Parado en el medio de la vida Si utilizáramos el siempre útil recurso de pensar un film como el resultado de varios preceptos ideológicos y culturales del tiempo en que se genera, bien podríamos decir que el nuevo film de la productora Patagonik tiene más de un acierto. Vale la pena destacar que Igualita a mí, el título que devuelve a la pantalla grande a Adrián Suar luego del éxito que resultó Un novio para mi mujer, es el fiel reflejo de una sociedad que se auto perpetua a permanecer joven. No sólo por los avances tecnológicos que consiguieron prolongar la edad “joven” respecto a la edad “vieja”; sino porque el propio sistema obliga a emparentar las costumbres, herramientas, vocablos y hasta estilos de vida, corrompiendo entre ese cada vez más indefinible concepto de adultez. Freddy (Suar) es un hombre que con 41 años, vive con plenitud su soltería, trabajando la menor cantidad de horas posibles en la empresa de su hermano mayor y disfrutando de los placeres de la soltería: departamento libre, vida nocturna, relaciones sin compromisos, etc. Sin embargo la llegada de Aylin, (Florencia Bertotti) una presunta hija oriunda del sur, puede llegar a cambiar sus planes. Durante la primera parte del film los planteos son, de alguna manera, ambiguos. Porque si bien el soltero empedernido que parece llevar como bandera el ritual del “pendeviejo” (sepa entender el concepto aplicado) muestra a un Suar machista, egoísta y hasta irresponsable, pero a su vez, incapaz de comprometerse o de aceptar e incluso equiparar su maduración física con su crecimiento psicológico, las mujeres que se representan en el film no dejan de ser un mero objeto sexual; hasta que, por supuesto, las cosas empiezan a cambiar para el incorrectamente político protagonista. Pensar en los hallazgos que Igualita a mí tiene como comedia es, sorprendentemente placentero. El buen timing que el director Diego Kaplan (¿Sabés nadar?, 2002) logra con la construcción del relato, más la buena química que presenta no sólo la pareja principal sino todo un reparto mixturado por simpáticos personajes secundarios, hacen del film una obra mucho más interesante de lo que a priori uno juzgara. Kaplan logra armar una película precisa, con rubros técnicos impecables y una sencillez para el divertimento a veces procaz, otras tantas arriesgado (principalmente los de índole sexual) que se disfrutan desde este lado de la pantalla. A pesar de ello, el principal problema del film aparece con la segunda parte de su desarrollo, cuando es obligatorio dar lugar al conflicto. Sin abundar en detalles, la innecesaria resolución de algunos pasajes es por un lado entendible pero por otro una enorme cantidad de señas al lugar común y a la sensibleria más directa que tal vez buena parte del público a la que apunte el film agradezca; pero que invita a imaginar qué otros caminos se podrían haber tomado. De alguna manera, es aliviador pensar que un género tan desprestigiado en el país como la comedia empiece a encontrar un mejor rumbo, aún incluso cuando ni siquiera el propio Hollywood pueda ofrecer un título verdaderamente destacable . Ya sea desde el aporte de los Taratuto (No sos vos, soy yo; ¿Quién dijo que es fácil?), los Goldfrid (Música en espera) y hasta la ya mencionada Un novio para mi mujer, se está logrando contar buenas historias, divertir y reflexionar -no importa cuán superfluamente- sobre temas de interés. Hay un cine industrial argentino que crece, Igualita a mí no deja de ser el resultado del buen tino de los productores y la posibilidad de ofrecer un título que respete a los espectadores. A pesar de los pormenores que se puedan encontrar en el film, sin duda alguna es una buena oportunidad para encontrase con el humor de personajes que televisivamente están condenados al prime time, pero que aquí logran ofrecer un producto digno, de una notable calidad estética y un cuidado artístico que debería resultar correspondido en las salas. No sólo porque lo merezca, sino también para demostrar que la comedia nacional empieza a ofrecer (con opciones como Pájaros volando y Lucho & Ramos actualmente en cartel) propuestas atractivas para distintos tipos de espectadores.
Hippies, rockeros y volados Si pensáramos en un término para definir este nuevo experimento nacional llamado “Pájaros volando” el primero en aparecer sería frescura. Porque si bien la utilización de los recursos expuestos en el film son descendiente directo de los productos under de sus responsables, las virtudes de éste lo convierten en, por lo menos, un título destacable. Para entrar en detalles. Néstor Montalbano ya había trabajado con la dupla Luque-Capusotto en la más que interesante “Soy tu aventura” (¿Se acuerdan del secuestro al recordado Luis Aguilé?) y aquí vuelve a mostrar esa eficiente receta que utilizó en programas como De la cabeza, Todo x $2 y Cha Cha Cha durante su paso por la pantalla chica. Otra vez el director se mete en un pequeño pueblo para relatar la historia de Juan (Capusotto) quien llega desde la ciudad como un frustrado cantante de rock que logró un irrelevante hit en los años 80 junto a su primo baterista (Luque) quien lo convence de trasladarse a las sierras para establecer contacto con seres de otro planeta que estudian a los humanos. Por curioso que parezca, la trama (por momentos difícil de sostener) va perdiendo terreno en pos de los constantes gags que encabezan los actores protagónicos junto a un irreverente elenco de invitados/secundarios. Así, desde un promisorio inicio a puro CGI con el gran Víctor Hugo Morales parafraseando a Fabio Zerpa (“no estamos solos en el universo”) veremos un festival de caras conocidas entre las que se incluyen algunas sorpresas muy divertidas que no vale la pena arruinar aquí. De esta manera, la apuesta de Montalbano es ambiciosa y simple a la vez. El hecho de intentar mantener una comedia durante 110 minutos es una apuesta excesiva y por momentos el relato cae en un abismo del cual reflota gracias al grotesco e inteligente guión de Damián Dreizik (quien también aparece como uno de los personajes del film). Por supuesto que la diferencia -la atención, el interés, la curiosidad- está dada por el protagonismo de Diego Capusotto, hoy devenido en la cara más reconocible del ejemplo a seguir en televisión. Sin embargo la versatilidad del actor permite escapar de su enorme abanico de personajes, ultra popularizados desde internet hasta convertir al humorista en todo un fenómeno, para dar rienda libre a la propia química que genera con el siempre carismático Luque y, especialmente con Verónica Llinás, con quien comparte alguno de los pasajes más graciosos del film. Debido a la mezcla del desquicio, la estética, el culto rockero, el absurdo y la ciencia ficción, por momentos “Pájaros volando” sigue la línea de títulos como los de Farsa producciones (Filmatrón y Todoterreno: la película de Kapanga, a la cabeza) pero también logra mantener el humor que hizo a estos actores, escritores y guionistas crecer hasta alcanzar la inminente categoría “de culto”. La presencia de los músicos Rodolfo García, Willie Quiroga, Ciro Fogliatta y Héctor Starc terminan por darle forma a ese hit de los ‘80 que da nombre a la película y con el cual finaliza la historia, acompañado en las voces por los dos protagonistas durante los créditos. “Pájaros volando” se convierte gradualmente en una comedia irreverente, políticamente absurda y hasta -por qué no- bizarra. Con grandes invitados, muchas sorpresas y momentos más precisos que otros, no es la gran cinta que prometía, pero sí tiene destino seguro en el corazón de todos aquellos que aman esta siempre recomendable otra cara del cine nacional.
El sueño del pibe En el inicio de esta temporada 2010, mucho se habló respecto a la revolución que plantearía la última cinta de James Cameron, Avatar. A casi 8 meses de su estreno y con opiniones bastante encontradas, algunos se sintieron defraudados por la simplicidad en la historia que ofreció el director de Titanic, a cambio del regodeo visual. Sin embargo, nadie suponía que en este mismo año sería otro el título que iba a sacudir de manera tan notoria las formas de contar una historia dentro del mainstream hollywoodense. Y El origen, de Cristopher Nolan, lo hace. Si David Lynch es el artista rebelde que siempre se sale con la suya desde lo narrativo, este Nolan es el alumno destacado de la clase, que lleva los convencionalismos hacia un nuevo lugar y termina realizando su obra más personal. El director de Memento, Noches blancas, El gran truco y la saga de Batman (Inicia y El caballero de la noche) ofrece con El origen un título complejo, de difícil seguimiento y que exige la mayor atención del espectador; pero a su vez conforma un thriller psicológico atrapante, con un desarrollo visual inquietante y una historia que, seguramente, generará más de un debate. En la pantalla, vemos cómo el agente Cobb (Leonardo Di Caprio) es capaz de invadir los sueños de las personas para extraer información. Ante el pedido de un magnate (Ken Watanabe), deberá realizar una última misión junto a su equipo (Ellen Page, Joseph Gordon-Levitt, Tom Hardy y Dileep Rao) no esta vez para sacar datos, sino para introducirlos. Con este título, pareciera que Nolan intenta demostrar su (cada vez más extenuante) capacidad narrativa y que, a pesar de haber dado forma a esa excelente segunda parte de Batman, no ha perdido el toque en otros géneros. No importan los lugares comunes de Hollywood, él es definitivamente un artista distinto. A pesar de lo que se diga, el mundo que conforma el director con sus 200 millones de dólares de presupuesto, lleva la marca Nolan. La inconfundible música de Hans Zimmer y los climas que componen este título, mezcla de teorías psicológicas, apabullantes escenas de acción, drama romántico y ciencia ficción, forman un combo que, ahora, se convierten en un desafío para el espectador. Es muy probable que el film dé que hablar por mucho tiempo. No por su esperable éxito en taquilla; sino porque, al igual que sus personajes, la película logra meterse en nuestras mentes y deambular para que (tal vez agobiante, tal vez inútilmente) intentemos descifrarla. Como público, desde la butaca se tendrá el desafío de seguir las múltiples capas de esta –por qué no- historia coral, que a su vez se transforma en casi tres horas de cine en su estado más puro. No importa ya las referencias, ni los homenajes. Nolan demuestra que, actualmente, es uno de los directores contemporáneos más importantes que tiene la industria norteamericana. Y El origen está a la altura de su autor.
Compendio audiovisual de autoayuda A veces los soportes con los que se hace una obra artística alcanzan éxito precisamente por su organización estructural para destacar la belleza y la hermosura que se puede desprender del imaginario humano. Otras tantas, el intento se reduce a un par de pasajes sombríos y disfrazados. Verónica decide morir no es una mala película, pero sufre en demasía la adaptación a la pantalla grande de la obra escrita por Paulo Coelho. El éxito y fenómenos alcanzados por el autor brasilero podían presagiar un traspaso cinematográfico, pero parece ser que el formato audiovisual puede quedar chico sin el debido pulido. Incluyendo también los casos de Guillermo Martínez (Los crímenes de Oxford, 2008) y García Márquez (El amor en los tiempos del cólera, 2007) por citar autores latinos adaptados en los últimos años, podríamos coincidir en el mal tino que está teniendo el cine americano para llevar a la gran pantalla libros consagrados de este lado del planeta. Y es que Verónica decide morir no es una mala película, pero en su intento por ser aleccionadora e invitar al espectador a pensar con reflexiones moralistas y mensajes éticos sobre el valor de la vida, recae en la redundancia y la previsibilidad. Verónica (Sarah Michelle Gellar) es una mujer de 28 años que tras augurar un destino ordinario y sin sobresaltos –“casarse, criar hijos, descubrir los engaños de mi marido, ver que mis hijos cometen mis mismos errores” dirá al respecto- intentará suicidarse con la ingesta de pastillas y alcohol. Tras ser rescatada, será internada en un centro psiquiátrico donde sabrá que su vida pende de un hilo. Allí pasará sus días Verónica, entre un piano, el Dr. Blake (David Thewlis) principal director del establecimiento y Edward (Jonathan Tucker), un interno que no habla pero establece un fugaz contacto con la protagonista. A partir de las situaciones establecidas por un guión que en momentos resulta efectivo y en otros predecible, la directora Emily Young aprovecha cada momento para intentar igualar aquel fenómeno construido por Coelho. Así, los diálogos sobre el comportamiento de la sociedad posmoderna y las relaciones generadas en un mundo prefabricado son puestos en duda precisamente allí, en el hospital psiquiátrico, donde pierden sentido términos como lo “normal”, lo “lógico” y lo “razonable”. Pensado de esta manera, los poco más de 100 minutos que dura la película no alcanzan ni para el desarrollo de los personajes, ni para una completa articulación de la trama principal. Sin embargo, el sentido del film y la capacidad de transmitir la idea original están presentes y se subyacen con un metraje que logra su cometido a medias. Muy a pesar de ello, Verónica decide morir cuenta con ciertos hallazgos que vale la pena descubrir por sí mismo. Ya sea desde el correcto trabajo actoral, hasta un denotado cuidado estético, el film se hace con respeto y busca traducir aquello que intenta contar su obra original. El no lograrlo completamente tampoco impide que, a pesar de sendos lugares comunes, no se trate de un film atendible.
Manual del film taquillero ¿Qué hace a una película diferente a la otra? Pues a Jerry Bruckheimer parece no importarle demasiado. Porque si a la historia del elegido que debe aprender las técnicas necesarias para derrotar al mal (Mark Hamill como Luke Skywalker se defendía de pelotitas voladoras mientras era supervisado por Alec Guiness en plan Obi Wan Kenobi) sumamos la magia como elemento rutilante (¿recuerdan al ratón Mickey vestido de mago en Fantasía?) reservado sólo para seres especiales, agregamos unos cuantos elementos, un holgado presupuesto en efectos digitales y habemus película. Pero si una cinta como “El aprendiz de brujo” ni siquiera se toma en serio a sí misma y se ríe desde los homenajes que realiza, pues, alguien más que el personaje principal aprendió la lección. La historia cuenta la leyenda de Balthazar (Nicholas Cage) un alumno de Merlín que tras una traición de Maxim Horvath (Alfred Molina, siempre convincente) deberá buscar al Supremo Merliniano, un hechicero capaz de vencer las fuerzas malignas. Sin embargo, el destino quiso que el supuesto heredero de tal poder sea un joven estudiante de física nuclear que reside en Manhattan. Ahora Balthazar deberá enseñarle todos los trucos que conoce a su aprendiz, para poder derrotar la amenaza juntos. Si bien la preedulcorada y utilizada-hasta-el-hartazgo historia del chico común que se encuentra en medio de una guerra fantástica no suena para nada original, sí hay algunos méritos que pueden rescatarse en este título. En primer parte, la participación de Jay Baruchel, el joven actor que –luego del fracaso que resultó esa joyita en televisión llamada Primer año y que emitió la Fox en 2001- se anima a protagonizar una cinta después de su buen paso por Una Guerra de película junto a Ben Stiller. Baruchel se lleva aquí los momentos cómicos con total naturalidad, todo un acierto en el casting. Por otro lado, el buen tino del director Jon Turteltaub para mezclar la multiplicidad de géneros que la cinta ofrece, a diferencia de lo que había sucedido con su fallido trabajo anterior (la saga La leyenda del tesoro perdido, también con Nicholas Cage como actor y Jerry Bruckheimer como productor). En este título la acción, la comedia, la aventura, la fantasía y los efectos especiales hacen un combo predigerido, sí, pero con la simpatía suficiente para entretener a la platea más joven que bien sabe disfrutar de la estética videoclipera y las secuencias exageradamente frenéticas que ofrece “El aprendiz de brujo”. Y puede que el film peque de ingenuo al mostrar pasajes/secuencias ya vistas en varios de estos productos hechos con manual de taquilla: a los ya mencionados, sumamos el nerd con poderes especiales, el eterno sabio corrompido por un suceso del pasado, los amigos enemistados, la famosa decisión que no permitirá volver atrás (parafraseando a Matrix, a Cage sólo le faltan las correspondientes pastillas azul y roja) y un largo etcétera. Para dejarlo claro. La película es una sucesión de batallas espectacularmente planificadas y una música que por momentos resulta invasiva; es una fórmula siempre reciclada en Hollywood pero que una vez más, parece funcionar. La pirotecnia exacerbada le gana a la historia y el interés se radica plenamente en el marco visual. ¿Entretenimiento banal? Seguramente, pero si uno se entrega al juego, tal vez pueda llegar a pasarla bien.
Contá mil cuentos Y llegó a los cines. La esperada cuarta parte del ogro devenido en príncipe azul y convertido en padre de familia se enfrenta a lo que según anuncian sus propios creadores es el capítulo final. ¿Pero cuáles son las virtudes de esta Shrek, por siempre? Ya de antemano, Dreamworks se enfrentaba a un problema existencial, que en todo caso también debieron superar a partir de su segunda parte: el factor sorpresa. Debido al conocimiento del espectador sobre qué ofrece el mundo del ogro verde, la calidad empezó a decaer con cada película estrenada. Esta cuarta parte, sin embargo, recupera algo de aquella primera película exhibida en los cines en los albores del año 2001. Y para ello tenemos que atender a la historia que se cuenta. Shrek ahora es un responsable padre de familia, un ciudadano ejemplar que vive como una estrella en su pantano y un admirado vecino del reino Muy, muy lejano. Pero las demandas que implica atender a sus hijos, la melancolía por sentirse temeroso otra vez y recuperar aquello que ha perdido (ni más ni menos que su juventud) hacen que el protagonista realice un trato con Rumplestiltskin, un malevo duende que planea quedarse con todo el reino. Con el fin de volver a sus días de gloria, Shrek viajará hacia un nuevo mundo donde los ogros son cazados, los aldeanos sometidos y el único centro de poder pasa por el dominio del villano. Para volver todo a la normalidad, deberá convencer a todos de quién es e intentar restablecer la paz en el lugar. El hecho de que Shrek deba volver a crear una relación con Burro, Gato con botas, y Fiona trae al espectador una parte, decíamos, de aquello que hizo grande a la primera película. De todas maneras los roles se cumplen a rajatabla y el personaje principal pasa a ser –o sigue siendo- el núcleo a través del cual el resto de sus personajes dan lugar a los momentos más graciosos del film. Por otra parte, la sensación de que algo se perdió en el camino resuena en cada minuto que se pasa en la butaca. Tal vez la razón de que el filme, con un humor mucho más físico y gags que apuntan a un público más chico, cambia la ironía cómplice con el adulto, por el entretenimiento directo y la risa más efectiva. No es algo que necesariamente esté mal, pero en este sentido el guiño a los padres presentes en la sala no disfrutarán la historia como alguna vez sucedió. Técnicamente, no se puede reprochar nada en este Shrek por siempre. Muchos colores, grandes movimientos de cámara y ampulosos sonidos que engrandecen cada situación vista en la pantalla. Y por supuesto la cantidad de atribuciones a los más famosos cuentos de hadas se harán presente para sí complacer a todo aquel que conozca las historias originales. La cuarta parte de Shrek podría ser considerada como una digna despedida del ogro más famoso que el cine haya dado en los últimos años. La cinta no defrauda en ningún momento y eso es cierto, pero también es indiscutible que después del segundo film, la apuesta por el chiste físico y el tratamiento menos inteligente de las historias le juega en contra respecto al público más adulto que tal vez espera otro tipo de relación con la película desde la pantalla. Chistes procaces, diversión efectiva, mensajes aleccionadores (en el buen sentido de la palabra) chicos contentos; todo funciona para ver la película e inmediatamente cruzar la calle y comprar la comida con el juguete.
Como la novela de la tarde No es que uno tenga demasiada experiencia en este tipo de ficciones, pero es imposible no reconocer cierto aire de show televisivo en la tercera parte de la saga Crepúsculo. Todavía cuesta creer los increíbles beneficios económicos de esta inefable saga que por momentos evoca al cine más efectista y moralista. En Eclipse (nombre homónimo al tercer libro de Stephanie Meyer) Bella debe decidir si acepta la propuesta de matrimonio de Edward, mientras intenta negar al hombre lobo Jacob, confeso enamorado de la protagonista. Sin demasiadas diferencias en la historia con respecto a sus antecesoras, sí hay que admitir que el cambio de director (David Slade, responsable de títulos como Hard Candy, en reemplazo de Chris Weitz, realizador de la segunda parte) resulta al menos, favorable. El desarrollo estético y visual muestra un notable crecimiento, aunque la mano de los productores se percibe demasiado e invita a imaginar una versión mucho más edulcorada de lo pensado teniendo en cuenta el prestigio de Slade. Pero también es necesario comprender otra cuestión: Eclipse es sólo la punta del iceberg, un complemento más del engranaje. Promociones, merchandising y comida chatarra, todo forma parte de la peor cara que tiene el cine. No se trata de una postura conservadora, pero la sola idea de vampiros que brillan a la luz del día y hombres lobo con sonrisa made in publicidad de pasta dental, generan por lo menos, distancia. No sería difícil definir a Eclipse como la mejor película de la saga –tampoco es que tenga demasiada competencia- pero ni siquiera con eso alcanza. El trío protagonista sigue sin convencer. Por suerte todavía podemos rescatar la labor de Kirsten Stewart, hoy día perfilada como una de las grandes actrices de su generación (ante cualquier duda consultar Adventureland). Está claro que la intención de este film no es demasiado ambiciosa: generar algunas livianas sensaciones, mostrar chicos carilindos para el suspiro de las jóvenes y que al salir de la sala puedan seguir pendientes de aquello que se genere con el nombre Crepúsculo, y contar una historia que si no se puede acusar de previsible, es por lo menos obvia. Pensando en dos futuras partes ya confirmadas, la película es un éxito de taquilla aún en su día de estreno: con adolescentes acampando en los alrededores de los cines mediante, la cinta ya recaudó 30 millones de dólares tan sólo con las funciones de pre-estreno. Quizás aquí se presente la mayor diferencia entre lo que se denomina el gusto del crítico y lo que el público permite (discusión, por otro lado, altamente retomada) pero cuando no sólo un título, sino una saga completa –como es este caso- ofrece tan poco es necesario preguntar hacia dónde debe deslindarse la culpa. Aún sabiendo que sus detractores seguirán atacándola y los fanáticos se mofarán sobre la cantidad de veces que puedan verla en la pantalla grande, hay algo que es cierto; a falta de fenómenos mediáticos/cinéfilos de mayor envergadura, Eclipse logra hacerse un atendible lugar entre los títulos más rentables de la temporada. Así está el cine.
Con la muerte en los talones Desoladora. Esa es la primera impresión que genera La carretera, la nueva película de John Hillcoat (responsable también del western Propuesta de muerte) un film que genera incertidumbre desde sus primeros minutos. Enmarcada dentro del género post-apocalíptico, la cinta narra la historia de un padre y su hijo, quienes intentan llegar a pie y sin demasiados elementos disponibles hacia un destino prefijado. El planeta, azotado por una serie de sucesos no explicados, se haya desierto y ya casi no quedan seres vivos. En este marco los personajes principales –al igual que el resto de los que eventualmente puedan aparecer- tendrán un solo objetivo: sobrevivir. Es en este punto donde el director hace uso de los elementos dramáticos para enmarcar la historia. Porque si bien es cierto que las películas sobre seres humanos que intentan subsistir en un mundo desolado sobran –desde El hombre omega, hasta Niños del hombre; el cine de John Carpenter, hasta George Romero- La carretera tiene ciertos aspectos que se explotan de manera favorable para la narración de la historia. Si la sola idea del padre que intenta mantenerse con vida junto a su hijo también remite a otro tipo de cine, el desarrollo psicológico de los personajes es también otro punto fuerte del film. No sólo porque la muerte siempre estará ahí, acechando y amenazando con ser la única salida lógica en un mundo que ya no la tiene (“Si existe un Dios, ya nos ha dado la espalda” se dirá), sino también porque la frágil línea que separa la locura de la razón es cada vez más difusa. Se podría pensar que todo en este mundo apocalíptico puede causar temor, sin embargo la película de Hillcoat no deja de tener cierto halo de esperanza. Principalmente a través de los personajes protagónicos. Basado en el prestigioso libro de Cormac McCarthy (autor de No country for old men, título que permitió a los hermanos Cohen hacerse con el Oscar a Mejor Película) la cinta también se apoya en las creencias religiosas, morales y éticas del ser humano. ¿Qué distingue lo bueno de lo malo? ¿El fin justifica los medios? ¿Hasta qué límite puede ser llevada la capacidad humana? Lo cierto es que ante semejante panorama, la credibilidad del film se vería deshecha si el trabajo técnico no estuviera a la altura de lo que la propia historia demanda. Y aquí aparece – por suerte- la talentosa mano del director. Tanto la maravillosa fotografía de Javier Aguirresarobe, como la funcional banda de sonido de Nick Cave y Warren Ellis ayudan a la conformación de la historia. Párrafo aparte merece el trabajo del elenco. Viggo Mortensen muestra un trabajo tan sólido como el que supo perpetrar junto a David Cronemberg, y el joven Kodi Smith-McPhee se lleva los laureles como la revelación del film, intepretando al hijo sin nombre (dato no menor) que conforma la pareja. Charlize Theron, Guy Pearce y un irreconocible Robert Duvall completan un impecable reparto. La carretera es un film inquietante, duro en su visión pero directo en su cometido. Más allá de ciertos sesgos ambientalistas y subrayados sentimentales, el film ofrece una experiencia muy particular para la butaca. Sostenido por una tensión que no decae ni por un minuto, este título tiene los elementos suficientes para ser tenido muy en cuenta, eso hoy no es poco.
UNA LECCIÓN DE CINE Algunas veces esta profesión nos obliga a bancar -literalmente- una y media, dos y hasta tres horas de una película que resulta insoportable, raya la obviedad y remarca tanto lo que intenta mostrar, que la experiencia en la butaca es por momentos, intolerable. Otras veces (al menos una vez al año) la oscura sala, nos regala una película de Pixar. Punto. Y es que la capacidad imaginativa de estos genios creadores se supera film a film, temporada tras temporada, título tras título. Cuando uno supone que no hay nada nuevo para contar, que una aventura de los gloriosos Woody, Buzz y el resto de juguetes, no ofrecería algo relativamente original, Pixar nos propone Toy Story 3; una verdadera aventura que transpira diversión por todos su poros, pero que vislumbra fotograma a fotograma con la melancolía del crecimiento. Porque si de algo habla Toy Story 3 es sobre la evolución, el desprenderse de una etapa para comenzar otra –metáfora perfecta del desarrollo técnico y narrativo que vive la empresa desde sus principios- . Así como “Up” ya jugaba con la idea del melodrama para hacernos reir, esta película da un paso más allá y usa directamente géneros que desde la teoría son opuestos para contar una misma historia. No hay forma de ignorar el mensaje melancólico detrás del cuento original. Y es allí donde la mente creativa de Pixar (esta vez de la mano de Lee Unkrich, director también de “Buscando a Nemo” y ”Monster Inc.”) vuelve a reflexionar sobre el abandono, la venganza y lo irremediablemente inevitable, pero también sobre la amistad, el amor y la familia. En esta tercera parte, Andy ya ha crecido y partirá hacia la universidad. Ante este nuevo suceso, los juguetes deben enfrentar dos posibilidades: el ático (típico sótano norteamericano conocido como tal por gentileza del doblaje mexicano) o una donación cuyo destino será finalmente la guardería de la ciudad. Para no adelantar demasiado, sólo mencionar que los personajes se plantarán ante situaciones mucho más grande que las enfrentadas en las dos primeras partes. Poco más que agregar de esta gema para no quitar las sorpresas que la pantalla depara. Sorpresas que, por otra parte, servirán para cerrar la trilogía de manera casi perfecta (dejemos cierto espacio sólo para especular sobre el próximo paso de Pixar), y abofetear a toda productora que se precie de contar con su propia franquicia, sutil guiño a “Shrek” incluído. Actualmente, las cosas están claras: Pixar es no sólo el rey de la animación, sino también uno de los más importantes creadores de toda la industria. La eficacia de cada uno de sus 11 títulos lo avala. Esta Toy Story 3 cumple con todo lo que una buena cinta tiene que ofrecer: cuenta una buena historia, conmueve al espectador, y deja ese “no se qué” que permite la diferencia entre las buenas películas y aquellas que tienen destino imperecedero. Puede que teniendo en cuenta el hecho de que Toy Story es prácticamente un clásico de su propio tiempo, uno ya puede hacerse una idea de cómo va a salir de la sala. Pero una vez más, la sensación es inimaginable. Hay que agradecer que el cine todavía pueda ofrecernos este tipo de historias, hay que agradecer a Pixar y finalmente reconocer que, parafraseando a la canción que inmortalizó la película, esta franquicia es y será para siempre “nuestra amiga fiel”.
CURAR LAS HERIDAS El modista Tom Ford sorprendió cuando confirmó que realizaría una versión fílmica sobre la exitosa novela “A single man” de Christopher Isherwood, publicada en 1964. Y el asombro es aún mayor cuando la cinta, una vez en pantalla, avanza con el correr de los minutos. La historia nos muestra a un profesor de Universidad en 1962, año en que la amenaza comunista y el miedo hacían estragos en la sociedad norteamericana. Tras la pérdida de su pareja –un hombre con el cual mantenía una relación hacía 16 años- este maestro debe ahora enfrentar el duelo, “olvidar el dolor”, hacerse de los mecanismos que sean necesarios para enfrentar esa muerte; al punto de coquetear con la suya propia. En ese contexto, su trabajo (ni más ni menos que la formación de la futura sociedad norteamericana) y una amiga alcohólica (impecable Julian Moore) son sus únicos reparos. El talento innato que muestra Ford para narrar la historia, permiten vislumbrar dos cuestiones de importancia: la primera es la sorprendente maestría con la que el director lleva adelante el film, inmerso en una sensibilidad que asoma en cada plano -tal como el temor del personaje principal- y el reflote constante de aquello que siente pero es imposible que desaparezca. La segunda, es el enorme trabajo del reparto. Si de raras impresiones hablamos, vale la pena mencionar que gran parte de la película funciona porque Colin Firth (alguna vez etiquetado como el “eterno loser de las comedias románticas”) muestra un costado hasta ahora desconocido. La mirada pérdida, el andar importunado, un cuerpo que carga con el propio sufrimiento físico del duelo. Y la resignación; porque si algo tiene este profesor universitario encarnado por Firth es la pérdida de esperanza ante un mundo que no tiene ya nada para ofrecerle. “Un hombre solo” es, básicamente, una película sobre el dolor y el miedo. Dolor a enfrentar lo sucedido y miedo al futuro por venir. Si “500 días con ella” reflexionaba sobre el hombre después del amor, este film también habla sobre el corazón roto, pero desde la imposibilidad fáctica de ser recuperado. En este sentido, la franqueza de Ford por ofrecer un relato simple en su sentido, pero complejo en su entramado interno (el del personaje) termina brindando un drama atrapante con los suficientes méritos para reconocer que la casualidad no hace mella en “Un hombre solo”, sino que es el fruto del buen trabajo que el director realizó en cada una de las partes que forman el todo que se ve desde la butaca. Con una carga sentimental que invita a la reflexión, pero nunca llega al golpe bajo, el film de Tom Ford es una pequeña pieza artística que irradia melancolía plano a plano. A pesar de ello, cierto mensaje esperanzador respira en su seno: no importa de qué manera, el amor siempre nos lleva hacia el camino indicado.