El protagonista de La mula se sienta al volante de una vieja camioneta Ford, acciona la palanca de cambios, mira por el espejo retrovisor y sale marcha atrás, todo con la parsimonia y precisión de alguien que ya no tiene por qué apurarse pero tampoco podría hacerlo si quisiera. Es EarlStone, el personaje de ficción basado libremente en un viejo de noventa años que protagonizó una nota del New York Times por transportar drogas para un cartel, y tambiénes Clint Eastwood haciendo un comentario sobre sí mismo, su papel en la historia del cine y como representante de cierto tipo de masculinidad blanca, todo el tiempo. Estamos en un mundo lleno de sentido, donde un personaje cinematográfico puede esculpirse hasta en el mínimo gesto cotidiano, y a la vez en un mundo roto, hecho por y para el tipo de hombre que Eastwood representa, solo que ese hombre –que se mueve como si fuera dueño de todo y a la vez es dueño de nada– parece haber sobrevivido demasiado como para terminar sus días como un patriarca orgulloso. La complejidad y la riqueza de La mula se basan en la interacción de esos factores a lo largo de toda la película, y en el modo en que Eastwood usa la ficción como soporte para construir una bella imagen crepuscular, aguda y dolorosa, de una manera de ser hombre en el siglo XX. La historia es la de Earl Stone (Eastwood), un veterano de Corea que hace varios años está separado de su esposa Mary (Dianne Wiest) y de su hija y nieta porque, según dice con todas las letras, fue un padre y un marido pésimo, convencido de que su lugar estaba en el mundo social y era ahí donde debía destacarse mientras descuidaba el hogar y los vínculos -o mejor dicho, y a esto la película lo deja muy en claro, mientras la mujer sostenía todo aquello que él abandonaba (ni siquiera es necesario hacer una lectura de género sino atender a lo que plantea la propia película). En la actualidad Earl se dedica a cultivar flores pero económicamente está arruinado, y cuando trata de ir a la fiesta de compromiso de su nieta la familia lo rechaza. Solo y sin recursos, con uno de esos cuerpos en los que la carne se retrae y las facciones empiezan a ser esculpidas por la muerte, a Earl no le queda mucho tiempo para saldar sus deudas pendientes si es que quiere hacerlo, y la oportunidad llega a través de un negocio turbio: los miembros de un cartel de narcos mexicanos le ofrecen mucha plata a cambio de cruzar el país para transportar mercaderías hasta Chicago. Contra todo pronóstico y a pesar de (o gracias a) la ignorancia de Earl respecto a ese mundo de ilegalidad latina, el método funciona y al viejo, además de concederle el honor de conocer al jefe (Andy García) y sumarse a su fiesta de lujo y mujeres, le llegan fajos cada vez más abultados. En un momento intervendrá un agente de la Dea interpretado por Bradley Cooper para poner en riesgo el nuevo emprendimiento de Earl Stone, pero lo que realmente le importa a Eastwood no es tanto la película de género sino la historia de redención que habilita, al punto que por momentos se “abre” la trama principal para comentar la convivencia de este viejo con las nuevas condiciones del presente, y parece que Eastwood saliera y entrara del personaje a su antojo como capricho ganado a sus ochenta y pico. Y en esa redención no pesa tanto el arrepentimiento ni ningún otro aspecto moral sino la guita: es exhibiendo pulseras de oro y camioneta nueva, o pagando la fiesta de casamiento de la nieta, como Earl paga el peaje para regresar a la familia. Incluso si lo sentimental aparece más explícitamente, Eastwood es lo suficientemente sabio -y hay algunas miradas dolorosas que lo ponen de manifiesto- como para entender que lo que el personaje de Earl Stone dice (y sobre todo lo que le dice al personaje de Bradley Cooper, que en tanto varón blanco representa a su heredero) no es exactamente lo que estamos viendo. Hay una fisura ahí, y por esa fisura se cuela la disposición patriarcal de todo un siglo y la necesidad imperiosa de negociar con el presente como una cuestión de supervivencia.
Si en una época un relato típico de la comedia romántica mostraba al varón mujeriego que no se quería comprometer hasta que, en el último minuto, la chica correcta le hacía deponer las armas, las parejas que no tienen hijxs sino hasta los 40 parecen ser una nueva versión del solterón empedernido para la comedia: acá son dos, está bien, pero el principio fundamental es el mismo, se trata de adultxs que ponen el bienestar y el propio disfrute antes que la conformación de una familia… hasta que el “reloj biológico” los acorrala. Es cierto que a diferencia del mujeriego, generalmente juzgado desde un punto de vista moral como egoísta o conflictuado, a la pareja sin hijxs no es tan fácil etiquetarla del mismo modo, pero algo se está armando. Son varias las películas que últimamente encararon el tema: en Mientras seamos jóvenes (2014), de Noah Baumbach, la pareja formada por Ben Stiller y Naomi Watts miraba con cierto horror a sus amigxs con hijxs, y trataban en cambio de prolongar la juventud a través de la amistad con una pareja de hipsters diez años más jóvenes. La decisión de tener un bebé parecía algo así como la renuncia amarga a la posibilidad de que la juventud se reciclara, un salto dado sin mucha convicción y ante la falta de otros planes. Por su parte Vida privada (2018), de Tamara Jenkins, seguía el proceso de tratamientos de fertilidad de Kathryn Hannah y Paul Giammati, una pareja de escritorxs también en sus cuarenta, en el malestar físico y la amargura de perderse en la vorágine de prácticas médicas. Hubo también comedias románticas como El plan B (2010), con Jennifer López, o Papá por accidente (2010) sobre treintañeras que decidían tener un hijx solas y terminaban emparejadas con sus respectivos varones. De modo que está claro: el tema es que, con las vueltas y recursos que sea, el único final feliz que se concibe es que se forme una familia. Basta con poner a estas películas todas juntas para ver que la pieza que le falta al rompecabezas, la historia que todavía no se contó, es la de la pareja que decide no tener hijxs, o termina no teniéndolos, y sigue la vida más o menos feliz, como todo el mundo. Pero para eso falta mucho: la familia se dobla pero no se rompe, y por si las parejas adultas con dificultades o pocas ganas de reproducirse no se sienten lo suficientemente representadas por las películas que mencioné, Hollywood no los va a dejar solos. Allí está Familia al instante, donde Ellie (Rose Byrne) y Pete (Mark Wahlberg) son novixs, viven juntxs hace años, son felices y se llevan bien, pero empiezan a fantasear remotamente con la posibilidad de adoptar niñxs. La premisa de la película parece ser, ¿por qué no? Lxs niñxs están ahí, disponibles… y demasiadas veces que un producto (con perdón de la palabra) se ofrezca parece razón suficiente para adquirirlo. De modo que Ellie y Pete se sumergen en un mundo que los recibe con los brazos abiertos, van a un centro de adopción, hacen el curso preparatorio, participan del grupo de futurxs padres y madres comandado por Sharon (Tig Notaro) y Karen (Octavia Spencer) donde blancxs, negrxs, madres solas y gays están suficientemente representados, y solo les queda elegir a sus niñxs. Como comedia, Familia al instante tiene momentos buenos y hasta puede pasar por una buena película pero eso es lo de menos: hace tiempo que no se veía algo tan parecido a propaganda. Porque Ellie y Pete pronto se desdibujan detrás del rol de padres que no querían y ahora por lo visto se mueren por cumplir, como si el amor de sus adoptadxs fuera una medalla. Y en esos niñxs que eligen, además, se expone un tema del que la película apenas quiere hacerse cargo: lxs tres hermanitxs, una adolescente, un nene de unos 10 y una nena de 5, son latinos, están disponibles para adopción porque su madre latina y adicta está presa, y esa misma madre se demostrará incapaz para rehacer su vida. Quizás por eso todas las fotos de familias “reales” que aparecen en los créditos finales son de padres y madres blancos con niñxs blancos, negros o latinos. Bienintencionada y efectista, Familia al instante levanta la pancarta del amor pero lo que muestra es una realidad más compleja, y no es divertido que se niegue a decir algo al respecto.
Damien Chazelle cimentó su prestigio en dos películas como Whiplash (2014) y La La Land (2016), casi ganadora del Oscar a mejor película en el 2017. Que el mismo director decidiera contar la historia de Neil Armstrong, el astronauta de bajo perfil que fue el primer hombre en caminar sobre la luna, podía generar cierta alarma: si en Whiplash, una película que se vuelve absurda a fuerza de querer revestir de drama y pathos el aprendizaje de batería de un chico sometido a un maestro tiránico, se llegaba al punto de recurrir al accidente de auto más absurdo posible para generar suspenso, ¿qué no podía inventar Damien Chazelle para engolar y dramatizar hasta lo insoportable la llegada a la luna? Siempre es un poco arriesgado recurrir a películas hipóteticas, y por lo tanto inexistentes, para pensar una película que efectivamente se hizo como El primer hombre en la luna. Pero el punto es que con Whiplash Chazelle parecía sugerir, desde una sensibilidad un poco deportiva que cruzaba Karate Kid con jazz, que el arte emociona porque es difícil, un asunto de sudor y gimnasia, mientras que si El primer hombre en la luna impresiona es entre otros motivos porque Chazelle parece haberse despojado de toda esa palabrería barata sobre el arte, la pasión y demás temas importantes que inflaba Whiplash y en algún punto también La la land. Las condiciones estaban dadas para que El primer hombre en la luna fuera insoportable: nada más fácil que volver épica la gesta lunar, y de hecho algo de eso hizo el propio Neil Armstrong con esa pequeña frase donde se erigió en representante de la humanidad toda. Pero el Neil Armstrong de la ficción (y parece que también lo fue el real) es un hombre distante, reservado, un personaje sobrio y hermético alrededor del cual se construye un drama que envuelve armoniosamente una serie de factores sin tener que decirlo en voz alta. El primer hombre en la luna toma al personaje durante el proceso de enfermedad y muerte de una hija de dos años a principios de los sesenta. Con proximidad física antes que con palabras, la película encierra en las mejillas de la bebé algo que tiene que ver con el contacto humano, su simpleza y su misterio, y es un elemento que estará presente hasta la escena final, con otro tipo de contacto igual de mudo y simple. Es poco después de esta pérdida que Armstrong (Ryan Gosling) toma la decisión de participar en el programa de entrenamiento que tardará casi diez años en llevarlos a la luna. La película sigue a varios astronautas, de los cuales Armstrong es uno más, en esos años de intentos fallidos, misiones abortadas, competencia espacial con la URSS, publicidad y peligro, y reparte su atención entre lo que sucede en la NASA y en el hogar de Armstrong, uno donde los chicos crecen con el padre cada vez más lejos y una esposa, Janet (Claire Foy) sostiene todo lo que el varón deja de lado. La película quiere contar dos cosas: por un lado, la construcción casi hawksiana de un protagonista que no brilla por lo que es sino por cómo hace su trabajo, ese tipo de personaje cuyo último gran exponente fue Tom Hanks en Sully (2016), de Clint Eastwood. Está claro que el Armstrong de la película llega adonde llega por su profesionalismo; lo que no está tan claro es por qué se entrega con semejante convicción a una misión donde arriesga la vida, y ese “porque sí” le da una tercera dimensión interesante. En consonancia con su personaje, las distintas misiones a la luna están filmadas con una combinación de realismo físico muy palpable y elegancia de cine clásico cuando todo fluye y las cápsulas espaciales parecen danzar entre los planetas. Por otro lado, Chazelle construye su película como una especie de huevo Kinder en cuyo centro hay un sentimentalismo también elegante, pero que molestará a algunos porque es en algún punto desacostumbrado. Pero lo cierto es que El primer hombre en la luna es la película que es porque mezcla las dos cosas, porque representa con un presupuesto gigante una misión gigante de escala cósmica para ser en realidad la más pequeña, íntima y sentimental cajita de música.
En 1957 Ted Geisel, que escribía libros infantiles con el seudónimo de Dr. Seuss, publicó uno de esos pocos libros protagonizados por villanos, que en general son tan felices: el Grinch, un personaje levemente monstruoso, de ojos felinos y mirada diabólica como la del gato Jerry en sus mejores momentos, odia la Navidad y vive solo en la cima de una montaña, cerca de un pueblo de personajitos amables y corrientes que aman festejar, comer y cantar rodeados de decoraciones navideñas. Después de cincuenta y tres años de soportar una y otra vez el festejo odioso, este predecesor de Jack Skellington (el Rey Calabaza de El extraño mundo de Jack) concibe la idea genial de disfrazarse de Santa Claus y bajar al pueblito de Villaquién para robarse la Navidad con árbol, regalos y todo, ayudado por un trineo que tira su perro Max disfrazado de reno. Lo que lleva hacia adelante la historia es el placer de la maldad, aunque el final sea feliz y conciliatorio, incluso redentor. Pero tiene más peso decididamente la mirada maquiavélica del Grinch, que si bien era blanco y negro en el libro de Dr. Seuss pronto se volvió verde loro y así quedó, a partir del primero corto animado para televisión que dirigió Chuck Jones en 1966 (y donde la voz del protagonista era nada menos que la de Boris Karloff). Cada Navidad tiene sus disidentes, que ya son parte del folklore, y el Grinch es el más deseable de todxs, el converso, al que le crece el corazón demasiado pequeño cuando se suma a los festejos de nieve y muérdago. La historia tuvo una versión bastante más maldita en el 2000 (actualmente puede verse en Netflix), cuando Jim Carrey se calzó el traje verde y peludo del Grinch y le dio la cuota extra de demencia con que desencaja todo lo que toca. Esta versión, dirigida por Ron Howard, es la de un Grinch asqueroso y traumado que come cebollas crudas como si fueran manzanas y tiene bichos en los dientes, replica la sonrisa estilo Guasón de The Mask pero también se derrite como ninguno ante la presencia de Cindy Lou, la nena que lo descubre robándose la Navidad y lo trata bien. Además, porque había que engrosar de alguna manera el cuento para convertirlo en un largometraje, tiene una historia de bullying en el colegio y un romance, pero no cayó demasiado bien este Grinch más grotesco, que considera títeres consumistas a todos lxs amantes de la Navidad y que resulta quizás demasiado persuasivo en su creencia de que en Villaquién son todxs idiotas. La versión de Illumination (la misma compañía que explota a los Minions, que apenas hace una película decente desde la primera Mi villano favorito en el 2010), estrenada el jueves pasado, es, como era de esperarse, una adaptación exclusivamente para niñxs (la compañía no domina precisamente el arte más sutil de hacer películas para todxs como supo hacer Pixar). Y hace con el personaje del Grinch -presentado de modo muy similar a Gru en su primera aparición mala onda- un poco lo mismo que hizo con los Minions, aunque hay que decir que el primero es algo más inoxidable: convertirlo en el centro de un rejunte de ocasiones graciosas, persecuciones, chistes, gags, cuya unidad básica es la pequeña broma canchera, desparramada a lo largo de una estructura endeble. Desde Mi villano favorito que Illumination no cree en las historias ni las necesita: siempre vende, cada vez más chistoso, más “delirante”, desde que descubrió la veta del pequeño videíto basura de los Minions haciendo karaoke que se puede repetir mil veces en YouTube. De todas formas, la película es una buena ocasión para repasar la versión del 2000 (más mala, y que por eso a algunxs niñxs puede llegar a gustarles mucho más) y hacer eso tan hermoso que a veces solo el cine, la propaganda más poderosa del planeta Tierra, puede lograr: que vayan a buscar el libro.
Chicas que gritan, asesinos sueltos, noches de persecución y acecho: así de fácil es definir el género slasher, un tipo de terror que nació con Halloween allá por 1978 y rodó como una bola de nieve para incorporar –en películas como todas las de la saga Halloween o las Scream de Wes Craven, que llegarían veinte años después– cada vez más gritos, más sangre, más sexo. En la primera Scream, hecha de cinefilia y autoconciencia, se enumeran las reglas de supervivencia del slasher como si fuera un juego demasiado drástico comandado por un loco: no hay que atender el teléfono, no abrir la puerta, no tratar de esconderse y sobre todo no coger jamás, porque lxs que cogen mueren. Fue Halloween la que construyó esa arquitectura simple y efectiva, cuyo poder simbólico se apoyó entre otras cosas en una de las piedras fundacionales de nuestra cultura: las chicas son frágiles e indefensas, y más si están desnudas, en la eclosión de esa energía sexual descontrolada que es necesario aplacar. El objeto de deseo del asesino, como el de la sociedad toda, es esa construcción denominada “la chica”, una mujer joven y dueña de una belleza hegemónica cuyo cuerpo debe ser atravesado por toda clase de reglas, prohibiciones y mandatos. La historia de Halloween, escrita por John Carpenter y Debra Hill, no podía ser más simple: en la Noche de Brujas, un asesino asedia a un grupo de amigas para matarlas. Que la primera escena ofrezca una especie de antecedente no explica nada; sí, Michael Myers mató a la hermana cuando era apenas un nene y pasó los siguientes quince años internado en un manicomio, pero mucho de lo que pasa en Halloween es porque sí, y eso lo vuelve aun más perturbador. Porque está claro que las chicas son intercambiables y que, salvo la heroína, solo existen en tanto representación de la chica antes que como individualidades (si esto les suena, si se pueden trazar toda clase de conexiones con el modo en que la cultura percibe y regula a las chicas, es porque el terror es el género por excelencia a la hora de mostrar de mil modos posibles esta regulación de los cuerpos como pesadilla). En la serie que conforman las chicas, Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) y sus amigas en este caso, hay un elemento que disuena y es precisamente la protagonista, la que es virgen, que tose cuando fuma porro porque no está acostumbrada, usa cancanes blancas y no se entusiasma con la prom night. La elección de Jamie Lee Curtis para el protagónico de la primera Halloween fue determinante porque le agregó algunos rasgos inesperados a esta especie de nerd: con la voz grave y levemente varonil y las facciones cortadas como con cuchillo, Laurie Strode es una figura que reúne distintos rasgos. Ella es la virgen, sí, pero como eran vírgenes las diosas griegas que en cierta forma eran varones, Atenea a la cabeza. Y también es la madre, que después de todo pasa media película a cargo de dos niñxs y con el delantal puesto. Había mucho que no se explicaba en el mundo sin padres ni madres de Halloween, y de hecho ese minimalismo contribuyó a que tanto Michael Myers como Laurie Strode fueran figuras con un pie en lo mítico, personajes de ficción y a la vez representaciones del enfrentamiento de la chica con… cada unx puede decidir con qué. Tanto se borroneó el carácter real de Michael Myers –así como está borroneada su cara en la máscara que usa, y su cuerpo bajo el mameluco gris– que se lo llamó “La forma” (The shape). Halloween tuvo, en efecto, el gran acierto de crear un asesino que está al borde de convertirse en una criatura sobrenatural, de fuerza y resistencia física inexplicables y con un altísimo potencial metafórico, pero que sin embargo todavía es de carne y hueso, una representación del mal enmascarada pero a la vez completamente humana. Nunca hubo una explicación para esa cualidad doble de Michael Myers, al menos en la primera Halloween: presentado en la primera escena como un niñito de seis años, rubio angelical, que asesinaba a su hermana mayor disfrazado de payaso y con la impasibilidad de un loco, esos años que Myers pasó en una institución psiquiátrica lo convirtieron en un adulto pero sobre todo en una máquina de matar que, cuando se incorpora del suelo sin usar los brazos y gira la cabeza como un autómata, parece un antepasado lejano de Terminator. Y en todo caso, lo que se trataba de sugerir con un final abierto era que el asedio de La forma sobre sus víctimas era algo que continuaba en el tiempo, imposible de parar. Carpenter siguió participando en los guiones de las siguientes Halloween pero no las dirigió, y se bajó definitivamente de la saga después de la tercera entrega. Las películas que siguieron a la de 1978 trataron de agregar información sin percibir que lo que hacían era pinchar con un alfiler ese globo vacío y perfecto que era la primera Halloween: ya en Halloween II se dijo que Laurie Strode era la hermana menor de Michael Myers, dada en adopción cuando era casi una bebé, y por lo tanto se particularizó y acotó el ensañamiento del asesino como un asunto de familia. En películas siguientes se recurrió también a la magia celta para explicar la fuerza casi sobrenatural del personaje, clara señal de que la saga estaba a la deriva a pesar de que Halloween H20 (1998) retomó a los personajes originales y los hizo mover en el mismo tablero que había establecido Carpenter. Lo que pasa es que aquella primera Halloween, precisamente porque provee información insuficiente para los parámetros contemporáneos, es misteriosa además de terrorífica, y nunca se pudo superar esa simpleza que lograba asustar a fuerza de aprovechar al máximo tanto la invisibilidad como la visibilidad plena de Myers y usaba el espacio para cargarlo de peligro. Quiero decir: nadie supo filmar como Carpenter una puerta semi-abierta, esos 20 centímetros de terror por donde se podía colar la muerte. La nueva Halloween, con Carpenter como productor ejecutivo y escrita por David Gordon Greene y Danny McBride, hace lo que había que hacer: no solo respeta el estilo sobrio de la película de 1978 sino que borra de un plumazo todas las películas posteriores y retoma a Laurie Strode y Michael Myers exactamente donde habían quedado. Michael Myers sigue siendo un enigma, un hombre enmudecido que solo parece existir cuando caza y que pasó las últimas décadas preso. Laurie Strode es una Jamie Lee Curtis magnífica, poderosa y traumada a la vez, ya lejos de aquella chica inocente que Myers acosó por primera vez pero marcada a fuego por esa noche transformadora. Alejada de su hija por lo que parece pura obsesión y paranoia, Laurie pasó todos estos años entrenándose para un nuevo enfrentamiento con La forma, y es una combinación de abuela con Linda Hamilton en Terminator II (también entrenada para defenderse y en pésima relación con el hijo, algo mucho más complejo que la dupla buena o mala madre). Claro que algo sale mal y, en medio de una ruta oscura, Michael Myers escapa. La nobleza de esta nueva Halloween, que rodea a sus protagonistas de una serie de personajes secundarios memorables, con diálogos perfectos, se demuestra en cómo cumple con las expectativas, cita muy esporádicamente la Halloween de 1978 y cuando lo hace, es con gracia y sobriedad. Al comienzo, por ejemplo, tres adolescentes conversan sobre Myers y Laurie Strode y uno dice, “¿Ella no era la hermana?”. “No”, corrige una chica, “eso es algo que inventaron para que diera menos miedo”. Hay escenas incluso que están calcadas de otras ya icónicas que involucran autos o roperos y son simultáneamente guiños y recursos para construir suspenso, pero las más significativas plantean directamente un intercambio de roles entre Michael Myers y Laurie Strode que acá, con un alto grado de autoconciencia y de poesía, son opuestos que se atraen. Ella, después de todo, es “the one that got away”, y si hay algo que la hace distinta del resto de las víctimas pasadas, presentes y futuras es la decisión de ya no serlo. La película hace terror con los mismos recursos que estableció Carpenter pero lo que cambia, decididamente, es la distribución de poder entre géneros, la representación de las mujeres y del horizonte en que se mueven: acá, por ejemplo, el sexo ya no es un tema, porque ningún personaje femenino se define por coger o no. Y además, hay un saber muy particular que pone a estas mujeres lejos de aquellas chicas desprevenidas. El cuchillo, por lo tanto, cambia de mano, y no solo pasa a Laurie sino a sus descendientes: abuela, madre, hija, se reúnen cuando por fin queda claro que luchar es la única alternativa y que no, el enemigo misterioso del que habló toda la vida la abuela no era solo un problema resuelto, mucho menos un mito. A través de ellas, esta Halloween dialoga con el presente feminista pero de modos indirectos y para nada complacientes o panfletarios, porque antes que heroínas ofrece un espejo donde mirarse en este linaje de mujeres que reciben de la vencedora Laurie Strode un solo legado: la idea de que el mundo es un lugar difícil y violento, y que les toca a ellas prepararse para enfrentarlo.
Pablo y Lucía están en pareja hace varios años y comparten un departamento. No se casaron, no tienen hijxs y no la están rompiendo en su trabajo. Si son felices o no, no importa tanto como el hecho de que todxs a su alrededor están haciendo cosas que ellos no: embarazos, viajes a Brasil, proyectos. En esa línea tan contemporánea de celebrar los logros que se pueden enumerar y lucir, ellxs salen perdiendo. Lucía (Julieta Zylberberg) es actriz y hace publicidades con la esperanza de poder algún día aspirar a otra cosa. Él (Alan Sabbagh) es arquitecto y está a punto de cerrar un negocio genial con inversores japoneses, pero las cosas no salen como esperaba. Hay en lxs dos una inquietud, una leve amargura que All inclusive, la nueva comedia de Diego y Pablo Levy, transmite muy bien: quizás la de ese limbo de los treinta y pico, en que se impone negociar lo que ya no se pudo con lo que todavía sí, y el deseo con esa multitud de mensajes que provienen de todas las direcciones y que indican: hagan algo, cualquier cosa por la que los podamos felicitar, triunfen. Claro que “pasan cosas”, y a Pablo no se le ocurre mejor idea que pagar un viaje a Brasil para lxs dos justo cuando se está por quedar sin trabajo. Pero en la misma lógica de fingimiento que la película impone, elige no decir nada y la pareja viaja a un resort donde se entregarán, un poco previsiblemente, a una serie de enredos sexuales que involucran a un brasileño llamado Gilberto (Mike Amigorena) y una pareja de lesbianas (Marina Bellati y Mariana Chaud). Hasta ese punto, casi no hay escena en All inclusive –si bien impecablemente ejecutada– que no se haya visto en alguna comedia norteamericana, desde la presentación de Pablo a los japoneses después de mancharse la camisa con café como Michelle Pfeiffer en Un día muy especial (2008) hasta los múltiples chistes de playa de películas como Forgetting Sarah Marshall (2008) o Una esposa de mentira (2011). Con la misma sensación de déja vù se asiste a la inseguridad galopante que se desata en Pablo cuando concibe la posibilidad de que Gilberto trate de seducir a su novia, si bien Alan Sabbagh logra que el personaje se mantenga querible todo el tiempo. Pero hasta ahí todo es monogamia de manual y bastante avejentada; en todo caso es interesante ver lo rápido que quedan obsoletos ciertos planteos en épocas de poliamor, parejas abiertas y cuestionamiento de las tradiciones. Por eso la película levanta vuelo cuando empieza a sorprender, y lo hace a lo grande: lo que hay en la última media hora de All inclusive es mucho más, y mucho más complejo, que el malentendido seguido de reconciliación que toda la primera parte hacía suponer. Sobre todo porque agrega dimensiones a los personajes, especialmente a Pablo, que Alan Sabbagh sabe revestir de ternura para construir un tipo de varón que no es ni machirulo ni deconstruido sino alguien que se deja ganar por el afecto. Y también a la pareja de recién casadas que interpretan Mariana Chaud y Marina Bellati, que si en la primera parte parecían responder un poco a un estereotipo o estar ahí sobre todo para poner a prueba la apertura mental de Pablo, llegan a cobrar vida y permitir que se luzcan dos actrices que son cálidas y sutiles. Es que el mundo de All inclusive dialoga con el presente de una manera extraña y dándoles la bienvenida a los anacronismos leves, como sus películas anteriores (Novias madrinas 15 años y Cosano, la vida secreta de un vestido, documentales, y Masterplan, también con Alan Sabbagh, sobre un treintañero que a punto de casarse decide estafar a la tarjeta de crédito), hasta llegar a un final de celebración de la diversidad y los distintos tipos de familia que supone casi un viaje en el tiempo, como si la película hubiera partido de un pasado cercano para terminar mirando hacia el futuro.
A Audrey su novio le corta por whatsapp: “Lo siento, no da para más”. Parece el típico caso del cobarde que no es capaz de dar la cara ni para terminar con diplomacia, pero es más complicado que eso. Empieza Mi ex es un espía y lxs espectadorxs, aunque Audrey no, podemos ver que Drew (Justin Theroux), el novio en cuestión, es un agente de la CIA que cumple una misión arriesgada en Lituania, escapa de explosiones y vuela por el aire como Tom Cruise en Misión Imposible. Nada podría contrastar más con la vida medio gris que lleva ella (Mila Kunis), que es cajera en un supermercado y está estancada en esa transición a los treinta en la que parece que tendrías que tener “más”, ya sean más metas, más plata, más logros. Su amiga Morgan (Kate McKinnon) también, pero se mata de la risa, habla de sexo con la madre, coge al tun tun y es uno de esos personajes blindados a la neurosis y complejos varios a fuerza de demencia. Lo que sucede es que en el momento más inesperado Drew aparece, le revela a la ex novia su verdadera identidad y le encarga una misión delicadísima: al otro día, en un café de Viena, tiene que entregarle un pendrive a alguien. Mi ex es un espía apenas se preocupa por la sofisticación –o falta de ella– de esta excusa, porque lo que importa es que las dos amigas se embarquen en una de espías, cosa que hacen, Morgan excitadísima como por lo visto hace todo y Audrey a su pesar. El contrapunto entre la descocada y la escéptica funciona perfecto entre los personajes y es, como era de esperarse, lo que destaca del montón a esta película que forma parte de una nueva línea de comedia que reversiona viejos tópicos con protagonistas femeninas, como fue la nueva Cazafantasmas (2016) protagonizada por Melissa McCarthy, Kristen Wiig y la misma McKinnon. Consciente de estar poniendo dos chicas en papeles que tradicionalmente serían masculinos, Mi ex es una espía, dirigida por Susanna Fogel, usa ese recurso para jugar con libertad en lugar de vender empoderamiento express, y hay un par de chistes muy buenos al respecto. El mejor, quizás, cuando alguien se refiere a un terrorista y Morgan cuestiona: “¿Un terrorista? ¿Por qué pensás que es un varón? Podría ser una mujer. Las mujeres podemos hacer todo lo que nos proponemos”. Con algo de buddy movie femenina y ese mismo espíritu de Frozen, lo que cuenta de Mi ex es un espía no es tanto la trama, algo mecánica, sino la mirada “desde afuera” de las chicas sobre el género de espionaje. Hay un comentario irónico también sobre los millenials, tan distintxs a esas figuras recias como Tom Cruise o Daniel Craig, de un par de generaciones anteriores, que le pusieron el cuerpo a las películas de espías. Morgan, por ejemplo, se emociona ante la figura de poder que interpreta Gillian Anderson, y hay una pareja de detectives varones “sensibles” que todo lo quieren discutir, comentar, y al parecer tienen opiniones sobre todo. En la misma línea, quizás la mejor escena de acción de la película es una persecución en Uber, y toda una secuencia de chistes con autos que se apoyan en una generación a la que ya no le resulta natural aprender a manejar un auto. Pero más allá del diálogo con la época, lo más importante de Mi ex es un espía es la posibilidad que le ofrece a Kate McKinnon, sobre todo, para hacer de las suyas: hermosa, luminosa, con un toque de demencia en la mirada que recuerda a Will Ferrell y un cuerpo rebosante de tortez y apto para todo tipo de humor físico, que por momentos casi se metamorfosea en un mono, McKinnon –que usa casi todo el tiempo pantalón de cintura alta y tirantes negros– es Chaplin y es un clown, como lo muestra esa secuencia casi final en la que nada le importa más que colarse en un acto del Cirque du Soleil y colgarse de un trapecio. Alguna vez, y sobre todo a partir de Damas en guerra (2011), se discutió si la comedia con mujeres tenía que basarse en algún tipo de humor específicamente femenino y otras veces se le reclamó ser modélica, pero si hay alguna potencia de la comedia femenina es darle a este tipo de actrices espacio para brillar.
¿Qué es lo que fascina de lxs asesinxs? Desde series como Mindhunter de David Fincher y True Detective, libros como Magnetizado de Carlos Busqued o Las chicas de Emma Cline, por nombrar solo unos pocos fenómenos, el buceo en las historias y mentalidades de ese tipo de criminales es uno de los rubros más frecuentado por ficciones que siempre ponen un pie en la realidad, ya sea desde lo documental o desde el “basado en hechos reales”. En nuestro país, el clan de los Puccio tuvo su serie, Historia de un clan, dirigida por Luis Ortega, y una película dirigida por Pablo Trapero y protagonizada por Guillermo Francella. El Petiso Orejudo, por su parte, está en el centro de un cuento de Mariana Enriquez en Las cosas que perdimos en el fuego. Quizás se trate de un espejo deformante en el que mirarnos o de algo tan simple como el atractivo de lo que se considera excepcional; la cuestión es que esta vez fue el turno de la historia de Carlos Robledo Puch, tomada como inspiración para la película El Ángel de Luis Ortega, que puede verse tanto como una manifestación más de esta avidez por las ficciones de asesinatos como una muestra de dónde están sus límites. Si unx conoce más o menos la historia de Carlos Robledo Puch, condenado a cadena perpetua por once homicidios –dos de los cuales calificarían como femicidios en la actualidad, porque implicaron violaciones seguidas de asesinato–, es difícil imaginar tanta sordidez metida en una ficción donde también suenan canciones de Palito Ortega. Pero la película de Luis Ortega se desmarca casi por completo de las historias de asesinos, no incluye violaciones y le da muy poca relevancia a las muertes ejecutadas por su protagonista, Carlitos (Lorenzo Ferro) y su compañero Ramón Peralta (Chino Darín). Y en cambio hace del Robledo Puch ficcional una figura más cercana a la de los ladrones de la historia del cine que parecieron vivir bajo el lema de live fast, die young, como Billy the Kid o Bonnie y Clyde. En rigor de verdad Carlitos no muere al final de la película, pero simbólicamente sí, porque a El Ángel no le interesa su protagonista más que como una criatura en libertad, un adolescente desaforado subido a una ola de crímenes como un surfer. Y en el cuerpo de Lorenzo Ferro, un bebé de veinte años con una boca en puchero permanente y roja como una frutilla, ese período de locura adquiere una belleza que pocas veces vio el cine argentino. Empieza El Ángel, con Ferro bailando “El extraño de pelo largo” en una casa solitaria, en una versión retorcida y caprichosa de la canción de La joven guardia, personalísima, y unx sabe que está frente a algo nuevo. Pero Ferro no está solo y es su pareja delictiva con Peralta, el personaje del Chino Darín, la que sostiene la película. Ortega puede ser errático y hacer que El Ángel pierda el ritmo por momentos, pero Ferro y Darín, la tensión entre ellos, la intimidad de criminales que en el fondo son pendejos compartiendo un cuarto de hotel (y una escena brillante, entre otras, donde se representa con joyas en el pubis el preciosismo y erotismo con que la película imagina a sus ladrones), es un botín de lo más deseable. Sobre todo teniendo en cuenta que en el cine argentino ese tipo de imágenes escasea, y mucho. En la ficción de Luis Ortega, Robledo Puch es un pichón de artista, un diamante en bruto, que recorre casas vacías como si lo atrajeran esos otros mundos posibles que representan por cuestiones puramente estéticas. No le interesa la plata pero sí la aventura, y vive tan en estado salvaje que nunca llega a articular, pensar, esa preferencia por los cuadros en lugar de la guita, por la aventura antes que por la ganancia. Aunque se puede ver, en la caída que representa en el relato el ingreso de Peter Lanzani como nuevo cómplice, que el sentido de todo estaba atado a la masculinidad elegante de Ramón Peralta, su delicadeza y esa sensación de posibilidad que se abría cuando se hacía chupar la pija o se dejaba desnudar por Carlitos. Él y Peralta son la pareja queer más excitante que se vio en mucho tiempo.
La historia de la chica que se libera de toda represión y empieza a cantar la justa a cuanta persona se le cruce dialoga claramente con la época; está claro que nos criaron para la conciliación antes que la disputa, y así es como la mujer que se queja, reclama o no se deja manejar se convirtió hace tiempo en una conchuda. Quizás por eso, y por revertir el signo de la conchudez para convertirla en un atributo de poder, la comedia chilena Sin filtro fue un éxito que ya cuenta con varias versiones en España, México y Argentina, donde se la conoce como Re loca y la loca en cuestión tiene la cara de Natalia Oreiro. En la película dirigida por el debutante Martino Zaidelis, que antes había trabajado en tiras como “El hombre de tu vida”, Oreiro es Pilar, una mujer inteligente y exitosa que está al borde de los cuarenta pero, a pesar de sus múltiples capacidades, se deja pisotear o aprovechar por un jefe que la ningunea, un marido inútil, un hijastro vividor y un amigo histérico. Lo que pasa es que Pilar es impecable, siempre; mantiene la compostura ante cualquier abuso y parece haber incorporado la idea –todas lo hicimos– de que no reaccionar es una virtud. Eso hasta que un encuentro con un misterioso personaje interpretado por Hugo Arana le cambia la vida: a partir de ahora, Pilar va a decir lo que piensa y quiere a todo momento y sin censuras, y hasta portar un extra de energía vengadora que va a dar cuerpo a la mayoría de los chistes de la película. O mejor dicho, al mismo chiste, que se repite una y otra vez, y es el del asombro de lxs otrxs frente a la transformación hiperbólica de Pili. La idea no está nada mal, y es probable que nadie más que Natalia Oreiro pudiera haber hecho de esa sola idea, explotada hasta el límite, una película. Por lo demás, Re loca transcurre en el mismo cielo de las comedias mainstream argentinas donde los personajes de una supuesta clase media circulan por los bares de Palermo, pagan expensas que equivalen al sueldo de la mayor parte de la población y cuando tienen ganas de caminar para pensar un poco eligen Puerto Madero, Puente de la Mujer incluido. No hay nada en la película que no sea genérico y acartonado, nada que le suministre cierta sensación de realidad, desde las locaciones hasta los personajes secundarios, que son invariablemente pésimos. No los actores –más bien todo lo contrario– sino los personajes, construidos apenas como esbozos de cartón que solo están ahí para constituirse en soporte del único chiste del que hablé: Fernán Mirás como el marido artista, Diego Torres como el amigo maltratado por la novia, Valeria Lois y Pilar Gamboa como las amigas, están desprovechadxs a un nivel escandaloso por un guión que no sabe ni quiere construir vínculos y afectos. En ese sentido, lo de Natalia Oreiro en Re loca es de una soledad extrema; apenas interactúa de verdad con nadie y ella sola se pone toda la película al hombro, a fuerza de carisma y de una capacidad inagotable para extraer emoción de un papel que solo le ofrece chistes fáciles. Gracias a ella podemos adivinar y desear una película mucho más sutil escondida en el corazón de Re loca y que ojalá algún día exista, porque al cine argentino todavía le falta esa historia: la de la mujer en crisis, al borde de los cuarenta, que con las primeras arrugas y los primeros “estás re bien para tu edad” empieza a sentir que el mundo le pasa por encima, a replantearse la pareja, las decisiones laborales y demás. Pero sintiendo, también, que hay algo que no vuelve y mejor transformarse que querer manotear lo perdido. Conmueve que Natalia Oreiro, una diva que hasta ahora brilló de juventud, se haya calzado ese papel –porque todxs sabemos que a las divas no se les permite envejecer– y le ponga el cuerpo como el papel lo exige: con y sin maquillaje, con arrugas alrededor de los ojos y en las mejillas por haberse reído tanto, como la actriz impresionante que hace tiempo es.
Una chica de 23 años llamada Paula está parando en Ushuaia, busca changas en la temporada turística. Es de esxs trabajadorxs informales que se guardan la plata en una riñonera o se la esconden en la ropa, como esa inolvidable laburante que fue Natalia Oreiro en Francia, de Adrián Caetano, la que se metía los billetes en el pantalón del jogging. Afuera del sistema, casi anónima, la mujer interpretada por Sofía Brito parece huir de algo, está entre trabajos, se refresca la nuca en una estación de servicio, como si hubiese ido hasta el mismísimo confín de la tierra para que no la puedan encontrar. La omisión, opera primera de Sebastián Schjaer, que participó en la sección Panorama de la Berlinale y en el último Bafici, no es una road movie pero por momentos se siente como si lo fuera, porque Paula no se detiene casi nunca y su territorio es un borde de la ciudad en el que una y otra vez debe cruzar la ruta, atravesar la nieve. Durante una hora y media la veremos ir de un lado al otro, siempre un poco apurada, o urgida mejor dicho, como si la Ushuaia que habita provisoriamente no fuera una ciudad turística de escenarios magníficos sino un videojuego en el que todo se trata de ir a un lugar, pedir trabajo, ir a otro, tratar de cobrar la plata, buscar una pieza, buscar la plata, buscar otro trabajo más. Las referencias al cine de los Dardenne son obvias pero no agotan la película y Schjaer es incluso más radical en algunos puntos: su protagonista no tiene interioridad salvo la que asoma en algún destello en la mirada, casi demasiado fugaz, no hay sentimentalismo, no hay drama. Solo áspera observación del recorrido de Paula, que es como un animal en movimiento, atado a la supervivencia (y con una Sofía Brito perfecta, que ya se había lucido como una criatura de la naturaleza en Los salvajes, de Alejandro Fadel). Pero La omisión propone un juego mucho más interesante y cambia todo el esquema como un caleidoscopio cuando casi a mitad de la película nos enteramos de que Paula no está sola: en la misma ciudad, al cuidado de su hermana, tiene una hijita que se llama Malena (Malena Hernández Díaz), de unos cuatro años, y en Río Grande un novio (Pablo Sigal) que es el padre de la nena. Entonces no se trata de una chica sola que busca trabajo en el sur, sino de una familia. Y la película también se carga con amargura esa pregunta terrible: ¿qué es una familia? En las escenas en las que Paula está con Malena despunta una respuesta. Ahí la nieve sirve para jugar y reír, y los minutos se transforman en una ocasión de despliegue para el afecto. Sin embargo esta familia de tres dispersa y sin hogar, nunca idealizada y casi clandestina, es puro extrañamiento, una extrañeza que en parte es de clase y la misma que experimenta alguien de clase media frente al padre que trabaja en la construcción y se va un año a Sudáfrica, o a la mujer que se emplea con cama adentro y le deja lxs hijxs a una tía. Del modelo de mamá y papá más hijxs guardados en la casa como si fuera una cajita de cristal, Paula y lxs suyxs entran y salen, o quizás estén a punto de caerse. Lo cierto es que Paula no es madre cuando no está con la hija, ni una novia, ni nada más que ella misma, expuesta a la experiencia y a una suerte de epifanía que no tiene que ver con la felicidad ni la belleza ni la sabiduría sino quizás, apenas, con la posibilidad de moverse. Pero no en el amplio escenario de blancura sobrenatural de Ushuaia -de la que de hecho casi nada se ve salvo fragmentos, nieve que alguien pisa, rutas ocupadas por el tránsito- sino en ese asunto pegajoso, que La omisión distancia hasta la angustia, de las vidas atadas entre sí.