Larga vida al rock Las trillizas de Belleville tenía una cosa triste con las caras estiradas, los cuerpos semiderretidos, los personajes oscuros, esas viejitas un poco cirujas que juntaban sapos. Pero también tenía un poquito de jazz, tenía un aire de nuevo-viejo algo extraño, en fin, tenía algo. A muchos les gustó; a mí me gustó mucho hasta que un tiempo después me gustó mucho menos, aunque nunca diría que es otra cosa que una película inofensiva. Ahora bien, El ilusionista se mete con Tati (está bien, Tati se había metido primero con El ilusionista, porque el guión le pertenece). Y como esas cajitas musicales de plástico que escupen una Para Elisa tocada con chapitas cuando se abre la tapa, la película, protagonizada por un Tati de animación que imita los gestos, formas de moverse y balbucear del original, resulta ser una maquinita de dar lástima. Primero: el Tati de Tati era un distraído que iba por el mundo un poco como Bob Esponja, resguardado en su despite y su imbecilidad incluso, con buena suerte de dibujo animado que se desliza por las situaciones disparatándolo todo para seguir viaje después, como si nada (La pantera rosa es experta en estas cosas). Hay algo alegre, algo de impunidad feliz en ese modo de moverse, de no estar nunca realmente en peligro. Bueno, pongamos que El ilusionista no quiere recuperar a ese Tati, no importa. Tiene derecho. Lo que nos ofrece en cambio es un Tati en el que todos los gestos y señales externas del primero cobran otro sentido: la cabeza baja, la espalda un poco inclinada, el balbuceo, todo filtrado y expandido por los marrones y grises de la película, no hacen más que mostrar un hombre derrotado, triste, torpe, que nos interpela a golpes de piedad a medida que realiza, una tras otra, sus buenas acciones desprendidas, como un santo. Más solemne imposible. Segundo: el pianito. Detestable. Es uno de los peores usos de la música que me acuerdo de este año. Porque todo el tiempo (y cuando digo todo es literal, es TODO el tiempo) suena una música melancólica con notas de pianito triste que sumadas a los marrones y grises de los que ya hablé, a la melancolía de un mundo que termina, a la cabeza baja y la espalda agachada del Tatischeff protagonista, a la dulzura extrema de la niña inocente que el protagonista adopta, protege y adorna con sucesivos vestidos y zapatitos, termina por dar la sensación de estar subidos a una calesita de merengue con dulce de leche y una cereza artificial arriba. Demasiado. Tercero: la latita de conserva. El ilusionista dibuja el mundo de los magos de sacar conejos de un sombrero y desaparecer pañuelos adentro de una mano. Desde el comienzo de la película, para indicar que este mundo se extingue frente a nuevos fenómenos culturales, se hace que Tati observe desde un costado del escenario, mientras espera su turno para actuar, a una bandita de rock´n roll en la que el cantante, ridículo y gritón, se revuelca por el piso con un jopo y un traje blanco. Mientras tanto se muestra a Tati, cara de pobretón y derrotado, que poco después sube por fin al escenario y debe hacer su gracia delante de una vieja y su nietito porque el resto del público vació el teatro. ¡A llorar a los caños! Y larga vida al rock, que si Tati levantara la cabeza y viera la desprotección con que se pinta al mundo de la magia, pienso que se reiría. Fellini lo entendió mejor y en Los payasos supo ver cómo ese mundo que cambiaba se iba volcando al cine (es decir, vio transformación donde la película de Chomet ve algo que se destruye, salvo por esa pequeña lucecita obvia que sale volando en el final). Latita de conserva, dije. Porque si frente al pasado, frente a lo que cambia, no hay otra cosa que los colores ocres (y acres) de la nostalgia, eso se empieza a parecer un poquito a la muerte. La única excepción, las imágenes lindas de El ilusionista, son las de un barco cruzando el mar con montañas de fondo, de un tren que pasa sobre el mar, serenos préstamos de Miyazaki. Pero Miyazaki no le tiene miedo al cambio, sabe hacer anacronismos más caleidoscópicos que este marrón de postal vieja, donde el pasado y el futuro se mezclan para cruzar una guerra mundial con naves futuristas, por eso sus películas, incluso cuando trabajen con la tradición, siempre están vivas. En cambio no pude dejar de sentir todo el tiempo que El ilusionista está protagonizada por un difunto, que la película logró matar a ese Tati que el cine (ya saben, Trafic, Parade, Playtime, películas de colores, siempre encendidas) había mantenido vivo. Y divertido.
Podés quedarte con mi cerebro si te place Skyline es una película infernal, infernalmente gozosa. No voy a contar acá de qué se trata porque mi cumpa Santiago ya lo contó, pero voy a contar de qué se trata (¡muejejeje!, pure evil no es una marca de puré). Skyline es una fábula demente donde el mal viene bajo la forma de luces azules para hacernos desear que nos lleve –me da calor, me da poder, sé que hace mal pero por favor dame un poco más de eso. Los contactos con esa fuerza son desde el principio pura vibración de intensidad, éxtasis frente a aquello que seduce y penetra en el cuerpo, brota bajo la piel. Pero la decisión mayor de la película es que se trata de un terror que muta todo el tiempo, siempre de formas bellas, burdas, subacuáticas, ya no se sabe si tecnológicas o también animales. Esto es lo mejor de Skyline: desde el principio, el mal externo –alienígenas, bah: eso que estábamos esperando desde siempre- invade y llena el plano desde el fondo, se acerca a la superficie de la pantalla hasta tocarnos a nosotros, y sabemos entonces que no hay manera de que nadie se salve. Ahí está la imagen del viejito y el negro, ocultos detrás de una mesada de cocina, en primer plano, y la bestia tentacular flexible al fondo estirándose para llegar, más seductora que una salvación ya no deseada. El tema es cuánto vamos a desear que también nos absorban a nosotros, y con qué intensidad, en medio de un sonido de bajos trepidantes que hace sentir como si temblara el suelo abajo, vamos a pedirlo. Por eso esta película fascinada con el mal tiene su equivalente en amarillo en esa otra película que amo, Sunshine: Alerta solar, puro deslumbramiento con esa luz que puede aniquilarte, y por eso la fiesta de destrucción en la que pronto se convierte todo tiene su antecedente más inmediato en la brutal, hiperbólica 2012. Sobre todo en los detalles felices de que un helicóptero sea tironeado por tentáculos gigantes como si fuera de juguete, y en el momento divertido, absurdamente coreográfico de la parejita librada a su suerte en la terraza que llega a agacharse justo cuando los restos del avión encendido pasan sobre sus cabezas para ir a estrellarse en una nave. Igual que ese John Cusack escapando de una grieta que parte la tierra para llegar justo a subirse a la avioneta, al filo de, como un acróbata imposible de videojuegos en un segundo delirante y eufórico, mientras todo se cae alrededor. Absurda y fantástica como los desastres que nos encantan, Skyline sin embargo tiene sentido, para el que quiera verlo. Porque en el mundo vencedor que elimina ese “afuera” que es el mundo nuestro –vean cuando los protagonistas entran por fin en la nave dejando atrás un exterior que se anula por completamente destruido- después del beso más bello del año, la victoria es la de una forma de ¿vida? que primero había convertido nuestro cielo en un fondo del mar lleno de denso humo –naves como calamares y medusas- y después había seducido a todos con un poder-calor, algo que dan ganas de mirar, que pide como precio tu cerebro. Y lo consigue. A partir de ahí, la apertura de todas las metáforas. Pero a mí no me importa nada de eso; me importa que estuve ahí, y quise que las luces azules me alcanzaran, harta de nuestro mundo. Porque frente a los marrones y verdes opacos, a la luz blanca y fría de Los Angeles, ese brillo parece lo único deseable. Ah, y cuando la nave mayor explotó como un amanecer que llenó la pantalla y se volvió a rehacer de sus esquirlas, estuvo el pánico frente a esa fuerza que hasta podía hacer a la película dar marcha atrás, controlándolo todo, mientras todos hacíamos que corríamos para el otro lado. Y es que tampoco se puede escaparse de un cine que funcione así. ¿No les encanta?
Ojos de videogame La convención de lunáticos que se juntó ayer en el Ambassador para ver la segunda proyección de Scott Pilgrim vs. the World en el festival de Mar del Plata debe tener algo que ver conmigo. En la trasnoche de un domingo lluvioso, húmedo, de neón opacado por las gotas, lo que pasaba afuera y lo que estaba en la pantalla se parecía un poco, al menos en el fosforescente sobre negro. Los que estaban ahí deben haber sido más o menos mi generación, supongo, la que aplaudió eufórica cuando aparecieron los créditos iniciales de Scott Pilgrim (¿que ya es de culto?), la verdad, super excitantes. Yo también aplaudí, me encanta aplaudir en el cine, para nada y para nadie. Lo que siguió fueron dos horas del mismo nivel de excitación sostenido casi sin bajar, a pura velocidad-comic. Pensé un rato después que esa era la película que debo haber estado esperando más o menos desde los diez años. Porque claro, de commodore para adelante, siempre jugamos, metidos en una aventura. Pero si es menos diferente imaginar la vida como cine, imaginarla como videojuego, poner la barra de energía en una esquina, el puntaje en la otra, era algo más difícil. Y acá viene Mr. Wright para hacer su trabajo. Era la persona indicada, porque con el nivel de delirio de Shaun of the dead y la velocidad de Hot Fuzz, más Michael Cera más tres chicas de flequillos zarpados y una banda que proyecta gorilas de energía, hizo esto: una pequeña épica de videogame, la fantasía de que las grandes hazañas –las grandes que todos pudimos, ser menos tímidos, decirle a nuestra novia japonesa “no va más”, enfrentarnos a los vengadores del pasado- tome cuerpo y colores y vértigo en la pantalla. Wright convierte a sus chicos en chicos-dibujos a fuerza de alterar velocidades, de hacer zig-zag entre pantallas fijas de gestos y posturas y planos que se pisan entre ellos hasta en la manera explosiva de disparar chistes como si apretara botones. Nada que ver con Hulk, y mucho menos con la flojísima Red, adonde quedan como residuos de comic esos separadores aburridos de postal turística que van marcando el recorrido. Que nada sea verosímil es lo menos importante, porque Scott Pilgrim es nada más –y nada menos- que la aventura de materializar en cine esa manera posible de ser cool para todos los que no pudimos, en el cuerpo desgarbado de nuestro nacido-para-comic Michael Cera, de ojos saltones y nariz filosa. Que además, y no puedo dejar de decirlo, usa la remera de Zero durante buena parte de la película. Los Smashing están apenas como cita, pero presentes en esa manera frágil de habitar el mundo como la que puede tener el que a conciencia inventa viajes espaciales y vampiros para darle forma a lo que pasa. Y lo que pasa, en la película, es que la inalcanzablemente canchera Ramona arrastra como chip una cadena de ex novios impresentables, que la semi-psycho Knives crece casi en un segundo por descubrir la fuerza que te da el rechazo, que nuestro héroe Scott (sepan que las chicas nos identificamos con el héroe varón, al menos las copadas) descubre la astucia como lo único que te puede hacer pasar de nivel cuando tenés cara de looser pero energía de street fighter. Bueno, no sé si tengo ganas de ver otra película en el festival, me espera el indie y el cine coreano. Vengan a Mar del Plata a ver Scott Pilgrim vs. the World en fílmico, que se repite un par de veces más. Nos encontramos en el cine.
En cuero Conurbano + género, o género + conurbano: como se quiera plantearla, la fórmula que Campusano inauguró en Vil romance se mantiene a rajatabla en Vikingo. La extrañeza de Vil romance tenía que ver con un registro absolutamente realista (¿qué querrá decir eso?, bueno, sigamos) de ciertos ambientes en los que se movían actores que no lo eran, diciendo sus líneas con visible dificultad y viviendo situaciones que no terminaban de ser verosímiles. El descolocamiento tenía sus efectos tanto sobre la manera de mirar ciertos lugares como sobre el cine: un modo de caminar, una conversación dicha al pasar entre mates, un romance violento entre un hombre y un chico que mezclaba pasiones apenas pronunciables con cuestiones de supervivencia. Algo que nada que ver: vi Vil romance en el Tita Merello, que ya no existe más. Y vi Vikingo en el Artecinema, que existe pero en modo fantasmal, como me lo hizo sentir toda la secuencia de ayer en que tuve que ir a buscar personalmente al proyectorista para que me pusiera la película. Para mí que el destino del cine de Campusano, igual que el de estas salas, es altamente problemático. Sobre todo en Vikingo, porque hay un exceso de realidad, por llamarlo de alguna manera, que vuelve todo terriblemente áspero. Problemas de continuidad que hacen difícil entender la cronología de la historia, cortes por lo menos extraños, actuaciones forzadas hasta hacer parecer a los actores muñecos pasivos que dicen sus líneas como si no entendieran el idioma. El programa de hacer cine bruto –así se llama la productora de Campusano, así define él a sus películas- se cumple más acá que en Vil romance, porque casi no hay belleza que ponga paños fríos ni represente una compensación de lo que pasa en la pantalla. Y también, o por eso mismo, vuelve a Vikingo una película sobre todo dolorosa. Porque se trata de la historia de dos tipos enormes, bigotudos, de pelo largo, enfundados en cuero negro y remeras que de vez en cuando dejan asomar la panza, tatuados y sin dientes, recios, satisfechos arriba de sus motos cuando el viento les vuela la melena, pero que en el fondo –o no tan fondo- no pueden con sus propios cuerpos. Vikingo encuentra a Aguirre, lo lleva a su casa, lo recibe y lo protege. Estar bajo la protección de Vikingo, en el barrio, supuestamente es una garantía. Y sin embargo, Aguirre termina tirado en el piso con un balazo en la cabeza. Vikingo también tiene a su cargo una familia, es un padre. A esa familia, en el mundo hiperviolento en el que vive, sólo le sale protegerla también con violencia, como la única forma que encuentra de mantener a todos en la casa –a ese nivel, tan básico como fundamental, llega el cuidado: que los chicos no se vayan a la calle. Como él mismo lo dice, a la mujer le pega un grito y la manda para adentro, y a los hijos los re caga a palos si hace falta. Pero con el sobrino ya no puede, “se le va de las manos”. El chico está muerto desde que empieza la película, hay una tragedia latente alrededor de él, porque sabemos, como sabe el protagonista, que un día le van a avisar que lo encontraron tirado en una zanja. Y no termina siendo en una zanja, pero sí le avisan. En medio de todo esto, las motos, la música y el baile son momentos de disfrutar, pero también de afirmar lo que por otro lado se cae a pedazos: una masculinidad que tiene poco que ver con una autoridad verdadera y con algún poder para actuar en el mundo. Lo mismo puede decirse de Aguirre, un personaje que está en fuga porque sus alardes de machismo destruyeron su casa, desde el momento –lo sabemos por unos flashbacks desprolijísimos, novelescos- en que le propuso a su mujer coger con otra chica, pensando que dominaba la situación. Ella aceptó, se copó, se rompió la pareja. Y Vikingo le dice al cobarde de Aguirre que fue su culpa y que no puede abandonarla por eso. Pero sin embargo la abandona, se agarra de la moto y el tetra. En el medio de la vorágine, Vikingo y Aguirre se hacen amigos, se cuidan, se dan a entender el afecto como pueden. Viven en un mundo violento en el que se plantan como machos pero la película se ocupa de desmontar eso, de encontrar una fragilidad terrible en la figura del motoquero de casco con cuernos. Y acá fragilidad (no atemperada nunca por un lugar “prolijo” donde el ojo pueda descansar de la aspereza) no significa poder o no poder demostrar sentimientos, sino no ser capaz siquiera de mantener vivos a los que tienen a su alrededor, como parece decir –aunque también dice mucho sobre un modo de imaginarse en el mundo como alguien libre, que siempre puede irse- esa imagen final de las cenizas que se esfuman sobre una ruta.
Actividad paranormal for dummies Primero, a despejar varias incógnitas, en vista de la serie de googleos que aparecen en las estadísticas de este blog hace ya más de un año y que preguntan al vacío cosas que probablemente no se atreverían a preguntar en una charla con amigos: “¿Actividad paranormal es real?”, “final de actividad paranormal es cierto”, “katie actividad paranormal existe?”, y así y así. Pues no. Queremos empezar por el principio: Actividad paranormal es una película. Pe-lí-cu-la. Se sabe que las diferencias entre realidad y ficción son cada vez más tenues, que nuestra construcción de realidad es compleja y está atravesada por las nuevas tecnologías, bla bla bla. Pero, con una mano en el corazón, digámonos también que si alguno no sabe diferenciar del todo entre una película y otra cosa es, bueno, un problema. Entonces, a la pregunta quijotesca, “¿Es cierto esto?”, tenemos que contestar “No”, para consuelo de muchos asustados por posibles fantasmas domésticos, y desilusión de otros muchos entusiasmados con la posibilidad de asistir a la verdad verdadera en el cine. Actividad paranormal es una ficción que hace de cuenta que es una realidad, para que usted lo crea, y se asuste un poco más, en lo posible. Inteligente, ¿no? Ahora, bueno, a usted eso no le resuelve nada. Digo, que los fantasmas pueden existir igual y pulular por su casa; eso, acá, no lo afirmamos ni lo desdecimos. Actividad paranormal 1 y 2 hacen de cuenta –y esto no lo podemos enfatizar lo suficiente: ha-cen-de-cuen-ta– que lo que se muestra en la pantalla es un hecho real. Eso se puede hacer porque hay mucha tecnología maravillosa disponible en el mundo, mucha mucha, entonces alguien puede agarrar una camarita fea como esas que usan para espiar ladrones en los bancos, y filmar algo que se vea verde o celeste clarito. Haga la prueba: vístase de ladrón (antifaz y una bolsa) y métase en un cajero automático para hacer de cuenta que lo roba, trate de abrirlo con una barra de metal, haga la mímica de que está destruyendo la pantalla. Después vea qué pasa. Ese es el modo rápido pero un poco arriesgado de aprender algo sobre “realidad” y “hacer de cuenta”. La vía lenta es empezar por Platón y llegar hasta todos los filósofos del siglo XX que trataron de explicar la era de los medios de comunicación de masas (tranquilos, que está la colección de Todos Estos Para Principiantes). Tercera vía: creer en Wikipedia. Que dice lo siguiente: Actividad paranormal fue filmada por el director Oren Peli con una cámara de video casera. Casera, como la que puede tener cualquiera que pueda pagarla en el placard (ideal vanguardista habilitado por la digitalización mundial y camaritas en los celulares: el arte hecho por todos). Dijo Oren Peli (apócope de “película”) que el diálogo era “natural” porque no hubo guión. A los actores se les dio pistas de la historia y de las situaciones para que improvisaran, una técnica que también fue usada en la película The Blair Witch Project. Parece que en Estados Unidos la gente se asustó mucho pero mucho en el estreno. Dice la leyenda que muchos se retiraron de la sala. ¡Y eso que ellos inventaron las películas! Esto habla muy bien, en todo caso, de la capacidad para entregarse a la ficción del público medio norteamericano: bien por ellos. Entonces, como ven, la realidad se hace. Lo mismo pasa, digámoslo ya que estamos en el baile, con los noticieros y prácticamente cualquier cosa que usted pueda ver en los diarios y en la tele. ¡Esto es un bingo!, tal vez algo aguafiestas, supone que ya estamos en edad de saberlo. La realidad de Actividad paranormal (la uno) tardó siete días en hacerse, y salió algo así como 15.000 dólares. Cualquiera puede hacerlo, pero hace falta tener una idea, como ésta, o como la de poner a un hombre en un cajón durante una hora y media con un celular y una petaca para ver si se salva –también, barato y rápido. Es solamente una cuestión de ingenio. Actividad paranormal 2, eso sí, es menos ingeniosa que Actividad paranormal, básicamente porque se trata de… lo mismo. Lo mismo con más cámaras (varias de ellas, de seguridad), y con más personajes, porque en este caso tenemos a toda la familia de Katie, a la que ella visita junto con Micah (en eso que se denomina “precuela”, porque como todos saben Micah es asesinado por su novia al final de la primera parte: gajes del oficio llamado “pareja”). Y con un bebito. Lo que da miedo, en realidad, no son tanto los golpes y portazos, sino la realidad borroneada y acuosa de la cámara puesta en ángulo, arriba –la sensación de “alguien me está mirando”. Que la vida cotidiana es siniestra, ya lo sabíamos desde hace mucho tiempo. Que la mujer puede ser una figura amenazante, asociada desde hace siglos a la irracionalidad, maldad y brujería, ya lo sabíamos. Que agregar un bebé y una sirvienta latina que “entiende de estas cosas” le suma sensibilidad (en el peor sentido de la palabra) al asunto, también. La sensación de Actividad paranormal 2 es que todo se trata de la paranoia, de la que cultivamos todos, y de que el único demonio verdadero no es otro que la cámara: la mirada inhumana que nos convierte en fenómenos observables, que nos hace ver feos, un poco ridículos, que nos toma desde arriba (si es que queremos identificarnos con los personajes que están en esa casa, pero cómo no hacerlo: toda la película pasa por eso), como una instancia superior y sin embargo impiadosa, oblicua, torcida. Y que sigue encendida cuando ya no hay nadie, registrando una habitación vacía, haciendo verdadera la posibilidad de un mundo sin nosotros, donde las cosas no nos necesitan. Ese, me parece, es el verdadero núcleo de estas dos películas en las que Katie, Micah y todo ser humano que se cruce por ahí no tiene chance frente a ese poder siempre más fuerte: el del cine devenido lente que nos odia.
Si usted fue secuestrado por un terrorista, marque 1 Y si usted, querido lector, tiene celular, es posible que vaya a ver Enterrado y se identifique con lo que pasa en la pantalla. Si no tiene celular, pero alguna vez tuvo que llamar a algún call center y se perdió en los vericuetos de marcar internos, de llamadas en espera, de ser derivado de una persona inepta a otra persona más inepta todavía sin que ninguna sepa cómo solucionar el problemita en cuestión pero todas tengan algo para decir al respecto y sobre todo, sobre todo, decirle que se quede en el molde y que están “haciendo todo lo posible”, también. Se sentirá identificado. Importa poco que usted no sea un camionero que trabaja en Irak para una empresa norteamericana y que a usted no lo hayan enterrado en un cajón bajo las arenas del desierto para pedir cinco millones de dólares como rescate. Porque ésas son pequeñas minucias que importan bastante poco en la película: de lo que se trata es de jugar a un juego medio experimental, medio vanguardista. ¿Dale que hacemos una película donde un tipo se pasa una hora y media encerrado en un cajón, con sólo un celular y un encendedor? Dale. Y que sea realista, sobre todo que sea realista. Pantalla en negro cuando el personaje apaga el encendedor, jadeos, asfixia, luz amarilla para la llamita del Zippo, azul para la pantalla del celular, transpiración y resecamiento progresivo de los labios de Ryan Reynolds cada vez más marrones, drama. Sólo que el montoncito de detalles que hacen la realidad de esta cosa real, hasta tal punto son minucias, que los cinco millones al rato se reducen a uno por cansancio del secuestrador, las luces se multiplican por el hallazgo de una bolsita que contiene luz química, la petaquita mínima con que el enterrado se hidrata como loco, derramando más de la mitad del contenido en sus propios cachetes, se hace barril sin fondo cuando aparece una serpiente y el contenido se vuelca en el piso para prenderlo fuego y alejarla. Y eso, por no hablar del cajón. El cajón es el espacio en esta película. Pero está hecho de una madera rara, se expande como Alicia en el país de las maravillas, las paredes se ensanchan para permitir que la cámara se aleje, y la cámara, la cámara…tan pero tan presente está, que en un momento hace de lo que parecía una subjetiva del personaje un paneo de 360 grados, como para que veamos bien que el cajón es un cajón y es todo todo de madera. Al final, ya no se entiende mucho por qué Ryan Reynolds está tan apretado si el cajón es enorme, por qué se desespera tanto si la batería y el crédito de su celular son infinitos, lo mismo que el aire dentro del cajón, lo mismo que el alcohol que hay en la petaquita. Lo mismo que el cajón, en el que caben todas las arenas del desierto, porque desde el momento en que se rompe y la arena se empieza a filtrar por entre medio de las tablas y los diez minutos siguientes, entran fácil tres o cuatro volquetes, y Reynolds todavía tiene lugar para respirar tranquilo. Y como adentro del cajón todo es tan aburrido fuera de los chistecitos telefónicos (sólo faltaba que llamara alguno para ofrecer un modem), hubo que agregar: esposa que no atiende el celular, vocecita del hijo, madre amnésica, secuestrador que pide al secuestrado que se corte un dedo, asesinato por video, maquiavélica maldad de la empresa que lo llama para “desvincularlo”, etc. etc. Actividad paranormal era una porquería, pero, salvo el tan mentado final carísimo agregado por Spielberg, era más o menos consecuente con su propia regla. Enterrado, en cambio, se propone como realista pero se saca de encima el verosímil con una facilidad inconsistente que hace pensar “a éstos no les importa nada”. ¡Ah! Pero en una de esas lo más importante es que pone en escena, ejem, digamos, haciendo un poco de fuerza, “el drama de un hombre común envuelto en un conflicto internacional del que se vuelve víctima para descubrir, via telefónica, que a los poderes no les importa nada”, ejem otra vez, “la vida del individuo”. Bueno, eso es lo que hubiera dicho –con menos solemnidad- si estuviera loca y me pudiera tomar en serio esta película. En una de esas hay que cambiar el eje de lectura y proponerla como una reflexión interesante y actual sobre los infortunios del usuario telefónico, porque cuando se trata de llamar a Claro o Movistar para reclamar algo, todos somos Enterrado. ¿Ok?
Un hombre que ronda los cuarenta, de anteojos godardianos –de esos que se ven tanto entre estudiantes de cine de escuelas privadas y artistas plásticos cancheros-, que se viste de negro mayormente, sweater de hilo negro con camisa blanca, pantalón de vestir, formal pero pretendidamente descontracturado, que diseña sillas hipermodernas, que vive en una casa totalmente blanca diseñada por Le Corbusier y decorada con pinturas de artistas contemporáneos (Tulio de Sagastizábal es el único nombre que recuerdo de los créditos, valga como ejemplo), que escucha música moderna y trabaja con su laptop y habla por el celular fluidamente, en inglés y en alemán. Que tiene una mujer profesora de yoga, tilinga. Que tiene una hija adolescente cuya habitación está ostentosamente decorada por un cuadro warholiano en rosa fuerte del Che. La vida de este hombre, Leonardo, que parece ir sobre rieles entre su trabajo como diseñador, alguna entrevista para la televisión y algún negocio con inversores extranjeros, se ve de pronto invadida una mañana por martillazos molestos que provienen de la casa de al lado. El vecino de al lado, el que da nombre a la película, es Víctor, y no hay otra manera de describirlo que con una palabra: es un grasa. El conflicto comienza cuando este grasa, dudosamente civilizado según los parámetros de Leonardo, empieza a abrir un boquete espantoso en la medianera que da a la casa de Leonardo para construir una ventana –“necesito un rayito de sol, un poco de la luz que vos no usás”, le dice como toda, sencillísima excusa. Leonardo explica que la obra es ilegal, que significa una invasión para la intimidad de su familia, que no da, pero el animal, parado desde un mundo en el que re da, no sólo hacer la ventana sino encima ponerle un marco de pino berreta, no entiende razones. Y ahí empieza un asedio, divertido para nosotros pero desesperante para Leonardo, que va abriendo de a poco toda la serie de conflictos personales y familiares que traman por lo bajo esa vida tan cool. La nueva película de Cohn y Duprat se parece, en varios sentidos, a la anterior, porque pone el foco sobre el mundito reducido de los modernos: escritores, artistas, diseñadores. Pero si El artista, con lo graciosa que podía resultar, era olvidable por quedarse en una burla más o menos cómoda del ambiente del arte moderno más top –las inauguraciones en galerías de Palermo, los mitos pavos sobre la creación, la recepción de arte como pose-, El hombre de al lado levanta muchísimo la apuesta y es más osada, en la medida en que abre el foco y se tira de cabeza en la cuestión de la clase. Se trata de las diferencias, sociales, culturales, entre dos cosas que podrían condensarse con esas palabras, que nadie quiere decir ni teorizar pero todos usamos y que estructuran nuestra percepción, que son lo grasa y lo cool. Dos mundos antagónicos, representados acá por Leonardo y Víctor, que se meten en una verdadera guerra a propósito de una ventana. Verse o no verse, abrir una ventana o tapiar una pared para seguir ignorándose felizmente: esa es la cuestión. Por eso, como representación microscópica del mundo divertido pero salvaje –en la mirada de Leonardo- en que vive el vecino, ese “animal”, como se lo nombra, hay un teatro hecho con una caja de cartón y decorado con fetas de fiambre, bananas medio podridas y galletitas apiladas con mayonesa, en el que Víctor monta una obra de títeres –dedos con botas texanas, ¿las mismas que llevaba la muñeca Barbie de la hija cool de la pareja cool, si no me acuerdo mal?- que divierte a la hija de Leonardo, y a nosotros también, pero que profana la ropita de la muñeca fashion embadurnándola con mayonesa. Sí sí, la grasa encuentra su figura más obvia en las botitas que resbalan sobre la mayonesa, en el piso de ese teatro de cartón. Esos fragmentos valen más como video que como parte de la narración, porque en tanto obra artística aberrante, profanan desde lo sensorial -vista y tacto, algo escandalizados, cuando metidos por la cámara adentro de esa caja, ¡de cartón!- la pureza de ese mundo blanco que para existir como tal necesita, al parecer, mantener cierta asepsia. Y lo importante, después de todo, es que acá Víctor es el único que se divierte, el único que coge, el único que baila en una fiesta en la que todos miran espantados. El hombre de al lado, contada si se quiere desde adentro de ese mundo cool, por gente que podría considerarse cool (está Juan Cruz Bordeu como parodia de sí mismo, está Pángaro, etc.), y con planos que alguien que quisiera destrozar la película podría llamar cool, socava todo ese mundo desde adentro, y lo hace con la sugerencia progresiva de que hay mucha más humanidad en la grasada de Víctor que en la impasibilidad impostada de Leonardo. Por eso la resolución de la película es brutal, cuando abandona el tono de comedia que hizo reír a carcajadas a toda la sala para tirar tremendo golpe bajo. A la salida de la función se armó el debate en la vereda: unos decían que el final no daba, que ese golpe de efecto lo arruinaba todo. Otros argumentaban con pasión que no daba hacer una película cool para burlarse de lo cool. Que la película haya planteado esos problemas, para mí, que soy medio anticuada, es todo un logro. Y la potencia del planteo final, golpe bajo, sí, pero que incomoda hasta el mismísimo asco, está cifrada en una sola mirada, larga, silenciosa, de Leonardo impasible, como la contracara atroz de la vida cool, a ese vecino que por fin pudo sacarse de encima, de una manera que…bueno, vayan al cine y vean. Después me cuentan si El hombre de al lado no toma partido -sin demasiados matices, y eso sí puede ser discutible- por la bota embadurnada en mayonesa.
Vencedores y vencidos En las antípodas de la visión histórica hollywoodense –el “esto fue así”, basado más que nada en la reconstrucción de época, los trajes, los bigotes, la manera de tomar el té- Vincere avanza, ruidosa, como un tanque de guerra que cruza el siglo XX y todo se lo lleva puesto para traer lo mejor de las grandes tradiciones del siglo, a la hora de contar la historia. Como el Marat/Sade de Peter Weiss, Vincere es la película más brechtiana posible pero también la más melodramática, operística, solemne. Y parece tanto un biopic sobre una loca perdida entre las vueltas de la historia como una película de vanguardia (vanguardia anacrónica, cincuenta años después, como la única que puede haber ahora) que se pregunta qué demonios hacer, a esta altura del partido, con todo lo que hubo: es las dos cosas. Vincere es la película más artificial posible: blanca, negra y gris, sin color (excepto el rojo socialista, que desaparece rápidamente), con primeros planos escabrosos y velocidades espasmódicas, con carteles que recuerdan a las interrupciones brechtianas y que, lejos de cualquier realismo, imitan las tipografías que quedaron como signo de una época, con ejércitos de animación que cruzan la pantalla para indicar la guerra. Bellocchio cuenta la Historia con mayúscula a fuerza de condensaciones y alusiones: para indicar el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha en Italia durante la I Guerra Mundial pone a dos bandos a gritarse consignas en un cine, mientras en la pantalla marchan los ejércitos; para indicar el ascenso del fascismo pone retazos de documentales donde aparece el Duce en sus momentos más estereotípicos. Más que preguntarse cómo intervenir ese relato, se asume que el relato existe y ocupa el lugar de lo que conocemos como Historia. Entonces, a narrar por afuera, o mejor dicho por adentro (del cine). Porque la protagonista de Vincere es Ida Dalser, una mujer que fue amante de Mussolini cuando todavía no era el Duce sino un socialista que corría para escaparse de la cana, una mujer abandonada cuando ese hombre vuelve con su legítima esposa para sentar cabeza y convertirse en Mussolini. El “todavía” es fundamental: Ida no sabe que Mussolini es Mussolini pero actúa como si supiera que va a serlo. Quiero decir: Ida no reclama amor, reclama que se la reconozca como esposa legítima, como la mujer que acompañó a ese hombre en su ascenso por la historia, que gastó todo lo que tenía para ponerle un periódico, que participó en todo mientras él se convertía en el que fue. La locura de Ida consiste en una especie de anacronismo, porque toma la forma de no darse cuenta de que Benito Mussolini es ahora Benito Mussolini. La conversión del hombre en dictador se expresa en la película con el reemplazo del actor que interpreta a Mussolini por dos clases de objetos: cabezas de estatua –la que el hijo tira al piso, la que se aplasta en el final- e imágenes en pantallas de cine. El hombre no está más, pero queda el actor, al que Bellocchio pone a interpretar al hijo de Mussolini –que además se llama también Benito- en un momento brillante en el que el hijo imita la manera tosca de vociferar del padre y el actor, que había interpretado al padre en la primera mitad de la película, se parodia a sí mismo, como esos actores de Brecht que morían en escena pero enseguida se levantaban para desarmar el decorado. Y sin embargo, sin embargo, hay en Vincere niveles de cursilería y de emoción absolutamente serios, por no decir (y tener que explicarlo) verdaderos. La emoción va de la mano de Ida, una loca romántica de locura indecidible, pura pasión y obstinación. Vincere es la carrera enloquecida de Ida por ocupar un lugar en la historia mientras la historia se está cuajando a una velocidad impresionante, porque el hombre que conoció ya es bronce, ya es imágenes de cine que van a perdurar por todo el siglo. Esa gesta, que en Mussolini toma la forma de la dominación, tiene con ella la forma de la rebeldía, la de elegir el ahora, a pesar de la monja que le cita las palabras dirigidas a una santa: “Hija, no puedo prometerte la felicidad en esta vida terrena, pero sí en la próxima”. A esta resignación, Ida le opone una fuerza que puede ser tanto ciega como visionaria. La tragedia se funda en el intento desesperado por cambiar –porque ella mira desde un lugar en que el relato todavía no está hecho, y esa es la cualidad dinámica de la historia según la produce Bellocchio, metido a presión explosiva entre la historia cristalizada y la historia maleable- lo que para nosotros espectadores ya está sancionado. Por eso, todo converge en el momento en que Ida, como una Julie Andrews en La novicia rebelde, se escapa del loquero vestida de monja (¡gran momento-cine, falso, divertido, evocador!) para volver por una vez al pueblito a visitar a su hijo. La aventura de Ida ahí se vuelve heroica porque, como era de esperarse, la policía la espera en la casa familiar y no tarda en detenerla sin que haya llegado a ver al hijo, pero el gesto inútil, insensato de Ida cobra sentido por completo cuando se abren las puertas de la casa y afuera está esperando nada menos que todo el pueblo para saludarla, defenderla, por fin, reconocerla. El perfil dignísimo de Ida ya subida al auto que se la lleva para siempre, mientras afuera el pueblo –no “il poppolo italiano” pero un pueblito, al fin- la aclama, es de una ternura conmovedora, y está cargado de historia porque la única frase que Ida pronuncia frente a ese pueblo es una que le susurra a otra mujer: “Non te dimenticate di me”. No se olviden de mí. Lo que reclama la loca, de una mujer a otra mujer, es nada menos que un lugar en la historia, y ése es el momento preciso en que su obstinación, que es la apuesta al futuro más fuerte posible, lo consigue. La mirada a cámara de Ida mientras el auto empieza a andar lo atestigua, y parece una forma de decirnos, desafiantes, a nosotros que ya lo sabíamos todo, “Vieron que no estaba todo dicho”.
Miss respetos Diez millones de frascos de perfume, Coqueterías y Mujercitas, un casette de Parchís, un muñeco de Alf, un vestidito de Mi pequeño pony, una cabrita que se llama Madonna, Jeannette Rodríguez en el televisor haciendo de Cristal con Carlos Mata, la música de Flashdance, los lentes flúor, los jardineros de jean, nenes que dicen “Qué copante” o frases como “La gremlin esa”: desde el emporio de los ochenta (“No me gusta nada que sea de los noventa” dice en un momento Natalia) llega una historia recompleja, retorcida, banal, que a todo el mundo le viene gustando –menos a la iglesia, me imagino. Punto para Martín Sastre, que estrena justo en la semana del deschave retrógrado. Miss Tacuarembó es Natalia (pero no, porque acá todo es mentira), una nenita que de pueblo chico y ultraconservador-opresivo-grotesco, sueño mediante, viene a Buenos Aires para presentarse a cuanto casting pueda y así cumplir el sueño de cantar y bailar, como Madonna, como Jennifer Beals, veinte años después del apogeo ochentero de las mismas. Hay algo trágico de por sí, en ese sueño. Natalia ahora tiene treinta, un par de arruguitas debajo de los ojos, y el mundo es un poco distinto: es el mundo del reality. Por eso el sueño –acaso degradado, ah, tema para pensar- es salir en el programa conducido por Rossy de Palma y, excusa del reencuentro con una madre que no se quiere mediante, terminar cantando frente a la cámara. De los ochentas aburridos y pueblerinos –relato centrado en una iglesia tremebunda comandada por la siniestra mandamás del pueblo (sorpresa ahí), contracara mal vestida de la mandamás real que pasa en auto revoleando pañuelos perfumados- a la actualidad de la changuita en Cristo Park, parque temático cristiano (más redundancia por mi parte imposible), hay muchas ideas y vueltas espiraladas y confusas, imprevistas, que el espectador de buena voluntad, ya sea porque tenga diez o le guste Natalia o comparta la nostalgia por los ochentas o porque se entregue como nunca nadie a la fragmentación caótica del mundo, podrá disfrutar como chico en el carrito de tren fantasma, de giros bruscos y sorpresas sorpresivas que quieren sorprender, y que harán al espectador escéptico preguntarse si este Sastre sabe armar un traje. ¿Es posible no pensar, mientras se está viendo Miss Tacuarembó, “esta película podía haber sido buenísima”? No, no es posible. Primero que nada, porque Natalia es hermosa y justifica todo, cada vez que aparece. Porque cuando empiezan los títulos y la voz de ella canta, mal pero dulcemente, como corresponde, Mi vida eres tú, y después What a feeling mientras dos chicos ensayan una coreografía con la gracia irrefutable de los chicos cuando imitan mal y juegan para nadie, yo, por lo menos, que fui una nena en los ochentas y entiendo la vuelta desesperada a la ingenuidad de la época, ya estaba adentro. ¿En qué momento la película se empieza a resquebrajar, hasta caerse al piso sin demasiado estruendo como el Cristo de yeso de esa iglesia? Probablemente cuando aparece Mónica Villa en el mismo papel de Esperando la carroza, como si fuera gracioso. Probablemente más cuando aparece la villana sobreactuada por una pobre Natalia que no puede disfrazarse más para hacer de otra cosa. Probablemente, del todo, cuando la madre de Natalia llora, recargada de maquillaje y colorete en los cachetes pero de verdad, frente a una Rossy de Palma que festeja (hace rato que no veo una actriz tan maltratada). El problema es del tono, y de la mezcla de tonos, y del pastiche que a veces funciona y a veces no. Acá, lo terrible no parece terrible y el terror no da terror, lo alegre alegra pero hasta ahí nomás –es la sonrisa de Natalia- y todo termina con un clip que parece propaganda de John Cook. ¡Qué lástima! Cuando se hace tanta fuerza para ser divertido, lo que sale es, bueno, eso que a veces sale cuando se hace mucha fuerza. Habría que poner a Miss Tacuarembó al lado de Camino, que también es sobre la ingenuidad y la fantasía y la imaginación contrastadas con el terror de la opresión, pero bien hecha y zarpada, para dilucidar la fórmula que a veces da una película buenísima y otras veces una cosa, medio aburrida. O habría que pensar que los ochentas son un poco inimitables y que no hay nada más difícil, cuando se elige lo berreta y trabajar con materiales fascinantes por altamente fetichizados, que hacer una buena película mala.
Un mar de lágrimas Océanos es un documental y quiere documentar algo. Se nos muestran los mares, la variedad de formas de vida que albergan (¡albergan!), la majestuosidad de ballenas saltando con música clásica y la violencia de las olas que pueden destrozar un barco, para que con temor y temblor sintamos eso que hay de sagrado en una vida que nos precede por miles de años. Está bien. Hace de marco para la película el relato de un abuelo-voz en off al nietecito rubio, que aprende con asombro (y el nietecito rubio seríamos nosotros, absorbiendo sabiduría). Toda la marejada de imágenes juguetonas (animales en poses tiernas, delfines haciendo travesuras), violentas (tormenta con barcos, lucha entre cangrejo y bicho rarísimo que lo hace pedazos), impresionantes (matanza de delfines y ballenas) y toda la lista de adjetivos larguísima que podría inventarse, se va por un embudo hacia el mensaje, clarito como el agua, que la película quiere dejarnos. Hay que cuidar los mares, hay especies extinguidas, nuestra vida en la tierra depende de la vida en el mar, seamos responsables. Punto. No se dice muy bien en qué consiste ese cuidar ni en qué consistiría esa responsabilidad (en una de esas no tirar detergente ni botellitas de Seven-up al río). No creo en ninguna ecología que no reponga relaciones políticas y que derive en la responsabilidad individual (el granito de arena) la salvación del mundo sin decir quiénes arruinan, cómo contaminan, qué países y qué legislaciones permiten esa contaminación, qué sistema económico necesita destruirlo todo para seguir creando, seguir creando qué. La ecología separada de la economía es como la moral abstracta: hay que ser buenos. El mismo grado de inutilidad, de bonachonería. Acá se pretende que el mundo se salva a golpes de belleza: qué lindo es el mar, cómo lo vamos a arruinar, mejor no lo arruinemos. Pero como se sabe, entre la intención más o menos explícita de una película y lo que las imágenes pueden hacer en los ojos del que mira, hay una distancia que se mide en muchas millas marinas. A bordo de la recepción se puede dar la vuelta al mundo, y la mar en coche (ejem, perdón). Por eso, Océanos me encantó, y lloré como hace mucho tiempo que no lloraba con una película (ni siquiera Toy story). Mares de lágrimas. Más allá del discurso, de la enseñanza del abuelo al nieto, o por el borde, hay algo que se derrama. Océanos trata sobre el agua. El agua es muda. Para una humanidad perfeccionada (y alimentada) que pudiera entender la materia, bastaría con que una película ponga sus micrófonos al servicio de captar los mínimos ruiditos de las patas de los animales caminando por el fondo arenoso, o del agua chocando contra las piedras. La lección no pasa por lo que nos digan, sino por lo que se nos da a experimentar. Porque en el agua no queda otra que ser otro. Para eso sirve ver a los habitantes de ese medio tan diferente al nuestro, con su manera particular de moverse, con las posibilidades impensadas de la vida en un medio distinto, que siempre nos expulsa, aunque por un ratito se nos deje estar (no tengo aire). Hace siglos que los seres humanos –por suerte- imaginan otras vidas, y el cine es un medio poderosísimo para ensanchar nuestra experiencia, ese ensanchar de la mirada que se estira, a veces tan doloroso (medio: no tanto el martillo para clavar el clavo, sino lugar adonde estar). El agua también. Hace más de diez años, cuando cursé Griego, el profesor nos enseñó una cosa o dos sobre un poeta que se llamaba Píndaro. Lo único que me acuerdo de Píndaro es un verso, que nunca supe por qué retenía pero que varios años después –en el medio me hice buzo- cae como una pieza en su lugar, y (¡qué alegría cuando pasa eso!) produce sentido. “Lo mejor es el agua”. Así empieza la primera de las Olímpicas de Píndaro. El profesor nos explicaba, me acuerdo, que hay múltiples hipótesis con respecto a ese comienzo, tan críptico, de un poema que después se va para otro lado. Mmm. Si fuera la que soy ahora y estuviera de nuevo en esa clase, levantaría la mano y le diría al profesor si quiere saber qué quiso decir Píndaro vaya y tírese en una pileta, en vez de pensar tanto. ¡Sáquese los zapatos! Claro que no funcionan así las cosas, pero qué lindo sería. Que exista una cosa transparente, que adopta la forma del recipiente que la contiene, que es imposible de agarrar de ningún modo pero que nos sostiene, y es de una suavidad imposible de verificar con segundas caricias, no necesita justificación. Lo mejor es el agua. El agua es el lugar en el que la naturaleza se desnaturaliza a sí misma (sí, desnaturaliza, esa palabra que nos gusta usar para decir que se revela como tal la ideología), mostrando su variedad, su arbitrariedad, y cómo las formas que nos parecen fijas a fuerza de costumbre se revelan como ocurrencias casi azarosas de las que existen versiones similares y desconocidas (ah, ¿entonces nosotros, qué somos?). Y las personas, que somos parte de la naturaleza cuando no nos queda otra, en el agua no tenemos opción: o somos animales o somos animales, que tratan de adaptar sus manos con ese montoncito de dedos inútiles a la utilidad de una paleta. Pero también, en esa circulación distinta que permite el agua, se trata de una cuestión (meta) física. No quiero ni decir las dos palabras porque me niego a que sean distintas. Aprender a moverse de otra manera es aprender a pensar de otra manera, y para eso hay que cambiar de medio: tenemos que aprender a pensar con los pies. Para todo lo expuesto, Océanos hace lo que tiene que hacer: pone la cámara ahí, adonde no podemos ver, y con suerte se calla. Lo mejor es el agua, y el cine también (Píndaro no podía saberlo). Si por una vez las dos cosas se juntan, yo les digo que vayan.