¡Marzianos al ataque! omo alumna excelente –ser alumno es una buena costumbre y nadie debería abandonarla, pero también hay que saber elegir a los maestros- parece que Ana Katz hubiera visto las mejores comedias norteamericanas que se están haciendo por estos días y entendió cómo se cuenta una historia. Sí, porque no hay vuelta: las mejores comedias del mundo vienen de allá y tienen la firma de Mike Judge, Adam McKay y Tod Phillips, entre otros. O mejor dicho, con Los Marziano parece que sí hay vuelta desde la fábrica de comedias geniales a la patria del grotesco que nos toca en suerte, porque en este año feliz aparece un ovni que tiene lo mejor de ambos mundos, y a actores argentinos dirigidos maravillosamente, ¡y a Francella!. Uf, el mismísimo Argento y el mismísimo Grande pa, acá esquivando a fuerza de contención cuanta pavada se espera que hagan para llevar adelante una historia que crece en emoción cuanto menos la mira de frente: todo eso ya es mucho. El comienzo de Los Marziano es todo lo contrario que el de Un cuento chino y la comparación es detestable pero sirve para pensar cuánto hay en el buen cine de oficio, y cuánto en mal cine de pereza. Un cuento chino empezaba con música de comedia norteamericana sobre el frente de la ferretería de Darín, en un plano pobremente fiaca que solamente servía para indicar, como quien no tiene más recursos que colgar un cartel, que estábamos entrando a una comedia. Los Marziano también empieza con música y un recorrido, que va contando con velocidad parte de la vida cotidiana de sus personajes, desde el country donde se juega al golf de Luis (Arturo Puig) hasta la motoneta para toda la familia a la que sube Juan (Guillermo Francella) con su esposa y su hija. Esa velocidad para establecer un mundo con pocos detalles precisos recorre toda la película de Ana Katz, y es funcional cuando se trata de armar la historia de dos hermanos cuya característica fundamental es que no se hablan y, en general, no hablan. Lo raro es que en esta comedia, en la que a Luis le pasa que en el country en que vive hay alguien que cava pozos y los disimula en el terreno para que los desprevenidos caigan (y se lastimen) y a Juan le pasa que empieza a no poder leer y se choca las cosas, al parecer por un defecto neurológico (y se lastima), todo lo que podría ser chiste no está exprimido hasta la última gota sino, por el contrario, interrumpido, y a veces hasta devenido drama. Porque hay dolor en Los Marziano, dolor de los golpes que duelen en serio, y de lo que no se dice. Se sabe que Juan se lastima la frente cuando se choca una ventana y que Luis tiene el brazo enyesado porque se cayó en un pozo, pero nunca vamos a saber por qué hay una herida más grande que separa a los hermanos, que hablan de plata (plata que se presta, plata que se debe) y que parecen poner toda la violencia, uno en gritarle a la esposa (Mercedes Morán) que no le gusta meterse en la pileta, o en vengarse con darle menos jugo de naranja del que toma él, el otro en reclamarle a un barman que ponga mango de verdad en su licuado de frutilla y mango, como si se tratara de llenar los días de pequeños desvíos para nunca levantar el teléfono y decirse algo. Cuando por fin se cruzan Juan y Luis en el mismo lugar –y con ellos todas las historias que se fueron abriendo- suceden dos milagros simultáneos: uno, que eso que nunca se dijo nos importa, mucho, en la película y en nuestra vida, porque lo reconocemos como dificultad que modifica a todos los que rodean a los dos hermanos. Otro, que en el trayecto más o menos breve que recorre Juan para llegar a saludar al hermano se condensan, una por una, todas las emociones silenciosas de ese encuentro en el repertorio de expresiones sutilísimas que pasan por la cara del a esta altura gigante Francella. En los ojos de él, y en los de Arturo Puig, se condensan algunos de los mejores minutos de cine argentino de estos últimos años (por no hablar del momento en que Juan sube al auto de la mujer de Luis y en la mirada de ella por el espejo retrovisor, que produce algo en la mirada de él, entendemos en unos segundos que entre ellos pasó algo). Los Marziano es una noticia genial; no tan buena noticia es que Un cuento chino haya sido un éxito inmediato, con su vaca y su chino y su Darín puteando mal, mientras que la sala donde hoy se dio Los Marziano estaba algo vacía, pero si vienen más películas así, hay esperanzas.
Se me ha perdido un corazón Qué feas son las películas que chorrean literatura. Nunca me abandones tienen planos perfectos, luminosos, opacos, serenos, bla, bla, bla, más o menos como las tapas amarillo patito de Anagrama. Y yo no sé si la novela de Ishiguro tendrá goyete o qué, pero la película (que está basada en un bestseller del mismo bestsellerista de Lo que queda del día) es el relato de ciencia ficción más cobarde que una mente humana pueda concebir. A ver: dos chicas y un chico criados en rígido colegio de la campiña inglesa (triángulo amoroso, claro) se enteran en la pubertad de que fueron producidos como clones para destinarlos a la donación de órganos. Sin embargo, ni bien reciben la noticia de la maestra llorosa Sally Hawkins, el dato se disuelve y la película se dedica a contar el primer amor de la rubia (Carey Mulligan) hacia el rubiecito que finalmente es birlado por la morocha (Keira Knightley). Los chicos crecen, aislados del mundo, y llega el momento para primeras donaciones. ¡Ah! ¡Cierto que eran clones destinados a la donación de órganos! Ahora se viene el drama verdadero porque los chicos se enfrentan con la muerte, y entonces se resuelven rápidamente y en el mismo movimiento los destinos de los clones y la criogénica historia de amor adolescente. Pero: el amor entre la chica rubia y el chico pelado parece el verdadero producto de laboratorio, porque primero él se puso de novio con la morocha y después estuvieron diez años separados sin buscarse y sin impedimentos visibles. Segundo pero: con la misma pasividad que los personajes aceptan (es decir, que la historia produce torpemente) ese destino trágico amoroso, se acepta la muerte. Y ahí me preguntó si habrá un espectador que no se haya preguntado a esta altura de la película: ¿por qué no se tomaron un tren? ¿Por qué nunca se les ocurrió escaparse? ¿Por qué nunca cuestionaron nada? Ah, la primera razón es que la historia tenía que terminar con Carey Mulligan diciendo lo que todos sospechábamos: “me parece que no somos tan distintos de la gente común”. Claro, porque nosotros también nos enamoramos y donamos órganos (o no) y estamos sometidos a la muerte, ergo: la película es sobre todos nosotros. Entonces, segunda razón: a la historia no le interesa en lo más mínimo desarrollar su costado sci-fi porque está demasiado apurada por ser una metáfora, pero incluso en ese punto es difícil involucrarse con el dramita de estos clones que nunca parecen haber estado vivos. Ellos donan sus hígados y sus riñones pero no es tan seguro que tengan corazón. Mientras tanto a Mark Romanek le gusta filmar a Carey Mulligan (que está muy linda, mientras que Keira Knightley parece un perro flaco con esos colmillos y el pelo marrón insulso) con gorrito de lana, sentada frente al mar y reflexionando, como imagen suprema de la profundidad discreta acompañada de violines, a medias entre el sufrimiento indie y el drama de mansión inglesa, como si supiera que necesita poner muelles y cielos nublados para tapar tanto vacío.
Muestrario de semana cinéfila-II Nicolas Cage enfundado de negro llega a un bar de pueblo de esos que tanto me gustan (un mostrador, dos chicas vestidas de rosa con delantales blancos pero reas que sirven café, el forastero que resalta demasiado). Son los primeros momentos de Infierno al volante, aunque antes se había mostrado que el renegado no venía del pueblo –chico- de al lado sino del infierno verdadero y grande. A los quince minutos está metido en un viaje con la camarera más linda, la que todos queríamos que se lleve, la misma que anda de shorcitos y botas texanas y le rompe la cara a patadas al novio cuando lo encuentra en la cama con otra. Son un buen par, y él tiene ese aire trágico de loser que esta vez se refuerza porque sabemos que en cualquier momento tiene que volver a arder en el infierno: el Contador, el guardián más convencional y más excéntrico (William Fichtner, un tipo de impecable traje que anda arrojando al aire, y a la frente de los malos por ejemplo, que parte en dos, una simple monedita), lo anda buscando. ¿Necesito decir algo más? Infierno al volante es grindhouse menos ostentoso que Machete, y por eso me gustó más (ojo, no voy a hablar mal de Machete pero hay un momento en que la película acumula tanto que se vuelve idiota, como en la espantosa pelea final con Lindsay Lohan vestida de monja y la mar en coche –esos coches que rebotaban y rebotaban y rebotaban hasta que al fin parecían de juguete, ¿se acuerdan?). Así terminó la noche del jueves pasado en el Abasto. Ese mismo día había empezado la Semana de la crítica en el Cosmos-UBA, una sala que se las trae. Entre el jueves y el domingo se proyectaron las películas que la Fipresci (Federación Internacional de la prensa cinematográfica) eligió como mejores del 2010, entre ellas Excursiones, Los labios y Survival of the dead, la última de Romero, que vi el domingo. Allá fui el viernes a ver una película nueva de Raúl Perrone, Al final la vida sigue, igual, tercera de una trilogía que incluye a Los actos cotidianos que se mostró en el Bafici del año pasado. La sala estaba llena, Perrone estaba contento, y el público se quedó después de la película que fue muy aplaudida para hacer preguntas. Me gusta el Cosmos porque tiene butacas rojas de cuerina, un aire a los cines de antes, y un nombre que se presta para toda clase de invenciones, desde “Me voy al Cosmos” hasta donde la imaginación alcance. La entrada sale 15 pesos y 10 para jubilados y estudiantes. Volviendo a Perrone, me gusta mucho lo que está haciendo en esta trilogía, y el año pasado escribí esto durante el Bafici a propósito de Los actos cotidianos. Mucho más no voy a adelantar porque estamos preparando una entrevista para ¡EEUB! que saldrá en las próximas semanas. Eso en lo que respecta al cine; después está la tele, en casa (no tengo antena, la uso solamente para ver películas bajadas pero hace poco me reclamaron el aparatito de pasar dvds, con todo derecho porque era prestado, así que no me queda más que verlas en la computadora). Por suerte mi amiguito Schell me consiguió Un conte de Noel en DVD en Cinerama, uno de esos videoclubes que todavía existen, y la vi bastante fragmentada y ahora me da culpa. Ojo, no tiene nada que ver con el aburrimiento: es que tengo que escribir sobre la película y me paraba a cada rato para tomar apuntes en el Word. No hace más de un mes (y esto me da la pauta de una caída a pique en la locura) quise anotar una cosa mientras veía Biutiful (perdón) en el Hoyts y no me quedó otra que recurrir al celular, escribir un mensaje y guardarlo como borrador. Horrible. Para mi cumpleaños quiero una lapicera-crítica con luz, como la que una vez me recordaron que tenía el personaje de Catherine Zeta-Jones en Alta fidelidad (donde interpretaba a una ex novia crítica de cine de John Cusack). Lo que anoté de Biutiful (perdón), porque pensé en ese momento que resumía toda la película, es una cosa que el personaje de Bardem le dice a su mujer que es bipolar. Ella, en un momento casi feliz (con la poca felicidad sucia y retorcida que puede haber en el mundo espantoso de Iñárritu) le dice al marido que mire las estrellas, y él le contesta: “Mi amor, eso que ves ahí no son estrellas, es tu sistema nervioso”. Ese es el grado de hijoputez de Iñárritu: no dejar que nadie levante la cabeza, no dejar que nadie flashee, tirarle un toscazo a la chica por la cabeza en su momento bello. El encargado de arrojar la piedra es Uxbal (sí sí, así se llama Bardem en Biutiful), que en el mismo día se entera de que tiene un cáncer terminal, va preso, después le tira esa mala onda a su mujer, y a continuación de la frase asquerosa mata entre veinticinco y treinta chinos sin querer, porque les regala como acto de caridad una estufas que, ¡oh resulta que estaban falladas! Meado por los elefantes, en ese mundo-Iñárritu pringoso que está lleno de planos de pis con sangre sobre un inodoro blanco, de cadáveres embalsamados que alguien manosea, de Bardem en pañales. Si Iñárritu fuera más sincero haría cosas como The human centipede o algo por el estilo, pero encima es idiota y se pretende político. Lo menos. Un conte de Noel, en cambio, es una película que también trabaja con el cáncer pero desde un lugar totalmente distinto: con dolor (y no solamente con “impresión”, porque Iñárritu está fascinado con los cadáveres y el cuerpo pero como un chico, con curiosidad fría). Los momentos en que un médico punza en el pecho al personaje de Catherine Deneuve para extraer una muestra de médula son físicamente intolerables, y el hospital está teñido de terror porque Desplechin lo filma como si fuera el Nosferatu de Murnau. Y la familia de Un conte de Noel es tan maravillosamente detestable-pero-no como los personajes de Apatow en Funny people, otra de enfermedades, otra que se anima a apostar a esa risa desesperada, amarga pero luchadora, que le escamotea dolor a la muerte. Ouch, otra vez me extendí y no llego a contarles cosas sobre cineclubes (la culpa es de ese Iñárritu). Quedará para mañana, mientras espero el estreno de Battle: Los Angeles con muchas ganas (cada vez me crece más el sci-fi en el corazoncito; el solo hecho de que se haga ficción de la ciencia, que es lo que en un principio no se puede, me parece una bravuconada hermosa).
Muestrario de semana cinéfila Todos los jueves, los bingos vamos al Hoyts a ver estrenos gratis desde que Papá Noel tomó la forma de una sala multinacional que da pases de prensa. Elegimos el Abasto porque está más o menos en el medio de todas nuestras casas, y ahí nos pasamos la tarde de una sala a la otra –los que podemos, los demás suelen caer más tarde- viendo películas malas en su mayoría (gran escuela, la película mala), discutiendo lo que vimos y comiendo barato en Chabuca Granda. Entre las cosas que pueden pasar en un día como ése, mi preferida fue cuando fuimos con Casandra a ver Papá por accidente y en un momento un fuego invadió la pantalla desde el centro, se extendió en un segundo hacia los bordes y se devoró completamente la película. La sensación de euforia que me dio ese fuego (y eso que Papá por accidente me estaba gustando, era la segunda vez que la veía después de verla bajada en lo de Martín y odiarla) es algo que todavía no me explico, pero se ve que a veces queremos ver arder cosas hermosas. También, claro, fue la ocurrencia de algo extraordinario que vino con regalo extra: un empleado entró a la sala para anunciar que en unos minutos se iba a solucionar el problema y repartió entradas gratis para cualquier día de la semana entre los que estábamos ahí: más regalos (soy particularmente fan de lo gratuito, que me pone eufórica, tanto como de la destrucción). El jueves pasado no hubo nada de eso, pero sí fui a ver una película que ya había visto antes como me pasó con Papá por accidente, y la encontré cambiada. La película es Fase 7 y la vi por primera vez en el Festival de Mar del Plata del año pasado, un martes a la medianoche (esa noche cuando volví del cine escribí esto). No sé si fue el aire de la playa, el horario –los festivales implican días de dormir mal y terminar alucinado- o qué cosa, pero Fase 7 me gustó bastante. Y no solamente a mí: también les gustó a Marcos Vieytes y a otros redactores de El amante que estaban ahí (después, claro, tuve que googlear a ese tal Yayo, porque todos hablaban de él y yo que no tengo tele no sabía quién era). Esa noche me entusiasmó la música carpenteriana y la aparición de cosas poco vistas en el cine argentino: la ciencia ficción, el gore, los chistes políticamente incorrectos con chinos y empleadas domésticas (“somos dieciséis personas y una empleada doméstica” creo que dice Luppi en un momento), la barbita de Hendler (gran comediante de acá a la china, pero la próxima vez que quiera verlo en comedia volveré a ver Los paranoicos). Son razones muy tontas para que a alguien le guste una película, pero es verdad que a veces lo más o menos novedoso entusiasma, como lo sabe cualquiera que haya comprado un Danette Cindor o Marroc y no encuentre diferencias con el ya suficientemente bueno Danette Chocolate (eso de decir frente a la góndola del super, “¡Uuuuuh, hay un Danette nuevo, Marroc, qué buena idea!”). Bueno, el jueves Fase 7 me aburrió bastante, y sobre todo sentí que a duras penas había una película ahí, o por lo menos una película filmada de alguna manera que valga la pena ver y no tan recostada sobre los diálogos (que se recuestan a su vez sobre lo divertido de escuchar a un cordobés decir “pelotudo, pelotudo!, unas cuantas veces) y sobre los personajes. Pienso que algo de esta sensación tiene que ver con la manera muy básica de filmar el edificio: se sigue a los actores, pero no se da ningún tipo de densidad a ese espacio. Todo el tiempo se tiene la impresión de estar viéndolos a ellos actuando sobre un fondo que se resiste a ser película, por eso creo que Fase 7 se vale tanto de la música para ser cine –es la música la que da algún tipo de espesor a las escenas-, y eso es algo engañoso. Hay una buena película potencial adentro de Fase 7, pero se arruina cuando, por ejemplo, Hendler y Luppi acaban de matar a una mujer en un departamento, la hija de esa mujer entra al departamento, ve a la madre muerta y tarda como treinta segundos (hubiera estado bueno contarlos) en decir “¡Mamáaaaa!”. Y no parece que se trate de que la fuerza traumática del acontecimiento la deja momentáneamente muda, sino de que la actriz está dando tiempo a que Hendler y Luppi terminen de hacer sus cosas. Raro (sobre todo porque no se trata de una película que apueste a ser berreta). Después vino Rango en una sala llena de nenes con conitos de pochoclos y un niño cinéfilo al lado mío más que entusiasmado (Santi, ¿si no quién más?). Rango empieza lisérgica y feliz, una road movie con lagartija histriónica de camisa hawaiana que busca el papel de su vida. Cuando lo consiga será sheriff, y la película un western, y la simpleza del principio –estamos en el desierto, después de todo- un despelote que acumula citas y citas y citas como si la vida –la de Rango- dependiera de ello. Pero yo pienso lo contrario y sentí que la acumulación de citas y complejidad mataba todo lo bueno que había (y hasta lo mejor, el coro de lechuzas mariachis mala onda que anuncia enseguida “Pero la lagartija…va a morir”). Rango se convierte en héroe entre retazos animados de Apocalipsis now, Indiana Jones, Leone y La guerra de las galaxias (como dijo Santi en su crítica). Pero es raro lo que pasa cuando la cita no tiene mucho sentido más que el de citar: el duelo entre Rango y la villana víbora gigante, filmado como copia de los duelos de Leone, pierde todo sentido porque la víbora es claramente superior –es, repito, gigante- y es obvio que sólo una ocurrencia del azar o del delirio puede ayudar a Rango, entonces no hay contrincantes de verdad, por lo tanto no hay duelo. Cuando la película hace su villana a esa víbora desaforada, se convierte en buena medida en eso mismo y deja de impresionar (y no me refiero a la impresión ligera del “Uauuu” frente a ese Danette nuevo). Lo mismo con la espantosa aparición de ese pseudo-Clint Eastwood que es el personaje de Por un puñado de dólares y siguientes leonidades que adoro: acá, Rango se lo encuentra en el desierto y el cowboy le enseña el heroísmo, entonces este no es Clint Eastwood porque tiene otra cara (y a pesar del poncho) pero también porque no tiene nada de aquel no-héroe callado que mascaba su cigarro y cagaba a todo el que pudiera. ¿Entonces para qué la cita? Carteles, carteles por todas partes que dicen “Western”, pero nada que se le parezca. Uh, me está quedando muy largo todo esto: cambio de planes (tanto como de opinión, como se ve), corto y sigo mañana en otro post. Quiero contarles de mi nuevo trabajito en un cineclub amigo (aparte dije “semana cinéfila” y sólo conté un pedacito de un día, después vienen Infierno al volante, Un conte de Noel, Chocolate, las últimas de Perrone y Romero, y Mammuth, con Gerard Depardieu).
Space cowboy ¡Al fin género! Se sabe: el boca a boca tiene la posta de los festivales. Me imagino el rumor sobre Fase 7 recorriendo las calles húmedas de Mar del Plata, como un virus. La cosa es que la sala se llenó, que la gente hace largas colas a la medianoche para entrar a ver una película, aplauden antes de que empiece, eso. Fase 7 es la primera película de Nicolás Goldbart, que fue montajista de El fondo del mar y Los paranoicos. El dato es importante, van a ver por qué. Acá también está Daniel Hendler, y Jazmín Stuart, y una persona que se llama Yayo. Me enteré, a la salida, y gracias a un crítico que ve Tinelli (hace bien), de que este Yayo hace chistes por televisión. Más popular que Hendler, por lo visto, cuando empezaron a pasar los créditos de Fase 7 la gente lo aplaudía a él, que viene a ser algo así como el Daniel Aráoz de Goldbart. Como el sci-fi más cercano posible, la película de Goldbart parece hija de la paranoia del año que todos vivimos en peligro, el de la gripe A, aunque el virus en cuestión está borrado por suerte del relato. Hendler está casado con Stuart y ella tiene siete meses de embarazo. Se mudan a un edificio nuevo, con pocos departamentos ocupados, y enseguida se desata el virus, la locura, la cuarentena. Ellos son los incrédulos, los que tienen el atrevimiento de no hacerle caso a la TV. Pero viven en el mundo -el edificio- y los vecinos no los van a dejar en paz, no van a dejar que no se cuiden. Este Yayo, el más paranoico de todos los vecinos, el que hace de su casa un bunker, es el que va a convertir a Hendler en despunte de cowboy. Con música carpenteriana que llena el plano, y momentos de tensión perfectos, y el muy buen comediante que es Hendler, Fase 7 sabe citar al cine y usarlo a su favor. Ah, para mí tendría que terminar un rato antes, con Hendler y su chica esperando encerrados, sin saber qué va a pasarles. Pero a mí me gusta cortar las películas, es vicio de edición mental y del “elige tu propia aventura”. Paréntesis: hay algo con las puteadas en el cine argentino, sobre todo con el tipo de humor que por momentos se basa en puteadas. ¿Por qué la Kkkkkk de “carajo” suena tan subrayada? ¿No es más vulgar “boludo” cuando sale en el cine? Y la P de pelotudo, me parece que se lleva las palmas, con esa posibilidad de juntar los labios y hacerlos reventar en un soplido que estalla como un golpe…exagerado, siempre parece exagerado. Yo quisiera saber, pero no voy a poder nunca, si a los anglosajones les suena igual de artificial a veces la K de fuck, o la manera de comerse las letras cuando alguien dice “madafffacka” (imagínense por ejemplo un comienzo de Cuatro bodas y un funeral que tuviera a Hugh Grant diciendo “la puta madre, la puta madre, la puta madre”; ¿está buena esa película? Ni idea). Ayer, antes de la medianoche, vi casi toda Enigma en París (1974), una película de Peter Weir con un título mucho mejor en inglés: The cars that ate Paris. Paris es un pueblito de gente muy fea en el que hay una serie de accidentes de auto inexplicables. Los malos son una banda con autos viejos pintados de colores, y autos y partes de autos por todas partes, destartalados, oxidados, hermosos. Chapas contra colinas verdes. Y hay también un homenaje muy lindo a Leone, de enfrentamiento tenso entre el guardia del tránsito y la banda de los malos, con música alla Morricone. Es un poco aburrida la película de todas formas, pero los australianos tienen esa cosa con los autos que está buena. Ah, antes de terminar quiero decir que Hendler es lo más: Hendler es lo más. Me voy a ver si consigo entradas gratis para las de John Hughes.
Desapercibido Es bastante gracioso que una película se llame Desconocido y se estrene el mismo día que El cisne negro y El ganador (dos que van al Oscar), Pirañas 3D, y hasta una cosa sospechada de fiasco con el nombre de Soy el número 4 que todo el mundo comparó con Crepúsculo (arte disuasoria, velocidad y economía: basta con que una crítica diga en su primera línea “se parece a la de Robert Pattinson” para que cincuenta millones de seres humanos no vayan ni locos). Quiero decir, a esta película le faltaba llamarse Desapercibido para tener más puntería. Igual, a la hora de armar el programa del día, esta ñoñita echó manó de Imdb, buscó Desconocido y leyó “Jaume Collet-Serra”. ¡Aaaahhh! Decidido. Con el recuerdo fresco y todavía feliz del día en que ¡EEUB! fue en malón a ver La huérfana, y todos la pasamos bien y el público aplaudió como en un estadio cuando la madre le pateó la cabeza a la siniestra nenita devenida siniestra vieja al grito de “I´m not your fucking mother!”, fui entusiasmada a ver la de Collet. O Serra, como se diga. Acá se trata de un caso de identidad usurpada cuya víctima es el siempre durísimo Liam Neeson (perdón, es que me tiene harta, siempre con sus ojitos caídos perfectos para el papel “I lost my wife”). La película empieza con unos planos de Berlín con pretensiones wimwenderianas (porque sí), y eso me tendría que haber dado la pauta de algo porque después hay muchas más torpezas en Desconocido. El Dr. Martin Harris llega con su esposa rubia y amada a Berlín para asistir a una conferencia, toman un taxi al hotel, al bajar se da cuenta que perdió su attaché (¿papi se escribe así?) en el aeropuerto, y sin chiflarle a su señora que está a veinte metros se sube al primer taxi y va corriendo a buscarlo. Todo muy rápido, todo muy de manual, todo dispuesto como para que uno piense “acá va a pasar algo, sobre todo porque Diane Kruger es la taxista, y en realidad este grandulón se lo merece por irse así sin avisar y sin llevar el teléfono, el muy zopenco”. Bueno, accidente, coma por cuatro días, regreso para comprobar que ahora hay otro Dr. Martin Harris, y ahora qué hago con mi vida, y yo quién soy, etc. En fin, desconocido es un batido del Hitchcock de Intriga internacional y Notorious con espasmos y zooms alla Tony Scott con un buen cazabobos (Bruno Ganz+Berlín filmada como lo hizo Wenders, cosa de que el cinéfilo archivista lea “citas”) y varias cosas más, como un par de persecuciones de autos que están buenas. Y después mucha pero mucha torpeza, sobre todo en el personaje de Diane Kruger que es una inmigrante ilegal venida de Bosnia y habla como si estuviera en una de Ben Stiller. El McGuffin es bello: se trata de un choclo (sic) inventado por científicos generosos, que crece en todas partes y podría ayudar a que haya menos hambre en este mundo. Lo que pasa es que un príncipe copado de Arabia Saudita lo quiere regalar y perderse un negocio millonario y entonces bueno, intento de asesinato, etc. Lo mejor es Bruno Ganz, dignísimo en el papel de un ex policía de la Alemania del Este (lástima que algún idiota quiso mechar reflexiones históricas y le hace decir cosas como “los alemanes olvidamos todo, primero olvidamos que fuimos nazis y después olvidamos que fuimos comunistas”, bla, así como para que alguien diga algo sobre el “trasfondo político” de la película), y el maíz, y los accidentes de auto, y lo peor es casi todo lo demás, en esta película tremendamente mal editada en la que no quedan restos de la sobriedad de La huérfana. Ignoto, digo Desconocido, se merece pasar un poco desapercibida entre tantas películas mejores.
Un buen chirlo Empiezo con una provocación: Rodrigo García es muy, muy bueno para filmar ciertas situaciones con economía y con realismo, y también delicado en su manera de sugerir toda una historia a partir de detalles. En Amor de madres (bueno, el título telenovelesco que se superpone al más sobrio Mother and child tal vez hace honor a lo que después voy a decir que no me gusta de la película), la forma de plantear la relación entre Karen (Annette Bening) y su madre enferma es brillante: hay un tironeo, una lucha de poder entre las dos, como suele pasar entre madre e hija y sobre todo entre una madre y una hija que ya es también mujer. Esa lucha está plasmada en una conversación muy breve, más cotidiana imposible, en la que Karen le dice a la madre que va a despedir a la mujer que la atiende y la madre, ofendida, se da vuelta en la cama y le dice obstinada que no. La debilidad física de la madre ya anciana, la posición más ventajosa de la hija que puede moverse en el mundo y tomar decisiones pero que sin embargo, grande como está, sigue sometida pasivamente al poder de la madre, la dificultad para entenderse y comunicarse que sufren las dos, son todos detalles que tienden a construir una situación posible y dolorosa. De hecho, mi momento preferido de la película es cuando esa situación estalla, ya muerta la madre. Entonces Karen se entera de que la mamá tenía de confidente a la señora de la limpieza en lugar de a ella (celos, furia), que le había regalado el collarcito heredado de abuelas a la hija de esta señora (entonces Karen no es más que una nena irracional, muerta de rabia), que le había dicho a esta señora que se arrepentía por haberle arruinado la vida a ella, su hija. Y Karen le pregunta llorando a la señora, demasiado tarde como siempre pasa, “¿Por qué no me lo dijo a mí?”. “Creo que te tenía miedo”, dice la otra (entonces, pura tristeza de Karen por lo que ya se no se puede arreglar). Uf, eso es altísimo drama, verdadero, sintético en su forma de condensar una relación doliente que abarca una vida. Perdón por haber contado tanto, pero necesitaba contrastar esos momentos, que en la película son brevísimos, con el todo. Un todo que está hecho, antes que nada, de una acumulación de situaciones de ese tipo que se pretenden abarcativas, como si en esa acumulación se pudiera encontrar cierta esencia de “lo materno” (y por eso hasta me irrita el título en singular de la versión en inglés, “mother”, que parece sustentar esa creencia de que hay algo así como una “Madre”, con mayúscula, y no muchas mujeres que viven la experiencia como quieren y pueden). Esa esencia está gritada en un plano que es francamente caradura, y que me produce todo el rechazo del mundo en su manera de querer imponer una verdad: la madre de Lucy (Kerry Washington), que acaba de adoptar una bebita después de mucho trajinar, la encuentra desesperada de nervios porque la beba llora y no la deja dormir, reclama todo el tiempo, demanda toda la atención del mundo. Entonces García pone a Kerry de espaldas, hace que su cabecita que queda en las sombras se confunda con la de los espectadores en la sala, y pone a la gran madre de frente para decir algo como “ser madre es esto, crecé, ya no se trata de vos sino de romperte el lomo y poner todo el cuerpo para cuidarla a ella, ¿qué te pensabas que era?”. Bueno. No importa si la mujer tiene razón o no, yo en principio no acepto que se me interpele tan groseramente. Ahí es donde la película quiere ser madre de todos nosotros, y una de las bravas, y lamentablemente sí, se vuelve prepotente y odiosa. Incluso didáctica. Lo coral entonces juega en contra, porque se trata de un coro que –en la aparente pluralidad de sus historias- canta todo el tiempo la misma nota: sacrificio, sacralidad, redención y otras yerbas. Sacrificio: dar todo por el hijo, como nos grita la madraza de Lucy. Sacralidad, al punto que es una monja la que efectúa las transacciones de bebitos. Redención, mucha, y si no vean a esa Elizabeth interpretada por Naomi Watts que se redime por haber puesto una bombacha suya en el cajón de la vecina embarazada mientras estaba teniendo un affaire con el marido de la vecina, bueno, nada menos que con la muerte. ¡Qué lindo que El cisne negro se traiga entre manos una mamá tan diferente! No se pierdan la próxima entrega de los Oscars: hay guerra de mamás en puerta.
Boyz on the side Frío increíble, y cuando digo increíble quiero decir que el cielo es todo blanco, al punto de que las terrazas de los edificios están sumergidas en neblina. Hoy no voy a la playa, otra vez. Pero fui al Auditorium (lugar extrañísimo y gigante, con bolas en el techo que amenazan caer sobre la multitud) a ver la última de Sofia Coppola. Raros, los desencuentros generacionales: todos los chistes que a las personas de pelo blanco que andaban por ahí -la mayoría- los doblaron de risa, a mí me parecieron una cretinada. Se sabe desde siempre que el universo de Sofia Coppola es el de chicas rubias, espigadas, preferentemente sin tetas, de pelo llovido y actitud siempre infantil, bastante hastiadas. Bill Murray era una excepción, una contraparte también incomprendida e incómoda en el mundo. Pero con Somewhere, se intenta retratar el tedio de un actor muy famoso de treinta y pico (Stephen Dorff), que en unos pocos días descubre a la hija que siempre había ignorado para volver, enseguida, a quedarse solo. El planteo es muy simple y la estructura de la película está puesta al servicio de una demostración: el personaje empieza solo, solo en la soledad más solitaria que es la de sentirse solo entre los otros (¡yack!). De repente aparece la nena, contagia al hombre y a la película con su manera simple de gozar el mundo, se queda cinco minutos y se va. Esa es la única parte de Somewhere que vale la pena; el resto, es poco menos que una traición al personaje. Porque la directora quiere demostrar que el hombre la pasa mal con su vida muy frívola, y la manera de demostrarlo está llena de trampas. La primera, ponerle enfrente a dos strippers rubias super insulsas que no le mueven un pelo, pero no porque sean strippers sino porque no podrían ser más bobas (y de hecho, todas las mujeres con las que se va a cruzar el personaje a lo largo de la película, y que le ofrecen sexo en general, son igualmente bobas). Después, se hace que Johnny Marco -tal el nombre de la estrella- se quede dormido entre las piernas de una chica mientras se la chupa. Después, se hace que Johnny Marco se cocine fideos con toda la torpeza del mundo y los tire como una bestia sobre un colador, hasta que chorren por toda la pileta. Porque antes, la linda hija le había cocinado algo riquísimo, y esta es la manera de mostrar que el pobre desvalido no se arregla solo. Lo que debía ser el encuentro entre un padre y su hija -al parecer- en el que ella, desde sus once años infantiles, le da al papá todo lo que él no puede encontrar en el resto de la población femenina del planeta, de grotescas tetas plásticas (así de sin matices, sí), termina siendo también un proceso sistemático y demasiado obvio de destrucción de un hombre. Porque de verdad, es difícil pensar que esta no es una película odia-varones, hecha por una nena que quiere plasmar una fantasía tan ingenua como esta: mi papá se siente solo cuando no estoy yo. Al punto de hacerlo llorar en el teléfono, cuando se va la hija, mientras le dice a alguien “No soy nada, no soy ni siquiera una persona”. Eso ya lo sabíamos porque la directora se encarga de insultarlo por mensaje de texto desde el princpio de la película, con una pantallita que anuncia “You´re such an asshole”. ¿Por qué será que el hastío cuando es femenino es profundo, espiritual, y parece verdadero, y cuando es masculino es solamente torpe, sucio, sórdido? Hasta las remeras que usa todo el tiempo Stephen Dorff son espantosas. Vaya uno a saber, pero si tu única figura válida para la incomprensión es una chica rubia y lánguida, no hagas una película protagonizada por un chico. Me voy corriendo, a ver si consigo para Hong Sang-soo, que hoy me levanté tarde y me perdí las entradas de prensa. Al que madruga, bueno, etc.
Un destino luminoso Enredados es una de las mejores noticias del verano porque inventa un mundo de princesas a partir de ideas visuales que son literalmente luminosas: la flor dorada de la que se alimenta la reina y que nutre tanto el pelo como la magia de Rapunzel es una maravilla que se abre en la noche y que promete una película distinta. La luz en el pelo de Rapunzel, sus cualidades mágicas que vienen de una luz más interior que propia de la belleza externa, las lámparas que los padres y los habitantes del castillo envían el cielo cada año para llamar a la princesa perdida, todo es de un lirismo que conmueve (sólo para darme el gusto quiero agregar que ese amor entre la chica y el ladrón condensado en dos lámparas que se elevan juntas entre tantas otras me pareció un detalle de esos que me hacen decir “Aaaahhhh”, extasiada en la oscuridad del cine, aunque la nenita que estaba sentada al lado mío me miró varias veces un poco sobradora). Pero como nos hemos puesto modernos, Enredados combina toda esa poesía con mucho de comedia, y la combina bien. La secuencia de comedia física en que Rapunzel intenta esconder al ladrón en el ropero hizo reír a carcajadas a todos los chicos (y eran mayoría) que habíamos en la sala, y me hizo sentir también que en esas lámparas de las que hablé se elevaba también una esperanza: la de que los chicos del futuro no tengan tan mal gusto, porque sinceramente, en la función de la pésima Los viajes de Gulliver a la que asistí el jueves pasado no se rió prácticamente nadie. Más delirante y sofisticada todavía es toda la escena en la taberna que se llama –esto me hizo agua la boca- algo así como El patito mimoso, llena de tipos rudos que puestos a confesar sus sueños en una canción se descubren como amantes del crochet, la pastelería y el amor (todo bien gay), y hasta hay uno que quiere ser mimo (y sin embargo no, no dan ganas de matarlo), por no hablar del viejito que hace de cupido revoloteando un poquito borracho alrededor de la taberna. Lo divertido y lo moderno, claro, vienen de la mano de una princesa rebelde que debe aprender a no hacerle tanto caso a su madre –genial la alternancia entre culpa y euforia cuando por fin se baja de la torre y no sabe si gozar del mundo o sentirse mal por haber desobedecido a la mamá- y que arremete la aventura empuñando una sartén, al punto que hace decir al ladrón que la acompaña “después de todo no estabas tan indefensa”. A pesar de todo, no me parece que Enredados sea una película perfecta, o tal vez sí, pero la perfección no es algo que me interese demasiado. Lo que se extraña un poco en ella es justamente la extrañeza, lo siniestro del cuento de hadas que asoma en la madre que dice todo el tiempo amar a la hija y sin embargo no la deja ver el mundo, y sobre todo en la muerte de esa madre. Y no me digan que es porque se trata de Disney: ahí tienen la pesadilla de Blancanieves cuando se pierde en el bosque para mostrar que Disney supo ser más zarpado, incluso visualmente, y eso por no hablar de la lisergia a montones que hay en Fantasía. Hay cierta sensación de que Enredados es una película muy buena pero mansa, en la que el peligro y el dolor nunca llegan a ser verdaderos (y eso resta emoción cuando todo termina y vuelve a ser luminoso), por más que la princesa termine con el pelo marrón y cortado a cuchillo.
Scary movie Parece que hay todo un mundo, construido alrededor de cierta idea de familia como castigo y sacrificio, cuya versión burlona circula en powerpoints y burlitas de sobremesa. Es un mundo con chistes sobre suegras en el que la esposa de alguien puede ser ”mi jermu” o “la jabru” y en el que un hombre casado es más o menos un inútil que por inercia pone su vida y sus finanzas al servicio de una institución demoníaca que lo convierte en un pelele alrededor del cual circulan los reproches y reclamos de padres, suegros, esposa, hijos y mascotas. Está bien, hay que ser tolerante. Pero cuando el pelele es nada menos que Ben Stiller, todo se vuelve un poco doloroso. Es que con Los pequeños Fockers la trilogía del apellido seudogracioso (sí, sé que esta noche las trilogías vendrán a mi cama a ahogarme con la almohada) se instala definitivamente en una visión infernal de las relaciones entre seres humanos y al mismo tiempo llega al último subsuelo posible de los artilugios para provocar risa: el de chistes con Viagra. Se trata en definitiva de una pesadilla disfrazada de comedia, que retoma a Gaylord Focker en el momento en que sus hijos lo desprecian y excluyen de la vida familiar durante el desayuno (el hijo incluso le vomita un baldazo en la cara), sus padres lo siguen tratando como a un idiota y el suegro sigue convencido de que lo es. Nada de esto puede ser muy gracioso, de ahí que el punto de comedia de la película tenga que ver con un posible adulterio, investigado detectivesca y repetitivamente por el suegro, entre Ben Stiller y Jessica Alba. O al menos eso me pareció, porque lo cierto es que Los pequeños Fockers es una serie de escenas cómicas fallidas y pésimamente pegadas, que llegan a niveles de inconsistencia cósmicos cuando la abuela Barbra Streisand sienta a la nietita para explicarle que no tiene que pelearse con el papá porque los chicos son estúpidos pero está todo bien si se aprende cómo manejarlos (?), consejo que viene a cuento de nada. Y la nietita, que es una estatua con sonrisa siniestra, se hace la que escucha y sonríe al final con una mueca desfasada que pone de relieve la falta de sentido de absolutamente todo lo que pasa en la película, y sobre todo su falta de gracia. Porque aparte del chiste sobre “pene del suegro inyectado por el yerno enfermero mientras el nieto mira”, hay que tragarse a Owen Wilson haciendo payasadas en calcitas (aunque él es bello y su sonrisa bobesponjosa y a prueba de balas es lo único luminoso de todo este asunto), a Jessica Alba tirándose de panza en un pozo y a Harvey Keitel haciendo un papel inexistente (sí, se trata de una película que desperdicia actores a mansalva, incluida Laura Dern). Un deseo para el 2011: que los chicos de la nueva comedia se queden en el Wonderland de la nueva comedia, porque afuera (sacando a Todd Phillips) está áspero.