluido, que hasta retumba en un sonido de campana antes del duelo, que vaya uno a saber de dónde proviene), El Ardor es una obra atípica, no sólo para el cine nacional sino para la cinematografía en general. Da la sensación de que, a medida que avanza la historia, el director se va arrepintiendo de abrir algunas líneas argumentales y las abandona para comenzar otras. El tono errático de la película culmina en unos créditos que buscan conscientizar acerca de la problemática social que aborda la película, que por más que nobles se sienten raros, puesto que lo último acontecido en el ajetreado tercer acto tuvo más que ver con el western y el realismo mágico que con la triste realidad. Mostrarle al espectador la lucha por las tierras a través de seres mágicos que parecen salidos del lejano Oeste, es una idea tan extraña como lo sería intentar conscientizar acerca de los problemas de la radiación a través de Godzilla. La película de Pablo Fendrik aborda una problemática social recurrente en diversos puntos del País (en este caso, concentra su mirada en una historia ambientada en Paraná), y lo hace con un ritmo irregular, cambiante y algo confuso, que sin embargo posee como gran virtud un aspecto visual sólido que resulta decisivo en las excelentes escenas de acción. Esto es finalmente lo que rescata a la película del olvido y eleva por encima de la media del cine nacional. No es poca cosa, aunque queda flotando en el aire una sensación de oportunidad desaprovechada para una película que, aún partiendo de una trama sencilla, tenía potencial para un mejor resultado.
Los Indestructibles del título, cuando iniciaron su explosivo camino allá por el año 2011, eran el improbable sueño del pibe (crecido en los 80s/90s). Es decir, un cocktail letal de violencia y acción ininterrumpida, puesta en marcha a través de los nombres más importantes del rubro dentro del cine que nuestros padres a menudo simplificaban bajo la calificación extraña de “una de tiros”. Ya veteranos y retocados por el bisturí -y los anabólicos en exceso-, estos duros de extinguir demostraron que aún les quedaban un par de miles de balas en la cartuchera. Lamentablemente, no demostraron mucho más que esa anécdota puesto que, la primera parte de esta saga, fue también la más floja a nivel narrativo y, lo que es peor - o directamente “pecado” en este tipo de productos- también fue casi nula a nivel entretenimiento. Afortunadamente la secuela, ya sin Sylvester Stallone en el rol de director sino “apenas” como guionista (aunque indiscutible alma máter detrás del proyecto), fue enormemente superior. Además de ser una buena película de acción gracias a la dirección del experimentado Simon West (Con Air), funcionaba como excelente parodia al mismo cine que homenajeaba. Un chiste de Chuck Norris por boca de Chuck Norris era apenas uno de los tantos grandes momentos del film. ¿En dónde queda ubicada esta tercera parte entonces? Por fortuna, lejos de la primera ya que es divertida y, aunque demasiado extensa, de una fluidez por demás necesaria para un film de acción, pero por desgracia muy detrás de su segunda parte. El espíritu lúdico de su predecesora está intacto pero no así el humor disparatado, que se ve aquí mucho más contenido, y el relato coral de este equipo de irrompibles tristemente no siempre funciona: Wesley Snipes, que es fácilmente uno de los mejores actores del reparto, tiene una introducción que promete ponerlo en acción en primera fila del batallón, pero luego el film avanza y el hombre que supo interpretar a Blade desaparece sorpresivamente. Stallone trastabilla con un plan que no tiene demasiado sentido: jubilar a los menos “jubilables” y reclutar a jóvenes que sabemos de antemano no podrán cargar todo el peso de una alocada misión a cuestas. “El equipo necesita sangre nueva”, dice, e irónicamente ése es otro elemento que falta: nueva o vieja, la sangre brota fuera de cuadro, donde el “apta para mayores de trece años” parece contentarse. No sería tan malo de no ser que se nota la ausencia por capricho del marketing y no por decisión artística. Los Industructibles 3, de todos modos, no es una mala película y se beneficia del carisma de la mayor parte de sus protagonistas, pero especialmente del de Mel Gibson en el papel del villano de turno que, si bien no llega a alcanzar el delirio diabólico del Jean Vilain de Jean Claude Van Damme en la anterior entrega, sobreactúa deliciosamente elevando su rol por encima de lo que el cliché requiere. No sucede lo mismo con Antonio Banderas, una incorporación bienvenida aunque un poco desaprovechada por la obviedad del estereotipo, ni Harrison Ford, meramente decorativo como reemplazo de Bruce Willis. Este tercer y, a juzgar por su floja recaudación, quizás último episodio es un cierre agridulce para una saga imperfecta que sólo pudo aprovechar un fragmento de su enorme potencial. Una lástima, porque el sueño del pibe habrá quedado algo trunco para cuando la última proyección cierre las puertas a un cast de musculosos que probablemente jamás vuelva a reencontrarse.
Un prólogo indica que esta historia sucede diez años después del último colapso económico mundial. La única función que cumple esta introducción es situarnos en un contexto que, sin embargo, a partir de la escasez de recursos es totalmente atemporal. El Cazador (The Rover en su idioma original, que tiene bastante más que ver con su argumento) es la lacónica historia de un hombre cuya única pertenencia (un viejo auto) es robada y, sin nada que perder, se obsesiona por recuperarlo, así exista la posibilidad de que muera en el intento. En su odisea se acopla Rey (Robert Pattison, lejos del vampiro light que lo hizo famoso), hermano de uno de los ladrones que, por maldad o estupidez, se metieron con el tipo equivocado. Desde los paisajes desiertos de gente y rodeados de anarquía, la película de David Michod se asemeja a La Carretera, novela de Cormac McCarthy llevada al cine por John Hillcoat, pero con una gran diferencia: mientras una se aventuraba a pronosticar al desorden total y siempre bajo un eterno cielo nublado (por la contaminación ambiental), ésta lo hace desde el absurdo de los valores nominales vs simbólicos (“es sólo un papel”, le explica el protagonista a alguien que dice “sólo aceptar dólares americanos”) y siempre bajo el sol. Un sol que, sospechamos, irradia cada día más fuerte por las mismas razones lamentables. Michod deja en claro que lo que importa aquí no es el argumento, ya que el robo del auto es tan solo una excusa para ver crecer a dos personajes opuestos: uno un sobreviviente errante incapaz de empatizar con alguien (ni siquiera con sí mismo), y el otro un joven descuidado que aún necesita aprender a sobrevivir. Este contrapunto clásico de pareja-dispareja no se aborda desde el humor sino desde la crudeza donde uno terminará dependiendo del otro para seguir avanzando. Es un artilugio de guión conocido, pero es efectivo y gracias a la inteligente dirección de Michod no se resiente sino que se disfruta. Un final apagado y algo pesimista sirve de clausura para un film que no podía terminar en tono feliz, y recuerda que, al fin y al cabo, todos estamos solos en última instancia y conviene aprender a protegerse. Manual básico de supervivencia para el fin del mundo como lo conocemos, que no agrega ningún capítulo al mismo pero entretiene sin caer en lugares comunes.
Los relatos corales no son ninguna novedad en el formato cinematográfico, tanto en Hollywood (de Altman a Paul Thomas Anderson, fiel admirador del primero) como en el cine nacional (Historias Mínimas de Carlos Sorín e Historias Extraordinarias, de Mariano Llinás son dos recientes ejemplos). Sin embargo, al romper la estructura tradicional imperante del primer acto + segundo acto = desenlace, continúan llamando la atención y adquieren así el dudo título de “novedad”. “Novedad” que, no obstante, no necesariamente se traduce en “originalidad”, pero no es esa claramente la intención de Relatos Salvajes, que parte de frustraciones del hombre común (en algunos casos, quizás no tan común), que también podría ser llamado el hombre mediocre, que inevitablemente si es empujado al límite puede perder el control. Tal es el leitmotiv de la obra. Damián Szifrón se calza al hombro un gran desafío cuyo resultado es, según la crítica casi unánime (y probablemente dentro de poco, la taquilla) “exitoso” que, pese a ser un entretenido relato episódico, tiene un par de problemas. Algunos de ellos son puramente cinematográficos, otros rozan lo extra-artístico (y son, lógicamente, éstos últimos los más subjetivos y por ende debatibles). Pero desde lo concreto, hay algo innegable: tras ocho años de ausencia (su último film fue la excelente Tiempo de Valientes, de 2005) la expectativa era mucha, y la persistencia de los medios en posicionar que ésta es “la mejor película argentina del año 2014” no ayudó a mermar el agigantamiento exagerado que la película estaba adquiriendo. Un final feliz para un film tan inflado es, obligatoriamente, un producto cuasi-perfecto y lo cierto es que Relatos Salvajes está lejos, lejísimo, de serlo. Una vez más, su mayor virtud es el entretenimiento: la primera de las historias a bordo de un avión con Darío Grandinetti en rol de inesperada víctima (junto con varios otros pasajeros) es apenas un tentempié de lo venidero y no es más que una simpática introducción (casi un chiste) que invita al caos y la violencia. El cuadro congelado que da lugar a los títulos es todo un hallazgo y el paseo por imágenes de animales por detrás de los nombres del reparto principal es una bienvenida apertura que dice más que lo obvio. El siguiente relato, que tiene a Rita Cortese y Julieta Zylberberg preguntándose (aunque una parece tener ya decidida una respuesta) si es justificable un asesinato que, sin dudas, le haría un favor a la humanidad, tiene contenido como para durar más de lo que finalmente apenas esboza, pero introduce la idea principal de la película: Cortese filosofa que “todos queremos un cambio pero ninguno tiene la valentía de provocarlos”. La frase no es exacta puesto que los términos son, justificamente, algo más informales, y es ésta declaración digna de lector de La Nación o espectador de TN la que pone sobre la mesa las múltiples miserias que padecemos los argentinos. La “violencia social” es un tópico latente en cada historia, que se multiplica en el siguiente episodio: Leonardo Sbaraglia maneja un lujoso auto que no llega a buen puerto cuando pincha una goma, y el único otro vehículo que ronda las mismas latitudes es el perteneciente a un conductor endemoniado al cual el protagonista, estúpidamente, acaba de insultar. El insulto, cabe aclarar, es discriminatorio (ya se podía ver en el avance de la película), y únicamente por eso desacertado. Reveamos la situación: en medio de la ruta, un conductor no deja pasar al otro y le tira el auto al primero, lo cual conlleva a una lógica enfrentación donde el primero acusa de “negro resentido”. Grave equivocación, porque el insulto adecuado hubiese sido un sinónimo más fuerte de “idiota”. Pero, así como en las películas de terror si el/la protagonista llaman a la policía se acaba literalmente la película, si el insulto tomaba otras aristas se caía lo que el director buscaba retratar: una lucha de clases típica que culmina siempre en violencia. ¿Cuál es el problema? El insulto, se nota, es un artilugio evidente, que no justifica la reacción del receptor del mismo, quien devuelve con exacerbada violencia el gesto. El director quiere mostrarnos dos caras de la misma moneda, es decir, dos seres despreciables, pero es inevitable tomar partido por uno de ellos, que sale sin embargo mal parado con diálogos y acciones que lo ubican en las antípodas de un héroe pero también de un ser racional. El relato se vuelve inverosímil y la manipulación al espectador por hinchar por alguno de ellos se torna demasiado evidente. Un epílogo violento y jocoso nos subraya que ambos eran seres desagradables, cuando la balanza objetivamente no es tan equitativa, al menos en el efecto impensado de las caracterizaciones del guión. La cuarta historia es la más lograda y atractiva, que se beneficia enormemente del trabajo de Ricardo Darín, y aunque es sin duda la más populista y por ello demagógico (apuntando sin ningún disimulo sus dardos al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires), hace un ejercicio interesante de la catársis que tristemente decae al concluir con un mensaje de dudosa moraleja, tamizado bajo las sonrisas del “final feliz”. Si bien en todos los cortometrajes se adivina desde los primeros segundos hacia dónde está yendo la historia (no se puede decir que el efecto sorpresa sea justamente una cualidad de Relatos Salvajes), una vez que lo predecible sucede es de nuevo un epílogo lo que embarra un cuento descarnado que culmina en total hipocresía: dos antagonistas del personaje terminan celebrándole sus cuestionables acciones, y el castigo no lo es tal porque al final todo es mejor cuando, como sugería Fito Páez (vaya uno a saber, a esta altura, si irónicamente o no) te sacás “el diablo de tu corazón”. No importa desde la moral cuestionable: es válido en el arte donde no hay apología del delito sino ideas, creatividad y relatos. Sin embargo, intrínsicamente plantea una contradicción de guión: dos personajes que echaban más leña al fuego, una vez que se produce el enorme incendio, regresan al protagonista con un regalo y éste los recibe con alegría, emoción y abrazos. El episodio violento es, en ese cierre y mirando en retrospectiva, apenas un capricho del director que dignifica la justicia por mano propia cuando, se supone, la está exponiendo para que cada uno saque sus conclusiones. Está bien, Hollywood lo hace todo el tiempo, pero hay que reconocer que es lo que muchos a menudo le criticamos. En este segmento no hay lugar para sutilezas ni interpretaciones, y en eso se pierde el atractivo (y ni hablar la inteligencia). El quinto relato es un drama anclado en una enorme tragedia que es tan aberrante, que todo intento de “humor negro” queda sepultado por el trazo grueso de lo acontecido, y de nuevo tiene un mensaje concurrente: la clase alta es despreciable, capaz de las peores aberraciones y aunque la corrupción está en todos lados (menos en la clase media, porque ahí es donde vive Darín) se hace más presente en countries, mansiones o palacios de Recoleta. Oscar Martínez interpreta al padre de un malcriado que atropella y mata a una mujer embarazada y se da a la fuga. Su abogado propone un plan perfecto, que involucra echar la culpa a quien no corresponde y, claro, es de clase baja. Un intento de vuelta de giro propone también, en menor medida, demonizar a éste último como diciendo “somos todos iguales”, pero lo cierto es que se trata de otro tiro errado: no es ventajismo, es lógica y retribución y en tal caso, jamás llega a opacar lo aberrante de la propuesta. El desenlace es el único que quizás sorprende, y no cortar a negro continuaría con la inacabada idea: al final, ganan siempre los malos, que suelen ser los ricos (sin arruinar la sorpresa, vale tener en la cabeza la idea de que ya no habrá culpable y, por ende, tampoco chantaje que valga, con lo cual hay un solo beneficiado directo). La última historia es, de todas, la que menos tiempo en pantalla resiste y la que más duración tiene (vaya uno a saber qué le resultó atractivo al director de esta obviedad anclada en clichés y dudoso gusto). Es el humor grueso de la sobrevalorada Qué Pasó Ayer (The Hangover, Todd Philips, 2008) con el antecedente de otra similar película, Very Bad Things (Peter Berg, 1998). No resiste demasiado analisis y todo es funcional a un demorado tercer acto que, de nuevo, en clave de ¿final feliz? muestra como todo es un asco, a donde quiera que uno mire (pero recordar siempre la excepción de Ricardo Darín). Relatos Salvajes apuesta al grotesco, a lo políticamente incorrecto, y a la comedia ácida que tanto mejor sabe esbozar Alex de la Iglesia, o acaso uno de sus productores asociados, Pedro Almodovar. Si se la analiza desde la comedia de situaciones y su humor negro, palidece en la odiosa comparación frente a otros productos similares. Si se la analiza desde lo intelectual, lugar donde intenta de manera soberbia ubicarse su autor con un supuesto “reatro de la violencia social”, resulta increíblemente chato y forzado. Szifrón expone personajes cotidianos que se enfrentan con un mal menor que va escalando hasta que adquiere dotes dantescos, y ante la adversidad justificamente explotan. Y es en ese momento cuando, de repente, el director parece querer mostrarnos lo que estábamos pidiendo (violencia, desquite, revancha) y lo hace con tal crudeza que, teóricamente, nos lleva a replantearnos nuestra empatía para con el personaje. Esta idea, osada y provocadora, también le queda enorme a un realizador que decididamente no es Haneke, con un producto que tampoco es Funny Games (1997 y 2007). Ahora bien, Szifrón es uno de los realizadores más interesantes visualmente y profesionalmente hablando, y para demostrarlo cuenta en su curriculum con dos anteriores películas que brillaban también desde lo técnico: El Fondo del Mar (2003) y Tiempo de Valientes (2005). Dichos antecedentes apenas si cantan “presente” en esta nueva película, con una imagen lavada, simple, y una puesta de cámara caprichosa y repleta de malas decisiones: el estilo GoPro de algunas tomas podía verse ya en el trailer (con prolongados planos extraños sin razón de ser), y se acentúa al distraer cuando el capricho de “hacer una toma loca” llega al extremo de pegarse a una puerta de salón de fiestas, sin justificación alguna. La fotografía comienza con un desacierto (sobreexposición en la primer historia a bordo del avión), continúa con una estilización impecable (segunda y tercera historia), desaparece por completo las dos anteúltimas, y se refugia en la estética quinceañera de la última parte (no hacía falta, porque más que obviedad y desencanto, nada aporta al baile). Tampoco desde lo técnico es, entonces, lo mejor que el director puede dar. Claro que quien escribe estas líneas se encuentra, indefectiblemente, en la minoría: es probable que Relatos Salvajes sea un enorme éxito, coseche algunos premios en festivales internacionales (aunque enviarla como candidata al Oscar es un absurdo) y que pronto fanáticos de TN al igual que de Canal 7 (por no mencionar el otro ejemplo obvio) terminen citando frases de sus personajes por igual, sin darse cuenta de que la película intentó -aunque vulgar y frustradamente- reirse de ellos. Una lástima que el analisis no le de para mucho y los chistes tampoco terminen siendo tan buenos.
La última entrada en el subgénero de terror religioso, ese que para asustarnos saca lo peor de sus demonios, es un film mediocre que transita entre dos géneros (el policial y el horror), pero exponiendo lo peor de cada uno de ellos. La frase inicial que reza “inspirada en hechos reales” intenta generar curiosidad, pero es fácil olvidarla cuando lo que se ve en pantalla, por más que nos insistan es verídico, resulta absurdo desde su planteo y mala ejecución. Sargie (Eric Bana) es un policía con un sentido extra para oler el crimen que, como buen sabueso, busca su objetivo y no descansa hasta apresarlo. Lo ampara la ley, aún si haciendo la vista gorda para con un antecedente claro de abuso policial. No importa, el hombre parece arrepentido, y con los años carga el peso de la culpa y busca redención a través de la prevención de crímenes. El mundo es un lugar horrible pero, afortunamante, ahí está la religión para relativizarlo. Y ese es precisamente el rol que le cabe al Padre Mendoza (Édgar Ramírez), oveja alguna vez descarriada que, como tantas otras, decide pasarse al lado luminoso de la vida, sin olvidar que en el fondo el alma humana alberga oscuridades varias. Scott Derrickson, quien supo dirigir mejores exponentes del género con El Exorcismo de Emily Rose (2006) y especialmente, Sinister (2011), resulta poco convincente en una trama que por momentos cae en ridículos abismales (es notable la escena donde una pequeña sufre las travesuras del demonio, quien juega con un búho de peluche que hace un sonido muy poco “terrorífico”). Las caracterizaciones no son tampoco el fuerte de esta película: entre el policía italiano, que habla inglés como un australiano, interpretado por Bana, y el Sacerdote increíblemente perdonado por la Iglesia Católica tras cuestionables episodios que encarna Ramírez, uno concluye que al final Harry El Sucio la tenía bastante fácil a la hora de sufrir compañeros de trabajo. El Padre Mendoza bebe, fuma, guarda en su historial más de un buen pecado, pero al final del día se confiesa y, claro, obtiene la absolución para eventualmente tener una “recaída” y seguir pecando. La Iglesia, aparentemente, lo perdona y eso se debe a que en el fondo evidentemente es el ser humano el que obra de maneras misteriosas. No es ésto lo peor del personaje: a la hora de practicar el anticipado exorcismo parece olvidar las instrucciones, y el propio Sargie le dice “¡estás haciendo todo lo que me dijiste que no haga!”. Un grave problema para la narración de la película, que lo incorpora al relato apenas con la excusa de ese trabajo. Líbranos del Mal es una película de terror del montón, con más de un tropiezo, que sin embargo tiene una sola virtud: se ve bien, con puestas de cámara profesionales, y una fotografía oscura acorde a lo que pide el género. Despierta, lamentablemente, demonios que no puede controlar, como quizás el de Jim Morrison, cuya inclusión en la banda sonora a través de sus Doors es tan injustificada como el clímax abrupto de la película.
El último agregado al Universo Marvel dentro de la cinematografía es, sin dudas, el más extraño de todos (tanto que conviene quedarse hasta después de los créditos para sorprenderse con hasta dónde planea llegar en sus adaptaciones la empresa). Lo dicho es en forma de elogio y no crítica: de no ser por su tono casi auto-paródico, bizarro y despreocupado, Guardianes... sería tan sólo una excusa más para seguir expandiendo los multiprotagonistas que luchan contra quien venga para proteger al mundo, o a toda una galaxia en este caso. Claro que la intención de unir a todos con todo sigue firme: no aparece Iron-Man, no aparece el Capitán América, pero sí aparece Thanos, el futuro rival de la segunda parte de Avengers. El responsable detrás de cámaras es un realizador a quienes los fans del cine más guarro y under de Hollywood habrán de conocer: James Gunn, otrora director de films independientes de culto como Super (2010) y especialmente Slither (2008). Gunn, también guionista de la excelente remake de Zack Snyder de El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 2004) no le teme al grotesco y, consciente de la ridiculez de sus personajes (uno de ellos, Groot, es literalmente un árbol con patas) apuesta al absurdo pero sin dejar jamás de lado la acción, que vira más hacia el sci-fi que la aventura: sus influencias se pueden rastrear desde Star Wars y no tanto las aventuras de super soldados o millonarios con trajes de hierro. Esto brinda una enorme ventaja a Gunn, que aprovecha durante todo el argumento de la película: cuenta con una historia distinta que no se conforma nunca con ser apenas un capítulo más en el libro de superhéroes con historia sin fin. Así el grupo de notables que poco tiene en común, más allá del placer por destruir cosas, escapar de peligros e involucrarse en todo tipo de peleas, busca recuperar de las manos del malvado Ronan (Lee Pace) una esfera extraña capaz de destruir planetas enteros. Entre robos y traiciones, los héroes deben sortear todo tipo de obstáculos para proteger la galaxia de dicho abominable ser que, en el fondo, es apenas una marioneta de Thanos, el verdadero villano de villanos, quien se reserva apenas unas pocas escenas para anticipar su futura amenaza en posteriores aventuras. Gunn sigue al pie de la letra la fórmula Marvel en algunos ítems narrativos, como la necesidad de un Macguffin (el orb, la esfera en cuestión) pero se despega de los demás films de la compañía a través de un humor más corrosivo que no le teme al ridículo. Un chiste acerca de la suciedad de la nave del verdadero protagonista, el humano Peter Quill (Chris Pratt) resulta definitivamente no apto para menores. Guardianes de la Galaxia es un film entretenido que jamás olvida el absurdo del cual parte, y por ello es una más que bienvenida adición al universo de superhéroes más famoso de estos tiempos. Al menos, hasta que DC presente una digna competencia, a lo cual los estudios apuntan con la futura Batman v Superman. Para ese entonces, no obstante, Marvel ya habrá abierto otras decenas de caminos.
Al igual que su antecesora, The Purge: Anarchy parte de un problema: tiene una premisa que en apariencia -sólo en apariencia- parece interesante pero no sabe cómo ejecutarla. Es una de esas ideas que suenan bien al pasar cuando el "creativo" del grupo de amigos dice, asado o pizza de por medio, que tiene una historia genial para un corto y que "habría que filmarla". La diferencia es que aquí la historia está filmada, no hay comida para pasar el mal trago, y aunque por momentos uno tiene la certeza de que su director, James DeMonaco, tiene algo que decir, pronto se nota que no tiene muy en claro cómo. Así, entre metáforas obvias y alegatos que no se deciden en contra o favor de la violencia -hay, extrañamente, una cierta mortaleja y final feliz que contradicen el tono pesimista del resto del relato-, 12 horas para sobrevivir (tal su título en Argentina) tambalea entre lo obvio, lo burdo y lo simplemente trillado. Lo único diferente respecto a otros exponentes típicos del género es, entonces, su inconcebible premisa que viene del film anterior y que justamente por eso choca con un guión que se toma a sí mismo demasiado en serio. Cada vez que DeMonaco detrás de cámara y libreto esboza "por qué la noche de la expiación acabó con la criminalidad" se abren mil preguntas y, apenas dándole un par de vueltas al asunto resulta demasiado incoherente su planteo ya que, en rigor, carece de cualquier sustento. 12 horas... es una de esas películas que da ganas de deshilachar en sus incongruencias sólo por el hecho de que se presta a ello. De haber agregado quizás una escena donde se vea diputado que propuso esta absurda ley que permite el asesinato justificando la misma ante la prensa diciendo "y bueno, qué se yo, ¡ya no sabemos qué probar para calmar a la plebe!" el resultado podría haber sido otra cosa. Pero no, DeMonaco ironiza que legalizando la violencia una noche se acaba con la violencia el resto del año, y de alguna manera responde así a un problema como Homero SImpson cuando se le pregunta cómo saldrá del pozo: "pues, ¡cavando!". Claro que el director es consciente de ello y lo hace intencionalmente -de nuevo, aquí aparece la sospecha de que, en el fondo, tiene algo que decir-, pero se contradice a sí mismo con su crítica a la sociedad norteamericana: plantea un sistema que para eliminar la violencia hace uso de la misma, y luego revela su hipocresía con situaciones extremas que provocan un grupo de rebeldes que, hartos de dicha violencia deciden alzarse en armas y acabar con esta farsa a través de.... sí, más violencia. No queda en claro el mensaje, no quedan claras las intenciones, pero algo queda definitivamente claro: acá se está hablando de violencia. Eso, y que 12 Horas para sobrevivir tiene la misma sutileza que Society, de Brian Yuzna, lo cual no es mucho decir. Y los personajes lo saben y por eso, cuando no están corriendo a los gritos para no convertirse en víctimas, se están armando hasta los dientes para, en el peor de los casos, transformarse en victimarios. En una sociedad como la estadounidense, es mejor quedar de uno de los dos lados de la pistola- y todos tienen una en casa como para hacer la prueba. El resto, se las arreglará como Einstein predijo que será la próxima Gran Guerra: con palos y piedras. Los pobres desdichados que no quieren saber nada de esta festividad descarnada se encierran en sus hogares y tratan de pasar la noche. Aquellos que quedan a la interperie son presas fáciles que, si tienen la suerte de cruzarse con el heroico y noble protagonista, puede que tengan una oportunidad de seguir viviendo, pero sino están sin duda condenados a una muerte sádica y brusca. Si la primera parte de The Purge rendía homenaje en su corazón (aunque no con su cerebro) a films como Funny Games (Michael Haneke, 1997 y su remake de 2007), ésta nueva entrega parece sincerarse e intenta ubicarse, aunque sea por momentos, en donde verdaderamente pertenece: el cine clase-B, ese que con orgullo y menos palabrerío prácticamente creó Roger Corman, y luego supieron perfeccionar Walter Hill y en especial John Carpenter. Es un avance, lento, pero avance al fin. Ahora bien, pese a todo este análisis innecesario (porque la película no lo merece) que hasta se queda corto en críticas que se le pueden hacer a su trama, hay que reconocer algo: Anarchy es entretenida, está bien filmada, y es muy superior a su primera parte. Claro que si hay que esperar tres o cuatro capítulos más para descubrir que allá abajo, detrás de tanta idea pomposa y mal ejecutada, hay una historia que vale la pena contar, mejor será invertir el tiempo en el visionado de otras piezas del mismo género que en tan sólo una oportunidad logran más y con menos artificio.
Una o dos veces al año, como mucho, Hollywood sorprende y se despacha con un tanque de enorme presupuesto que, además de impresionantes imágenes y efectos especiales, despliega originalidad, talento, emoción, y con un poderoso marketing detrás se convierte en uno de esos films obligatorios imposibles de dejar pasar. El Planeta de los Simios: Confrontación es, increíblemente, la segunda película de semejantes características que se estrena en el año (la otra fue, sin duda, Al Filo del Mañana, aún en cartel) y apenas estamos en Julio. Cierto es que Confrontación... aprovecha una enorme ventaja: la base de la cual parte era de por sí bastante sólida, ya que el trabajo pesado de la reinserción cinematográfica de los simios estaba hecho, y el público ya había respondido de manera entusiasta. Pero ésto, se sabe, a menudo es un arma de doble filo: con una buena primera parte y el acompañamiento unánime de la crítica especializada, la alta expectativa es algo que puede generar decepciones y finalmente resultar un factor en contra. Seguramente el lector, a la altura de esta reseña, ya habrá escuchado hasta el hartazgo que éste es uno de los mejores films años. Y lo mejor de esta película es justamente eso: aún recomendándola en exceso, no hay modo de inflarla para que luego se termine pinchando, porque es de por sí ya enorme y por ende no lo necesita. Difícilmente el espectador permaneza indiferente frente al resultado, aún si no tiene el contexto de la saga original o si no se interesa demasiado por la ciencia ficción. La historia retoma exactamente donde la anterior concluye: hasta los títulos iniciales son una continuación de los créditos precedentes, y explican cómo el virus expandido años atrás ha sido devastador para la humanidad y por eso tan sólo quedan unos pocos, inmunes, que buscan abrirse paso ante la inevitable extinción. En paralelo, claro, los simios poco a poco van tomando el poder: primero es un puente, luego un bosque, pero se sabe que la ciudad es la verdadera jungla. Al menos Caesar (Andy Serkis, lord del motion capture) es consciente de ello porque, claro fue criado por humanos y los conoce mejor que nadie. Y lo hace en todo sentido: ha visto el lado oscuro pero también el luminoso de los hombres, y es por eso que, en un principio, no predica guerra. Algo que no parece sucederle a Koba, su mano derecha, cuya opinión está enceguecida por su resentimiento. El amor y la lealtad posee una pureza natural en los animales, pero cuando entra en juego la razón también lo hacen la ambición, la codicia y, sobre todo, el odio. Condición que, finalmente, parece no ser excluyente para la raza humana. Son estos los tópicos que aborda con inusual sinceridad -al menos, para la mega industria del cine- el director Matt Reeves (Cloverfield, Let Me In) que en ningún momento cae en situaciones obvias y así logra dotar de una increíble humanidad a sus mal llamadas bestias, a la vez que comprende que no hay héroes y villanos de uno y otro lado sino que hay, solamente, seres pensantes y emocionales luchando, apenas con distintos intereses. Si unos son más nobles que los otros es algo que queda a discresión del espectador. El Planeta de los Simios: Confrontación no es tan importante a nivel histórico cinematográfico como la original de 1968, pero sin dudas es la mejor de las secuelas y construye, además, el arco dramático que finalmente promete expandirse en dirección a la novela original que le dio vida, La Planète Des Singes, de Pierre Boulle.