Algunos golpes te da la vida En la ciudad donde crecí, había un misterioso individuo cuyo pasado era completamente desconocido. Se trataba de una figura desgastada por el paso del tiempo que sólo contemplaba el correr de los días, acostado en una plaza, la misma que sirvió como cancha de fútbol para nuestros primeros encuentros con amigos de la primaria. De barba prominente, dudosa higiene y harapos que servían como ropa, este hombre no recibía ni aceptaba ninguna ayuda. Sólo quería que no lo molesten, que lo dejen tranquilo, hundido en sus emociones. Las leyendas sobre uno de los más enigmáticos habitantes de aquella ciudad/pueblo no se si hicieron esperar. La que nos contaron de chicos, la que todavía hoy creemos que es real, es que se trató de un talentoso boxeador que alguna vez fue un deportista exitoso y prometedor, pero que diversos errores, varios golpes en la cabeza y otras malas decisiones lo habían transformado en aquella figura triste que tanta atención –mezcla de ingenuo y curiosidad- nos despertaba. ¿Cómo no recordar esa anécdota infantil con los primeros minutos de El Ganador? La historia "real" de Dicky Eklund (Christian Bale), el hombre que había sido capaz de tumbar a Sugar Ray Leonard y que luego se vería consumido por su adicción al crack, me trajo inevitablemente aquellos recuerdos que permanecían pululando en algún lugar de mi ser. Sin embargo, la nueva película de David O. Russell (Tres reyes, Yo amo Huckabees) no muestra sólo la decadencia de este boxeador, sino que se centra principalmente en su medio hermano: Mickey Ward (Mark Wahlberg) y su difícil ascenso al estrellato. La relación con su madre y sus siete hermanas, las figuras masculinas de su vida (empezando por el propio Dicky: “Eres mi héroe” le dirá en pleno conflicto) y una mujer (Amy Adams) que lo ayudará a ver todo de una nueva manera, son los principales puntos de esta película. Las posibilidades de comparar a El ganador con otros títulos de boxeo como Toro salvaje, Million Dollar Baby o Rocky no serían injustas. Sin embargo, vale decir que este film, nominado a 7 premios Oscar, tiene identidad propia. Dividida en dos partes muy claras, la primera pondrá en evidencia el conflicto entre los personajes del film y la complicada relación entre la familia, que prefiere negar los problemas antes que enfrentarlos. La segunda sí muestra la carrera de Ward desde el punto de vista deportivo. Tal vez la mayor diferencia que plantee El ganador sea la del lugar de observación. Mientras otros títulos forzaban la idea de la superación personal como idilio del sueño americano, Russell expone al boxeo como un juego de estrategia, como un deporte de pensamiento y estudio: “En una riña, peleas. Tú me pegas, yo te pego. El boxeo es como un juego de ajedrez” explica Mickey. La cuidada estética que ofrece el film también es uno de los puntos a favor. El uso de imágenes reales (la pelea entre Eklund y Ray Leonard), sumados a la decisión de mostrar los combates como si de una transmisión en vivo se tratara, vigorizan la idea de las cadenas televisivas como referentes del negocio escondido detrás de cada combate. Con todos sus hallazgos, la principal característica del film es sin dudas la de su reparto. No sólo por un Christian Bale que compone al personaje más complejo y difícil de digerir, sino también por un Wahlberg que, desde su lugar, logra cargar con una mochila de peso: ser el centro de todos esos argumentos. Las presencias femeninas de Amy Adams y Melissa Leo también ayudan a engalanar la película. En algunas ocasiones el cine, como cualquier pieza artística, tiene la capacidad de remover sentimientos de una manera extraña: melancólica y hermosa a la vez. No pude dejar de sentirme identificado con esta historia, tal vez porque rozó un tema que inexplicablemente me transportó a una infancia de aire libre, pelotas de fútbol y sonrisas genuinas. Pocos saben qué fue de la vida de nuestro singular habitante. Alguna vez escuché que había muerto, otros dicen que permanece bajo cuidados en un hospital psiquiátrico. Más allá de una incógnita que espero resolver, otra pregunta empuja desde algún lugar escondido y gana espacio: ¿Qué es el cine sino la capacidad de reconocerse a uno mismo y las propias experiencias a través de la pantalla? Algunas obras, no importa lo superficiales o profundas que sean, permiten soñar, viajar y trasladarse a un lugar que se creía olvidado. El ganador lo logró conmigo. Y por eso se merece mis respetos.
Ella usó su cabeza como un revólver En un año donde la gran mayoría de las películas nominadas al Oscar llegan a la pantalla grande antes de la ceremonia de premiación, la nueva película de Darren Aronofsky es probablemente la que mayores ambigüedades genere. Tildada por muchos críticos como una obra maestra, y por otros como un título presumido, lo cierto es que El cisne negro no puede estar exento de esa polémica que ya ha levantado. Y es que si bien la prioridad está puesta en desnudar algunas de las tantas miserias que cualquier ámbito unipersonal (deporte, arte) de gran competencia exige, el film también resulta una trampa pretenciosa de marcado (su)realismo sobre la transformación del ser humano y el sacrificio que la perfección exige. La historia sobre a una bailarina de ballet (Natalie Portman, inminente ganadora de la estatuilla) que acaba de conseguir su primer papel protagónico para interpretar una nueva versión de El lago de los cisnes, sobre cómo la preparación y las propias exigencias del director (Vincent Casell, siempre convincente) trastocan su personalidad, más la aparición de una despreocupada colega que amenaza con ocupar su puesto (Mila Kunis), guarda no pocos secretos. Drama disfrazado de thriller psicológico, vinculado directamente al clásico de Michael Powell, Las zapatillas rojas, pero también a parte de la filmografía del Roman Polansky más alucinatorio (no sólo Repulsión, sino también El inquilino o El bebé de Rosemary), el nuevo trabajo de Aronofsky vuelve a mostrar los rasgos de la obsesión que ya había expuesto en su ópera prima Pi o en Réquiem para un sueño. Irreprochable desde el punto de vista técnico, los caminos que comenzará a ahondar se verán bifurcados por una confusa dualidad entre lo real y lo imaginario que muestra los principales problemas del film. Película de espejos y reflejos rotos, de blancos y negros, de escenarios y sueños; la presunta aproximación a lo irracional de la protagonista, más los sometimientos de la propia autoconsciencia terminarán arrastrando al espectador a una resolución de sabor agridulce –sin entender el concepto como una revelación de la trama- que poco tendrá que ver con sus principales encantos. El cisne negro es una de esas películas que impulsa a la discusión, al debate y al intercambio de opiniones. Algunas buenas ideas, y un conjunto de bondades que enaltecen su contenido, chocan con ciertas manipulaciones que por fraudulentas, suenan poco sinceras. A pesar de todo, las cinco nominaciones a los Oscars (que también incluyen Mejor Película), sumados a sus evidentes hallazgos invitan a, por lo menos, sacar veredictos propios.
Abrazo de oso Coqueteando con la animación digital y el trabajo de actores reales, la adaptación al cine de El oso Yogi parecía ser más una excusa para que los adultos vuelvan a divertirse como antaño, cuando disfrutaban del dibujo animado en televisión, que la presentación a nuevas generaciones. Porque si bien la película recrea fielmente las aventuras de los personajes salidos de la fantástica pluma de la dupla Hanna-Barbera, hay algo que hace ruido, que no está bien. En principio, la diferencia sustancial entre los personajes dibujados y los animados digitalmente, sumados a la mixtura con locaciones y actores reales –que nunca termina de funcionar del todo bien- le quitan personalidad al film en su conjunto. La historia se basa principalmente en la relación entre Yogui y Bu Bu con el guardaparque Smith (Tom Cavanagh), y sobre cómo deberán evitar que el alcalde Brown clausure Jellystone y lo venda, debido a las pérdidas económicas que éste genera. Con la ayuda de una documentalista (Anna Faris), los protagonistas intentarán impedir que sus hogares se cierren definitivamente. Basándose en una básica premisa, la película que dirige Eric Breving (Viaje al centro de la tierra) presenta una serie de situaciones que, por demasiado simples, nunca terminan de ser lo suficientemente graciosas. Así el film se apunta como un título expresamente para chicos –no más de 9 años- y allí presenta su mayor dicotomía. Porque aquellos que busquen algo del original que todavía hoy se emite en algún canal de cable, encontraran una historia muy poco atractiva. Entonces, el principal problema de El Oso Yogi pasa por su propia intención. Detrás de uno de los nombres más importantes del mítico estudio norteamericano, responsable de gemas como Los Picapiedras o Los Supersónicos, hay una película que no engancha ni siquiera a los más pequeños y que -por ende- no hace honor al nombre que lleva. Por suerte, previo al film, se proyecta un muy buen corto sobre otros personajes míticos de la pantalla chica: El Coyote y el Correcaminos. A fuerza de un humor físico que no pierde vigencia con los años, este pequeño metraje logra sacar más de una sonrisa que sí se siente como una tarde de chocolatada frente al televisor.
Ni respetuoso con el estereotipo En este Hollywood tan falto de ideas, el anuncio de una adaptación a la pantalla grande del siempre vigente Los viajes de Gulliver no sorprendía, aunque si generaba ciertos prejuicios de antemano. Pues bien se sabe que el contenido de la novela que creara Jonathan Swift en 1726 era –muy a pesar de su considerado contenido infantil- una cruda crítica sobre la realidad política europea y una sátira evidente respecto a la condición humana. Vale decir entonces que esta edulcorada versión no sólo no es más que una sombra de lo que representa el título en su totalidad, sino que incluso utiliza el nombre Gulliver con la extraña herencia que los años le han dado a la historia: el famoso navegante que despierta en una isla rodeado por pequeños hombres y vivirá algunas aventuras junto a ellos. Quedan de lado entonces las visitas a Brobdingnag (sólo se le otorga cinco minutos en el film), Laputa o la ciudad de los Houyhnhnms, por citar algunos. La película que dirige Rob Letterman, con antecedentes exclusivos en el mundo de la animación (realizó El Espantatiburones y Monstruos vs. Aliens) cuenta como principal atractivo con el protagonismo de Jack Black (mucho menos histriónico que en sus mejores películas) acompañado de un gran –y desperdiciado- elenco: Emily Blunt. Amanda Peet, Jason Segel, Billy Connolly y Chris O’Dowd. Aquí Lemuel Gulliver no será un doctor amante de los viajes, sino un encargado de correo que, decidido a conquistar a una mujer, emprende un viaje hacia el Triangulo de las Bermudas con el fin de escribir una nota para un periódico. Perdido tras una tormenta, el personaje despierta –cómo no- atado de pies a cabeza en Lilliput, un reino habitado en su totalidad por diminutos seres humanos. Precisamente la historia se encarga de tomar sólo los pasajes más conocidos de Los viajes de Gulliver para readaptarlos y mezclarlos con gags sobre ciertos temas de la cultura popular moderna (desde chistes con Avatar y Titanic, hasta unos Kiss lilliputienses). Pero el problema es con el guión de Joe Stillman y Nicholas Stoller, que parece no dejar afuera ningún lugar común, moralina sobre el sueño americano del “hazte valer por ti mismo” incluida. Los inconvenientes alcanzan incluso para avalar al Gulliver yanqui como un colonizador capaz de transformar a la noble capital del reino en un Times Square neoyorquino, que cambiará no sólo las conductas de los habitantes sino también su forma de hablar y vestir. Toda una muestra de principios. La película intenta ser una simpática exposición de las capacidades actorales de un Black que no logra demasiado entre tanto metraje estructurado. Pero deja tan de lado las vanidades de la historia original, que ni divierte ni invita a la reflexión. Los viajes de Gulliver se centra en el estereotipo más superficial de la novela de Swift, a punto tal que bien podría ser comparada con una película del Quijote, en la que el noble caballero hidalgo sólo se la pase peleando contra molinos de viento. Ojala nunca pasemos por –otra- experiencia semejante .
El maquinista de la general A esta altura de su carrera ya no sorprende que Tony Scott disfrute enalteciendo a hombres normales, con problemas cotidianos pero que devienen en héroes por un hecho concreto. Y en ese sentido, Imparable no es la excepción. Un tren que es puesto en marcha por error, sin frenos y cuyos vagones contienen un cargamento de alto nivel químico, amenaza convertir al sur de Pensilvania en el nuevo Chernobyl. Y allí estarán dos maquinistas, el experimentado Frank, con más de 20 años trabajando para la empresa y el joven Will, acusado de estar a cargo del puesto por un acomodo de su familia; intentando detener la maquinaria en marcha, antes que todo se convierta en una tragedia. Con pocos elementos, el Scott menos solemne (el más preciso y atractivo, pero también el menos atrevido) construye un thriller vertiginoso, con un montaje que imita la velocidad del tren y no da descanso. Imparable bien podría ser Máxima Velocidad, pero del siglo XXI. Sólo que aquí hay una diferencia sustancial: no existe en esta película una amenaza terrorista, o un villano tentado por una cuantiosa suma de dinero. El peligro lo constituye el propio sistema americano (trabajadores alienados, empresarios desinteresados por el valor de la vida), como posible bomba latente a punto de estallar. A pesar de estos interesantes guiños, el poco trabajado guión hace que la premisa principal se desinfle con el correr de los minutos y se sostenga sólo por un buen trabajo de edición y por el vertiginoso ritmo del tren/film. Las historias paralelas en la vida de los protagonistas, el ya masivamente consagrado Denzel Washington (que aquí parece trabajar en piloto automático) y un correcto Chris Pine, intentan darle algo de variedad a la cinta, pero la obviedad aparece como un elemento que hecha por tierra cualquier noble intento. A pesar de ser un director de los más interesantes en Hollywood, el último trabajo del responsable de Deja Vu, Hombre en llamas, Enemigo público, Top Gun y Escape salvaje entre otras, no está a la altura de lo que se espera. De hecho, la similitud con su propia remake de Escape del Metro 123 (estrenada en 2009) bien podría jugarle en contra. De todas maneras, Imparable no es una película que disgusta; sino que invita a imaginar un atrevimiento mayor. Si bien se agradece el poco uso de CGI (tan corriente en el cine industrial de hoy en día), la película carece de todo factor sorpresa: comienza y termina en un mismo tono. ¿Se la puede acusar por ello? Pues no, pero tampoco ofrecerá una experiencia demasiado alentadora, o tan siquiera distinta. Al fin y al cabo, será el espectador el que decida.
Game over Otra vez los efectos especiales hacen de las suyas en esta especie de remake/secuela de la compañía Disney, que retoma una vieja historia estrenada haya por 1982 y que aquí no es más que una excusa para dar lugar a la explosión CGI y efectos 3D con muchas luces de Neón. De alguna manera, la historia de Tron, el legado es la presentación para las nuevas generaciones, de un mundo visto hace ya más de 20 años, con la suficiente cantidad de guiños para el público que todavía recuerda esa primera parte escrita y dirigida por Steven Lisberger. En esta ocasión, el hijo de Kevin Flynn (Jeff Bridges), el protagonista de la historia original, todavía siente la ausencia de su padre, luego que éste desapareciera sin dejar rastros por más de 20 años. A través de un misterioso mensaje, el joven Sam descubrirá cómo ingresar al mundo de realidad virtual que éste había creado. Allí no sólo descubrirá una realidad completamente nueva, sino que también deberá embarcar un viaje épico dentro del videojuego que mantuvo encerrado a su padre durante tanto tiempo. La peculiaridad de Tron, el legado es que, a diferencia de su predecesora que significó todo una innovación en el uso de herramientas digitales en el cine, esta historia pierde su principal cualidad. Porque hoy el uso de los efectos computarizados es casi esencial en el cine industrial, y porque narrativamente hablando, no hay demasiadas justificaciones (emociones, sorpresas) sobre lo que vemos en pantalla. Exponente fiel de una era new age que se apoya en el arte pop (en este caso de la mano del dúo musical Daft Punk, que acompaña la banda sonora compuesta por Hanz Zimmer) para reforzar la enorme cantidad de imágenes y colores que saltan desde la pantalla, la película cuenta con un importante compromiso de Jeff Bridges, quien en este caso asumirá dos papeles (el bueno y el malo respectivamente) y una divertida participación del gran Michael Sheen. Por el resto, una simple historia que sobrevivirá en la taquilla gracias al 3D predominante que tantos resultados beneficiosos (para la industria) han dado. Un debut en la dirección del diseñador digital Joseph Kosinski, que deja sabor a poco, muy poco.
Lanzar la primera piedra Alejandro Amenábar es un virtuoso realizador que siempre supo ofrecer buen cine desde diversos puntos de vista. Ya sea a partir de su fantástica ópera prima Tesis (cuya inspiración se centra en el muy interesante texto de Román Gubern, La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas) hasta la oscarizada Mar Adentro, y Los Otros, todas sus películas mantuvieron, con sus diferencias, un mismo perfil. No suena raro entonces que Agora, esta superproducción española hablada en inglés de 75 millones de dólares, haga tanto ruido en el mundillo cinéfilo. En principio porque toca –otra vez- un tema polémico: el nacimiento del cristianismo, la diferencia entre ciencia y religión y la capacidad humana para tergiversar los escritos dogmáticos a favor personal. La influyente figura de Hipatia (una siempre correcta Rachel Weisz) en el Egipto dominado por el Imperio Romano en el Siglo VI, será el nudo de todas y cada una de las historias del film. En principio como la filósofa encargada de formar a jóvenes estudiantes, luego como la protagonista de un blando trío amoroso que nunca llega a tomar trascendencia y finalmente como la consejera y principal disputa de una civilización dividida por las ideologías imperantes que poco a poco ganaron espacio en el fervor popular. Porque más allá de la trifulca naciente entre judíos y cristianos, la intención de Amenábar es subrayar –tal vez en extremo- la capacidad del razonamiento para excusar en el don divino cualquier atrocidad. Allí, donde la denuncia suena como un grito desesperado de atención hacia el conflicto en Medio Oriente, aparece el humano como simple individuo cuya ignorancia le permite justificar todo acto de violencia, todo homicidio aberrante, como una coartada que tiene por fin único aquello que siempre fue el objetivo principal de toda contienda: la obtención de poder. En este sentido, Agora se transforma en una punzante protesta contra los fanatismos divinos del hombre, tan presente y tan marcada como lo hicieron –aunque en un modo muy distinto- los Monthy Pithon en La vida de Brian, alegoría absoluta sobre la interpretación subjetiva que desprende cualquier escritura divina. Más que biopic sobre la figura de una brillante matemática y filósofa, esta pomposa superproducción con predominantes planos cenitales (aquel lugar desde donde Dios mira a sus discípulos) intenta plantear la polémica de cómo la necesidad de la creencia religiosa sirvió como alegato de todo lo que no está al alcance de la razón. No hay explicación, no hay fundamentos, no hay posibilidad de diálogo, es así o no será. El individuo como destrucción de toda construcción práctica (cristianos incendiando la Biblioteca de Alejandría), permite varias lecturas sobre cómo evolucionaron los dogmas desde aquellos días hasta hoy. Las incipientes alegorías y la sorprendente incapacidad para desarrollar los correlatos presentados no impiden que Agora ponga en evidencia que, para disfrutar de una historia épica, no es necesario mostrar siempre espadas, batallas y guerreros. Porque no sólo de ellos se ha construido la historia.
El Lex Luthor de Dreamworks Las productoras de Hollywood suelen entrar en una fastuosa competencia para ver quién ofrece el mejor, más original y divertido título a su público. En el campo de la animación, la puja es bastante más compleja (principalmente por el tiempo de realización que llevan los dibujos digitales, más que por el presupuesto que exigen). Pensándolo de esta manera, no resulta entonces casual que en tiempos relativamente cortos se estrenen trabajos similares. Sucedió con Bichos y Antz, y con Madagascar y Vida Salvaje. En este año, el caso se repite con el film que estas líneas generan. Porque Megamente es un trabajo que –al menos en su concepto más amplio- se parece en mucho a Gru, mi villano favorito, de Universal, estrenada hace algunos meses atrás. Sin entrar en comparaciones y juzgando al último trabajo de Dreamworks por lo que es, vale decir que la película logra parodiar con cierta gracia al mundo de los superhéroes –mejor dicho, al estereotipo de ello- prolongando hacia un costado más razonable el porqué de la existencia del bien y del mal. De similar forma a lo que sucediera con Superman, un pequeño bebé sumamente inteligente y otro con grandes poderes son enviados desde un planeta a punto de estallar hacia la Tierra. Por “caprichos del destino” (tal y como lo menciona la voz en off del protagonista), uno de ellos crecerá en una familia acomodada de manera feliz. El otro, por su parte, será educado por reclusos con bajo coeficiente intelectual. Con el correr de los años, estos rivales se encontrarán en lugares en común –la escuela es uno de ellos- para comprender cuál es el papel de cada uno en la vida del otro. Ya adultos, el joven fuerte se convertirá en Metro Man, defensor de Metrociudad; su archi enemigo será entonces Megamente, quien buscará conquistar aquella urbe. Con un promisorio inicio en el que entendemos los motivos de cada uno por ocupar ese lugar, la historia se centra no en el héroe, sino en el villano: un personaje simpático por su ineptitud y constancia, que hará las delicias de los más chicos. Por supuesto el film desarrollará una historia que incluye a una Luisa Lane propia (la reportera Roxane, con bastante más temple que cualquiera de las parejas femeninas de superhéroes), un camarógrafo ingenuo y el ayudante de nuestro protagonista: un pez inteligente incrustado en un cuerpo robótico. En sí, el desarrollo técnico de Megamente es formidable, con escenas llenas de color y momentos que alcanzan altos grados de emoción; además el trabajo de dibujo en ciertos pasajes es realmente brillante. Pero donde la película encuentra su talón de Aquiles es en el guión. No porque el director Tom McGrath (responsable de la antes mencionada saga de Madagascar, también de Dreamworks) no alcance a impregnar de aventura, romance y diversión al metraje; sino tal vez por su falta de delirio, su correcto devenir y hasta su carencia de valor para llevar lo histriónico de la propuesta un poco más adelante. Comprendiendo que se trata de un film familiar, se agradecen los guiños al público adulto, que aparecen como pinceladas entre tanto gag físico y chiste rápido más fácil de asumir. Sin la posibilidad de disfrutar del trabajo de los actores en su idioma original (entre los que aparecen el genial Will Ferrell, Tina Fey, Jonah Hill y Brad Pitt) y a pesar de cierta similitud con el film de Pixar, Los increíbles; Megamente es un producto que termina por ofrecer un rato agradable para grandes y chicos, sin mayores pretensiones. En ese sentido, no puede caerle encima ningún tipo de prejuicio. Muy a pesar de ello, la necesidad de mayor desfachatez hace que una vez fuera de la sala, el espectador se quede con la impresión de que este producto, con un poco más de tiempo de trabajo, podría haber sido definitivamente mejor.
Los tres mosqueteros Hay algunos casos en los que reflexionar sobre un film es sólo una excusa para hablar de ciertas cuestiones que hacen a su cometido en general. Porque, seamos sinceros: poco le puede importar a los fanáticos lo que se diga sobre la saga Harry Potter; siempre elegirán disfrutar fundidos en sus falsos anteojos redondos. A decir verdad, la primera parte del séptimo y último libro tiene todo aquello que convirtió al personaje de J. K. Rowling en un fenómeno de masas con pocos precedentes. “Llegará el día en que todos conozcan el nombre de Harry Potter” anunciaba proféticamente uno de los personajes en el primer film, tal vez sin imaginar (intenciones de productoras aparte) lo que provocaría en una generación de jóvenes que consumieron sus libros y películas casi de manera religiosa. Pero hay una apuesta que bien podría ser destacada en esta Harry Potter y las reliquias de la muerte. Por primera vez, el peso de la película (por ende, de la franquicia) cae en manos de Radclife, Wattson y Grint: es decir, en Potter, Hermione y Ron respectivamente, a quienes vemos en el 90% del metraje en la pantalla. Esto implica que, mirando con un poco más de cuidado, la saga entera es sobrellevada por tres adolescentes que simulan ser personajes de ficción y no son más que chicos con la responsabilidad de conformar a todos. Pensándolo así, tal vez podríamos decir que los jóvenes actores no caen tan mal parados. En esta antesala del final anunciado para julio de 2011 -es decir, la primera de la última parte- Harry y sus amigos deben escapar de las garras de Voldemort, quien se ha apoderado de la escuela de Howarts, mientras se encargan de destruir los Horrocruxes, fragmentos del alma que contienen todo el poder del señor tenebroso; tarea que habían emprendido con el ya desaparecido Dumbledore. Con una puesta en escena mucho más arriesgada (los personajes se transportarán por todo Inglaterra), este séptimo film prácticamente suprime a los personajes secundarios a quienes sólo les otorga sendos cameos durante todo el metraje. En este sentido, Las reliquias de la muerte mantiene el suspenso, la oscuridad, y hasta la violencia que el director David Yates había impuesto en El misterio del príncipe. Metáfora literal del difícil paso de la infancia a la adolescencia que afrontan los personajes, el arriesgado cambio que supone la dictadura impuesta por Lord Voldemort (que al igual que en la reciente La leyenda de los guardianes, establece un paralelo con el nazismo durante la Segunda Guerra) logra buenos momentos dramáticos, tal vez mucho más difíciles de digerir que aquellos primeros films donde la importancia estaba en los partidos de Quidditch. Con una esencia que respeta al máximo los puntos fuertes que hicieron de las películas de Harry Potter un fenómeno a gran escala, esta cinta no es más que el preludio -estiramiento innecesario cuyo único argumento real es la máxima explotación comercial- de algo que está por venir. Es decir la antesala del clímax cinematográfico que supuestamente significará la segunda parte de Las reliquias de la muerte. Por el resto, un constante detenimiento en detalles del mundo de Rowling que, para aquellos que no somos más que espectadores casuales de esta saga, resultarán sin duda apabullantes, abrumadores y hasta confusos. Pero claro, comercialmente hablando, la necesidad de recordar, revivir, rememorar o consultar por vez primera los seis films predecesores, llevan a un calculado circulo vicioso marketinero. Harry Potter y las reliquias de la muerte parte 1, respeta en esencia aquello que los fanáticos esperan ver sin ofrecer nada de más. Aquel que a estas alturas elige entrar a la sala es porque o bien sigue la historia desde el principio, o está dispuesto a dejarse “hechizar” por ella. Todo espectador que prefiera mantenerse al margen sabe perfectamente que en vano es rechazar el impacto mediático -y literario- que el pequeño mago ha causado. En ese caso, será preferible mirar de costado cómo colas y colas de adolescentes llenan las salas una y otra vez, entendiendo que el cine también es un espacio de recreación, imaginación y consumo. Ni más ni menos.
Inconsciente colectivo Luego de los buenos resultados que provocó la sorprendente comedia ¿Qué pasó ayer?, el director Todd Phillips vuelve a la carga con una película “de transición” en la cual reúne a una pareja que funciona con buena química y buen timing, a pesar de la decadencia en la que entra el film con el correr de los minutos. No se trata de pensar en Todo un parto como un título arriesgado, porque de hecho no lo es. En cambio sí, busca revitalizar el valor de la amistad masculina generado en situaciones que rozan el inverosímil (la escena en la frontera con México es prueba de ello) y que apunta, con mal tino, al costado más humano del espectador. Peter Highman (un revitalizado Robert Downey Jr.) es un arquitecto que debe llegar a Los Ángeles para asistir al nacimiento de su primer hijo. En el aeropuerto, se cruzará con Ethan Tremblay (Zach Galifianakis) un aspirante a actor que busca triunfar en el mundo televisivo de Hollywood. Luego de un incidente en el avión, ambos deberán cruzar gran parte de Estados Unidos en auto, antes que el parto se produzca, debiendo enfrentar -por supuesto- más de una extraña situación en el medio. Hay que decirlo, la química entre los protagonistas funciona más que bien. Nada se puede agregar respecto a la nueva etapa en la carrera de Downey Jr, luego del batacazo que le produjo ponerse en la piel de Tony Stark en Iron Man y su ingeniosa participación en Una guerra de película. Aquí encarna al personaje serio que la pareja necesita para que el otro destaque. Ése opuesto, a cargo de Galifianakis, sirve para reivindicar a un intérprete que ha demostrado su capacidad cómica en la mencionada ¿Qué pasó ayer? y la posibilidad de otros matices en cintas como Fuerza G, de Disney. A pesar de las buenas actuaciones, el verdadero problema de Todo un parto aparece cuando el director da rienda suelta a situaciones que por groseras (lo cual no sería necesariamente malo) parece por momentos insultar no la inteligencia del público, sino a su sensibilidad. A pesar del desarrollo que Phillips le dio a títulos como Aquellos viejos tiempos, Starsky & Hutch, y El viaje censurado –con impares resultados- lo que hace en esta comedia es presentar temas sensibles como gags chocarreros que sirven de puente a una historia que dice ser llevada adelante por la amistad, aunque por momentos muestre lo contrario (la lástima es el único nexo entre un personaje y otro en un principio). En este sentido, accidentes de autos, enfermedades terminales, disparos accidentales con armas de fuego, violencia contra menores, irresponsabilidades detrás del volante, secuelas de la guerra, abandono infantil, el proceso del duelo… es decir, la tragedia de la vida es aquí el leiv motiv de una comedia que busca reírse de las miserias humanas, pero que termina afectando la sensibilidad de cualquiera que conozca estas desdichas aquí disfrazadas. Imposible no mencionar también la sospechosa relación de Todo un parto con la mítica cinta de John Hughes, Mejor solo que mal acompañado, referencia que ni siquiera se menciona y que, otra vez, genera al menos cierta displicencia. A pesar de tratarse de un director que ha demostrado más de una vez sus dotes para la comedia, parece no haber elegido el camino correcto esta vez. Después de los cuantiosos elogiosos recibidos por su último trabajo, Todd Phillips comete el error de intentar sacar provecho con elementos que definitivamente no son graciosos. Sólo tres cosas pueden salvar a este título del estrepitoso fracaso: el interesante duelo actoral, una gran banda de sonido y la constante referencia a ese ejemplo televisivo de comedia llamado Two and a half men. Por el resto, aquel que busque dejar de lado los problemas por unos 90 minutos, corre el riesgo de salir más lastimado de lo que entró.