Let's Have Fun Dos o tres frases marcan el espíritu de esta nueva Furia de titanes, ni tan titánica ni tan furiosa. Mi preferida es una que Poseidón le dice a Perseo (Sam Worthington) cuando le explica cuál será su papel en el rescate de Zeus, encarcelado por Hades en el fondo del infierno. Como Perseo duda de sus capacidades para enfrentar la tarea y alega que es solamente un semidios, el tío (digamos) lo tranquiliza: “Y bueno, sos un semidios, buscate otro semidios y háganlo juntos”. Es que en la lógica de Furia de titanes, del mundo un poquito ignorante y literal de esta Grecia pasada por Hollywood, dos semidioses (hijos de deidades y mortales, en realidad) suman un dios entero. Es tonto pero es divertido, o mejor dicho: es tonto y es divertido. Desentendida por completo de todo lo que en la cultura griega, en sus mitos, pueda sonar a “cultura” en un sentido engañosamente prestigioso, a la película le interesa una sola cosa: el potencial de espectáculo, y de gran espectáculo, que hay en figuras como los cíclopes, el caballo volador Pegaso, las hidras y los dioses que lanzan sus rayos. La historia es básica y no está contada precisamente con destreza homérica: los dioses envejecen, están en decadencia y, para colmo, se oponen unos a otros; Hades como anticipé secuestra a Zeus y a Perseo, ayudado por el hijo de Poseidón, Agenor, y por la reina Andrómeda, no le queda otra que abandonar una vida tranquila como pescador en un pueblo polvoriento para ser de nuevo un héroe. Lo extraño es que Furia de titanes está en esa nueva línea de películas épicas pero realistas (es casi un oxímoron, sí) que construyen mundos donde la fantasía quiere parecerse lo más que se pueda a la historia, por eso los personajes se visten con trapos aunque sean dioses, las sandalias se gastan con el uso y todos, sin excepción, están llenos de tierra en un paisaje seco, hecho sólo de marrones y grises (hasta la rubia y aguerrida Andrómeda aparece con la cara manchada de negro, y lo primero que hace es lavarse). Y, sin embargo, esa voluntad realista juega muy a favor, primero porque baja a los dioses y semidioses del pedestal. Como dije, no son tan titánicos: Perseo se mantiene a duras penas erguido en un caballo volador que hace tiempo no monta, y que además le pega un alazo ante un comentario malicioso, y Zeus y Hades, interpretados por unos gastadísimos Liam Neeson y Ralph Fiennes, tienen su momento de gloria cuando salen rejuvenecidos a una lucha que es más de videojuego que otra cosa (lanzan bolas de energía con las manos y así van derribando gigantes) después de decirse, como si fuera una travesura, “Let´s have fun”. Es que de eso se trata, y Furia de titanes está llena de cositas que la vuelven divertida en serio, desde los comic relief de Agenor y el Hefesto-científico loco salido de la galera del siempre inventivo Bill Nighy hasta la belleza clásica del ex-Carlos de Olivier Assayas, Edgar Ramírez, y la ex-Jane Bennet de Joe Wright, Rosamund Pike. La segunda sorpresa del realismo es la combinación explosiva con el CGI, que da lugar a monstruos geniales y palpables como los cíclopes o el demonio de lava que sale del infierno. Notarán que de Sam Worthington no digo nada, porque una película entretenida es capaz de soportar incluso a un protagonista desorientado, bueno para Navi y de peinado malísimo.
La adolescencia del cine Hay por lo menos tres películas buenísimas que funcionan como antecedentes de Proyecto X y la vuelven una promesa para golosos de la comedia de “noche de joda con amigos”: Supercool, porque los tres amigos de Proyecto X están claramente inspirados en el trío de Greg Mottola (el flaco y responsable, el gordito y el que se cree más canchero y ganador porque se viste retro), ¿Qué pasó ayer?, porque el nombre de Todd Phillips como productor y algunos rasgos de diseño en común en el afiche nos convencen de que vamos a ver algo que tenga que ver con la película que nos hizo amar a Zach Galifianakis de una vez para siempre, y la más reciente Poder sin límites, donde otro trío de adolescentes con superpoderes más concretos no tiene tiempo para fiestas pero termina por llegar a un nivel de destrucción parecido al de esta película. Como en Poder sin límites, que fue realmente una sorpresa de varias ideas por minuto, Proyecto X simula ser el registro filmado cámara en mano de una aventura adolescente, en este caso esa clase de épica en la que los varones -perdón, pero hasta ahora no se conocen casos similares protagonizados por chicas- se ponen a prueba en su capacidad de ser más desinhibidos, más salvajes, más todo, al punto de llegar al borde de la ley y cargarse a la policía por ruidos molestos y otras rebeldías similares. La premisa es boba a más no poder; Mottola y Todd Phillips lo entendieron y fueron capaces de llenar esa estupidez de cariño y de locura cinematográfica con historias que son tanto sobre la amistad como sobre jugar a hacer lo que siempre se ve en las películas: robarse un patrullero, casarse en Las Vegas, complicarse con un mafioso, besar a la chica que te gusta. En cambio, Proyecto X parece tomársela bastante en serio, y tal vez es ahí donde deja de ser divertida. Porque después de presentar a sus personajes con un par de chistes que están bien y parecen una invitación a hundirse sin prejuicios en un mundo donde lo pavo es ley y se lo mira como tal -al gordito se le para en el vestuario, el papá del protagonista le dice a la madre que no se preocupe por dejar al chico solo en la casa porque “total es un loser y no va a hacer nada”- la película revierte su postura inicial para mostrar una y otra vez que los chicos se convierten en ganadores frente a todos los compañeritos de escuela y eso, qué duda cabe, es lo más importante que les pueda pasar en la vida y lo justifica todo. Lo que se pierde en el camino es nada menos que la libertad y lo gratuito de la fiesta que se vuelve pesada hasta para Thomas, el dueño de casa flaquito y devenido centro de un huracán lleno de vasos rojos, canchereadas, perritos voladores y chicas que se sacan el corpiño. Mil veces se nos muestra que Thomas la está pasando mal pero después se sube al techo, levanta los brazos y todos lo vitorean, entonces se supone que está todo bien. La filmación casera a cargo de un misterioso chico dark, que promete ser una garantía de espontaneidad y de capturar lo imprevisto, es el puñal en la espalda de Proyecto X, que no deja de caer minuto a minuto en situaciones previsibles y lugares comunes que le dan a toda la noche un aire de fiesta exprés, tan pautada como esos casamientos en los que a determinada hora se corta el pastel o se tira el ramo de la novia. Porque, al revés de Poder sin límites, que llega del video casero al cine a medida que sus personajes crecen y adquieren la furia de Carrie o la nobleza de Superman y sorprende en el camino, los personajes de Proyecto X se disuelven en la fiesta, ese monstruo que lo traga todo: no hay amistad, no hay amor, no hay diversión, sólo los gestos que intentan indicar esos elementos precisamente donde faltan (y si no vean la manera en que Thomas se tira sobre su amiguita Kirby porque sí: eso no es torpeza adolescente, es torpeza de directores y guionistas). La fiesta que tendría que ser una ocasión liberadora se transforma en el sujeto excluyente de la película, una especie de dios voraz al que se debe sacrificarlo todo -en ese punto Proyecto X le hace mala prensa a su supuesto espíritu adolescente, lo carga de gravedad- y, aunque se saquen un vendedor de porro con lanzallamas y un enano de la galera, la diversión no puede ser divertida si se transforma, pfff, en un deber.
Criatura de la noche Vivimos en tiempos de vampiros modernizados y, mientras unos se adaptan a la vida entre humanos a fuerza de disciplina y convicción moral (me refiero a las criaturas de Crepúsculo, para quienes evolucionar consiste en comportarse como personas, hasta donde se pueda), otros, los de Inframundo, resisten desde la marginalidad y se enfrentan a lobos que manipulan genéticamente a seres híbridos para lograr inmunidad a las balas de plata (un punto intermedio sería el de la delicadísima Criatura de la noche / Let the Right One In, que presentaba una visión menos romántica y más animal del asunto, ligada a la pura supervivencia y aún así, llena de poesía). Pero aunque la comparación entre las dos sagas que lideran el mercado vampírico actual se impone, en varios sentidos estas películas construyen mundos que son opuestos: mientras que la telenovela prolongada de Pattinson y Stewart pone el foco en el triángulo amoroso –¿sería correcto decir interracial?- y va dejando escenas de acción bastante descuidadas por el camino, Inframundo hace de su vampira protagonista –una Kate Beckinsale diminuta que se las arregla increíblemente bien para ser una heroína de acción implacable, destructiva, muchas veces con la boca manchada de sangre como un animal y acá también, madura- una especie de máquina casi desprovista de emoción, al punto que otro de los personajes le dirá en un momento “Sos tan fría que parecés muerta”. No sólo en eso, sino también en el lugar que se la da a lo humano en cada una de las sagas las diferencias se multiplican: Crepúsculo se trata de vampiros y lobos que tienden hacia la humanidad como la única meta deseable (de hecho, como saben, los vampiros vegetarianos sólo consumen sangre de animales, por no matar humanos); en Inframundo, en cambio, los humanos casi desaparecen o aparecen muy en el fondo en la batalla sostenida por siglos entre vampiros y lycans, e incluso dos cuestiones tan desarrolladas en nuestra especie como el amor y la maternidad –y esta última da lugar a los momentos más intensos y realmente monstruosos de la última entrega de Crepúsculo- están puestas en segundo plano. Esto le da a la nueva Inframundo una cualidad melancólica, porque después de perder a su único amor y pasar varios años congelada sin saberlo en un laboratorio, la pobre Selene (Beckinsale) está tan urgida por mantenerse a salvo que no tiene un segundo de respiro para extrañar a Michael (Scott Speedman) o dedicarse al melodrama, incluso cuando descubre que tiene una hija que salvar, una chica superpoderosa, híbrido entre vampiro y lycan, que los lobos pretenden arrebatarle para valerse de sus capacidades hiperdesarrolladas. Además esta historia, que es el eje de Inframundo: El despertar –narrada un poco confusamente, es cierto, porque ni siquiera la protagonista sabe de dónde le salió una hija- se desenvuelve en escenarios que no son exactamente sombríos en un sentido gótico o romántico sino más bien sórdidos, sucios, con toques hasta cavernícolas (la guarida de los vampiros de hecho es poco más que una cueva), donde lo primitivo se combina con toques futuristas tipo Matrix –en los trajes, las armas y el modo de filmar las escenas de lucha- y flashes de comic, sobre todo en los planos que se detienen un instante sobre la cara sanguinaria y de ojos enfurecidos de Selene, o sobre su cuerpo en tensión metido en un traje negro brilloso que le calza como un guante después de dar un golpe o detener un ascensor con una lluvia de balas. Lo mejor de Inframundo –que tiene un mérito adicional en esta época de películas interminables: ¡dura 90 minutos!- es que ofrece esa experiencia radical de un mundo oscuro, tremendamente inhumano y violento donde no parece haber fin ni descanso para una lucha que ya lleva siglos, con una clase de pesimismo que las historietas suelen permitirse más que el cine. La perspectiva de reunir una familia que queda abierta en esta parte de la saga no aporta ninguna calidez y sirve muy poco de consuelo pero mejor, porque a Inframundo le viene bien ser consecuente con su tono under; la estrella de la película, en este sentido, son los momentos gore que pueden encantar a los fanáticos de la acción con vísceras. Las señoritas enamoradas de Pattinson y Taylor Lautner –salvo que quieran acompañar a novios o amigos a ver una brutal y en 3D- mejor esperen hasta la próxima Amanecer.
Publicada en la edición digital de la revista.
Lo que Spielberg se llevó Hay pocos directores que puedan terminar dos películas en un año y menos aún que puedan hacer dos tan diferentes entre sí. En 2011, Steven Spielberg dirigió Las aventuras de Tintín y Caballo de guerra. La primera, que representa -esta vez en animación- ese oficio para dirigir aventuras increíblemente fluidas que le conocemos desde las Indiana Jones, es mejor que Caballo de guerra, pero previsiblemente ésta es la elegida como candidata al Oscar. Lo raro es que la historia del chico que pierde su caballo cuando un oficial del ejército se lo compra a su padre para destinarlo al ejército británico en la Primera Guerra Mundial, y la del periodista de jopo pelirrojo que persigue un barco alrededor del mundo se contrastan en un punto: mientras Las aventuras de Tintín usa la técnica de motion capture para generar el efecto más realista posible, muchas escenas de Caballo de guerra parecen filmadas en estudios con fondos de atardeceres rojos altamente artificiosos. De hecho, por momentos, se tiene la extraña sensación de estar viendo una película de animación, o una obra contemporánea a Lo que el viento se llevó, sólo que con 70 años de retraso. Hay que tener en cuenta esa extrañeza visual, porque si por un lado sostiene a la perfección el primer tramo de la película -la aparición del casi pura sangre Joey en la vida bucólica, placentera pero sufrida, de la familia Narracot, y el nacimiento de su amistad con el protagonista- por otra parte contrasta fuertemente con lo que viene después, en especial con las escenas de batalla que ponen el foco sobre cuerpos y heridas. De hecho Caballo de guerra está compuesta de tramos muy diferentes entre sí, sobre todo porque la historia -que sigue al caballo y no a su dueño por un destino azaroso y signado por la rapiña que impone todo conflicto bélico- se mueve todo el tiempo del frente de batalla británico al alemán, luego a la campiña francesa y de nuevo al ejército alemán, a la no man´s land entre alemanes y británicos y finalmente a los cuarteles británicos otra vez, según quién se apodere del caballo. Es por eso que la película alterna escenas familiares y relajadas -siempre en el contexto de peligro de una situación de guerra- con escenas bélicas violentas, teñidas de la brutalidad del cuerpo a cuerpo que significó el estilo de combate en las trincheras. En este movimiento permanente, y con excepción del protagonista, los personajes se nos presentan pero no tenemos tiempo de encariñarnos con ellos o siquiera de conocerlos antes de que desaparezcan -literalmente- de nuestra vista; quizás este sea el punto más amargo de la película (y también lo que la vuelve algo despareja) porque las personas pasan y todo el drama, toda la violencia de la guerra están desplazados al cuerpo del caballo, un cuerpo noble y fuerte, brilloso y resistente que, sin embargo, debe ser asistido por dos soldados de frentes enemigos cuando queda varado entre alambres de púa en una fuga desenfrenada, y que termina lastimado y totalmente cubierto por el barro. En este sentido, lo que da fuerza a la presencia física del caballo también hace a la debilidad de un relato que por momentos puede ser insulso y hasta aburrir si se tiene en cuenta que el cine clásico, al que apunta claramente Caballo de guerra, basó parte de su potencia en la construcción de grandes personajes secundarios. En cambio, aquí algunos de los personajes “efímeros” por decirlo así -especialmente los hermanitos alemanes que eligen desertar para salvarse la vida- no llegan a tener una presencia significativa, y las secuencias que los tienen como protagonistas se vuelven poco atractivas. Por eso. por momentos Caballo de guerra no tiene nada de la agilidad narrativa de Las aventuras de Tintín, y sí mucho de melodrama aplastante subrayado por la música y las tonalidades nada sutiles del paisaje. Esa manera de entregarse al sentimentalismo sin redes constituye una apuesta fuertísima de parte de Spielberg y hace que la película, que intenta recuperar esas grandes historias de pasiones y afectos cercenados por una guerra que se muestra como un remolino lleno de salvajismo y confusión, pueda ser una gloria para quienes la miren con los ojos inocentes que demanda Spielberg, dispuestos a dejarse encantar, y un infierno para quienes se resistan a entrar en el juego de las siluetas que se abrazan sobre atardeceres de naranja furioso. Lo que puede atraer igualmente a unos y otros son las escenas de batalla llenas de potencia física, de galopes trepidantes y soldados jóvenes que se arrastran ciegos con el único deseo de no morir, porque todos sabemos que Spielberg sabe hacer películas.
Publicada en la edición digital de la revista.
¡Que no panda el cúnico! Hablemos de Po: algunos inventos funcionan y otros no tanto, y entonces puede ser que a uno no le interese ver autos que hablan como los de Cars o heroicos búhos guerreros, pero el osote panda y regordete que se “hace” guerrero dragón o por lo menos encuentra el kung fu que había en él (a pesar de que en la uno le decía a su maestro Shifu “Sí, ya sé que ahora te vas a poner todo kungfui y eso”, y le hacía ruido la panza mientras trataban de enseñarle algo) se las trae. Po es, en un paisaje chino, lo anti-chino, por eso la primera Kung Fu Panda empezaba con una animación oriental donde el oso luchaba contra enemigos y salvaba al pueblo pero que terminaba por ser sólo un sueño –que se cumple en la segunda entrega, ya lo sé, pero no exactamente de esa manera. Lo que pasa es que Po es Jack Black disfrazado de oso, vago, pancho, enemigo del esfuerzo y de la gravedad (o mejor dicho, de la seriedad, porque su peso específico lo manda siempre de vuelta y a los tumbos a la tierra) y amigo de la diversión rápida que desarma la “sabiduría” de sus maestros y demuestra que convertirse en un guerrero importante no quiere decir del todo “convertirse”. Por eso al final de la uno, cumplida la misión, Po y el maestro se echaban al piso panza arriba para a descansar un ratito –no puede haber final menos heroico, ni en este lado del mundo ni en el otro. Ahora, objeción más común y concedida: más vale que Kung Fu Panda era más linda que la dos en su simpleza. En un espacio más concentrado se presentaba a Po, panda hijo de ganso que prepara sopa de fideos, se lo hacía caer casi por casualidad en el palacio donde sería entrenado en kung fu, y finalmente aparecía el enemigo que había que derrotar y se lo derrotaba. En el medio había una escena de acción perfecta donde Po y su maestro se enfrentaban a propósito de un dumpling, con elegancia y con palitos: sorprendente. Ahora ya sabemos cosas de Po: que le cuesta subir escaleras, que siempre tiene hambre, que es tontolón, etc., y a los gags basados en la repetición de esos problemitas –que hicieron matar de la risa a todos los más chiquitos en la sala, y no vamos a dar nombres- se suma una gesta más o menos épica en una ciudad lejana y abigarrada, y un villano igualmente abigarrado con forma de pavo real (hablando de abigarrado, ved la foto, ¡un oso lleno de conejitos!). También un planteo abi…bueno, eso que ya dije, por el cual Po comienza a recordar gradualmente episodios de su infancia y a sus padres perdidos, lo que lo lleva a la pregunta insidiosa que nunca deberíamos contestar “¿Quién soy?”. ¡Alerta de aburrimiento! Es cierto, la gravedad es la gravedad, y a medida que el planteo psico-filosófico se agranda y se pone solemne la película amenaza con caernos encima como un panda con alas de ganso, pero qué bien se lo pasa en el mundo chino de Dreamworks. Sobre todo porque las animaciones old school de los flash backs de Po son tan brillantes que nos dan la chance de mirar dibujos hermosísimos en lugar de preocuparnos por la historia del infante perdido, lo mismo que la secuencia que al principio cuenta la leyenda del villano. Y eso sí que es una promesa (ya que hay cuatro entregas más de esta saga previstas): que Kung Fu Panda se vuelva cada vez más collage y más texturas, gigante y caprichosa como enciclopedia china.
¿Who you gonna call? Hace mucho que no la pasaba tan mal en el cine como este jueves, pero sigan leyendo porque eso habla muy bien de La noche del demonio (mucho mejor en inglés: Insidious, para dar nombre a un demonio que merodea un cuerpo con la intención de entrar en él, ouch), una hermana tardía y algo boba de Poltergeist que tiene al rubiecito Dalton en lugar de la trágica nena. La familia de Dalton acaba de mudarse a una casa nueva, de esas que hacen decir “¿No se dan cuenta de que se mudaron a la casa del horror o nunca vieron una película?”, con escaleras de madera chirriante y un pasillo con reloj de péndulo. Mamá es la re bonita Rose Byrne, que también la pasaba medio mal en Sunshine de Danny Boyle (no dejaré de nombrar esa película cada vez que pueda, lo juro por el sol que me alumbra), y que acá, como en Get him to the Greek, también canta, y papá es el insulso Patrick Wilson (segundón en Papá por accidente y Un despertar glorioso) del que en este caso se aprovecha su profunda insipidez para convertirla en terrorífica normalidad que oculta cosas. Dalton cae misteriosamente en algo parecido a un coma, cosa que da ocasión a embates de suspenso bien graduados. Los médicos dicen que no saben qué es, nosotros estamos esperando todo el tiempo que vomite como Linda Blair o que mire la tele sonámbulo como la pequeña Poltergeist –que no voy a nombrar en caso de que sea verdad la maldición implícita-, porque se sabe que los niños rubios tienen ese efecto, y mientras tanto mamá y papá discuten cuando él empieza a llegar cada vez más tarde del trabajo (terror de la desprotección) y no cree que mamá haya visto esas cosas extrañas alrededor de la pieza de Dalton. La discusión familiar va a parar, intervención de suegra Barbara Hershey de por medio, al mismísimo infierno o más allá del que papá debe rescatar al pequeño viajero astral, y acá viene lo que me interesa. Porque es en el final adonde La noche del demonio se vuelve involuntariamente ridícula y, para mi corazón agradecido porque fue la única parte que pude mirar con los ojos abiertos (sic), casi tierna. Es que el espíritu más poderoso que se encuentra ahí es el de la clase B, en la médium que llega acompañada de dos geeks que tienen toda clase de gadgets para medir, testear y detectar demonios, torpes y poco serios como dos ghostbusters, y también en ese más allá que es visiblemente un escenario lleno de niebla de utilería y con fantasmas que son tipos disfrazadas, con mucho maquillaje, a los que es totalmente posible vencer a las piñas. Vale: si el infierno es así, yo me le animo; nada mejor que el miedo cuando se vuelve palpable y tiene cara, sobre todo si uno acaba de pasarla endemoniadamente mal, que es lo mismo que decir muy bien, que es la razón por la cual uno va a ver terror al cine. Para Santi que me soportó (y que también se tapó las orejas).
Monkey business Marina Y Santiago, sospechosamente de acuerdo (¿qué les está pasando, chicos?), vieron Piratas del Caribe 4 y vuelven para contarlo (via mail). Santiago: cuando escuché allá hace tiempo que iban a hacer una película de aventuras basada en un parque de diversiones de Disney pensé que se trataba de un mal chiste. ¿Qué iba a seguir después, una adaptación del Samba de Ital Park? Sin embargo la primer Piratas del Caribe fue una gran sorpresa, más que nada gracias a la excelente creación de Johnny Depp, ese pirata picarón y carismático llamado Jack Sparrow. Lo que el personaje demostró en la primera parte es que no basta con tener solo a un héroe perfecto y sin fallas que luche por rescatar a su amada (como el Will Turner que hacía Orlando Bloom), hace falta esa contraparte que carezca de la misma moral y cuyas acciones en el relato sean para su propio beneficio. Eso fue Han Solo en La guerra de las galaxias y lo es Jack Sparrow en Piratas del Caribe. Ahora llegamos a la cuarta película, en la que se coloca a Sparrow como el protagonista absoluto sin ningún partenaire masculino con quien generar esa tensión. Al menos para mí, de entrada no era una buena señal. Marina: bueno, pero tensión podía haber habido y de la buena porque digámoslo, vos hablás de “partenaire masculino” pero acá está Penélope Cruz, redonda y fajada, con las tetas más grandes que nunca y vestida de hombre casi todo el tiempo. ¡Podía haber tensión! De hecho me acuerdo de tu nerviosismo cuando después de la primera pelea, en la que ella está disfrazada de Jack Sparrow hasta con barba y bigotes, él la besa sin sacarle la barba y todo se pone un poco gay. Lo que pasa es que Penélope está fatal, con su inglés pésimo y su…no sé, ¿estatismo? Está como muy apagada, boba, no parece que se divierta, mientras que Johnny Depp bueno, se repite pero juega y de verdad, se nota que le encanta ser Jack Sparrow. Por eso el comienzo de la película es lindísimo, todo lo que esperamos de él, esa picardía de pinchar el pastel y burlarse del gordote rey inglés y escaparse por una ventana. Ojalá eso se hubiera mantenido, ¿pero qué diablos pasó después? Siempre pasa con Piratas del Caribe que hay un momento en que las películas se apelmazan, pierden el rumbo y la intensidad, ¿no? Dejás de entender y deja de importarte todo lo que pasa. Acá, un poco porque los personajes van saliendo como de la galera, y son bien flojos. Santiago: totalmente de acuerdo Marina. El problema es que si tu trama es una carrera contra el reloj en busca de un tesoro perdido (que es básicamente a lo que se resume toda la saga) necesitas darle cierto ritmo a ese relato mediante acciones, no con largas explicaciones de por qué tal aparato sirve para entrar a la tumba que esconde un objeto mágico que abre el cofre del tesoro (o lo que sea). Al menos en las anteriores había un director creativo como Gore Verbinsky, que supo inyectarle algunas dosis de locura y ridiculez a todo ese quilombo, pero acá tenemos al insulso Rob Marshall de Chicago y Nine, que parece incapaz de entregar una mirada distinta a las escenas de acción (básicamente son luchas de espadas y escapes de Sparrow que carecen de todo ingenio). Los únicos dos aspectos que para mi salen ilesos de esto son la presencia de Geoffrey Rush que parece pasarla bomba con su capitán Barbossa y (acá va a haber pelea) la inclusión de las sirenas, que no es del todo aprovechada (podían haber sido más misteriosas y menos monstruosas) pero al menos representan lo único que no se vio en las películas anteriores. Marina: bueno, pero eso es cambalache, tipo “a ver qué bicho podemos meter”. Es como hacer un guiso sin ideas buenas, y creeme que soy pésima cocinera y sé de qué te hablo, te puede salir muy mal. A mí me molesta que las sirenas no sean sirenas, es decir, primero son chicas de propaganda de Levi´s más que otra cosa, y cuando emergen del agua y rodean el barco está medio bien, pero después sacan los colmillos y resultan que son tipo vampiros, y encima saltan como pirañas y nadan a toda velocidad digital…ahí se desdibujan. Me quedé pensando que una historia de amor entre una sirena, que está todo el tiempo desnuda, y un curita, podía haber sido súper atractiva también. Pero capaz le estoy pidiendo a Piratas del Caribe una sensualidad que no da. Lo que sí se le puede pedir es aventura, y la verdad que al final resulta ser una copia confusa de Indiana Jones y la última cruzada, ¿no? Están los cálices, la fuente de la vida, la elección entre tomar de una u otra copa que pueden darte la inmortalidad o matarte, la decisión de Jack Sparrow de salvar a su chica como Indy quería salvar al padre, pero todo más fofo, con la aparición a último momento de esos españoles que estaban al principio de la película y después desaparecen de la trama. Siempre fue un problema de estas películas esa estructura demasiado laxa que las convierte en una sucesión de truquitos y gags mal cosidos (Jack Sparrow colgado de una palmera, Jack Sparrow saltando de un acantilado, Jack Sparrow haciéndose pasar por juez, etc.), y eso aburre. Es todo lo contrario a nuestra amada Rápido y furioso: sin control, que tiene escenas de acción zarpadas y bien metidas en una misión bien nítida. Vamos a ver qué pasa este jueves con The hangover 2, que viene con monito incluido y esperemos que no lo desaproveche como esta Piratas del Caribe. Santiago: Debería haber una regla en el cine que diga que toda película es mejor con la inclusión de un monito gracioso, aunque Marshall no piense lo mismo. En fin, veníamos bien con los tanques de Hollywood hasta ahora (tampoco olvidemos al querido Thor) así que espero que esto haya sido un simple traspié entre tanta producción pochoclera que se viene (yo le pongo mis fichas a Linterna Verde y a Super 8). En todo caso, siempre tendré La isla del Tesoro a mano o el Monkey Island en mi compu para recordar que las aventuras de piratas alguna vez fueron divertidas.
Un mundo culpable Sería engañoso definir a Culpable o inocente como “una de abogados”, porque lo es, pero eso tapa todo lo que la película también es y que la hace sorprendente, original, extraña de ver y nítida en el recuerdo. Primero, Mick Haller (Matthew McConaughey) es un abogado que recorre una Los Angeles ultra decadente en un auto con chofer, pero vive en una casita miserable y está separado de la también abogada Maggie (Marisa Tomei, re maquillada, con peinado de señora un poco vulgar, cálida y hermosa como siempre). Los dos frecuentan un bar después del trabajo en el que a veces se emborrachan, y apenas pueden con sus propios cuerpos pero la pilotean. A él le toca defender al niño rico desagradable Louis Roulet (Ryan Phillippe, acá apropiadamente odioso, como siempre), al que se acusa de haber atacado a una prostituta (la linda Margarita Levieva que puso el culo dentro de un jean ochentoso en Adventureland y la cara en Spread, película inesperadamente amarga que se vendió como comedia romántica). El planteo se llena de misterio porque Mick nunca sabe si su cliente dice la verdad y porque de repente recuerda un caso sospechosamente parecido por el que un latino fue a la cárcel. ¿Roulet es culpable o inocente? ¿El latino era culpable? Lo mejor de la película es que la tensión de estas preguntas, que enfrentan al abogado con el dilema de defender a alguien que puede ser un asesino y por otra parte mandar a la cárcel a un inocente, se traduce en primeros planos febriles de la cara pétrea y los ojos vidriosos de Mick, que por momentos lo único que tiene a su favor es eso que por acá llamamos “calle”. La película se mueve entre las calles turbias de una Los Angeles sin glamour y las vueltas de un sistema judicial igualmente turbio, sorprendentemente realista hasta en la sala de la corte elegida para el juicio, donde Mick y el fiscal (Josh Lucas) son por momentos apenas dos tipos estresados que saben, no cínica sino desesperanzadamente, que el éxito o fracaso no dependen tanto de la verdad como del timing y la astucia para presionar al oponente. Culpable o inocente construye un mundo áspero, hostil, donde una borrachera puede ser a veces la única salida y donde las arrugas en las caras de todos los actores, despiadadamente iluminados, parecen marcas de la lucha por la supervivencia antes que otra cosa. En ese mundo se mueve Mick, entre canchero y derrotado, y se juega todo entre oponentes dignísimos: John Leguizamo, Josh Lucas, Ryan Phillippe, Marisa Tomei y William H. Macy, un equipo increíble para una película menos promocionada de lo que merece.